Deuda con el pasado - Mundos opuestos - Leanne Banks - E-Book

Deuda con el pasado - Mundos opuestos E-Book

Leanne Banks

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Beschreibung

Deuda con el pasado Gannon Elliot jamás habría imaginado que se convertiría en padre sólo para encontrar una buena editora para su revista. Al igual que el resto de su familia, aquel millonario había nacido para competir y ganar y, para superar aquel reto, necesitaba a la mejor… necesitaba a su ex amante, Erika Layven. Erika deseaba tener un hijo más que nada en el mundo y, en su opinión, Gannon se lo debía después de haberle roto el corazón… Mundos opuestos Desde el momento en que conoció a Tag Elliott, Renee Williams no pudo dejar de imaginar cómo sería sentir sus labios sobre la boca. No pensaba en otra cosa más que en sus besos y en dormitorios sin luz y llenos de promesas. Pero, como miembro de una de las familias más ricas de Manhattan, Tag estaba completamente fuera del alcance de una trabajadora social como ella. Además, por mucho que lo deseara, había algo que nunca cambiaría: eran de distinta raza.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

N.º 43 - abril 2015

© 2006 Harlequin Books S.A.

Deuda con el pasado

Título original: Billionaire’s Proposition

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2006 Harlequin Books S.A.

Mundos opuestos

Título original: Taking Care of Business

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicados en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6371-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Deuda con el pasado

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Mundos opuestos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Prestad atención, por favor. Hay algo que quiero deciros –anunció el patriarca de los Elliott, Patrick Elliott, al resto de la familia.

Se habían reunido para celebrar la Nochevieja en su casa, y les había pedido a todos que sólo llevasen a sus cónyuges.

Fuera lo que fuera lo que iba a decirles debía de ser algo importante, pensó su nieto Gannon, mirándolo con curiosidad.

Su abuelo, que había emigrado desde Irlanda a Estados Unidos en su juventud, contaba ya setenta y siete años pero seguía teniendo la mente tan ágil como a los veinte. De hecho, hacía que pareciese que el ser el líder a nivel nacional en ventas de prensa con su grupo editorial, EPH, Elliott Publication Holdings, que abarcaba publicaciones tan variadas como revistas del corazón, moda, economía, y diarios de noticias, era un juego de niños.

Los ojos del anciano buscaron los de su esposa Maeve, la mujer que llevaba a su lado más de cincuenta años, y la única persona que lograba dulcificar su fuerte carácter.

El amor que se palpaba entre ellos cuando se miraban siempre hacía a Gannon sentirse un poco incómodo, insatisfecho con su vida, pero ése era un sentimiento en el que prefería no pensar.

Su abuela respondió a su abuelo con un mudo asentimiento, y éste se volvió hacia el resto de la familia.

–He decidido que voy a jubilarme –les dijo.

Gannon estuvo a punto de dejar caer su copa de la impresión. ¿Que iba a jubilarse? Aquello era lo último que habría esperado oír. Siempre había pensado que su abuelo, igual que el general Custer, moriría con las botas puestas. El salón se vio de pronto inundado por los murmullos de unos y otros:

–Cielos.

–¡Caramba!, esto sí que es una sorpresa.

–¿Estará enfermo?

Patrick Elliott sacudió la cabeza y alzó una mano para pedir silencio.

–No estoy enfermo; es sólo que creo que ya va siendo hora de que me retire y deje paso a alguien más joven. Sin embargo, elegir a mi sucesor no va a ser tarea fácil porque todos os empleáis al máximo en vuestro trabajo, así que he decidido que os daré a todos la oportunidad de demostrar que seríais capaces de ocupar mi puesto.

–¿Qué se le habrá ocurrido? –le siseó a Gannon su hermana menor, Bridget, que estaba de pie a su lado.

–¿Tú sabes algo de esto? –le preguntó Gannon a su otro hermano, Liam.

Todo el mundo sabía que Liam era el nieto favorito de su abuelo, así que imaginó que estaría enterado de algo más que ellos, pero éste negó con la cabeza.

–Ni idea.

Patrick Elliott volvió a levantar una mano para acallar los murmullos antes de continuar.

–De entre los directores de nuestras publicaciones de mayor tirada, elegiré a aquél que consiga el mayor beneficio al finalizar el año que empieza, y será esa persona quien tome las riendas de EPH.

Un silencio absoluto siguió a sus palabras. Ni la explosión de una bomba habría dejado tan aturdido al clan Elliott.

Bridget emitió un gruñido, como disgustada.

–¿Cómo se le ha podido ocurrir algo así? –le siseó a Gannon–. Papá trabaja en Pulse y yo en Charisma; estaremos en bandos contrarios aun siendo padre e hija.

Liam se encogió de hombros.

–Peor es lo del tío Shane y la tía Finola –replicó–. Son mellizos y competirán el uno contra el otro por el puesto.

–Dios, alguien debería hablar con el abuelo y hacerle entrar en razón –murmuró su hermana.

Su tía Finola, que no estaba lejos y estaba escuchando la conversación, se acercó a ellos.

–Eso sería como intentar cambiar la dirección del viento –les dijo–. Cuando algo se le mete en la cabeza es imposible hacerle cambiar de idea.

–Pero es que no es justo –insistió Bridget.

Finola miró a su padre con cierta amargura.

