DOM CASMURRO - Machado de Assis - E-Book

DOM CASMURRO E-Book

Machado de Assis

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Beschreibung

Joaquim Maria Machado de Assis (839 – 1908) fue un escritor , considerado por muchos críticos, estudiosos, escritores y lectores el mayor nombre de la literatura brasileña. Machado de Assis dejó una muy amplia obra, fruto de medio siglo de trabajo literario, en la que se contabilizan obras de teatro, poesías, prólogos, críticas, discursos, más de doscientos cuentos y varias novelas.  Don Casmurro es una de las obras más conocidas, traducidas y estudiadas de Machado de Assis y da, desde luego, buena fe de la destreza técnica de su autor, y de su capacidad para tratar una trama que podría considerarse trágica, con una ironía y un distanciamiento inconparables. La obra, leída solo como argumento desnudo, podría ser solo una de tantas "novelas de adulterio" que pueblan la literatura decimonónica; pero una vez que se transforma en la novela de Machado de Assis, se convierte en un ejercicio de técnica narrativa que desafía al lector y lo provoca. En esta novela, el lector se podrá comprobar el talento de este excepcional escritor, uno de los mejores de todos los tiempos.  

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Seitenzahl: 360

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Machado de Assis

DOM CASMURRO

Título original:

“Dom Casmurro “

Primera edición

Prefacio

Amigo Lector

Joaquim Maria Machado de Assis (1839 – 1908) fue un escritor brasileño, considerado por muchos críticos, estudiosos, escritores y lectores el mayor nombre de la literatura brasileña y uno de los mayores escritores del siglo XIX. Machado de Assis dejó una muy amplia obra, fruto de medio siglo de trabajo literario, en la que se contabilizan obras de teatro, poesías, prólogos, críticas, discursos, cuentos y varias novelas.

Don Casmurro es una de las obras más conocidas, traducidas y estudiadas de Machado de Assis y da, desde luego, buena fe de la destreza técnica de su autor, y de su capacidad para tratar una trama que podría considerarse trágica, con una ironía y un distanciamiento cómicos que la convierten, casi, en una farsa.

La obra, leída solo como argumento desnudo, podría ser solo una de tantas "novelas de adulterio" que pueblan la literatura decimonónica; pero una vez que se transforma en la novela de Machado de Assis, se convierte en un ejercicio de técnica narrativa que desafía al lector y lo provoca. En esta novela, el lector se podrá comprobar el talento de este excepcional escritor, uno de los mejores de todos los tiempos.

Una excelente lectura

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Sumário

PRESENTACIÓN

DOM CASMURRO

PRESENTACIÓN

El autor y su obra

Joaquín Machado de Assis nació el 21 de junio de 1839 en el Morro do Livramento, uno de los cerros que rodean Río de Janeiro y que actualmente es una zona de favelas a la que resulta en extremo peligroso y desagradable subir caminando por esos senderos de miseria y violencia.

Su padre, mulato y descendiente de esclavos, era pintor de brocha gorda. Su madre, de origen portugués, había nacido en una isla de las Azores. Desde estos antecedentes, la crítica ha elaborado una historia en la que este muchacho humilde, de piel oscura, logró realizar una vertiginosa carrera que lo encumbró, gracias a continuas luchas y una enorme paciencia ante las humillaciones, hasta las más altas cumbres de la cultura y la sociedad brasileña; Y si se agrega la epilepsia como otro de sus rasgos constitutivos, la imagen del genio labrando su destino por sí mismo es casi perfecta. El perfecto self mademan. Sin embargo, como indica el crítico brasileño Antonio Candido, lo que convendría resaltar es la facilidad como fue subiendo y mereciendo los más altos reconocimientos.

Y no fue una excepción: durante el imperio colonial, hombres negros y pobres, no sólo recibieron títulos portugueses de nobleza, sino que también desempeñaron altos cargos en la organización colonial. La de Machado fue una vida plácida, según Candido: tipógrafo, periodista, modesto oficinista, funcionario de alto nivel, fundador y primer presidente de la Academia Brasileña de Letras, y, desde los cincuenta años, “el escritor más importante del país, y objeto de tanta reverencia y admiración general como ningún otro novelista o poeta brasileño lo fue en vida, ni antes ni después.”

La carrera literaria de Machado de Assis se inició en 1861, al cumplir veintidós años, con la publicación de una aparente traducción y una fantasía dramática. Antes, a los quince años, se había presentado a la tertulia del librero y editor Francisco de Paula Brito con un poema que nadie creyó que fuera escrito por él. Desde entonces frecuentó a los más importantes literatos del Brasil y colaboró con la revista del cenáculo, la Marmota Fluminense. Por lo general se considera como una primera época de su obra la que va desde los quince o los veintidós años de edad hasta 1880, cuando se inicia la publicación en folletín de “Las Memorias Póstumas de Bras Cubas” y se inicia la andadura de quien llegaría a ser el máximo escritor del Brasil, el más importante escritor latinoamericano del siglo XIX, y un escritor de relevancia mundial que, como sostiene Susan Sontag, no ha merecido ese reconocimiento por ser brasileño y haber pasado toda su vida en Río de Janeiro.

Machado de Assis dejó una muy amplia obra, fruto de medio siglo de trabajo literario, en la que se contabilizan obras de teatro, poesías, prólogos, críticas, discursos, más de doscientos cuentos y varias novelas. Entre los cuentos hay más de una decena que son de lo mejor que se ha escrito en portugués; y entre las novelas, tres que alcanzan cimas desconocidas para la literatura escrita en castellano durante el siglo XIX: las Memorias póstumas de Bras Cubas (1880), Quincas Borba (1891) y Don Casmurro, considerada por una parte de la crítica como su obra maestra. La vida de Machado de Assis fue en verdad tranquila. Siempre tuvo a su lado a escritores y personas de buena posición social y económica, apoyándolo. A pesar de la oposición familiar a su boda con una joven portuguesa, hermana del poeta Francisco Xavier de Novais, el matrimonio resultó un acierto y la esposa desempeñó un papel fundamental en la vida y en la obra de su esposo. Por otra parte, se sabe que fue un hombre en exceso formal, amigo de mantener las distancias, convencional, de una vida privada muy protegida. Se dice que lo único que le faltó en la vida fue un hijo.

