Dos noches en Lisboa - Chris Pavone - E-Book

Dos noches en Lisboa E-Book

Chris Pavone

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Beschreibung

El marido de Ariel ha desaparecido sin avisar, no le ha dejado ninguna nota y ni siquiera responde al móvil. ¿Ha salido a correr y lo han asaltado? ¿Secuestrado? ¿Asesinado? ¿Podría ser un estafador, un traficante de drogas o, quizá, un espía? ¿Tal vez se ha asustado ante este repentino matrimonio y la ha abandonado?   Consulta, primero, al personal del hotel, luego a la policía, después a la embajada de Estados Unidos, y cada vez se enfrenta a más preguntas que no puede responder: ¿A qué ha venido exactamente John a Lisboa? ¿Quién quiere hacerle daño? ¿Cómo es que ella sabe tan poco sobre su marido? ¿Por qué él insistió tanto para que le acompañara en este viaje de negocios? Ariel recorre las antiguas calles de Lisboa, cada vez más frustrada, desesperada, al borde de un ataque de nervios. De pronto, una motocicleta chirría al detenerse a su lado, el conductor le arroja algo y huye. Es un móvil. Está sonando. Los minutos y las horas vuelan, a Ariel se le acaba el tiempo y no tiene más remedio que recurrir a la única persona que jamás querría volver a ver.

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DOS NOCHES EN LISBOA

Chris Pavone

Traducción: María Inés Linares

Título original: Two Nights in Lisbon

Edición original: The Gernert Company, Inc.

© 2022 Chris Pavone

© 2022 The Gernet Company, Inc.

© 2023 Trini Vergara Ediciones

www.trinivergaraediciones.com

© 2023 Motus Thriller

www.motus-thriller.com

España · México · Argentina

ISBN: 978-84-18711-89-3

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
Parte I. La desaparición
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Parte II. El secuestro
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Parte III. El rescate
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Parte IV. La huida
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Parte V. La recompensa
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado esta novela...
Chris Pavone
Manifiesto Motus

La justicia es la verdad en acción.Benjamin Disraeli

PARTE I LA DESAPARICIÓN

CAPÍTULO 1

Lisboa, Portugal Día 1. 7.28 a. m.

Ariel despierta, sola.

La luz del sol entra a raudales por el espacio entre las cortinas y proyecta una columna brillante en la pared, casi dolorosa de ver.

Ariel siente calor. Aparta la sábana hacia el otro lado de la cama, donde debería estar su flamante esposo, pero no está. Su mirada se pasea por la habitación, como si saltara sobre las piedras al cruzar un arroyo, buscando algún rastro de John, pero no encuentra ninguno. Se deja caer en la corriente gélida de un pánico ya conocido: ¿y si se equivocó con él, con todo esto?

El reloj de la mesita de noche marca las 7.28 en un rojo alarmante. Es mucho más tarde que la hora a la que Ariel se despierta habitualmente, en especial en esta época del año. Son los meses más atareados en la granja: los pájaros empiezan a cantar alrededor de las cuatro de la madrugada, el trabajo del campo comienza al amanecer, los perros ladran, los hombres gritan por encima del traqueteo de los motores. Es difícil dormir con todo ese alboroto, incluso si ella quisiera.

Ariel ha sido madrugadora desde que nació George; era necesario mientras fue un bebé, pero cuando el niño comenzó a dormir durante más horas seguidas, ella no lo imitó. Levantarse temprano se convirtió en una cuestión ideológica, de carácter. Así quería que se la conociera, aunque solo fuera para sí misma: por levantarse temprano, acostarse temprano y ser una trabajadora incansable entre ambos momentos; una persona seria y responsable, después de haber malgastado su juventud, o algo aún peor que malgastarla.

A pesar de su pulso acelerado, Ariel todavía está atontada; su mente, turbia. La noche anterior debe de haberla golpeado de verdad: la deshidratación y el agotamiento de los viajes internacionales, el desfase horario, la comida, el vino y el sexo, la píldora para dormir que John le hizo tomar.

Él se había levantado de la cama; ambos estaban empapados de sudor, agotados. Se volvió para mirar a Ariel, para admirarla desnuda, acostada; un rubor rosado se extendía por su pecho palpitante, subía por el cuello y llegaba a las mejillas, como una infección que avanza rápidamente. Se inclinó hacia ella, pero se detuvo justo antes de que sus bocas se encontraran. La miró fijamente a los ojos, haciéndola desear hasta que ella ya no pudo esperar más y estiró el cuello para darle un beso que fue casi demasiado largo, profundo, y desencadenó una nueva oleada de excitación, que se sumó a la que aún sentía. Su piel tan viva, tan cosquilleante, puro deseo. Ariel lo vio moverse lentamente por la habitación a oscuras, con cuidado de no tropezar, de no golpearse un dedo de un pie. Desnudo junto a la ventana, movió el cierre de los postigos hasta que se oyó el clic satisfactorio cuando se abrieron. Cogió una hoja con cada mano y las empujó suavemente hasta que se abrieron de par en par. Luego, el toque suave de las yemas de los dedos, como pidiendo permiso.

Esto es exactamente lo que Ariel siempre ha deseado. Exactamente lo que ha conseguido, por lo menos hasta ahora.

Ariel escucha algo fuera de la habitación desordenada.

—¿John?

No hay respuesta.

Se dirige cautelosamente hacia el origen de ese sonido y se detiene en seco en la puerta de la suite, consciente de que solo lleva puesta una camiseta. Mira hacia abajo para ver cuánto le cubre. No lo suficiente. Vuelve a escuchar el mismo ruido; definitivamente viene de ahí afuera, justo al otro lado de la puerta.

—¿John?

—Desculpe. —Es la voz de una mujer, amortiguada por la puerta—. Serviço de limpeza.

Ariel se asoma por la mirilla; una camarera está ordenando los elementos de su carrito.

—Desculpe —repite.

Ariel se aleja de la puerta. Mira alrededor de la sala de estar, cuyas paredes están pintadas de un tono gris pálido tan luminiscente que es como estar dentro de una ostra. Baja la mirada hacia las copas que tomaron la noche anterior antes de dormir, los cojines del sofá esparcidos por el suelo, los zapatos apartados de un puntapié. Allí, en el sofá, habían comenzado, todavía vestidos, pero con las ropas desabrochadas y luego arrojadas a un lado, a acariciarse, a lamerse y chuparse, golpeándose las rodillas y raspándose contra la textura de la alfombra hasta que John dijo: “Vamos a la cama” con la voz trémula de excitación. Ariel ni siquiera podía hablar.

Revisa su teléfono: nada. No hay notificaciones ni alertas, solo la pantalla de inicio ocupada por la foto de un niño pequeño abrazado a dos perros grandes; una imagen que ya tiene cuatro años, pero es tan perfecta que no puede ni pensar en reemplazarla con algo más nuevo.

Todavía son las dos y media de la madrugada en la Costa Este, donde viven casi todas las personas que Ariel conoce. Ni siquiera ha recibido spam nuevo. Abre la aplicación que rastrea los dispositivos de su familia: el móvil de su hijo, el de su marido, el suyo propio. Los datos tardan mucho en cargarse para señalar las ubicaciones geográficas dispares. La primera burbuja que aparece es la suya, AP, aquí mismo, en el centro de Lisboa. Luego la de su hijo, GP, exactamente donde debe estar, en medio de la noche a seis mil quinientos kilómetros de distancia: dormido en su cama, junto a por lo menos uno de los perros, Scotch, y probablemente también Mallomar. Los perros son muy leales a George, y viceversa. La estrecha cama siempre está llena de mamíferos malolientes, apretados unos contra otros, soñando.

