Días de ira - Jorge Volpi - E-Book

Días de ira E-Book

Jorge Volpi

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Beschreibung

Con la precisión y la sensualidad del cuento, pero también con el aliento épico de una novela, las tres historias que forman este volumen se sitúan en esa tierra de nadie imprecisa, sorprendente e incluso difícil de limitar que Jorge Volpi ha bautizado como "la media distancia", un género único, con sus propias leyes, tradiciones, oficiantes y enemigos. A pesar del oscuro silencio, El juego del Apocalipsis y el relato que da título a este libro, Días de ira, se encuentran sin lugar a dudas entre lo mejor de la producción de su autor, demostrando, con esta personal y fascinante manera de escribir narrativa breve, que se puede tener al mismo tiempo la paciencia del novelista y la agilidad del escritor de cuentos, para terminar firmando "poemas sinfónicos en un solo movimiento", en los que resistencia y velocidad van unidos de la mano.

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Jorge Volpi

Días de ira

Jorge Volpi, Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie

Primera edición digital: mayo de 2016

ISBN epub: 978-84-8393-549-1

© Jorge Volpi 2011

© De la ilustración de cubierta: Steve Belkowitz

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

Voces / Literatura 146

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

Elogio de la media distancia

Jorge Volpi

Un corredor aspira a la velocidad o a la resistencia. Al maratón o a los 100 metros. ¿Por qué nadie desea emular, en cambio, a quienes han dominado los 1000 o los 5000 metros planos?

En literatura, uno recuerda de inmediato en los grandes maratonistas: Cervantes, Balzac, Tolstói, Dostoievski, Proust, Mann. O a los velocistas más intrépidos: Chéjov, Hemingway, Carver, Borges, Cortázar. La media distancia, en cambio, se olvida o menosprecia, aunque enormes maratonistas y velocistas, en un momento u otro, la hayan ensayado.

El primer problema es onomástico. Si uno imagina una novela, dibuja en su mente un volumen dotado con un lomo considerable: dos o tres centímetros al menos. Si uno piensa, por otro lado, en un cuento o un relato, se despliegan en la imaginación diez o quince páginas. En español no existe un nombre preciso para las piezas narrativas que oscilan entre estos dos extremos. ¿Cómo amar, pues, algo que ni siquiera tiene nombre?

¿Qué tan largo puede ser un cuento o un relato? Cuarenta, acaso cincuenta páginas como máximo. ¿Y qué tan corta puede ser una novela? Siendo benévolos, no menos de ochenta. ¿Qué hacer entonces con ese espacio que oscila entre las cincuenta y las ochenta cuartillas? Por lo general, fingir que no existe algo semejante.

¿Novela corta? ¿Cuento largo? Ninguna de las dos expresiones resulta apropiada: es como si quisiéramos definir una cosa a partir de sus defectos.

En otros idiomas tampoco contamos con términos precisos. En inglés, short novel no resuelve el acertijo. ¿Long short-story? Peor aún.

Se suele utilizar, en varias partes, la expresión francesa nouvelle. El problema es que, en la lengua de Molière, una nouvelle en realidad equivale a un relato. Francia cuenta, eso sí, con otro término: récit. Imposible, por desgracia, traducirlo.

En italiano, la novella designaba justo a este género intermedio entre el racconto y el romanzo. Y así pasó originalmente al castellano: ese es el sentido que le daba Cervantes a sus novelas ejemplares. Pero el término fue pronto expropiado como sinónimo de novela larga. Y nos quedamos huérfanos.

Hay quien ha querido introducir, en nuestro idioma, la palabra noveleta. Desde luego, sin fortuna. Una novela que no alcanzó la madurez. Un feto prematuro.

Ni siquiera vale la pena hablar de novelita.

La media distancia es percibida, pues, como un monstruo. Una criatura deforme e innominada. Una aberración de la naturaleza. Un bicho con pies y cabeza, pero sin tronco. Un engendro que merecería ser exterminado o enviado al exilio.

En otro sentido, la media distancia luce como un híbrido. Un territorio intermedio, fronterizo, difuso. Tierra de nadie.

