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Un telescopio, la pelea de dos hermanos por mirar a través de él y la caída desde la azotea de uno de ellos, es el punto de partida para que otros trece autores nos descubran las intimidades de las familias que habitan en un solar junto al malecón habanero. Mirar, Sufrir, Gozar… La Habana… es una novela y varias simultáneas, integrada por historias escandalosas, conmovedoras, divertidas… que se desdoblan entre el drama, lo policiaco, introspectivo y hasta lo fantástico. Se trata de un trabajo audaz y correspondido entre escritores ya consagrados y otros más noveles, que retratan La Habana de 2020 mediante las costumbres, su entorno y su gente.
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Seitenzahl: 324
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Título: Mirar, Sufrir, Gozar… La Habana…
Todos los derechos reservados
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2024
ISBN: 9789591027467
Tomado del libro impreso en 2024 - Edición y corrección: Karín Morejón Nellar / Dirección artística: Suney Noriega Ruiz / Diseño e ilustración de cubierta: Marcel Mazorra Martínez / Emplane: Aymara Riverán Cuervo
E-Book -Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub: Angel Ferro Pérez / Diseño interior: Javier Toledo Prendes
Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
E-mail: [email protected]
www.letrascubanas.cult.cu
De los autores, en orden de aparición de sus textos
Lázaro Alfonso Díaz Cala
(La Habana, 1970).
Miembro de la UNEAC. Narrador, Poeta y Compilador. Fundador del Proyecto de Creación Literaria Expedición y del Proyecto de Haiku Luz del Faro. Ha publicado más de veinte libros, en diferentes géneros, en Cuba, España, Estados Unidos, México y Colombia. Entre sus compilaciones publicadas se encuentran El silencio de los cristales, cuentos sobre la emigración cubana, Ediciones Unión 2018, El sabor de la luz, adolescentes y jóvenes cubanos del siglo XXI, Editorial José Martí 2021, y varias de próxima aparición. Ha obtenido los Premios Nacionales: Rafaela Chacón Nardi (poesía) 2009; David (literatura juvenil) 2011; Regino Boti (narrativa) 2018, Adelaida del Mármol (poesía) 2019; Guillermo Vidal (novela) 2024; en España Premio al Mejor Haiku 2019 y Mejor Colección de Haiku 2022, en el Concurso Internacional de Haiku de la Facultad de Derecho de Albacete, La Mancha, III Premio de Relatos Negros El Hombre Delgado 2023, entre otros. Su obra poética y narrativa ha sido incluida en más de veinte compilaciones, principalmente en Cuba y España.
Aida Elizabeth Montanarro Torres
(La Habana 1963).
Licenciada en Cibernética Matemática. Poeta y narradora. Fundadora del Proyecto de Haiku Luz del Faro. Es coautora del libro de haiku, tanka y haibun Ya comienza el otoño, Editorial Primigenios 2022, y de los de cuentos Del catalejo a la bicicleta, historias de solares habaneros, Editorial Letramía 2023, y Eros Insomne, historias de amor y erotismo, Editorial Montecallado 2024. Parte de su obra narrativa ha sido incluida en varias compilaciones en Cuba y España. Ha obtenido varios Premios Nacionales, entre ellos Premio de la Popularidad en el género de cuento, en los Juegos Florales del Tercer Milenio, Matanzas 2013; y el Primer Premio en el II Concurso Internacional de Haiku La Luna Roja, 2018.
Mylene Fernández Pintado
(La Habana, 1963).
Abogada y narradora. Premio David 1998 por su libro Anhedonia; Premio Italo Calvino 2002 y Premio de la Crítica Literaria 2003 por su novela Otras Plegarias Atendidas, publicada por (MarcoTropeaEditore), Italia. Su novela La esquina del mundo (Unión 2011) publicada en Estados Unidos como A corner of the world (City Lights, 2014), resultó finalista de los premios Pen Center USALiterary Award y delNorthern California Books Award en 2015, y seleccionada por la revista Bustle entre los 9 libros para celebrar el restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. También publicada por (MarcosyMarcos 2017), Italia. Sus relatos, traducidos a ocho idiomas, han sido llevados a la TV y la radio en Cuba y México donde han obtenido diversos premios. Su obra ha sido objeto de tesis y ensayos en Cuba, Estados Unidos y varios países de Europa y Latinoamérica. Su último libro Agua Dura, recibió el Premio de la Crítica Literaria 2018.
Luis Pacheco Granados
(Ciego de Ávila, 1960).
Tiene publicados Libro de los niños tristes, 2009; El banco de la francesa, 2013 (cuentos de terror y ciencia ficción); Mundo bajo el árbol, 2016 (noveleta infanto-juvenil); todos por Ediciones Ávila. Cuentos suyos aparecen en varias compilaciones en Cuba, España y Estados Unidos. Recibió Mención de Honor en el XXXII concurso Palabras sin fronteras, Argentina 2012.
Enrique Pérez Díaz
(La Habana, 1958).