–Él tiene su propia definición de lo que es justo –murmuró. Luego, sin embargo, pareció apartar de su mente los pensamientos sombríos que ocupaban su mente y sonrió a su sobrina–. Me alegra tenerte en mi equipo, Bridget.

Gannon jamás se había echado atrás en una pelea, y esa vez tampoco pensaba hacerlo.

–En fin, que gane el mejor –le dijo a su tía.

Dejó a sus hermanos y a ella, y se dirigió a donde estaban su padre y su madre, diciéndose que haría cualquier cosa para conseguir que Pulse, la revista de actualidad de la que su padre era director, se pusiera en cabeza entre todas las publicaciones de EPH ese año.

Era un Elliott y como a un caballo de carreras lo habían preparado desde su más tierna infancia para competir. El pelear y ganar era algo que llevaban en la sangre.

–Pareces un hombre a punto de lanzarse a la batalla –le dijo su tío Daniel deteniéndolo a unos pasos de sus padres.

–Bueno, me da la impresión de que eso es lo que acabará siendo esto: una batalla campal –le respondió Gannon con una sonrisa–. El abuelo debería haber repartido varias cajas de algún medicamento para la acidez de estómago; nos hará falta con el estrés que nos va a generar esto.

Su tío Daniel se rió y sacudió la cabeza.

–Buena suerte, Gannon.

–A ti también, tío Daniel –le respondió él antes de continuar hasta el lugar junto a la chimenea donde estaban sus padres.

–¿Te imaginaste tú esto cuando tu abuelo dijo que quería anunciarnos algo, hijo? –le preguntó su padre.

–¿Cómo podría haberse imaginado algo así? –le replicó su madre, para luego girar la cabeza hacia él–. Yo misma aún no me lo creo. Tu abuelo tiene tantas energías que seguro que todos pensábamos que querría permanecer al frente de la compañía tanto tiempo como la salud se lo permitiese.

–La verdad es que sí –asintió Gannon–, pero esto supone un desafío para todos nosotros, así que parece que vamos a tener un año bastante interesante.

Su padre sonrió como si le enorgulleciese su espíritu competitivo.

–¿Tienes ya alguna idea? –le preguntó.

–Alguna que otra, sí –respondió él.

Y entre esas ideas estaba el conseguir que volviera a la redacción de Pulse Erika Layven, la mujer con la que había roto hacía un año.

 

 

Mientras tomaba otro sorbo de chocolate caliente, Erika estudió con ojo crítico el diseño que le había enviado el diseñador gráfico; la portada del mes de abril de la revista Home Style. El tema era la primavera, y la fotografía mostraba un parterre con rosas de varios colores, lavanda, y también pensamientos. Qué contraste con el gris cielo de enero que se veía a través de la ventana de su despacho, se dijo girando la cabeza hacia ella.

Los días nublados no solían influir en su ánimo, pero en ese momento aquella vista la hizo sentirse de lo más deprimida. Claro que algo tenían que ver el informe que había recibido de su médico y la fiesta de Nochevieja a la que había ido con un tipo al que prefería olvidar.

No, tenía un montón de razones para sentirse contenta, se dijo irguiéndose en la silla e intentando animarse. Era editora jefe de la revista, de una revista que pertenecía a uno de los grupos editoriales más importantes del país, y aunque echase de menos el dinamismo de Pulse allí estaba mejor. Allí era ella quien llevaba las riendas.

En ese momento llamaron a la puerta de su despacho. ¿Quién podía ser? Pasaban de las cinco y media y la mayoría de los empleados se habían marchado ya.

–¿Sí? –respondió.

–Soy Gannon –contestó una voz profunda y varonil al otro lado de la puerta.

A Erika le dio un vuelco el corazón. ¿Gannon? ¿A qué había ido allí? ¿Qué podía querer? Se echó hacia atrás el rizado cabello e inspiró profundamente en un intento por mantener la compostura.

–Pasa –respondió en un tono lo más natural posible.

La puerta se abrió y entró Gannon, con su metro noventa, pelo negro, ojos verdes, y cuerpo de atleta.

Erika se irguió en el asiento, y ordenó mentalmente a sus hormonas que se comportasen, a las palmas de sus manos que dejasen de sudar, y a su corazón que latiese más despacio.

–Qué sorpresa, Gannon–le dijo poniéndose de pie–. ¿Qué te trae por aquí?

–¿Cómo estás, Erika? Hacía tiempo que no nos veíamos.

«Porque tú quisiste que rompiéramos», le contestó ella mentalmente mientras volvía a sentarse.

–Pues sí, pero es que he estado tan ocupada…

–Me han dicho que estás haciendo un trabajo magnífico.

–Gracias –respondió ella, sin poder evitar sonrojarse.

¿Por qué tenía que reaccionar así?, se dijo irritada. No era una adolescente, y no necesitaba su aprobación. Claro que no podía sino sentirse halagada sabiendo que Gannon no era un hombre dado a los cumplidos, y que los escasos elogios que hacía siempre eran sinceros.

–Creo que en Pulse tampoco os va mal –le dijo.

Gannon asintió.

–¿Qué te pareció la serie que publicamos sobre cómo luchar contra los virus en Internet?

–Bueno, no puede decirse que no fuera completa, y la información no podía estar más actualizada, aunque me pareció demasiado… técnica. Creo que esos temas hay que explicarlos de un modo más sencillo y también más ameno.