La media distancia no es un «cuento largo»: un cuento largo es, casi siempre, un mal cuento. Si se aspira a rebasar las cuarenta o cincuenta páginas, es porque la trama rompe ya con unidad que persiguen los cuentistas.

La media distancia tampoco es una «novela corta»: una novela corta es, casi siempre, una historia larga que ha sufrido una amputación o una herida. Si se quiere escribir una novela de menos de ochenta páginas, se ha de renunciar a la extrema libertad del novelista.

¿El secreto de la media distancia? Exceder los límites del cuento, pero manteniendo una drástica concentración del material narrativo frente a la ausencia de límites de la novela.

Una novela (larga) se distingue por su profusión de historias y sujetos; un cuento o un relato (cortos), por la concentración de su trama y sus contados moradores. Como el cuento o el relato, la media distancia privilegia la fuerza de la anécdota; y, como la novela, se permite desarrollar con profundidad unos cuantos personajes (nunca demasiados).

Yo tampoco sé cómo llamar a la media distancia narrativa. Y, sin embargo, sé reconocerla de inmediato. Es un género único, preciso, con sus propias leyes, tradiciones, oficiantes y enemigos.

Si un cuento es una dictadura, una novela es la anarquía. La media distancia se parece, entonces, a la democracia (o a la oligarquía): un mundo con pocas leyes que, sin embargo, se respetan.

¿El vaso medio vacío o medio lleno? Falso dilema: no es cuestión de perspectiva. La media distancia exige un profundo conocimiento de las escasas –pero severas– normas que la rigen. El exceso de contención la arruina. Y el libertinaje la conduce al fracaso.

Resistencia y velocidad unidas: el corredor de media distancia. En literatura, lo mismo: paciencia de novelista y agilidad de cuentacuentos.

El tamaño sí importa: una narración, si es demasiado corta, decepciona; y, si es demasiado larga, resulta dolorosa (o aburrida).

La media distancia es propia de equilibristas: el pecado es resbalar hacia uno u otro lado.

Practican la media distancia los hermafroditas: disfrutan por igual de la sensualidad de la prosa (propia del relato) y de la solidez de los personajes (propia de la novela).

Una novela se lee a lo largo de varios días o incluso semanas; un cuento, en una sentada. El tiempo ideal para la media distancia sería un día completo, con sus merecidas pausas.

Ni una ópera ni una bagatela para piano: un poema sinfónico en un solo movimiento (cuarenta y cinco minutos como máximo).

¿Todo se resume a una mezquina medición? Por supuesto que no. Pero resulta imposible –o insensato– resumir Guerra y paz o extender «Continuidad de los parques» para que alcancen a tener cincuenta o sesenta páginas.

Una novela es un árbol, cuyas ramas se bifurcan y se multiplican en miles o millones de hojas. Un cuento, una flor que brota y se marchita en lo que dura un parpadeo. La media distancia, un pequeño arbusto coronado poblado con varias flores diminutas.

Si una narración concentra su trama y reduce su número de personajes, pero posee el aliento épico de una novela, podríamos considerarla de media distancia así tenga veinte o treinta páginas. Ese «aliento épico», casi inaprensible, convierte un cuento en otra cosa.

¿Pedro Páramo es una novela o eso que he llamado media distancia? ¿Y Aura es un cuento o, de nuevo, algo distinto? En mi opinión, ambos son ejemplos supremos de la media distancia, aunque la obra de Rulfo se aproxime más a la novela y la de Fuentes al cuento.

Entre el catálogo de obras maestras de la media distancia: La muerte de Iván Íllich, El alienista, Los papeles de Aspern, Bartelby, el escribiente, El retrato de Dorian Gray, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Los muertos, La metamorfosis, Muerte en Venecia, Los cachorros, Crónica de una muerte anunciada. Una breve muestra de su diversidad y su riqueza.

Aspirar, en conclusión, no cartografiar una nación ni un continente, pero tampoco una colonia o un barrio: una ciudad. Una ciudad pequeña, que se pueda recorrer a pie o en bicicleta. Donde tal vez uno no conozca a todo el mundo, pero donde es posible distinguir, aquí y allá, ciertos rasgos conocidos.

