Diarios del bosque - Roger Deakin - E-Book

Diarios del bosque E-Book

Roger Deakin

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Beschreibung

Un delicioso clásico del autor de los «Diarios del agua»: libro de viajes, de paseos bajo las copas de los árboles, que se lee como una plácida novela de aventuras. «Entrar en un bosque es acceder a un mundo distinto en el cual nos transformamos». Con estas palabras nos invita Roger Deakin a adentrarnos en Diarios del bosque, un libro que bulle con esa curiosidad de la que se nutre la vida. Un texto que desvela el bosque —y también la madera, ese «quinto elemento»— como parte de comunidades mucho más grandes, repletas de historias con un amplio e inolvidable elenco de artesanos, artistas, granjeros, mimbreros o recolectores de nueces, así como de plantas, bardas, pájaros y polillas. Deakin recorre así no solo su Inglaterra natal: su viaje lo lleva hasta bosques de los Pirineos, Australia o Asia Central, en un intento de rozar con su escritura el duramen de una fascinación y un amor por la madera, el árbol y el bosque al alcance de muy pocos.

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Para Alison

INTRODUCCIÓN

Durante un año, viajé por el país como un anfibio, a nado por la naturaleza, sumergido literalmente en el paisaje y los elementos, sobre todo en el elemento primario, el agua, en un intento de descubrir por mí mismo esa «tercera cosa» sobre la que D. H. Lawrence reflexionaba en su poema con idéntico título. El agua, escribió, es algo más que la suma de sus partes, algo más que dos partes de hidrógeno y una de oxígeno. En la escritura de Diarios del agua, el relato de mis divagaciones, nadar fue una metáfora de eso que Keats llamó «participar de la existencia de las cosas».

Ahora me ha parecido lógico zambullirme en lo que Edward Thomas llamó «el quinto elemento»: el elemento madera. Mientras nadaba en el río Helford, donde los robles estiran sus ramas a ras del agua para sumergirlas con cada marea alta, o en Dartmoor, mientras remontaba con el apurado salmón la corriente abrupta y arbolada del río Dart, capté la lógica del soberbio Entre los bosques y el agua, de Patrick Leigh Fermor. En los bosques se da una sensación intensa de inmersión en el baile de sombras chinescas de las profundidades frondosas, y ese subibaja de la savia que anuncia las estaciones no es sino una marea, igualmente influenciada por la luna.

A través de los árboles vemos y oímos el viento: los pueblos de las tierras boscosas saben distinguir las especies de árboles por el sonido que hacen al viento. Si Diarios del agua trataba el elemento agua, Diarios del bosque trata el elemento madera tal y como se da en la naturaleza, en nuestras almas, en nuestra cultura y en nuestras vidas.

Entrar en un bosque es acceder a un mundo distinto en el cual nos transformamos. No es accidental que en las comedias de Shakespeare las personas se internen en las arboledas para crecer, aprender y cambiar. Es adonde viajas para encontrarte, a menudo, y paradójicamente, tras perderte. En La espada en la piedra, Merlín envía al bosque al futuro rey Arturo, todavía un niño, para que se valga por sí mismo. Allí, Arturo se duerme y sueña, como un camaleón, que la suya es la vida de los animales y los árboles. En Como gustéis, el duque Mayor, desterrado, se marcha a vivir al bosque de Arden como Robin Hood, y en Sueño de una noche de verano, la metamorfosis mágica de los amantes tiene lugar en un bosque «a las afueras de Atenas» que, salta a la vista, es un bosque inglés, repleto de las hadas y los duendes de nuestro folklore.

En la pared de mi estudio tengo clavado un fotograma de El pequeño salvaje, de Truffaut. En él se ve a Victor, el niño asilvestrado, trepando por una maraña de ramas en los frondosos bosques caducifolios de Aveyron. La película continúa siendo, para mí, una de las piedras de toque cuando pienso en nuestra relación con el mundo natural: un recordatorio de que no estamos tan lejos como nos gusta creer de nuestros primos los gibones, que se columpian como ángeles por el dosel del bosque, a una velocidad tan temeraria que casi vuelan como las aves tropicales a las que envidian e imitan con sus cantos nupciales en las copas de los árboles al amanecer. Empecemos por donde empecé yo: mi madre se apellidaba Wood. Y el tercer nombre de mi padre era Greenwood:[1] Alvan Marshall Greenwood Deakin. Mi bisabuelo tenía sus almacenes madereros en Walsall: los Wood de Walsall. De modo que pertenezco a la tribu Wood, y, si bien he leído muchas veces Los habitantes del bosque, de Thomas Hardy, la historia de Marty South, Giles Winterbourne y Grace Melbury siempre me conmueve más que cualquier otra de cuantas conozco. Soy un habitante del bosque; la savia corre por mis venas. Mi bisabuelo por parte de padre fue Joseph Deakin, a quien, con veinte años, el gobierno de Lord Salisbury incriminó y encarceló en 1892 por haber sido uno de los anarquistas de Walsall. Fue bibliotecario en la prisión de Parkhurst, en la isla de Wright, donde continuó su educación autodidacta con la ayuda de William Morris, George Bernard Shaw, Edward Carpenter, Sidney y Beatrice Webb y otros socialistas tempranos. Fue un leal defensor del espíritu emboscado de la libertad democrática, y siempre que pienso en él lo incluyo en la tradición del proscrito, en la de Robin Hood.

En Suffolk, donde vivo, he empezado a clarear el bosque que planté hace veinte años. Ahora es hogar de una familia de zorros, los ciervos descansan en él y este año descubrí con orgullo algunas trampas para conejos colocadas con disimulo: mis primeros furtivos. El bosque ha madurado. Una vieja senda y kilómetro y medio de bardas antiguas rodean mis campos. Cuando llegué a Suffolk hace treinta años, encontré la casa estilo Tudor de mi granja bordeada de robles y dediqué un año a reformarla con mis propias manos. La casa estaba tan ruinosa que acampé en el jardín mientras trabajaba y, cuando por fin me instalé, los animales y las plantas, tan habituados a entrar y salir a sus anchas a través de los agujeros en los muros, no abandonaron la costumbre. Las golondrinas siguen anidando en la chimenea, los murciélagos vuelan por las habitaciones del piso de arriba durante las noches de verano, cuando las ventanas están abiertas de par en par, y el recuento de las patas de las arañas de la casa alcanzaría varios centenares. Durante la reforma, incluso tuve un coche con bastidor de madera de fresno, un Morgan Plus Four. Más tarde construí un cobertizo de madera, con vigas y estacas de roble, sin usar clavos. Dentro tengo un torno y un taller en el que a veces hago muebles y torneo madera, sobre todo en forma de cuencos. Durante un tiempo me gané la vida fabricando y reparando sillas, que vendía en un puesto en Portobello Road. Más tarde, trabajé para Amigos de la Tierra por la defensa de las ballenas, los bosques y las selvas, y fundé Common Ground, que todavía hoy lucha por los antiguos huertos de frutales y las seis mil variedades de manzanos registrados en nuestras tierras.