Miembro de la UNEAC. Periodista, crítico y narrador. Premio Nacional de Edición 2023. Conocido por sus polémicos libros para niños y jóvenes traducidos en una veintena de países a más de 15 idiomas. Ha recibido el Premio Ismaelillo y La Rosa Blanca de la UNEAC, La Edad de Oro, Aniversario del triunfo de la Revolución del MININT, Premio Abril y Premio Especial Abril. Finalista de los Premios Edebé y Verbum, de España y del Premio Iberoamericano del IBBY Para Leer el XXI. En 1998 ganó una beca en la Biblioteca Internacional de la Juventud por su proyecto investigativo sobre los Premios Andersen. En el 2014 fue jurado de ese Premio, considerado el Nobel de la Literatura Infanto-Juvenil. Actualmente dirige el Observatorio Cubano del Libro y la Lectura y ofrece conferencias y talleres sobre este tema. Entre sus libros más recientes figuran ¡Odio la escuela!, Editorial Unicornio, Artemisa, 2018; Ángel de otoño, Editorial Gente Nueva, La Habana, 2018; ¿Dónde estás, Paulo?, Ediciones Orto, Manzanillo, 2018, y Miedo en el cine, Ediciones ICAIC, La Habana, 2018.
Teresa Regla Medina Rodríguez
(San Antonio de los baños, 1942).
Miembro de la UNEAC. Narradora e investigadora, su obra narrativa ha sido publicada en revistas, periódicos y numerosas antologías. Ha publicado los libros Un pueblo de sueños (Extramuros 2010), Promesas y ausencias (Pastora de Madrid 2012), España; Grave error (La Cesta de Palabras 2013), España; Brindis por Beethoven (Montecallado 2017), Cena para dos (Editorial Samarcanda sello Guantanamera 2018), España, No despierten a las mariposas (Extramuros 2018), Y todo a media luz (Primigenios 2019), Por culpa del amor (Primigenios 2019); así como las compilaciones: Ni+ NI- Gordas (Extramuros 2013), Mi juguete preferido (Gente Nueva 2015), Súperflacas (ARTEX 2015), La Maldición de Otelo(Letras Cubanas 2017).
Nguyen Peña Puig
(Camagüey, 1977).
Miembro de la UNEAC. Licenciado en Derecho por la Universidad de La Habana. Tiene publicados los libros de cuentos Nakara (Premio David 2013), Ediciones Unión 2014; La lógica según Roberto (Premio hermanos Loynaz 2013), Ediciones Loynaz 2014 y Editorial Guantanamera 2018; y El rojo permanece, Ediciones Adalba, Canadá 2019. Cuentos suyos han sido publicados en compilaciones y revistas nacionales e internaciones. Su cuento Nakara forma parte de la compilación Ariete, nuevas voces de la narrativa cubana, Premio International Latino Book Awards 2019, EE.UU.
Además es fotógrafo y promotor cultural.
Ariel Sánchez Rodríguez
(La Habana 1974).
Licenciado en Educación primaria y en Contabilidad y Finanzas. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso 2010. Miembro del Proyecto de Creación Literaria Expedición. Tiene publicadas las novelas Kilómetro cero, 2017, y Habanas 2018, ambos en la Editorial Guantanamera, España. Textos suyos integran varias compilaciones de cuentos, minicuentos y cartas de amor, en Cuba y España. Ha obtenido entre otros los premios: Francisco «Paco» Mir Mulet (literatura infantil) 2010; Accésit en el V certamen internacional de relato breve sobre vida universitaria Universidad de Córdova, España 2011.
Julio Alberto Medel
(Ciego de Ávila, 1974).
Es miembro del taller literario El rincón de los Cronópios de Ciego de Ávila. Tiene publicados el libro de cuentos La sombra de la duda. (Ed. El Taller del Poeta), Pontevedra, Galicia. España (2004) y el libro recopilatorio de leyendas urbanas y tradiciones cubanas Historias de mi pequeña Cuba. (Sabadell Trébol Ediciones), Barcelona. España (2005). Ha obtenido premios en los encuentros debates del taller El Rincón de los Cronópios, en diversas ediciones.
María Elena Llana
(Cienfuegos, 1936).
Miembro de la UNEAC. Periodista profesional. Premio Nacional de Literatura 2023. Cultiva la narrativa, fundamentalmente el cuento, desde 1965. Hasta la fecha tiene catorce títulos publicados, entre los que se incluyen una antología personal publicada en España y otra en EE.UU. Su obra ha sido traducida a todas las lenguas romances, al inglés, ruso, e islandés. Premio de la Crítica (1984) por su libro Casas del Vedado. Sobre su quehacer literario se han hecho tesis académicas en Cuba, México y EE.UU. Figura en las más importantes antologías del cuento cubano contemporáneo recopiladas en Cuba y en el extranjero. Tiene una amplia y reconocida labor como guionista en los medios audiovisuales del país, especialmente en adaptaciones de obras de la literatura universal.
José Francisco Rodríguez Menocal
(Colón, Matanzas, 1949).