A pesar de que unánimemente se le considera uno de los grandes escritores del siglo XIX, fuera del Brasil la obra de Machado de Assis no tiene la difusión y el reconocimiento que merece particularmente en los países de Hispanoamérica.

En “genius”, uno de sus últimos libros, el prestigioso crítico literario norteamericano Harold Bloom seleccionó lo que él llama su “mosaico de cien mentes creativas ejemplares, de cien auténticos genios”. Entre ellos aparece Joaquim María Machado de Assis, quien figura al lado de León Tolstoi, Hermán Melville, Jane Austen, Antón Chéjov, Víctor Hugo, Stendhal, Henry James, Fiodor Dostoievski. Jane Austen, Gustave Flaubert, José Maria Eça de Queiroz, entre otros escritores del siglo XIX. Seguramente, muy pocos impugnarían la inclusión del escritor brasileño en esa selecta nómina. Por el contrario, estarán de acuerdo en la calidad y la originalidad de su obra lo sitúa al mismo nivel de esos autores.

Sin embargo, hay que convenir con Susan Sontag en que causa asombro que un escritor de tal magnitud siga sin ocupar el lugar que merece. En su caso no cabe hablar de olvido, pues ello significaría que antes disfrutó de una etapa de reconocimiento y difusión. Más bien se trata de un escaso conocimiento de su obra fuera de su país, por más que las razones sean difícilmente explicables. La propia Sontag, no obstante, da una: “Seguramente Machado hubiera sido mejor conocido si no hubiese sido brasileño y pasado toda su vida en Río de Janeiro; si se hubiese tratado, digamos, de un italiano o un ruso. O incluso de un portugués”.  Y considera aún más notable el que sea poco reconocido y leído en el resto de América Latina, “como si fuera todavía duro de digerir el hecho de que el mayor autor surgido en ella escribiera en portugués, en lugar de hacerlo en lengua española”. Machado de Assis murió el 19 de septiembre de 1908.

Ahora, en pleno siglo XXI, en el que la tecnología permite un acceso más rápido y económico a obras internacionales, el lector de habla hispana tiene la oportunidad de conocer un poco sobre este extraordinario escritor brasileño. En esta edición, se presentará una de sus obras más destacadas:

La obra:  Dom Casmurro

Don Casmurro es una de las obras más conocidas, traducidas y estudiadas de Machado de Assis y da, desde luego buena fe de la destreza técnica de su autor, y de su capacidad para tratar una trama que podría considerarse trágica, con una ironía y un distanciamiento cómicos que la convierten, casi, en una farsa.

La obra, leída solo como argumento desnudo, podría ser solo una de tantas "novelas de adulterio" que pueblan la literatura decimonónica; pero una vez que se transforma en la novela de Machado de Assis, se convierte en un ejercicio de técnica narrativa que desafía al lector y lo provoca. El narrador y protagonista de la novela, Bento (alias Bentinho, alias Don Casmurro) nos cuenta la historia de su vida y, sobre todo, la de sus amores con Capitú, desde la infancia hasta la edad adulta, y hasta que descubre su supuesta infidelidad, encarnada en su único hijo, Ezequiel.

Pero Don Casmurro, como narrador, tiene dos características que condicionan toda la novela: en primer lugar, es plenamente consciente de estar escribiendo una novela (y se entromete en el proceso con comentarios sobre el ritmo, el orden o la veracidad de la narración); y en segundo lugar, es un ejemplo perfecto de lo que Wayne Booth llamó unreliable narrator ("narrador no fiable"), ya que sus celos casi enfermizos -él mismo se identifica con Otelo, su personalidad manipulable y su excesiva imaginación obligan al lector a cuestionarse todo lo narrado, distinguiendo los "hechos" de las "interpretaciones" del narrador.

Además, a través de toda la novela se mantiene una superficie cómica y ligera que la envuelve, y que evita, como decía antes, la lectura trágica: capítulos muy cortos (de uno o dos párrafos, a veces) alternan con capítulos de varias páginas; los personajes ridículos -incluido, y de manera destacada, el propio Don Casmurro se suceden; episodios sin relación aparente con la trama se insertan aquí o allá a modo de comentario o de digresión... Así, la lectura de la novela es amena y fácil, variada y original, sin renunciar por ello a presentar personajes complejos, ambiguos y realistas.

DOM CASMURRO

Sobre el título

Una de estas noches, cuando venía de la ciudad al Ingenio Nuevo, me encontré en el tren de la Central a un muchacho de aquí del barrio a quien conozco de vista y de saludo. Me dio la mano, se sentó a mi lado, habló de la luna y de los ministros y acabó recitándome sus versos. El viaje era corto y los versos quizá no fuesen del todo malos. Pero sucedió que como yo estaba cansado se me cerraron los ojos tres o cuatro veces y esto bastó para que interrumpiese la lectura y se metiese sus versos en el bolsillo.

Sería posible traducir casmurro por cazurro, ambos adjetivos están etimológicamente emparentados según los principales diccionarios etimológicos españoles

— Continúe, dije despabilando.

— Ya he terminado, murmuró él.

— Son muy bonitos.

