Doble cara y otros cuentos policíacos - Ana Teresa Molina Álvarez - E-Book

Doble cara y otros cuentos policíacos E-Book

Ana Teresa Molina Álvarez

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  • Herausgeber: RUTH
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

Presenta tres narraciones de corte policial, ubicadas en tres épocas históricas diferentes. La primera narración La colegiala, está inspirada en hechos reales y se desarrolla en el año 1960, poco tiempo después del triunfo de la Revolución. Una estudiante de un colegio de monjas del Vedado desaparece, luego de un encuentro con amistades en una tienda. Se sospecha que ha sido secuestrada y la policía busca indicios entre sus amigos más cercanos. El segundo cuento Hallazgo macabro está inspirado en un hecho real y se desarrolla durante el llamado Período Especial en los años noventa. En un trabajo voluntario, un grupo de estudiantes universitarios descubre unos restos humanos de dos años de antigüedad. La tercera narración se desarrolla en la época actual y refiere el proceso de desarticulación de una compleja red de tráfico de drogas destinadas al turismo internacional.

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Página legal

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO(Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org o entre la webwww.conlicencia.comEDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

 

Premio cuentos del concurso “Aniversario del Triunfo de la Revolución” del MININT, 2021.

Jurado: Pedro de la Hoz González

Iris E. Pérez Pedraza

Jesús Orta Pérez

Edición: Mónica Orges Robaina

Diseño de cubierta: Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas

Realización: Yunet Gutiérrez Fernández

© Ana T. Molina Álvarez, 2023

© Sobre la presente edición:

Editorial Capitán San Luis, 2023

ISBN: 9789592116351

Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana

Email: [email protected]

Web: www.capitansanluis.cu

https://www.facebook.com/editorialcapitansanluis

Sin la autorización previa de esta editorial, queda terminantemente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, incluido el diseño de cubierta, o su trasmisión de cualquier forma o por cualquier medio.

Índice de contenido
Página legal
La colegiala
La desaparición
Dos días después de la desaparición
Tres días después de la desaparición
Cuatro días después de la desaparición
Cinco días después de la desaparición
Seis días después de la desaparición
Más evidencias condenatorias
Haydee cuenta su historia
Muchos años después
Hallazgo macabro (Basado en un suceso real)
El descubrimiento
Las primeras posibles víctimas
A la caza de más indicios
Un estudio de los “posibles”
Los necesarios “refuerzos”
Preparando el cerco
Un elemento inesperado
Y pasaron varios días
Recuerdos inolvidables y… algo más
Dentro de la mente del asesino
René estaría feliz
Doble cara
Un crimen, un mensaje inconcluso
¿Quién era Hugo?
El Míster y el Musaraña
Un negocio exitoso
Comienza a vislumbrase una luz
Una misteriosa oficina
Un hecho inesperado
Hablan los mensajes de Hugo
La operación “Recogida de basura”
La madrugada del crimen
La última desinformación
Una deuda de honor
Datos del autor

A mis cuatro joyitas:

Sofía, Isabel, María Fernanda y Amalia.

Las amo mucho

La colegiala

La desaparición

Enero de 1960

La madre de Haydee estaba muy preocupada. Su hija había salido aquel sábado a practicar deportes con sus compañeras del colegio de monjas donde estudiaba y no había regresado, ya entrada la tarde. Se comunicó con las amigas de la joven y lo único que pudo averiguar fue que se habían ido, luego de la práctica deportiva, a merendar al Ten Cent de El Vedado, tal y como solían hacer cada sábado. Allí coincidieron con varios estudiantes del colegio La Salle1 y estuvieron escuchando música en el departamento de venta de discos de la tienda. Las muchachas se marcharon a sus casas y Haydee quedó en compañía de los jóvenes.

Una de las adolescentes, Virginia, contactó con uno de ellos, ya que eran vecinos del mismo reparto y averiguó que, al parecer, Haydee había salido hacia la puerta de la tienda y no se le vio más. Ellos se marcharon sin darle importancia al hecho y lo apreciaron como algo normal en ella.

Haydee era una muchacha alegre, bastante precoz para su edad. Sus padres le proporcionaban libertad y apenas controlaban sus movimientos, producto de que consideraban que así ganarían su cariño, ya que la joven había llegado a sus vidas cuando el matrimonio pensaba que no podrían tener hijos. Para ellos, su mundo era la hija y la consentían en todo; ella hacía lo que le daba la gana y manipulaba a sus padres hasta la saciedad a su antojo.

En el colegio de monjas, Haydee era motivo de la envidia de sus condiscípulas, por esa libertad de la que gozaba y que ellas no habían podido saborear debido al riguroso control de sus familias. Era la única de su grupo que iba a las fiestas sin chaperona y su conducta era siempre la comidilla de las madres acompañantes que se preocupaban por mantener alejadas a sus hijas de la joven en cuestión.

Haydee disfrutaba de todo aquello. Se regodeaba en los recreos de haber tenido muchos novios y experiencias sexuales, mientras las demás la observaban y deseaban, en sus adentros, haber podido coleccionar tantas vivencias en aspectos prohibitivos para ellas, aunque ello significara un escándalo familiar o, en caso extremo, la expulsión del colegio de monjas.

Pero ahora se desconocía el paradero de Haydee desde que salió del Ten Cent de El Vedado al filo del mediodía de aquel sábado. Llegó la noche y no daba señales de vida. Sus amigos no le dieron importancia al hecho, ya que acostumbraba a “cometer locuras” y luego aparecerse con una historia que era creída tan solo por sus padres, ya que los demás sabían de sus andanzas y no daban ningún crédito a sus argumentos.

Ya a la medianoche, Silvia, la madre de Haydee, decidió llamar a la policía para denunciar la desaparición de su hija. En la estación de la Policía Nacional Revolucionaria, PNR, se tomó nota del asunto y, al amanecer del domingo, el capitán Solís se personó en el domicilio de la joven para entrevistarse con sus padres. Estos le facilitaron una foto y, acto seguido, se dirigieron al colegio a pocas cuadras de allí, donde se celebraba la misa dominical, a fin de entrevistarse con las amigas que la vieron por última vez aquel sábado. Por tratarse de menores de edad, el oficial solicitó consentimiento a los padres que acompañaban a sus hijas aquel domingo y les informó que, si lo deseaban, podían estar presentes en las entrevistas. Todos estuvieron de acuerdo.

El encuentro tuvo lugar en la casa de Lourdes, una de las muchachas que estuvo con Haydee el sábado anterior. Su casa estaba a solo media cuadra del colegio. Declaró que se había ido casi enseguida y que allí habían quedado Virginia, Denia, Pilar y Haydee, según ella.

Al tocarle su turno a Virginia, esta declaró que se marchó poco después de Lourdes. El oficial le solicitó que dijera lo último que vio antes de marcharse de la tienda.

A Virginia le temblaba la voz, no sentía miedo del policía, sino de que algo malo le hubiera sucedido a su amiga. Declaró que ella había dejado a Haydee con el resto del grupito conversando y oyendo música; que se había marchado antes porque había prometido a su mamá estar en la casa antes del mediodía.

–Bien –continuó el oficial–, es decir que no viste nada extraño. Ahora dime algo, ¿otras veces habían coincidido con estos jóvenes en el Ten Cent?

Virginia miró a Denia y ambas respondieron afirmativamente. Denia, por su parte, tomó la palabra:

–Yo me fui después con Pilar. Haydee se quedó con ellos.

Virginia dio los nombres de los jóvenes que estaban con ellas. Eran vecinos del mismo barrio. El capitán tomó nota y prosiguió con las preguntas.

–Ahora bien, quiero que ambas sean sinceras con nosotros. Nada de lo que ustedes nos digan saldrá de aquí, ni lo sabrá la mamá de Haydee, pero es un dato que nos hace falta para poder investigar: ¿Haydee les contó de algún novio o enamorado que tuviera fuera del grupo, ese, que estuvo con ustedes ayer?

