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Considerado una de las cumbres de la literatura inglesa de todos los tiempos, Diario del año de la peste es un escalofriante relato novelado en el que se describen con crudeza los horribles acontecimientos que coincidieron con la epidemia de peste que asoló Londres y sus alrededores entre 1664 y 1666. Daniel Defoe, con precisión de cirujano, se convierte en testigo de los comportamientos humanos más heroicos pero también de los más mezquinos: siervos que cuidan abnegadamente de sus amos, padres que abandonan a sus hijos infectados, casas tapiadas con los enfermos dentro, ricos huyendo a sus casas de campo y extendiendo la epidemia allende las murallas de la ciudad. Diario del año de la peste es una narración dramática y sobrecogedora, con episodios que van de lo emotivo a lo terrorífico, un relato preciso y sin concesiones de una altura literaria que todavía hoy es capaz de conmovernos hasta las lágrimas.
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Seitenzahl: 500
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Daniel Defoe
Traducción del inglés a cargo
de Pablo Grossmichd
Introducción de José C. Vales
La última danza de la muerte
por José C. Vales
En 1720, como tres siglos atrás, el puerto francés de Marsella tembló ante una feroz epidemia de peste bubónica que finalmente acabó con la vida de la mitad de la población. Al parecer, la infección saltó a tierra desde un barco procedente de Siria o Turquía.
Los científicos de toda Europa asistieron con estupefacción a las procesiones mortuorias que recorrían la Provenza francesa y se preguntaban cuáles serían las verdaderas causas de la pestilencia. Sospechaban que había algo microscópico que se transmitía al contacto con las llagas, o con la transpiración, o con los orines, o por algo que impregaba las ropas, y los colchones, y los alimentos. Debían de ser «partículas gorgónicas» o «miasmas de antimonios», o gusanillos o insectos que penetraban en la piel, o se inhalaban. Para evitar el contagio, convenía especialmente el aislamiento, pero no sólo: también eran recomendables la combustión de carbones e inciensos, las pociones cordiales, las tinturas, el azufre, las piedras de cauterio y otros remedios asépticos y olfativos. El problema de la peste a principios del Siglo de las Luces —y la razón que enloquecía a los científicos— era que aquellos malditos seres «horribles y monstruosos», «como dragones, serpientes y diablos», escapaban al dominio del Hombre sobre la Naturaleza. Resultaba de todo punto inconcebible que cuando precisamente la Historia se abría al Conocimiento y la Razón, aquellos seres diminutos y pestilentes escaparan a la indagación científica.
Aquel mismo año de 1720, y ante la posibilidad cierta de que la epidemia volviera a extenderse por toda Europa, se publicó en Londres un tratado de divulgación médica llamadoEnsayo sobre las diferentes causas de las enfermedades pestilentes, y cómo se tornan contagiosas, con observaciones sobre la infección que se ha producido en Francia y los medios más apropiados para prevenirla si se extienden a nuestra patria.El ensayo del doctor John Quincy se vendía junto a la traducción de laLoimologia, sive, Pestis nuperae apud populum Londinensem grassantis narratio historica, un compendio histórico-analítico de la peste que había asolado Londres entre 1664 y 1665. LaLoimologiaera obra de un médico llamado Nathaniel Hodges (1629-1688), que fue uno de los pocos doctores que no abandonó Londres cuando la mortal epidemia diezmó la capital inglesa. El doctor Hodges, aparte de sus observaciones médicas, incluye en su obra tablas de mortandad y consejos para huir de una muerte segura.
Efectivamente, Londres había sufrido una implacable peste bubónica en 1665 y los impresores comprendieron la utilidad y la rentabilidad de dar a la prensa, en 1720, aquellos ensayos sobre la terrible enfermedad que comenzaba a asolar el sur de Francia.
Seguramente el ensayista, gacetillero, panfletista, comerciante, estafador, espía, soplón y suplantador Daniel Defoe (Daniel Foe, en realidad, con un «De» por medio de ínfulas nobiliarias) también advirtió la posibilidad de abordar el tema de la peste de 1665, bien fuera por su actualidad o por su rentabilidad. En 1722, tras revisar cuidadosamente el trabajo de los doctores Hodges y Quincy, y cuando aún se temía que la peste alcanzara la ciudad del Támesis, el famoso autor delRobinson Crusoeentregó al impresorA Journal of the Plague Year (Diario del año de la peste)con la intención declarada de advertir al lector «en caso de que se aproximase una calamidad similar».
Algún malintencionado podría advertir que, dados los antecedentes vitales de Daniel Defoe, era evidente que acabaría dedicándose al oficio de periodista. Robert Harley, conde de Oxford, whig y tory en períodos sucesivos, liberó a Daniel Defoe del cepo y lo sacó de la cárcel de Newgate (1703), donde había sido recluido por deudas, más que por sus sátiras panfletarias. A cambio, Defoe tendría que ocuparse de publicar tres veces por semana una gaceta conocida como Review, redactada íntegramente por el autor del Robinson Crusoe y cuyo objetivo era favorecer la política gubernamental de su benefactor. El periódico se imprimió ininterrumpidamente hasta 1714. La fama posterior de aquel panfleto se debe con seguridad a que su autor fue el mismo que años después redactaría la historia de un náufrago y las aventuras de una miserable cortesana. En realidad, Review era la hoja de los comerciantes, de los campesinos, de los artesanos y de los taberneros desocupados. Los periódicos de la alta cultura eran The Tatler y The Spectator de Joseph Addison y Richard Steele, cuya influencia recorrió todo el siglo xviii y cuyos artículos fueron modelos incluso para el periodismo decimonónico. (Tanto Jouy en Francia como Larra en España consideraban que no había mejor periodismo que aquel que iniciaron Addison y Steele en Londres.)
Era dudoso que un comerciante de vinos con ínfulas nobiliarias, con tantas deudas como pleitos, y con una tardía formación en un colegio de disidentes presbiterianos, pudiera ocuparse de la alta política, de la filosofía, de la estética y de la poesía que ofrecíanThe TatleryThe Spectator. Así que Daniel Defoe debía «conformarse» con ofrecer pequeñas crónicas y ser la voz de su amo en lo que a política se refería. Sin embargo, aunque las obras de Defoe rezuman espíritu puritano, también se desprendieron de la retórica cultista y clasicista de los que estaban acostumbrados al aire enrarecido de las alturas.
El lector que se asoma ahora al Diario del año de la peste reconoce de inmediato en sus páginas la habilidad del gacetillero, más que la del novelista. Es el periodista el que selecciona las anécdotas emocionantes, dramáticas, «sentimentales», moralizantes e incluso humorísticas, el que exige responsabilidades al gobernante, el que sugiere hipótesis, el que describe las calles vacías de Londres y el que propone —naturalmente— los medios adecuados para sobrevivir en caso de nueva epidemia.
Y, sin embargo, no hay nada de periodismo real en el Diario del año de la peste. La obra se presenta como una recopilación histórica de los acontecimientos que tuvieron lugar en Londres durante la peste de 1664 y 1665; sin embargo, el autor apenas contaba cinco años de edad cuando Londres sufrió la devastación de la peste y el fuego. (En 1666, como se sabe, Londres sufrió el gran incendio que destruyó prácticamente toda la ciudad.) Narrado en primera persona —el autor firma con unas enigmáticas H. F. que algunos especialistas han asociado a su tío Henry Foe—, el Diario adopta una fórmula básica de la ficción: el narrador dice haber vivido los años de la peste y da buena cuenta de todo lo acontecido durante esos meses de terrible mortandad. Pero esa añagaza no es suficiente para que la obra pueda considerarse ficción y, desde luego, en ningún caso novela.