(Corominas) y brasileños (A. Nascentes). Semánticamente, el propio Machado de Assis nos advierte ya en este primer capítulo; "No consultes diccionarios. Casmurro no está aquí en el sentido que éstos le dan, sino en el sentido de hombre callado y ensimismado que le da el vulgo". Para algunos diccionarios, como el ideológico de la lengua española de Julio Casares, ése es precisamente el único significado que, como adjetivo, tiene en español;

De pocas palabras, callado y muy metido en sí'. La semejanza no se limita sólo a los aspectos etimológico y semántico, también es evidente su parecido fonético.

Según el parecer del Dr. Leodegório A. de Azevedo Filho, como se desprende de la propia explicación del texto de Machado de Assis, la palabra Casmurro no tiene aquí función adjetiva, sino de nombre propio. Por consiguiente, no se debe traducir el nombre propio Casmurro, y sólo se traducirá para el español cazurro, cuando se encuentre en función adjetiva.

En cuanto al Dom, añade Machado de Assis, por boca de Dom Casmurro; "El Dom vino por ironía, para atribuirme humos de hidalgo". Efectivamente, Dom, en portugués queda restringido como fórmula de tratamiento a monarcas, príncipes, miembros de la alta nobleza, altos cargos eclesiásticos y como título concedido por los reyes a quienes prestaron altos servicios a la corte. Por el contrario, Don, en español, se antepone, como fórmula de tratamiento, al nombre de cualquier persona con independencia de su origen social e incluso en algunos países hispanoamericanos se aplica al apellido jocosa o despectivamente.

Vi que hacía un gesto para sacárselos otra vez del bolsillo, pero no pasó de ahí, estaba molesto. Al día siguiente comenzó a ponerme nombres desagradables y acabó apodándome Don Casmurro. Mis vecinos, a quienes no les gustan mis hábitos recluidos y reservados, hicieron circular ese apodo que finalmente se impuso. A mí no me molestó. Les conté la anécdota a mis amigos de la ciudad y ellos, de broma, me llaman así, algunos en sus mensajes: "Don Casmurro, el domingo iré a cenar contigo"; "Me voy a Petrópolis, Don Casmurro, a la misma casa de la Renania, a ver si dejas esa caverna del Ingenio Nuevo y vienes a pasar quince días conmigo"; "Querido Don Casmurro, no creas que te dispenso mañana del teatro, ven y te quedas a dormir aquí en la ciudad; te ofrezco habitación, té, cama; sólo no te ofrezco mujer".

No consultes diccionarios. Casmurro no está aquí en el sentido que éstos le dan, sino en el sentido de hombre callado y ensimismado que le da el vulgo. El Don Vino por ironía, para atribuirme humos de hidalgo. ¡Todo por dar una cabezada! Tampoco he encontrado mejor título para mi narración y, si no encuentro otro mejor antes de finalizar el libro, dejaré este mismo. Mi poeta del tren acabará sabiendo que no le guardo rencor. Y con poco esfuerzo, siendo suyo el título, podrá pensar que la obra es suya. Hay libros que sólo tienen eso de sus autores y algunos ni siquiera eso.

Sobre el libro

Ya que he explicado el título pasaré a escribir el libro. Antes, sin embargo, contaré los motivos que ponen la pluma en mi mano.

Vivo solo, con un criado. La casa que habito es mía; la hice construir de propósito, llevado por un deseo tan particular que me avergüenza publicarlo, pero ahí va. Un día, hace bastantes años, caí en la cuenta de reproducir en el Ingenio Nuevo la casa en la que me crié, en la antigua calle de Mata cavalos, dándole el mismo aspecto y categoría de la que ya no existe. El arquitecto y el pintor entendieron bien las indicaciones que les di: idéntico edificio abuhardillado, tres ventanas en la fachada, terraza al fondo, los mismos dormitorios y salas. En la sala principal, las pinturas del techo y de las paredes son más o menos iguales, unas guirnaldas de pequeñas flores y grandes pájaros que las llevan en sus picos, de trecho en trecho.

En las cuatro esquinas del techo, las figuras de las estaciones y, en el centro de las paredes, los medallones de César, Augusto, Nerón y Masinisa, con sus nombres debajo Desconozco el motivo de dichos personajes. Cuando fuimos a vivir a la casa de Matacavalos ya tenía esa decoración, que procedía de la década anterior. Naturalmente era propio de aquella época dar un sabor clásico y poner figuras antiguas en las pinturas americanas. El resto es también análogo y parecido. Tengo huerto, flores, legumbres, una casuarina, un pozo y un lavadero. Uso loza y mobiliario viejos. Finalmente, ahora como entonces, se produce aquí el mismo contraste entre la vida interior, que es apática, con la exterior, que es agitada.

Mi evidente finalidad era anudar las dos puntas de mi vida y recuperar la adolescencia en la vejez. Pues bien, no he conseguido recuperar lo que fue ni lo que fui. Como en todo, aunque el rostro sea el mismo, la fisonomía es diferente. Si sólo me faltasen los demás, sería aceptable; un hombre se consuela más o menos de las personas que pierde, pero no me hallo a mí mismo y esta laguna es lo que cuenta. Quien aquí aparece, comparándolo mal, es semejante al tinte con que se tiñen la barba y el cabello, que sólo conserva la apariencia externa como se dice en las autopsias; lo interno no admite el tinte. Un certificado que me atribuyese veinte años podría engañar a los extraños, como todos los documentos falsos, pero no a mí. Los amigos que me quedan son de fecha reciente, todos los antiguos fueron a estudiar la geología de los camposantos. Las amigas, algunas son de hace quince años, otras de menos y casi todas creen en la juventud. Dos o tres se lo podrían hacer creer a los demás, pero el lenguaje que hablan obliga muchas veces a consultar los diccionarios y tanta frecuencia cansa.