Las muchachas se sorprendieron con la pregunta. Virginia pensó: “¿Qué hago? Ella todos los días cambiaba de novio, aunque algunas veces seguro que dijo mentiras. Ay, mi madre, Denia, por favor, sácame de este apuro”.

Al parecer Denia copió el mensaje por vía telepática, porque enseguida se dispuso a brindar información:

–Hay dos muchachos que ella menciona mucho, estudian en la St. Peter Military Academy, uno se llama Tony y al otro le dicen cabo Pérez. Pero no conozco los nombres completos. No me acuerdo de otros nombres de amigos de ella.

–¿Segura? –preguntó el capitán.

Las dos jóvenes intercambiaron otra mirada.

–Sí, sí, seguras. A lo mejor hubo más, pero no sabemos.

Ambos oficiales se pusieron de pie. El capitán se dirigió a las dos:

–Muy bien, han sido de gran ayuda, ya pueden marcharse si lo desean.

Las dos adolescentes salieron de la casa acompañadas por sus padres, pensando en mil cosas:

–¿Tú crees que le haya pasado algo a Haydee? –preguntó Virginia a su amiga que se caracterizaba por no tener pelos en la lengua.

–Si le pasó…, ella se lo buscó. Nos vemos mañana. Si te enteras de algo llámame.

–Igual te digo. Hasta mañana.

Cada familia tomó el rumbo hacia sus respectivos hogares. Pero, por el camino, Denia pasó por su mente todo lo ocurrido el día anterior, mientras se encontraban en el Ten Cent con el grupo de jóvenes. Y, aunque en ese momento no le dio importancia, recordó que Haydee se puso nerviosa en una ocasión al mirar hacia la puerta de la tienda. Nadie se dio cuenta pero ella sí. No sabe qué fue lo que vio porque ella tuvo la curiosidad de mirar también ante la actitud de su amiga, pero solo pudo observar gente que entraba y salía. No se podía distinguir a nadie. A lo mejor fue una casualidad, pero la joven no pudo dormir esa noche con esa preocupación.

Dos días después de la desaparición

El lunes siguiente, Haydee seguía sin aparecer. La policía se encontraba investigando y se circuló la foto de la muchacha por diferentes lugares públicos. Los oficiales decidieron ir al Ten Cent a primera hora de la mañana a interrogar a los empleados. Primeramente hicieron un recorrido por la tienda para analizar el lugar de reunión de los jóvenes. La diligente empleada del departamento de discos los atendió solícita.

Los oficiales mostraron la foto de la joven desaparecida luego de conocer que la dependienta había trabajado el sábado anterior. Ella tomó la foto en sus manos y la observó detenidamente.

–¡Claro que sí! Ella viene mucho aquí con otras muchachas del colegio de monjas que está cerca. Casi siempre vienen los sábados, aunque también las he visto otros días de la semana. Se ponen a escuchar música con otros jóvenes, pero nunca compran nada. Aunque, a decir verdad, el hecho de estar ellos aquí atrae clientes, porque siempre piden lo último del hitparade que sale por Radio Kramer.2

–¿Y usted recuerda ese día, repito, el sábado pasado, algo fuera de lo normal… algún comportamiento extraño o algo así por parte de ella? Trate de recordar, por favor.

La mujer se preocupó:

–¿Es que le ha pasado algo?

–Está desaparecida desde ese día, por eso estamos aquí.

–¡Santo Dios!, pero… ahora que usted lo dice… –la empleada se detuvo a pensar–. Ellos se fueron yendo poco a poco, primero se fueron las hembras, todas menos ella. Se quedó conversando con los varones un rato más, no recuerdo la hora, pero pienso que era cerca del mediodía, ellos se marcharon y ella se quedó sola. Me pareció verla preocupada, como si tuviera miedo, miraba hacia todos lados, hasta que, en un descuido mío, se esfumó y no la vi más.

–¿Cuánto tiempo ella estuvo sola?

–No sé… quizás unos 10 o 15 minutos, más o menos. Ahora recuerdo que yo estaba cambiando el disco en el equipo y me entretuve en eso. Luego llegó una clienta, me puse a atenderla y ya después dejé de verla. La verdad es que no me preocupé mucho, tenía que hacer mi trabajo y no puedo distraerme con otras cosas que no sea mi obligación.

–Entiendo. Ahora fíjese, si por casualidad usted ve de nuevo a la muchacha, por favor, no deje de avisarnos enseguida y trate de entretenerla mientras tanto. Le doy mi teléfono por si acaso. Muchísimas gracias.

La dependienta tomó el papel con el teléfono, lo guardó en su cartera y continuó con su trabajo.

Los oficiales se encaminaron hacia el expendio de pan y dulces que poseía la tienda, junto a la puerta de salida. Se dirigieron al vendedor y le mostraron la foto:

–Necesitamos saber si ha visto por aquí a esta joven.

El individuo respondió enseguida:

–Sí, claro, ella viene bastante por aquí y siempre me compra algo. Hace poco la vi, creo que fue… ¡el sábado! Pero ese día no me compró nada y me extrañó, pasó por delante de la vidriera y ni me miró, parece que había alguien esperándola afuera.

–¿Y usted pudo ver quien la esperaba?

El empleado respondió que había visto a Haydee hablando con un hombre que presumía que se trataba de su padre, ya que era bastante mayor que ella. En ese momento se distrajo con un cliente y después no la vio más. Describió al individuo medio calvo, blanco, sin bigote, no muy alto; un tipo normal, según expresó.

–Bien, muchas gracias por su información. Queremos pedirle un último favor, si por casualidad, usted ve de nuevo a la muchacha o al individuo ese que habló con ella, nos avisa, aquí tiene nuestro teléfono.

El vendedor asintió y los dos oficiales realizaron un breve periplo por algunos de los departamentos de la tienda. Nadie aportó nuevos datos por lo que se retiraron de allí con una información de partida: la muchacha fue vista por última vez el sábado al mediodía, la empleada del departamento de discos la notó nerviosa y preocupada y el dependiente de la dulcería la vio en compañía de un individuo que podía ser su padre por la edad y el aspecto. Con esos datos no se podía hacer casi nada, pero era algo.

Tenían en su poder algunos datos adicionales suministrados por la joven Denia de dos estudiantes de la St. Peter Military Academy. Hacia allá partieron, con la esperanza de que ellos suministraran alguna información de importancia. El centro se encontraba en la Carretera Central, antes de llegar al poblado de Punta Brava. Un joven adolescente con el uniforme del colegio, de corte militar y desarmado controlaba la entrada al recinto.

Los oficiales solicitaron hablar con el director. A los pocos minutos los recibió un sacerdote jesuita de unos 40 años, que hablaba con un marcado acento español, quien los condujo hacia su objetivo.

El director era un seglar vestido de uniforme que no llegaba a los 50. En su mano izquierda, un reloj marca Rolex de caja y manilla de oro, que daba la impresión de ser bastante pesado, llamó la atención del teniente Ramírez quien acompañaba a su jefe el capitán Solís. A la llegada de los policías, se puso de pie y les extendió la mano.

–Buenos días, soy el coronel Douglas de la Orden de San Ignacio de Loyola. Desconozco las razones por las que están aquí, debe ser algo importante. Confío en que la academia no esté involucrada en algún problema con la ley. Así que… pueden sentarse, les escucho.

Los dos oficiales se acomodaron en unas sillas de estilo, tapizadas en grueso damasco, que se encontraban frente al voluminoso buró encima del cual, en una forma muy ordenada, descansaban algunos documentos, una Biblia y un busto en miniatura de San Ignacio de Loyola,3 fundador de la orden de los jesuitas. Un hermoso y enorme cuadro al óleo, que representaba al apóstol San Pedro en faenas de pesquería junto con otros apóstoles, servía de fondo a la izquierda del lugar donde el director, sentado, prestaba atención a sus inesperados visitantes.