En nuestros días, cuando los límites de la novela parecen más difusos que nunca, podría darse la confusión con una obra como elDiario. Pero a principios del sigloxviiila cuestión resultaba bastante más sencilla y a ningún lector avisado se le ocurriría catalogarla junto aRobinson CrusoeoMoll Flanders. (Desde luego, tampoco es una «novela histórica», ni un «reportaje periodístico», como se ha dicho en ocasiones con cierta precipitación.) ElDiarioes una investigación, un estudio que se ajusta a los paradigmas de losessays,treatises,enquiries,dissertationsque constantemente se publicaban en Inglaterra, y también en el resto de Europa, durante la primera mitad del sigloxviii. Uno de esos ensayos fue el decisivo y determinanteAn essay concerning human understanding(1690), de John Locke. Y una de las revoluciones lockianas fue proponer que no existen ideas innatas, sino que todo conocimiento es adquirido o reflexionado. En definitiva, sólo sobre laexperiencia propiase construye el conocimiento. Hoy se entiende bien cómo la teoría de Locke sentó las bases de la literatura del yo que alcanza hasta el romanticismo. Pero en aquellas últimas décadas del sigloxviiy primeras del sigloxviiilo esencial era asegurar que todo se basaba en la experiencia propia. Sólo la experiencia personal era certeza y verdad. «Escucharé siempre, con preferencia a toda autoridad privada, lo que me dictaren la experiencia y la razón», sentenció por aquellos años el fundador de la Ilustración española.
Así pues, era bastante razonable que Daniel Defoe asegurara la verosimilitud de su narración utilizando la primera persona y abordando la historia mediante una ingenua fórmula que se aprende en los primeros cursos de retórica y que consiste en el uso de documentos falsos, traducciones inventadas, memorias fingidas, etcétera. La forma en que el autor ha accedido a la narración(locus a modo)sólo le sirve a Daniel Defoe como bastidor para exponer una crónica de la peste de 1665, basada, ahora sí, en laLoimologiadel doctor Hodges y en otras recopilaciones de la época. Con seguridad, Daniel Defoe estudió los diarios y memorias de los días de la peste, y también recogió anécdotas de conocidos e incluso pudo valerse de los lejanos recuerdos de su infancia. Con todos estos materiales, el escritor ofrece un sobrecogedor tapiz del «lugar afligido y abandonado» que también Pepys taquigrafió en su oscuro diario. El protagonista fingido recopilará anécdotas, extractos de periódicos, conversará con el mismísimo doctor Hodges, comentará las costumbres de sus conciudadanos, narrará algún cuento y censurará a los que no se esforzaron patrióticamente en aquellos días.
Pero Defoe no es un historiador. («No sé si esto será verdad», «Esto me contaron», «Esto sería verdad en líneas generales», «Ni de ésta ni de otras historias fui testigo presencial», son coletillas habituales en la narración.) No cuenta con la técnica ni los conocimientos ni la capacidad analítica de Gibbon, Hume o Robertson, aunque la intuición del gacetillero le indica que «el hombre debe ser el tema de cualquier historia», tal y como sentenció Bolingbroke en susCartas(V), y dónde se encuentra la emoción y los resortes que captarán la atención del público. De modo que su relación o crónica de los años de la peste parece ceñirse a una sucesión de anécdotas protagonizadas por tipos londinenses durante la gran epidemia de 1665.
La impresión que produce una lectura apresurada es que Defoe ha ido acumulando historias breves, leyendas urbanas, cuentos, chismes, habladurías y noticias curiosas sin ningún criterio organizativo. Por esa razón suele hacerse hincapié en las abundantes repeticiones, en el desaliño de la narración y en lo caótico del conjunto. (¡Ni siquiera cuenta con un índice!) Estos hipotéticos defectos del Diario se excusan acudiendo al estilo periodístico, pero la obra de Defoe obviamente está trazada bajo un plan minucioso que responde, entre otras cosas, a la habilidad del periodista que pretende «mover» al lector curioso y a la taimada ocultación del moralista. Desde los primeros días de la epidemia, con sus augurios y presagios, a las ordenanzas de salud pública, la pequeña historia (una verdadera «utopía») de los tres amigos, a los métodos de enterramiento, la prevención y la medicación, y la influencia de la peste en el comercio y en los asuntos políticos y religiosos, el Diario recorre las calles de Londres, entra en las casas y los negocios, curiosea en las tabernas y los cementerios, y recorta periódicos y libros para componer su tétrico fresco urbano.
Pero si no es un verdadero tratado histórico ni una crónica, y si no es, desde luego, una novela o un relato de ficción, ¿cómo entender el Diario de Defoe?
Hay toda una parte delDiario del año de la pesteque se ajusta bien a la tradición del ensayo ilustrado o, más bien, del artículo ilustrado destinado a explicar una circunstancia especialísima que merece reflexión y consideración. Al escritor de estas memorias fingidas no le basta con una descripción ni se concentra en la peripecia del supuesto protagonista —en elDiariono hay, de hecho, más protagonistas que Londres y la peste—, sino que elabora buena parte de su discurso conforme al paradigma europeo de los «desengaños de errores comunes» (como laPseudodoxiade Thomas Brown o elTeatro críticode Feijoo). Casi un tercio delDiariode Defoe, por ejemplo, se destina a combatir las supersticiones relacionadas con la infección, tales como los avisos celestes (estrellas flameantes o cometas que se vieron antes de la peste y antes del incendio), la visión de ángeles en las nubes y en los objetos, la creencia en almanaques y augurios, la aparición de espectros, las astrologías… «Todo esto contribuye a demostrar hasta qué punto la gente estaba poseída de irrealidades.» A la hora de llevar a cabo surelación(fórmula literaria para la narración histórica cercana o vivida), Defoe no puede obviar que está asistiendo a la revolución ilustrada y científica, y ha de dar su opinión, basada en la razón y la experiencia.
Defoe no sólo narra los acontecimientos, con sus ejemplos particulares y sus anécdotas, sino que los evalúa y los comenta tal y como se exige a cualquier espíritu ilustrado. Daniel Defoe sucumbió, desde su primer libro, a la pasión ilustrada por los ensayos, los proyectos, los planes y las ideas novedosas:An Essay upon Projects, publicado en 1697, estaba dirigido a mejorar las condiciones sociales y económicas del país, pero también redactó ensayos sobre las apariciones, sobre los comerciantes, sobre literatura, sobre la famosa tormenta de 1703 o sobre las condiciones de vida en Escocia tras la unión con Inglaterra. En elDiariocomenta si las cifras de muertos que se publicaban se ajustaban a la realidad, critica las acciones de la Corte y los clérigos, duda de algunas historias que le han contado, propone métodos para enfrentarse a una nueva epidemia, evalúa «científicamente» las opiniones generales y, en fin, se muestra como un verdadero ensayista ilustrado. «Podría proponer varios esquemas que pueden servir de base al gobierno de esta ciudad», advierte Defoe, y de hecho, los propone, pues al parecer todo elDiarioestá destinado a servir de advertencia y prevención ante la posibilidad cierta de otra epidemia. Otros guiños, como la confianza en la ciencia médica, la superioridad moral de los hombres piadosos y compasivos, las novedades higiénicas, el menosprecio de la Corte frente a los políticos cercanos, el interés por la actividad comercial o la preocupación por el bienestar y el desarrollo social son elementos característicos de la mentalidad ilustrada.