La aplicación aún no ha encontrado a John: su ícono JW marca “Ubicando…”, pero luego se rinde y admite el fracaso: “Ubicación no disponible”, como si Ariel tuviera que culpar al dispositivo, a la persona o a los caprichos del éter, a cualquier cosa excepto a la aplicación misma. Ni siquiera las aplicaciones quieren asumir culpas.

Ariel ya lleva tres minutos despierta.

Cuando dejó a su primer marido hace casi quince años, Ariel también dejó atrás todo lo demás. Vació su vida por completo y comenzó desde cero a llenar su nueva existencia pieza a pieza: una casa nueva de estilo antiguo, en un lugar nuevo y tranquilo, un nuevo bebé, un perro loco nuevo y luego un segundo perro más loco, un nuevo peinado y vestuario, una nueva carrera en una especialidad nueva, amigos y pasatiempos nuevos, una forma nueva de comportarse, de interactuar con el mundo e invitar al mundo a interactuar con ella. Ya no quería moverse por la vida siempre, únicamente y ante todo como una mujer atractiva.

Hace poco se dio cuenta de que estaba lista para agregar la pieza final de su nueva vida, que ya no era tan nueva y, tal vez, aún no estaba lo suficientemente completa. No puede evitar preguntarse si invocó a John desde su deseo o si fue al revés.

Él había permanecido de pie junto a la ventana durante mucho tiempo anoche, iluminado por las farolas que proyectaban una sombra alargada en el techo, una forma extraña parecida a una pintura de Munch, en la luz azulada e inquietante de la noche de la ciudad. Ariel había sentido un rápido espasmo de miedo; una sensación conocida e inoportuna que la asalta sigilosamente de vez en cuando, ataques sorpresa que la invaden solo por momentos. Ella sabe que vendrán, pero no exactamente cuándo.

Ariel cerró los ojos con fuerza e inspiró profundamente, tratando de concentrarse en las sensaciones físicas inmediatas: la brisa cálida que soplaba desde el Tajo, el graznido distante de una gaviota, una bocanada de aire marino, salado y tal vez con un poco de tufo a pescado, el ardor y el hormigueo de su piel cálida. Soltó el aire por la boca, de manera lenta y prolongada, completamente bajo control. Todo era cuestión de control.

Luego abrió los ojos y puso fin al pequeño drama que había existido solo en su mente, en su mundo personal de pánico.

Ariel había sido intrépida de joven, cuando la gente tiende a ser audaz. Había sido actriz, después de todo. ¿Qué es más audaz que eso? Pero luego la vida había conspirado contra su audacia, minado su coraje, hecho añicos su confianza en que podría moverse con seguridad por el mundo. No pudo.

John seguía ante la ventana abierta; su silueta desnuda era conocida —ella ha explorado cada centímetro de su cuerpo con los ojos, con las puntas de los dedos, con la lengua— y, al mismo tiempo, tan extraña como lo es cualquier cuerpo ajeno, cualquier otra persona. Ariel sabe cómo se ve, a qué sabe. Pero no cómo se siente ni qué piensa.

Años atrás, había perdido toda la fe en su capacidad para ver claramente a otras personas. Había estado muy segura de su primer marido, pero se había equivocado por completo, el tipo de error que es sorprendentemente obvio en retrospectiva. Ariel solo había visto lo que Bucky quería que viera de él, lo que le había puesto delante. Ella había sido una cómplice involuntaria de esa tergiversación de sí mismo, hasta que fue demasiado tarde no solo para esa relación, sino para todas sus relaciones. Había perdido la confianza en su propio juicio, en su capacidad para ver el verdadero yo de cualquiera. Durante mucho tiempo, ni siquiera lo intentó.

¿Aprendió algo? Por supuesto. Pero cualquier lección se desvanece si no continúas estudiando: cálculo diferencial, francés, historia del colonialismo, mitos griegos, Ariel no recuerda nada de todo eso. Ni siquiera puede recordar qué significa “cálculo diferencial”. Hace un par de años buscó la palabra en el diccionario, pero no le aclaró nada.

—¿Qué estás pensando? —le preguntó.

John se volvió hacia ella y apartó el rostro de la luz de la farola hasta que Ariel dejó de ver su expresión. En realidad, no veía nada.

—Ya sabes. Solo pienso en mañana.

El mañana ya había llegado. Mañana era ahora.

Se duchará, eso es lo que hará. Se duchará y se vestirá con lo que había elegido para hoy, hace ya una semana, deliberando ante su armario con un pequeño gráfico de qué ropa necesitaría, para qué y en qué días de este corto viaje. Hoy será una falda a media pierna y una blusa campesina, sencilla, sin pretensiones, pero sexy. El atuendo normal de Ariel consiste en vaqueros y camisetas, sin nada de maquillaje. Pero este viaje a Lisboa no es normal, así que se maquillará y se pondrá un collar largo, y resaltará partes de su cuerpo que normalmente no destaca.

Luego abrirá la puerta y encontrará el periódico estadounidense sobre el felpudo, con las historias sobre el funeral del vicepresidente y sobre el hombre que ha sido designado para sucederlo; las noticias que dominan los medios desde hace semanas.

Ariel recogerá ese periódico y bajará con cuidado por las amplias escaleras del hotel, se tomará su tiempo sobre el mármol resbaladizo, su mano se arrastrará por la barandilla de madera, pulida y brillante tras dos siglos de erosión prolongada de las manos humanas. Entrará con pasos largos en el comedor soleado que mira hacia la bulliciosa plaza rodeada de edificios elegantes, de tranvías viejos y peligrosos que rechinan sobre sus vías y vomitan turistas madrugadores y trabajadores con ojos soñolientos que mordisquean sus pastéis, dirigiendo sus ojos hacia la fachada distinguida del hotel, cuyas cortinas ondean a través de las puertas francesas de la planta baja, justo enfrente de la mesa donde Ariel y John ya han desayunado dos días seguidos; es su mesa, y ahí es donde su nuevo esposo estará, sentado con su café y sus periódicos, esperándola, mirándola con esa sonrisa…

Pero no está ahí.

CAPÍTULO 2

Día 1. 7.49 a. m.

¿Dnd sts?

Acerca el dedo al ícono de enviar, pero no llega a pulsarlo. Ariel no es una persona histérica y no quiere que la vean como tal. Ya la han acusado anteriormente de histeria. De exagerada. Más de una vez no la han creído en asuntos importantes. Se había vuelto reacia a asegurar cualquier cosa que no pudiera probar de manera irrefutable; nada de “se dice que”. Ella ya había dicho. Y no había sido suficiente.

En el comedor solo hay otra mesa ocupada por la pareja australiana con aspecto de jubilados que también había estado el día anterior; Ariel imagina que aún deben de estar bajo los efectos del jet lag. Detrás de la barra, un pequeño televisor reproduce noticias en un canal con un logotipo desconocido que muestra una historia conocida: las imágenes del funeral en Washington. Senadores, expresidentes, un par de jueces de la Corte Suprema, el presidente, por supuesto.

Ariel aparta la vista de esa pantalla y vuelve a mirar la de su móvil. Pulsa “enviar” y espera el sonido que confirme que su mensaje ha sido enviado con éxito; una pequeña burbuja, el patetismo de una misiva sin respuesta para un ser querido.

João, el camarero, está limpiando los vasos mientras un ayudante deposita pasteles en una fuente. El desayuno es de autoservicio. No tiene sentido que Ariel se siente ahí sola, en una mesa sin comida ni bebida. Es mejor que tome algo. Es mejor que beba café y lea el periódico y espere a su marido.