Gannon esbozó una media sonrisa.

–Ésa es una de las cosas que siempre he admirado de ti. Eres capaz de ver lo bueno en un artículo pero siempre se te ocurren aspectos en que se podría mejorar.

–Todavía no me has dicho cuál es el motivo de tu visita –le recordó ella.

Gannon se acercó a una estantería y ladeó la cabeza para leer los títulos de algunos libros.

–¿Estás contenta en Home Style?

Erika frunció el entrecejo.

–¿Por qué no habría de estarlo? Soy la editora jefe; la que lleva el timón –respondió riéndose.

Gannon se volvió y le sonrió, haciendo que el corazón le palpitara con fuerza.

–Cierto –dijo. Tomó su taza y la levantó para olerla–. Chocolate caliente –murmuró con una sonrisa–. Veo que no has perdido tus costumbres.

Erika se removió incómoda en el asiento. Gannon la conocía demasiado bien por el tiempo que habían estado saliendo juntos.

–¿Echas de menos trabajar en Pulse?

Aquella pregunta tan directa la pilló por sorpresa.

–Bueno… sí, claro que sí –respondió vacilante–. En Pulse cada artículo era como un desafío, como un reto.

–Y eso es algo que no tiene Home Style –concluyó Gannon.

–No, pero tiene otras cosas –respondió ella.

–¿Qué harías si te ofreciese volver a Pulse con un aumento de salario y un puesto más importante que el que tenías cuando trabajabas con nosotros?

Erika tragó saliva. La idea resultaba muy tentadora. Durante el tiempo que había trabajado en Pulse había usado al máximo su energía creativa, había aprendido muchísimo, y había estado rodeada de gente brillante y de altas miras.

Claro que también había sido allí donde había conocido a Gannon… y él era el culpable de que hubiese acabado con el corazón roto.

–No puedo negarte que es una oferta tentadora –admitió.

–Quiero que vuelvas a formar parte de nuestro equipo, Erika –le dijo Gannon–. Pon tú las condiciones.

Erika se quedó mirándolo boquiabierta. Cuando la gente había empezado a sugerir que parecía que había algo entre ellos, Gannon había puesto fin a su relación y había empezado a tratarla como al principio, como a los demás empleados. Ese giro repentino en su comportamiento la había sorprendido de tal modo que cuando le surgió la posibilidad de trabajar para Home Style no se lo pensó dos veces.

HomeStyle se había convertido en su refugio, en el lugar donde había conseguido poco a poco ir recomponiendo los pedazos de su corazón roto.

–No sé; tendría que pensarlo –le dijo finalmente.

Gannon parpadeó, como contrariado, y Erika reprimió una sonrisa maliciosa. Gannon no estaba acostumbrado a que le dieran un no por respuesta, ni tampoco un «quizá».

–Lo comprendo –le dijo algo tenso. ¿De qué iba todo aquello?, se preguntó Erika–. Me pasaré mañana a verte, sobre esta hora.

–Me temo que no va a poder ser –replicó ella–. Tengo una cita a las cuatro y media y no creo que acabe pronto, así que lo más probable es que no vuelva a la oficina.

Gannon asintió lentamente con la cabeza, como si estuviese tratando de ser paciente.

–Está bien –dijo–. ¿Vas a trabajar este fin de semana?

–Desde casa –le contestó ella–. Si quieres pasarte el martes…

–El lunes a esta misma hora –replicó él con brusquedad.

–De… de acuerdo –balbució Erika–; el lunes a esta hora.

–Bien. Hasta el lunes entonces.

Gannon le sostuvo la mirada, y la joven contuvo el aliento hasta que se dio la vuelta y salió del despacho.

En cuanto la puerta se hubo cerrado tras él, Erika se echó hacia atrás en su asiento y se tapó el rostro con las manos.

–Maldito Gannon –masculló.

¿Por qué?, ¿por qué la afectaba aún de aquella manera después de un año?, se preguntó Erika irritada frunciendo el entrecejo. Tenía que ser más fuerte.

 

 

Jadeante, Erika apoyó las manos en las rodillas y alzó la vista hacia la chica de catorce años que acababa de ganarle en un uno contra uno al baloncesto.

–Deberías apiadarte de las ancianitas –le dijo sin aliento.

Tia Rogers, la adolescente de la que se había convertido en tutora hacía unos meses, fue hasta el otro extremo de la cancha que Erika había reservado en el gimnasio de EPH.

–No eres tan vieja; lo que ocurre es que pasas demasiado tiempo sentada en tu despacho.

Erika sólo tenía treinta y dos años, pero en ese momento se sentía como si tuviera sesenta.

–Sí, supongo que sí –le dijo–. Oye, y cambiando de tema… ¿cómo te va con el álgebra?

Tia hizo una mueca.

–No me gusta nada; es una asignatura aburridísima.

–¿Qué nota sacaste en el último examen?

–Un seis –respondió Tia.

–Bueno, has sacado mejor nota que en el anterior; estás en el buen camino –le dijo dándole un par de palmaditas en el hombro.

Recogieron sus abrigos del banco en el que los habían dejado, salieron de la cancha, y se dirigieron al vestíbulo del gimnasio, donde estaban los ascensores.