Y, sin embargo, hay algo que no encaja en ese discurso pretendidamente racional e ilustrado. Queda en el lector un poso moralizador cuando cierra el libro; quizá achacará los arranques religiosos de Defoe al puritanismo presbiteriano que impregna su obra. Pero si se detiene a estudiar el texto, observará que uno de los principales problemas del autor consiste en «explicar» ideológica o filosóficamente la horrorosa, injusta y arbitraria mortandad que provocó la peste. (Recuérdese que ésta era una de las cuestiones y contradicciones centrales del pensamiento medieval: ¿cómo explicar la existencia del mal y las desgracias en un mundo creado por el Supremo Bien? La solución agustiniana pasaba por sentenciar que los males no existen, a no ser que sea un bien que deban existir. El problema era que muchos filósofos consideraban que Dios podría haber hecho las cosas mejor de lo que las había hecho.)
Al puritano Defoe también le preocupaba explicar, desde el punto de vista filosófico, cómo era posible que Dios hubiera permitido aquella desgracia. El autor opta por dar una solución curiosamente antigua y medieval: la peste era un mal que tenía causas naturales y que se expandió por causas naturales, lo cual no significa que no fuera fruto de una decisión divina, pues «place al Señor el actuar a través de causas naturales como instrumento corriente de Su Voluntad». Defoe está persuadido de que la Providencia es la causa última de la peste, que utiliza la Naturaleza para «cumplir» sus designios. Y aunque al final de la obra Defoe lamenta que tal vez esté dando la impresión de sermonear al lector, no duda en afirmar que la epidemia remitió «y esto no fue producido por el hallazgo de ninguna nueva medicina, ni por ningún nuevo método de curación descubierto; tampoco por la experiencia que hubiesen adquirido los médicos y cirujanos en la operación; sino que era, indudablemente, la obra secreta e invisible de Aquel que primero nos había enviado esta enfermedad como castigo».
A pesar de sus intentos ilustrados, Defoe es incapaz de avanzar por el camino de la Ciencia y la Razón, y vuelve su mirada hacia la religiosidad tradicional, cuya sencillez le permite explicar irracionalmente la existencia de una desgracia tan desoladora como la peste. Y así construye la última danza de la muerte europea y muestra a la Parca recorriendo las calles de Londres para emponzoñar con su mano la ajetreada y feliz vida de la urbe. Las danzas de la muerte se regodeaban en las agonías, en los enterramientos, en los cadáveres, en la descomposición de la carne y en otros efectos llamativos, y Defoe no desprecia la posibilidad de entregarse también a este «efectismo periodístico».
La lección final de estas danzas consistía en mostrar que todos los hombres eran iguales ante la muerte y ante Dios, o, como dice Defoe, «más allá de la sepultura, seremos todos hermanos nuevamente. En el Cielo, adonde confío que podremos ascender desde todos los partidos y confesiones, no hallaremos ni prejuicios ni escrúpulos; allí seremos todos de la misma opinión y tendremos los mismos principios».
Al concluir las últimas páginas de estos diarios fingidos, el lector tiene la impresión de haber asistido a la última danza de la muerte medieval (incluso la peste bubónica parecía un residuo de los siglos medios). Allí el autor muestra su auténtico rostro de moralista y no duda en revelar finalmente su verdadera intención: recordar que la peste fue un castigo divino que se desató sobre Londres por la iniquidad de sus habitantes. «Quizás alguien pueda sentirse inclinado a creer […] que es una oficiosa gazmoñería religiosa que predica un sermón en lugar de escribir una historia», se excusa Defoe. Y entonces el lector comprende que el autor sólo ha escrito «una historia». Y de paso, un sermón.
José C. Vales
Fue en los comienzos de septiembre de 1664 cuando, mezclado entre los demás vecinos, escuché durante una charla habitual que la peste había vuelto a Holanda; pues había sido muy violenta allí, particularmente en Ámsterdam y Róterdam, en el año 1663, sitio al que había sido llevada, según unos desde Italia, según otros desde el Levante, entre algunos géneros traídos por su flota; otros dicen que fue traída de Candía, otros que provenía de Chipre. No se dio importancia a la procedencia; mas todos concordaron en que había vuelto a Holanda.
En aquellos días no teníamos nada que se pareciese a los periódicos impresos para diseminar rumores e informes sobre las cosas y para mejorarlos con la inventiva de los hombres, cosa que he visto hacer desde entonces. Pero las noticias como ésta se recogían a través de las cartas de los mercaderes y de otras personas que mantenían correspondencia con el extranjero, y se hacían llegar verbalmente a todas partes; así, las noticias no se divulgaban instantáneamente por toda la nación, como sucede hoy día. Pero al parecer el Gobierno tenía un informe veraz sobre el asunto, habiéndose celebrado varios consejos para discutir los medios de evitar que el mal llegase hasta nosotros; mas todo ello se mantuvo muy en secreto. De ahí que este rumor se extinguiese nuevamente, y que las gentes comenzasen a olvidarlo como si fuese una cosa que realmente no les concerniese y de la que esperaban que no fuese cierta; hasta el final de noviembre o los primeros días de diciembre de 1664, cuando dos hombres, que se suponía franceses, murieron de peste en Long Acre; o mejor dicho, en el extremo superior de Drury Lane. La familia con la que vivían se esforzó todo lo posible por ocultarlo, pero tan pronto como las conversaciones del vecindario ventilaron la cuestión, ésta llegó a conocimiento de los secretarios de Estado; ciento cinco que, sintiéndose preocupados, ordenaron a dos médicos y a un cirujano que fuesen a inspeccionar la casa, a fin de estar seguros de la verdad. Así lo hicieron éstos, y habiendo encontrado señales evidentes de la enfermedad sobre ambos cadáveres, dieron públicamente sus opiniones de que habían muerto a causa de la peste. Después de lo cual se notificó al escribano de la parroquia, quien también dio parte al Consistorio; y el hecho fue impreso en la lista de mortalidad en la forma acostumbrada, o sea:
Peste, 2. Parroquias infectadas, 1.
La gente se inquietó mucho por esto, y empezó a alarmarse en toda la ciudad, tanto más cuanto que en la última semana de diciembre de 1664 otro hombre murió en la misma casa, por la misma causa. Luego estuvimos tranquilos durante unas seis semanas, en las que, al no haber muerto nadie con señal alguna de infección, se dijo que la enfermedad se había marchado; mas después de esto, creo que fue alrededor del 12 de febrero, hubo otro que murió en otra casa, pero en la misma parroquia y de la misma suerte.
Esto hizo que los ojos de la gente se volviesen hacia ese extremo de la ciudad; y como las listas semanales mostraban en la parroquia de St. Giles un incremento desacostumbrado de las inhumaciones, se comenzó a sospechar que la peste habitaba entre las gentes de ese extremo de la ciudad; y que muchos habían muerto por su causa, a pesar de que habían tomado todas las precauciones para evitar que ello llegase al conocimiento del público. Esto arraigó grandemente en el espíritu del pueblo, y eran muy pocos los que se aventuraban a través de Drury Lane, a menos que tuviesen un asunto extraordinario que les obligase a hacerlo.
Este aumento de las listas fue como sigue: el número de inhumaciones semanales en las parroquias en de St. Giles-in-the-Fields y de St. Andrew, Holborn, era de unos doce a diecisiete o diecinueve, en cada una; mas desde el momento en que la peste apareció por primera vez en la parroquia de St. Giles, se observó que el número de inhumaciones corrientes aumentaba considerablemente. Por ejemplo:
Desde el 27 de diciembre hasta el 3 de enero
St. Giles
St. Andrews
16
17
Desde el 3 de enero
hasta el 10 de enero
St. Giles
St. Andrews
12
25
Desde el 7 de febrero
hasta el 14 de febrero
St. Giles
St. Andrews
24
Desde el 10 de enero
hasta el 17 de enero
St. Giles
St. Andrews
18
18
Desde el 17 de enero
hasta el 24 de enero
St. Giles
St. Andrews
23
16
Desde el 24 de enero
hasta el 31 de enero
St. Giles
St. Andrews
24
15
Desde el 31 de enero
hasta el 7 de febrero
St. Giles
St. Andrews
21
23
Entre los que hubo uno de peste.