Esto es lo difícil de una relación intensa, ¿no? Una de las cosas difíciles. Esperar. Tal vez era más fácil cuando la única forma de comunicarse era por cartas manuscritas transportadas a mano por el antiguo servicio de correos Pony Express, o en una goleta de tres mástiles. Se tardaban meses en intercambiar unas pocas líneas, sin que un amante de cualquier tipo o grado de pasión, real, potencial o puramente imaginaria, pudiera responder instantáneamente. No hay razón para quedarse sentada apretando los puños, mirando una y otra vez esa pequeña línea salvavidas, esperando, esperando que se ilumine, que aparezca la pequeña ventana: “¡Aquí estoy, sí, todavía te quiero!”.

Ariel se sienta a la mesa con su café y su periódico estadounidense, y se obliga a mirar la primera plana, la historia principal, la única de los últimos días. Durante mucho tiempo se ha sentido cómoda sentada sola en cafeterías y restaurantes, por lo general con una de esas novelas de misterio que nunca deja de leer, identificándose con el papel de detective investigadora o de intrigante culpable, perdiéndose en los detalles científicos de la escena del crimen y los vericuetos legales.

Hoy no. Hoy mira fijamente el papel del periódico, pero no se atreve a leer. Hoy no está nada cómoda.

—¿Puedo traerle algo? —Es João, muy solícito, como siempre.

—No —dice—, obrigada. —Es una de las pocas palabras portuguesas que conoce. Se estudió el vocabulario elemental en la parte posterior de la guía, pero no avanzó mucho.

—¿Está segura?

Ariel no quiere ser una mujer que se pregunta dónde está su marido, un arquetipo de inseguridad. Pero ¿dónde está? No le queda más remedio que hacerlo.

—¿Has visto a mi marido esta mañana?

Durante un segundo, João no sabe qué decir.

—Lo siento —responde con una sonrisa indulgente, de esas que cualquiera le daría en esta lamentable situación a esta lamentable criatura—. Hoy no, senhora.

—Oh, ya debe de haberse ido a trabajar —balbucea Ariel en voz baja, casi un murmullo, como para disimular su compromiso con esta falsedad tan obvia.

—¿Quiere que les pregunte a mis compañeros?

João parece realmente preocupado, lo que aumenta la humillación. En este momento, ella preferiría la empatía artificial estadounidense, esa que se parece más al servicio al cliente que al interés humano. Esa que es completamente falsa.

—Por las mañanas tenemos dos, ¿cómo se dice?, camareras de quarto…

—Oh, no, eres muy amable, pero, por favor…

—… y Duarte en la recepción, y…

—Oh, Dios, no, por favor no te molestes. —Ariel niega con la cabeza enérgicamente—. En serio.

—No es molestia.

—Mi marido tenía que salir a trabajar temprano. —Ella se entierra cada vez más profundamente en la conversación—. Me he quedado dormida. —Ya suelta cualquier tontería, sin intentar convencer a nadie de nada.

—¿Está segura?

—Por supuesto. —Quiere meterse debajo de la mesa—. Eres muy amable.

—Si cambia de idea…

—Te lo haré saber de inmediato. —No hará tal cosa—. Muchas gracias.

Han pasado solo veinticuatro minutos desde que Ariel se despertó.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Rodrigo.

João no quiere difundir rumores; no cotillea sobre los huéspedes del hotel ni sobre nada más. Pero hay algo preocupante en la mujer estadounidense, en la manera en que sigue mirando fijamente su teléfono, en su angustia que casi no puede contener. Parecía tan feliz ayer…

—¿Conoces al marido de esa mujer?

—Sí, por supuesto.

El hotel está solo al cincuenta por ciento de ocupación. Es fácil hacer un seguimiento de los huéspedes, especialmente de aquellos que se eternizan en los desayunos mirándose embelesados el uno al otro.

—¿Lo viste esta mañana? —pregunta João.

—No. ¿Por qué?

—Ella tampoco.

Ariel revisa la suite más detenidamente. El cargador del móvil de John está allí, pero el teléfono no. Abre su portátil del trabajo e inmediatamente se le solicita una contraseña; no se molesta en adivinarla. John no ha traído papeles en este viaje, ni archivos, ni carpetas llenas de gráficos y más gráficos Nada excepto su ropa, su teléfono, este portátil inaccesible y… ¿Qué otra cosa…?

Regresa al dormitorio, el armario, la caja fuerte dentro, con un teclado que desbloquea…

Sí, está su pasaporte; el de ella también, junto con las llaves de su casa y del coche y el dinero estadounidense; todas las cosas importantes, pero innecesarias.

¿Cuánto tiempo ha pasado? Catorce minutos desde que Ariel envió ese mensaje. Suficiente para que él responda, si puede. John siempre devuelve las llamadas y los mensajes lo más rápido posible. Esta es una de las cosas que ella sabe sobre él. También sabe que sus vinos favoritos son los tintos generosos del sur de Francia, conoce su fecha de nacimiento y su número de calzado, esos pequeños detalles. Él sabe el mismo tipo de cosas sobre ella. Casi todas son tonterías inútiles.

Ya ha esperado suficiente. Es hora de probar con una llamada telefónica, que pasa directamente al correo de voz sin un solo tono de llamada. No es que su marido se niegue a responder; es que no puede. Ni siquiera sabe que ella está llamándolo.

—Bom dia —dice Ariel, mirando a su alrededor en la recepción decorada con antigüedades y obras de arte, cuero y seda; todos los símbolos del lujo.

—Buenos días —responde el recepcionista.

—Me hospedo con mi esposo John Wright en la suite Ambassador.

—Sí, senhora Wright. Mi nombre es Duarte. ¿Cómo puedo ayudarla?

Ariel piensa en corregirlo sobre su apellido, pero para qué molestarse.

—Cuando me desperté esta mañana, mi marido no estaba en nuestra habitación y no logro localizarlo por teléfono.

Duarte parece inquieto; probablemente se pregunta qué le va a pedir que haga. Este es el tipo de hotel donde los huéspedes pueden quejarse de cualquier cosa. Algunas personas prácticamente hacen de esto un deporte: el agua está demasiado caliente, el generador de electricidad es demasiado ruidoso, las toallas son demasiado mullidas, no hay edulcorante Splenda. Duarte está preparado para cualquier locura.

—João mencionó que podría haber otros empleados a los que podríamos preguntar. Así que, ¿podrías hacerlo?

—Perdone, ¿hacer qué?

—Preguntarles. Si vieron a mi marido.

—Sí, claro. Me encargaré de eso.

Duarte, sin entender la urgencia, espera que Ariel se vaya. Pero ella cruza las piernas, dejando en claro que está dispuesta a esperar allí.

—Ah, ya entiendo —dice el joven. Levanta el auricular, tiene una conversación rápida y se vuelve hacia Ariel—. Ya vienen María y Leonor. Espere un minuto, por favor.

Ariel asiente.

—¿Está todo a su gusto en la habitación, senhora Wright?

—Mi nombre… —comienza, pero se detiene.

Cuando se casó con John, Ariel ya había cambiado su nombre dos veces. De ninguna manera renunciaría a su nueva identidad meticulosamente construida. John no se mostró en desacuerdo; ella ni siquiera se lo preguntó.

—Sí —dice—, gracias. La habitación está bien.

María y Leonor entran juntas; María es la mujer que Ariel vio en el pasillo hace unos minutos. Los tres empleados hablan rápido en portugués, que a Ariel le suena a ruso mezclado con español. No entiende ni una palabra. Lo único que puede captar en este idioma es el tono: bueno o malo, sí o no. Así es como debe de sentirse ser perro. Lo que ella está sintiendo ahora es no. Malo. Si tuviera cola, la tendría entre las patas.

—María sabe quién es su marido, pero no lo ha visto esta mañana. Y Leonor no lo conoce.

Ariel repasa las fotos de su teléfono: un castillo, una catedral, adoquines y sí, aquí: un selfi de los dos con un telón de fondo pintoresco, el tipo de imagen que Ariel publicaría en las redes sociales si acostumbrara hacerlo.