Sin embargo, vida diferente no quiere decir vida peor, sino distinta. En ciertos aspectos aquella vida antigua se me presenta desposeída de muchos encantos que le hallé; pero no es menos cierto que ha perdido muchas espinas que la hicieron molesta y en la memoria conservo algún recuerdo dulce y hechicero. En realidad, salgo poco y hablo menos. Distracciones escasas. La mayor parte del tiempo la empleo en cultivar el huerto, el jardín y en leer; como bien y no duermo mal.

Pero como todo cansa, esta monotonía acabó por agotarme también. Quise variar y caí en la cuenta de escribir un libro. Jurisprudencia, filosofía y política me vinieron a la mente, pero no me asistieron las fuerzas necesarias. Después pensé en hacer una Historia de los suburbios, menos pesada que las memorias del Padre Luís Gonçalves dos Santos, referidas a la ciudad; sería una obra modesta, pero exigía documentos y fechas como preliminares, todo árido y largo. Entonces fue cuando los bustos pintados en las paredes comenzaron a hablarme y a decirme que, ya que ellos no habían conseguido reconstruirme los tiempos idos, tomase la pluma y contase algunos. Quizá la narración me produjese una ilusión y viniesen las sombras a deslizarse ligeras, como al poeta, no al del tren, sino al del Fausto: ¿Aquí venís otra vez, inquietas sombras... ?

Me quedé tan contento con esta idea que todavía ahora me tiembla la pluma en la mano. Sí, Nerón, Augusto, Masinisa, y a ti gran César, que me incitas a hacer mis comentarios, os agradezco el consejo y voy a verter sobre el papel las reminiscencias que me vayan viniendo. De ese modo viviré lo que viví y asentaré mi mano para una obra de mayor fuste. Venga, comencemos la evocación por una célebre tarde de noviembre que nunca he olvidado. He tenido muchas otras, mejores y peores, pero aquella nunca se me ha borrado del espíritu. Lo entenderás conforme vayas leyendo.

La denuncia

Iba a entrar en la sala de visitas cuando oí pronunciar mi nombre y me escondí detrás de la puerta. La casa era la de la calle de Matacavalos; el mes, el de noviembre; el año es un tanto remoto, pero no cambiaré las fechas de mi vida sólo para agradar a las personas a quienes no les gustan las historias viejas; era el año de 1857.

— D. Gloria, ¿persiste usted en la idea de meter a nuestro Bentiño en el seminario?

— Ya ha pasado el momento e incluso podría surgir un problema.

— ¿Qué problema?

— Un gran problema.

Mi madre quiso saber de qué se trataba. José Días, después de algunos instantes de concentración, vino a ver si había alguien en el pasillo; no me vio, volvió y, bajando la voz, dijo que el problema estaba en la casa de al lado, en la familia de los Padua.

—¿En la familia de los Padua?

— Hace tiempo que se lo estoy queriendo decir, pero no me atrevía. No me parece bonito que nuestro Bentiño ande escondiéndose por los rincones con la hija del Tortuga, y ahí está el problema, porque si les da por enamorarse tendrá usted que luchar mucho para separarlos.

— No lo creo. ¿Escondiéndose por los rincones?

— Es una manera de hablar. Con cuchicheos, siempre juntos. Bentiño casi no sale de allí. La muchacha es una descerebrada, su padre hace como si no viera nada, pero ya le gustaría que las cosas fuesen a parar... Comprendo su actitud, usted no cree en esos cálculos, le parece que todo el mundo tiene un alma cándida...

— Pero, Sr. José Días, he visto a los muchachos jugando y nunca he visto nada que me haga desconfiar. Y menos a esa edad, Bentiño sólo tiene quince años. Capitú cumplió catorce la semana pasada, son dos jovenzuelos. No se olvide de que se han criado juntos, desde la gran inundación, hace diez años, cuando la familia Padua perdió tantas cosas; hasta ahí se remontan nuestras relaciones. ¿Qué voy a pensar...? Cosme, hermano, ¿tú que crees?

Mi tío Cosme respondió con un "¡Yo qué sé!" que, traducido en romance, quería decir: "Son imaginaciones de José Días; los muchachos se divierten, yo me divierto; ¿dónde está el back gamón?

— Sí, creo que está usted equivocado.

— Puede ser, señora. ¡Ojalá tengan razón!, pero crea que sólo he hablado después de mucho cavilar...

— De cualquier manera, ya va siendo hora, interrumpió mi madre; voy a tratar de meterlo en el seminario cuanto antes.

— Bueno, ya que no ha olvidado la idea de hacerlo cura se ha mantenido lo principal. Bentiño tiene que cumplir los deseos de su madre. Y además, la iglesia brasileña guarda altos destinos para él. No olvidemos que un obispo presidió la Constituyente ni que el padre Feijó gobernó el imperio...

— ¡Gobernó desastrosamente!, cortó mi tío Cosme, cediendo a antiguos rencores políticos.

— Perdón, doctor, no estoy defendiendo a nadie, estoy citando. Lo que quiero decir es que el clero juega todavía un gran papel en Brasil.

— Usted lo que quiere es llevarse una paliza en el juego; ande, vaya a buscar el backgamón. Y el muchacho, si ha de ser cura, realmente es mejor que no comience a decir misa detrás de las puertas. Pero, mírame, hermana Gloria, ¿de verdad hay necesidad de hacerlo cura?

— Es una promesa y hay que cumplirla.

— Sé que hiciste la promesa..., pero, una promesa así..., no lo sé... Creo que, pensándolo bien... ¿A ti qué te parece, prima Justina?

— ¿A mí?