En la parroquia de St. Bride, que limita por uno de los lados con la parroquia de Holborn, así como en la parroquia de St. James, Clerkenwell, que limita con Holborn por su parte opuesta, se observó un aumento similar en las listas; en las dos parroquias citadas, el número de personas que normalmente moría cada semana era de seis a ocho, mientras que durante ese tiempo aumentó como sigue:
Desde el 20 de diciembre
hasta el 27 de diciembre
St. Bride
St.James
0
8
Desde el 27 de diciembre hasta el 3 de enero
St. Bride
St.James
6
9
Desde el 31 de enero
hasta el 7 de febrero
St. Bride
St.James
13
5
Desde el 7 de febrero
hasta el 14 de febrero
St. Bride
St.James
12
6
Desde el 3 de enero
hasta el 10 de enero
St. Bride
St.James
11
7
Desde el 10 de enero
hasta el 17 de enero
St. Bride
St.James
12
9
Desde el 17 de enero
hasta el 24 de enero
St. Bride
St.James
9
15
Desde el 24 de enero
hasta el 31 de enero
St. Bride
St.James
8
12
Además de esto, la gente veía con gran desasosiego que todas las listas semanales crecían mucho durante estas semanas, pese a que era una época del año en la que, por regla general, las listas son muy moderadas.
La cantidad usual de inhumaciones según las listas de mortalidad era de unas doscientas cuarenta o así, hasta trescientas en una semana. Se tenía por bastante alta esta última cifra; pero luego vemos que las listas sucesivas aumentaron como sigue:
Inhumación
Incremento
Del 20 al 27 de diciembre
291
...
Del 27 de diciembre al 3 de enero
349
58
Del 3 al 10 de enero
394
45
Del 10 al 17 de enero
415
21
Del 17 al 24 de enero
474
59
Esta última lista fue verdaderamente horrorosa, siendo la mayor cantidad de personas inhumadas en una semana desde el anterior azote de 1656.
Sin embargo, todo esto desapareció otra vez; y mostrándose frío el tiempo, las heladas que aparecieron en diciembre manteniéndose muy severas incluso hasta cerca de finales de febrero, acompañadas de vientos cortantes pero moderados, las listas disminuyeron otra vez y la ciudad creció sana; y todos empezaron a considerar que había pasado el peligro; sólo que las inhumaciones en St. Giles todavía seguían siendo muchas. Especialmente desde principios de abril, siendo de veinticinco por semana, hasta la semana del 18 al 25, en la que en la parroquia de St. Giles fueron enterradas treinta personas, dos de las cuales habían muerto de peste y ocho de tabardillo pintado,[1] al que se contemplaba como la misma cosa; de manera similar, el número total de muertos por tabardillo pintado aumentó, siendo de ocho la semana anterior, y de doce durante la semana arriba mencionada.
Esto nos alarmó a todos nuevamente; y el pueblo sentía terribles aprensiones, especialmente porque el tiempo había cambiado y era ahora, con el verano en puertas, cada vez más cálido. No obstante, la semana siguiente hizo concebir nuevamente algunas esperanzas. Las listas eran reducidas, ya que el número total de muertos fue de sólo 388, no habiendo ninguno de peste y solamente cuatro de tabardillo pintado.
Pero volvió la semana siguiente; y el mal se propagó a dos o tres parroquias, a saber: St. Andrew, Holborn y St. Clement Danes; y para gran aflicción de la ciudad hubo un muerto dentro de las murallas, en la parroquia de St. Mary Woolchurch, es decir, en Bearbinder Lane, cerca de la Bolsa. En total hubo nueve casos de peste y siete de tabardillo pintado. Las averiguaciones indicaron, sin embargo, que este francés que murió en Bearbinder Lane era uno que, habiendo vivido en Long Acre, cerca de las casas infectadas, se mudó por miedo a la enfermedad, sin saber que ya estaba contagiado.
Esto sucedió en los primeros días de mayo, aunque el tiempo era benigno, variable y bastante frío; y las gentes aún abrigaban ciertas esperanzas. Lo que les daba confianza, era que la ciudad estaba saludable: las noventa y siete parroquias juntas tuvieron sólo cincuenta y cuatro entierros; y comenzamos a creer que el mal no avanzaría más lejos, puesto que aparecía principalmente entre la gente de ese extremo de la ciudad. Tanto más cuanto que la semana siguiente, que fue entre el 9 de mayo y el 16, sólo murieron tres, ninguno de ellos dentro de la ciudad; y St. Andrew inhumó solamente quince, lo que era muy poco. Cierto es que St. Giles enterró a treinta y dos, pero incluso así, como sólo había uno de peste, la gente empezó a sentirse más tranquila. La lista total también era muy reducida, ya que la semana anterior fue de sólo 347; y sólo 343 en la semana arriba mencionada. Mantuvimos estas esperanzas durante algunos días, pero sólo fueron para unos pocos, puesto que al pueblo ya no se le podía engañar de tal manera; registraron las casas y encontraron que la peste estaba efectivamente extendida por todas partes, y que muchos morían de ella cada día. Así, fallaron todos nuestros atenuantes; y ya no hubo nada más que ocultar; más aún, pronto se vio que la epidemia había desbordado toda esperanza de mitigación; que en la parroquia de St. Giles había entrado en diversas calles y que varias familias completas yacían enfermas; consecuentemente, la situación comenzó a dejarse ver en la lista de la semana siguiente. Ciertamente, sólo hubo catorce anotados con peste, pero esto era una bellaquería y una confabulación, puesto que en la parroquia de St. Giles inhumaron cuarenta en total, de los que se estaba seguro que la mayor parte había muerto de la peste, aunque estuviesen registrados con otras enfermedades; y si bien todos los entierros no pasaban de treinta y dos, y la lista total mostraba sólo 385, había catorce de tabardillo pintado, así como catorce de peste; y dimos por seguro que esa semana habían muerto cincuenta a causa de la peste.
La lista siguiente fue del 23 al 30 de mayo, en la que el número de muertos de peste era diecisiete. Mas las inhumaciones en St. Giles fueron cincuenta y tres —cantidad terrorífica— entre las que solamente se registraron nueve casos de peste: pero un examen más estricto de los jueces de paz, a demanda del corregidor, demostró que había otros veinte que habían muerto a causa de la peste en dicha parroquia, pero que habían sido anotados con tabardillo u otras enfermedades, sin contar a otros que fueron ocultados.
Pero estas cosas fueron insignificantes comparadas con lo que siguió inmediatamente después; porque entonces llegó el tiempo caluroso; y desde la primera semana de junio el contagio se diseminó de manera terrorífica, y las listas se elevaron; los que eran víctimas de la fiebre o del tabardillo comenzaron a hincharse; hicieron todo cuanto pudiera ocultar su enfermedad, para evitar que los vecinos los rehuyesen y se negasen a conversar con ellos; y también para evitar que las autoridades cerrasen sus casas, cosa que, aunque no se practicaba todavía, ya había habido amenazas; y el pueblo estaba muy aterrado al pensar en ello.
Durante la segunda semana de junio, la parroquia de St. Giles, en la que seguía estando el centro de la infección, enterró a ciento veinte personas, de las que todo el mundo dijo, aunque las listas indicaban sólo sesenta y ocho, que había por lo menos cien muertas de peste, haciendo el cálculo en base a la cantidad habitual de funerales en dicha parroquia.