—Aquí, este es mi marido.

La camarera mira la imagen, luego a Ariel, luego de nuevo a la pantalla, como si confirmara que la mujer frente a ella es la misma de la foto. Ariel quiere gritar “¡Eso no es lo importante!”, pero se contiene; escucha un portugués aún más ininteligible.

—Lo siento —dice Duarte—. Leonor no ha visto a este hombre hoy.

Ahora tres generaciones de trabajadores hoteleros portugueses están mirando a Ariel, todos preguntándose si pueden seguir adelante con su día, lejos de esta mujer estadounidense.

—Obrigada —les dice, y todos le responden con sonrisas contenidas de alivio, liberados de la incomodidad del problema matrimonial de una desconocida.

La ausencia de pistas es, en sí misma, una pista.

CAPÍTULO 3

Día 1. 8.58 a. m.

Antes de salir a la calle, Ariel endereza la postura y endurece el rostro, su armadura para disuadir las miradas masculinas o desalentar conversaciones no deseadas, o al menos para minimizarlas. Tiempo atrás, ella solía reaccionar rápidamente y responder haciendo una peineta, murmurando una obscenidad o respondiendo de manera hostil; se contenía solamente si no tenía una ruta de escape o no había testigos. Pero sabía que las respuestas agresivas nunca mejoraban ninguna situación y, a veces, la empeoraban mucho.

En un pueblo pequeño como el suyo, cualquiera de esos hombres, incluso los desconocidos que pasaban en sus coches, podían convertirse en enemigos a los que tendría que enfrentarse de nuevo algún día en un aparcamiento oscuro, en una playa desierta, en su propia casa.

Así que Ariel se traga su orgullo, reprime sus instintos belicosos y decide, en cambio, ser elusiva, distender, apaciguar; una indignidad, sin duda, pero preferible a un ataque o algo peor. Porque los hombres que les hacen proposiciones agresivas a las mujeres en la acera son los mismos que las golpean, que las violan, que las matan a golpes con una llave inglesa.

El fuerte sol de la mañana rebota en la fachada blanca y brillante del hotel. Ariel mira colina abajo, hacia donde estaría John si estuviera en la oficina de su cliente, en algún lugar cerca de la enorme praça do Comércio, con su imponente arco dominando un lado y el estuario de varios kilómetros de ancho extendiéndose desde el otro. Esta plaza principal fue una vez el corazón vivo de Portugal, uno de los centros comerciales más importantes de Europa, del mundo entero. Ya no. En estos días, los negocios se hacen en torres revestidas de vidrio en barrios más alejados.

La praça está al sur. Ariel se dirige hacia el norte, cuesta arriba por la empinada ladera del Bairro Alto. Cruza calles angostas atravesadas por guirnaldas de luces y tendederos de los que cuelgan paños de cocina y camisetas de fútbol que ondean sobre los grupos de mesas frente a las cervejarias y tabernas, sobre los cuchitriles que albergan almacenes de comestibles o establecimientos en los que se venden zapatillas, sardinas y una variedad alucinante de artículos hechos de corcho.

Es lunes por la mañana. La ciudad está cobrando vida más rápido que en el fin de semana, con tiendas que abren y cafés que se llenan, con gente que camina hacia su trabajo por las aceras hechas de mosaicos. Hay árboles frondosos por todas partes, paredes pintadas con nombres e iniciales y signos de la paz y sonrisas dientudas y perros de dibujos animados. Nada de armas, ni símbolos de pandillas de gánsteres. Los grafitis de Lisboa reflejan exuberancia, no desesperación.

Mientras camina, Ariel presiona el botón de inicio del teléfono una y otra vez, desliza el dedo por la pantalla y no recibe nada, nada.

Todas las panaderías están abiertas y de ellas emanan diferentes aromas: la riqueza de la mantequilla y el azúcar de los pasteles de una, la harina y la levadura de otra; estos olores europeos que, tal como los mercados de mariscos en las aceras y los vendedores de zumos recién hechos, no son parte de la vida en su hogar. En Estados Unidos hay otros olores; la mayoría implican carne o frituras.

Ariel continúa subiendo la empinada colina, se le cansan las piernas. Siente una punzada en el tobillo izquierdo, el mismo que se torció el otoño pasado cuando el perro labrador de alguien la arrolló en la plaza del pueblo. Aquella lesión había sido el último insulto: el pulgar aplastado por una pesada caja de libros, el manguito rotador desgarrado mientras cambiaba una bombilla, la fascitis plantar en ambos pies porque sí, el disco comprimido en su cuello por la misma razón nula e injusta.

“¿Qué quieres que te diga?”, le había comentado el quiropráctico. “Bienvenida a la mediana edad”. Por un tiempo, Ariel se engañó a sí misma pensando que algún día se libraría de todas estas molestias: el tendón sanará, los dispositivos ortopédicos funcionarán, el yoga mitigará el dolor de espalda, esto o aquello mejorará, entonces todo irá bien. Pero ya han pasado años de quejas ininterrumpidas y acumuladas; ya ha empezado a aceptar que nunca más volverá a estar completamente libre de dolor. Habrá una lesión menor tras otra, ocasionalmente alguna más severa, además de enfermedades cada vez más graves; un deterioro implacable que conduce a la muerte final. Como el cambio climático, una tendencia que va en una sola dirección y culmina en una catástrofe inevitable, sin finales alternativos.

Se dio cuenta, entonces, de que cualquier cosa que fuera a hacer tenía que comenzar a hacerla en algún momento.

Las empinadas colinas de Lisboa ofrecen vistas a todas partes: el castillo medieval de allí, el laberinto del casco antiguo debajo, la gran curva en el ancho río, el puente estilo Golden Gate que cruza el canal. Desde aquí arriba, Lisboa parece enorme: tantos barrios, repartidos a lo lejos.

Ariel no se ha acostumbrado a las ciudades. Cuando las cosas se desmoronaron para ella en Nueva York, fue a lo grande, por completo, y ya no quiso saber nada de la ciudad: ni de la gente, ni de los hombres, ni de la constante presión de todo ese entorno. Dejó atrás el ruido, las multitudes, los olores y la agresión sensorial generalizada. Ahora casi no visita ciudades; solo hace uno o dos viajes de negocios al año que duran un par de noches cada uno, e invita a su madre a venir desde Carolina del Sur para cuidar de George y los perros, como lo está haciendo ahora.

Intenta volver a llamar a John y obtiene la misma falta de respuesta: directamente al buzón de voz.

Mira al otro lado de la calle el destino hacia el que va. No quiere hacer lo que tiene que hacer ahora, no quiere que empiece el disgusto. Le recuerda un momento del invierno pasado; estaba a punto de quedarse dormida cuando, de repente, tuvo un dolor el pecho y sintió frío en todo el cuerpo. Buscó a tientas su teléfono, marcó el número de su mejor amiga con los dedos alarmantemente entumecidos.

—¿Ariel? —La voz de Sarah estaba ronca por el sueño—. ¿Qué ocurre?

—Creo… —Ariel casi no pudo reunir el aliento para hablar—. Necesito… Urgencias. —No quería una ambulancia, había escuchado historias terroríficas sobre costes que el seguro médico no reembolsaba.

—Oh, Dios mío, voy para allá enseguida.

George se recostó en la parte trasera del Subaru de Sarah; llevaba puesto un abrigo sobre el pijama y abrazaba a Teddy, mientras Ariel temblaba en el asiento del copiloto, cada vez más aterrorizada a medida que se acercaban al hospital donde su vida tal vez cambiaría para siempre. Podría estar teniendo un ataque al corazón, un aneurisma, quién sabe. Era una mujer todavía joven y solo conocía los síntomas de una enfermedad potencialmente mortal por la televisión y las películas. No tenía idea de lo que su cuerpo realmente estaba tratando de decirle. Necesitaba un intérprete, y los intérpretes corporales trabajaban en los hospitales.