–Lo malo es que necesito sacar al menos un nueve en la nota final –le dijo la adolescente a Erika en un tono quejoso unos minutos después, cuando salían del edificio–. Si no no conseguiré que me concedan la beca para la universidad dentro de unos años, porque hacen una media con las notas de todos los cursos de secundaria.

–Pues claro que te la concederán –le contestó Erika.

Tia soltó una palabrota y lanzó un escupitajo al suelo.

–Ya, seguro.

Erika dejó escapar un suspiro. Estaba colaborando con una asociación que ayudaba a chicos de familias con problemas, pero la tarea estaba resultando más difícil de lo que había imaginado.

Tia vivía con una hermana de su madre, que estaba en la cárcel por tráfico de drogas, y a ella le habían asignado ser tutora de Tia porque la adolescente era redactora en el periódico de su instituto y decía que quería ser periodista.

–Tia, debes dejar de decir palabrotas y de escupir –la reprendió.

–¿Por qué? Todo el mundo lo hace –replicó la chica.

–Da igual lo que hagan los demás –le dijo Erika–. Tú eres diferente. Eres lista, eres trabajadora… y lo más importante: quieres mejorar tu vida.

Tia alzó sus ojos castaños hacia ella y Erika vio esperanza en ellos, pero también escepticismo.

–¿Cómo conseguiste tú llegar donde estás ahora? –le preguntó la adolescente–. La gente dice que para entrar a trabajar en una editorial importante necesitas tener un enchufe.

Erika suspiró de nuevo, y su aliento formó vaho en el frío aire nocturno.

–Pues no es verdad. EPH es una empresa familiar, y los directivos son hijos o nietos del presidente, pero yo no tengo ningún parentesco con ellos y como has visto soy la editora jefe de una de las publicaciones.

Tia sonrió.

–Así que has tenido que patear algunos traseros, ¿eh?

–Bueno, en el sentido metafórico podría decirse que sí –contestó Erika riéndose antes de acercarse al borde de la acera para parar un taxi que se acercaba.

Éste se detuvo al llegar junto a ellas y se subieron las dos. Erika le indicó al taxista la dirección de Tia para que las llevara allí, y cuando se pusieron en marcha la chica se volvió hacia ella.

–Mi tía dice que no entiende cómo es que una mujer como tú sigue soltera.

–Bueno, pues… –Erika se quedó callada. ¿Por qué no había ningún hombre en su vida? Porque Gannon le había quitado las ganas de volver a tener ninguna otra relación, por eso–… porque me enamoré de alguien que acabó dejándome tirada.

–¿Que te dejó tirada? –exclamó la chica–. ¿Por qué? Para tu edad no estás mal. Debía ser un imbécil.

Erika frunció el ceño al oír aquello de «para tu edad».

–Gracias… creo. ¿Que por qué me dejó? Supongo que pensó que no era la mujer adecuada para él.

Tia soltó otra palabrota.

–Pues deberías darle una lección. Búscate otro hombre; uno mejor.

–Sí, eso debería hacer –asintió Erika con un suspiro.

Llevaba un año intentándolo, pero ninguno de los tipos con los que había salido le llegaba a Gannon a la suela de los zapatos.

Después de dejar a Tia, Erika le dio al taxista su dirección, y minutos después estaba en casa. Lo primero que hizo nada más entrar fue descalzarse, como hacía siempre. Luego dejó la bolsa de deportes en el suelo del vestíbulo, y se dirigió al salón mientras revisaba la correspondencia. Facturas, facturas… facturas. Con un suspiro cansado dejó las cartas sobre la mesita y encendió la cadena de música con el mando a distancia. Luego se sirvió una copa de vino tinto del minibar, y se acercó al contestador para ponerlo en marcha.

El primer mensaje se lo había dejado una de sus mejores amigas para decirle que al día siguiente habían quedado en un pub nuevo que habían abierto hacía poco. El segundo era de su madre, que quería saber cómo se encontraba. Erika se mordió el labio.

Su madre la había llamado unos días atrás y le había contado entre sollozos lo que decía el informe del médico. No había podido evitarlo; la había pillado en un momento bajo. Ojalá no se lo hubiese contado. El tercer mensaje era de Doug, un tipo con el que había tenido un par de citas. No era mal chico, pero era tan aburrido…

En ese momento sonó el teléfono y paró el contestador para responder.

–¿Diga?

–Hija, ¿cómo estás? Te he llamado unas cuantas veces, pero no estabas.

Erika hizo una mueca.

–Hola, mamá. Sí, lo siento, es que ahora mismo tengo mucho trabajo, y además había quedado con Tia. Te conté lo de la asociación con la que estoy colaborando, ¿verdad?

–Sí, sí, me lo dijiste –respondió su madre, que se quedó callada un instante antes de preguntarle–: Cariño, ¿no estarás haciendo eso por lo que te ha dicho el médico, por que te preocupa que no puedas tener tus propios hijos?

Erika sintió una punzada en el pecho.

–No, por supuesto que no. Aunque es una buena manera de ocuparme en algo de utilidad y no pensar en ello.

–Ya sé que no es asunto mío, pero a mí me parece que si pusieras un poco de tu parte y no fueses tan exigente podrías encontrar a un buen hombre, formar con él una familia y tener ese bebé que tanto deseas.

Erika se frotó la frente con la mano libre.

–Mamá, hagamos un trato: saldré con un hombre la semana que viene si dejas de mencionar el tema.