A pesar del oscuro silencio

 

 

Primera obra. La seña de una mano

 

 

Despierto en mí lo que he sido

para ser silencio y nada.

Cuesta

 

1

 

Se llamaba Jorge, como yo, y por eso su vida me duele dos veces. Aún no lo conocía, jamás había visto un retrato suyo y apenas ojeado alguno de sus poemas, pero al saber cómo había muerto –una anécdota trivial en los escombros de una conversación distante– tuve una imagen precisa de su rostro, sus manos y su tormento. Mientras oía los restos de la charla y mis pupilas vagaban entre el humo de los cigarrillos, lo miré nítidamente, o mejor: miré a través de él, en su habitación, a dos hombres de blanco aguardándolo con impaciencia. Dos individuos de cera, de gestos tan opacos como sus voluntades, sentados en un raído sofá; frente a ellos, a contraluz, el delgado cuerpo del poeta, sobrio y liviano como una plegaria. Yo observaba sus dedos danzando con lentitud y escuchaba su voz –no, el eco de su voz– pidiéndoles, valga la paradoja, un poco de tiempo: necesita arreglarse y terminar un trabajo que todavía le preocupa.

Los enfermeros le dicen que está bien, que tiene diez minutos, y que no intente nada (como si le quedaran fuerzas para escapar); luego permanecen inmóviles, contemplan cuadros y repisas, libros viejos y el polvo, atrapados en la mirada de ese fantasma caído a pedazos. Diez minutos: suficientes para preparar diez muertes distintas o malgastar nueve intentos y aprovechar el último. Titubeante, el poeta entra al cuarto de baño y le pone el seguro a la puerta; ellos advierten el murmullo de la clavija, despreocupados, presos en el tiempo sin tiempo de esa tarde única, el vacío que separa los instantes.

Adentro, el poeta admira su doble en el espejo: bajo sus pestañas, bajo el párpado destruido en su mejilla izquierda, los estragos del cansancio; está sucio y tiene barba de varios días. Su expresión, sin embargo, no es de miedo sino de resignación. Ante su dolor pasa su vida entera inscrita en un relámpago.

Tiene ganas de llorar. En una esquina del lavabo descansa la navaja; en la otra, el jabón espumoso y una brocha despeinada. Lo atrae la hoja de acero con su resplandor de lluvia. La toma y sin dudarlo, con un movimiento seco, se la lleva al cuello desnudo. ¿Por qué no de una vez? ¿Por qué no acabar definitivamente con la angustia y la memoria, con su imagen? Bastaría aumentar la presión y olvidarse del pánico y del frío de una tajada. En unos segundos todo estaría consumado para siempre. No le falta valor, le sobra tristeza. Los esbirros que lo esperan –que le permitieron, desobedeciendo órdenes, meterse al baño– carecen de culpa; no son ellos quienes deben pagar por su sangre, y menos cuando no está lista para ser derramada. Algo más valioso que el suicidio lo retiene y lo serena. Es consecuente: en lugar de matarse se afeita con precisión de artesano. Después se enjuga la cara, se lava, se acicala y se abotona la camisa. Luego sale como si ningún pensamiento hubiese surcado su mente.

Entonces vuelve a suplicarles a los celadores unos momentos todavía: debe concluir su obra antes de aceptar los abismos de la desesperación. Los enfermeros, fascinados con su tono, la firmeza del pedido y la sensación de asistir a un inefable sacrificio, acceden sumisos. Se juegan el puesto, su negligencia rompe todas las reglas, pero son incapaces de resistir, los ha vencido el horror al absoluto. Congelados por la inminencia, se sientan con los cerebros en blanco. El reloj marca la hora en punto y su tictac se desvanece.

Ansioso, el poeta se acerca a la desvencijada cómoda que posee a un lado de la cama, saca la libreta de un cajón y arranca tres hojas. La luz comienza a desaparecer: en la habitación solo unos cuantos destellos naranjas y morados atrapan la silueta de una pluma sobre las colchas. Apoyado en lo alto del mueble, el poeta se concentra en la blancura de las tres páginas; ahí están los vestigios de sus fantasías, sus murmullos, misterios y opacas tranquilidades: la fugaz memoria que lo forma. En la libreta vierte las minúsculas gotas de tinta que poco a poco se transforman en los últimos versos de un poema, el Canto a un dios mineral, la obsesión de su vida.