El capitán Solís tomó la palabra:

–Coronel, estamos investigando la desaparición de una joven que estudia en un colegio de monjas en El Vedado. Según algunas indagaciones que hemos hecho, al parecer, ella mantenía relaciones de amistad con dos estudiantes de este centro que necesitamos localizar para ver si nos pueden brindar alguna información que nos lleve hasta ella.

–¿Tienen los nombres? –preguntó el director con interés. Los oficiales percibieron un leve acento extranjero del individuo al hablar.

–Solo tenemos estos datos: a uno le dicen Tony y el otro cabo Pérez.

–Con relación al segundo será fácil por el grado militar. El otro, el tal Tony, será más difícil. Habría que ver todos los Antonios que tenemos acá.

Con evidente disposición, el hombre se puso de pie y se dirigió hacia unos archivos. De ellos extrajo un grueso libro:

–Aquí tengo la relación de estudiantes agrupados por grados militares según el año de estudios. Si se trata de un cabo, debe ser de tercero o cuarto año. Vamos a ver… –comenzó a buscar a los cabos y dentro de estos a los Pérez–. Aquí tenemos uno –expresó–, de cuarto año, el cabo Joaquín Pérez Couce. Existe la posibilidad que haya algún “Antonio” cercano a él, pudiera ser el otro que buscan. No tenemos más cabos con ese apellido por lo que puedo apreciar.

El “coronel” guardó el libro en el archivo y se dirigió a los policías:

–En estos momentos ellos están recibiendo clases, pero puedo enviar por él, porque asumo que ustedes querrán entrevistarlo, ¿es así? –Solís y Ramírez afirmaron. El director continuó–. Espero que no se haya metido en ningún problema, sería un desprestigio para el colegio. De ser así, tomaremos la medida de la expulsión, ya que es un principio nuestro velar por la moralidad y conducta de nuestros alumnos –esto último lo dijo en tono solemne pero tajante–. No es la primera vez que alguno de nuestros discípulos se ve involucrado en algún hecho deshonroso. Debo decir, en respeto a la verdad, que no han sido muchos, pero los que hayan tenido algún nivel, por pequeño que este sea, de participación en hechos incompatibles con la moral y principios que preconizamos, han sido expulsados sin contemplación.

Luego de su discurso, invitó a los oficiales a pasar a un salón contiguo para efectuar la entrevista:

–Enviaré por el alumno. Espero que esto no pase de ahí –salió al pasillo y se dirigió al cura que los había recibido. Le dio la orden de traer al estudiante sin armar revuelo. Los oficiales tomaron asiento en el pequeño salón, reservado para visitas o entrevistas que requerían cierto nivel de privacidad, como resultaba aquel caso.

A los pocos minutos, el director abrió la puerta de su oficina acompañado por un joven de unos 17 o 18 años, alto, fornido y con un corte de pelo al estilo “alemán”, de moda entre los jóvenes de la época y congruente con el régimen militar del centro de estudios. La expresión de su rostro era de sorpresa y preocupación. El director se dirigió a los oficiales:

–Este es el alumno, los dejo solos, tómense el tiempo que necesiten –cerró la puerta, y en el centro de la estancia quedó el joven en posición de “atención”.

–Siéntate –ordenó Solís. El joven tomó una silla y se sentó. Sus músculos faciales se notaban tensos, al igual que el rictus de sus labios. Miró con curiosidad a los investigadores, pero no dijo una sola palabra.

–Cabo Pérez, o mejor Joaquín Pérez Couce, ¿anjá? –el oficial Solís apreció un leve movimiento de cabeza en señal de afirmación. Sacó de su bolsillo la foto de la adolescente perdida y se la mostró al joven–, ¿la conoces?

Por primera vez este habló:

–Es Haydee Ruiz, sí, la conozco, fuimos… novios, pero nos peleamos, ¿pasa algo con ella?

–Está desaparecida desde el sábado y alguien nos dijo que tú la conocías, por eso hemos venido a verte. Hace falta que nos digas todo lo que sabes acerca de ella, cuándo fue la última vez que se vieron, con quién se relacionaba; en fin, toda la información posible. Te explico: en estos casos de desaparición el tiempo es oro, mientras más días pasen, menos posibilidades tendremos de encontrarla… viva –el joven se turbó y, como por encanto, sus facciones y su cuerpo se relajaron a pesar de lo incómodo de la situación en que se encontraba. De inmediato mostró deseos de colaborar.

–Haydee es una muchacha, digamos… alegre, le gustan las fiestas y también beber. Empezamos a salir juntos hace unos meses, la conocí en una fiesta en casa de los Rivero, en los quince de la hija. Comenzamos a bailar y ya con unos tragos encima nos fuimos en el carro de Pepe Luzárraga, un amigo mío. Elenita Collado, que tiene amistad con ella, iba sentada delante con él y nosotros detrás. Fuimos a parar a Guanabo, a la playa. Por el camino compramos más bebida y allí pasamos la noche. Recuerdo que, cuando abrí los ojos, amanecía y no me acordaba de nada. Los demás dormían. Desperté a Pepe y este arrancó el carro y salimos de allí a toda prisa. En “El Gato Verde” tomamos café y no paró hasta La Habana. Esa fue la primera vez. Luego seguimos saliendo solos, íbamos a night clubs y cabarets, pero ella siempre tomaba demasiado y, al final, teníamos que irnos porque se ponía impertinente. Esa es la verdad.

El joven agregó que, en la última salida, Haydee tuvo un comportamiento impropio a la salida de un night club. En estado de embriaguez comenzó a desnudarse en plena calle. Él la cubrió y la devolvió a su casa. De ahí en adelante decidió que no saldría más con ella, ya que podía causarle algún problema. Se trataba de una menor y cualquier situación con ella podía tornarse delicada. Agregó que, además, la joven fumaba y se maquillaba y vestía de manera llamativa, lo cual provocaba que la gente pensara que tenía más edad; que eso había ocurrido dos meses atrás, pero que después de ese día no la había llamado más ni ella a él tampoco.

–Estos que mencionas, el tal Pepe Luzárraga y la muchacha Elenita Collado, ¿eran conocidos o amigos de ella? –preguntó el capitán.

–Sí, ellos se conocían. Es más, Pepe fue quien me presentó a Haydee en la fiesta. Él estudia en Villanueva4 y vive en un edificio de propiedad horizontal que está en G entre 19 y 21, en el tercer piso. Hemos coincidido algunas veces en fiestas. Elenita estudia en Baldor5 y sale con Pepe de vez en cuando, pero sin compromiso. Es una muchacha “moderna”, por decirlo de alguna manera.

–¿“Moderna” como Haydee?

El joven se sonrojó y en su interior se lamentaba de haber dicho algo así. Titubeó un poco antes de responder:

–Bueno, yo no la conozco mucho, pero… vamos, Pepe me ha contado algunas cosas –bajó la cabeza, apenado.

Los oficiales indagaron acerca del tal Tony, mencionado por Denia, a lo que el joven respondió que el único Tony que podía haber conocido a Haydee se había marchado del país recientemente con su familia.

–¿Sabes de otras amistades de ella?

–Las amigas del colegio. Pero ella no compartía mucho con ellas porque decía que eran “mojigatas”, usted sabe. Solo se reunían para jugar volley y para ir a merendar algunas veces. Yo no tenía mucha relación con ellas. Solo conocía de vista a algunas, pero nunca fuimos presentados.

–Dime otra cosa, los padres de Haydee, ¿por qué le consentían este comportamiento? ¿Nunca le llamaron la atención o la castigaron por estas conductas?