Narrador y dramaturgo. Ha obtenido premios y menciones en diferentes concursos de teatro y narra-tiva. Cuentos de su autoría encontraron espacio en revistas, publicaciones periódicas y en antologías dentro y fuera del país. Con Ediciones Matanzas ha publicado los libros Variaciones de claroscuro (cuento) 2005; Del otro lado del patio, (noveleta para niños y jóvenes), 2009, En el lenguaje misterioso de tus sueños (novela) 2011 y Refugios de silencio (cuento) 2015.
Miguel Ángel González
(Cárdenas, Matanzas 1976).
Licenciado en Lenguas extranjeras (inglés) por la Universidad de Ciencias Pedagógicas Juan Marinello de Matanzas. Premio de cuento para adultos en el concurso Fray Candil en la ciudad de Cárdenas (2015). Premio colateral en el Concurso Internacional Cuentos Fríos en Cárdenas (2018). Ha obtenido varias menciones.
Rafael Grillo
(La Habana, 1970).
Miembro de la UNEAC. Escritor y periodista. Jefe de Redacción de la revista El Caimán Barbudo y fundador de la web literaria Isliada. Licenciado en Psicología y Diplomado en Periodismo. Ha publicado las novelas Historias del Abecedario (2010) y Asesinos ilustrados (Premio Luis Rogelio Nogueras 2009), los libros de ensayo Ecos en el laberinto (2005) y La revancha de Sísifo (2010) y el volumen de crónicas Las armas y el oficio (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2008. Antologador de la Trilogía de las Islas, conformada por Isla en negro, historias de crimen y enigma (2014); Isla en rojo, historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales (2016), e Isla en rosa, historias cubanas del amor y sus desdichas (2017). Con Isla en rojo recibió en 2018 el Premio del Lector, entregado a los libros más leídos del año. Publicó en 2020 con Editorial Primigenios el libro de cuentos Revolicuento.com.; publicó además en la Editorial española Hurón Azul, la compilación de cuentos policiales Regreso a la isla en negro.
José Miguel Sánchez Gómez
(Yoss) (La Habana, 1969).
Licenciado en Biología por la UH, 1991. Del 2007 al 2016 fue cantante del grupo de rock Tenaz. Aficionado a la espeleología y las artes marciales. Cinturón negro en judo y kárate. Narrador, ensayista, divulgador científico y antologador. Miembro de la UNEAC desde 1994. Alumno del Primer Curso de Técnicas narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso (1998-1999). Ha impartido cursos de narrativa en chile, Inglaterra, Andorra, España, Italia y Cuba. Es considerado actualmente una de las voces más renovadoras e importantes de la ciencia ficción en lengua hispana. Entre sus premios literarios más destacados; en Cuba: Juventud Técnica (1987); David (1988); Revolución y Cultura (1993); Pinos Nuevos (1995); Aquelarre (2001); Calendario (2004); y La Edad de Oro (2011 y 2016). En el extranjero: Universidad Carlos III (España, 2003); UPC (España, 2010); Julia Verlanger (Suiza, 2012) y finalista al Philip K. Dick (EUA, 2016). Sus textos han aparecido en decenas de revistas y antologías cubanas y extranjeras. Ha recopilado una decena de antologías, principalmente de ciencia ficción. Cuenta con más de 40 títulos publicados, en Cuba y el extranjero. Textos suyos han sido traducidos al inglés, francés, italiano, alemán, neerlandés, japonés, ruso, búlgaro, polaco, chino, gallego y bengalí.
Un telescopio, la pelea de dos hermanos por mirar a través de él y la caída desde la azotea de uno de ellos, es el punto de partida para que otros trece autores nos descubran las intimidades de las familias que habitan en un solar junto al malecón habanero.
Mirar, Sufrir, Gozar… La Habana… es una novela y varias simultáneas, integrada por historias escandalosas, conmovedoras, divertidas… que se desdoblan entre el drama, lo policiaco, introspectivo y hasta lo fantástico. Se trata de un trabajo audaz y correspondido entre escritores ya consagrados y otros más noveles, que retratan La Habana de 2020 mediante las costumbres, su entorno y su gente.
La Habana, vista desde 14 telescopios
Llovía... Apenas comenzaba la primavera de 2019... Casi a medianoche —no recuerdo la fecha exacta—, cuando apagué y cerré la laptop, tras haber concluido la escritura de la primera versión del cuento «Del otro lado del telescopio», una intuición me advirtió que no había terminado una simple historia, sino una que podría ser el primer capítulo de una novela.
Al día siguiente, apenas desperté, volví a encender la laptop y releí el texto, repasando con detenimiento las peripecias de los hermanos Lorenzo Enrique y Lorenzo José, observando parte de La Habana a través de su telescopio, en medio de una familia peculiar —mascotas incluidas—, y conviviendo en un solar poblado por más de una docena de vecinos: un músico convertido en cantor de acera, un pescador, un lector vicioso, jóvenes enamorados, niños descarrilados, una vendedora de maní, un policía, una maestra retirada, la responsable de vigilancia del CDR, un bebedor, una jinetera, una espiritista adivinadora, un botero, el vendedor de viandas del agro... Todos ellos envueltos en la rutina y vicios de los pasillos del solar, las azoteas y las noches en el muro del malecón citadino y sus alrededores, de las cuales eran protagonistas o cómplices —cada quién mirando, sufriendo o gozando su Habana—.