— Ciertamente cada cual sabe mejor que nadie lo que le conviene, continuó mi tío Cosme, y Dios sabe de todos. Sin embargo, una promesa de tantos años ¿Pero, qué te pasa Gloria? ¿Estás llorando? ¡Vaya por Dios! ¿Eso es para llorar?

Mi madre se sonó sin responder. La prima Justina creo que se levantó y fue a hablar con ella. Luego se produjo un gran silencio, durante el cual estuve a punto de entrar en la sala, pero otra fuerza mayor, otra emoción. No pude oír las palabras que mi tío Cosme comenzó a decir. La prima Justina le daba ánimos: "¡Prima Gloria! ¡Prima Gloria!" José Días se disculpaba: "Si lo hubiera sabido, no habría hablado, pero he hablado por la veneración, por la estima, por el afecto, para cumplir un deber amargo, un deber amarguísimo.

¡Un deber amarguísimo!

A José Días le encantaban los superlativos. Era una manera de darle una apariencia monumental a las ideas; no habiéndolas, servía para prolongar las frases. Se levantó para ir a buscar el back gamón que estaba dentro de la casa. Me pegué a la pared y lo vi pasar con sus pantalones blancos planchados, presillas, chaqueta y corbata de clip. Fue de los últimos que usaron presillas en Río de Janeiro y quizá en este mundo. Usaba pantalones un poco cortos para que le quedasen bien lisos.

La corbata de satén negro, con un arco de acero por dentro, le inmovilizaba el cuello; estaba entonces de moda. La chaqueta de algodón, prenda casera y leve, parecía en él una chaqueta de vestir. Era delgado, chupado, con una calva incipiente; tendría sus cincuenta y cinco años. Se levantó con el paso pesado de costumbre, no el vagar arrastrado de los perezosos, sino un vagar calculado y deducido, un silogismo completo, la premisa antes de la consecuencia, la consecuencia antes de la conclusión. ¡Un deber amarguísimo!

El allegado

No siempre tenía aquel paso pesado y rígido. También se descompasaba cuando entraba en acción; en sus movimientos era muchas veces rápido y ágil, tan natural de una como de otra manera. Además, si era preciso, se reía ampliamente con una gran risa involuntaria, pero comunicativa, de modo que las mejillas, los dientes, los ojos, toda su cara, toda su persona, todo el mundo parecía reírse con él. En los momentos graves, gravísimo.

Era nuestro allegado desde hacía muchos años, desde cuando mi padre todavía estaba en la antigua hacienda de Itaguaí y yo acababa de nacer. Un día apareció allí haciéndose pasar por médico homeópata, llevaba un Manual y una botica. Había entonces una epidemia de fiebres, José Días curó al capataz y a una esclava y no quiso recibir ninguna remuneración. Entonces mi padre le propuso quedarse a vivir allí con un pequeño salario. José Días no lo aceptó, diciendo que era justo llevar la salud a las casas humildes.

— ¿Quién le impide ir a otros lugares? Vaya adonde quiera, pero quédese a vivir con nosotros.

— Volveré de aquí a tres meses.

Volvió al cabo de dos semanas, aceptó casa y comida sin otro estipendio que el que le quisiesen dar por benevolencia. Cuando mi padre fue elegido diputado y vino a Río de Janeiro con la familia, él vino también y tuvo su aposento en el fondo de la chácara. Un día, cuando se habían propagado de nuevo las fiebres en Itaguaí, mi padre le dijo que fuese a visitar a nuestros esclavos. José Días permaneció callado, suspiró y acabó confesando que no era médico. Había adoptado este título para ayudar a difundir la nueva escuela y no lo hizo sin estudiar muchísimo, pero su conciencia no le permitía aceptar más enfermos.

— Pero usted los ha curado en otras ocasiones.

— Creo que sí, pero lo más acertado sería decir que fueron los remedios recomendados en los libros. Los remedios, ellos sí. Abajo de Dios, ellos. Yo era un charlatán... No lo niegue usted; los motivos de mi proceder podían ser y eran dignos; la homeopatía es la verdad y, para servir a la verdad, mentí; pero ha llegado el momento de aclarar las cosas.

No fue despedido como lo pidió entonces, mi padre ya no podía prescindir de él. Tenía el don de ser bien aceptado y hacerse indispensable, su ausencia se notaba como la de una persona de la familia. Cuando mi padre murió, el dolor que sintió fue enorme, según me dijeron, aunque no me acuerdo. Mi madre le quedó muy agradecida y no consintió que dejase su habitación de la chácara; al séptimo día, después de la misa, fue a despedirse de ella.

— Quédese con nosotros, José Días.

— Como mande, señora.

Recibió un pequeño legado en el testamento, unas pólizas y cuatro palabras de reconocimiento. Copió las palabras, las enmarcó y las colgó en su habitación, encima de la cama. "Estos son mis mejores pólizas".

Decía muchas veces. Con el tiempo, adquirió cierta autoridad en la familia, o al menos cierta audiencia; no abusaba y sabía opinar obedeciendo. Al fin y al cabo, era un amigo, no diré que óptimo, pero no todo es óptimo en este mundo. Y no le supongas un alma sumisa; sus amabilidades, si las tenía, procedían antes del cálculo que de su índole.

La ropa le duraba mucho; al contrario de las personas que se manchan enseguida la ropa nueva, él llevaba su traje viejo cepillado y sin arrugas, zurcido, abotonado, con una elegancia pobre y modesta. Aunque de manera arbitraria, era lo bastante leído como para entretener en los saraos y en los postres o explicar algún fenómeno, hablar de los efectos del calor y del frío, de los polos y de Robespierre. Contaba muchas veces un viaje que había hecho a Europa, y confesaba que si no fuera por nosotros ya habría vuelto allí; tenía amigos en Lisboa, pero decía que nuestra familia, abajo de Dios, lo era todo para él.

