Diccionario de los lugares comunes - Gustave Flaubert - E-Book

Diccionario de los lugares comunes E-Book

Gustave Flaubert

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Beschreibung

"Excepción. Decir que confirma la regla. No arriesgarse a explicar cómo (…) Libro. Cualquiera que sea, siempre demasiado largo (…) Republicanos. No todos los republicanos son ladrones, pero todos los ladrones son republicanos." Diccionario de los lugares comunes: proyecto literario (concebido en 1847 y publicado póstumamente en 1911) en el cual Flaubert, mediante un agudo sentido del humor y una ironía incisiva, apelando a un caudal de citas famosas, frases hechas y pruebas (que demuestran lo contrario), despliega una crítica intensa a la mediocridad burguesa de su tiempo (y quizás del nuestro).

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Gustave Flaubert

Diccionario de los lugares comunes

Flaubert, Gustave

Diccionario de los lugares comunes. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2014. - (Trazos)

E-Book.

ISBN 978-987-599-378-5

1. litaratura universal.

CDD

Traducción: Alberto Ciria

Edición Original: Editorial Jorge Álvarez, 1966, Al Cuidado de Daniel Divinsky

Revisión: Lucas Bidon-Chanal / Ixgal

Ilustración De Tapa Y Contratapa: María Rabinovich

Diseñ: Verónica Feinmann

Título Original: Dictionnaire des idées reçues.

© Libros del Zorzal, 2006

Buenos Aires, Argentina

Este libro se realizó con el apoyo de la Dirección General de Industria, Comercio y Servicios de la Subsecretaría de Producción, G.C.B.A.

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de Diccionario de los lugares comunes, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Prólogo

Vox populi, vox Dei.

Sabiduría de las Naciones

Parece cierto que toda idea pública, toda convención recibida, es una tontería, porque la hace suya un número elevadísimo de personas.

Chamfort, Máximas

Gustave Flaubert (1821-1880) es suficientemente conocido como novelista y cultor de una prosa trabajada hasta el delirio, en la búsqueda de la palabra exacta que trasuntara el concepto justo, pensado cuidadosa, cartesianamente. Por eso no diré ni media palabra sobre la vida y la obra del francés que escribió Madame Bovary, Salambó, La educación sentimental, La tentación de San Antonio, Les Trois Contes y Bouvard y Pécuchet. Tampoco sobre el lugar que ocupa en el variado realismo de su patria en el siglo XIX, sus similitudes y diferencias con Balzac, Stendhal y Maupassant (“describirobservando” y “narrarparticipando”, en la terminología de Georg Lukács y Guido Aristarco). Para lo primero bastan las enciclopedias y las historias de la literatura. Para lo segundo, los trabajos críticos del húngaro y del italiano citados.

Este Diccionario de los lugares comunes (Dictionnaire des idées reçues) se mantiene hoy con independencia del Flaubert escritor de ficciones, de modo que en la ocasión resulta conveniente prescindir de introducciones generales y prólogos demorados.

Baste decir que el Diccionario era una idea que persiguió a Flaubert durante su vida útil de creador, e incluso en su niñez —apunta René Descharmes— el futuro artífice de Madame Bovary se sorprendía ante las simplezas y tonterías que desgranaba en su hogar una vieja amiga de la familia.

La nutrida correspondencia de Flaubert testimonia esa constante inquietud, y la importancia atribuida a proyecto semejante. El 4 de setiembre de 1850 escribe a su amigo Louis Bouilhet: “Este libro, introducido por un buen prefacio donde se indicaría que el trabajo se preparó con el propósito de vincular al público con la tradición, con el orden, con la convención general, y dispuesto de tal manera que el lector no termine de saber si uno se burla de él, o no, sería quizás una obra extraña y capaz de tener éxito, ya que asumiría una completa actualidad”.

El 17 de diciembre de 1852, en carta a su amiga Louise Colet, afirma: “He vuelto a rumiar una vieja idea, la de mi Dictionnare des idées reçues... El prefacio, sobre todo, me excita, y de la forma en que lo concibo (será un libro completo), ninguna ley podrá alcanzarme, aunque habré de atacarlo todo. Será la glorificación histórica de todo lo que se aprueba (...) En él se encontrará, entonces, por orden alfabético, sobre todos los temas posibles, todo lo que es necesario decir en sociedad para convertirse en una persona decente y amable”.

A George Sand, en 1871, le dice: “¿Se habrá terminado con la metafísica profunda y los lugares comunes? Todo el mal proviene de nuestra gigantesca ignorancia. Lo que debería estudiarse, se cree sin discusión. ¡En lugar de observar, se afirma!...”

Y en 1879, Flaubert le escribe a Raoul Duval: “... Me habla usted de la estupidez general, querido amigo, ¡y cuánto la conozco y la estudio! Ahí está el enemigo, e incluso no existe otro enemigo diferente. Me amargo muchísimo en la medida de mis posibilidades. La obra que preparo podría llevar como subtítulo Encyclopédie de la bêtise humaine. La empresa me agobia y mi tema me invade...”

Las transcriptas son apenas pocas muestras de la permanencia de esta idea en el cerebro del escritor. Flaubert nunca alcanzó a finalizar dicha tarea ambiciosa: desperdigada entre sus papeles, sus notas y archivos, quedó una cuarentena de hojas clasificadas por orden alfabético, bajo el título de Dictionnaire des idées reçues. En 1911 se publicaron tales inéditos por primera vez, como apéndice a la edición Conard de Bouvard y Pécuchet. Por lo general, se siguieron reproduciendo sucesivamente sin modificaciones. En 1961, gracias al hallazgo en la biblioteca de Ruán de nuevos manuscritos, las Editions Montaigne de París presentaron la versión más completa hasta la fecha de este Diccionario.