En la revisión confirmé que mi historia no solo proponía el argumento necesario para escribir una novela, sino que dada la amplia gama de personajes y las disímiles anécdotas que podrían existir dentro de ellos, dicha novela podía y debía ser escrita por varios autores; para que fuera vista La Habana des-de varios telescopios, y por ende, diversos puntos de vista. En cuanto tuve el e-mail al alcance, le comenté la idea a Yoss (José Miguel Sánchez Gómez), amigo y colega, quien desde el primer momento me apoyó en el proyecto.
La suerte estaba echada. Yo ya había escrito el primer capítulo a partir del cual trabajarían los restantes escritores. Él escribiría el capítulo final; además, trabajaríamos juntos en la revisión, coherencia y organización de los textos.
Comencé a contactar con otros escritores amigos, y la mayoría aceptó el reto, aunque algunos se arrepintieron a medio camino, y otros, dudosos quizás de la seriedad o éxito de tal empeño, no aceptaron, exponiendo disímiles razones que siempre respeté.
Hubo muchas horas de revisiones, de intercambio con los autores, de reescrituras, hasta que este osado y raro proyecto fue tomando cuerpo lentamente... Hoy, un año después, ya casi en la primavera de 2020, puedo —¡podemos!— disfrutar el haberlo consumado.
Cada historia contada o sugerida en los capítulos o páginas de este libro, no es más que el retrato de La Habana en el 2020: sus costumbres, su entorno, su gente —con sus sufrimientos, sus gozos, nostalgias y añoranzas—; pero ¿por qué no? también podría ser La Habana del 2000, de 1990, 1960 o 1930.
Porque, independientemente de las condiciones económicas y sociales de cada época, el cubano siempre ha gustado y con seguridad gustará del amor, del sexo, la pesca, la música, el chisme del barrio, comer un trozo de carne y beberse una buena cerveza o botella de ron, así como sueña mejorar el confort de sus días, ya sea mediante la emigración dentro o fuera del país u otro modo cualquiera.
Pero también, a veces, no consigue escapar a los celos, las infidelidades, la violencia, la venganza o los vicios. Y separar estos últimos de su cotidianeidad e idiosincrasia, sería construir un ser humano modélico, perfecto y utópico, hermoso... pero que no reflejaría nuestra verdadera identidad.
No es, por lo tanto, el objetivo de estas breves palabras introductorias elogiar las buenas actitudes de los cubanos, ni tampoco juzgar ¡y menos justificar! sus desaciertos; tampoco contar la trama de la novela ni defenderla; pues eso debe hacerlo ella misma, capítulo a capítulo, oración a oración; sino agradecer a todos aquellos que aceptaron el reto, comenzando por mi esposa Elizabeth Montanarro, la primera en entusiasmarse y escribir su capítulo —a quien también debo la idea del título—; luego, algunos que ya éramos amigos, como José (Pepe) Rodríguez Menocal, Ariel Sánchez Rodríguez, Rafael Grillo, Enrique Pérez Díaz, Teresa Medina, Nguyen Peña. Así como otros a los cuales también me une cierta amistad y relación literaria, a partir de ahora seguro más firme: Luis Pacheco Granado, María Elena Llana y Miguel Ángel González. Terminando por quienes nos conocimos —bueno, sólo por email, al menos hasta el momento de escribir estas palabras—, gracias a esta idea, como Mylene Fernández Pintado y José Alberto Medel.
Hoy, un año después de haber escrito el primer capítulo, tengo en las manos —quiero decir, en una carpeta del ordenador— el producto prácticamente terminado, por lo que agradezco a todos ustedes, colegas de las letras, por su esfuerzo. Por dedicar horas, noches, semanas, y retrasar trabajos personales para brindar su contribución a este proyecto que hoy considero no solo mío, sino de todos los que hemos participado. Ojalá el lector disfrute cada página, para sentir que no hemos trabajado en vano.
Lázaro Alfonso Díaz Cala
2 de marzo de 2020
Del otro lado del telescopio
El reloj que pende en la pared marca las seis y veinte minutos. En una esquina del comedor aguarda Yanqui, un gato barcino, apoyado en su trasero y la punta de las patas delanteras, a las que rodea la cola. Yanqui adquirió ese nombre al cumplir un año, por sus muy refinados gustos de solo comer carne, pollo y pescado, o lamer la salsa incrustada en el arroz; antes era llamado solamente Gato. En el otro extremo diagonal, un perro sato, que economiza sus fuerzas para ladrar cuando escucha que tocan a la puerta o gritan desde el pasillo el nombre de alguno de sus amos. Al can lo nombran Corsario, por la mancha negra alrededor de su ojo derecho, que resalta en una escasa pelambre que en algún tiempo fue blanca y ahora es de un color amarillo-carmelita-cenizo; así como por su pata derecha delantera, coja, como resultado del encontronazo con una rueda de bicicleta en la calle. Desde ese día, Corsario sale con cuidado, baja el escalón del pasillo a la acera y a menos de dos metros, bien pegado a la pared, consuma sus necesidades.
