Diario de un perdedor - Eduard Limónov - E-Book

Diario de un perdedor E-Book

Eduard Limónov

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Beschreibung

Libro predilecto de su autor, de algunos de sus personajes y de comentaristas de su obra como Emmanuel Carrère, el propio Limónov citaría y glosaría repetidamente este «libro de profecías» como un canon. No sin motivo: veinte años después de haberlo imaginado, Limónov terminaría blandiendo armas de fuego, liderando marchas contestatarias y fundando un partido político de parias y artistas. Escrito en 1977 en una Nueva York fantasmática, poblada de seres a medio camino entre lo vegetal y lo animal, «Diario de un perdedor» es la expresión de las últimas voluntades de su autor en un momento en el que siente la urgencia de dar fe de no haber vivido en vano. Escrito, pues, para poder morir a la mañana siguiente, este opúsculo, este testamento, que no se publicó en Rusia hasta 1991 y se publica por primera vez entre nosotros, estará dedicado a «todos los perdedores» y se nutrirá de memorias, fantasías, sueños y bosquejos que tal vez habrían sido concebidos en verso si Limónov no se hubiera expatriado. Por pragmatismo, por el miedo, perfectamente fundado, a que su poesía no sobreviviera a una traducción, por el lógico estupor ante el inglés circundante, Limónov abandona la lírica para concentrarse en los géneros prosaicos, pero puede decirse que «Diario de un perdedor» es la última obra del poeta vanguardista Limónov, su poema definitivo.

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Seitenzahl: 212

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ISBN: 978-84-19737-43-4

© 1977Herederos de Eduard Limónov

© 2025Tania Mikhelson y Alfonso Martínez Galilea

por la traducción original

© 2025Fulgencio Pimentel en español para todo el mundo

www.fulgenciopimentel.com

Primera edición: mayo de 2025

Edición y maqueta: César Sánchez

Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto García Marcos

Diseño de cubiertas: Daniel Tudelilla

Imprime: artefacto.art

Comunicación:Félix Eloy González

[email protected]

Presentación: ¿Qué libro es este?

Diariode un perdedor

La nieve

El gran descubrimiento

La hija de madame Angot

Clasificando

Para susurro y orquesta

Un fragmento pastoril

El viejo y la doncella

Intimidad

Formación

La discoteca

Mis compatriotas

Por el buen camino

Memorias de la escuela

Mañanas

Los padres

El policía

Los policías

Aritmética

El escritor

Presentación: ¿Qué libro es este?

—¿Tiene usted gusto? —El joven Slava Mogutin (hoy reconocido artista, poeta y actor pornográfico) entrevistaba a su ídolo Eduard Limónov para el semanario ­Gumanitarni Fond. Corría febrero de 1992, la URSS acababa de colapsar y el escritor había llegado a lo que quedaba en su lugar en «misión de reconocimiento». Iba a abandonar su carrera literaria para lanzarse a la política.

—Depende de lo que se trate —contestó.

—Bueno, gusto… en general, por decirlo así.

—Tengo gusto cuando quiero, pero no siempre es el caso —dijo el evasivo Eduard. Y, para no profundizar en cuestiones de estilo, aludió al mejor libro que jamás había firmado—: Basta con leer mi Diario de un perdedor para percatarse de mi excelente gusto estético.