Ese es el fruto que del tiempo es dueño, escribe para concluir su creación y su existencia. Tres estrofas, dieciocho escuetas líneas borroneadas antes de ingresar al manicomio. Cada palabra, cuidadosamente destilada, arde más que una herida; en ella –un límite cercano al precipicio– ha depositado su lucidez y su llanto, sus únicas armas: su confesión y testamento. Luego del punto final, con la misma calma, con igual orgullo, se deja conducir por aquellos hombres; sabe que no son ellos quienes lo secuestran, que está más allá de cualquier prisión. Así cierra su destino. Apenas unos días después se emascula y finalmente se suicida durante una interminable madrugada de agosto.

La historia, prendida al vuelo en una conversación trivial, entonces me envolvió de inmediato, me desquició con la violencia de sus figuras y la acidez de su sentido. ¿Quién era el poeta? ¿Quién era, pues, Jorge Cuesta? Prófugo del humo de los cigarrillos y del vaho del alcohol, amagado en una discusión imposible, solo me quedaba el desasosiego de quien parte sin saber hacia dónde.

Pero se llamaba Jorge, como yo, y por eso su vida empezaba a dolerme dos veces.

 

 

2

 

Dejé de escribir tarde, como de costumbre; ni siquiera me afeité, tomé las llaves del coche y salí de la casa. Llegué a la sala de conciertos cuando ya estaba en penumbra. Los reflectores hacían aparecer a los músicos en el escenario, tensos, nerviosos.

Para alcanzar mi sitio tuve que distraer varios cuerpos que, levantándose o encogiéndose, resistían mi peso entre las butacas. Yo sabía que mi alboroto la turbaba, que la alejaba de la partitura y del chelo, obligándola a volver su mirada hacia la oscuridad, pero no me importó. Poco después su mano izquierda deslizaba el arco como si en ese gesto surgiera el mundo.

Cansado, convencido de que solo me quedaba esperar pacientemente el final, traté de concentrarme en el resplandor sepia de los instrumentos y la tensión de las cuerdas para evitar el vaivén de los sonidos, aunque el hastío resultara superior a mi voluntad. Al fin de un día terrible no estaba dispuesto a soportar una sesión expresamente diseñada para el tedio, un programa donde Schoenberg era lo más reconfortante y la noche se transfiguraba en pesadilla. Ni siquiera el rostro de Alma, desvanecido entre el vestido y el fondo negros, conseguía mantenerme despierto.

Me arrellané, incapaz de enfrentar el aburrimiento, muy lejos de ella. Sin embargo, en cuanto me aparté de las sombras de espectadores y ejecutantes mi angustia se retrajo. Casi por casualidad tropecé con la música que se desplazaba imperceptiblemente sobre mí. Schoenberg logró envolverme de pronto: lo seguía en el aire, completaba sus saltos y puentes, me sumergía en las líneas que trazaba en el espacio. Entonces, cuando empezaba a disfrutarla, cuando me había apropiado de ella, entendí que la música no existía en realidad. Modelada en el tiempo, el propio tiempo la destruye: cada frase, cada compás, cada nota se disuelve en su inmediatez. Me dolió pensar que solo la oscura mente de los hombres salva a la música del vacío. La música no es placer, sino el recuerdo inestable de un placer; poco nos importaría oírla, escucharla por un instante, si no tuviésemos conciencia de los segundos anteriores. Era apenas un juego de la memoria, una remembranza artera, como las estrellas que seguimos mirando a pesar de que explotaron hace millones de años.

El aplauso de un público indiferente me levantó del sopor y mis cavilaciones. Alma y sus compañeros salieron de escena por un segundo y regresaron entre palmadas que se dispersaban. Las luces se encendieron y pronto la sala quedó vacía.