Lorenzo José, el mayor de los hermanos, hace apenas tres meses cumplió dieciséis años, y al terminar noveno grado dejó de estudiar, «para que no me falte un peso en el bolsillo», dijo, y el padre lo apoyó. Lorenzo José siempre se sienta a la mesa de frente al reloj, y mira hacia él hasta dos veces por minuto. El adolescente-joven se impacienta ante la demora de la madre. A Lorenzo Enrique, dos años menor, el reloj le queda a la espalda. Opta por mirar constantemente al hermano; por la expresión de su rostro calcula la hora. Lorenzo sin otro nombre, el padre, apura a su esposa:
―¿Qué pasa con la comida, mujer? ¡Tengo hambre!
En ese momento aparece Edelmira, la esposa de Lorenzo:
―Aquí está, partida de muertos de hambre. No hay quien los llene.
En la mano derecha trae la olla de presión con los frijoles y en la otra el caldero con el arroz; mientras cada uno se sirve la cantidad que apetece, ella regresa a la cocina y en menos de un minuto reaparece con los huevos y los boniatos hervidos.
Lorenzo José, a quien llaman Joseíto, no solo en la casa, sino también los vecinos y antes, en la escuela: come aprisa. Se atraganta un bocado tras el otro y el otro. El padre lo requiere:
―¿Qué te pasa que comes así?
―Te vas a atorar, toma agua ―agrega la madre.
Joseíto no se inmuta; al primer regaño responde que no con la cabeza y al segundo, estira la mano, coge el vaso con agua, se empina un breve sorbo, lo devuelve a la mesa y continúa en su faena, mientras alterna la vista entre el plato y el reloj. El hermano también se apura, pero no tanto.
Lorenzo se inclina hacia delante y, con una esquina del mantel se seca el sudor que le corre por la frente y los antebrazos, y amenaza caer casi a chorros sobre el plato con arroz y frijoles.
Joseíto abre los ojos y estira el cuello al percatarse de que son exactamente las seis y treinta minutos. Se rellena la boca lo más que puede, lanza los cubiertos al plato, se pone de pie y va rumbo al balcón. Sube por la escalera hacia la azotea y va directo a ubicarse detrás del telescopio que allí tienen instalado, desde la época en que su padre se encaprichó, para sorpresa de todos en la casa, en estudiar Astronomía; afán que le duró pocos meses. Tras un par de años en desuso, autorizó a su hijo mayor a utilizarlo, cuando cumplió los dieciséis, a falta de la posibilidad de hacerle otro regalo y como premio por alcanzar la mayoría de edad y aprobar el noveno grado, después de dos intentos: «A los dieciséis ya un hombre tiene que ser hombre de verdad». Más de cien veces se lo ha repetido a sus hijos. «Yo me ganaba la vida desde mucho antes». El joven se acomoda detrás del artefacto y comienza a mirar.
Lorenzo Enrique, o mejor, Enriquito, come sus últimos bocados con mayor premura y sigue al hermano.
—¡Hey, Hey, aquí nadie recoge su plato! ―protesta Edelmira, y golpea la mesa.
Enriquito llega junto al hermano y le pide que lo deje mirar, pero este lo empuja y se concentra en la ventana de un apartamento que se encuentra a unos sesenta metros. Enriquito abre la boca y arquea las cejas, se aprieta la parte del pantalón que protege sus genitales hasta no poder más. Extrae su juvenil miembro endurecido y comienza a masturbarse... El hermano, al mirarlo, también se excita; sigue intentando apartarlo para mirar, pero este no le hace caso. Enriquito se consuela con mirar hacia la ventana abierta, pero a tal distancia y sin la ayuda del aparato, le es imposible definir algo; sólo puede observar cómo el semen del hermano sale disparado a cualquier lugar. Joseíto respira profundo, escurre su pene, lo guarda y permite que el hermano mire.
Como Enriquito es más pequeño, tiene a mano un cajón de madera para subirse y alcanzar. Del otro lado del telescopio, más allá del marco de la ventana abierta, se apaga la luz y con ella la visibilidad. Enriquito enfurece, se voltea a insultar al hermano por la demora, pero el otro ya no está en la azotea. Lorenzo Enrique le pidió a su padre que para su cumpleaños le regalara otro telescopio, para no disputarse con el hermano los minutos de deleite. Dentro de un mes cumplirá catorce y desde ya le ruega al padre el regalo, sin otra respuesta que «eso tiene más de cien años, ¿de dónde cojones quieres que saque otro?».