Para los chinos la madera es el quinto elemento, y Jung consideraba los árboles un arquetipo. No hay mejor indicador de las alteraciones en el mundo natural que estos majestuosos organismos. Son nuestros barómetros, para el tiempo y los cambios de estación. Nos indican la época del año. Los árboles tienen la capacidad de ascender hacia los cielos y conectarnos con el firmamento, de aguantar, de renovarse, de dar frutos y de arder para calentarnos durante el invierno. No sé de nada más elemental que el fuego de leña que resplandece en mi chimenea, nada que encienda mi imaginación y mis pasiones tanto como sus llamas. Para Keats, el crepitar apacible del fuego era el susurro de los dioses del hogar «que sostienen / su imperio apacible sobre almas fraternales». En gran parte del mundo todavía se cocina con fuego de leña, y la inmensa mayoría de la madera mundial se destina a las chimeneas. Los «occidentales» han olvidado cómo se enciende un fuego de leña, o su equivalente de carbón, del mismo modo que han perdido el contacto con la naturaleza. Aldous Huxley escribió sobre D. H. Lawrence: «Sabía cocinar, coser, remendar un calcetín y ordeñar una vaca, cortaba leña con eficacia y tenía buena mano para los bordados, jamás se apagaba un fuego que hubiese encendido él y el suelo que hubiese fregado siempre quedaba reluciente». Al arder, la madera libera la energía de la tierra, el agua y la luz del sol que la hicieron crecer. Cada especie expresa su carácter en sus particulares hábitos de combustión. El sauce arde igual que crece, muy deprisa, y chisporrotea como fuegos artificiales. El resplandor del roble es de fiar, sólido y duradero. Un fuego de leña en la chimenea es un pedacito de sol en casa.

Cuando Auden escribió «Ninguna cultura es mejor que sus bosques», sabía que, al haber perdido de modo negligente más bosques que cualquier otra nación europea, los británicos suelen mostrar un interés proporcionalmente mayor por los árboles y los bosques que aún conservan. Los bosques, como las aguas, han sido víctimas de las autopistas y del mundo moderno, y han acabado por parecer el subconsciente del paisaje. Se han convertido en los guardianes de nuestros sueños, de la libertad emboscada, la niñez en el bosque, asilvestrada, de nuestros yoes, de Guillermo el Travieso y sus proscritos, de Richmal Crompton. Conservan la alegría de la Alegre Inglaterra, de los arcos hechos con una vara de tejo, de Robin Hood y su banda de forajidos. Pero también son los repositorios de historias antiguas, de los mitos islandeses de Ygdrasil, el Árbol de la Vida; de la «Batalla de los árboles», de Robert Graves; y de los mitos de La rama dorada, de sir James Frazer. Los enemigos del bosque son siempre los enemigos de la cultura y de la humanidad.

Diarios del bosque es la búsqueda de esa magia residual de los árboles y los bosques que todavía nos toca muy cerca de la superficie de nuestra vida cotidiana.

Los seres humanos dependemos de los árboles tanto como de los ríos y del mar. Nuestra estrecha relación con los árboles es física además de cultural y espiritual: es, literalmente, un intercambio de dióxido de carbono por oxígeno. En el interior de un bosque, caminas sobre algo muy parecido al lecho marino, levantas la vista hacia el dosel de hojas como si fuese la superficie del agua, los haces de luz solar que filtrados descienden y lo motean todo. Los bosques poseen una riqueza ecológica propia y unos pueblos propios, los habitantes del bosque, que viven y trabajan en ellos y en torno a ellos. Un árbol es un río de savia; a través de las raíces que serpentean bajo el agua como anémonas marinas, el sauce desmochado en uno de los extremos del foso en el que nado en Suffolk absorbe a diario litros y litros de agua hasta la punta de las hojas de sus ramas más altas; liberada en forma de vapor al aire estival, el agua asciende invisible para unirse a las nubes y a las gotas de lluvia que al caer forman las ondas que serán cada anillo del tronco.

[1]. Wood significa «madera», pero también «bosque». Greenwood sería algo así como «bosque florecido», un bosque en verano. Es, además, el decorado tradicional de la leyenda de Robin Hood. (Todas las notas son del traductor.)

PRIMERA PARTE

RAÍCES

PERMANENCIA

Mientras a mi alrededor el resto del mundo jugaba al juego de la silla, yo he permanecido en la misma casa más de media vida. No es que no me guste deambular, pero, por algún motivo, me resulta más sencillo, en mi despreocupación, saber que este lugar está aquí, que es un punto fijo. Me ubica, como los amantes de Donne son las puntas gemelas de un compás en su poema «Una despedida, aciago llanto»:

Tu firmeza cierra mi círculo con precisión,

Y me ayuda a acabar donde empecé.

Las aventuras de mi familia materna, los Wood, nueve en total, eran mis cuentos de antes de dormir. Mi madre nunca me leía, sino que me contaba las muchas historias de la tribu Wood. Crecí dentro de una tradición estrictamente oral de un folklore de cosecha propia protagonizado casi en su totalidad por los hermanos de mi madre. La abuela Jones, galesa; el abuelo Wood, de pelo plateado, con una sola mano, la izquierda, y un garfio de acero por diestra; dos tíos apuestos y cuatro tías. Para mantener la tradición silvana, mis abuelos bautizaron a dos de ellas Ivy Wood y Violet Wood. Mi madre siempre agradeció que nadie propusiera Primrose.[2]

Llevo grabada la historia de la familia Wood en mi interior, al igual que la memoria y la historia están grabadas en la madera de la Granja del Nogal. Cada poste y cada viga tiene su propio relato y hubo un tiempo en que crecieron a su aire. Si seccionarais cualquiera de las vigas, el dendrocronólogo que examinara los patrones de sus anillos anuales revelaría el momento exacto en que brotó de la bellota o del tronco podado, y el momento exacto en que la cortaron.

La casa se encuentra a cincuenta y tres vertiginosos metros del nivel del mar, suficiente para que mi huerto se vuelva islote cuando las promesas de riadas se cumplen. Aunque ya quedo aislado en parte por un foso y un estanque redondo para el ganado que ocupa parte del terreno comunal: uno de los veinticuatro que lo rodean en hilera, conectados por un antiguo sistema de fosos y represas. Las bardas desmadradas que rodean mis cuatro prados conforman un adarve necesario contra los vientos que cruzan las amplias llanuras de trigales más allá. Han sorteado las zanjas y creado un mundo secreto de túneles de hojarasca mohosa y helechos. También hay un boscaje, y una antigua cañada que flanquea las tierras por el oeste.

Todo esto se extiende a orillas de un gran mar interior de hierba ondulante que crece como la marea hacia julio, cuando se cosecha el heno, hasta ocultar la granja de mi vecino al otro lado. Es el pasto comunal más grande de Suffolk, se expande casi dos kilómetros al oeste de aquí. Así pues, aunque quede a cuarenta kilómetros en dirección este, en Walberswick, puedo disfrutar de algunos de los placeres de vivir junto al mar: los cielos amplios y abiertos, las puestas de sol impresionantes. En Suffolk también tenemos montañas ensoñadas: los volcánicos cúmulos de nubes en época de cosecha.