–Perdona; es sólo que me preocupo, cariño; tú siempre has soñado con tener hijos y…

–Lo sé.

–Y además el médico no ha dicho que sea imposible que los tengas, sólo que será más difícil que te quedes embarazada si esperas demasiado para tenerlos.

–Mamá… –la interrumpió Erika en un tono de advertencia.

Su madre suspiró.

–Está bien, está bien. Dejaré de mencionar el tema y cruzaré los dedos por que esa cita tuya salga bien.

Erika se sintió algo culpable.

–Gracias, mamá. Te quiero; aunque no te lo diga muy a menudo.

–Y yo a ti, cariño. Buenas noches; que descanses.

Erika colgó el teléfono y esbozó una sonrisa afectuosa al imaginar a su madre haciendo lo mismo en el salón de su casa de Indiana; el hogar que había dejado cuando se había ido al Este para estudiar en la Universidad.

Aquella ciudad en la que había crecido se le había quedado pequeña y había querido buscar nuevos horizontes, nuevos retos que la hiciesen crecer.

En aquella época había tenido muy claro lo que quería hacer con su vida: licenciarse en la carrera de periodismo, empezar a trabajar en una editorial e ir escalando puestos, y entre medias encontrar el momento idóneo para casarse y tener al menos un hijo.

Por desgracia no había encontrado aún ese momento ni al hombre adecuado, y aunque le encantaba su trabajo era algo que seguía echando en falta; se sentía incompleta.

Con un suspiro se sentó y tomó de debajo de un pisapapeles el informe que le había enviado el médico. Endometriosis. Por eso había estado teniendo aquellos horribles calambres; por eso dentro de un par de años dejaría de ser fértil; por eso había empezado a considerar la posibilidad de tener un bebé sin casarse.

Capítulo Dos

 

Cuando llamaron a la puerta de su despacho esa tarde, a las cinco y media en punto, a Erika le dio un vuelco el corazón .

–Adelante –respondió, tratando de mantener la calma.

La puerta se abrió y entró Gannon, que cerró tras de sí y se acercó.

–Tan puntual como siempre –comentó ella obligándose a esbozar una sonrisa–. Siéntate, por favor –le dijo señalándole con un ademán una de las dos sillas frente a su escritorio.

–Gracias –contestó Gannon antes de tomar asiento y dejar sobre la mesa la carpeta que llevaba.

Erika inspiró profundamente, se removió en su asiento y se aclaró la garganta antes de volver a hablar.

–He considerado tu oferta y no puedo negar que me encantaba trabajar en Pulse. Me daba la posibilidad de desarrollar mi creatividad, cada artículo suponía un reto, y los compañeros que tenía eran estupendos, pero… en fin, me siento muy feliz aquí en Home Style, me va bien, y el ambiente de trabajo es muy agradable.

Gannon se quedó callado y Erika gimió irritada para sus adentros. Habría preferido darle su respuesta por correo electrónico o por fax.

–Así que… bueno, gracias por tu oferta. Es muy tentadora, pero voy a rechazarla.

Gannon se quedó mirándola largo rato antes de asentir, como pensativo. Acercó su silla a la mesa y tomó la taza de Erika.

–El puesto que tienes aquí, en Home Style, es como esta taza de chocolate caliente. Te sientes a gusto, como tú has dicho, y no tienes demasiado estrés, pero estoy seguro de que debe ser bastante monótono: labores de punto, manualidades para hacer adornos por San Valentín, cómo aprovechar el espacio en una cocina…

Erika se puso a la defensiva.

–No tienes que menospreciar mi trabajo sólo porque las labores de punto y los adornos no sean cosas de interés nacional.

–No lo estoy menospreciando; sólo digo que tú y yo sabemos que esto acabará por aburrirte, que tú eres una mujer que aspira a contar al mundo historias que impacten. Puedes negarlo todo lo que quieras, pero sabes que es verdad. Quiero que lo reconsideres –le dijo Gannon.

Erika reprimió un gemido de frustración.

–Mira, Gannon, lo he pensado mucho, y ya te he dado una respuesta.

Los labios de él se arquearon en una sonrisa que conocía muy bien, una sonrisa que decía que estaba dispuesto a pelear y decidido a ganar.

–Reconsidéralo, por favor, Erika. Mi padre también quiere que vuelvas a formar parte de nuestro equipo de redacción.

Estupendo, pensó Erika crispando el rostro; por si no tenía bastante con un Elliott cabezota ahora tenía que enfrentarse con dos.

–Ya te lo he dicho; estoy muy contenta trabajando aquí.

Gannon tomó la carpeta y la abrió antes de ponerla de nuevo sobre la mesa, frente a ella.

–¿Qué te parecería hacer este reportaje?

Erika vio fotos de bebés y el corazón le dio un vuelco. Se inclinó sobre la carpeta y leyó: Fabricando al bebé perfecto: la manipulación genética.

Gannon sonrió.

–Sabía que eso atraería tu atención –dijo–. Siempre te gustó el periodismo científico con un punto de interés humano. Si vuelves a Pulse este reportaje es tuyo.

A Erika, cuyos ojos seguían fijos en las dulces caritas de los bebés, se le había hecho un nudo en la garganta. ¿Sabría Gannon acaso cuánto ansiaba tener un hijo? No, era imposible; nunca habían hablado de eso.

Tragó saliva y se obligó de nuevo a esbozar una sonrisa.