–Según ella misma me contó es “hija de la vejez”. Sus padres la tuvieron ya mayores porque no lograban tener hijos. Ella se reía porque decía que la mamá la regañaba y luego casi le pedía perdón. Hacía con ellos lo que le daba la gana y, como les he contado, muchas veces se pasaba de la raya, pero parece que ellos le permitían todo.

–¿Algo más que quieras agregar?

–Mire, capitán, le voy a decir algo que a lo mejor es una falta de caballerosidad –el joven se acercó a Solís y bajó el tono de su voz–, de Haydee se puede esperar cualquier locura. Creo que ella vive la vida demasiado rápido y no deja nada para mañana. Estoy casi seguro que en cualquier momento va a aparecer y se va a reír de todos ustedes en su cara.

–Ojalá sea como tú dices. Gracias por tu cooperación. Puedes retirarte.

El joven se puso de pie, chocó los talones, dio media vuelta y casi marchando salió al pasillo por otra puerta que había en el lugar. Los oficiales llamaron a la puerta del director para agradecerle por su colaboración.

–¿Algún problema con el alumno? –preguntó.

–Todo está bien, no se preocupe. Muchas gracias y hasta luego, “coronel”.

Ambos oficiales se retiraron del lugar con una información que no esperaban escuchar. Esto les preocupó, ya que, dadas las características de la joven desaparecida, resultaba un blanco perfecto para gente inescrupulosa. Por ello, había que tomar acciones de inmediato pues esta situación podía devenir en una tragedia.

A su llegada a la estación de policía se encontraron con una llamada de la madre de la joven. Esta informaba que su hija la había llamado desde Matanzas, porque había tenido que acompañar a una amiga que se le había muerto su abuelo y no había querido ir sola; que estaba bien y que no había que preocuparse, pronto estaría de regreso. Por supuesto, los oficiales no creyeron ni una sola palabra a pesar de que la madre sí.

–Capitán, ya estoy más tranquila. Pobrecita, no había podido llamarme porque se fue sin dinero. ¡Menudo susto nos hizo pasar! Me dijo que, en cuanto su amiga estuviera más tranquila, regresaría para La Habana. Le agradecemos mucho lo que hicieron, pero todo no pasó de ser una reacción impulsiva de ella. Usted sabe, es muy sensible y es capaz hasta de quitarse lo que lleva puesto para vestir a otro que no tiene.

“O para dar rienda suelta a una borrachera”, pensó el oficial.

–¿Caso cerrado? –preguntó Ramírez.

–Tengo la impresión de que no. Yo no sé cómo esa señora se tragó el cuento de Matanzas, el abuelo de la amiga, el dinero… pero estoy convencido de que está en algún enredo extraño, conociendo cómo es. No voy a estar tranquilo hasta que no la vea en persona, aunque por el momento no podemos hacer nada más. Ojalá todo sea como dice la madre pero, francamente, lo dudo.

El capitán Solís estaba intranquilo. Luego de conocer por boca del estudiante de la academia militar acerca de la personalidad de la muchacha y, también, de la llamada que realizó a su madre, su preocupación iba en aumento. Por otra parte desconocía en qué lugar de Matanzas se encontraba ni el número telefónico del que llamó. Podía haber sido de un teléfono público y esto haría más difícil su búsqueda. No obstante, decidió hacer un intento. Llamó al teniente Ramírez e intercambió con él acerca de esta nueva situación.

–Necesito saber de dónde exactamente se realizó la supuesta llamada de Matanzas. Tenemos la hora aproximada y ha transcurrido poco tiempo. Trata de localizar con la compañía telefónica de dónde se efectuó, ellos pueden hacerlo y vamos a ver qué pasa.

Transcurrieron unos minutos que a Solís le parecieron horas. Ramírez entró en la oficina con evidente preocupación reflejada en su rostro y se situó junto a su jefe con algo escrito en un papel.

–No llamó de Matanzas –la expresión del teniente era sombría.

–¿Qué dices? –exclamó Solís incrédulo.

–Aquí está el número del que llamó. Es de larga distancia sí, pero no de Matanzas, sino del reparto Celimar, al este de La Habana. Tengo la dirección y a nombre de quién está. El dueño se llama Laureano Villafranca Dopico.

–Ahora sí estoy asustado y mucho. La joven le mintió a su madre para no preocuparla. Hay tres variantes, la primera es que está gozando de lo lindo, la segunda es que fue obligada a realizar la llamada para despistar o distraer la atención y la tercera es que sea verdad, pero ya, con lo que dices, hay que descartar esta posibilidad. Vamos a dar una vueltecita por Celimar, pero sin decirle nada a la madre para no alarmarla por gusto.

No les costó mucho trabajo encontrar la casa. El reparto estaba recién urbanizado y había muy pocas viviendas construidas. La que buscaban estaba en la mitad de una cuadra y no había más en toda la manzana. Se trataba de una residencia moderna, de dos plantas. Las ventanas estaban cerradas, pero, tanto el portal como los alrededores estaban limpios y el jardín arreglado. No había cerca. Un pequeño trillo hecho con una fila de losas cuadradas enlazaba la acera con el portal de la casa. Los oficiales tocaron a la puerta. Nadie respondió. Bordearon el jardín y encontraron una puerta trasera entreabierta. Volvieron a llamar. Nada. Al final, decidieron entrar. Sacaron sus pistolas y empujaron la puerta. Esta conducía a la cocina de la casa.

La cocina parecía recién usada. En el fregadero había dos tazas de café y dos vasos. El refrigerador tenía comida, algunas botellas de cerveza y en el congelador había bastante carne y pollo. Una bolsa con pan fresco colgaba de un cáncamo en la pared, lo que indicaba que la casa estaba habitada. Los policías se dirigieron hacia el interior de la vivienda. Todo parecía estar en orden. Subieron a las habitaciones. Eran tres. Se dividieron. Solís abrió una puerta y se encontró con dos camas gemelas tendidas y el cuarto ordenado. En el baño había toallas, jabón y otros productos de aseo. Había un closet con unas pocas ropas de hombre. Ramírez, en ese momento, lo llamó:

–Ven a ver esto.

Solís se dirigió hacia un segundo cuarto donde se encontraba su compañero. Este tenía ventanas que daban a la calle, pero estaban cubiertas por gruesas cortinas de color rojo. En el centro de la habitación había una cama con una cubierta de satén rojo y unos cojines, del mismo color, en forma de corazones, ribeteados en encaje blanco. Un gran espejo cubría prácticamente una de las paredes interiores y, en un butacón tapizado con una tela de damasco estampada con grandes rosas multicolores, yacían piezas de ropa íntima femenina de seda y encaje negros y rojos.

Ambos policías se miraron desconcertados. Podía tratarse de una habitación matrimonial o, sencillamente, un cuarto que se alquilaba a parejas. Las condiciones de ubicación de la vivienda, lejos de la ciudad, en un lugar apartado y casi deshabitado, eran las perfectas para un negocio como este, donde se podía pasar inadvertido sin ningún problema.

Pasaron al tercer dormitorio. Las conjeturas a las que arribaron los investigadores en la segunda habitación quedaron descartadas. En este lugar había todo tipo de equipamiento profesional de fotografía, lámparas de alta potencia, una cámara fotográfica y una de tomar películas, varios rollos en un rincón y, en un pequeño baño interior, había sido improvisado, con cierta estrechez, un cuarto de revelado. En una especie de tendedera colgaban para secarse varias fotos de mujeres casi desnudas en posiciones eróticas. Todas eran jóvenes, casi niñas.

Solís tomó las fotos y las llevó junto a la ventana para observarlas con más claridad. Había una muchacha que se repetía en varias fotos y en diferentes poses. En una de ellas aparecía la figura de un hombre desnudo de espaldas por lo que no se podía ver el rostro. Se trataba, a todas luces, de un individuo de mediana edad, a juzgar por la grasa acumulada en su cintura.