Hasta esta semana la ciudad seguía estando libre, no habiendo muerto nadie en ella, salvo el francés al que hice referencia antes, en ninguna de las noventa y siete parroquias. Entonces murieron cuatro dentro de la ciudad: uno en Wood Street, otro en Fenchurch Street y dos en Crooked Lane. Southwark estaba totalmente libre, no habiendo muerto aún nadie de ese lado del agua.
Yo vivía más allá de Aldgate, aproximadamente a medio camino entre Aldgate Church y Whitechapel Bars, a mano izquierda o lado norte de la calle; y como la enfermedad no había alcanzado esa parte de la ciudad, nuestro barrio continuaba tranquilo. Pero en el otro extremo de la ciudad la consternación era muy grande; y la clase más rica de gente, especialmente la nobleza y la clase acomodada de la parte oeste de la ciudad, salió en tropel de la villa, con sus familias y criados, de manera desacostumbrada; cosa que se vio muy especialmente en Whitechapel, o sea en la calle Ancha en la que yo vivía; por cierto, no se veía otra cosa que carros y carretas con enseres, mujeres, niños, criados, etc.; carruajes llenos de gente de la mejor clase, y jinetes que los acompañaban; y todos ellos huyendo; luego aparecían carros y carretas vacíos y más caballos con sirvientes que sin duda regresaban, o eran enviados del campo para recoger a más gente; además de una innumerable cantidad de hombres a caballo, algunos solos, otros con criados, generalmente cargados con equipaje y preparados para viajar, lo que cualquiera hubiese podido inferir de su aspecto.
Esto era una cosa terrible y triste de ver; y como yo no podía sino verla de la mañana a la noche (por cierto, no había de momento ninguna otra cosa que ver), mi alma se llenó de muy graves pensamientos acerca de la miseria que iba a cernirse sobre la ciudad, y la infelicidad de aquellos que hubiesen quedado en ella.
Durante algunas semanas la prisa de la gente era tal, que hacía casi imposible llegar hasta las puertas del corregidor; una muchedumbre apremiante se apiñaba allí para obtener pases y certificados de salud, como para viajar al extranjero, ya que sin los mismos no se les permitía pasar a través de las ciudades situadas en los caminos, ni se les daba alojamiento en ninguna posada. Ahora bien, como durante todo este tiempo no había muerto nadie dentro de la ciudad, el corregidor daba sin ninguna dificultad certificados de salud a todos aquellos que habitaban en las noventa y siete parroquias; y durante algún tiempo también a los que vivían fuera de la ciudad.
Esta prisa, como digo, continuó durante algunas semanas, es decir, durante los meses de mayo y junio, con mayor motivo aún, puesto que se rumoreaba que aparecería una orden del Gobierno para poner vallas y barreras en los caminos a fin de impedir que la gente viajase; y que los pueblos sobre los caminos no tolerarían el paso de los londinenses por miedo a que trajesen consigo la epidemia, si bien ninguno de estos rumores tenía otro fundamento que la imaginación, por lo menos al principio.
Entonces comencé a pensar seriamente en mí mismo, en mi propio caso y en lo que debería hacer conmigo mismo; es decir, si debería decidir quedarme en Londres o bien cerrar mi casa y huir como muchos de mis vecinos. He escrito este extremo tan detalladamente, porque no sé si podrá ser de utilidad a aquellos que vengan después de mí, si les aconteciese el verse amenazados por el mismo peligro y si tuviesen que decidir de la misma manera; por ello, deseo que esta narración llegue a ellos más en calidad de orientación de sus actos que de historia de los míos, puesto que no les valdrá un ardite el saber lo que ha sido de mí.
Me enfrentaba a dos cuestiones importantes: una de ellas era el manejo de mi tienda y mi negocio, que era de consideración y en el que estaba embarcado todo lo que yo poseía en el mundo; la otra era la preservación de mi vida en la calamidad tan funesta que, según veía, iba a caer sobre toda la ciudad y que, sin embargo, por grande que fuese, siempre sería mucho menor de lo que imaginaban mis temores y los de las demás gentes.
La primera consideración era de gran importancia para mí; mi comercio era de talabartería; y como mis transacciones se realizaban principalmente no por ventas de tienda o casuales, sino entre los mercaderes que comerciaban con las colonias inglesas en América, mis bienes estaban muy en manos de éstos. Cierto es que yo era soltero, pero tenía una familia de criados a la que mantenía en mi negocio; tenía una casa, tienda y almacenes repletos de mercancías; y el abandonar todo eso de la manera en que han de abandonarse las cosas en tales situaciones (es decir, sin ningún cuidador o persona adecuada a la que se pudiesen encargar), hubiese sido arriesgar no sólo la pérdida de mi comercio, sino la de mis bienes y de todo lo que poseía en el mundo.
En esa época yo tenía un hermano mayor en Londres, que había venido unos pocos años antes de Portugal; cuando le consulté, me respondió en pocas palabras, las mismas que fueron pronunciadas en un caso bastante distinto: «Maestro, sálvate a ti mismo». En una palabra, era partidario de que me fuese al campo, cosa que él había resuelto hacer con su familia; me dijo lo que, según parece, había oído decir en el extranjero, de que la mejor manera de prepararse contra la peste era huir de ella. Refutó mis argumentos de que perdería mi comercio, mis bienes, o mis deudas. Me dijo lo mismo que yo argüía para quedarme, o sea, que confiaría a Dios mi seguridad y mi salud, lo que desmentía mis pretensiones de perder mi comercio y mis bienes: «porque», dijo, «¿no es más razonable confiar a Dios la suerte o el riesgo de perder tu comercio, que quedarte en un lugar de tan acusado peligro confiándole tu vida?».
No podía alegar que estaba en un apuro en cuanto a sitio adonde ir, porque tenía varios amigos y parientes en Northamptonshire, de donde había venido originariamente nuestra familia; por otra parte, mi única hermana estaba en Lincolnshire, muy deseosa de recibirme y hospedarme.
Mi hermano, quien ya había enviado a su mujer y a sus dos niños a Bedfordshire y que estaba decidido a seguirles, me instaba muy seriamente a que partiese; y en una ocasión decidí obrar de acuerdo con sus deseos, pero entonces no pude hallar ningún caballo; porque si bien es cierto que no todo el mundo salió de la ciudad de Londres, creo poder decir que sí lo hicieron todos los caballos, ya que durante algunas semanas fue prácticamente imposible comprar o alquilar uno solo en toda la ciudad. Una vez decidí viajar a pie con un criado y no descansar en ninguna posada, sino llevar con nosotros una tienda de campaña, cosa que hicieron muchos; y descansar de esa manera en los campos, ya que el tiempo era muy cálido y no había peligro de pillar un enfriamiento. Digo que fueron muchos los que hicieron esto, especialmente aquellos que estuvieron en los ejércitos durante la guerra, que había tenido lugar hacía pocos años; y también debo decir que si la mayor parte de la gente hubiese viajado de esa manera la peste no habría entrado en tantos pueblos y casas de campo como lo hizo, para la desgracia y hasta la ruina de muchas gentes.
Mas luego, mi sirviente, al que tenía la intención de llevar conmigo, me defraudó; sintió miedo ante la propagación del mal, y al no saber cuándo partiría yo, tomó otras medidas y me abandonó, de manera que tuve que aplazar mi partida en esa ocasión; luego, de una u otra manera, siempre mi resolución de alejarme se cruzó con algún contratiempo, aplazando mi partida una y otra vez; y esto da lugar a una historia que de otra manera sería una digresión inútil, de que estos contratiempos provenían del Cielo.