— ¿Abajo o arriba?, le preguntó un día mi tío Cosme.

— Abajo, repitió José Días lleno de veneración.

Y a mi madre, que era religiosa, le gustó ver que ponía a Dios en su debido lugar y sonrió asintiendo. José Días se lo agradeció inclinando la cabeza. Me madre le daba de vez en cuando algunas monedas. Mi tío Cosme, que era abogado, le confiaba la copia de papeles de autos.

Mi tío Cosme

Mi tío Cosme vivía con mi madre desde que ella enviudó. Entonces ya era viudo como la prima Justina, era la casa de los tres viudos.

La fortuna cambia muchas veces las manos de naipes que reparte la naturaleza. Formado para las serenas funciones del capitalismo, mi tío Cosme no se enriquecía en el foro, iba subsistiendo. Tenía su bufete en la antigua calle de las Violas, cerca de los juzgados, que estaban en el extinto Ayoube. Se dedicaba a lo penal. José Días no se perdía las defensas orales de mi tío Cosme. Era quien le ponía y le quitaba la toga, con muchos elogios al final. En casa relataba los debates. Mi tío Cosme, por más modesto que quisiese ser, sonreía convencido.

Era gordo y pesado, tenía la respiración corta y los ojos dormilones. Uno de mis recuerdos más antiguos era verlo montar todas las mañanas la caballería que mi madre le había regalado y que lo llevaba al despacho. El negro que la había ido a buscar a la caballeriza sostenía el freno, mientras él alzaba el pie y lo posaba en el estribo; luego venía un minuto de descanso o de reflexión. Después se daba un impulso, el primero; su cuerpo amenazaba con subir, pero no subía; en el segundo impulso, idéntico resultado. Finalmente, después de algunos instantes demorados, mi tío Cosme reunía todas sus fuerzas físicas y morales, se daba un último impulso desde el suelo y esa vez caía encima de la silla. Difícilmente la caballería podía disimular con un movimiento que acababa de caerle el mundo encima. Mi tío Cosme acomodaba sus carnes y el animal partía al trote.

Tampoco se me ha olvidado lo que me hizo una tarde. Aunque nacido en la plantación (desde donde vine con dos años), y a pesar de las costumbres de la época, yo no sabía montar y les tenía miedo a los caballos. Mi tío Cosme me agarró y me despatarró encima del animal. Cuando me vi en lo alto (tenía nueve años), solo y desamparado, el suelo allí abajo, empecé a gritar desesperadamente: "¡Mamá! ¡Mamá!" Ella acudió, pálida y trémula, pensó que me estaban matando, me apeó y me acarició, mientras su hermano le preguntaba:

— Gloria, ¿cómo este grandullón tiene miedo de un animal manso?

— No está acostumbrado.

— Pues debería acostumbrarse. Y aunque llegue a ser cura, si fuese vicario en la plantación, sería necesario que montase a caballo; y, aquí mismo, incluso no siendo cura, si quiere estar a la moda, como los demás muchachos, y no sabe montar, se disgustará contigo, Gloria.

— Pues que se disguste; me da miedo.

— ¡Miedo! ¡Qué miedo!

La verdad es que sólo aprendí equitación más tarde, menos por gusto que por la vergüenza de decir que no sabía montar. "Ahora comenzará a cortejar de verdad", dijeron cuando comencé las clases. No se podría decir lo mismo de mi tío Cosme. En él era vieja costumbre y necesidad. Ya no estaba para enamoramientos. Cuentan que de ¡oven, además de ser atractivo para muchas damas, fue un político exaltado; pero los años le robaron la mayor parte de su ardor político y sexual y la obesidad acabó con el resto de sus ideas públicas y específicas. Ahora sólo cumplía con las obligaciones del oficio y sin amor. En las horas de descanso pasaba el tiempo mirando o jugando a las cartas. De vez en cuando contaba chistes.

Doña Gloria

Mi madre era buena persona. Cuando se murió su marido, Pedro de Albuquerque Santiago, tenía treinta y un años y pudo haber regresado a Itaguaí. No quiso, prefirió quedarse cerca de la iglesia donde mi padre fue enterrado. Vendió la pequeña hacienda con sus esclavos, compró algunos y los puso a producir beneficio o los alquiló, una docena de casas, cierto número de pólizas, y se quedó en la casa de Matacavalos, donde había vivido durante sus dos últimos años de casada. Era hija de una señora de Minas, descendiente de otra paulista, la familia Fernandos.

Así pues, en aquel año de gracia de 1857, D." María da Gloria Fernandos Santiago tenía cuarenta y dos años. Era aún bonita y joven, pero, por más que la naturaleza quisiese preservarla del paso del tiempo, se obstinaba en esconder los restos de su juventud. Vivía metida en un eterno vestido oscuro, sin adornos, con un chal negro, doblado en triángulo y abrochado en el pecho con un camafeo. Los cabellos, peinados en dos bandas, estaban recogidos sobre la nuca con una vieja peineta de carey; algunas veces llevaba una toca blanca plisada. Lidiaba así, con sus zapatos de cordobán planos y sordos, de un lado a otro, viendo y guiando todos los servicios de la casa entera, desde la mañana hasta la noche.

Tengo su retrato en la pared, al lado de su marido, como en la otra casa. La pintura está ya muy oscura, pero aún da una idea de ambos. Sólo recuerdo de él, vagamente, que era alto y tenía una abundante cabellera; su retrato muestra unos ojos redondos que me acompañan a todas partes, por efecto de la pintura que me asustaba de niño. Su cuello surge de una corbata negra de muchas vueltas; el rostro completamente rasurado, salvo una pequeña parte junto a las orejas. El de mi madre muestra que era linda. Tenía entonces veinte años y una flor entre los dedos. En el cuadro parece ofrecerle la flor a su marido. Lo que se leen en la cara de ambos es que, si la felicidad conyugal puede ser comparada al premio gordo, ellos la habían ganado con un número comprado al alimón.