Al no poder descubrir qué excita al hermano de tal forma, mueve el telescopio en dirección al mar. El azul-gris de la agonía de la tarde es lo primero que divisa, lo mueve lentamente hacia abajo y advierte la mitad del sol, porque la otra mitad ya se ha hundido en la lejanía de las aguas. Baja un poco más. Una pareja de jóvenes, de unos dieciséis o diecisiete años, calcula Enriquito, sentados en el muro, se besan... Enriquito no mueve el aparato hasta que, terminado el beso, el muchacho pasa su brazo por el hombro de ella, que recuesta la cabeza a la de él y ambos miran al mar. Unos milímetros a la izquierda, descubre a Miguel Antonio, el señor que casi todas las tardes se sienta, con la espalda recostada a una de las pequeñas columnas del muro, a leer la prensa; junto a él, una cajetilla de cigarros y una fosforera. «¿Será que no tiene otro sitio donde leer?», piensa Enriquito. «A lo mejor en su apartamento no hay bombillos», intenta llegar él mismo a una conclusión. Apenas otros milímetros a un lado, y aparece ante sus ojos otro asiduo a las tarde-noches del Malecón. Según ha escuchado decir en el solar, se llama Raymundo; antes fue un gran músico, pero el alcohol le desequilibró las neuronas y aunque fue recuperando poco a poco su sentido común, no le alcanzó para regresar a ninguna orquesta y, cada tarde, cuando los edificios proporcionan sombra en la acera, se sienta en ella, con una guitarra sobre sus muslos, a entonar canción tras canción. A Raymundo siempre lo acompaña Ray, un perrito canelo, sato también, con la misión de proteger las monedas que algunos transeúntes, sean nacionales o foráneos, dejan caer en la cajita de madera situada entre él y su dueño. Rafaelito, un muchacho rubio de unos once años, con un tatuaje en el hombro y otro en la espalda, pasa cerca de ellos, mete la mano en la cajita, agarra lo que pueda y echa a correr.
Enriquito mueve el telescopio para ver si Ray es capaz de alcanzarlo, ladrando, pero Rafaelito salta al muro y se aleja corriendo por él. El can regresa derrotado, con las orejas hacia abajo y el rabo entre las patas. Enriquito sigue observando a Rafaelito, cuando de pronto aparece una niña desde el otro lado del muro y lo asusta, tanto, que cae de nalgas en la acera y las monedas se esparcen por el piso. Ella ríe. Él, asustado, recoge las pocas que quedaron al alcance de sus manos y echa a correr nuevamente. La niña se queda sentada en el muro, riendo. A Enriquito le parece conocido el rostro de la niña, alguna vez la ha visto en el solar, pero muy pocas, saliendo de donde vive Ángela, quizás sea la madre o algún familiar, pero no está seguro. Recuerda que una vez él salía de su casa y ella venía corriendo, tropezaron y él cayó al suelo, como si la pequeña tuviera una fuerza superior a la suya. Enriquito siente las manos sudadas; la niña continúa riendo...
Cada día las escenas son las mismas. A Enriquito ya le aburre la obra teatral y está a punto de no subir más a la azotea, pero no pierde la esperanza de que un día su hermano le permita observar hacia «la ventana del placer»; así la llama Joseíto. Por otra parte, a esa hora, cuando su madre termina de fregar los platos, siempre va a la ducha junto al padre y allí, además de bañarse, protagonizan un bochornoso episodio de sexo que llega a los oídos de buena parte de los vecinos del solar, quienes, como no son sordos, escuchan y saben de memoria también el guión de cada tarde: «¡Ay, papi, cojones, dale, métela más duro!... ¡Ay, no, por ahí no, coño, que me duele, coño!... ¡Ay, mi culo, coño, mi culo, que me lo jodes, coño, coño, coño, maricón, hijoeputa, maricón!...». Por lo que Enriquito, decepcionado por no poder conocer el misterio de la ventana, y harto de mirar a las mismas personas haciendo lo mismo, abochornado además por la desfachatez de sus padres, decide quedarse sentado en la azotea, hasta que considera que es tiempo del regreso a la normalidad en el ambiente de su casa. Lo que significa que su padre esté acomodado en el sofá, viendo la pelota, con los pies encima de la mesita y el tabaco en la boca, su madre sentada en la cama remendando ropa, limpiando las botas del marido o contando los quilos que quedan a ver si alcanza para la comida del día siguiente.
Hoy Enriquito decide pasar más tiempo en la azotea y vuelve al telescopio: Raymundo y Ray continúan su concierto; los jóvenes ahora discuten: él está sentado, cabizbajo, y ella, de pie, abre los brazos y los vuelve a cerrar, después los apoya en sus caderas, habla y habla sin parar. Es fácil adivinar que algo le reclama, algo de lo que él parece culpable, debido a su aparente incapacidad para defenderse.
Un breve giro a la derecha y ya ha llegado Diógenes, el que vive en el apartamento frente al suyo, con sus avíos de pesca; da impulso a la vara y lanza la pita con el anzuelo y la carnada. Se sienta en el muro, con la mano libre se apodera de una caneca, la sostiene entre el cuerpo y el otro brazo para destaparla. Un buche. Mira hacia el mar... Hacia un lado, al otro; repite el trago, la cierra y la coloca junto a él. En ese momento, frente al lente de su telescopio, cruza Aurora, una negra alta y gruesa con un fondillo descomunal, que vive en uno de los apartamentos del fondo, y que lo mismo de día que de noche se la pasa en la calle vendiendo cucuruchos de maní de un lado al otro. Por el día en los alrededores del hospital Hermanos Ameijeiras; Enriquito la ha visto cuando no entra a la escuela y se queda merodeando por el parque Maceo: allí está Aurora, a veces conversando con un policía. Es posible que ella leregale cucuruchos para que élla deje vender en paz, piensa Enriquito, o quizás sean amigos, o hasta amantes. Por las noches siempre anda por el Malecón, pregonando sus cucuruchos. Él la ve pasar a través de su telescopio varias veces. Enriquito recuerda que una vez ella le regaló uno y cuando intentó masticar los primeros granos tuvo que devolverlos al suelo: amargos y crudos. Él ha visto a su papá, los domingos, cuando su madre dice que va a la manicure, ir al apartamento de Aurora y regresar al rato, muy sudado, con la camiseta colgada al hombro y el aerosol de salbutamol en la mano.