–Es muy tentador, pero mi respuesta sigue siendo la misma.

Gannon se quedó callado, como si no se hubiese esperado una nueva negativa.

–Está bien –dijo finalmente–, aunque si no te importa me gustaría que le echases un vistazo a esa documentación. Piénsatelo. El miércoles me pasaré de nuevo por aquí.

 

 

Finalmente Erika había decidido ir a aquel pub con sus amigas para olvidarse un poco de sus problemas, pero después de un par de martinis y medio acabó confesándoles qué era lo que la tenía tan deprimida.

–Ya veis; yo estaba deseando tener hijos, pero mi ginecólogo dice que si no me decido pronto quizá no pueda tener ninguno –les dijo después de explicarles cuál había sido su diagnóstico.

–Lo siento muchísimo, Erika; de verdad –murmuró Jessica dándole unas palmaditas en la mano.

–Yo también –dijo Paula–. A lo mejor podrías comprarte un perro o un gato. No es que sea lo mismo, pero te sentirías más acompañada.

Erika sacudió la cabeza.

–Quiero un bebé; no una mascota.

Paula se llevó su copa a los labios y tomó un sorbo.

–A lo mejor es para bien; quizá luego te arrepentirías cuando el crío llegase a la adolescencia y se convirtiese en un rebelde sin causa o cuando te tocase rascarte el bolsillo para pagarle la Universidad.

Erika sacudió la cabeza de nuevo.

–No. Aunque siempre quise estudiar una carrera y trabajar, también he querido siempre tener un hijo.

–Bueno, también puedes esperar a que aparezca tu media naranja e intentar adoptar un niño. Claro que por lo que he oído los trámites tardan muchísimo –dijo Jessica–. ¿Algún príncipe azul a la vista?

Una imagen de Gannon acudió a la mente de Erika, que la apartó al instante.

–No.

–Ya sé que no es muy apetecible, pero también está la opción de la inseminación artificial –dijo Jessica con una mueca.

Paula la miró espantada.

–¿Quedarte embarazada y no poder echarle la culpa de todo a un hombre durante el resto de tu vida?

–Podría ser divertido –dijo Jessica.

–¿Para quién? –replicó Paula–. Te pones como una ballena, y luego das a luz a una cosa pequeña y chillona que depende de ti para todo.

–No tienes ningún instinto maternal –le dijo Jessica–. Lo que quería decir es que podría ser divertido para ti y para mí. La acompañaríamos a las clases preparto y entraríamos con ella en el paritorio para que no se sienta sola.

–Habla por ti; a mí los hospitales me dan pánico –le espetó Paula.

–Y seríamos como las tías del niño –continuó Jessica con una sonrisa, sin hacerle caso alguno–. La verdad es que me está gustando la idea. Si quieres incluso te acompañaré a la clínica para la inseminación, Erika.

–La verdad es que no me hace mucha gracia que me inseminen con el esperma de un donante anónimo –replicó Erika–. ¿Y si fuera de un psicópata?

–No creo que dejen que los psicópatas donen –interpuso Jessica–. Antes les harán un examen psicológico.

–Ya, pero aun así… no sé, sería el hijo de un completo desconocido. ¿Y cómo sé que en su familia no hay tendencia a la obesidad, por ejemplo, o una predisposición al cáncer?

–Eso ya sería mucho pedir. Tendrían que hacer un estudio genético de cada donante, o al menos tener el historial médico de los hermanos, los padres, los abuelos…

Erika no pudo evitar pensar en los Elliott. Ésos sí que serían unos genes increíbles.

–Sería estupendo si pudiera elegir.

–Ya lo creo –asintió Jessica–. ¿Qué me dices de ese tipo rubio que hay un junto a la barra? No está nada mal.

–¿Y si luego resulta que tiene un cerebro del tamaño de un guisante? –replicó Paula.

–Bueno, podemos añadir inteligencia a la lista, pero ese tipo es tan guapo que seguro que podría ganar millones como modelo y vivir de las rentas durante el resto de su vida.

–¿Qué lista? –inquirió Erika, que estaba empezando a notarse algo aturdida por el alcohol.

–La lista de requisitos que tendrá que cumplir el donante de esperma –le dijo Jessica–. Venga, ayúdanos –dijo sacando un bolígrafo de su bolso y tomando una servilleta de papel para escribir en ella–. Estamos haciendo esto por el bien de tu futuro hijo.

–En ese caso desde luego me gustaría que el donante fuera inteligente –contestó Erika–. No basta con que sea guapo.

–Justo lo que estaba diciendo –asintió Paula–. Y por supuesto no debería tener ninguna enfermedad, ni ninguna adicción.

–La estatura da igual, ¿no? –inquirió Jessica–. Tú eres alta; seguro que el niño sale a ti.

–Tampoco queremos que sea un pigmeo –intervino Paula–. No hace falta que sea un jugador de baloncesto, pero al menos que mida un metro noventa.

–Sí, me parece bien –asintió Erika–. Y que tenga sentido del humor. ¿Eso es algo genético?

–La falta de sentido del humor puede serlo –apuntó Paula.

–¿Tienes alguna preferencia en el color del pelo o de los ojos? –le preguntó Jessica.

–Lo importante es que no tenga pelo en la espalda –dijo Paula.

Erika se rió, sorprendida de cómo estaba disminuyendo su estrés aquella ridícula conversación.