¿Por qué llevo tanto tiempo aquí? No por haber nacido, ni por tener raíces en Suffolk, sino por la cantidad de trabajo duro y la historia acumulada. La mía, quiero decir, mezclada con la de mis seres queridos. Durante tres años, enseñé inglés en el antiguo colegio de Diss, eché aún más raíces entre los estudiantes y las familias de la zona y nos hicimos amigos. No hay un modo más íntimo de conocer a tus vecinos que dando clase a sus hijos. También estaban las ferias de Barsham y el Waveney Clarion, el periódico local del valle del Waveney, que ayudé a redactar, planificar y distribuir, como hizo toda la familia numerosa de cuasi hippies que éramos, entre Diss, Bungay, Beccles y Lowesoft. La cultura rural que construimos juntos durante las décadas de los setenta y los ochenta, fundada con solidez sobre los valores del Whole Earth Catalog, los Amigos de la Tierra, Cottage Economy, de Cobbett, y The Fat of the Land, de John Seymour,[3] atrajo a los primeros inmigrantes que pretendían establecerse en Suffolk —carpinteros en ciernes, pequeños granjeros, músicos, poetas, peones y gente que conducía coches familiares Morris Minor con bastidor de madera— y nos puso a trabajar juntos en la construcción de lo que, durante una época dorada, se convirtió en la gran tradición de las ferias de Suffolk: capitales efímeras, oníricas y de chozas gitanescas en campos llenos de gente. Repito, fue el trabajo —creativo, valeroso, imaginativo, pero a la vez duro, físico, manual— lo que nos unió. Y también el riesgo como experiencia compartida: nunca sabías cuándo iba a hacer mal tiempo o si alguien aparecería en tu puerta dispuesto a pagar por algo. El papel de la danza y la música fue fundamental. Teníamos a nuestros Bob Dylan y a nuestros Willie Nelson, y cantidad de bandas tradicionales que le daban al violín en los salones de actos de las aldeas los viernes por la noche.

Cuando la encontré, en 1969, la casa estaba en ruinas. Advertí una chimenea que descollaba entre las copas de los árboles de un bosquecillo de fresnos, arces, avellanos, saúcos, endrinos, hiedra y zarzales, y lo que quedaba de un huerto de frutales con nogales, ciruelos y manzanos. Como el resto de lugareños, Arthur Cousins, el propietario, pensó que la casa se había escondido para echarse a morir con discreción, como un gato viejo. Vivía al otro lado de los campos, en Cowpasture Farm, con sus hijas Beryl y Precious, criaba cerdos en la planta baja del viejo caserón y gallinas en la de arriba. El tejado era un mosaico de hierros corrugados medio sueltos, y lo que quedaba del techado de paja estaba empapado, compostado, tan verde por la hierba y el musgo que podría haber sido una turbera. Me encantan las ruinas porque logran hacer lo único a lo que todo lo demás aspira eternamente: regresar a la tierra, fundirse de nuevo con el paisaje. Y, aunque hace mucho que me mudé, la naturaleza se ha negado a renunciar al antiguo derecho de paso que ostenta sobre la casa.

Durante varias semanas, hice la corte a Arthur en Cowpasture Farm y al final accedió a venderme la casa y las casi cinco hectáreas. Acabamos por hacernos grandes amigos e incluso compartíamos a Heather, la vaca de la familia, una Guernsey de ojos grandes, que ordeñábamos por turnos. Arthur pertenecía a la última generación de hombres de Suffolk que criaban caballos. Había trabajado casi toda su vida como transportista de madera con su recia cuadrilla de caballos y carretas, recorriendo los caminos entre Norwich e Ipswich, acarreando madera desde los bosques hasta los aserraderos, los almacenes madereros y los distribuidores. Trabajó mucho, ahorró y se compró la granja antes de la guerra, cuando la tierra era barata. Todavía colgaba piedras brujas, la versión mineral de Suffolk contra el mal de ojo, en sus establos y cuadras para ahuyentar las pesadillas que pudieran inquietar a sus animales mientras dormían en sus cuadras. Fue mi tutor de economía doméstica, saber pecuario y política aldeana.

Poco a poco, desnudé la casa hasta dejarla en su armazón de roble, castaño y fresno, la reparé con maderos de roble que recogí del granero que uno de los granjeros de la zona había demolido. Viví una temporada en la trasera de una furgoneta Volkswagen, luego hice vivac junto a la gran chimenea central y dormí pegado al fuego con dos gatos por toda compañía. El hogar se convirtió en el lugar más sagrado y numinoso de la casa. Se halla en el centro y es la única parte que sigue abierta a los cielos. En primavera, me mudé al piso de arriba con la sensación de estar en una casa en un árbol; mientras reparaba las vigas vistas, dormía encaramado bajo las estrellas y con un lienzo por techo. Las tórtolas que se posaban en el fresno a la altura de mis ojos no tardaron en habituarse a mí. Tenía la sensación, como la tengo ahora, de que el árbol era el guardián de la casa, que se combaba sobre el tejado en una suerte de abrazo, y me enfrenté con uñas y dientes al inspector de urbanismo del ayuntamiento para conservarlo.

Me vi tal como, en mi interior, me veo ahora: enamorado de la ruina que era la casa y, por tanto, incomodado en parte con mi papel de sanador. Me gustaba el modo en que los muros de zarzo y barro, que el sol horneaba como si de galletas se tratase, estaban llenos de cráteres en la cara sur, como troneras de una ciudad yemení, por los panales de abejas o avisperos solitarios. Apreciaba los inquisitivos estolones de la hiedra que asomaban la cabeza a través de las grietas de las ventanas podridas, nubladas de verde por las algas, surcadas por caracoles aventureros. Daba la bienvenida a los gorriones y los estorninos que trasteaban en el techado o bajo la chapa y a los murciélagos que más tarde revolotearon por entre las vigas vistas tapadas con lona mientras yo me adormilaba en la cama, con las extremidades doloridas tras un largo día de trabajo. Quería reparar los muros, pero, al mismo tiempo, dar vía libre a la fauna que se negaba a reconocerlos. De alguna manera, gracias a la suma de ineficiencias menores de una casa con armazón de madera hecho a mano, lo conseguí.

Al haber dado forma o reparado personalmente todas y cada una, he acabado por trabar la mayor de las intimidades con las vigas, los listones y las junturas de la casa. Puede que incluso me haya ganado algún tipo de parentesco con la gente que, unos veinte años antes de que Shakespeare naciera, construyó la casa y, seguramente, excavó el foso. El descubrimiento de las inscripciones codificadas de los carpinteros en las vigas y la tarima del suelo fue como hallar un manuscrito perdido. Las grabaron cuando el roble y el castaño todavía estaban verdes y la casa, en el taller de los carpinteros, no era sino una construcción prefabricada en forma de kit o algo así, lista para ser transportada al lugar y levantada, muro a muro, con la fuerza combinada de decenas de lugareños. Las proporciones generales, medidas en metros y centímetros, imprimieron en mí la naturaleza orgánica de la estructura en su totalidad. El tamaño de cada habitación, y de la casa entera, se basó en el tamaño natural de los árboles disponibles. En Suffolk, las casas como la mía suelen rondar los cinco metros y medio de ancho, porque ese suele ser más o menos el límite de crecimiento recto del tronco de un roble joven con el grosor adecuado para la elaboración de travesaños grandes de veinte centímetros por dieciocho. Los graneros más amplios suelen tener seis metros y medio de ancho, con un maderamen ligeramente más grande. El alzado tiene también la altura de un árbol; la idea era seleccionar los árboles o las ramas podadas con la sección transversal más o menos adecuada, de tal forma que pudieran alisarse a escuadra con la azuela y el mínimo esfuerzo.