A los pocos segundos de llegar a urgencias, la llevaron en una camilla por un pasillo luminoso. Le preguntaron su nombre y fecha de nacimiento una y otra vez, le hicieron pruebas y más pruebas, bombearon un tinte a través de su sistema circulatorio; pasaron las horas, George dormitaba en una sala de espera junto a una máquina expendedora. Escuchó repetidas veces la horrible expresión “embolia pulmonar”, hasta que finalmente, a las dos y media de la madrugada, un médico se acercó a su cama con actitud decidida y una sonrisa; Ariel no estaba segura de si era de tranquilidad o alivio.

—Señora Pryce, tiene neumonía.

Después de dos días de descanso y antibióticos, se sintió bien, como si nada. Pero si no hubiera ido a urgencias, podría haber muerto esa misma noche. A veces puedes posponerlo. Pero a veces no.

Sube las escaleras empinadas y entra.

—Bom dia —le dice al sargento que está ante el mostrador principal—. Mi marido ha desaparecido.

Ariel trata de asimilar la retahíla de frases rápidas en portugués que le dice la mujer policía uniformada; por momentos suenan como afirmaciones o acusaciones y tal vez un par de ellas como preguntas.

—Desculpe —dice Ariel, usando la palabra que aprendió al escuchar a otras personas disculparse—. No sé portugués. ¿Hay alguien aquí que hable inglés?

La mujer policía la fulmina con la mirada.

—Desculpe —repite Ariel, tratando de parecer patética, digna de lástima o de simpatía.

Otra mirada furiosa. ¿Cómo puede solucionarlo?

—¡Ah! —Ariel levanta un dedo, la señal universal para decir “un momento por favor”. —Aunque Ariel no había aprendido mucho portugués antes de este viaje, había comprado una aplicación. La típica estrategia estadounidense ante cualquier problema: comprar algo. Esta era una de las cosas que más odiaba de las personas que más odiaba: el reflejo de malgastar el dinero en cualquier cosa, como una rutina.

Sin embargo, aquí está, escribiendo en su teléfono demasiado rápido, cometiendo demasiados errores; y solo uno ya es demasiado. No hay forma de que una aplicación de traducción adivine lo que intenta decir con faltas de ortografía. Levanta un dedo de nuevo, murmura otra disculpa, luego toca el ícono de traducir y da su teléfono.

La mujer policía mira la pantalla, tarda un par de segundos en leer. Luego mira a Ariel, vuelve a evaluar a esa mujer parlanchina que ha entrado en la comisaría a primera hora de la mañana del lunes. Su rostro se vuelve más amable y dice:

—Um momento.

—Mi marido. —Ariel mira alternativamente a los dos agentes.

—¿Está desaparecido, dice? —pregunta el hombre.

António Moniz tiene un rostro cálido y amable, pero Ariel ya puede ver el escepticismo en sus cejas, en sus ojos levemente entrecerrados.

—Bueno, no sé si desaparecido. Pero no puedo encontrarlo.

Moniz asiente.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Alrededor de la medianoche.

El último recuerdo de Ariel de la noche anterior era John de pie junto a la ventana abierta, contemplando la noche. No sabe exactamente qué hora era cuando finalmente se quedó dormida, pero la medianoche parece razonable.

—¿Doce de la noche? —Moniz parece sorprendido—. ¿Medianoche de anoche?

—Sí.

—Es decir —Moniz mira su reloj—, ¿diez horas?

—Así es.

El policía inspira profundamente. Es obvio que no sabe qué decir a continuación, qué decirle a esta mujer. Intercambia una mirada con su compañera, una mujer atractiva, pero de aspecto severo, llamada Carolina Santos, que hasta el momento no ha dicho nada.

—Ya sé que no ha pasado mucho tiempo —dice Ariel.

—No —acepta Moniz, quizás demasiado rápido, con demasiado entusiasmo—. No demasiado.

—Pero la verdad es que esto no es propio de él.

—Por supuesto —asiente Moniz—. Por supuesto —repite, pero no parece una reiteración, sino más bien una contradicción, o tal vez un sarcasmo.

Esta conversación aún no trata sobre John. Todavía se trata de Ariel y su credibilidad.

—Estoy preocupada. —Ariel mira alternativamente a los dos policías, buscando apoyo, pero no lo encuentra.

La agente Santos no solo no habla, sino que ni siquiera toma notas. Su función parece ser mirar fijamente a su visitante. Ariel le tiene un poco de miedo a Santos.

—¿Su marido sale a correr? —pregunta Moniz—. ¿Para hacer ejercicio? ¿Es posible que se haya ido a entrenar?

—No. —Ariel niega con la cabeza—. Sus zapatillas de correr están en nuestra habitación.

—¿Tiene…? ¿Cómo se dice, cuando se tienen problemas con el sueño?

—¿Insomnio? No.

—Lo siento, eso no es lo que quiero decir. Por los viajes, los cambios de horarios…

—¿Jet lag?

Moniz chasquea los dedos.

—Sí. Eso. ¿Puede ser que por el jet lag se despertase demasiado temprano y saliese a pasear? ¿Es posible?

—Tal vez, pero ¿por qué no me ha dejado una nota? ¿O me ha llamado? ¿O me ha devuelto las llamadas?

—No lo sé, senhora. ¿Se le ocurre algún motivo?

Ella niega con la cabeza.

—De todas maneras, John se tomó un somnífero anoche. Yo también. Para que nos ayudase a adaptarnos y que él estuviera bien descansado para el trabajo de hoy.

—¿Trabajar? ¿Están en Lisboa por negocios?

—Mi marido es consultor, ha venido a visitar a un cliente.

—¿Ha hablado con el cliente? Tal vez ya esté en su oficina.

—No he podido hacerlo. No sé quién es el cliente. John me lo dijo, pero no puedo recordarlo. Debería haberlo anotado, lo sé. Pero no lo hice.

—¿Y usted? —pregunta él—. ¿También está aquí por negocios?

—No. Yo solo he venido para acompañarlo.

Ariel nota que Moniz tiene una mancha de algo en la corbata, grasa o salsa, algo aceitoso.

—¿Tiene alguna idea, senhora Pryce, de dónde está su marido?

—No. Estoy preocupada.

—¿Qué es lo que le preocupa?

Podrían ser un montón de cosas horribles, ¿no? John podría ser víctima de algún delito o accidente, podría estar en un hospital, atropellado por uno de esos tranvías o un coche, un camión, cualquier cosa. O estar tirado boca abajo en un callejón tras haber sido asaltado, sangrando, inconsciente. Podría estar muerto en algún mercado de pescado en ruinas al otro lado del Tajo, encadenado a una tubería oxidada, su sangre derramada en los desagües industriales, arrastrada hasta mezclarse con el río salobre.

Tal vez ha sido acusado falsamente de algo y está detenido en otra comisaría, o lo están interrogando en una embajada. O incluso en Tánger, arrestado por las fuerzas de seguridad, acusado de espía, de contrabandista, de prófugo de la justicia.

Y tal vez la acusación no sea falsa. Ariel no conoce todos los rincones oscuros de la vida de John. Tal vez tiene un pasado cuestionable que finalmente salió a la luz, o un presente conflictivo que ha ocultado hábilmente hasta ahora. Podría estar implicado en lavado de dinero, fraude, evasión de impuestos, escondido detrás del disfraz de consultor. ¿Quién coño sabe lo que hace un consultor?

O, por supuesto, podría estar bien. Ariel quedará como una mujer sobreprotectora, insegura, tonta. Exactamente aquello de lo que la han acusado antes: poco creíble.

—No lo sé —admite.