El oficial sacó de su bolsillo la foto de Haydee. Tuvieron que hacer un esfuerzo. Era una foto carnet de la muchacha muy seria, en uniforme de colegio, con el pelo recogido hacia atrás y sin maquillaje. La de las fotos encontradas tenía el cabello suelto, su rostro estaba cargado de maquillaje y sonreía a la cámara. Tuvieron dudas. No podían afirmar que fuera ella aunque se le parecía. Solís decidió llevar las fotos a un perito para que realizara la verificación. Guardó el material encontrado en un sobre que había en el lugar e hicieron un paquete con los rollos de películas.

En esos menesteres los sorprendió el ruido del motor de un auto que se alejaba del lugar. Corrieron presurosos a la ventana pero solo pudieron apreciar la silueta de un auto moderno, de color oscuro. El automóvil desapareció de la vista de los policías en un abrir y cerrar de ojos y enrumbó hacia Vía Blanca.

–Parece que era el inquilino de la casa. A lo mejor vio el carro patrullero y cogió miedo. Vamos a llevar todo esto para la estación y continuar con esta investigación. Ahora más que nunca temo por la vida de Haydee. Sus locuras la llevaron demasiado lejos –comentaba con su colega el capitán Solís–. Voy a llamar a la estación de Guanabo, que es la más cercana, para que envíen a alguien a vigilar por si esta gente decide regresar, aunque lo dudo mucho.

Solís tomó el auricular del teléfono que se encontraba en la sala de la casa. Para ello utilizó un pañuelo a fin de no borrar huellas si es que las había. Hizo una llamada al capitán Aguirre de la unidad de Guanabo y le solicitó ayuda para vigilar la casa.

–Aguirre, estamos haciendo una investigación en esta casa, pero necesito de tu ayuda para efectuar la vigilancia. Dime si puedes darnos apoyo.

–¡Por supuesto que sí, Felo! Además, esa zona es nuestra. Te envío un carro con dos agentes. Explícales bien, después hablamos. Un abrazo hermano –respondió cordialmente el oficial.

Cuando colgó, Solís cortó el cable telefónico con una pinza y lo envolvió cuidadosamente en un periódico que había encima de una de las butacas. Se dirigió a su compañero el teniente Ramírez:

–Guarda esto con el material ocupado –y añadió–: tenemos el nombre del titular de la vivienda. No sabemos si él vive aquí o en otro lugar. Eso tenemos que averiguarlo –quedó pensativo por unos instantes, al cabo de los cuales esbozó una idea–. Tiene que haber algún lugar donde se registre a los propietarios, sus datos, etc. por un problema de elemental seguridad. Supón que en alguna de estas casas hay un accidente o un robo, o cualquier evento que deba conocer el dueño, ¿cómo le avisan? Estoy pensando en un mecanismo de seguridad local, algún guardajurado o un equipo de vigilancia, algo tiene que haber. Vamos afuera un momento.

Una vez en la calle, ambos divisaron una edificación grande que se alzaba junto a la costa.

–Vamos a esperar el carro de Guanabo y nos llegamos allá, no parece abandonado –apuntó el capitán.

A los 15 minutos llegaron dos agentes enviados por el capitán Aguirre con una nota dirigida al capitán Solís:

Felo:

Dispón de estos dos compañeros como estimes conveniente. De no recibir noticias tuyas, enviaré un relevo mañana a primera hora.

Un abrazo,

Aguirre.

El capitán organizó la guardia. Sugirió que estacionaran en un lugar más seguro y que se turnaran en la vigilancia:

–Cualquier situación extraña que vean, no actúen, déjenlos hacer y me llaman de inmediato por la planta.

Solís y Ramírez abordaron el patrullero y se dirigieron hacia el lugar que habían descubierto minutos antes. En efecto, estaba habitado, o mejor dicho, en funcionamiento. Se trataba de la Casa Club del reparto. Poseía un restaurante, cafetería y un bar al aire libre a orillas de una espléndida piscina natural que era la principal atracción del lugar. Disponía, además, de un amplio salón para fiestas y un área de taquillas y duchas para sus asociados. En el momento en que llegaron no había muchas personas allí. El portero los recibió muy atento y, por supuesto, no preguntó si eran “asociados” del lugar.

El capitán se dirigió a él:

–Buenas tardes –el portero prestó atención, no era usual ver a la policía por esos lares–, estamos buscando alguna oficina o lugar donde pudieran estar registrados los propietarios del reparto, ¿sabe usted a lo que me refiero?

El portero señaló para una pequeña construcción situada a dos cuadras del club por la calle paralela a la costa:

–Mire, aquella casita que usted ve allí es la Asociación de Propietarios y Vecinos del reparto. A lo mejor es lo que ustedes están buscando. No conozco otro lugar, además no soy de aquí. Vivo en Guanabacoa y vengo directo para mi trabajo.

Los policías agradecieron la información y se encaminaron hacia el lugar indicado por el portero. En efecto, había un letrero, bastante rudimentario por cierto, que rezaba: “Asociación de Propietarios y Vecinos de Celimar”. La construcción era muy simple, hecha con unos paneles de mampostería y techo de zinc. Una rústica ventana de persianas daba a la calle y se accedía por una puerta de madera, también rústica. Dentro había un individuo que escuchaba el radio, sentado frente a una pequeña mesa. El capitán tocó a la puerta. El hombre se levantó y abrió.

–Buenas tardes –saludó el oficial–, ¿podemos hablar con usted un momento?

–Buenas tardes –respondió el hombre–, pasen, por favor y disculpen que aún no tengamos suficiente mobiliario. Estamos aquí de manera provisional.

–No se preocupe, será rápido –el oficial pudo apreciar pegado a la pared un mapa bastante detallado del reparto y sus límites–. ¿Usted posee algún registro de los vecinos de este lugar?

–Sí, claro. Es obligatorio para todos pertenecer a esta asociación. Ellos abonan una cuota que puede ser mensual o anual que les da derecho a determinados servicios como la recogida de la basura, la limpieza de las calles, alumbrado público, etc.

–O sea que usted lleva el control de todos los abonados que a la vez son propietarios.

–Exactamente. Incluso, muchos de ellos viven en otros lugares, casi siempre en la ciudad y alquilan las casas o solo las ocupan en verano. Entonces, nosotros vamos hasta la casa donde residen para efectuar el cobro de las cuotas.

–Perfecto, entonces usted debe conocer los datos del señor Laureano Villafranca Dopico.

–Sí, él es el propietario de una casa en la calle primera. Esta de aquí –se volvió hacia el mapa y señaló con un lápiz la ubicación de la vivienda–. El señor Laureano apenas ha vivido la casa. La construyó para alquilarla. Tengo entendido que tiene otras en Boca Ciega y Tarará. No puedo darle información acerca de quien se encuentra en este momento porque la gente va y viene. Pero…, pensándolo bien, me parece que se trata de la misma persona desde hace un tiempo. Nosotros no tenemos nada que ver con los inquilinos, tratamos directamente con los propietarios, incluso, si se presenta algún problema se lo comunicamos a ellos. En este caso no ha habido problemas, parecen gente tranquila, dicen que es un señor que parece extranjero, pero la verdad es que nunca lo he visto.

–¿Y quién responde por los servicios de la vivienda?

–El propietario. Salvo el servicio doméstico. Este le corresponde al inquilino si desea tenerlo. Pero el mantenimiento de la vivienda, la jardinería y esas cosas las paga el titular. Normalmente se contratan a compañías que se dedican a eso. Entonces ellos envían a su personal y cobran sus servicios. En el reparto casi todas las casas contratan a la misma compañía porque se recomiendan entre sí y ya son conocidos por todos.