Concluyo que no se deben abolir las loterías. Ningún premiado las ha acusado jamás de inmorales, así como nadie ha tachado de mala la caja de Pandora por guardar la esperanza en su fondo, en alguna parte tiene que estar. Aquí tengo a los dos bien casados de otrora, los bien amados, los bienaventurados, que se fueron de esta vida a la otra continuando probablemente un sueño.

Cuando la lotería y Pandora me hartan, alzo los ojos hacia ellos y olvido los números sin premio y la caja fatídica. Son retratos que equivalen a los originales. El de mi madre, ofreciendo la flor a su marido, parece decir: ¡Soy toda tuya, mi guapo caballero!" El de mi padre, mirando hacia nosotros, hace este comentario: "Vean cómo me quiere esta joven..." No sé si sufrieron incomodidades o disgustos: era un niño o ni siquiera habría nacido. Después de la muerte de él, me viene a la memoria que ella lloró mucho; pero aquí están los retratos de ambos, sin que la pátina del tiempo les haya quitado la primera expresión. Son como fotografías instantáneas de la felicidad.

Es el momento

Es el momento de volver a aquella tarde de noviembre, una tarde clara y fresca, sosegada como nuestra casa y el tramo de calle en que vivíamos. Realmente fue el principio de mi vida; todo lo que había sucedido antes había sido como el maquillarse y vestirse de las personas que tienen que entrar en escena, el encendido de las luces, la afinación de los rabeles, la sinfonía. Ahora es cuando iba yo a comenzar mi ópera. "La vida es una ópera", me decía un viejo tenor italiano que vivió y murió aquí Y un día me explicó la definición de tal manera que me convenció. Quizá valga la pena contarla, sólo ocupa un capítulo.

La ópera

Ya no tenía voz, pero se obstinaba en decir que la tenía. "El desuso es lo que me perjudica", añadía. Siempre que llegaba de Europa una nueva compañía, iba al empresario y le exponía todas las injusticias de la tierra y del cielo; el empresario cometía una más y él salía bramando contra la iniquidad. Se valía aún de los trucos de sus antiguos papeles. Cuando andaba, a pesar de ser ya viejo, parecía que cortejaba a una princesa de Babilonia. A veces canturreaba, sin abrir la boca, algún fragmento tanto o más viejo que él; cantar en voz baja es siempre posible. Venía aquí algunas veces a cenar conmigo. Una noche, después de mucho Chianti, me repitió la definición de siempre y como yo le dijera que la vida tanto podía ser una ópera como un viaje por mar o una batalla, negándolo con la cabeza, replicó:

— La vida es una ópera y una gran ópera. El tenor y el barítono debaten con la soprano, en presencia del bajo y de los demás cantantes, cuando no son la soprano y la contralto quienes debaten con el tenor, en presencia del bajo y de los otros cantantes. Hay coros numerosos, muchos bailes y la orquestación es excelente...

— Pero, mi caro Marcolini...

— ¿Dónde está el problema...?

Y, después de beber un sorbo, posó la copa y me expuso la historia de la creación con palabras que voy a resumir.

Dios es el poeta. La música es de Satanás, joven maestro con mucho futuro, que aprendió en el conservatorio del cielo. Rival de Miguel, Rafael y Gabriel, no toleraba la prioridad que ellos tenían en la distribución de los premios. Puede ser también que la música, dulce y mística en demasía, de sus condiscípulos, le fuese abominable para su genio esencialmente trágico. Tramó una rebelión que fue descubierta a tiempo y fue expulsado del conservatorio. Todo habría ocurrido sin más si Dios no hubiese escrito un libreto de ópera, al que renunció por entender que tal género de entretenimiento era impropio de su eternidad. Satanás se llevó el manuscrito consigo al infierno. Con el fin de mostrar que valía más que los demás -y acaso para reconciliarse con el cielo compuso la partitura y así que la acabó se la llevó al Padre Eterno.

— Señor, no he olvidado las lecciones recibidas, le dijo. Aquí tenéis la partitura, escuchadla, enmendadla, hacedla interpretar y, si la halláis digna de esas alturas, admitidme con ella a vuestros pies...

No, replicó el Señor, no quiero oír nada.

— Pero, Señor...

— ¡Nada! ¡Nada!

Satanás suplicó todavía, sin mejor fortuna, hasta que Dios, cansado y lleno de misericordia, consintió que la ópera se interpretara, pero fuera del cielo. Creó un teatro especial, este planeta, e inventó una compañía completa, con todos sus componentes, primarios y secundarios, coros y danzarines.

—¡Oíd ahora algunos ensayos!

— No, no quiero saber nada de los ensayos. Me basta con haber compuesto el libreto, estoy dispuesto a repartir contigo los derechos de autor.

Quizá fue un inconveniente esta negativa, ya que por su causa surgieron algunos desconciertos que una audición previa y una colaboración amistosa habrían evitado. En efecto, hay lugares en los que el verso va hacia la derecha y la música hacia la izquierda. No falta quien diga que precisamente en eso está la belleza de la composición, huyendo de la monotonía, y así explican el trío del Edén, el aria de Abel, los coros de la guillotina y la esclavitud. No es raro que los mismos lances se reproduzcan sin motivo suficiente. Ciertos temas cansan a fuerza de repetirse. También se producen confusiones; el compositor abusa de las masas corales, encubriendo muchas veces el sentido de un modo poco claro. Las partes orquestales están tratadas sin embargo con gran pericia. Tal es la opinión de imparciales.