He aquí el recuento de vigas de mi casa. Cocina: cuarenta y cuatro. Salón: cincuenta. Estudio: treinta y dos. Descansillo, baño y estudio de arriba: veintidós. Habitación pequeña: veintitrés. Habitación grande: setenta y dos. Total: doscientas cuarenta y tres. Si, además, hay treinta vigas ocultas en la cocina, y también cincuenta y pico travesaños, el total es de trescientas veintitrés vigas. De modo que para construir esta casa se tumbaron unos trescientos árboles: un bosque pequeño. Cuatrocientos años después, gran parte de la madera conserva la corteza, y hay savia aquí y allá. La madera siempre se trabajaba en verde, cuando estaba inmadura y era más fácil de cortar, barrenar o darle forma a las junturas. Una vez ensambladas en el armazón, la madera se secaba poco a poco in situ, y a menudo se torcía o se combaba durante el proceso y creaba esas ondulaciones gráciles tan características de las casas antiguas. Una de las cosas más tristes que pueden verse en Suffolk hoy en día es la cantidad de estupendas casas antiguas de madera que los constructores han enderezado. La última generación de constructores de Suffolk conocía bien las casas viejas, las entendía como estructuras no solo construidas sino ingeniadas. Con una evolución más que con un diseño, la intención es que el armazón de madera asiente sobre el cambiante mar de arcilla de Suffolk como un barco panza arriba y surque el movimiento constante de la tierra.

[2]. Ivy es «hiedra»; violet, «violeta»; primrose, «prímula».

[3]. Whole Earth Catalog era una revista contracultural publicada en Estados Unidos entre 1968 y 1972 que incluía artículos sobre vida autosuficiente, bricolaje o educación alternativa, además de reseñas de ropa, herramientas o semillas. Cottage Economy, de 1821, facilita instrucciones prácticas para, por ejemplo, hacer pan, cerveza o cuidar el ganado. En The Fat of the Land, publicado en 1961, John Seymour detalla los retos y los logros de la vida autosuficiente con su familia.

HABILITAR COBERTIZOS: LA ACAMPADA

Tengo debilidad por los cobertizos y las casetas de toda clase, sin duda una herencia de la choza que mi padre nos construyó a mí y a mi familia animal al fondo del jardín cuando tenía unos seis años. A Thoreau le habría gustado el nombre que le pusimos: «Cosy Cabin»,[4] estampado en un letrero de latón en el dintel de la puerta. Pasaba horas allí conversando con los huéspedes: un grupo de escarabajos o de cochinillas en cajas de cerillas, conejos, cobayas, ratones blancos y sapos, todos agradecidos por tener un techo sobre sus cabezas. En verano, además, me dejaban dormir allí. Con razón decíamos que era acogedora. Más tarde, se mudó allí un cuervo, y varias palomas caseras. Mi padre, que tenía su propio cobertizo en el huerto, solía tomar prestada una frase de William Cobbett sobre las palomas: «Tienen una actitud interesante: sirven para deleitar a los niños y para inculcarles el hábitotemprano de tratar con cariño a los animales y ser conscientes de su valor, cosa que, como a menudo he tenido que señalar, es de gran importancia».

Hoy, mi cabaña acogedora es una caseta de pastor al socaire de una barda de Suffolk que mira al sur y a un fresno grande a un campo de distancia de mi casa. Posada sobre ruedas de hierro, está forrada con tableros de pino de veta fina que los años del humo que rezuma la estufa han manchado de un intenso color miel ambarino. Donde suelo trabajar solo hay una silla y una mesa, lámparas de aceite y velas, cortinas desvaídas por el sol y una cama de madera con espacio debajo, donde los perros y los corderos huérfanos se acurrucaban en su día y poco a poco calentaban el duermevela del pastor. La caseta tiene tejado abovedado de chapa y techo de madera, así que, cuando llueve, el navío entero resuena con el tamborileo. Si aun así duermes toda la noche, todavía puede despertarte temprano el estrépito de las urracas por el tejado corrugado como si tocaran una de esas tablas de lavar de Nueva Orleans, o algún herrerillo maleducado y escandaloso que inspecciona los aleros. En el otro extremo del campo está la cabaña que le construí a mi hijo. Me gusta pensar que siempre será así: ciudades futuras de chozas sin licencia que se extenderán por todo el país generación tras generación.

28 DE MAYO

Tumbarse en la cama en la caseta de pastor es una experiencia extracorpórea durante la cual quedas suspendido a casi dos metros por encima del calado de una embarcación de madera, con la mirada perdida en el casco de madera y el trazado de su quilla. Todo está boca abajo, desde luego, pero el interior es hasta tal punto otro mundo que todo es posible. Diriges la mirada más allá de la puerta abierta hacia el burbujeo de una estela de perifollos verdes y las profundidades frondosas de una barda en mayo. Si levantas la cara hacia una claraboya podrás contemplar cómo las aguas verdosas de Cowpasture Meadow vienen a tu encuentro mientras cruzas la calma chicha de un Sargazos de ranúnculos en charcos perezosos, o navegas hacia el fanal de una orquídea solitaria.

13 DE JUNIO

Anoche dormí en la caseta de pastor después de un baño crepuscular en el foso, que empieza a ocupar el verdín, bajo una luna casi llena. Brillaba tanto que apenas podía decirse que estuviese oscuro. A las cuatro menos diez me despertaron los brincos de una curruca capirotada por el tejado de chapa, que se animó luego con el más exquisito de los gorjeos, al principio como solista a la tenue luz de la madrugada, pero muy pronto con el acompañamiento de otros pájaros. Se dejaba el corazón en el canto, moviéndose de vez en cuando por el tejado entre fraseos y cadencias hacia un nuevo puesto de observación, y se elevó finalmente hasta el fresno que se comba sobre la caseta y el estanque de al lado. En la caseta se oye todo: el ladrido de los zorros camino abajo, a veces incluso los pisotones de los conejos contra el suelo con sus patas traseras. A eso de las cuatro y veinte, me apoyé sobre un codo y aparté unos centímetros la cortina para observar el prado. Charcos amarillos de ranúnculos, y aquí y allá una orquídea piramidal, o un parche exuberante, fucsia intenso, de flor del cuco, los pétalos enormes apiñados y escalonados como en las tartas nupciales. Un cuervo volaba en círculos amplios por encima del pasto, ascendió abruptamente y descendió luego planeando por puro placer.

Me amodorré hasta dormirme, pero me desperté cuando toda la caseta retumbó y se sacudió con violencia, luego oí un fuerte ruido de arañazos. Por un momento, pensé que un gato debía de haberse colado de algún modo por alguna ventana abierta y que se había subido a la cama. Entonces, al mirar por la ventana un tanto alarmado, vi de qué se trataba: una hembra de corzo se estaba frotando contra una de las esquinas de la caseta, a escasos centímetros de mi almohada. Un clamor de pezuñas cuando ella y otras dos se alejaron dando brincos por entre el heno crecido. Los trinos eran ya demasiado sonoros como para dormir, así que crucé el rocío en dirección a la casa para desayunar.

10 de DE AGOSTO

Estoy tumbado en la caseta de pastor en una cama de madera bajo un techo de tablones, como una tienda de campaña hecha de pino, entre paredes forradas de pino, machihembrado en horizontal. Donde un clavo la ha atravesado, la madera, de un ámbar intenso, ha exudado una mancha negra y herrumbrosa que ha chorreado por el veteado hasta difuminarse, como si la madera o la carreta en sí viajaran a gran velocidad. Un picapinos grazna al otro lado del campo. Una avispa tantea el cristal de la ventana, zigzaguea por encima de la cama y al fin sale tambaleante al exterior. La puerta abierta enmarca un muro de verdor: la barda de majuelo, arce y endrino, las varitas colgantes de un fresno, ortigas, las flores gráciles de las hierbas. Todo se estremece en la brisa cálida. Motas de polvo parpadean a la deriva en la luz de la ventana. En el rincón opuesto, el tiro de acero inoxidable se eleva desde la herrumbrosa estufita como un renuevo. Pasado el umbral está la rinconera de maderos de pino que encontré en la basura y ensamblé como pude, y que contiene mantas y whisky Bushmills para las noches frías. Las vacas se han pasado toda la noche mugiendo al otro lado del terreno comunal. Puede que vaya a cambiar el tiempo. Me duermo sepultado en pino.