–Muy buena explicación. Su nombre es…

–Porfirio, como Porfirio Rubirosa6 –el hombre sonrió–. Pero no tengo nada que ver con él, por suerte. Mis apellidos son Andrade Chiong. Mi madre era china y mi padre español.

–Buena mezcla –respondió el oficial y continuó con sus indagaciones–. Entonces, usted debe tener la dirección de este señor Laureano, vamos a necesitar entrevistarnos con él.

El hombre se puso serio y miró al capitán con expresión interrogativa. Acto seguido preguntó:

–¿Es que ha sucedido algo?

–No se alarme, es parte de una investigación, pero el señor Laureano no tiene nada que ver, al menos eso pensamos, así que no se preocupe.

–Bien, entonces, espéreme un momento –el individuo se volteó hacia un pequeño archivo de madera que se encontraba detrás de su asiento. Al parecer allí guardaba los recibos del pago de la asociación por parte de los propietarios del reparto. Estaban organizados por direcciones. Fue fácil encontrar el último recibo–. Aquí está. El señor Laureano abona sus cuotas del año de una sola vez. Así es mejor porque nos ahorra viajes. La última se pagó en diciembre y se corresponde con el año pasado, es decir, 1959. Acá tengo la dirección, se las copio –tomó una hoja de papel y escribió los datos del domicilio de la persona solicitada–. Les pongo también el teléfono de su casa, por si acaso. Ya está, aquí tienen.

–Muchísimas gracias, Porfirio, ha sido de una gran ayuda. Nosotros pertenecemos a la 6ª estación de la PNR. Por favor, si usted ve algo extraño relacionado con esa casa en específico, nos avisa, ¿de acuerdo?

–Cómo no, ha sido un placer ayudarlos y aquí me tienen para lo que necesiten.

Los oficiales se retiraron y abordaron el carro patrullero. Solís iba al volante:

–Vamos para la estación aunque ya es un poco tarde. Hace falta procesar todo esto y averiguar si la muchacha de las fotos es realmente Haydee. Tengo un mal presentimiento. Estoy seguro de que esa joven corre peligro. Si es ella la de las fotos, está metida dentro de un negocio turbio del cual es bastante difícil salirse. Por otro lado, ¿te fijaste que casi todas eran unas niñas? Seguramente esas fotos las venden caras porque hay pervertidos que disfrutan con esas imágenes y mientras más jóvenes las modelos, mejor. Hay de todo en este mundo. Pero les vamos a dar caza a esos degenerados. Seguro que sí.

Tres días después de la desaparición

Denia y Virginia acostumbraban a hacer las tareas por teléfono. Ese día, lunes por la noche, intentaban resolver unos ejercicios de álgebra que la profesora de matemáticas les había indicado realizar para el día siguiente. A pesar de que intentaban por todos los medios concentrarse en sus estudios, no lo lograban. La mamá de Haydee llamó a las otras madres del grupo de niñas para decirles que su hija se había comunicado desde Matanzas. Las jóvenes no creyeron la historia y continuaban con la idea fija de que su amiga había cometido alguna otra locura, pero esta vez con fatales consecuencias. No podían deshacerse de esos pensamientos.

Denia manifestó su preocupación por primera vez:

–Villi, el sábado, cuando estábamos en el Ten Cent, hubo un momento en que Haydee miró hacia la puerta y se puso pálida. Yo traté de ver hacia dónde ella estaba mirando pero solo pude ver gente. No pude precisar a quién miraba. Tú te fuiste primero pero yo me quedé un rato más y ella se comportó de forma muy rara, se le veía nerviosa. Luego nos fuimos y ella se quedó con los muchachos. Yo creo que debiéramos hablar con la policía y decirlo, ¿no crees?

–No sé…, pero me parece que nuestros padres no lo van a permitir. Además, si no viste a nadie en particular no tiene sentido. No creo que eso resuelva nada. Quería comentarte algo. Tú le dijiste al policía que había dos muchachos que ella había mencionado, Tony y el cabo Pérez que, según ella, eran de la St. Peter. Yo busqué mi autógrafo, Haydee lo firmó hace solo dos meses y decoró la hoja con banderitas de La Salle, Maristas,7 etc., también estaban esos nombres y uno más, un tal Carlos que no mencionaste, pero no tengo idea de quién es ni dónde estudia. ¿Ella te comentó algo?

–Creo que sí. Pero no me acuerdo bien del nombre completo. Me parece que era de St. Peter también. Sí, ella me contó que le estaba dando celos al tal Carlos con el cabo Pérez y que por eso este se peleó con ella. Creo que fue así, pero no estoy muy segura. Tú sabes que ella solía inventar historias fantásticas que ni ella misma se las creía.

–Tengo miedo, Denia. Ese cuento de Matanzas no tiene ni pies ni cabeza y la pobre madre se lo creyó. Sabe Dios donde anda y con quien se junta. Esto va a parar mal, ojalá me equivoque.

–Tienes razón, creo que lo mejor que podemos hacer es rezar por ella y ser optimistas. No podemos hacer nada más.

Denia no se conformó solamente con la oración por su amiga. Decidió actuar por su cuenta. Al día siguiente les dijo a sus padres que, a la hora de almuerzo, tenía un ensayo del coro de la parroquia de El Vedado, al cual pertenecía, y que comería un perro caliente en la cafetería de la calle 12, pero se fue directo a la estación de policía. Disponía de dos horas para la gestión, ya que después debía incorporarse de nuevo a clases. Estas comenzaban a las 2:00 p.m. A su llegada al lugar preguntó por el capitán Solís o el teniente Ramírez. El agente que custodiaba la puerta del recinto se sorprendió cuando vio a esta adolescente con su uniforme escolar y sus libros indagando por los oficiales.

–Mira, este no es un lugar para niñas. Ve para tu casa –le indicó el agente.

–Es que yo necesito hablar con urgencia con ellos, por favor –suplicó la muchacha.

El custodio la observó. Su rostro expresaba ansiedad. Pero tenía prohibido, de forma terminante, dejar pasar a menores al interior de la estación. Lo pensó varias veces antes de tomar una decisión. Se dirigió a la colegiala:

–Oye bien, yo les voy a avisar pero sal de la puerta, baja la escalera y espera en la acera de enfrente. No puedes estar aquí, ¿de acuerdo?

La muchacha asintió e hizo lo que el policía le indicó. Se estacionó en el portal de la ferretería de enfrente y se dispuso a esperar el tiempo que fuera necesario. A los 10 minutos apareció el capitán Solís. Ella respiró cuando lo vio parado en la puerta de la estación buscándola con la mirada. Desde su posición agitó la mano para avisar de su presencia y el capitán, cuando la identificó, bajó rápido las escaleras, cruzó la calle y se aproximó a la joven que ya mostraba signos de nerviosismo.

–Hola, ¿cómo estás? ¿Querías verme? –el oficial se acercó a ella y su trato fue cordial y amable.

–Sí, quería hablar con usted pero no sé si será importante lo que voy a decirle –explicó, temerosa aún.

–Estoy seguro de que si has venido hasta aquí es porque me traes una información importante. Ven, vamos a sentarnos en algún lugar tranquilo –a unos metros de la ferretería existía una pequeña cafetería con unas pocas mesas. La joven y el oficial se dirigieron hacia allí y tomaron asiento en una de ellas. El capitán rompió el hielo–. Vamos a ver, jovencita, ¿y qué es lo que tienes que decirme?

–Bueno, son dos cosas –respondió ella, ya más tranquila–. La primera es que el sábado, cuando estábamos en el Ten Cent con el grupo, hubo un momento en que Haydee miró hacia la puerta y se puso nerviosa. Yo me di cuenta y miré también pero solo vi personas entrando y saliendo de la tienda. A partir de ahí, ella se comportó de manera muy rara, se puso seria… no sé, cambió de pronto. Luego yo me fui y ella se quedó con los muchachos. Después ya no la vi más.