Alma salió del camerino poco después; se había limpiado el maquillaje y soltado el cabello, cargaba al hombro el estuche con su instrumento. La besé resguardándome, tomé su chelo y caminamos hacia la salida en silencio.

Subimos al auto. Ella seguramente repasaba el concierto y se esforzaba en no reclamar mi intrusión y mi pobre interés. Siempre sucedía lo mismo: nunca buscábamos respuestas a las preguntas sin tregua del otro. Alma deseaba medir el profundo desánimo que la paralizaba, en cambio a mí eso no me incumbía. Empecinados en considerarnos únicos, nos negábamos al consuelo mutuo. Nuestro amor –si quedaba algo de él– de una conversación sin palabras se transformó en delirantes soliloquios.

Bajamos del coche, subimos las escaleras y entramos al departamento. Ninguno encendió las luces. Deseábamos dormir pero, más egoístas de lo que parecía, decidimos retenernos. Nos abandonamos como si quisiéramos escapar en vez de hallarnos y se nos concedieran diez últimos segundos antes de la destrucción: el deseo nos anuló a tal punto que por última ocasión estalló. Justo como las estrellas que miramos aunque ya no existan, vimos explotar nuestro amor a pesar de los años que llevaba agotado.

 

 

3

 

Lo veo tendido en la cama, demacrado y frágil, las manos escondidas bajo las sábanas, dulcemente apoyadas en el vientre. Parece una estatua comenzando a surgir del mármol del lecho, en todo caso un componente más del mobiliario de la habitación y no un ser vivo. Ni siquiera se nota cuando sus pulmones se hinchan o las alas de sus párpados caen por momentos. Sin embargo un brillo incierto escapa de su mirada, como si en ese cuerpo mutilado, roto, exánime todavía hubiese un residuo de paz, del fuego secreto que lo nutrió siempre.

A su alrededor la blancura es densa e infinita, de una pulcritud cegadora: suelo, techo, paredes no se diferencian en la intolerable luminosidad. Hasta la mínima sombra ha sido aniquilada, ningún rincón se ha dejado al alcance de las tinieblas. Los médicos le han prohibido el único descanso a que tiene derecho un hombre: el sueño.

El poeta se resiste y trata de olvidar, pero los reflectores, cuidadosamente dirigidos, se lo impiden; no sin ánimo de castigo se le ha condenado a la vigilia permanente. Es esta una buena imagen de la eternidad que tanto ha anhelado: no hay movimiento, tensión o flujo, el espacio mismo se disuelve en un espejo sin orillas. Sólo en un lugar así, fuera del mundo, puede permanecer una criatura incompleta, un monstruo asexuado por voluntad propia. El ambiente neutro está diseñado para su cuerpo neutro.

Hace apenas unas horas reposaba con aparente calma en casa de unos amigos en el Desierto de los Leones, donde fue conducido para recuperar la salud bajo una amable prisión. Se le cuidaba y atendía con esmero, con el temor y respeto que se guarda ante lo incomprensible. Todos pensaban que mejoraría con el viento frío y el bosque, pero ocurrió lo contrario: la presión en su cabeza se hizo insoportable, los recuerdos lo quebrantaban. No eran repentinas sus descargas de violencia pues emanaban de los pozos de su soledad; ya en alguna ocasión debió alejarse de su hijo para no amarlo y destruirlo en la explosión de su lujuria desbordada.

Tendido en la cama, demacrado y frágil, las manos escondidas bajo las sábanas, dulcemente apoyadas en el vientre, se halla en uno de los cuartos más apartados del sanatorio del doctor Lavista, en Tlalpan, rodeado de herrumbrosas quintas y huertos vacíos. Lo han traído nerviosos enfermeros que en su pánico no saben si desear su restablecimiento o su muerte ante la visión de sus órganos cercenados.

Pero, ¿qué piensa ahora que la fatalidad lo ha traspuesto? ¿Qué siente? ¿Vergüenza? ¿Dolor? ¿Miedo? Acaso un crudo remordimiento, vanamente dirigido, cuyo origen desconoce. En su rostro –imita la lividez de los ángeles– ya no se lee ninguna palabra, ninguna acusación, ningún rasgo humano. Se ha convertido en otra causa del silencio: imposible dar sentido a sus actos. Lo mejor es callar.