¿Por qué duermo fuera? Por el sonido azaroso de las gotas de lluvia que caen de los arces o los fresnos sobre el tejado del vagón, o los brincos de un pájaro en el fieltro húmedo del tejado, o los redobles de alguna ramita en el tiro de acero de la estufa. Fuera, oigo el bostezo del viento a lo largo de Cowpasture Lane, me siento en contacto con los elementos como nunca me sucede dentro.

En una ocasión, mientras dormía en Burgate Wood, en el islote fosado del antiguo caserón, pegué la mejilla al suelo y a la fría hiedra rastrera. Al cerrar los ojos, vi las profundidades ocultas del bosque: el mundo de las raíces. De camino allí, mientras me abría paso entre los árboles, me lo había imaginado perpendicular, pero esto cambió cuando me tumbé y me adentré en aquel mundo subterráneo. Se trata de la parte del bosque que solo se revela tras una gran tormenta, cuando los árboles se han volcado y las raíces sobresalen de repente hacia arriba, aferradas a la tierra y las piedras. ¿Qué profundidad alcanzan las raíces?

También tengo un vagón, que hace un año remolqué hasta uno de mis campos. Trabajar o dormir en el vagón es como haber emprendido un viaje. Un fresno que crece justo detrás acaricia el tejado y con sus ramas entona melodías en el tiro de la estufa cada vez que sopla el viento. Viento que sacude la pesada puerta corredera y se cuela por las ranuras entre los tablones. Toda la estructura es de madera: un armazón de roble enderezado con lengüetas y escuadras de hierro atornilladas, y con unas paredes dobles de robustos tablones de pino, todos asegurados con tornillos, dispuestos en horizontal por dentro y en vertical por fuera para proteger mejor de la lluvia. El tejado es de roble, en bóveda de cañón, con un entablado por encima y una capa de fieltro embreado en lo alto. Cuando lo compré, el vagón no tenía suelo, así que le hice uno de madera, y para evitar la humedad lo aislé por debajo con tela asfáltica.

Dentro del vagón hay tanto espacio que se podría vivir allí sin problema. Tiene algo más de diez metros cuadrados, y tres generosos metros hasta el techo. En cada extremo, una ventanita de un metro cuadrado en el rincón se abre empujando hacia arriba un postigo de madera que se apoya en un palo. El vagón está tan sumergido en la inmensidad del soto que la luz que se filtra es verde puro. El interior está pintado en crema, y la puerta corredera da al sur. Abierta alcanza casi dos metros de ancho, de modo que entra muchísima luz, reflejada en el heno cobrizo y medio seco del prado. Frente a la entrada hay una estufa de hierro fundido Tortoise con un tiro de acero inoxidable que sube por dentro del vagón y lo calienta en invierno. Cuando la estufa arde a máxima potencia, el metal al rojo a veces resplandece en la oscuridad, y el paso y la oxidación de los gases calientes lo bruñe con un arcoíris de azules y rojos. Fuera, en el tejado, remata el tiro un garboso sombrero acerado de chino para que no entre la lluvia. Uno de los extremos del vagón lo ocupa en su mayoría una cama de madera; el cabecero y los pies los rescaté en mal estado en los almacenes de subastas de Diss y los reparé. Cuando enciendo las velas de las tres lámparas marroquíes, pienso en lo que me dijo el artista Roger Ackling, citando a Thoreau: «La electricidad mata la oscuridad. La luz de las velas la ilumina».

En el abrazo cálido de la madera del vagón, siempre duermo ocho horas seguidas, como un gato. Casi parece que en efecto me meciera y me arrullara el ritmo de sus ruedas durante un viaje en el Correo nocturno. ¿Por qué resulta tan reconfortante estar rodeado de madera? ¿Es una suerte de caja de orgón reichiana? ¿O es solo una cuestión de feng shui, de orientar la cama en la dirección correcta para que el sueño sea profundo? Lo más probable, creo, es que el acto simbólico de dejar en la casa los objetos mundanos, recorrer casi cien metros del sendero que zigzaguea por un prado de heno y subir a bordo del desordenado vagón, zambullirse en el aire purificado por las hojas de una barda sublevada de Suffolk, me calma y me induce al sueño. Es una versión de la naturaleza, y siempre un regreso: cada cabaña es una versión de todas las cabañas, guaridas, nidos y casas en árboles. Dejo la puerta abierta con una única cortina ondeante que evita que las palomillas se acerquen a las lámparas.

19 DE AGOSTO

Dormido en el vagón. «¿Tiene billete?», dijo A, cuando eché a andar por el prado. Hace mucho viento, que con las ramas de los fresnos azota el tiro de la estufa, y entona con él una melodía. El viento genera un sonido de sosiego al que estoy bastante acostumbrado, como los crujidos de un barco de madera, de modo que, en realidad, me ayuda a dormir. Si saliera de noche al prado oscuro, sería fácil confundir el contorno del nogal joven con un ciervo.

20 DE AGOSTO

He colgado en la puerta abierta del vagón una cortina de algodón pálido y el sol se filtra a través de ella. Por las mañanas, me quedo en la cama y veo el espectáculo de sombras chinescas de los insectos. Anoche, los búhos hicieron sonar sus frías notas de oboe a lo largo de las bardas. Qué notas tan sosegadas las suyas para unas aves tan asesinas. Los búhos y la luna trabajan codo con codo; son cómplices en las matanzas de topillos y musarañas. Escucho tumbado el musarañicidio nocturno en el prado y a lo largo del sendero.

Parece que de norte a sur duermo mejor. «Les habían negado la hospitalidad del buen sueño», dice Saint-Exupéry en Tierra de hombres. Todas las camas de la casa están orientadas de este a oeste, pero las del vagón y la caseta de pastor lo están de norte a sur. Aunque dormir a medio campo de distancia de la casa, arropado por una barda, con una puerta abierta que da al prado del sur, y con aire fresco nocturno en abundancia debe de aumentar mucho, sin duda, las posibilidades de dormir bien. Cerrar la puerta a todos los quehaceres diurnos de la casa, y con tan poco en la caseta que estorbe los pensamientos: tan solo unas alfombras, una estufa, una cama, una mesa y una silla.

Hay más verdad en una acampada que en una casa. Las leyes urbanísticas no tienen que inquietar al constructor improvisado ya que, de todas formas, las estructuras temporales son más hermosas, y no hace falta pedir licencia. Hay más verdad en una acampada porque es esa la posición en la que nos encontramos. La casa representa cómo nos gustaría ser y estar en la tierra: permanentes, enraizados, eternamente aquí. Pero la acampada representa la verdadera realidad de las cosas: solo estamos de paso.

[4]. Algo así como «La cabaña acogedora».