Sigue girando el telescopio... Miguel Antonio lee, lee y fuma... Una mulata, casi negra, le cubre todo el lente: bella, joven, no debe exceder los veinticinco años, vistiendo una licra negra y un pulóver rosa. Desde la altura del segundo piso de su apartamento en el solar, puede distinguir las pronunciadas pestañas, los excesivos movimientos de sus manos ajustando los cabellos, ciñendo su fina cintura y estirando la tela del pulóver que apenas toca el inicio de unos glúteos de más de quince libras cada uno... Enriquito siente un sobresalto en el estómago: ese rostro bello, los senos libres bajo el pulóver, esas nalgas bien formadas, le provocan una erección. Sujeta el telescopio con una mano y con la otra se acaricia el pantalón. Junto a esa chica, llega otra, mulata y bella también, aunque menos voluminosa. La recién llegada le resulta conocida... Hasta que ya no tiene dudas: es Yuni, la hija de Rosario. Ellas viven en uno de los apartamentos de la planta baja, de la izquierda. Las mulatas no se saludan. Una sonrisa sexy y se acercan al borde de la acera. Se detiene un auto. De él desciende un hombre gordo, con sombrero, muy bien vestido; al hablar se le nota un brillo dentro de la boca, como si tuviera más de un diente de oro. Conversan un minuto más o menos y las dos muchachas suben al auto. Raymundo no cesa de tocar y cantar, Ray siempre alerta; los jóvenes aún no hacen las paces. Enriquito no conoce sus nombres porque ellos no viven en el solar; Diógenes se pone de pie y comienza a recoger la pita de su vara, animado por la posible captura de un pez, recoge y recoge, hasta que descubre enganchada al anzuelo... una sardina. Rafaelito, el que hace unos minutos robó monedas a Raymundo, vuelve a acercarse, corriendo, Ray se interpone entre él y la cajita y le muestra los dientes, pero el niño trae cara de susto y no detiene la carrera. Miguel Antonio continúa leyendo, sin que parezca importarle nada de lo que ocurre alrededor, a no ser cuando se acerca Aurora, la vendedora de maní; entonces desvía su atención para comprar dos cucuruchos, y sin abrirlos, retorna su atención al periódico.
Harto de que no ocurra nada interesante, Enriquito se baja del banco y se dirige al borde de la placa. Como es costumbre, mira de reojos hacia la azotea colindante, detrás de la suya, donde siempre está sentado Pedro Juan, con un vaso en la mano y la botella junto a sus pies. Nunca lo ve acompañado; cuando se lo tropieza por el pasillo no se saludan, jamás lo ve hablando con alguien. Conoce su nombre porque hace algún tiempo, cuando su padre vendía ron, Pedro Juan venía casi todos los días a comprarle y su padre lo invitaba a entrar. Nunca le gustó mirarle a la cara, tal vez esa expresión de su rostro: serio, cansado, enigmático, le provocaba un miedo que no sabía explicar. Antes de descender por la escalera le echa una última ojeada: bebiendo, con la mirada perdida en no se sabe qué lugar y pensando quién sabe en qué, pero lo cierto es que casi todas las tarde-noches lo ve sentado en la azotea, sin saber si observa las andanzas de él y su hermano, o se limita a pensar y rememorar algún episodio de su pasado.
Desciende con cuidado por una escalera construida con pedazos de tubos herrumbrosos, mal soldados entre sí. Al entrar a la casa comprueba que todo está en calma: Yanqui enroscado debajo de la mesa; Corsario echado junto al refrigerador; el padre mirando la pelota, sin camisa, delante del único ventilador que posee la familia; la madre en la cama, escuchando Radio Progreso y el musical de todas las noches; Joseíto aún no ha regresado. Enriquito no deja de preguntarse cada día a dónde va su hermano, cuando termina de mirar la función ―aún desconocida para él― de cada tarde en la ventana del edificio de la esquina. A veces lo escucha llegar, de madrugada, cuando ya está dormitando. El hermano enciende la luz del cuarto y se cambia de ropa sin la menor intención de no hacer ruido; otras noches ni siquiera percibe su llegada. Solo se percata de su presencia cuando despierta en la mañana con el concierto de grillos en su estómago; así nombra Enriquito a la sensación de hambre.
Se levanta, abre el refrigerador, bebe un vaso con agua y regresa a la cama.
«¡Cojones! ¿Cuántas veces te he dicho que no me camines por donde estoy limpiando?».