Menciono por otra parte esta historia como el mejor método que puedo aconsejar a cualquier persona en tal situación, especialmente si es consciente de su deber, capaz de sentir la orientación que debe dar a sus actos; o sea, que mantenga los ojos abiertos para observar las cosas providenciales que ocurren en ese momento, viéndolas complejamente, tal como se relacionan unas con otras, y tal como todas juntas se relacionan con el problema al que uno se enfrenta: luego, según creo, podrá tomarlas con seguridad como intimaciones del Cielo sobre cuál es su deber incuestionable respecto a lo que debe hacer en dicho caso; me refiero, por ejemplo, a marcharse o permanecer en el sitio en el que habitamos cuando aparece una enfermedad infecciosa.
Una mañana, meditando sobre este asunto particular, se afirmó en mi mente la convicción de que nada nos llegaba que no fuese enviado o permitido por el Poder Divino, de manera que estos contratiempos habían de tener intrínsecamente algo de extraordinario; y debí de considerar, si bien no se manifestó como evidente o subjetivo, que el deseo del Cielo era que yo no me marchase. A continuación pensé que si en realidad Dios deseaba que me quedase, Él podía preservar mi vida en medio de toda la mortandad y de todo el peligro que me rodearían; y que si yo decidía salvarme huyendo de mi casa, si actuaba en contra de estas intimaciones que yo creía Divinas, ello sería como huir de Dios; y que Él podría ordenar a su justicia que me alcanzase cuando y donde Él lo creyese justo.
Estos pensamientos modificaron otra vez mi resolución; y cuando pude hablar nuevamente con mi hermano, le dije que estaba inclinado a quedarme y a afrontar mi suerte en el puesto en el que Dios me había colocado; y que ello me parecía ser mi obligación, especialmente por todo lo que yo he dicho.
Mi hermano, aunque era un hombre muy religioso, se rio de todo lo que dije acerca de haber tenido intimaciones del Cielo, y me contó varias historias acerca de personas a las que, como a mí, llamaba temerarias; que ciertamente debería considerar como signo del Cielo si yo estuviese de alguna manera impedido por enfermedades o dolencias; y que no pudiendo en tal caso viajar, había de conformarme con los designios del Señor, quien por ser mi Creador, tenía el indiscutible derecho de soberanía para disponer de mí; y que en tal caso no habría dificultad alguna para determinar cuál era la llamada de la Providencia Divina, y cuál no lo era; pero que yo tomase como intimación del Cielo el no poder salir de la ciudad solamente por no poder alquilar un caballo; o porque mi compañero que había de servirme había escapado, era ridículo, ya que yo tenía entonces mi buena salud y mis facultades, así como otros sirvientes; y que podía fácilmente viajar uno o dos días a pie, si tenía un buen certificado de estar en perfecta salud, por lo que podía alquilar un caballo en el camino o viajar en la posta, según creyese conveniente.
Luego procedió a contarme las dañinas consecuencias de la presunción de los turcos y mahometanos en Asia y en otros lugares en los que había estado (puesto que mi hermano, al ser comerciante, estuvo en el extranjero, y había vuelto últimamente de Lisboa, como ya he mencionado antes, hacía pocos años); de cómo, abusando de las ideas de predestinación que profesaban, de que la muerte de todo hombre está predeterminada y decretada de antemano sin apelación, iban sin preocuparse a los lugares infectados y conversaban con personas contagiadas, por lo que morían a razón de diez o quince mil por semana, mientras que los comerciantes europeos o cristianos, que se mantenían retirados y apartados, escapaban por lo general del contagio.
Con estos argumentos, mi hermano cambió otra vez mi decisión, y resolví partir; y preparé todas las cosas de acuerdo con ello; brevemente, la plaga se propagaba a mi alrededor y las listas habían aumentado hasta casi setecientos por semana; y mi hermano me dijo que sería muy aventurado quedarse durante más tiempo. Le pedí que me dejase considerar mi decisión nada más que hasta el día siguiente; y como ya tenía todo preparado de la mejor manera que pude, respecto a mi negocio y a la persona a quien encargaría de mis asuntos, ya no tuve otra cosa que hacer sino decidir.
Esa noche fui a mi casa con el ánimo muy oprimido, indeciso, sin saber qué hacer. Había dejado toda la tarde libre para poder pensar seriamente en ello y estaba totalmente solo; como si hubiese sido por decisión general, la gente ya había tomado la costumbre de no salir de sus casas después de la caída del sol; más adelante tendré ocasión de detallar las razones de ello.
Durante el retiro de esa tarde me esforcé por determinar, en primer lugar, lo que era mi deber hacer; y manifesté los argumentos con los que mi hermano me había presionado para que me marchase al campo, y los enfrenté a las fuertes impresiones que en mi mente abogaban por lo contrario; las obligaciones que suponía el ejercicio de mi profesión, y el cuidado que yo debía a la preservación de mis efectos, que eran todos mis bienes; también estaban las intimaciones que yo creía que había recibido del Cielo y que significaban para mí una especie de orientación a seguir; y se me ocurrió que si había tenida lo que podría llamar una orden de quedarme, debería pensar que ésta contenía una promesa de ser protegido si obedecía.
Esta idea fue tomando cuerpo; y en mi espíritu, estaba cada vez más decidido a quedarme, alentado por la complacencia íntima de saber que sería preservado. A esto se añadió que, mientras hojeaba la Biblia que tenía ante mí y mientras mis pensamientos giraban insistentemente alrededor de la cuestión, exclamé «¡no sé qué he de hacer, Señor, guíame!», y cosas análogas; y en ese momento crítico, dejé de revolver las páginas del libro justo en el Salmo 91; y dirigiendo la mirada al versículo segundo, comencé a leer; y continué hasta el versículo séptimo, incluyendo luego el décimo, como sigue: «Diré del Señor: Él es mi refugio y mi alcázar; mi Dios en quien confiaré. Pues Él te librará de las asechanzas de los cazadores; y de la peste maligna. Te cubrirá con sus plumas; y bajo sus alas te acogerás: tu escudo y broquel su fidelidad será. No temerás el terror nocturno, ni la flecha que vuela de día; ni la peste que vaga en las tinieblas, ni la destrucción que asola a mediodía. Caerán mil a tu lado, y diez mil a tu diestra, mas no se acercará a ti. Con tus ojos lo contemplarás, y verás el castigo de los pecadores. Porque has hecho del Señor tu refugio, del Altísimo tu morada; no te sucederá mal alguno, ni el azote se aproximará a tu hogar», etc.
No creo necesario tener que decir al lector que a partir de aquel momento decidí que me quedaría en la ciudad y que me encomendaría plenamente a la protección y a la bondad del Todopoderoso, sin buscar ningún otro refugio; y que, puesto que mis días estaban en Sus manos, Él podía preservarme en tiempo de azote al igual que en tiempo de salud; y que si Él no juzgaba oportuno liberarme, yo estaba igualmente en Sus manos; y estaba convenido que Él haría de mí lo que le pareciese bueno.
Me acosté habiendo resuelto de esta manera; mi decisión se confirmó el día siguiente, cuando enfermó la mujer a la que tenía pensado confiar mi casa y todos mis negocios. Además, se me presentó otro compromiso análogo, ya que al día siguiente me encontré yo mismo desequilibrado, de modo que si hubiera tenido que marcharme, no habría podido; y continué enfermo durante tres o cuatro días, lo que determinó definitivamente mi permanencia; así pues, me despedí de mi hermano, quien se marchó a Dorking, en Surrey, aunque luego fue más lejos, a Buckinghamshire o Bedfordshire, a un retiro que había encontrado allí para su familia.