Moniz da golpecitos con su bolígrafo en el papel, que Ariel ve que está casi completamente en blanco. No ha dicho casi nada que valga la pena escribir.

—Senhora, espero que entienda que no es posible que la policía busque a todos los hombres cuyas esposas no pueden encontrarlos en la mañana. ¡No podríamos ocuparnos de otras cosas! —Su intento de hacer un chiste fracasa, lo ve de inmediato y se retracta—. Estoy seguro de que no es nada. Su marido está en el trabajo y regresará a su hotel al final del día.

Este es el tipo de optimismo insulso e infundado que Ariel aborrece. Como las charlas motivadoras de un entrenador de atletismo. Ariel no soporta las charlas motivadoras.

—Seguramente tendrá una buena explicación que darle, o quizás a usted no le parezca tan buena, pero de cualquier manera no será algo delictivo ni grave. Y, de todos modos, volverá.

Moniz extiende las manos, dando por concluida la historia.

—Pero ¿y si no lo hace?

—Si su marido continúa desaparecido mañana por la mañana, por favor, vuelva a comunicárnoslo. O llámame por teléfono. —Moniz extrae una tarjeta de una caja de latón y se la tiende a Ariel.

—Escuche, sé que han sido solo unas pocas horas. Sé que no tengo ninguna prueba. Sé que no tengo tanta información como debería. Todo eso lo sé. Pero estoy realmente preocupada. No responde a mis llamadas ni a mensajes de texto, no me ha dejado ninguna nota y no es el tipo de persona que haga esas cosas. Por tanto, ¿no podemos empezar a buscarlo ahora?

Moniz asiente; entiende que ella no lo comprenda.

—Senhora, esta información que nos está dando no es prueba de un delito, si es que es prueba de algo. Y la cantidad de tiempo que lleva sin ver a su marido no es suficiente. Ahora mismo hay cientos de personas en Lisboa, quizás miles, que no han visto a un familiar o amigo desde anoche, cuya mujer o marido no atiende al teléfono o no devuelve un mensaje. Actualmente, suponemos que todo el mundo está siempre disponible, esperamos que estén en contacto con nosotros durante todas las horas de todos los días y noches, simplemente porque es posible hacerlo. Pero el hecho de que sea posible no lo hace deseable. No todo el tiempo, ni para todas las personas.

Moniz tiene razón en eso, sin duda.

—Entonces, ¿esto es todo?

No tiene sentido discutir con él, ¿verdad? No con un hombre que ya ha tomado una decisión.

—Lamento que no podamos tomar ninguna medida en este momento. —Se pone de pie, le tiende la mano para estrechársela—. Espero que comprenda.

Es muy posible que Ariel necesite la ayuda de la policía en el futuro, por lo que no quiere pelear una batalla imposible de ganar ahora.

António Moniz observa alejarse a la estadounidense.

—¿Qué opinas?

Su compañera tarda unos segundos antes de responder.

—Creo que esta mujer no conoce a su marido tan bien como cree.

Según la experiencia de Moniz, todos los policías son cínicos, pero Carolina Santos lo lleva a un nivel completamente diferente.

—Y por supuesto, esto vale para casi todas las mujeres —continúa Santos—. A todas nos mienten. Continuamente.

Moniz no discute. Santos se enciende enseguida con este tema. Además, cree que no le falta razón.

—Oye, Erico —grita. Unos escritorios más allá, un agente más joven levanta la vista de las páginas de fútbol del periódico—. ¿Has visto a esa mujer estadounidense que acaba de irse?

—Sí.

—Síguela.

CAPÍTULO 4

Día 1. 10.44 a. m.

—Buenos días, mi nombre es Saxby Barnes. —Le tiende la mano para un apretón que dura una fracción de segundo de más—. Por favor, ¿sería tan amable de seguirme?

Barnes es un hombre empalagoso que luce la bandera en un pin en la solapa y la sonrisa impostada de un político. Esa sonrisa que todos sabemos que es una mierda, pero aceptamos fingir lo contrario: los sonrientes y los que simulan creerlos, un gran pacto de ignorancia fingida.

Desliza una tarjeta magnética y luego lleva a Ariel a través de una gran sala diáfana, mira por encima de su hombro un par de veces, probablemente para asegurarse de que no se haya separado de él ni haya salido corriendo. Hay mucha seguridad en la embajada de los Estados Unidos: formularios y trámites y filtros, un especial empeño en evitar que suceda algo negativo en el edificio, en lugar de brindar algo positivo a los visitantes.

Desde el otro lado de la sala Ariel siente una mirada inquisitiva sobre ella. Mira a su alrededor el tiempo suficiente para captar a un hombre de mediana edad con barba corta, una camisa Oxford arrugada y algo que podría ser una credencial de prensa.

—Entonces, entiendo que no puede localizar a su marido —dice Barnes mientras doblan una esquina.

—Así es.

—Y supongo que nos consta que no es que él simplemente la haya dejado.

Barnes se gira sonriendo y Ariel lo mira perpleja.

—¿Cómo podría un hombre dejar a una mujer como usted? —Ahora está radiante, orgulloso de sí mismo, de haber encontrado una manera de coquetear con una mujer, casada y preocupada, al minuto de conocerla—. Desde luego, ningún hombre en su sano juicio —agrega, y la mira expectante. Quiere que ella se sienta agradecida por el cumplido.

Ariel hace un esfuerzo deliberado por ver la bondad en todos aquellos a quienes conoce. Intenta empezar cada nueva relación concediendo el beneficio de la duda. Pero este tipo se lo va a poner difícil.

Se traga su orgullo y complace a Barnes con una sonrisa.

—Por aquí —dice él, manteniendo abierta la puerta de una oficina pequeña y ordenada. Cuando Ariel pasa a su lado, percibe una bocanada de alcohol en su aliento. ¿De hoy? ¿O todavía de anoche? Ella conoce a esa clase de tipos, los que nunca dejan pasar la oportunidad de tomar una copa, y nunca solo una.

—Entonces, señora de, eh…

—Señora Ariel Pryce, sin “de”.

—Correcto. Señora Pryce —repite con una sonrisa—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Un poco de agua?

—No, gracias —responde, lo más amablemente posible. Un “no” con tono de “sí”.

—La veo un poco, eh…

A Ariel le ha llevado un tiempo encontrar un taxi bajo el sol abrasador, y el aire acondicionado del automóvil dejaba bastante que desear; luego tuvo que esperar fuera de la embajada, y después en una habitación llena de gente frustrada. Probablemente tiene un aspecto horrible y sudoroso.

—Hace mucho calor fuera —dice ella.

—¡Portugal en julio es así! Pero estoy acostumbrado a este calor; soy de Georgia.

Por supuesto. Saxby Barnes, con su cara sonrosada, es todo un caballero sureño de mirada lujuriosa, con su chaqueta ajustada de lino azul, su corbata reglamentaria y sus pantalones blancos. El disfraz completo.

—¿Está segura de que no quiere agua?

Está claro que Barnes no entiende cómo una mujer puede rechazar esta cortesía cotidiana, no solicitada ni deseada, que está tratando de imponerle. Ariel ha aprendido que los excesivamente educados son aquellos en los que menos debe confiar, los que intentan convencerte de su gentileza, de su generosidad, de su caballerosidad.

—Bueno —cede—. Se lo agradezco.

Barnes sonríe ante esta pequeña victoria de su solicitud agresiva, este garrotazo coloquial: endosarle un favor, con la expectativa de obtener algo más tarde.

