Donde amores hubo cuentos quedan - Lázaro Alfonso Díaz Cala - E-Book

Donde amores hubo cuentos quedan E-Book

Lázaro Alfonso Díaz Cala

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Beschreibung

El protagonista de Donde amores hubo, cuentos quedan, Alberto del Monte Valdés, es un escritor que se siente frustrado ante su intento de escribir un libro de cuentos policiacos, por lo cual —en su afán de hallar circunstancias a su alrededor con las cuales enriquecer las páginas de su anhelada obra— se ve inmerso en una suerte de cinta cinematográfica en la que visualiza los desmanes amorosos de su vida. Un monólogo interior le sirve de instrumento para la narración y a la vez nos introduce en un discurso erótico mezclado con referencias a la vida cotidiana de una ciudad sumergida en la prostitución, la marginalidad, las drogas, la emigración, y hasta crímenes pasionales. Esta edición de la Editorial Letras Cubanas, de seguro satisfará a los lectores que no obtuvieron un ejemplar de la anterior edición.

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Seitenzahl: 106

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Donde amores hubo, cuentos quedan

Edición y corrección: Norma Castillo Falcato

Dirección artística y diseño: Suney Noriega Ruiz

Emplane: Margioly Lora Pérez

Conversión a E-book: Rafael Lago

© Lázaro Alfonso Díaz Cala, 2024

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2024

ISBN versión impresa: 9789591027245

ISBN E-book / ePub: 9789591027375

Instituto Cubano del Libro

Editorial Letras Cubanas

Obispo No. 302, esquina a Aguiar

La Habana, Cuba

E-mail: [email protected]

Índice

Sinopsis

Noche de sábado

Mi bella durmiente

El llanto del bebé

Accidental

La madrugada del adiós

Un cuento erótico

Ronda nocturna

Escombros

Doble nueve

La choza embrujada

Siempre Claudia

Una llamada telefónica

Disparos

Piel canela, olor a jazmín

La noche de los poetas

Sobre el autor

Sinopsis

El protagonista de Donde amores hubo, cuentos quedan, Alberto del Monte Valdés, es un escritor que se siente frustrado ante su intento de escribir un libro de cuentos policiacos, por lo cual —en su afán de hallar circunstancias a su alrededor con las cuales enriquecer las páginas de su anhelada obra— se ve inmerso en una suerte de cinta cinematográfica en la que visualiza los desmanes amorosos de su vida. Un monólogo interior le sirve de instrumento para la narración y a la vez nos introduce en un discurso erótico mezclado con referencias a la vida cotidiana de una ciudad sumergida en la prostitución, la marginalidad, las drogas, la emigración, y hasta crímenes pasionales. Esta edición de la Editorial Letras Cubanas, de seguro satisfará a los lectores que no obtuvieron un ejemplar de la anterior edición.

A Luis y Caridad (padres):

para su complacencia en la eternidad.

A Catherine Nelena y Lissa María (hijas):

por el amor inmenso que nos une.

A Elizabeth Montanarro (esposa):

por el amor, el placer y la comprensión.

Los hombres solo somos mendrugos de la vida,

inciertos caminantes que solemos pernoctar

en el sexo.

De: Algunas variaciones sobre el amor carnal VI

Jesús David Curbelo

—¡Alberto! ...

—¡Alberto del Monte! …

—¡Alberto del Monte Valdés! ...

Pronuncian tu nombre… a lo lejos, quieres alzar la mano, que vean que estás presente, que eres tú mismo, pero no lo consigues y desistes.

Te ves sentado el último en la fila y apenas escuchas. Sobre la mesa presidencial tres micrófonos y detrás tres personalidades de la cultura, tres escritores que admiras. Más de una vez creíste que para escribir un libro policial era imprescindible tener barba y estar pasado de libras, pero ahora entiendes que no porque uno de ellos es todo lo contrario: pelo largo encrespado, cara lampiña, y complexión casi anémica. No alcanzas a definir si tienen caras de escritores, policías, o magnates de la mafia.

Ahora escuchas un poco más nítido el discurso de uno de ellos. No sabes qué estás esperando de esta actividad si cuando anuncien el resultado del concurso no seas el ganador. Tu primer libro policial no puede ser mejor que los escritos por tantos colegas que se dedican al género desde hace mucho tiempo. En realidad, enviaste el libro porque en sus páginas aparecen varios muertos y algún que otro delito, pero siempre pensaste que fuera un libro erótico, un libro donde rememoraras los amores de tu vida, o más bien los desamores.