–Totalmente de acuerdo –asintió–. Respecto al color del cabello… los morenos me gustan más.

–¿Y los ojos?

–Verdes, a ser posibles –respondió Erika.

Puestos a imaginar podía pedir todo lo que quisiera, se dijo.

–Muy bien, pues ya tenemos las características básicas –anunció Jessica–. A partir de ahora tanto Paula como yo mantendremos los ojos abiertos para encontrar a un hombre alto, inteligente, moreno, de ojos verdes, que esté sano, que no tenga ninguna adicción, y que tenga sentido del humor.

–¿Y qué se supone que tenemos que hacer cuando demos con ese espécimen? –inquirió Paula.

–Pues pedirle que done parte de su esperma para ella, boba.

Erika, que estaba tomando un trago de su martini casi se ahogó.

–Pensará que estáis locas.

Jessica sonrió divertida.

–Por eso es esencial que tenga sentido del humor.

 

 

A la mañana siguiente Erika no sólo se despertó tarde, sino que además se sentía como si le hubiese pasado un camión por encima. Gracias a Dios que aquella mañana no tenía ninguna cita de trabajo. La última vez que se había emborrachado y había tenido resaca había sido el año anterior, cuando Gannon había roto con ella.

Lo peor de haber tenido un romance apasionado con su jefe había sido que había tenido que ocultárselo incluso a sus amigas y no había podido desahogarse ni siquiera con ellas.

Mantenerlo en secreto había hecho que todo en su relación fuese más intenso: al principio le había parecido emocionante, luego frustrante… y después insoportable, cuando todo acabó.

A veces pensaba que si hubiese podido hablar de ello con sus amigas no le habría afectado tanto su ruptura, pero una parte de ella le decía que no habría sido así, que nada habría podido mitigar el dolor que aquello le había causado.

En ese momento sonó el teléfono, y Erika creyó que iba a estallarle la cabeza con el ruido. Levantó el auricular antes de que volviera a sonar.

–¿Diga?

–Señorita Layven, soy Cammie –le contestó la voz de su secretaria al otro lado de la línea.

–Oh, buenos días, Cammie. ¿Ha ocurrido algo?

–El señor Gannon Elliott ha llamado dos veces preguntando por usted.

Erika hizo una mueca.

–Pues si vuelve a llamar dile que ya lo llamaré yo esta tarde.

–Quería saber si podría acudir a un almuerzo de negocios para que hablaran.

–¿De qué? –inquirió Erika suspicaz.

–No lo ha dicho.

Erika suspiró.

–Está bien, gracias Cammie.

Después de colgar el teléfono Erika se levantó y fue a la cocina a poner la cafetera en marcha antes de ir a ducharse.

Se secó el pelo, se lo recogió en una coleta, se puso el traje de chaqueta y pantalón más serio que tenía, y después de aplicarse un poco de colorete se bebió el café y salió de la casa.

Tomó un taxi y, de camino a la oficina, llamó por el móvil al despacho de Gannon. ¿Por qué diablos tendría que ser tan insistente?, se dijo irritada. Cuando algo se le metía en la cabeza…

–Despacho del señor Elliott. ¿En qué puedo ayudarle? –respondió su secretaria.

–Soy Erika Layven; el señor Elliott me ha llamado esta mañana.

–Un momento; se lo paso ahora mismo.

–Hola, Erika –la saludó Gannon segundos después–. Estaba empezando a preguntarme si se te habría tragado la tierra.

–Mi secretaria me ha dicho que querías que fuese a un almuerzo de negocios. ¿De qué se trata?

–Vamos a tener una reunión a la hora de la comida aquí, todo el equipo de Pulse. El reportaje del que te hablé será uno de los temas de los que hablaremos, y me gustaría que asistieras.

Erika volvió a pensar en aquel reportaje. El tema era fascinante, y había releído la documentación al menos media docena de veces.

–No sé, Gannon, es que esta tarde voy a estar muy ocupada –se excusó.

–Tampoco tienes por qué quedarte a la reunión entera. Pediré que tratemos el tema de ese reportaje al principio y así puedes irte cuando pasemos al siguiente.

¿Cómo podría negarse cuando estaba dándole todas las facilidades posibles?

–Está bien –accedió finalmente–… pero esto no significa que haya cambiado de idea –le advirtió–; quiero seguir en Home Style.

–Claro. Nos vemos a las doce.

 

 

Erika llegó a la sala de juntas de Pulse unos minutos antes de que empezara la reunión. Sobre la mesa alargada había siete cajas individuales de comida de un restaurante hindú.

–Buena elección, Lena –le dijo Erika a la secretaria de Gannon, que acababa de entrar con una bandeja cargada de vasos y latas de refrescos.

–Gracias –le contestó ésta con una sonrisa.

–¿No preferirías trabajar conmigo? –bromeó Erika–. Soy menos quisquillosa que tu jefe y además no ladro.

–¿Quién dice que yo ladre? –inquirió Gannon, entrando en ese momento.

Erika dio un respingo al oírlo y el corazón le palpitó con fuerza. La profunda y aterciopelada voz de Gannon siempre había tenido ese efecto en ella.

–Todo el mundo –le contestó con una sonrisa burlona, sin dejarse intimidar.

Gannon se fijó en el vasito de plástico que tenía en la mano.

–¿Café solo?