“No aceptes un no como respuesta”, le debe de haber dicho su madre, sin duda, al enseñarle los modales apropiados de un anfitrión cortés. “No aceptes un no como respuesta”, le debe de haber dicho su padre, al enseñarle cómo tener éxito en los negocios, en la política, en cualquier profesión. “No aceptes un no como respuesta”, le deben de haber dicho sus hermanos de la fraternidad, al enseñarle a confiar en su propio juicio sobre lo que una chica quiere, sin que importe lo que ella pueda decir. Así que aquí está, tratando de hacerlo todo a la vez, tal como le han dicho toda su vida.

La caballerosidad puede ser simplemente otra forma de hostilidad. La caballerosidad puede ser el arma en sí.

—Con gas, ¿verdad? Me temo que no nos queda sin gas.

Por supuesto: dar algo, quitar algo.

—Con gas está bien.

Parece como si Barnes estuviera prácticamente acariciando el tirador de la puerta. Ariel se da cuenta de que esa nevera debe de ser una adquisición reciente. Algo que Barnes ha tenido que ganar o sonsacarle a alguien. Está orgulloso de ese pequeño artefacto suyo.

—Gracias de nuevo —dice ella—. Muy amable.

—No hay de qué. —Toma asiento—. Muy bien, entonces, necesitamos algunos, eh… detalles. —Barnes abre un cajón del escritorio y saca un par de trozos de nailon acolchado—. Túnel carpiano —explica, mientras envuelve su muñeca izquierda en uno de esos artilugios.

Ariel dirige su mirada al periódico estadounidense que no ha leído esta mañana, la cobertura general de los eventos de su país. La primera página la domina una foto de un hombre que ha alcanzado notoriedad nacional, primero como asesor especial de su viejo amigo el presidente, luego por su nombramiento inesperado, pero en gran medida incuestionable, para el gabinete ministerial. Pero ahora, después de la hemorragia cerebral del vicepresidente, este político novato está repentinamente a punto de subir al escenario mundial. Con el inminente final del mandato del actual presidente, este hombre se convertiría en el presunto candidato a la presidencia de los Estados Unidos.

Barnes ciñe el velcro, lo abre y lo vuelve a fijar, se asegura de que el ajuste sea óptimo. Repite el proceso en la muñeca derecha, luego se vuelve hacia ella y asiente, completamente protegido contra el doble estrago de la tendinitis y la gravedad. Ariel no puede evitar sentir un poco de pena por este tipo. Pero solo un poco.

—¿Podría describir a su marido, por favor? Altura, peso…

—Mide alrededor de un metro setenta y cinco. No sé cuánto pesa. No lo veo pesarse.

—¿Pero aproximadamente…?

—Es delgado. —Ella no sabe cómo describir el cuerpo de John. Es perfectamente proporcionado, hermoso—. Musculoso, aunque no demasiado.

—De acuerdo. —Está claro que Barnes no quiere oír hablar sobre el atractivo físico de ningún otro hombre. La inseguridad y la homofobia están tan estrechamente relacionadas que Ariel sospecha que son lo mismo—. ¿Qué más? A ver… ¿el pelo?

—Castaño oscuro, abundante y ondulado. Ojos verdes.

—¿Alguna marca distintiva? ¿Cicatrices? ¿Pendientes? ¿Tatuajes? ¿Barba o bigote?

Ariel niega con la cabeza. John es uno de los pocos hombres sin adornos que conoce, con un guardarropa completamente desprovisto de logotipos, etiquetas o marcas identificables, sin escudos de equipos deportivos ni nombres de universidades; no usa joyas ni gorras de béisbol. Hasta su coche es del montón.

—¿Edad?

—Treinta y seis.

Barnes levanta la vista rápidamente y luego vuelve a mirar su teclado. Ella puede ver el cálculo que ha hecho durante ese vistazo: Ariel es una década mayor, una diferencia que no es para nada banal cuando va en dirección hombre-mujer.

—¿La gente diría que es atractivo?

—Sin duda.

Ella sabe qué hilos está manipulando Barnes, qué suposiciones hizo cuando ella llegó, qué nueva historia está construyendo ahora: no es que Ariel se haya casado con un hombre más joven, es que John se casó con una mujer mayor. Barnes tiene más o menos la edad de John. Tal vez se esté preguntando qué podría obligarlo a casarse con una mujer mayor. Esta mujer mayor.

Ariel lo analiza mientras él la analiza a ella. La tela de su traje está tirante, tiene arrugas en lugares incorrectos; el botón superior de su camisa no puede abrocharse. Es un hombre que ha ganado algo de peso recientemente, más de un kilo o dos, y no ha puesto su guardarropa al día. Quizás se niegue a aceptarlo, diciéndose a sí mismo que este peso extra desaparecerá fácilmente cuando deje de comer postres. La próxima semana, tal vez. O la siguiente.

—Está bien, entonces, esta mañana ¿no se ha comunicado con usted en absoluto?

—No. No ha respondido a mis mensajes de texto ni a los correos electrónicos. Cuando llamo, salta directamente el buzón de voz. Le he dejado un par de mensajes.

Barnes echa un vistazo a la documentación que le ha entregado Ariel: cumplimentarla ha sido como llenar el formulario del seguro médico, algo que se hace en un portapapeles de plástico con un bolígrafo con la marca de un nuevo medicamento para la diabetes.

—Entonces, ¿qué han estado haciendo ustedes dos en Lisboa?

—Cosas normales de turistas.

—¿Por ejemplo?

Por la mañana temprano habían hecho una ruta en Segway por un paseo marítimo dedicado al ocio: había restaurantes y discotecas separados de los puertos deportivos por una franja de senderos para corredores y ciclistas, como un sueño de revitalización urbana del siglo xxi. Habían montado en uno de los viejos y chirriantes tranvías, el famoso número 28, dando tumbos en esquinas cerradas, subiendo y bajando colinas empinadas, como una montaña rusa antigua, abarrotada, incómoda y un tanto aterradora.

Barnes no es muy buen mecanógrafo; usa solo algunos de los dedos, alternando las miradas entre el teclado y la pantalla con vistazos ocasionales de reojo a Ariel y a sus senos. Ella misma mira hacia abajo, para asegurarse de estar lo suficientemente cubierta.

—¿Algún contacto con alguien?

—Por supuesto, con mucha gente. En el hotel, los restaurantes, un par de museos.

Habían visitado el Gulbenkian, un armatoste de arquitectura brutalista con una de las mejores colecciones de arte privadas del mundo, el botín de la riqueza de un Estado-nación. También un convento que se había convertido en un museo de azulejos, los cuales están por todas partes en Lisboa: en las fachadas de edificios con fascinantes patrones geométricos, en las paredes interiores de tiendas y cafés, en los suelos de los vestíbulos. Es refrescante solo mirar su suavidad azul y blanca.

—¿Alguien que usted ya conociera? ¿O alguien que su marido conociera?

—No. —Ariel no le va a contar a Barnes lo de la mujer en el café—. Tenemos una cena formal programada para mañana por la noche, con los socios de la empresa cliente de John y sus mujeres. Por eso me pidió que viniera en este viaje. A esta clase de hombres de negocios aparentemente les gusta conocer a las mujeres.

—¿Qué clase de hombres de negocios?

—Los europeos.

Barnes sonríe con complicidad, lo que probablemente le parezca encantador. No lo es. Todos los aspectos del encanto sureño de este hombre han irritado a Ariel desde el principio.

—¿Su marido viaja mucho por trabajo?

—Algunas veces al mes, no más de dos o tres noches, principalmente a Europa.

—¿Lo acompaña a menudo?

—Esta es la primera vez. Estamos siempre muy ocupados y no es fácil encontrar momentos en los que ambos podamos viajar. Nuestro único otro viaje juntos fue la luna de miel.

—¿Y cuándo fue eso?

—Hace tres meses.