Escombros. Escuchas la palabra acompañada de Watson. Imposible tanta coincidencia, Watson es tu seudónimo, y Escombros el título de tu libro. Eres el ganador del concurso. Intentas levantarte para ir a recoger el premio, saludar a los maestros, y esperar a que alguien pregunte algo para hablar, pero no puedes moverte, ahora todo parece lejano: la mesa presidencial; las voces; los cumplidos; las felicitaciones de los amigos Diosdado, piel oriental, Cundo; los aplausos de Lucía, Alicia, Claudia, Adela, Laura. No consigues ponerte de pie.

—¡Alberto!

—¡Alberto del Monte!

—¡Alberto del Monte Valdés!

Otra vez tu nombre. Te llaman desde algún sitio, un sitio que no es la mesa donde se diserta sobre los cánones de la literatura policial y los postnovísimos autores que cada día experimentan en el quizás clasificable subgénero neo-policial. El llamado es desde una barca que navega por un río ancho y quieto rodeado de bellos follajes a ambos márgenes, donde viajan cinco mujeres desnudas, cinco mujeres que extienden las manos al unísono para invitarte, cinco mujeres que danzan al compás de una melodía árabe: manos arriba y unidas, cinturas que se mueven en círculo. Quieres lanzarte al río y llegar a la barca para bailar con ellas, acompañarlas en la travesía, y sentirte rodeado de amor. Miras a cada una como si estuvieran cerca, como si pudieras tocarlas, giran para que te deleites con sus figuras, todas hermosas: cinco deidades. Las observas y quieres tocarlas, pero una cuerda invisible te sujeta. No puedes estirar los brazos, abrir ni cerrar las manos. La visión pierde nitidez poco a poco hasta volverse imperceptible.

—¡Alberto!

—¡Alberto del Monte!

—¡Alberto!

Otra vez la voz desconocida. Tierna pero desconocida, un poco más fuerte, más cercana, más real.

—¡Alberto!, ¿puede escucharme?...

Además de la voz escuchas un sonido que no te resulta familiar, un tic-tic intermitente. Una luz te encandila y te obliga a cerrar nuevamente los ojos. Percibes un apretón en la mano derecha y descubres una sonrisa.

—¡Por fin, despertó!

Alcanzas a girar levemente la cabeza a ambos lados y examinar el local: paredes blancas, techo blanco con dos lámparas encendidas, el monitor conectado al equipo que emite el persistente sonido, una manguera en la nariz, y muchos cables asidos a diferentes zonas de tu cuerpo. Frente a ti una joven vestida de blanco, con un gorro blanco, y una blanquísima dentadura que muestra al sonreír.

—¿Qué pasa? —demoras unos segundos para volver a hablar— ¿por qué estoy aquí?

—Estuvo dos semanas en coma.

—¿Pero, por qué?

—¿No recuerda el accidente?

—No.

—Han venido muchas personas a verlo.

—¿Muchas?

—Sí, comentaban que usted es un gran escritor, que era una lástima que no haya podido estar en no sé qué actividad.

—¿De veras?, ¿quién dijo eso?

—No sé, no las conozco, pero si es así, cuando se recupere tendrá que revisarme unos escritos que tengo muy escondidos en la casa.

—¿Cómo te llamas?

—Gabriela.

Sonríes.

—Pero además ya puede reír. Me da gusto.

—Es hermoso tu nombre… Eres… la enfermera… más bella… que he conocido.

—No exagere.

—Una vez… escribí un cuento… con ese nombre…, pero no era un cuento… feliz.

— ¡Qué bueno que recuerde eso!

—Por favor… Gabriela, ¿puede explicarme qué me pasó?

La enfermera queda pensativa, está nerviosa, intenta cambiarle el rumbo a la plática.

—Alberto del Monte Valdés —hace caritas de teatro—, en realidad, nunca he escuchado su nombre en la tele.

Se te borra la sonrisa del rostro. Intentas incorporarte pero no consigues siquiera alzar la cabeza.

—Dígame, ¿qué tengo?, ¿qué va a pasar conmigo?

Ante el silencio y la mirada triste de la enfermera cierras los ojos.

—¡Alberto!... ¡Alberto!... ¿me escucha?... apriete mi mano si me escucha… ¡Alberto!

La enfermera siente la presión en su mano. Sonríe.

Noche de sábado

Coloco el lápiz sobre la agenda.

Abandono el escritorio y me paro frente al closet dispuesto a elegir la vestimenta nocturna.

La ciudad aguarda.