«¿Y qué pinga quieres, que me quede parado como una estatua hasta que se seque el piso?».
Los acostumbrados diálogos de sus padres en los amaneceres dominicales despiertan a Enriquito, mientras su hermano continúa entregado a Morfeo, ajeno al resto del universo. «Si un día el solar se derrumba o coge candela, Joseíto va a morir dentro, dormido», piensa el hermano.
Enriquito se asoma a la puerta del cuarto.
―Agarra la libreta y ve a buscar el pan ―es el saludo de su madre.
―Dale, dale, ¿qué estás esperando? ―apoya el padre―. Arriba, que yo no mantengo vagos.
Sin otra opción, obedece.
Desde la puerta de su casa a la salida del solar, debe pasar por dos ventanas a la derecha y dos a la izquierda. Lorenzo Enrique tiene la manía de mirar al interior de las casas, si las encuentra abiertas. Se asoma a una de ellas y ve a Beatriz, sentada en el sillón, con dos agujas enormes, tejiendo alguna pieza de ropa.
Beatriz fue maestra. Enriquito lo sabe porque todo el mundo lo dice, como también dicen de ella muchas otras cosas a las cuales él no pone atención. La anciana vive sola, y él se pregunta por qué los hijos no viven con ella o al menos no vienen a visitarla los domingos. La ventana del frente está cerrada, por suerte, porque en ella siempre está asomada Rosario, la que durante muchos años fue la presidenta del comité, antes de que lo fuera Armando, pero cuando Armando se fue del país en una balsa, ella retomó el cargo, hasta que se mudó Arturo para el solar. Arturo trabaja en el mercado agropecuario de la esquina y se pasa el día embarrado de tierra colorada, vendiendo boniatos, yuca, calabaza y otras viandas y vegetales. Ahora Rosario es la responsable de vigilancia, y bien que vigila, casi todo el día asomada a la ventana, si ahora no está, supone Enriquito será porque estará en el baño, haciendo alguna necesidad.
En las mañanas siempre ve a Beatriz tejiendo y a Rosario asomada a la ventana; por las tardes y las noches, las dos señoras se reúnen en casa de una o de la otra, y las ve conversando, una en cada sillón, sin poder escuchar lo que hablan; el televisor encendido y ellas sin atenderlo, habla que te habla. En algunas ocasiones, muy escasas, ha visto al policía negro y gordo, el mismo que en el parque Maceo habla a cada rato con Aurora, conversando con Rosario dentro de su casa. Cuando ellos hablan, Enriquito siempre percibe el olor a café y a tabaco.
La mañana está nublada. Enriquito mira al cielo y piensa que pronto va a llover; se alegra, a ver si refresca el día, porque hace semanas que no llueve y le es casi imposible dormir de tanto calor. También sabe que no podrá alejarse de la casa; comprará el pan y regresará enseguida. Si tuviera un par de pesos, compraba un tomate, para que el desayuno no fuera pan solo. Pero no tiene ni la mitad de un peso y ya el domingo pasado Arturo le regaló dos guayabas.
Enriquito compra el pan.
Ya de vuelta a su casa, con los cuatro panes dentro de una javita de nailon, se entretiene con dos perros que se enfrentan por un hueso encontrado en el depósito de desperdicios. No le gusta ver a los perros peleándose. No soporta que nadie maltrate a los ani-males, ni que se fajen entre ellos. Intenta azorarlos.
―Niño, cuidado con esos perros ―le dice una mujer que pasa por su lado―. Son callejeros y te van a morder.
Enriquito mira a la señora, apoyada en un bastón, con deseos de responderle preguntándole si a ella no le importa que maltraten a los animales o que se peleen y se lastimen. De pronto, siente que le halan la jaba del pan. Se voltea a toda prisa y grita:
―¡Atájenlo, me robó el pan!
Enriquito adivina en el niño que robó su jaba, al mismo que ve en las noches intentando robarle las monedas a Raymundo.
Corre detrás de él, pero Rafaelito es más ágil y escapa.
Ya sin resuello, abandona la persecución. ¿Cómo enfrentar ahora a su padre? Ha perdido el desayuno de todos en la casa, lo cual significa ayuno total hasta la comida, porque «el almuerzo cada uno tiene que inventárselo en la calle, porque no me voy a pasar el día metida en la cocina», son las reglas de la casa, y como bonificación de seguro agarra un castigo.
―¿Por qué demoraste? ¿Dónde está el pan?
―Es que…
―No quiero explicaciones, ¿dónde está el pan?
―Me lo robaron.
―¿Qué tú dices?
Enriquito baja la cabeza y contiene lo más que puede las ganas de llorar.
El padre se pone de pie, lo aprieta por el brazo.
―¿Dónde cojones está el pan?
―Ya dije que me lo robaron. Un muchacho pasó corriendo y me arrebató la jaba ―las lágrimas apenas lo dejan terminar de hablar.
―Para que aprendas ―le da un manotazo por el rostro. Lorenzo Enrique llora y le implora al padre.
―No me des, papá, disculpa… ¡Ay ay ay!... No me des más.