Era una época muy mala para estar enfermo, ya que si uno se quejaba, inmediatamente decían que tenía la peste; y si bien yo no tenía ninguno de los síntomas de ese mal, aunque estaba muy enfermo tanto de la cabeza como del estómago, tenía una cierta aprensión de estar efectivamente contagiado; mas comencé a mejorar después de unos tres días; durante la tercera noche descansé bien, transpiré un poco y cobré nuevas fuerzas. Junto con mi enfermedad desaparecieron también mis temores de que hubiese contraído la peste; y retomé mi negocio del modo habitual.
Estas cosas, sin embargo, desecharon todos mis pensamientos referentes a marcharme al campo; y como mi hermano ya se había ido, no tenía más discusiones sobre este tema, ni con él ni conmigo mismo.
Estábamos a mediados de julio, y la peste, que había azotado principalmente el otro extremo de la ciudad y, como dije anteriormente, las parroquias de St. Giles, St. Andrew, Holborn y en dirección de Westminster, empezaba a venir hacia el este, hacia la zona en la que yo vivía. Ciertamente, se observó que no venía en línea recta hacia nosotros, puesto que la ciudad, es decir, dentro de las murallas, seguía estando sana; tampoco había entrado mucho en Southwark, pasando el agua, ya que si bien esa semana murieron allí 1268 de todas las enfermedades, entre los que se pueden suponer unos 600 muertos de peste, en toda la ciudad sólo hubo 28 dentro de las murallas; y sólo 19 en Southwark, incluida la parroquia de Lambeth; en cambio, nada más que en las parroquias de St. Giles y St. Martin-in-the-Fields murieron 421.
Pero advertíamos que el azote se mantenía principalmente en las parroquias de fuera de la ciudad, las que, por ser muy pobladas y estar llenas de pobres, constituían para la plaga una presa más fácil que la ciudad, como explicaré más adelante. Como decía, observábamos que el mal se aproximaba a nosotros, es decir a las parroquias Clarkenwell, Cripplegate, Shoreditch y Bishopsgate. Porque siendo las dos últimas parroquias limítrofes con Aldgate, Whitechapel y Stepney, la peste llegó por fin a estas zonas, esparciéndose con gran violencia, incluso cuando ya había menguado en las parroquias del oeste en las que se había iniciado.
Fue digno de observar que en esta semana particular, entre el 4 y el 11 de julio, durante la que, como ya dije, murieron de peste cerca de 400 personas únicamente en las dos parroquias de St. Martin y St. Giles-in-the-Fields, en la parroquia de Aldgate sólo murieron cuatro, tres en la de Whitechapel y sólo una en la parroquia de Stepney.
Similarmente, durante la semana siguiente, entre el 11 y el 18 de julio, cuando la lista semanal fue de 1761, sólo murieron 16 a causa de la peste en toda la orilla de Southwark.
Mas este estado de cosas cambió muy pronto; y empezó a complicarse especialmente en la parroquia de Cripplegate y en la de Clarkenwell; así, hacia la segunda semana de agosto, sólo la parroquia de Cripplegate enterró a 886, y 155 la de Clarkenwell. De los primeros, puede suponerse que bien pudieron ser 850 los muertos de peste; en cuanto a los últimos, la lista misma decía que 145 estaban apestados.
Durante el mes de julio, y mientras, como dije, nuestra parte de la ciudad parecía estar exenta del mal en comparación con la parte oeste, yo caminaba normalmente por las calles, en la medida en que lo requerían mis negocios; y en especial, iba generalmente una vez al día, o una vez cada dos días, a la ciudad, a la casa de mi hermano, que él me había confiado, para ver si estaba en orden; y puesto que tenía la llave en el bolsillo, solía entrar en la casa y recorrer casi todas las habitaciones, para ver si todo estaba bien; porque, aunque puede asombrar que se diga que en medio de tal calamidad puede haber personas con el corazón tan duro como para robar y saquear, lo cierto es que en la ciudad sucedían, más abiertamente que nunca, toda clase de villanías, e incluso casos de libertinaje y corrupción (no diré que con la frecuencia acostumbrada, porque el número de habitantes había mermado por diversos conceptos).
Pero entonces comenzó a infectarse la misma ciudad, quiero decir dentro de las murallas; aunque allí la cantidad de gente era, por cierto, muy reducida debido a la gran multitud que había marchado al campo; y continuaron huyendo aún durante todo este mes de julio, aunque no tan masivamente como antes. Ciertamente, en agosto escapaban de tal manera que comencé a pensar que en la ciudad no quedarían, de hecho, más que magistrados y sirvientes.
Tal como escapaban ahora todos de la ciudad, debo decir aquí que la Corte salió muy pronto, o sea en el mes de junio, y fue a Oxford, donde plugo a Dios preservarla; y según he oído, la enfermedad ni siquiera la rozó, cosa por la que no puedo decir que haya visto nunca muestra alguna de agradecimiento, ni señal de enmienda, bien que no querían que se les reprochase, con justicia, de que habían sido sus atroces vicios los que habían atraído sobre toda la nación tan terrible castigo.
El aspecto de Londres estaba ya extrañamente alterado. Me refiero a la totalidad de los edificios, el centro de la ciudad, los suburbios, Westminster, ya que en lo que respecta a la parte llamada la City, o sea, dentro de las murallas, no estaba muy infectada todavía. Pero el aspecto general, como digo, estaba muy alterado; todos los rostros exhibían aflicción y tristeza; y si bien algunas zonas todavía no estaban sumergidas en la desgracia, todos estaban preocupados; y cuando vimos que el mal se aproximaba sin lugar a dudas, cada uno de nosotros se vio a sí mismo y a su familia en el mayor de los peligros. Si fuese posible describir con exactitud lo que sucedió en esos días a aquellos que no los vieron y transmitir al lector las verdaderas imágenes del horror que por doquier se manifestaba, éste se vería hondamente impresionado y lleno de sorpresa. Bien puede decirse que todo Londres lloraba; ciertamente, no se veían dolientes por las calles, ya que nadie vestía de negro ni usaba vestidos formales de luto por sus amigos más íntimos; pero el clamor de los dolientes se dejaba oír en verdad por las calles. Era tan frecuente escuchar, desde la calle, los gritos agudos de las mujeres y los niños, lanzados desde las ventanas y las puertas de sus casas, en las que sus seres queridos estaban muriendo, o tal vez acababan de morir, que hubiesen podido traspasar el corazón más duro del mundo de haberlos escuchado. Lágrimas y lamentos se veían y oían en casi todas las casas, especialmente al comienzo de la epidemia; pues ya hacia el final, los corazones de los hombres estaban endurecidos y la muerte estaba ante sus ojos tan constantemente, que ya no se preocupaban mucho por la pérdida de sus amigos, ya que veían que ellos mismos podrían ser llamados a la hora siguiente.
Los negocios a veces me llevaban hasta el otro extremo de la ciudad, incluso cuando la enfermedad radicaba principalmente allí; y como la situación era nueva para mí, al igual que para todos los demás, era sorprendente ver aquellas calles, habitualmente atestadas de gente y que ahora estaban desoladas, tan vacías que, si yo hubiera sido un forastero que hubiese perdido su camino, algunas veces habría tenido que andar la longitud de toda una calle (me refiero a las calles laterales), sin ver a nadie que me pudiera orientar, salvo los vigilantes colocados a las puertas de las casas cerradas, de los que hablaré ahora.
Un día, estando en esa parte de la ciudad para resolver algún negocio especial, la curiosidad me llevó a observar las cosas con mayor detenimiento que de costumbre, tanto que caminé un buen trecho por donde no tenía nada que hacer. Subí por Holborn: la calle estaba allí llena de gente, pero caminaban en el centro de la ancha calle y no a uno u otro de los lados, porque, supongo, no querían mezclarse con cualquiera que saliese de las casas, o encontrarse con olores o pestilencias procedentes de casas posiblemente infectadas.