–¿Y tú dices que no viste a nadie?

–Sí, había gente, los sábados ese lugar se llena pero no pude precisar hacia dónde miraba. Después me quedé preocupada con eso, casi no pude dormir cuando me enteré de que había desaparecido. Fue… como un presentimiento, no sé explicarle.

–Claro, es lógico. A lo mejor si ella no hubiera desaparecido tú no le hubieras dado importancia a eso… ¿es todo?

–No, hay algo más. No sé si tendrá alguna importancia, pero quiero que usted lo sepa. Cuando me preguntó de algún novio o algo así que ella hubiera mencionado, le di dos nombres: Tony y el cabo Pérez. Bien, mi amiga Virginia, la rubiecita, ¿se acuerda? –el oficial asintió–, bueno, ella tiene un autógrafo y hace como dos meses Haydee se lo firmó, entonces llenó la página de banderitas y eso, de los colegios de varones, y puso algunos nombres, entre ellos esos que ya le dije y otro más: Carlos.

–Ajá, continúa –el oficial mostró interés.

–Ella me contó que estaba enamorada del tal Carlos y que andaba con el cabo Pérez para darle celos y cuando este se dio cuenta se peleó con ella, cosa que no le importó para nada. Pero, capitán –la joven mostró disgusto–, el problema es que no sé el apellido del tal Carlos, pero creo recordar que estudia también en la St. Peter. Yo no sé si esto será importante, pero tenía que decírselo, no me podía quedar con eso atravesado. ¿Cree usted que sirva de algo para encontrarla?

–Toda información que nos llegue, nosotros la investigamos. Si el tal Carlos tuvo algo que ver, lo sabremos, así que… tranquila, hiciste muy bien en venir. Pero mira, si aparece algo, no vengas hasta aquí, ¿tus padres lo saben? –ella, abrazada a sus libros convertidos ahora en un escudo defensivo, negó con la cabeza–. Entonces, te puedes buscar un disgusto con ellos. Eres una niña todavía y no debes ni acercarte a un lugar como una estación de policía donde se ven espectáculos muy desagradables y hay de todo tipo de gente. Mejor vamos a hacer lo siguiente: yo te voy a dar mi teléfono y si tú te acuerdas de algo o ves alguna cosa que te pueda parecer importante, me llamas, ¿está bien? Y así no tienes que venir. ¿Para dónde vas ahora?

–Para el colegio, tengo clases a las 2:00 p.m. –respondió la joven.

–Te acompaño a tomar el ómnibus. ¡Ah!, se me olvidaba decirte, gracias por tu información, vamos a investigar a esas personas, así que… ponte a estudiar y déjalo todo en nuestras manos.

El oficial se dirigió a la parada con la muchacha y esperó a que se subiera a un ómnibus. En el trayecto de regreso a la estación se quedó pensando en estas nuevas cosas que a lo mejor podían tener alguna importancia.

Ya era martes, la última noticia que se tuvo de Haydee fue la presunta llamada de Matanzas. No se había sabido nada más.

En su oficina lo esperaba el teniente Ramírez. Traía los resultados del peritaje a los materiales fotográficos y fílmicos encontrados en la casa de Celimar y el resultado de la visita a casa de Laureano Villafranca, propietario de la vivienda en cuestión.

–Lo primero, y creo que es lo más importante, la muchacha de la foto es Haydee. Ella también aparece en algunas filmaciones. Se trata de pornografía y, en todos los casos, son muchachas muy jóvenes. Da asco. Aparecen hombres, muy jóvenes, además. Parece que se trata de un negocio, ellos hacen las filmaciones y fotos mientras otros las editan, porque todo era material sin editar. Lo segundo –prosiguió el teniente–, fui a hacerle una visita al tal Laureano. El tipo es todo un magnate. Tiene tremenda casa en el reparto Flores y se dedica, como nos dijo Porfirio, a lo que él llama el negocio “inmobiliario”, es decir, a fabricar casas y edificios para luego alquilarlos; como decimos en buen cubano “vive de sus rentas”. Con la Ley de Alquileres8 bajaron las cuotas mensuales, pero así todo es ganancia neta, vamos a ver hasta cuando –sonrió el oficial–. La cuestión es que él no lleva el control de sus negocios. Tiene un administrador o un contador. Este me explicó que esa casa la tiene alquilada hace dos años un tal William Davis, que parece americano. Este tipo nunca dio la cara. El arrendamiento se hizo a través de un hombre que se presentó como el secretario de Míster Davis, que se llama Norberto y que, cada mes, con estricta puntualidad, deposita en la cuenta de Laureano la cuota por el alquiler de la casa. Este hombre, el contador –continuó su explicación el teniente–, se preocupó mucho del porqué de la investigación, porque el señor Laureano nunca había tenido problemas con sus inquilinos y, que de haberlos, se les rescindía el contrato de arrendamiento en el acto, ya que no quería complicarse. Yo le dije que no se preocupara, que estábamos buscando a un prófugo de la justicia, un criminal de guerra y que nos habían dicho que se escondía en Celimar; que estuvieran tranquilos, que con ellos no había ningún problema. Fue lo que se me ocurrió decirle, no sé si estuvo bien.

–Hiciste bien, así desviamos la atención del asunto principal –apuntó el capitán.

–Durante el tiempo que lleva alquilado allí –continuó el teniente–, el señor este no ha tenido ningún problema, al parecer. Los servicios los tienen contratados a Romero y Hnos., una pequeña compañía que se dedica al mantenimiento de las viviendas. Es, casi seguro, de la que nos habló Porfirio. La mayoría de los propietarios del reparto los contratan, pero los inquilinos no tienen contacto directo con ellos. Cada vez que realizan su trabajo, van a cobrarlo directamente al dueño.

–Todo esto que me dices conduce a algo que ya suponíamos, un negocio turbio que conlleva un delito grave de corrupción de menores. Por eso los tipos no dan la cara, no quieren comprometerse. Estoy convencido que el tal Norberto y Míster Davis son nombres falsos. Hay que seguir profundizando, en la medida que pase el tiempo menos son las posibilidades de encontrar a Haydee viva –el oficial se estremeció cuando dijo estas palabras–. Voy a llamar a Aguirre para ver si hay algo, aunque lo dudo, es posible que esa gente, al vernos allí, no piense ni remotamente en regresar, ya que va a sospechar que la estamos vigilando.

Solís tomó el teléfono y llamó a Guanabo:

–¿Aguirre?, por aquí Solís, ¿hay algo nuevo?

–Nada, esta mañana se hizo el relevo y allá tengo a dos de mis hombres, pero no me han reportado nada.

–Ya pueden retirarse de allí, no creo que esa gente vuelva por ahora. Te agradezco infinitamente tu apoyo –señaló el capitán.

–No hay problema, ya sabes que puedes contar con nosotros. Nos vemos, un abrazo.

–Otro para ti, gracias de nuevo –y colgó el auricular. Se dirigió al teniente–. Fíjate, esto está tomando un cariz que no me gusta para nada. Tengo temor por la muchacha. Este caso lo vamos a priorizar, porque pudiera haber más víctimas. Sobre todo por lo deleznable de este tipo de delito. Cuando veo estas cosas no puedo dejar de pensar en mis niñas, no me quiero imaginar que alguien por dinero haga con ellas algo semejante, que además les deja una marca para toda la vida –el capitán continuaba hablando–. Te cuento que acaba de venir a verme una de las amigas de Haydee, la bajita de pelo rizado, creo que se llama Denia. Ella fue la que nos puso en la pista de Tony y el cabo Pérez. Ahora resulta que aparece un tal Carlos al que Haydee trataba de darle celos con el cabo Pérez y que ella piensa que estudia en la academia militar. Este es un nuevo elemento. También me reafirmó que el sábado hubo un momento que Haydee se puso nerviosa cuando miró hacia la puerta de la tienda y que siguió comportándose de una forma muy extraña, tal como explicó la dependienta.