Mi ciudad, una metrópoli que envejece por segundos y nos depara en cada recorrido un paisaje ajeno y a la vez familiar: jineteras; chulos; homosexuales; mendigos; niños indigentes que interceptan a turistas y nacionales bien vestidos con Adidas, Jean, cadenas, dientes de oro, para pedirles un chicle, una moneda o lo que sea; muchachas negras y rubias, negras en mayoría, al acecho de un macho que les pague por templar según su categoría —celulitis, higiene, dimensiones de senos y glúteos—, en diversas y específicas coordenadas de la urbe.

Antes de elegir el atuendo advierto la foto en ese cuadro que reposa encima de la cómoda empolvado con el rostro más bello e infeliz que he conocido en mi vida, mar e ideas de por medio; la repisa saturada de casetes, discos y libros que nutren mi efímera cultura y alimentan polillas; la cama fría y desértica.

Bajo el cristal de la mesita de noche, los rostros de mis progenitores.

Mi padre, fiel defensor de las ideas marxistas hasta sus últimos días, militar, intransigente con vagos y desafectos a pesar de gustarle la buena carne y el buen ron, apostar a escondidas a su sueño en la charada, y festejar cada acierto con un Havana Club de cualquier añejo.

Mi madre, minuto a minuto más vieja, arteriosclerótica y anticomunista; recordaba la existencia de cuanto santo reside en cielo y tierra cada vez que se apagaban las luces y dejaba de funcionar la máquina del refrigerador; inconforme con las ideas y los actos de las personas que la rodeaban; añorando en silencio gobernar el universo o, al menos, ese pequeño rincón que habitaba.

Así los recuerdo, como fueron durante sus vidas. Evito pensarlos en su real hábitat: el reino del Señor.

Por fin abro el ropero: pantalón gris y pulóver azul. Hurgo en mi billetera: cinco pesos convertibles y cuarenta no convertibles, suficientes para una noche de sábado. Llegan a mis oídos los compases de la música que escucharé en el Liceo, la misma de cada noche de sábado. Destapo la botella que guardo para no sé cuál ocasión especial y me la empino, total, la gente siempre habla de los demás: miren a ese, por cochino y alcohólico está sin mujer.

Hoy es sábado. En noches de sábado cualquier exceso es permitido, hasta emborracharse y templarse una puta.

Acomodo los pies dentro de los tenis Succes que compré hace cuatro meses y que ya tuve que «recapar», pero bailan y trasladan mi cuerpo a cualquier sitio. Hoy es noche de vestir algo diferente, excepto para mí: un pantalón, una camisa, un pulóver, y un par de tenis. Solo varío la ropa interior, porque serán putas, pero no me agrada exhibir un calzoncillo remendado.

Me peino. El espejo devuelve la imagen de un hombre solitario, los hombres solitarios tienen diferente aspecto de los comprometidos, las mujeres jamás miran a los eremitas, únicamente las putas que por un poco de ron barato abren las piernas en cualquier matorral; un hombre que desecha el intento de recomenzar, de ser persona, como dicen unos versos escritos en cualquiera de esas noches de soledad ya sea sábado, domingo, lunes o cualquier día: ...Mi soledad y yo compartimos almohada/ insomnio/ amaneceres./ Siempre un pretexto para liar desafíos/ derrotas/ añoranzas./ Jamás una porfía.../ Mi soledad y yo somos simplemente uno/ sin ángeles ni demonios/ sin lujos ni limosnas/ sin luces ni sombras/ sin versos ni profetas...

A través de la ventana observo a los niños que juegan descalzos sin importarles la hora, pues sus madres los lanzan a la calle hasta casi entrada la media noche, unas para realizar los quehaceres hogareños, otras para entregarse a cualquier tipejo que les deje unos billetes para comprar comida, ropa y zapatos, y los niños puedan asistir al colegio como Dios manda; niños que ignoran hasta el nombre de sus padres, o que hace mucho tiempo no ven —reos, emigrantes, o simplemente divorciados—, niños de todos los colores. El vagabundeo y la prostitución no tienen raza, edad, lugar fijo, ni siquiera posición social.

Enciendo un cigarro. Exhalo el humo y lo expulso lentamente, solo fumo cuando estoy nervioso o más inquieto que de costumbre.

En noches de sábado suelo fumar dos o tres cigarrillos. En noches de sábado mis neuronas remontan tiempo y espacio, vierto placeres y nostalgias en vientres ajenos; raras veces sufro pesadillas o insomnio, el sexo y el alcohol me sentencian al reposo.

El sol del domingo casi siempre me despierta con deseos de vivir, pero me niego a abandonar la cama. Transcurren las horas sin pensar en comer. Soñar es más importante que vivir. Rememorar el pasado es más imprescindible que comer, incluso más que discar el número telefónico de la hembra de anoche con el afán de repetir la orgía.