Aquella jactancia no tenía como objetivo incrementar las ventas del libro, que había visto la luz en una Moscú todavía soviética solo unos meses antes. Antes al contrario, en su nuevo papel de hombre adusto y sobrio, se limitaba a rebajar a simple modelo de elegancia el que consideraba uno de «los dos libros más importantes de la época del yo [y] de la contracultura occidental» (el otro sería Soy yo, Édichka, su anterior y más célebre novela). En términos más sencillos y personales, se trataba de la obra predilecta del escritor y hasta de alguno de sus personajes. Yelena Schápova, sin ir más lejos, a quien el narrador, autor y protagonista había estado a punto de estrangular y sin cuyo consentimiento formal el Diario no habría sido publicado, la destacaba como su creación preferida de entre todas las de su exesposo. El asombro del propio Limónov ante su «Cuaderno secreto» era tal que podría pensarse que se había secretado solo, sin su intervención directa, para verterse, junto con otras substancias corporales, sobre la hoja en blanco. Una vez vertido, aquel humor se habría ido solidificando hasta convertirse, a ojos del autor, en un libro de profecías que citaría y glosaría repetidamente como un canon. Y no sin buenas razones: veinte años después de haberlo imaginado en el libro, Limónov terminaría blandiendo armas de fuego, liderando marchas contestatarias y fundando un partido político de parias y artistas. Quizá, más que profeta, nuestro hombre no era sino un hombre de palabra dispuesto a cumplir lo que había prometido. En ese caso, el texto que tenemos entre las manos sería, a pesar de su condición «secreta», de la cualidad de «íntimo» que se le presupone a todo diario, algo así como un manifiesto político, una declaración de guerra, el anuncio de su firme voluntad de encaramarse al mausoleo con el gorro de astracán en la cabeza.

Los fragmentos que conforman este libro fueron recopilados hacia 1977 en una Nueva York fantasmática, que se presenta en ellos poblada de seres a medio camino entre las plantas y los animales. Limónov, superviviente de una catástrofe vital, explora esa selva como el naturalista curioso que siempre fue. Anda en busca de una editorial para su primera novela y de paso anota, como para sí mismo, un destilado de palabras en forma de pequeños poemas en prosa. La genealogía literaria del Diario de un perdedor conduce a Las hojas caídas, del controvertido modernista Vasili Rózanov (hasta la disposición de los párrafos separados por asteriscos revela la cercanía entre ambos textos); no en vano la hojarasca es uno de los motivos reiterados en el Diario. Son memorias, fantasías, sueños y bosquejos que tal vez habrían sido escritos en verso si Limónov no se hubiera expatriado. Por pragmatismo, por el miedo, perfectamente fundado, a que su poesía no sobreviviera a la traducción, por un lógico estupor ante el inglés circundante, lo cierto es que Limónov abandona la lírica para concentrarse en los géneros prosaicos. Sin embargo, puede decirse que el Diario es la última obra del poeta vanguardista Limónov, su poema definitivo.

En un prefacio para sus Obras seleccionadas de 1998 explica:

Allá por 1966, cuando emprendía mi carrera literaria de joven poeta, mi intención era dejar tras de mí un tomito desgreñado, lleno de genio y en tapa blanda. Aspiraba a ser un Lautréamont tenebroso, a consumar una vida secreta y a morir joven, quién sabe si de tifus o de cualquier otra enfermedad repugnante. Escribí ese tomito desgreñado y lleno de genio, ­Diario de un perdedor, a los 34 años (antes había escrito un libro absolutamente demencial, Soy yo, Edichka), pero no morí.

Puede que así se resuelva la controversia entre lo secreto y lo manifiesto: el Diario se compone como un testamento, a sabiendas de que se considerará expresión de las últimas voluntades de su autor, y como una confesión por la que Eduard Limónov será juzgado y recordado. Si el punto final, en el fragmento que concluye la obra, lo pone una de esas balas con las que el autor lleva páginas flirteando es porque el libro había sido escrito para poder morir a la mañana siguiente. Y si hubiera de llevarse al más allá un solo documento, la fe de no haber existido en vano, Limónov se pertrecharía sin duda del Diario de un perdedor. De ahí la gravedad del texto, que rozaría lo patético si no fuera por los constantes guiños de un escritor eternamente coqueto, casi juguetón.