ESTUDIO

Juro que en mi estudio hay un tritón cantarín. Por lo general, se arranca a cantar sobre las diez de la noche y, al parecer, vive en algún lugar cercano a la estufa de leña, seguramente detrás de la repisa. Su canto es un chirrido estridente similar al del mecanismo de un reloj al que le faltaran unas gotas de aceite. Lo he oído antes de surgir de las profundidades de los desagües, o de las arquetas en lo más profundo de las cañerías. En una ocasión, seguí el canto lastimero de un tritón que no paraba de oír en el jardín hasta el fondo encharcado de una tubería soterrada en la hierba con una llave de paso por debajo. Me tumbé y metí el brazo tanto como pude y en efecto logré capturar al pequeño cantante, un tritón común, que liberé en el jardín. Sin embargo, varias noches más tarde, regresó a su empantanado estudio, a practicar sus escalas. El canto del tritón debe considerarse uno de los más sutiles y desconocidos de la naturaleza, muy próximo al ideal de algunas escuelas modernas de composición: el silencio absoluto.

Trabajar en el estudio y hacer pausas regulares para echar otro leño a la estufa es como trabajar en una locomotora de vapor. Soy el fogonero, en tándem con mi otro yo, el maquinista. He ahí el placer de la madera: te calienta varias veces. Primero cuando la talas, luego al acarrearla hasta la pila de troncos y después cuando la troceas en leños. Más tarde, te calienta otra vez cuando la acarreas y llenas la leñera hasta el techo con sauce y fresno, y de nuevo cuando la metes en una carretilla para amontonarla al lado de la estufa. Luego, por fin, el calor último delante del fuego, el clímax y la conclusión de todo el ejercicio, la suma de muchísimo trabajo, muchísimas horas perdido en tus pensamientos.

Fabricar el escritorio nuevo bajo la ventana del estudio, mirar al sur hacia el foso al otro lado del jardín. Se activan el perfeccionismo y el mismo criterio autocrítico que ponemos en la escritura. Hago una escuadra de tejo para fijarla al poste de la pared de roble y sujetar la parte superior, un tablero de pino Oregón de veta fina, y un esmerado marco inferior de madera a modo de bastidor. Relleno algunas vetas agrietadas con masilla, la aliso y con cuidado la tiño de azul pálido usando un delicado pincel de acuarela. Ahueco uno de los agujeros donde antes hubo un perno para encajar un guijarro redondo y liso de las Hébridas, como una piedra de curling en miniatura. Es una especie de cuenta de rosario.

En un lado de mi escritorio descansa el buje laminado de la hélice de madera de un aeroplano antiguo. Es un objeto hermoso e inmenso, con las dos aspas forradas en lino amputadas por la base. Está elaborado con mimo a partir de diez planchas de nogal de treinta centímetros de ancho y dos centímetros de grosor, encoladas y sujetadas en tornillos de banco. La encontré hace años en una subasta rural en Norfolk y enseguida me recordó a la Venus de Milo por su forma deliberadamente incompleta, por la manera en que sus brazos imaginarios amputados la transforman en algo escultórico. No fui el único embelesado por su misterio aquel día, y recuerdo cómo aguanté el tipo mientras el precio empezaba a dispararse. Tenía talladas cuatro líneas codificadas en mayúsculas donde la madera se arqueaba hacia la hendidura convexa entre ambas aspas. Puse encima una hoja de papel e hice un calco con un lápiz 4B. Decían:

LUCIFER

DRG P3153

DIA 7-9

PIT 5-5

Descifrado, significa que la hélice fue diseñada para uno de los motores aeronáuticos del Lucifer de Bristol Aircraft, y que, por tanto, se fabricó en torno a 1925 o poco después. DRG representa el número de plano del diseño original de la hélice y DIA es el diámetro de la hélice: siete pies y nueve pulgadas. PIT es pitch, el número de grados que se han girado las aspas con respecto al alineamiento recto.

En mi escritorio, utilizo el musculoso buje de hélice como sujetalibros. Contiene historias que jamás conoceré. Es de la época de Antoine de Saint-Exupéry, cuando cada vuelo era una aventura, y puede que, en su largo sueño, reviva la euforia giratoria de una vida aérea, como un gato que sueña que se persigue la cola.

Me siento a mi escritorio en una silla Windsor de olmo con respaldo en semicírculo. El asiento es un cuadrado de cincuenta por cincuenta, cortado de una única plancha de tres centímetros y medio de grosor, con las esquinas elegantemente redondeadas, y es lo bastante macizo como para tener ancladas las patas de haya además de los ocho barrotes torneados a mano que sostienen los brazos y el respaldo en arco. Es probable que ronde los cien años, y el asiento, desbastado con azuela y moldeado con raedera, se ha desgastado y pulido con sutileza tras generaciones de posaderas inquietas, que lo han dejado mucho más cómodo. Su diseño es del todo tradicional, aunque la infinidad de variaciones en cada componente artesanal otorga a cada silla su individualidad y una suerte de informalidad íntima que jamás se habrían logrado con las técnicas de producción en masa. Lo más probable es que sus componentes de haya los tornearan artesanos[5] que trabajaban al aire libre en tornos de pedal para madera en los escarpados hangares de las colinas Chilterns que dominan High Wycombe. Al igual que el buje de olmo de una carretilla o la quilla de olmo de un barco de madera, el asiento de olmo es lo que mantiene la unidad de la silla. Parece que el olmo es siempre el eje de las cosas. Cuando repican las campanas de la torre de la iglesia, se balancean de enormes listones de olmo.

Pertenezco a una generación que creció entre olmos. El gran árbol al fondo de nuestro jardín trasero era un olmo, y llegué a conocer cada grieta del entramado de su corteza. De niño, incluso intenté talarlo, a fuerza de hachazos contra una muesca diminuta durante lo que parecieron varios años, y apenas le hice marca alguna, mientras mis padres miraban a otro lado con benevolencia. El árbol era uno de los olmos y los robles de una larga calle en curva, plantados casi con toda seguridad en el siglo XVIII, que bordeaban el perímetro del viejo Pinner Park lo bastante cerca unos de otros como para que las ardillas no pisaran el suelo. De camino al colegio, pasaba en bicicleta por Long Elms, otra avenida de olmos del siglo XVIII situada en el viejo barrio de Chantry, que conducía a Hatch End.

Mi colegio estaba en Hatch End, a las afueras de Pinner, y allí fue donde un niño llamado George Porges me dio mis primeros luciones. Porges había llegado a nuestra clase con un trimestre de retraso, así que en lo social partía con desventaja. Se propuso crearse un mito desde el primer día y nos enseñó una cicatriz de bala en la espalda que tenía, según nos explicó, desde que la policía fronteriza le disparó mientras huía de su país natal, Checoslovaquia. Hablaba un inglés intachable, sin ningún acento, y a estas alturas estoy convencido de que la cicatriz era una marca de nacimiento.

Porges vivía a varios kilómetros en la línea Piccadilly, en Rayners Lane, donde había una confluencia de líneas de metro con una isla triangular de hierba alta y zarzales entre ellas. En nuestras mentes infantiles, llegó a parecerse a Checoslovaquia, rodeada por todas partes por un Telón de Acero de raíles electrificados. Porges decía que de allí sacaba los luciones. Solo él podía capturarlos mediante expediciones a vida o muerte más allá de los raíles. Porges lo sabía todo sobre el concepto mercantil de valor añadido. Los reptiles se codiciaban tanto que Porges estaba dispuesto a pagar por ellos el más alto de los precios. En nuestra imaginación, la isla de Rayners Lane se convirtió en unas Galápagos, aislada del resto del barrio por el Escila y el Caribdis de los raíles electrificados y el guardia ferroviario, que imponía castigos inenarrables si antes no acababas frito.