Se yergue con gran esfuerzo, se levanta y luego se hinca en el piso, junto a la ventana. De rodillas en el suelo, reúne las manos frente al tórax, bajo la barbilla, persiguiendo su fervor infantil. Por sus ojos cerrados desfilan los santos de las iglesias de Córdoba, el sobrecogimiento del cáliz, las lágrimas de la contrición. Imperceptiblemente, el claroscuro de las cúpulas y el fuego de la hostia se introducen en la celda con el perfume helado e incompleto de las ruinas. Pero no consigue siquiera una gota del llanto que lo conmovía entonces. En vez de una oración, un prolongado temblor acaricia sus labios sellados, una brisa lenta que no se transfigura en sonido. En cambio en su interior reza con auténtico celo aunque sus plegarias se estrellan contra el techo.

Señor, nuestro destino está escrito desde el principio, escribe en un trozo de papel dirigido a su hermana. Recuerda su mirada, y la ama con desesperación. Quiere aferrarse a esos ojos, salvarse con ellos. ¿Cómo hubiéramos podido negarnos a él? Sometidos a él estamos, y sin más abrigo que tu misericordia. Desea gritar pero su boca sabe a cenizas. Su piel exuda cada sílaba, cada letra: Oh Dios, nuestro señor, que quieras ampararnos con ella sin desamparar a ninguno de los que somos tus siervos.

¿Cuánto pasaría de hinojos, realizando una penitencia inútil y sorda? ¿Cuántos años en esa agonía? Su lenta respiración apaga el tiempo; la distancia entre inspiraciones y exhalaciones dilata los minutos. El pensamiento no está sometido al devenir.

Al fin se decide. De los otros cuartos se escuchan gritos que cimbran los muros. Voces incomprensibles, bestiales, la única porción de esas criaturas que escapa a la libertad. Le pesan los ruidos, desea que el silencio lo acompañe de una vez. Pero ni el dolor lejano lo conmueve: las sensaciones se han desvanecido. No siente ni recuerda ni sufre ni llora. Casi por instinto, por inercia, amarra algunas sábanas y se cuelga de la cabecera de la cama. El sabor que destila la tiniebla es el propio sentido que otros puebla y domina el futuro.

 

 

4

 

No podía dormir, la turbación era demasiado intensa. Me había sido mostrado el resplandor del cuerpo y a la vez su muerte inmediata. Fue el combate más intenso de nuestra vida porque ambos presentimos que era una última oportunidad. Tras un segundo, la milésima parte de un segundo, el placer se transformó en dolor. Mi deseo había sido retener la sensación, congelar el orgasmo con o a través de Alma: lo logré –eso creo– al menos por un instante. Lentamente el recuerdo se desvaneció hasta la incertidumbre: ¿en realidad existió? ¿En realidad vencí? ¿Cómo probarlo? Imposible estar seguro, la memoria fue el único testigo. El tiempo me arrebató la certeza: al gozo en que el instante se convierte solo le sobrevive la sed que lo desea; ninguna otra cosa queda de él sino su ausencia, la bizarra voluntad de recobrar lo perdido.

Alma durmió hasta las siete. Sus ojos enrojecidos apenas conservaban cierta belleza. Su gris perla oscilaba entre azul y verde según su temperamento: se oscurecían con el cansancio y la risa, ganaban luz con el llanto y la lujuria.

Durante dos años Alma vivió con un director de orquesta que la abandonó sin explicaciones. A diario analizaba, febril, los detalles de su relación para hallar, más que culpas, una respuesta. Nunca lo logró. En otro caso no se habría rendido, pero ante la incertidumbre era inútil cualquier tentación. Dejó su puesto en la orquesta e incluso pensó abandonar la música; la detuvo la angustia ante lo desconocido. Pero desde ese momento comenzó a tocar con el gesto devastado, como si pudiera desquitarse en la ausencia de palabras.