Las Posadas de la Corte estaban cerradas; tampoco podían verse muchos abogados en las hospederías del Temple o Lincoln, ni en la de Gray. Todos estaban en paz; no había lugar para abogados; además, era la época de vacaciones durante la cual, generalmente, iban al campo. En algunos lugares había filas de casas todas cerradas, sus moradores huidos, con sólo uno o dos guardianes.
Cuando hablo de filas de casas cerradas, no me refiero a casas cerradas por las autoridades, sino porque gran número de personas siguieron a la Corte por necesidad de sus empleos o por depender de ella en una u otra forma; otros se marcharon, atemorizados por la enfermedad, con lo que algunas de las calles quedaron totalmente despobladas. Pero el temor todavía no era tan grande en la ciudad misma especialmente porque, como ya he mencionado, la enfermedad a menudo remitió al principio, de manera que las gentes se alarmaron y se tranquilizaron nuevamente, repetidas veces, hasta que se familiarizaron con ella, si bien al principio estuvieron indeciblemente consternados: incluso cuando la peste adquirió violencia, al ver que no se expandía dentro de la ciudad o por las zonas este y sur, la gente comenzó a envalentonarse y a endurecerse. Es cierto que muchas personas huyeron, como ya dije, pero éstas eran principalmente del extremo oeste de la ciudad, y de lo que llamamos el corazón de la ciudad; es decir, las gentes más acomodadas, y los que no estaban ligados a comercios o negocios. Mas del resto, la mayoría permaneció, y parecía esperar lo peor; de modo que en el sitio que llamamos Liberties y en los suburbios, en Southwark y en la parte este, por ejemplo en Wapping, Ratcliff, Stepney, Rotherhithe y demás, la gente generalmente se quedó, excepto alguna que otra familia pudiente que no dependía de su negocio.
No se debe olvidar aquí que la ciudad y los suburbios estaban enormemente poblados en la época de esta epidemia, quiero decir cuando dio comienzo. Porque si bien he vivido para ver un nuevo aumento de población y grandes muchedumbres establecerse en Londres de manera nunca vista, sabíamos, sin embargo, que la cantidad de gente que, terminadas las guerras, disueltos los ejércitos, y restauradas la familia real y la monarquía, había afluido a Londres para establecer un negocio o para depender de la Corte y buscar allí recompensas por servicios prestados, ascensos u otras ventajas, era tan grande que se calculaba que la ciudad tenía más de cien mil habitantes más que en cualquier época anterior; más aún, algunos llegaron a decir que tenía el doble, porque todas las familias arruinadas del partido monárquico se congregaron aquí. Todos los antiguos soldados establecieron aquí algún comercio y se afincaron muchas familias. Nuevamente, la Corte trajo consigo gran aparato y nuevas modas. Todo el mundo se volvió alegre y ostentativo; y el regocijo de la restauración trajo a Londres a muchas familias.
En varias ocasiones he pensado que la peste entró en Londres cuando, ocasionalmente, se había producido un increíble aumento de la población debido a las circunstancias especiales mencionadas arriba, tal como cuando Jerusalén fue sitiada por los romanos, estando los judíos congregados para celebrar la Pascua —por lo que fue sorprendida allí una cantidad increíble de gente que de otra manera hubiese estado en otros lugares—. Puesto que esta aglomeración de gente alrededor de una corte alegre y juvenil dio gran impulso al comercio en la ciudad, especialmente en todo lo concerniente a la moda y a las galas y adornos, esto atrajo como consecuencia a gran cantidad de trabajadores, fabricantes y demás, principalmente gente pobre que dependía de su trabajo. Y recuerdo en especial que en una representación al corregidor de la situación de los pobres, se calculó que había no menos de cien mil tejedores dentro y fuera de la ciudad, la mayor parte de los cuales vivía entonces en las parroquias de Shoreditch, Stepney, Whitechapel y Bishopsgate, es decir, por Spitalfields; mejor dicho, donde Spitalfields estaba entonces, y que era una quinta parte menor que en la actualidad.
Sin embargo, se puede calcular según esto la cantidad de gente que había en total; y debo decir que muchas veces me asombraba de que hubiese quedado una multitud tan grande como la que aparentemente había, después de la enorme cantidad de gente que se marchó al principio.
Pero he de volver nuevamente al comienzo de esta sorprendente época. Mientras fueron nuevos los temores de la gente, se vieron aumentados de manera extraña por varios singulares sucesos que, reunidos, hacían que fuese un milagro que no se levantase todo el pueblo, como un solo cuerpo, y abandonase sus hogares, alejándose del lugar como si fuese el sitio de la tierra designado por el Cielo para ser un Aceldama,[2] condenado a ser destruido y barrido de la tierra, y en el que todo aquel que fuese encontrado perecería al mismo tiempo. Sólo nombraré algunas de estas cosas. Pero seguramente hubo tantas, y tantos hechiceros y bellacos propagándolas, que muchas veces me pregunté cómo había sido posible que hubiera quedado gente (especialmente mujeres).
En primer lugar, apareció una estrella muy brillante o cometa durante varios meses anteriores a la peste, igual que dos años después, poco antes del incendio. Las viejas, y los flemáticos e hipocondríacos del otro sexo, a los que casi podría llamar también viejas, hicieron notar (especialmente después, si bien antes de que hubiesen pasado ambos azotes), que esos dos cometas pasaron directamente sobre la ciudad y tan cerca de las casas que estaba claro que significaban algo especial para la ciudad únicamente; que el cometa anterior a la peste era de color tenue, desvaído, apagado, de movimiento muy pausado, solemne y lento; pero que el cometa que precedió al fuego era luminoso y chispeante, como dijeron otros, bien inflamado, y de movimiento crudo y furioso; y que, de acuerdo con ello, el primero presagiaba un castigo pesado, lento pero severo, terrible y atroz, tal como fue la peste; pero que el otro predecía un golpe repentino, veloz y ardiente como el incendio. Más aún, hubo algunas personas tan raras que cuando miraron hacia el cometa precursor del fuego se imaginaron que no sólo lo veían pasar, ígneo y veloz, pudiendo percibir con los ojos su movimiento, sino que incluso lo oyeron; y que hacía un ruido potente y enérgico, furioso y terrible, aunque lejano y apenas perceptible.
Yo vi ambas estrellas, y debo confesar, que tenía dentro de mi cabeza tantas de las ideas comunes sobre estas cosas, que estaba en disposición de considerarlas como precursoras y como advertencias de los juicios divinos; y, especialmente, después de que la peste hubo seguido a la primera, cuando vi nuevamente otra similar, no pude menos que decir que Dios no había castigado aún bastante a la ciudad.
Pero al mismo tiempo, yo no podía llevar estas cosas hasta los mismos extremos que los demás, sabiendo que los astrónomos asignan a estos fenómenos causas naturales; y que su movimiento e incluso sus revoluciones están calculados, o pretendidamente calculados, de manera que no se pueden llamar estrictamente precursores o presagios, y mucho menos causantes, de acontecimientos tales como peste, guerra, incendio y similares.
Pero dejando que mis pensamientos y los pensamientos de los filósofos fueran o hayan sido los que fueren, estas cosas tuvieron una extraordinaria influencia en la mente de las personas corrientes, y casi todos tenían aprensiones muy fuertes sobre alguna calamidad espantosa y un castigo que caería sobre la ciudad; y ello principalmente por la visión de ese cometa y por la pequeña alarma dada en diciembre por la muerte de dos hombres en St. Giles, ya mencionada.
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