Ya en el título, siempre y cuando lo traduzcamos al inglés, Limónov juega con el tópico del manuscrito encontrado. Los llamados «losers», según esclarece el artículo supuestamente extraído de la Enciclopedia ­Británica que precede al texto principal, son una tribu de atolondrados que pierden sus efectos valiosos, a sus amores, a sus amigos y, al final, hasta sus diarios íntimos. Dentro de la lógica de un inglés soñado, la etimología del gentilicio conduce a una de las acepciones del verbo to lose: a saber, «extraviar« (potieriat, en ruso), que en la lengua materna de Limónov solo significa «perder algo», pero nunca alude al fracaso ni a la derrota. Y si en el título original (Dnevnik neudáchnika) Limónov usa un vocablo que proviene de «malograr», el significado profundo, secreto y riguroso de neudáchnik parece llegar a percibirse solo a través de otra lengua. Se puede imaginar a un fracasado que se refugia del frío invernal en una biblioteca pública y aprovecha para buscar en una enciclopedia escrita en una lengua extranjera que apenas entiende la respuesta al enigma: ¿quién soy yo? Aparte de un epígrafe, la entrada que copia minuciosamente sirve de recordatorio para quien dé con el manuscrito. Y, si lo hace el propio autor, la explicación de quiénes son los perdedores debe recordarle la tribu a la que pertenecía antes de pasar a la humanidad triunfante y olvidadiza. Cualquiera que lea el texto original y que sepa qué significa ser un loser se ve ante la tentación de corregir el presunto malentendido del seductor Limónov. Por desgracia, en nuestra traducción perdimos este juego de palabras, basado a su vez en un equívoco filológico. Siempre hay un punto ciego en el que se pierde algo.

En el cóctel de géneros que prepara Limónov hay, igualmente, pérdidas: si se trata de un diario, ¿dónde están los días? No resulta fácil establecer la época en la que fue escrito: la primavera se alterna con el invierno y el otoño prima sobre las demás estaciones. Si se trata de un manifiesto, ¿cuáles son sus fines? Tal vez la voluntad de poder esté por encima de los programas políticos, quizá con excepción de ese fundamental «uníos». Si se trata de un manuscrito hallado, se obvia la figura de su descubridor. Seamos francos, los descubridores no existen, y Limónov prescinde de la falsa modestia: el intermediario sobra. El autor soy yo. Y vosotros me estáis leyendo a mí, a mí, en persona, pues mis libros son yo y yo soy mis libros. Autor, narrador y protagonista nos apelan directamente desde el título: «No sea perezoso, eche la cabeza hacia atrás y mire hacia arriba […] Allí estoy yo, prácticamente en bolas» (véase el íncipit de Soy yo, Edichka). Y mientras las treinta y cinco editoriales que rechazan la novela se eternizan, se enredan y finalmente pierden la oportunidad de reconocer al nuevo Lautréamont (ni siquiera saben valorar al primero, de quien venden su tomo desgreñado y en tapa blanda a un dólar, se lamenta Limónov en uno de sus cuentos), el autor desconocido intenta seducirnos con su prédica: «No me leáis, no es para vosotros, son nuestros secretos, secretos íntimos entre Édichka y yo».

Al parecer, la estratagema funcionó, y la primera publicación de algunos fragmentos del Diario se adelantó un año a la de Édichka, que fue también parcial. Las dos corresponden a 1978 y 1979 respectivamente y vieron la luz en revistas parisinas de la emigración soviética. Transcurridos otros cuatro años, el texto íntegro apareció por primera vez en su idioma original en Nueva York, seguido por la edición francesa de Albin Michel en 1982. La traducción al inglés, pagada por el propio autor con su magro sueldo de mayordomo nada más terminar el libro, nunca sería publicada.

Una nueva edición en ruso, en 1991, anticipó la llegada de Limónov a Moscú al año siguiente: el antiguo escritor, de ahora en adelante líder político, la arrojó sobre millones de nuevos y jóvenes perdedores como un llamamiento a filas. Volvía además a la patria, donde seguían vivos sus progenitores. Quizá a causa de esto último prefirió extirpar de la edición rusa el fragmento titulado «Los ­padres» y sustituirlo por un texto nuevo, en el que un «desconocido e insignificante escritor del siglo xx» exhorta al guerrero adolescente a apretar el gatillo: «¡Por Édichka, hijos de puta!». Si fuera así, ­Limónov estaría enmendando su Diario como quien revisa el propio testamento. Nuestra edición, a los cinco años de su muerte, ha preferido conservar ambos capítulos.