Así pues, arrebatados a la muerte delante de sus mismas narices por el heroico Porges, parecía que los cuerpos metálicos de los propios luciones estuviesen cargados de electricidad, se arqueaban cuando los tocabas, y toda la clase se moría de envidia. Tenían el glamour macabro de las mambas negras, pero sin ningún riesgo. Después del recreo, todos corrían a sentarse al lado de Porges, y la gran mayoría también queríamos sus luciones. Exigía precios escandalosos. Una y otra vez organizábamos cónclaves secretos para idear modos de cruzar los raíles electrificados con varios pares de botas de agua puestas, un vadeador y guantes de goma, pero eran puras bravuconerías.

Porges nos tenía hipnotizados, y, en nuestras ansias, todos estábamos empezando a perder la concentración. Para colmo, yo tenía problemas en casa: mis ratones blancos. Se duplicaban casi a diario, y se formaba cola delante de la rueda. Como quien no quiere la cosa, mencioné a Porges que igual ponía uno o dos ratones a la venta. Para mi sorpresa, picó el anzuelo y me ofreció sus reptiles, pero les puso un precio de dos cifras en roedores. A mí me pareció perfecto, pero, a los siete años, el colegio ya me había enseñado a no entregar los ratones sin poner cara de pena.

Nuestra clase bien podría haber sido un pub del East End por todos los tejemanejes que nos traíamos. Otro niño, Smith, ofrecía al mejor postor un hacha de piedra que según él era un arma mortífera de los indios mohicanos cuyo filo había sido impregnado con veneno de serpiente de cascabel. Solo rozarlo podía suponer una muerte lenta y dolorosa. Una vez más, con mi liquidez secreta gracias a los ratones, me hice con el hacha. El caso es que aquella hacha fue la primera herramienta de mi propiedad, y al parecer también fue de las primeras que utilizó el Homo sapiens. Como reliquia de una Edad de Piedra propia, siempre ha sido más un amuleto que algo a lo que dar un uso práctico, salvo como reserva monetaria de colegial. Todavía la tengo en mi escritorio, y aún no me ha matado.

Fuera de mi estudio, a las tres en punto de la tarde, las hormigas han formado enjambres: las reinas jóvenes trepaban a las briznas de hierba y echaban a volar, y su escolta de agitadas obreras se dispersaba en todas direcciones. Una tarde cálida, húmeda.

Las reinas vírgenes vuelan en dirección suroeste, las obreras corren de acá para allá como controladores aéreos, y urgen a las nerviosas princesas a que emprendan un vuelo inestable. Las aúpan hasta una pequeña planta de perifollo para ganar altura adicional y despegar desde la vertiginosa elevación.

Miro una de las fotografías en blanco y negro que embellecen la pared de mi estudio. Ahí está mi yo joven, con zapatillas de deporte, pantalón corto color caqui y un cinturón elástico con la hebilla en forma de serpiente, de pie al lado de un burro en Campsite Track. Tengo en la mano mi cazamariposas como una bandera de señalización y llevo una mochila, seguramente llena de tarros de conservación, echada al hombro. Campsite Track era el camino que cruzaba el brezal hasta nuestras tiendas, cobijadas y ocultas dentro de una serie de hondonadas en un conjunto de dunas de grava coronadas con tojo y que dominaban un desmonte de la vía del tren a Bournemouth.

Ese fue mi primer contacto con el parque nacional New Forest, adonde regresé varias veces de acampada en Beaulieu Road durante las vacaciones escolares con la clase de Botánica y Zoología del último curso de secundaria y con nuestro profesor de Biología, Barry Goater, que era la primera vez que trabajaba como maestro y dirigía el departamento de Biología del colegio. Barry, lepidopterólogo formidable, ornitólogo y naturalista todoterreno, nos contagió a todos su entusiasmo desatado.

Aunque lo negaría con modestia, Barry Goater fue el precursor de un experimento educativo extraordinario. En un rincón tranquilo de New Forest, levantó un campamento con sus alumnos de Biología para el estudio detallado y el cartografiado de la historia natural de una parte del bosque maduro, la ciénaga y el brezal que rodean Beaulieu Road. El campamento se convirtió en toda una institución en nuestro colegio, en el relativamente desarbolado barrio de Cricklewood. Para cada generación de naturalistas del último curso de secundaria, devino tradición regresar una y otra vez a saborear por nosotros mismos el placer embriagador de la exploración y el descubrimiento en plena naturaleza. Todos teníamos un proyecto personal, un campo, en sentido literal, de investigación, y el trabajo que hacíamos era verdaderamente original. Aprendimos disciplinas científicas como la botánica, la zoología y la ecología, y manteníamos los ojos bien abiertos como naturalistas todoterreno. Lo que descubríamos era específico de la zona y, lo mejor de todo, nos pertenecía.

Beaulieu Road era nuestra América, éramos pioneros, y el mapa que con entusiasmo dibujábamos y refinábamos por medio de adiciones paulatinas de observaciones personales representaba no solo la compleja ecología natural del espacio, sino también una cooperación ambiciosa y enteramente novedosa entre varias generaciones de botánicos y zoólogos del último curso de secundaria de nuestro colegio. A través de nuestros esfuerzos acumulativos, estábamos cartografiando las relaciones entre las plantas y los animales del lugar. Pero los registros que llevábamos eran además un testimonio de nuestras relaciones humanas en cuanto naturalistas, botánicos y zoólogos. Estábamos aprendiendo de primera mano cómo la exploración y el estudio pueden, con el tiempo, evolucionar y progresar gracias a la cooperación y el libre intercambio de ideas. No es de extrañar que la experiencia tuviese una influencia tan profunda en nuestras vidas. En el transcurso de un total de veinticuatro campamentos de abril de 1955 a la primavera de 1961, todo lo que descubrimos o registramos quedó recogido en dos extraordinarios volúmenes conocidos como los Tomos de Beaulieu.

Como en Golondrinas y amazonas, de Arthur Ransome,en el Bevis, de Richard Jefferies, en los relatos antárticos de Shackleton o en el diario de cualquier explorador, nos lanzamos a nombrar con entusiasmo en nuestros mapas artesanales todas las características topográficas de nuestros nidales silvestres de Beaulieu Road. De las más de cuarenta mil hectáreas que hoy conforman New Forest, el territorio de agua, ciénaga, brezal seco y bosque que elegimos abarcaba apenas cinco kilómetros por tres y medio escasos al norte y al sur de la carretera entre Lyndhurst y Beaulieu. Adoptábamos, o adaptábamos, con naturalidad los nombres antiguos allá donde los hubiera, y nos los inventábamos si no existían. Recogíamos agua con gorros de lona verde de un manantial bajo el terraplén de las vías al que conocíamos sencillamente como el Manantial, o el Manantial del Campamento. Más allá, en un valle suave al otro lado de Black Down, se encuentra el nacimiento del río Beaulieu, en la confluencia de su cabecera arbolada, los arroyos Matley y Deerlap y un afluente del Matley. Helechos, hepáticas y musgos interesantes crecían debajo del puente del Matley donde el agua pasaba bajo las vías del tren, y pradales de verdor se extendían a lo largo de las riberas del riachuelo. Pradales es el término en New Forest para las franjas de hierba que encuentras en los claros del bosque y paralelas a las riberas, segadas al ras por ciervos, conejos y ponis.