Entonces la conocí, y acepté que no me amaría como a él, que no estaba en ella escapar a su centinela. Mis celos, casi aplacados, se teñían de impotencia: odio por lo incontrolable, lo inservible, lo gratuito. Enloquecidos, atrapados en un limitado número de posibilidades, no dejamos de amar a personas equivocadas (yo a Alma, ella al director y quizá el director a otra mujer que podría amarme a mí). Pero preferimos soslayar la derrota sabiendo que es imposible sustraerse al delirio. Poco podíamos intentar para vencernos, nuestros mínimos esfuerzos convertidos en cenizas diarias. Sin hablar, sin pelear nunca, vivíamos existencias marcadas por los caracteres de la música y la literatura –mi inocua profesión– más que por nuestras voluntades. Nos reuníamos en las noches entre caricias vanas y un placer que se aparecía como obligación. Si no el amor –por lo demás cierto– al menos teníamos su opaca imagen en nuestros cuerpos.

El gozo se volvió absurdo sin importarme la correspondencia, el deber –hacia ella pero en especial hacia mi orgullo– o la responsabilidad. En lugar de dilatar la búsqueda del placer, el placer radicaba en la búsqueda constante, en el movimiento. No poseer el estallido, sino intuirlo. Porque a la postre solo queda la sed y el desengaño. A la postre la paulatina y fija intuición del placer no deja de ser placer, de ser nada.

 

 

5

 

Lentamente me dejé atrapar por la obra de Cuesta; conseguí sus poemas, alguna biografía y pregunté a mis amigos sobre él. Poco me dijeron. Un domingo, harto de nuestro desencanto, invité a Alma a visitar la tumba del poeta. Quería eliminar de una vez el doloroso sentido de tregua que mediaba entre nosotros y la idea me pareció bastante extraña para lograrlo. Brevemente le conté lo que ahora sabía de él, su muerte a manos de la literatura.

–Sí, al cementerio –le dije; su ademán no me hizo retroceder.

Al término de la comida –los alimentos resultaron menos amargos de lo que supuse– emprendimos la marcha hacia el Panteón Francés, Viaducto y Cuauhtémoc, a un lado del parque de béisbol. Cerca de las cinco de la tarde los últimos trazos de luz comenzaban a resbalar por las mohosas bardas del lugar. Frente a la desolada avenida la reja principal mostraba, Heureux qui meurt dans le Seigneur, sus guardianas vendedoras de flores, las traficantes de ese fugaz contacto entre vivos y muertos.

A pesar de mi deseo inicial de paz, me complacía la creciente irritación de Alma como si fuese una reprimenda a su vanidad. El cielo empezó a nublarse y una ráfaga nos golpeó.

–Nada más esto nos faltaba –dijo.

Me adelanté unos pasos hacia la administración, un hueco cuchitril verdoso en cuyo interior un hombre dormitaba sin pensar en el sueño de sus custodiados. Cuando Alma me alcanzó, el empleado había accedido por fin a mostrarme su catálogo, aunque me advirtió que no había oído hablar de ningún Jorge Cuesta y jamás había reparado en su sepultura. Revisamos las hojas amarillentas, impugnados por la mirada de Alma, en vano. Cuesta se negaba a compartir el espacio con aquellos hombres. Fastidiado, el sujeto aceptó llevarnos al este del cementerio, detrás de la iglesia, donde era probable que se encontrara el cuerpo de un suicida.

El aire se acercaba cada momento más a la tormenta y el improvisado guía nos indicó que estaban a punto de cerrar. No obstante, atravesamos una larga calzada de lápidas rotas, semienterradas, y esqueletos truncos; cristos y vírgenes nos seguían, atrapado su desencanto en la piedra blanca de la que habían sido arrancados. Éramos los únicos intrusos en esa isla a salvo de las horas; ni siquiera las aves osaban interrumpir la densa calma lluviosa.

A regañadientes, el cuidador nos dejó en una zona de monumentos bajos y cruces rotas a unos metros de la cerca que daba fin al panteón. Iniciamos la pesquisa pero de pronto Alma, inquieta, se dejó acorralar por sí misma.

–Estoy harta. Te espero afuera –dijo y se fue.