Sobre esta ultima edición se efectuó la presente traducción, teniendo en cuenta las siguientes pautas:

a) No se trataba de preparar un texto erudito, con notas y contranotas que abruman pero que nada dicen a los que están en la minucia (porque les huelen a arqueología o a compulsa apresurada de diccionarios)11.

b) Lo anterior justifica algunas omisiones motivadas por juegos de palabras de exclusivo significado en francés, o expresiones verbales de difícil cuando no imposible traslación al castellano, o vocablos hoy perimidos. Otras veces se prefirió dar el equivalente popular actual de la voz empleada por Flaubert, antes que su transcripción literal.

El Diccionario de los lugares comunes no deja de tener paralelos en la literatura universal, como el maravilloso Diccionario del diablo, del norteamericano Ambrose Bierce (primera ed. castellana, trad. de Rodolfo J. Walsh, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1965), y nada menos que James Joyce en su Ulises, de acuerdo con la autorizada opinión de Ezra Pound, recoge el mensaje flaubertiano al desnudar con agudeza la larga serie de lugares comunes de la lengua inglesa. Pero el valor de este Diccionario crece, si así puede decirse, en la medida del tiempo transcurrido desde la muerte física de su autor: estos clisés, estas “ideas recibidas”, estos lugares comunes de la burguesía francesa (y europea) que tan bien conoció y retrató Flaubert, se reflejan y en muchos casos se identifican con los estereotipos mentales y verbales de nuestras burguesías (y clases medias) locales. “Efecto de demostración”, dirían los economistas. Una rápida lectura de numerosos vocablos lo demostrará fácilmente.

El propio Flaubert no pudo escapar a su santa furia crítica. He escuchado infinidad de veces, al hablar de Madame Bovary, la obligada acotación: “Madame Bovary soy yo, como decía Flaubert”, en boca de quienes jamás soñaron con leer la novela. Ese nimio detalle de memoria, en cambio, sigue “quedando bien”. A contrapelo, y gracias a su personal e involuntario ejemplo, Gustave Flaubert tiene razón. Los lugares comunes crecen y constituyen un gran peligro para la inteligencia. Hay que continuar en la tarea de su desmistificación.

Alberto Ciria

a

Abelardo. Es inútil tener la más mínima idea acerca de su filosofía, e incluso conocer el título de sus obras. Hacer alusión discreta a la mutilación que Fulbert operó en él. Tumba de Eloísa y Abelardo: si se os demuestra que es falsa, exclamar: “¡Me quitáis mis ilusiones!”.

ABNEGACIÓN. Quejarse de que los demás no la posean. “Somos muy inferiores al perro en este aspecto.”

ABOGADOS. Demasiados abogados en la Cámara de Diputados. Tienen el juicio torcido. Decir de un abogado que habla mal: “Sí, pero sabe mucho Derecho”.

ABSALÓN. Si hubiera llevado peluca, Joab no habría podido matarlo. Nombre chistoso para darle a un amigo calvo.

ACADEMIA FRANCESA. Denigrarla, pero tratar de ingresar a ella si se puede.

ACCIDENTE. Siempre deplorable o molesto (como si alguna vez se debiera considerar una desgracia algo divertido...).

ACEITE DE OLIVA. Nunca es bueno. Hay que tener un amigo en Marsella para que os envíe un tonelito.

ACTRICES. La perdición de los hijos de buena familia. Son de una lubricidad pavorosa, se dedican a las orgías, derrochan millones, terminan en el hospital. ¡Perdón! ¡Hay algunas que son buenas madres de familia!

ADIOSES. Poner lágrimas en la voz al hablar de los adioses de Fontainebleau.

ADOLESCENTE. Siempre comenzar un discurso de entrega de premios por “Jóvenes adolescentes...” (lo que resulta un pleonasmo).

ADUANA. Uno debe rebelarse contra ella y defraudarla. (V. OFICINA DE CONSUMOS.)

ADULADOR. Nunca olvidar la cita: Détestables flatteurs, présent le plus funeste / Que puisse faire aux rois la colère céleste!2; o bien: Apprenez que tout flatteur / Vit aux dépens de celui qui l’écoute3. AFEITE. Estropea la piel.

AGENTE. Término lúbrico.

AGOTAMIENTO. Siempre prematuro.

AGRICULTURA. Una de las tetas del Estado (el Estado pertenece al género masculino, pero no importa). Se la debería estimular. Falta de brazos.

AGUA. El agua de París provoca cólicos. El agua de mar sostiene al nadador. El agua de Colonia huele bien.

AHORROS. (Caja de). Ocasión de robo para el servicio doméstico.

AIRE. Desconfiar siempre de las corrientes de aire. Invariablemente, el fondo del aire está en contradicción con la temperatura: si ésta es calurosa, el aire es frío, y viceversa.

AJEDREZ ( Juego de). Imagen de la táctica militar. Todos los grandes capitanes jugaban muy bien al ajedrez. Demasiado serio como juego, demasiado fútil como ciencia.

AJENJO. Veneno superviolento: un vaso y estáis muertos. Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Mata más soldados que los beduinos. AJO. Mata las lombrices intestinales y predispone a las luchas amorosas. Con él fueron frotados los labios de Enrique IV en el momento de venir al mundo. ALABASTRO. Sirve para describir las partes más hermosas del cuerpo de la mujer.

ALBARDA.