El capitán tomó una hoja de papel y las notas tomadas en las encuestas realizadas.

–Vamos, primero –escribió–, a tratar de localizar a las personas que han tenido algún vínculo conocido con Haydee recientemente. Empezaremos por los estudiantes de La Salle que estuvieron con ella en la tienda y fueron los últimos en verla. Después buscaremos a la tal Elenita que dice el cabo que estudia en Baldor y a su amigo Pepe que vive en la calle G y es de la Universidad de Villanueva. Con ellos indagaremos si conocen de la existencia del tal Carlos y, por supuesto, de su localización. Esto es en principio, después, de acuerdo a los resultados ya veremos qué hacer. El capitán miró fijo al teniente.

–Hay que apurarse, Ramírez, ya son 72 horas. Estamos contra la pared –y suspiró preocupado–. Vamos a ver a los estudiantes que estuvieron con ella el sábado, concerté una reunión para después de las clases con el padre de uno de ellos.

La reunión con los estudiantes de La Salle se realizó en casa de los hermanos Cordero, Rolando y Reynaldo. El padre de ellos, médico, ocupaba un alto cargo en el Ministerio de Salud Pública. Gracias a él se pudieron reunir los cuatro jóvenes que habían estado con Haydee el día de su desaparición. Él mismo se encargó de hablar con las familias para que dieran su autorización a la entrevista.

Julio César Méndez y Héctor Casanova eran los otros dos. Cuando el capitán se presentó y explicó el motivo de la entrevista, los cuatro jóvenes se sorprendieron porque, en primer lugar, desconocían lo de la desaparición de Haydee y en segundo lugar, porque no les era agradable verse implicados en un problema de esa índole.

El capitán los tranquilizó:

–Miren, nosotros ya sabemos quiénes son ustedes, no tienen por qué preocuparse, pero la realidad es que hay una joven desaparecida y todo parece indicar que ella estuvo el sábado compartiendo en el Ten Cent con un grupo de jóvenes y de muchachas estudiantes del colegio de monjas en el departamento de discos y ustedes estaban en ese grupo, ¿fue así? –los cuatro asintieron–. Ahora bien, necesitamos su versión de lo que sucedió el sábado. ¿Quién comienza?

Julio César, al parecer, el más locuaz del grupo tomó la palabra:

–Nosotros visitamos mucho al Ten Cent. Algunas veces vamos después de clases a oír música y a reunirnos con las muchachas de las escuelas de allí cerca. Los sábados por la mañana casi siempre estamos. A veces vienen algunos más pero nosotros cuatro somos “punto fijo”. La mayoría de las veces coincidimos con el grupo de Haydee porque ellas pasan por allí después de practicar deporte. A la que más conocemos es a Villi, porque ella vive cerca de aquí, en el reparto. Ese día, el grupito, eran como cuatro, se fueron y Haydee se quedó con nosotros. No sé por qué, pues ella siempre se iba con las demás, pero ese día se quedó allí. No estaba como siempre, la noté como “ida”… vaya, como si su mente estuviera en otro lugar. Creo que ella le dijo a Héctor algo así como que la esperara, ¿fue así, Héctor?

–Sí, así fue –respondió el joven–. Ella se me acercó y me dijo: “Hectico, por favor, déjame salir contigo de la tienda, no me dejes sola”. Yo creí que era una broma de ella, porque solía hacerlas, siempre estaba tomándole el pelo a uno. Entonces le dije que me esperara allí que iba un momento a comprar un shampoo que me había encargado mi mamá, que regresaba enseguida, pero cuando volví ya no estaba, alcancé a verla salir por la puerta y pensé que se había aburrido esperándome y decidió irse sola.

–¿Y los demás? –inquirió el oficial.

Uno de los hermanos, Rolando, explicó que Julio César, su hermano y él salieron por la otra puerta, la de la cafetería y que después se les unió Héctor quien les comentó que Haydee le había dicho que lo iba a esperar y que parece que se cansó y se fue. Ellos se burlaron de su amigo: “¿Y que tú pensabas, bobo? Seguro que se encontró a alguien que la acompañara, ¿o es que tú no conoces a Haydee?”. Y los cuatro tomaron rumbo a la parada de la ruta 27 para dirigirse a sus respectivas casas.

–En realidad, nosotros no le dimos importancia al asunto y ahora, al menos yo, tengo tremendo cargo de conciencia –señaló Héctor–. ¿Saben a dónde fue ella después que nos fuimos?

–Ese es el problema –aclaró el policía–, después de que tú la viste salir ya no supimos más de su paradero.

–Ay, mi madre –expresó el joven con preocupación–. Yo tenía que haberla buscado, haber salido detrás de ella, no sé… a lo mejor no le hubiera sucedido nada. Pero es que ella era así, siempre estaba jugando con la gente, no pensé que estuviera hablando en serio. Ojalá no le haya pasado nada, de lo contrario, no me lo voy a perdonar.

Los otros tres jóvenes guardaron silencio. Estaban consternados. El oficial se dirigió a ellos.

–Vean, no se sientan mal. Nada de lo sucedido es culpa de ustedes y menos tuya, Héctor. Tú no sabías qué estaba pasando. Les voy a decir algo también, Haydee se relacionaba con gente no muy “decente” que digamos y es posible que si algo le sucedió haya sido por esas relaciones peligrosas. De todas formas, pensamos que todo esto se debió a su inexperiencia y una parte a la crianza que tuvo en la que los padres la dejaban hacer para complacerla. Pero, con todo y eso, es nuestro deber buscarla y entregarla sana y salva a su familia, ese es nuestro trabajo. A lo mejor, esto le sirve para recapacitar y cambiar su forma de ser, ¡quién sabe!, pero lo principal es que podamos encontrarla antes de que ocurra alguna desgracia.

–¿Y usted cree que alguien pudo hacerle daño? –preguntó Reynaldo.

–Todo es posible, por el tipo de gente con quien está involucrada. Pero, seamos optimistas, mientras haya esperanzas seguiremos buscando. Ahora una pregunta para los cuatro: ¿conocen de alguien nombrado Carlos que haya tenido relación con Haydee? –los cuatro jóvenes se miraron.

–Sí, nosotros conocemos como a dos o tres –respondió Julio César–, son de La Salle y yo conozco a uno de Belén,9 Carlos Castellanos, pero que yo sepa ninguno de ellos tiene algo que ver con ella. Mire, capitán, a esa muchacha la conocemos del Ten Cent y porque era amiga de Villi, a ella sí la conocemos porque somos vecinos, pero fuera de ahí no tenemos ninguna relación, ni siquiera va a las fiestas que nosotros vamos.

–Así es –expresó Héctor–. Creo que con quien tiene más afinidad es conmigo. Cuando estábamos en el grupo siempre se me acercaba y conversábamos, pero, a decir verdad, yo no sé ni dónde vive y mucho menos si estaba involucrada con algún Carlos. Ella nunca nos contó de sus amistades y menos de si era novia de él o algo así. Una vez me dijo que nosotros éramos unos fiñes, que a ella le gustaban los hombres maduros, de experiencia, que nosotros solo podíamos jugar “a la rueda rueda” y que ella no estaba para cambiar culeros, así dijo.

Al escuchar estas palabras, el capitán recordó lo que le había contado el dulcero, de que había un hombre que podía ser su papá esperándola. Se acordó también del hombre de una de las fotos encontradas en Celimar, donde la edad se le reflejaba en la grasa alrededor de la cintura.

El oficial dio la entrevista por terminada, se puso de pie y se dirigió al grupo: