Doce mujeres - Kremer Harold - E-Book

Doce mujeres E-Book

Harold Kremer

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Beschreibung

Estos doce cuentos exploran la experiencia humana moderna: el desamparo, la soledad, el desasosiego, son narrados desde el punto de vista de Doce mujeres de todas las edades y orígenes, una por relato, que enfrentan situaciones como el abandono, la locura, la drogadicción y todas aquellas heridas que conforman la vivencia de la mujer contemporánea. Estas narraciones muestran voces femeninas únicas y auténticas que van desde lo urbano hasta lo rural, de lo más íntimo hasta lo más social, pero siempre reflejan experiencias que, como los cuentos de Chéjov, se convierten en "rodajas de vida".

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Ähnliche


Kremer, Harold, 1955-

Doce mujeres. Doce pequeñas muertes / Harold Kremer. -- Edición Julián Acosta Riveros. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2021.

196 páginas ; 21 cm. -- (Colección El pozo y el péndulo)

ISBN 978-958-30-6375-6

1. Cuentos colombianos 2. Mujeres - Cuentos 3. Vida cotidiana - Cuentos 4. Humor - Cuentos 5. Prejuicios - Cuentos 6. Placer - Cuentos I. Acosta Riveros, Julián, editor II. Tít. III. Serie.

Co863.6 cd 22 ed.

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., julio de 2021

© Harold Kremer

© 2020 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Julian Acosta Riveros

Diagramación y diseño de tapa

Martha Cadena

Imagen de tapa

© Shutterstock-Cranach

ISBN 978-958-30-6375-6 (impreso)ISBN 978-958-30-6412-8 (epub)

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

¿Y si somos acaso una leyenda, una historia contada por un ciego que lleva siglos hablando a un oyente sordo, un ciego que cada cien años vuelve a empezar la historia ya contada?

Contenido

Algo mecánico, algo manual

Llamadas remotas

Sin aves y sin ruido

Padrenuestro

¿Quién va a pagar?

El Gato Negro

El mago

¿Por qué me muerdes?

Vecinos

Una linda mañana para el día del juicio final

Mi padre

Doméstica

Algo mecánico, algo manual

La ventaja de Carlos y la mía es que trabajamos en el turno de la noche, solo unas horas. A veces, a las doce ya terminamos todo. A Car­los le toca el segundo y el tercer piso, y a mí el quinto y el sexto. Barremos, trapeamos, limpiamos las paredes y los escritorios, lavamos los baños, recogemos la basura, y listo. Entonces, nos encontramos, abrimos una venta­na y nos fumamos un bareto. De vez en cuando bebemos aguardiente. Otras veces, sobre cualquiera de las alfombras, hacemos el amor. Luego, salimos.

—Vamos a bailar —me dice Carlos.

Es un viernes, vamos a la 15 a un bailadero llamado Cañandonga. El sitio está lleno, pero nos encuentran una mesa en la que hay un hombre gordo y una mujer flaca. El hombre es conductor de un bus que hace dos rutas diarias, ida y vuelta, a Pereira.

—Me sé la carretera de memoria —dice—. Llevo nue­ve años en la misma ruta. Hay pasajeros a los que saludo como si fueran mi familia. Sé cuántos hijos tienen, cómo se llaman sus esposas, qué hacen. A veces salgo de aquí al amanecer y hago mi primer viaje. El problema no es la carretera, ni los otros autos. El problema real es no quedarme dormido. Por eso me llevo un termo de café bien cargado, preparado con hojas de coca. Y en la noche ya estoy de vuelta.

Nos levantamos a bailar. Carlos es buen bailarín de salsa clásica. Es elegante, sabe cómo hacer bailar a una mujer. Siempre escuché que los buenos bailarines son malos en la cama. Pero con Carlos no es así: es bueno en las dos cosas, pero es un hombre un poco taciturno. La mayor parte del tiempo se queda meditabundo.

—¿En qué piensas? —le pregunto.

Ni él lo sabe. Me mira, se queda en silencio. Es un pensador, un pensador profesional, de esos que casi no hablan. Cinco años atrás estudiaba Filosofía. Se retiró y decidió que trabajaría en alguna cosa sencilla, en un trabajo donde no tuviera que utilizar la cabeza.

—Quería algo mecánico, algo manual —me dijo.

Al principio cometió el error de poner en la hoja de vida que había estudiado hasta quinto semestre de Filosofía. Eso no le servía para realizar trabajos manuales y lo rechazaban. Entonces, empezó a presentar solicitudes en las que ponía que solo había estudiado hasta quinto grado de primaria.

—¿Por qué dejaste de estudiar Filosofía? —le pregunté una vez.

—No me gustó —dijo.

Volvemos a la mesa. La mujer está dormida, el conductor mira a las parejas bailar. Nos saluda levantando las cejas. Me parece que ha estado llorando. Nos cuenta que la mujer, Rebeca, es su novia.

—Trato de que lleve una buena vida —dice—, que haga algo, pero es imposible. Esta mujer nació para sufrir.

De vez en cuando la lleva en sus viajes.

—Si está bien —agrega—, si se encuentra en un buen momento y está sobria, porque si no, es un problema serio. El otro día se puso a discutir con un pasajero y el tipo le reventó la nariz de un puñetazo. Y ella le quebró un brazo con una varilla. Ahí me tocó pelear y terminamos en una inspección de Policía en Buga.

Le acaricia el rostro, le quita un mechón de cabello que le cae sobre la nariz.

—Tuvo una mala vida, una mala familia, un marido malo —dice.

Se sirve una copa y la bebe de un tirón.

—Hay días en que se pierde y no la encuentro en ningún lado. Antes me desesperaba, la buscaba. Ya no. Sé que volverá a aparecer. ¿Dónde se mete, qué hace? No sé, ni me importa. O… sí sé, pero igual no me importa. Ya me acostumbré a que debo quererla solo cuando está presente, a mi lado.

Bailamos dos discos más y le digo a Carlos que nos va­­mos porque no puedo seguir en ese lugar. Comienza a amanecer cuando compramos una botella de aguardiente, un paquete de papas y una botella de agua. Enseguida nos montamos en un bus rumbo al río Jamundí. Cuando llegamos no hay nadie. En tres o cuatro horas empezará a llegar la gente que hace paseos de olla. De la carretera bajamos al río y caminamos cerca de media hora. Me desnudo, me meto a un charco y me quedo en una parte que me da a la altura de los senos. Me sumerjo, vuelvo a salir. Siempre me ha gustado el agua chorreando por mi cabello. Carlos se sienta a mirar el paisaje. Diez minutos después, se desnuda, va hasta una roca gigante y hace un clavado en la parte honda. Se zambulle varias veces. Luego se acerca.

—¿Cómo viste al tipo? —le pregunto. No entiende de qué hablo—. El conductor y la mujer —aclaro.

—Parece que está en las últimas. Dentro de poco estrella el bus con veinte pasajeros o mata a Rebeca. Una de dos.

—¿Y cuál prefieres?

—Que estrelle el bus con treinta pasajeros, incluida Rebeca, y que todos se mueran.

Casi nunca sé si Carlos habla en serio o en broma. Eso me desespera y me angustia porque, al final, ni sé de qué habla, ni qué es lo que quiere. Mamá, una vez que lo conoció, me dijo que Carlos estaba loco.

—Es un hombre sin deseos —agregó—. Tú necesitas a alguien que te prometa algo, un futuro para ti y para el niño.

Carlos empieza a nadar en la parte profunda del charco. Yo intento adivinar dónde va a salir. Bucea un tiempo. De pronto, se acerca y se mete entre mis piernas. Pasa por debajo de ellas, primero por delante, luego por detrás. Después se devuelve a la parte más profunda y vuelve a pasar por debajo. Siento su rostro entre mis muslos. Sale por detrás, me besa en la nuca y en los hombros. Me estremezco. Sigue acariciándome. Mis pezones se ponen aún más duros. Siento su erección entre mis nalgas. Me penetra allí, bajo el agua. Luego me arrastra de la mano hasta la orilla y hacemos el amor. Volvemos al agua. Nos quedamos quietos, mirándonos.

—Fue delicioso —le digo.

Carlos asiente.

Despertamos al escuchar voces y nos vestimos rápidamente. Es una pareja con dos niños, y un adulto. Los niños se tiran al agua y empieza, de verdad, el alboroto. Todo el silencio se esfuma. La mujer, enfundada en un pantalón que le queda apre­tado, deja ver un vientre abultado. Chilla dando instruccio­nes a los hombres y a los niños. El plan es preparar un sancocho. Los hombres se meten monte adentro a buscar leña. Uno de ellos lleva un machete. Los niños, a pesar de que nadan bien, se quedan en la parte baja del charco. La mujer empieza a sacar de dos mochilas platos, ollas, cebollas, tomates, yucas, papas, dos pollos, hierbas y gaseosas. Mira a todos lados y se acerca a nosotros. Carlos se ha vuelto a dormir.

—Hola —me dice—. ¿Tienen fósforos?

Le paso el encendedor. Junta varias piedras, arma dos fogones y luego recoge hojas secas, ramas de made­ra. Enciende el fuego. Al rato llegan los hombres con la leña. Les ordena que la dejen a un lado y vuelvan por más. Usa la tapa de una olla como abanico para avivar el fuego. Le echa leña más gruesa y vuelve a abanicar. Cuando el fuego se levanta por encima de las piedras, va un poco arriba del río con una olla y la llena de agua. La monta en el fogón y llama a los niños. Les indica de dónde traer más agua. Uno de ellos, el más pequeño, tropieza y riega el agua. Me levanto, lo ayudo a pararse. Con la olla en la mano, voy por el agua. Se la entrego y le pregunto si necesita más.

—No por ahora —dice—. Cuando llegue el momento, les digo a esos dos vagos que vayan por más.

Me devuelve el encendedor. Pregunta cuánto tiempo llevamos allí y si hemos visto más gente. Luego, señala a Carlos.

—¿Es tu marido?

—Es un amigo.

—Es lo mejor —dice—. Si aceptas un consejo: no te vayas a casar, y menos a tener hijos. Los hombres son una mierda.

Me pasa un cuchillo y varias papas mientras sigue hablando.

—Estos dos son los padres de mis hijos. Viven conmigo y me toca mantenerlos. Nunca encuentran trabajo, y si les consigo uno, a los dos o tres días los echan. Son unos haraganes. Lo único que quieren hacer es fumar marihuana, beber y conseguir putas. Al principio creí que no se iban a llevar bien. Entonces me dije: esperemos a ver qué pasa, cuál de los dos echa al otro. Pero me quedé esperando porque se hicieron amigos y se quedaron. Se turnan para dormir conmigo. Eso es lo único bueno de todo porque a mí no me gusta dormir sola, necesito un hombre a mi lado, uno que funcione. Ellos saben que si fallan los echo a la calle. Por eso les aguanto todo.

Le entrego las papas peladas y, enseguida, me pasa cebollas y tomates. Me siento a su lado. Despresa los pollos con habilidad y los arroja a la olla con el agua hirviendo. Pico la cebolla y los tomates y me dice que los meta a la olla. Se levanta, atiza el fuego del otro fogón, le echa leña gruesa, vuelve a atizar. Cuando el fuego aviva, pone una olla con arroz. En esos momentos llegan los hombres con la leña.

—¿Por qué se demoraron? —les pregunta en voz alta.

Uno de ellos se esconde detrás del otro. El de adelante dice que tuvieron que caminar mucho para poder encontrar leña.

—¡Mentira! —les grita—. ¡Mentira! ¡Estuvieron fumando marihuana! ¡Y yo aquí haciendo el almuerzo para todos!

El de atrás dice que quieren ayudar.

—¡Qué ayuda ni qué mierda! ¡Tuve que pedirle a la señorita que me diera una mano! ¿Y en qué van a ayudar si ya casi todo está hecho? ¡Lárguense a cuidar a los niños!

Los hombres corren hacia el río. Se quitan los pantalones y entran al agua. La mujer mete más leña debajo de las ollas.

—Me hacen enojar —dice, mirándolos zambullirse—, es que son peores que niños. Viven a mi alrededor esperando a que les diga qué hacer. Yo vivía, primero, con Jorge, el alto flaco. Luego apareció Fernely, el moreno. No sé cómo me fui enredando con él. Iba al puesto de la galería donde tengo una revueltería y me ayudaba a descargar un bulto, a acomodar la mercancía, y ahí empezó la sobadera: que una mano, primero; luego una nalga, y se me fue metiendo ese hombre. Yo empujándolo y él entrando. Y fue haciendo su espacio, hasta que, sin saber cómo, ya estaba adentro, pero bien adentro, porque me metió al pequeño, al morenito que ves allí.

—¿A cuál quieres más? —le pregunto.

—A ninguno de los dos. Yo ya no estoy para esas cosas. Lo que necesito es que me colaboren con el trabajo, que se encarguen de los muchachos. Ah, y que me rindan en la cama porque yo soy muy ardiente.

Veo que Carlos está sentado. Me acerco, me siento a su lado. Bebe agua y, enseguida, se empuja un trago de aguardiente. Vemos a Jorge, a Fernely y a los niños jugar. Me dice que nos metamos al agua antes de que llegue más gente. Le digo que no, que no tengo vestido de baño. Lo animo a que entre al río. Se quita los pantalones y se mete al agua en calzoncillos. Cojo la botella y me acerco donde la mujer.

—¿Te tomas uno?

—Dos —dice—, mejor dame dos, o uno grande.

Se toma uno tras otro. Los ojos se le alcanzan a enrojecer. Se limpia la comisura de los labios con el trapo que usa para coger las ollas. Luego mira en dirección al río.

—Está bueno —dice, hablando de Carlos—, un poco flaco, pero no importa. ¿Qué tal es en la cama?

Sonrío. Ella me mira esperando la respuesta. Le digo que es bueno, que nos entendemos bien. Revuelve la olla del sancocho, tapa el arroz. Me dice que se llama Yaira. Me cuenta que su padre está preso por secuestro y asesinato de un niño.

—Lo condenaron a sesenta años. Lleva treinta en la cárcel y creo que allá va a morir porque tiene cáncer. Es injusto porque mi papá se lo encontró en la calle y lo llevó a la casa a esperar a que aparecieran sus padres para devolverlo. Pero el niño murió accidentalmente. El error de mi papá fue enterrarlo en un hueco que había detrás de la casa. El mejor amigo, el que le ayudó a en­terrarlo, fue el que lo denunció.

Yaira se queda un rato en silencio mirando hacia la otra orilla. Aprieta los labios, frunce el ceño. Me pide otro trago y me pregunta si voy a bañarme. Le digo que no. Me deja a cargo de las ollas y se mete a chapotear con sus hombres y los niños. Carlos nada un poco más arriba. Se hunde y sale más adelante. Luego se hunde y vuelve atrás. Me tomo otro trago de aguardiente y me siento a mirarlos.

En la tarde nos devolvemos a Cali. Yaira nos vendió el almuerzo y se bebió más de la mitad de la botella de aguardiente. Carlos me dice que su afán de marcharse se debía a que Yaira se le estaba insinuando. Le pregunto si quiere que me quede con él en la pieza que alquila. Dice que no. Quiere estar solo, quiere dormir. Antes de despedirnos en la terminal, agrega:

—Pienso que lo mejor es que no nos veamos por un tiempo.

Le pregunto qué pasa. Dice que necesita pensar en su vida, tomar algunas decisiones.

—¿Estoy yo en esas decisiones?

Me mira, dice que cree que no. Empiezo a rogarle, a pedirle que no me deje así con esa incertidumbre, le vuelvo a preguntar qué pasa, pero llega su bus e inmediatamente se sube. Me quedo un rato allí, sin saber dónde estoy. Camino sin rumbo por la terminal, de aquí para allá. Al rato, un policía me pregunta si me sucede algo.

—Nada, nada —respondo.

Voy a la casa de mi mamá por mi hijo, pero el papá aún no lo ha llevado. Me siento a tomar un café. Mamá me dice que Pedro, un vecino, preguntó nuevamente por mí.

—Creo que le gustas.

—A mí no me gusta, mamá.

—No importa, mija, ya te acostumbrarás. Las mujeres siempre debemos tener dos hombres: uno para vivir con él y otro para pasarla rico.

—¿Así fuiste tú con papá?

—Así fui, tú lo sabes. Y él también lo sabía, pero no le importaba porque tenía varias mujeres. Nosotros, sin hablar, llegamos a un acuerdo. No nos jodíamos la vida.

—Pero tú te acostabas con él.

—Claro, eso hacía parte del acuerdo. Escúchame, Mónica, acepta una cita con Pedro. Él es buena gente, tiene un buen trabajo. Luego, decide tus cosas.

—Es que… creo que estoy enamorada, mamá.

—¿De Carlos, ese entelerido bueno para nada?

Acabo el café. Entro al baño a orinar. Afuera mamá sigue hablando en voz alta. Pienso en todo lo sucedido desde la noche del viernes. Se me vienen a la cabeza el conductor y la mujer, Yaira, sus dos maridos y sus hijos. Y, claro, pienso en Carlos. Sabía que tarde o temprano se iba a marchar.

Entonces, me paro frente al espejo y me miro llorar.

Llamadas remotas

De nuevo el teléfono timbró y corrí a contestar.

—¿Aló? ¿Aló? ¿Aló?

A veces escuchaba un rumor lejano. Parecían voces. Otras veces creía oír una canción lejana y ruidos, solo ruidos.

De inmediato llamé al hospital y pedí hablar con la habitación de mi hija.

Respondió Mario, mi marido.

—La niña, ¿cómo está la niña? —pregunté.

—Sigue dormida. ¿Qué pasa, Kathy? Es la tercera vez que llamas. Te dije que si sucedía algo te llamaba. Vete a dormir, descansa un poco.

—Ya dormí —dije.

—Entonces toma un buen baño y luego sales a dar una vuelta.

—¿Y la niña?

—Te dije que sigue dormida, Kathy. No podemos hacer nada. Los médicos vinieron dos veces a mirarla. Yo estoy aquí, no te preocupes.

Colgué. El teléfono volvió a sonar. Lo levanté.

—¡Vete a la mierda, hijueputa! —grité—. ¡Ve a joder a tu gran puta madre!

—¡Kathy, soy yo! —Escuché la voz de mi padre—. Kathy, ¿pasa algo?

—¿Papá?, ¿papá?

—Hija, soy yo, ¿qué pasa?

Le conté lo de las llamadas.

—Si nadie habla, deben ser llamadas que se cruzan. No te alteres porque vas a enloquecer. ¿Cómo está la niña?

Le conté lo que me había dicho Mario.

—¿Dormida? —preguntó papá—. ¿Dormida o en coma?

Tomé aire.

—En coma, papá, pero Mario y yo nos decimos que está dormida.

Colgué y me puse a llorar. Luego, me levanté, fui al baño y vomité.

Conocí a Mario cuando trabajaba en un almacén de zapatos. En esa época me encantaba salir a bailar. Tenía novios de ocasión, a veces por una sola noche, pero era lo que me gustaba. No quería compromisos. Veía a mis amigas prisioneras de su pareja, encerradas esperando a sus hombres, algunas de ellas embarazadas. Muchas veces me encontraba a esos novios en las discotecas donde yo iba. Algunos me saludaban, otros se escondían y otros se acercaban a solicitarme complicidad. A Mario le vendí un par de zapatos. Tres días después volvió a comprar un segundo par. Me dijo, mientras se los medía, que realmente quería invitarme a salir. Me llevaba ocho años. Esa noche fuimos a bailar y luego terminamos en un motel. Así era mi vida en aquella época.

Seguimos saliendo. Mario se enteró de que, a veces, yo salía con otros y decidió invitarme más seguido. Luego lo enviaron de la empresa donde trabajaba, Plantas Eléctricas, a realizar un curso en Bogotá. Fue el alumno más destacado y le ofrecieron encargarse de entrenar a los novatos. Y se quedó tres años. De vez en cuando venía a visitarme. A veces, borracho, me hacía escenas de celos. Una vez, me golpeó. Llamé a la policía y lo encerra­ron. Le prohibieron acercarse a mi casa. Se fue a Bogotá y no volvió a llamar. Una noche sonó el teléfono: era él. Me dijo que llamaba de la esquina de la casa, que quería visitarme. Acepté. Un año después, Plantas Eléctri­cas lo trajo de nuevo con un mejor salario. Y fue cuando nos casamos.

Vivimos bien. Era una bonita relación. Mario era muy celoso, pero me enamoró. Quedé en embarazo de Marito, pero al nacer murió ahorcado con el cordón umbilical. Me sentí mal porque, luego lo supe, era un accidente que se podía prevenir. Mario pidió vacaciones y nos fuimos a Europa. Estuvimos un mes, en el que logré dejar atrás la historia de mi hijo. Cuando regresamos, compramos una casa y empecé a tomar cursos para ocupar el tiempo. Aprendí algo de jardinería, cocina japonesa, pintura, danzas folclóricas, cultura general, vitromosaico, escritura creativa. Luego quedé en embarazo de la niña. Me cuidé bastante y Silvia nació sin problemas.

Un día fuimos al centro comercial a comprar ropa y juguetes, y a tomar un helado. Era parte del premio que le íbamos a dar a Silvia. La niña brincaba de la alegría. Primero fuimos a la rueda y al trencito. Luego entramos a un almacén de ropa. Silvia escogió un vestido rojo. Desfiló con él para nosotros.

—Mami, ¿me veo bonita?

—Hermosa —comenté.

—¿Y tú qué opinas, papi?

Mario la levantó, la abrazó y le dijo algo al oído. La niña rio.

Después le compramos zapatos, un bolso, un par de pantalones y tres blusas. Mario dijo que iba a la librería. Nos entretuvimos la niña y yo tomando un helado y hablando de las vacaciones en Cartagena. De pronto alguien me tocó la espalda. Era María, una antigua compañera del colegio. Hablamos de todo y de todos.

—¿Sigues bailando? Eras la mejor, Kathy, siempre pensamos que ibas a ser una bailarina profesional.

—Sí —mentí—. Ya no bailo tanto como antes, pero sigo bailando.

Nos despedimos y me quedé pensando por qué no había vuelto a bailar. ¿Sería para evitar los celos de Mario? Él llegaba tarde del trabajo y yo estaba con la niña, pero a veces sentía nostalgia de algo, no sabía de qué, hasta que hablé con María y lo supe: era el baile, la noche, la rumba.

Mario volvió de la librería y decidimos ir al parque de diversiones. Silvia estaba feliz. La montamos en los caballitos y en los carros chocones. Antes de salir, Silvia insistió en subir a los aviones que giraban.

—No me parece buena idea —dije—. Eres muy niña para montar en esos aparatos.

Mario intervino:

—Montemos todos, la niña se lo merece.

Silvia había ganado con honores el año escolar.

—Yo no me subo —dije.

Mario rio. Me abrazó e insistió que era el regalo de la niña.

—Cierras los ojos —me susurró.

—Te montas tú con ella, yo me mareo —le dije.

—Vamos los tres, mamá —insistió Silvia.

—Sí, los tres —dijo Mario.

Observé los aviones y me pareció que no giraban tan rápido. Subimos. Mario aseguró a Silvia entre no­sotros. Cuando empezó a girar cerré los ojos. La niña gritaba y Mario reía. Los aviones empezaron a girar más rápido y yo me agarré de un brazo de Mario. Seguía con los ojos cerrados. De pronto sentí un golpe y un fuerte tirón. Desperté en el hospital. Mario estaba a mi lado.

—¡Silvia! —grité.

—La están revisando —me dijo Mario—. No fue nada grave.

Intenté levantarme y un fuerte dolor en la nuca y en la cabeza me lo impidió. Grité. Volví a intentarlo y no pude. Dos enfermeras me aplicaron un calmante.

Al despertar, un médico me revisó.

—Los exámenes salieron bien —me dijo—, solo contusiones.

Llamé a Mario y a Silvia. El médico me hizo recostarme. Dijo que él los llamaba. Mario entró solo.

—¿La niña, Mario, dónde está Silvia?

Se sentó a mi lado y me contó todo.

—El avión se zafó y volamos como treinta metros hasta estrellarnos contra un poste.

La niña y yo nos golpeamos en la cabeza. Silvia llevó la peor parte y estaba en coma. Grité, me quité la aguja con la que estaba inyectada y me levanté. Caí al suelo. Mario y una enfermera me levantaron y me acostaron. Luego me aplicaron otra inyección.

Al despertar no me dolía tanto la cabeza. Mario estaba a mi lado. Tenía los ojos rojos. Me apretó una mano y arrancó a llorar. Me sentía tranquila. Le pregunté qué pasaba y el llanto no le permitió contarme. Recordé lo que había sucedido y pensé lo peor, en la muerte. Cuando se calmó, me dijo:

—Silvia sigue en coma. Los médicos dicen que es grave.

Entonces cerré los ojos y sentí que se me inundaban de lágrimas.

A Mario se le incrementó el trabajo por las vacaciones que iba a tomar. Me trasladé a vivir a la clínica. Día y noche estaba al lado de la cama. A veces Mario me reemplazaba en la noche una o dos horas, mientras iba a casa a tomar una ducha y a cambiarme de ropa. No quería separarme de Silvia, pero Mario insistía.

—Debes despejarte un poco —me decía.

Corría y volvía.

Mario se quedaba una hora para hablar, pero no teníamos nada que decirnos, nos quedábamos sentados, tomados de la mano. Silvia llevaba ocho días en coma. Su cuerpo se veía frágil, estaba muy delgada y tenía la piel sin brillo. Hacia las once Mario se despedía.

—Me faltan siete días para salir a vacaciones, Kathy, siete días para dedicarme totalmente a Silvia.

Nos abrazábamos y se marchaba. Mario dormía apenas cuatro horas. A las cuatro de la mañana llegaba a la oficina y salía a las ocho de la noche. Así era Mario, mi marido, un buen hombre, el que nos protegía del maldito mundo exterior.

A veces dormitaba al lado de Silvia, otras le cantaba las canciones que a ella le gustaban o le frotaba el cuerpo con aceite como me había indicado el médico.

No sé cómo sucedieron las cosas. Realmente no lo sé. Era un jueves y Mario llegó a las siete de la noche. Me dijo que había logrado sacar el viernes libre y se queda­ría toda la noche y el día siguiente. Me ordenó que me marchara. Yo no quería, le dije que nos quedáramos los dos, que era lo mejor para Silvia en caso de que despertara.

—Tienes que comprar comida, organizar un poco la casa, descansar. Llama a Pilar para que te ayude y vuelve mañana en la noche. El miércoles salgo a vacaciones. Hagamos un último esfuerzo y ya veremos —dijo.

Me negué. Mario empacó las pocas cosas que yo tenía y abrió la puerta del cuarto.

—Vete —dijo—, vete, la niña te necesita fuerte.

Dudé, Mario fue hasta el asiento y me levantó. Me puse a llorar, me abrazó y nos quedamos un rato en la mitad del cuarto. Me llevó afuera y cerró la puerta. El pasillo estaba vacío a esa hora de la noche. Caminé des­pacio y tomé el ascensor. Afuera un aire tibio recorría la calle. Respiré, miré arriba, al piso donde estaba Silvia, y vi que la luz ya estaba apagada. Pensé que Mario tenía razón, que debía recuperar fuerzas, no dejar que se derrum­bara lo poco que teníamos.