Dialéctica Erística: El Arte de Tener Razón - Arthur Schopenhauer - E-Book

Dialéctica Erística: El Arte de Tener Razón E-Book

Arthur Schopenhauer

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Beschreibung

Dialéctica Erística: El Arte de Tener Razón, es un pequeño tratado inconcluso escrito por el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, basado principalmente en los Tópicos de Aristóteles. Fue publicado en 1864, póstumamente. La obra contiene una serie de apuntes en los que Schopenhauer recopiló treinta y ocho "estratagemas", o "trucos" dialécticos, argumentaciones desleales y engañosas utilizadas en las discusiones cuando uno de los contrincantes desea que prevalezcan sus tesis u opiniones propias sobre las del adversario, aun sabiendo que éstas son absurdas o plausibles o que no lleva razón alguna en el asunto a discutir.

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Arthur Schopenhauer

Dialéctica Erística:El Arte de Tener Razón

Título: Dialéctica erística: El arte de tener razón

Título original: Eristische Dialektik: Die Kunst, Recht zu behalten

Autor: Arthur Schopenhauer

Editorial: AMA Audiolibros

© De esta edición: 2021 AMA Audiolibros

Audiolibro, de esta misma versión, disponible en servicios de streaming, tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.

Todos los derechos reservados, prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

Introducción

Base de toda dialéctica

Estratagema 1

Estratagema 2

Estratagema 3

Estratagema 4

Estratagema 5

Estratagema 6

Estratagema 7

Estratagema 8

Estratagema 9

Estratagema 10

Estratagema 11

Estratagema 12

Estratagema 13

Estratagema 14

Estratagema 15

Estratagema 16

Estratagema 17

Estratagema 18

Estratagema 19

Estratagema 20

Estratagema 21

Estratagema 22

Estratagema 23

Estratagema 24

Estratagema 25

Estratagema 26

Estratagema 27

Estratagema 28

Estratagema 29

Estratagema 30

Estratagema 31

Estratagema 32

Estratagema 33

Estratagema 34

Estratagema 35

Estratagema 36

Estratagema 37

Estratagema final

Pliegos anexos

Sobre la controversia

Introducción

La dialéctica erística es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente —por fas y por nefas—. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y, sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi afirmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas y hacia lo último se dirige la dialéctica.

¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o, en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.

Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y definitivo, pues, precisamente, creemos que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos vemos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad, sino por su tesis como (por el altar y el hogar) y por fas o por nefas puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de otro modo.

Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su afirmación la que prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles falsa o dudosa. Los medios para conseguirlo son, en buena medida, los que a cada uno le proporciona su propia astucia y malignidad; se adiestran en la experiencia cotidiana de la discusión. En efecto, así como todo el mundo tiene su propia dialéctica natural, también tiene su propia lógica innata. Sólo la primera, no le conducirá ni tan lejos ni con tanta seguridad como la segunda. No es fácil que alguien piense o infiera contradiciendo las leyes de la lógica; si los juicios falsos son numerosos, muy rara vez lo son las conclusiones falsas. Una persona no muestra corrientemente carencia de lógica natural; en cambio, sí falta de dialéctica. Esta última es un don natural desigualmente repartido (en esto se asemeja a la capacidad de juzgar. La razón, por cierto, se reparte de manera más homogénea). Precisamente, dejarse confundir, dejarse refutar por una argumentación engañosa en aquello que se tiene razón o lo contrario, es algo que ocurre con frecuencia. Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo general, no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis como a la astucia y habilidad con que la defendió. En éste, como en todos los casos, lo innato es lo mejor, no obstante, tanto el ejercicio como la reflexión sobre las maniobras con las que puede vencerse al adversario, o las que éste utiliza con más frecuencia para rebatir, aportarán mucho para llegar a ser maestro en este arte. Si bien la lógica no puede tener provecho práctico alguno, sí puede tenerlo la dialéctica. Me parece que Aristóteles también expuso su propia lógica (la analítica), principalmente como fundamento y preparación de la dialéctica, y que ésta fue para él lo principal. La lógica se ocupa de la mera forma de las proposiciones, la dialéctica de su contenido o materia, de su valor intrínseco; de ahí que debiera preceder la consideración de la forma, en cuanto lo universal, a la del contenido o de lo particular.

Aristóteles no define el objeto de la dialéctica tan sutilmente como yo lo he hecho; si bien es cierto que asigna como su objeto principal la discusión, al mismo tiempo también la búsqueda de la verdad. Después añade de nuevo: "Las proposiciones se consideran filosóficamente según la verdad y dialécticamente teniendo en cuenta la credibilidad o el aplauso que obtienen en la opinión de los otros" (Tópicos 1, 12).

Es consciente de la diferencia y disyunción de la verdad objetiva de una proposición y del hecho de hacerla valer o de obtener su aprobación, pero no lo hace con la suficiente sutileza como para asignar este último fin a la dialéctica. Sus reglas para conseguir el último propósito son, a menudo, también asignadas al primero, encontrándose combinadas. De ahí que me parezca que no supo terminar airosamente su tarea.

Aristóteles abordó en los Tópicos la exposición de la dialéctica con el espíritu científico que lo caracteriza, de forma extraordinariamente metódica y analítica; aunque esto sea muy digno de admiración, no llegó a alcanzar completamente su propósito, que aquí es evidentemente práctico. Tras considerar en los Analíticos los conceptos, juicios y silogismos según su pura forma, pasó después a considerar el contenido, que únicamente tiene que ver con los primeros, ya que es en ellos donde reside. Proposiciones y silogismos son en sí mismos pura forma; los conceptos significan su contenido. Su procedimiento es el siguiente: Toda discusión tiene una tesis o un problema (éstos difieren simplemente en la forma) y luego, axiomas que deben servir para resolverlo. Se trata siempre de la relación de unos conceptos con otros. Estas relaciones son, inicialmente, cuatro. De un concepto se busca, 1) su definición, 2) su género, 3) su característica particular, su marca esencial, 4) su accidens, es decir, una cualidad cualquiera, sin importar si es peculiar y exclusiva o no; brevemente, un predicado. El problema de toda discusión hay que reconducirlo a una de estas relaciones. Ésta es la base de toda la dialéctica. En los ocho libros de los Tópicos, Aristóteles presenta el conjunto de todas las relaciones en las que los conceptos pueden hallarse recíprocamente, con respecto a las cuatro clases, e indica las reglas para toda posible relación; esto es, cómo debe comportarse un concepto con respecto a otro para ser su proprium [propio], su accidens [accidente], su genus [género] o su definitum o [definición]; qué errores pueden cometerse fácilmente durante la formulación y qué es lo que debe tenerse en cuenta cada vez que formulamos una relación, y qué es lo que puede hacerse para refutarla si la ha formulado el otro. Aristóteles denomina locus [tópico] a la formulación de cualquiera de estas reglas o de cualquiera de las relaciones entre tales clases de conceptos, indicando 382 topoi: de aquí el nombre de Tópicos. A éstos adjunta unas cuantas reglas sobre la discusión en general que, por lo demás, no son en modo alguno exhaustivas.

El topos