Tania Mikhelson

En Santiago de Compostela,

octubre de 2024

Diariode un perdedor

Atodoslosperdedores

Por regla general, los fracasados se instalan entre otros pueblos. La tribu, valerosa y admirable, se halla dispersa por todo el planeta. En los países de habla inglesa suelen denominarlos «losers», es decir, perdedores. Es tribu mucho más numerosa que la de los judíos y no menos emprendedora y audaz. Tampoco andan escasos de paciencia, porque suelen pasarse la vida alimentando vanas esperanzas…

Cabe destacar un rasgo característico de los hombres y mujeres de esta tribu: una vez que logran triunfar, repudian sin problema a sus hermanos, adoptando la moral y los usos de las gentes con las que conviven y entre las que han conseguido triunfar, sin conservar el más mínimo rastro de su antigua pertenencia a la admirable tribu de la que proceden…

de la Enciclopedia Británica

Si se ha pasado uno el día escribiendo y por la tarde enciende las dos lámparas que tiene en su cuartucho y sale al angosto balcón del hotel y se inclina tanto como le resulta posible hacia la calle y el cielo, en ese caso un ojo distante vislumbraría que aquí se está celebrando una fiesta. Y que han venido invitados. Sobre todo, si hay vasos encima de la mesa.

Pero ¿dónde está la gente? Bueno, está a mi izquierda. Y a mi derecha. Están sentados todos de tal forma que no se los ve por la ventana, el ojo no alcanza a verlos…

***

La nieve

Susurra la mañana. Y nieva. A través de los párpados entrecerrados, sin gafas, con su miopía en la solitaria cama del hotel, atento y ansioso: la nieve.

De pronto le vienen a la mente sus dos mujeres. Junto a una, el joven aquel de veintidós años solía mirar por la ventana entre lánguidos y exuberantes besos. Como la dama, que era también lánguida y exuberante. Mirábamos los dos la nieve. Su perfume, un disco otoñal, muy triste todo. Con la otra, tres cuartos de lo mismo, atrapando los copos de nieve en la ventana, con el pelo, con los labios. ¡Qué feliz era entonces!

Movimiento errático. En lugar de entregarse, diccionario en mano, a la lectura de algún sesudo libro americano que logre alimentar su autoestima, lleva una hora pegado a la ventana, recordando lo que aprendió en el instituto. ¿A qué altura circulan las nubes? ¿Depende del viento, acaso? ¿Circulan igual sobre el Atlántico? ¿Se derretirían en el agua? Qué vacío. Pobres peces. Qué frío. Pobres muertos bajo tierra. ¡Brrr! Se cubre, asustado, el brazo. No permita Dios que muera en invierno. Nieva. Y seguirá nevando todo el día, seguro.

No tiene uno a dónde ir. No tiene padres que lo esperen. No tiene amigos que lo esperen. No hay amado ni amada que lo espere. No lo espera el trabajo, no tiene trabajo, él mismo se ha convertido en su único trabajo. Nadie lo espera para tomar un trago; ha dejado de beber. Qué amargura. ¿Para qué levantarse de la cama?

Lo curioso es que brota también desde el suelo.

Se tapa los ojos con el flequillo y se balancea casi sin moverse. Se acaricia la verga ociosa por encima del pantalón.

Hubo otra, no muy agraciada. La llamaba a cualquier hora de la noche y corría a su casa. Me abalanzaba sobre ella antes de cruzar el umbral. Bebía los vientos por mí. Me pidió que nos viéramos por el día. Dijo que me quería. A partir de ahí se fue todo a la mierda. Por las mañanas, Yves Montand cantaba lentamente en el cuartucho americano forrado con obras de Beardsley. De noche era mucho mejor. Sin desvestirse, con el abrigo puesto, en el suelo.

Strawberry jam, un dólar con setenta y nueve centavos. Cada mañana. Mi tostada con mantequilla y mermelada. Es grato el olor del pan tostado. Pero ¿qué necesidad tengo yo de todo esto? Yo, Eduard ­Veniamínovich, hijo de Veniamín Ivánovich, nacido en 1943, bautizado por el rito ortodoxo.

Tomo un cuchillo y me quedo observándolo. Algunos días me tiro horas acariciando la hoja y, si hay unos tragos de por medio, termino besándolo. Quién sabe lo que quiero, a qué o a quién rezo. A veces prendo una vela y le pido su amor al ardiente Jesús. Le suplico a ese Jesús imberbe: ¡dame, dame tu amor!

Aunque… no sé decir ninguna oración como Dios manda y, en general, no sé mucho de ese tipo de cosas.

Hubo otra chica. Era la hija de un famoso. Y me gustaba. Por primera vez en mucho tiempo, sucedió que me gustaba. Supe que estaba enamorado porque me volví completamente imbécil. Le llevaba quince años, tuvimos cuatro citas y dos besos. Qué números tan mezquinos. El teléfono era un ogro. Los padres, un obstáculo. Y ella no puso mucho interés. Nuestros mundos giraban a distintas velocidades. A su edad, las cosas ocurren con cuentagotas, como en un sueño; a la mía, la velocidad es enloquecedora. No hay quien entienda lo de esa chica. Ni siquiera cortamos, aquello se perdió simplemente entre los cables de cobre, rodó hasta un hoyo, hasta una pequeña zanja, hasta un badén, y allí se quedó. Aquello. Lo que fuera.

La nieve no es tan espesa. Los copos caen ahora más espaciadamente y han mudado de forma. La débil luz del cuarto y las dos manchas de mi ­lentilla ­izquierda me tienen inmerso en unas tinieblas egipcias, una luz de lazareto, a mitad de camino hacia el más allá.

Llevo una blusa china de seda color lila. La encontré tirada en un portal. Ni siquiera tuve que lavarla, estaba limpia. Ignoro si se la dejó un borracho o fue arrojada allí por algún señorito, solo sé que me cae como un guante. Me vuelve loco. Además, es seda. Me encanta la seda.

Hubo un chico. Bailaba… Un joven bondadoso, dispuesto a entregarse completamente. Me ­llevaba unos cinco o seis años. Una noche me quedé en su casa. Cariñoso pero muy peludo, demasiado. Además, espero que sepan disculparme, la tenía muy grande. Me dijo: «Me he corrido dentro». Que te has corrido. ¿Y qué? Por la mañana, me regaló unos gemelos. De oro. Me entristeció. La tristeza me gusta. ¿Que por qué no me quedé con él (porque no me quedé, la verdad sea dicha)? El caso es que la vida apacible no me gusta. Y con él todo lo que me esperaba era una vida apacible. Lo bueno me ahuyenta.

Puede que me coma un bombón. Precisamente ayer compré una caja de bombones rusos en la ­Primera Avenida. Conmigo mismo no habría ­tenido un detalle semejante, claro, pero es que me encontré con una chica, hija de alcohólico y de asesina, a quien le gustan los bombones. Los compré para ella. En ­lugar de por su nombre americano, yo la llamo Niushka. Dice que, en una vida anterior, fue hetaira sagrada, en Grecia. En otra, fue gata. Se marchó a Orleans, solo tuvimos un par de encuentros. Soñaba mucho. En el último sueño suyo que recuerdo la violaban siete maromos. Guapa chica.

Hubo otra, veinticuatro horas estuvimos juntos. Diminuta. Apenas si cabía en su cuerpo. Me arrastró hasta la cama, en fin, fue cosa de risa, se salió con la suya. Se creció, mi dulce veinteañera de blancas tetitas. Fuimos a Johnny Day’s, un bistró del Village, bebimos vino. Te quiero, dijo, luz de mi vida, mi único amor. Volvimos derechitos al catre. Y le quedaban dos horas justas para subirse al avión. Porque se iba. Pegados como dos fierecillas, a duras penas conseguimos separarnos. Le mandé una carta. Esta tranca mía, le escribí, echa de menos ese agujerito tuyo. Y contestó. Qué cosas tiene la vida.

Mi debilidad por el color blanco. Poseo cuatro pantalones blancos y siento que no son bastantes. ­Visto pantalón blanco también en invierno. Una ­noche de lluvia, en el inmundo Uptown Broadway, un intelectual ruso algo bebido se dirigió a mí, visiblemente fascinado, en estos términos: «¡Eres un rayo de sol en este reino de tinieblas! ¡La mierda prolifera por todas partes, pero tú te abres paso con tus pantalones blancos ante el pasmo de todos. Bien hecho». Vamos, que me hizo un cumplido.

La nieve apenas se percibe ya. Se ha hecho menuda, vuela en horizontal. Pasado mañana es mi cumpleaños. El día en que nací. Lo pasaré a solas, componiendo algo enrevesado, engullendo carne y vino. Después caminaré hasta la Octava y elegiré alguna puta. Mejor, barata. Blanca, probablemente. Que sea bonita, y algo hortera, si es posible.

La nieve ha cesado. Mi cama, aunque la mantengo ordenada, tiene un defecto, una falta que se intuye a distancia. Me doy cuenta cuando la miro desde otro ángulo, pero me resulta imposible explicarlo.

Empieza a tronar. El mundo es a ratos luz, a ratos tinieblas.

***

Si sale uno del hotel sobre la una y se encamina hacia el downtown, no importa por qué avenida, irá constantemente sumergido en el sol. Y no pasará frío, ni siquiera en febrero.

***

Hay ocasiones en que percibo una angustia infinita en los ojos de la gente rica. O muy rica, incluso. Sobre todo, en los ojos de las mujeres. Son educadas, cumplidoras, nunca argumentan nada, no discuten. Y de repente me entran ganas de abrazar a esa anciana acartonada, esa belleza de otro tiempo, de apoyar su cabeza cana en mi pecho y acariciar su cabello corto y nevado, repitiéndole:

—Tranquila, chiquilla mía. No llores. Ya pasó.

»¡Ya pasó, qué le vamos a hacer! Tranquila.

»¡Chiquilla mía!

***

a A. M.

Recuerdo nombres.

Dos en especial, Manfred y Siegfried.

No sé de dónde habrán salido, pero llevo esos nombres dentro de mí.

Manfred está sentado en la orilla. Siegfried se está bañando en el lago.

—Son bonitos esos nenúfares blancos —dice Manfred.

—¡No sé en qué dirección nadar! —grita ahora Siegfried.

—¡Ven hacia mi voz! —grita Manfred.

Siegfried sale del agua. Manfred lo tapa con un manto y lo seca.

Mientras lo seca, lo besa.

Descendiendo a besos por la purísima piel de Siegfried, encuentra algo en mitad de su camino hacia el suelo. Los labios se detienen allí.

La música del bosque acompaña ese encuentro tan prolongado.

E importa poco cómo se vestirán después, con qué ropajes.

Y que les espere un carruaje o que suban a un automóvil.

Me encanta el cielo de la tarde. De la cada vez más exigua tarde de verano.

La quieta añoranza de mi propia juventud extraviada.

Y de repente le quiero, a usted, mi cordial amigo.

Amigo mío, pálido y florido bailarín.

***

Los huertecillos del bajo East Side. Nabos y zanahorias.

En Harlem, los ajos han florecido.

En la Quinta Avenida, los frutos de un árbol de basura caen al suelo.

El viento sacude los dorados y pantanosos sotos de bambú del West Village.

Canturrean los pájaros mientras vuelan las libélulas.

Mister Smith y mister Johnson caminan por la cenagosa orilla izquierda de Broadway con botas de goma para cazar. De cuando en cuando, Smith blande la escopeta y dispara a los patos que despegan de entre el boscaje.

El único vado de Broadway, que todavía conserva la placa «West 49 ST», es el sitio más animado de toda la localidad. Las ruinas del litoral son utilizadas para el trueque de la caza por azúcar y café, y el de pieles por pescado y huesos; hay también un mercadillo de ropa, de la que siempre hay escasez.

Abril. Se está muy a gusto. Sopla un vientecito. Uno puede por fin entrar en calor. Los pobladores de las ruinas de la Gran Ciudad toman el sol, rascándose aquí y allá…

***

La «guerra civil»… ¿Le gusta esa expresión? A mí me encanta.

***

El gran descubrimiento

Soy un fanático de la locura. Mi vida entera es la prueba. No cultivo la lógica, sino el placer. Disfruto con mis más morbosas sensaciones.

Y, cuando debo torturar a otro ser humano, salgo en mitad de la noche y busco una víctima.

He probado unas cuantas cosas y me han hecho feliz.

Hoy he encontrado un dólar en la calle. Y he comprado un ramo de tulipanes.

Anteayer agredí a mi mujer con un cuchillo. Al final solo se llevó un susto, nada más.

Estoy atado a esa mujer por un lazo místico. A simple vista, nuestra relación es muy sencilla: hace un año me abandonó. Pero ¿qué puede saber de nosotros la gente?

Hay cosas que nunca están a la vista.

Entre nosotros dos, uno es la víctima y el otro el verdugo. De cuando en cuando intercambiamos los papeles. Ni los más sagaces podrían distinguirlos. Solo el diablo sería capaz de resolver el asunto. Porque es él quien lo ha orquestado todo.

A simple vista, diríamos, no somos más que «ella» y «un tal Limónov». Pero, créanme, es un poco más complicado que todo eso.

A veces salgo a pasear con el cuello del abrigo de piel bien alzado. Los peatones no ven en los escaparates más que simples botines y sombreros. Para mí, hace tiempo que dejaron de ser botines y sombreros: son símbolos, señales implacables y ­enigmáticas que me sermonean, que me amenazan, de las que a menudo he tenido que huir como si en ­verdad me hostigaran. Lo hacen, de hecho. Sobre todo, las botas negras hasta la rodilla de la calle ­Cuarenta y cinco, que me producen un terror físico. Llevan consigo su propia melodía y saben sonreír y huelen.

Hay muchas cosas que me gustan en este pueblo en el que vivo ahora. Para empezar, que Nueva York es bastante grande. Y su basura, la basura más hermosa del mundo. Tengo un conocido que intenta pintar la basura, pero de momento la cosa se le da bastante mal. Pinta bien, quiero decir, lo hace con maestría, pero la basura no se pinta así. La basura se pinta como se pintan las flores. Conocí a un pintor —era esquizofrénico— y, ¡madre mía!, como pintaba las flores. Era amigo mío y a veces se echaba a dormir bajo el piano. La verdad es que han pasado tantos años que ya me duele la cabeza.

No crean que desprecio las diversiones humildes.

Sin ir más lejos, estoy esperando la primavera. No digo que la primavera sea algo bueno; la espero como quien espera la podredumbre, y la podredumbre me agrada. Finalmente, todo lo que se ha congestionado a lo largo del invierno se quebrará, se agrietará y hará brotar el pus, las caras se tornarán elocuentes y el pueblo se convertirá en un hervidero de carne en movimiento; y es que la carne emite olores y es propensa al azaroso movimiento browniano, o eso fue lo que me enseñaron en el instituto, en las mal iluminadas aulas de química y de física, todos aquellos sabios profesores judíos que agitaban matraces y retortas en sus manos.