Cerca de Station Heath se encontraba el cenagoso Valle de las Gencianas, con sus gencianas de turbera, y el Primer Cenagal, nevado con las coronas esponjosas de los algodonales. Más allá, estaba la expansión inmensa del Segundo Cenagal, perfumado de noche por los arbustos de mirto de Brabante y limitado por un antiguo banco de tierra, la represa del Obispo de Winchester, que nosotros conocíamos como la Hondonada del Obispo de Winchester. Al sur de la represa se encontraba Woodfidley, repleto de viejos robledales, acebedas y hayedos, y fritillarias en sus soleados carriles: unas espesuras parecidas al bosque maduro de El viento en los sauces, digna de respeto en la oscuridad. Al oeste estaban las profundidades sombrías del bosque Denny Wood. Al otro lado de la vía, cruzado el puente Botrychium (así llamado por la lunaria menor [Botrychium lunaria] que crecía en la ribera cercana) y el efluente del Segundo Cenagal, estaba el misterioso Gran Cenagal, donde las agachadizas iban tan pegadas al suelo que podían salir disparadas como metralla de debajo de tus suelas. El puente, bautizado así por los helechos que crecían en él, se habría llamado puente Lunaria de no haber sido por la preferencia de nuestro mentor por la exactitud linneana[6] en detrimento de la poesía. El puente Ceterach, a poco más de tres kilómetros al norte en Matley Wood, se llamó así por otro helecho, la doradilla, descubierto y registrado en los Tomos en agosto de 1958 por un colegial naturalista llamado George Peterken. La contribución de Peterken se titula «Distribución de los helechos en los puentes ferroviarios» y recoge los setecientos treinta y cinco helechos de siete especies distintas que, según halló, crecían en o alrededor de los once puentes de Beaulieu Road aquel verano.

También desarrollamos nuestra propia jerga para algunas de las plantas y de los animales de Beaulieu. A las orugas con rayas color crema de la polilla de escoba, la Uresiphita reversalis, que vivían en los arbustos junto a nuestras tiendas, siempre las llamamos «orugas de Bournemouth Belle», por los vagones uniformados en marrón y crema del famoso tren a vapor que cruzaba a diario el desmonte junto a nuestro campamento.

A lo largo de los años, de manera gradual, de campamento en campamento, varias generaciones de estudiantes de último curso de secundaria escribieron un relato de la Historia Natural de Beaulieu Road, incluida una flora que listaba trescientas cincuenta y tres especies de flores, más de cien musgos, veintiuna hepáticas y los setecientos treinta y cinco helechos de Peterken. Llegábamos en tren desde Waterloo, cargados con los equipos de acampada, guías de campo, cazamariposas y tarros, a la estación que apenas era un apeadero en lo más profundo del bosque. Por lo general, los campistas sumábamos entre diez y veinte, cada uno trabaja en un campo de estudio concreto y cada mañana salíamos a explorar el territorio, a menudo cargados con nuestras gruesas copias de Flora de las islas británicas, de Chapham, Tutin y Warburg. Los artículos eruditos se escribían y presentaban junto a las hogueras del campamento o en el bar del Beaulieu Road Hotel, los hallazgos se distribuían para su inspección y los descubrimientos de cada día se anotaban en los Tomos. Algunos eran lo suficientemente importantes para aparecer en publicaciones de más alcance. B. Fitzgerald encontró un tipo raro de flor de cuco que crecía en Shatterford Bottom, junto a las vías del tren. No tenía órganos sexuales, ni estambres ni carpelos, solo pétalos, así que únicamente podía multiplicarse por reproducción vegetativa. El dibujo que el colegial botánico hizo de la planta y su flor estéril acabó publicado en las revistas naturalistas de Hampshire y de la Sociedad Botánica de las islas británicas.

No tardamos en pillar las técnicas estándar del estudio ecológico, plantábamos marcos de treinta por treinta por el brezal o el lecho del bosque y anotábamos la variedad y la cantidad de especies que incluyeran. Durante el cartografiado del Primer Cenagal en septiembre de 1960, nos pasamos días vadeando o chapoteando para contar plantas, blandiendo nuestros marcos transectos como artistas abstractos del LandArt. Barry Goater no faltaba a su insistencia en que la observación detenida, que a menudo implicaba pasarse horas contando y registrando pacientemente, era el cimiento de toda ciencia seria y de los auténticos descubrimientos. Todo le despertaba una curiosidad insaciable: trepar a los árboles para inspeccionar nidos de pájaros, levantarse al alba para comprobar la trampa para polillas que montaba con una lámpara de queroseno o liderar patrullas nocturnas a través del brezal con antorchas y cazamariposas en ristre para atrapar polillas y orugas. Gran parte del trabajo requería un esfuerzo físico considerable, y Barry, que corría en el Shaftesbury Harriers[7] y había sido campeón de media milla en las Fuerzas Armadas durante el servicio militar, parecía tener energía ilimitada.

Algunos de nuestros proyectos, tal y como se recogieron en los Tomos, se leen casi como los relatos que Swift hace en Los viajes de Gulliver sobre los experimentos que los científicos llevan a cabo en Laputa: «Llevaba ocho años metido en un proyecto para la extracción de rayos de sol de los pepinos, que irían a introducirse en frascos cerrados herméticamente y liberarse para calentar el aire durante los veranos crudos e inclementes». Mirábamos por un microscopio e identificábamos las siete especies de ácaro parásito en el nido de un mirlo, realizábamos un censo de las sanguijuelas locales y un análisis paciente de las comunidades de plantas en bostas de poni. El detonante de uno de los famosos proyectos de investigación en Beaulieu fue que alguien abrió casualmente varios tegumentos de aulaga (Genista anglica) que crecían en el Brezal de la Acequia y descubrió que un gorgojo oculto en el interior estaba devorando las semillas. Llevamos a toda prisa uno de los especímenes a R. T. Thompson, el especialista en gorgojos del Museo de Historia Natural, donde fue identificado como Apion genistae. El misterio residía en que, por fuera, los tegumentos infectados parecían haberse desarrollado perfectamente y no mostraban signos de perforación. Cómo había acabado dentro el gorgojo era un misterio. Se inició una gran operación de conteo de tegumentos de aulagas y, de los mil seiscientos sesenta y ocho tegumentos que los tenaces detectives infantiles abrimos, más de la mitad habían sufrido los ataques del gorgojo. Alrededor de la quinta parte de los tegumentos infectados también contenían las larvas de una avispita chalcidoidea, la Spintherus leguminium, que parasitaban a los desventurados gorgojos. El gorgojo se comía la semilla y la avispa se comía al gorgojo: los tegumentos parecían muñecas rusas.

Otro de nuestros experimentos laputianos se centró en los establos de ponis a lo largo de la carretera desde el pequeño apeadero campestre y el remoto Beaulieu Road Hotel, donde comprábamos nuestros víveres de alta cocina: alubias, pan, beicon, huevos, tomates y barritas Mars. Tres veces al año, a finales de verano y de otoño, los campesinos arreaban a los recios ponis salvajes y sus potrillos por todo New Forest y los conducían a los establos de Beaulieu Road para subastarlos. Las ventas de ponis se celebran en agosto, septiembre y octubre. Durante el resto del año, los establos cercados con tablones y el podio del subastador en el centro estaban desiertos.

Un año, en abril, Stephen Waters, el experto residente del campamento en musgos y hepáticas, descubrió dentro de los establos cantidades enormes de cola de ratón, Myosurus minimus, el miembro más pequeño de la familia de los ranúnculos. Es una planta escasa, un hallazgo emocionante allá donde se dé, pero, por algún motivo, el único lugar del bosque donde crecía era allí; ni siquiera un poco más allá de los rediles. Llegado septiembre del mismo año, no quedaba rastro de la planta, pero en la primavera del año siguiente apareció de nuevo con idéntica profusión.