Los amigos del compositor creen que difícilmente se puede hallar otra obra tan bien acabada. Algunos admiten ciertas rudezas y tales o cuales lagunas, pero en el transcurso de la ópera es probable que éstas se cubran o expliquen, y aquéllas desaparezcan enteramente, sin que se niegue el compositor a enmendar la obra donde crea que no se corresponde con el pensamiento sublime del poeta. No dicen lo mismo los amigos de éste.

Juran que el libreto fue sacrificado, que la partitura corrompió el sentido de la letra y, aunque sea bonita en algunas partes y trabajada con arte en otras, es absolutamente diferente y hasta contraria al drama. Lo grotesco, por ejemplo, no se halla en el texto del poeta; es una exageración para imitar las Alegres comadres de Windsor. Este punto es refutado por los satanistas con alguna apariencia de razón. Dicen que en la época en la que el joven Satanás compuso la gran ópera, no habían nacido ni esa farsa ni Shakespeare. Llegan a afirmar que el poeta inglés no tuvo mayor genialidad que transcribir la letra de la ópera, con tal arte y fidelidad, que parece él mismo el autor de la composición; pero evidentemente es un plagiario.

— Esta pieza, concluyó el viejo tenor, durará mientras dure el teatro, sin que se pueda calcular cuándo será demolido por conveniencia astronómica. El éxito es creciente. Poeta y músico reciben puntualmente sus derechos de autor, que no son iguales, porque la regla de la división es como se dice en las Escrituras: "Muchos son los llamados, y pocos los elegidos". Dios cobra en oro, Satanás en papel.

— Tiene gracia...

— ¿Gracia?, gritó con furia; pero enseguida se calmó y replicó: — Caro Santiago, yo no tengo gracia, le tengo horror a la gracia. Esto que digo es la verdad pura y última. Un día, cuando todos los libros sean quemados por inútiles, habrá quien, puede que un tenor, y quizá italiano, enseñe esta verdad a los hombres. Todo es música, amigo mío. En el principio era el do, y el do se hizo re, etc. Este copa (y la llenaba de nuevo), este copa es un breve estribillo. ¿No se oye? Tampoco se oyen el palo ni la piedra, pero todo cabe en la misma ópera...

Acepto la teoría

Que sea demasiada metafísica para un único tenor, no cabe duda; pero la pérdida de la voz lo explica todo y hay filósofos que son, en resumen, tenores en paro.

Yo, lector amigo, acepto la teoría de mi viejo Marcolini, no sólo por la verosimilitud, que muchas veces es toda la verdad, sino porque mi vida encaja bien con la definición. Canté un duo ternísimo, después un trio, después un quatuor. Pero no nos adelantemos; vayamos a la primera parte, cuando yo llegué a saber que ya cantaba, porque la denuncia de José Días, mi caro lector, me la hizo principalmente a mí. Ante mí es ante quien me denunció.

La promesa

Apenas vi desaparecer al allegado por el pasillo, dejé el escondrijo y corrí al porche del fondo. No quise saber ni de las lágrimas ni de la causa que hacía llorar a mi madre. La causa era probablemente sus proyectos eclesiásticos y lo que voy a contar es el motivo de éstos, porque ya entonces era una historia vieja; ocurrida dieciséis años atrás.

Los proyectos venían del tiempo en el que fui concebido. Habiendo nacido muerto su primer hijo, mi madre le pidió a Dios que el segundo viviera y le prometió que si fuese varón entraría en la iglesia. Quizá esperase una hija. No le dijo nada a mi padre ni antes ni después de darme a luz; pensaba hacerlo cuando yo fuera a la escuela, pero enviudó antes de eso. Viuda, sintió el terror de separarse de mí; pero era tan devota, tan temerosa de Dios, que buscó testigos de su compromiso, confiando su promesa a parientes y familiares. Únicamente, para que nos separásemos lo más tarde posible, me hizo aprender en casa las primeras letras, latín y doctrina, con un tal padre Cabral, viejo amigo de mi tío Cosme, que iba allí por las noches a echar una partida.

Los plazos amplios son fáciles de suscribir, la imaginación los hace infinitos. Mi madre esperó a que los años fuesen pasando. Mientras tanto, me iba acostumbrando a la idea de la iglesia; juegos de niños, libros devotos, imágenes de santos, las conversaciones en la casa, todo convergía en el altar. Cuando íbamos a misa, me decía siempre que era para que aprendiese a ser cura y que mirase al cura, que no quitase los ojos del cura. En casa jugaba a celebrar misa, un poco a escondidas, porque mi madre me decía que la misa no era cosa de juego. Preparábamos un altar, Capitú y yo. Ella hacía de sacristán y alterábamos el ritual, en el sentido de repartirnos la hostia entre nosotros; la hostia era siempre un dulce. En la época en que jugábamos así era muy frecuente oír a mi vecina: "¿Hoy hay misa?" Yo ya sabía lo que eso quería decir, respondía afirmativamente e iba a pedir la hostia con otro nombre. Volvía con ella, preparábamos el altar, improvisábamos el latín y abreviábamos las ceremonias. Dominus, non sum dignus... Esto, que yo lo tenía que repetir tres veces, creo que sólo lo decía una, tal era la gula del cura y del sacristán. No bebíamos vino ni agua, no teníamos vino y el agua nos habría quitado el sabor del sacrificio.

Últimamente no me hablaban del seminario, hasta el punto que yo creía que era un asunto ya resuelto. Quince años, sin vocación, pedían antes el seminario del mundo que el de San José. Mi madre se quedaba muchas veces mirándome como alma perdida, o me agarraba la mano sin ningún pretexto y me la apretaba mucho.

En el porche