Ella asintió y tomó un sorbo.

–Mmm… Café solo…, esta mañana has llegado tarde al trabajo… ¿Trasnochaste ayer?

–Puede.

–¿Tuviste una cita? ¿O saliste con Paula y Jessica?

Gannon no las conocía, pero Erika le había hablado de ellas. Le había revelado demasiado acerca de su vida personal durante el tiempo en que habían estado saliendo juntos, y no le hacía ninguna gracia que se lo recordase.

Iba a abrir la boca para responderle que no era asunto suyo, pero en ese momento entraron en la sala Michael Elliott, el director de Pulse y padre de Gannon, Jim Hensley, el editor adjunto, y dos de los redactores, Barb y Howard.

–Me alegra volver a verte, Erika, la saludó el señor Elliott, tendiéndole la mano.

–Gracias, señor –contestó ella estrechándosela.

Los demás la saludaron también, y se sentaron todos.

–Bien, comencemos pues –dijo el señor Elliott–. Gannon, tienes la palabra.

–Me gustaría que empezáramos por el reportaje de la manipulación genética si no os importa, ya que Erika no puede quedarse mucho tiempo. Erika, ¿puedes explicarnos cómo lo enfocarías tú?

–Bueno, yo creo que estaría bien incluir varios puntos de vista: el de un científico, el de una pareja que haya elegido el sexo de su bebé, y también el de una pareja que fuera a hacerlo pero al final cambiara de opinión. Y también me parece que sería interesante averiguar cuál es el sexo que más elige la gente. Incluso podríamos recopilar, a modo de curiosidad, esas creencias supersticiosas que hay en algunas culturas. Ya sabéis, eso de que si una mujer se queda embarazada cuando hay luna llena tendrá una niña, y cosas así.

–Todas tus ideas me gustan –le dijo el padre de Gannon–. Y creo que nadie podría escribir ese reportaje mejor que tú.

Erika parpadeó.

–¿Perdón?

–Bueno, ya que vas a volver a trabajar con nosotros podrías empezar con esto.

Erika giró la cabeza hacia Gannon y lo miró con el ceño fruncido.

–Lo mismo pienso yo –dijo él–. Este reportaje te viene como anillo al dedo.

Erika lo miró con los ojos entornados. Aquello era bastante sospechoso. Michael Elliott no era un ogro, pero tampoco acostumbraba a elogiar tan efusivamente a nadie.

Si padre e hijo se habían compinchado para hacerla regresar a Pulse es que allí había algo que Gannon no le había dicho, algo importante.

–Sois demasiado amables conmigo, pero tengo que volver al trabajo –dijo levantándose–. Me ha encantado volveros a ver.

Gannon se puso de pie también.

–Tengo que hablar un momento con Erika; ¿por qué no empezáis a comer?

Lena le tendió a Erika su caja.

–Ten; llévatela –le dijo con una sonrisa–. Sería una pena tirarla.

Erika le devolvió la sonrisa.

–Gracias, Lena; cuídate.

Gannon la acompañó fuera, y cuando hubo cerrado la puerta detrás de él Erika le dijo:

–Me parece que ha habido una pequeña confusión.

–¿Qué confusión? –inquirió él como si de verdad no supiera de qué estaba hablando.

–Tu padre piensa que voy a volver a trabajar con vosotros.

–Venga, Erika, admítelo: te mueres por hacer ese reportaje de la manipulación genética.

–No puedo negar que resulta tentador, pero no tanto como para hacerme volver a Pulse.

–Erika, te necesitamos más que nunca; dime qué es lo que quieres a cambio de volver a formar parte de nuestro equipo y te lo daré.

Capítulo Tres

 

Gannon le concedió a Erika un día para pensar qué la convencería para volver a Pulse. El proceso de negociación estaba siendo más duro de lo que había imaginado. Y pensar que hasta entonces la había tenido por una persona cooperativa.

Ni siquiera se había puesto furiosa con él cuando le había dicho que no podían seguir con su relación.

Gannon todavía se sentía mal por aquello. Siempre había evitado fijarse en las mujeres de la oficina porque su abuelo no quería escándalos. De hecho, si él había conseguido haber llegado donde había llegado en la empresa familiar había sido porque desde el momento en que había entrado en ella había mostrado una conducta intachable y no se había tomado vacaciones en dos años.

Erika había sido su talón de Aquiles. Su belleza y su espíritu inquieto lo habían atraído desde el primer momento. Pero no había sido sólo eso lo que lo había fascinado. Nunca había conocido a una mujer con la que se entendiese tan bien como ella en el plano de lo intelectual, y con quien tuviese a la vez tanta química. Cuando iba a trabajar se ponía la armadura, pero él la había visto desnuda, la había sentido desnuda debajo de sí, se había hundido dentro de ella…

El simple recuerdo de las veces que habían hecho el amor lo hizo excitarse, y antes de que aquello pudiera ir a más se ajustó el nudo de la corbata maldiciendo entre dientes, e iba a salir de su despacho cuando se topó con su padre al abrir la puerta.

–¿Te pillo en un mal momento?; ¿ibas a algún sitio?

–No, voy a cerrar una pequeña negociación –contestó él–. ¿Querías algo?

Su padre negó con la cabeza.

–Sólo venía a decirte que hoy me voy antes; voy a llevar a tu madre a cenar al centro.

–¿Qué día es hoy?