Ariel puede ver en la ceja levantada de Barnes que su teoría está tomando una forma más definida: son recién casados, tal vez hayan discutido, ella no conoce a este hombre en realidad, tal vez él simplemente la ha dejado. ¿Quién lo culparía? Hace solo unas horas que el pobre se fue ¿y ella ya está en la embajada? Tómese un calmante, señora.

—Entonces, ¿por qué vino esta vez? —pregunta—. Los viajes de trabajo de otras personas no suelen ser divertidos.

—Es cierto —dice Ariel—. Pero nunca antes había estado en Portugal. Y todo lo que tenía que hacer para este viaje era comprarme un vestido nuevo.

—No es una obligación terrible, ¿verdad?

De hecho, Ariel no había querido comprar el vestido. Es muy cuidadosa con el dinero, y también reacia a la moda en general. Cuando era joven, por supuesto, leía todas las revistas que te dicen qué comprar y cómo sexualizarte (el maquillaje, la ropa, los zapatos, la depilación), pero ya ni siquiera mira esos titulares: “Los zapatos de verano más sexies”, “Diez pasos para endurecer tu trasero”, “Dale la mejor mamada de su vida”. Ya no.

—¿Ha revisado el saldo de su cuenta bancaria hoy?

Ariel se sorprende por este giro en la conversación, aunque no demasiado.

—No.

—¿No cree que debería hacerlo?

No, no lo cree. No había mucho que retirar, incluso si lo que Barnes está insinuando fuera cierto. Pero es imposible.

—¿Por qué no nos quitamos esto de encima? —sugiere Barnes—. Lo tachamos de nuestra lista.

Ariel sabe que la única razón para no hacerlo sería tener miedo de lo que pudiera encontrar. Pero, definitivamente, no tiene miedo.

—¿Quiere usar mi ordenador?

—No, gracias. —Ella coge su teléfono—. ¿Cuál es la contraseña del wifi?

Barnes garabatea algo y desliza el papel hacia ella. Ariel escribe los dígitos en su teléfono y abre la aplicación bancaria, espera a que se cargue el inicio de sesión y luego la siguiente pantalla.

Siente que se le acelera el pulso. ¿Se está poniendo realmente nerviosa?

Debería estar segura. Lo está.

La señal de wifi parece ser fuerte, pero la respuesta de su teléfono es lenta. Ariel sospecha que esto es lo contrario a una conexión segura; probablemente sea una red diseñada expresamente para capturar el historial de navegación, las pantallas, las pulsaciones de teclas y las contraseñas de cualquier invitado que la use. En realidad, no le preocupa que el Departamento de Estado le robe los cuatro mil dólares de su cuenta corriente, pero se está poniendo nerviosa esperando que se cargue la página, esperando, esperando…

La pantalla se carga y muestra el saldo exactamente como debería ser.

—Todo bien.

—Genial. Eso son buenas noticias —dice Barnes, pero claramente está decepcionado de tener que descartar su teoría: un hombre joven y atractivo se casa con una mujer mayor, vacía su cuenta bancaria y desaparece en un país extranjero, fuera del alcance de las fuerzas del orden estadounidenses. Tal vez eso es lo que ella también sospecharía si estuviera sentada de su lado del escritorio, enfrentándose a una mujer como ella que le presentara una situación como esta.

Ariel es muy consciente de estar siendo observada, por cámaras, por personas. No pudo evitar ver los objetivos mientras pasaba por las oficinas; no puede evitar imaginar que también hay uno en algún lugar de esta habitación.

Las cámaras no son nuevas para ella. Fue actriz en su juventud, siempre hiperpendiente de su apariencia, de lo que estaba comunicando no solo a través de las palabras y las inflexiones, sino también con las expresiones faciales, el lenguaje corporal, el movimiento de los dedos y de las rodillas o las miradas furtivas. Las muchas señales que todos emitimos constantemente, no solo cuando estamos en un escenario o frente a una cámara, sino siempre, porque todos estamos siendo observados a través de una u otra lente. A veces puedes olvidarlo, ignorarlo o fingir que lo ignoras. Pero otras veces hay una cámara real ahí para recordártelo, montada en la esquina de una habitación como esta. Te están observando. Te están grabando.

Después de algunas preguntas más superficiales, Barnes ha dejado en claro que no está dispuesto a buscar el apoyo de la policía local ni a involucrar a otros miembros del personal de la embajada en la búsqueda de John.

—¿No hay nada que pueda hacer? —Ariel le lanza la mirada más suplicante de sus ojos de corderito.

Esto solía ser algo en lo que destacaba, aprovechar su apariencia para seducir a los hombres, especialmente a los que no eran lo suficientemente astutos o conscientes de sí mismos para reconocer que estaban siendo manipulados. Algunos sospechan instintivamente de las mujeres atractivas que son demasiado simpáticas; Saxby Barnes no es uno de ellos.

Ariel se inclina hacia delante; puede ver sus ojos parpadear hacia el escote de su blusa.

—Por favor.

Es una habilidad que ella se había permitido que se atrofiase, una que deseaba no haber poseído ni necesitado nunca. Una habilidad que ni siquiera quería que existiera. Pero admite a regañadientes que puede serle útil para hacer tratos con el patriarcado.

—Mire, señora Pryce, no soy policía. No somos…

Ella inclina la cabeza, consternada, y prácticamente puede sentirlo aprovechar la oportunidad para mirar bajo su blusa.

—Eso no es lo que hacemos aquí —continúa—; no rastreamos a las personas que han dejado a sus… eh… parejas por unas horas. Ese es un trabajo para la policía local, si es que es un trabajo para alguien, lo cual espero sinceramente que no sea el caso. Pero simplemente porque su marido haya salido de su hotel esta mañana sin decírselo, eso no lo convierte en un desaparecido. Solo en un hombre con prisas. O un desconsiderado. O un distraído. Todas opciones mucho más probables que la posibilidad de que haya sufrido daños, y ninguna de ellas es un delito. Así que, en este punto, no podemos…

Barnes se calla, esperando que Ariel intervenga y esté de acuerdo. “Sí, entiendo”. Pero ella no lo dice. Entonces, se pone de pie, le tiende la mano y sonríe otra vez.

—Ojalá pudiera ser de más ayuda.

—¿En serio?

Él asiente, tratando de parecer más sincero en su patente falta de sinceridad.

—Claro.

Ariel está decepcionada. No solo porque él no la ayudará, sino también porque no ha podido persuadirlo: un hombre se ha resistido a sus encantos, aunque parecía que se rendiría fácilmente.

Saxby Barnes no va a ser su aliado. Ariel estará mejor con el policía de Lisboa, que al menos tiene una cara comprensiva y una compañera mujer. No es mucho, pero es mejor que nada, que es lo que le ofrece este funcionario estadounidense. Nada, aparte de una botella de agua con gas.

Ariel está más que decepcionada. De repente está enfadada: con este hombre, consigo misma, con el mundo. Se acerca sigilosamente a ella, esta furia. Como un volcán en erupción después de años de acumular presión.

—Por cierto, ¿qué tipo de nombre es Saxby?

—Un nombre de familia. Se remonta a diez generaciones.

Como si el mero hecho de que algo sea tradicional lo hiciera admirable o defendible. La misma justificación, exacta, se ha utilizado para casi todas las injusticias en la historia del mundo.

—Entonces, ¿es parte de su orgullosa herencia sureña? ¿De los buenos viejos tiempos?

La sonrisa falsa se desvanece.

—Así es.

Ariel quiere ponerlo en evidencia. Tiene experiencia de primera mano con los efectos insidiosos y corrosivos de la tradición fetichista.

—¿Como el té dulce?

Barnes deja caer la mano que ella no ha estrechado.

—¿O la esclavitud?

Él saca pecho, levanta la barbilla, queriendo defender su honor, frustrado porque no puede discutir con esta mujer. ¡Es un caballero! Además, es su trabajo ser complaciente.

Ariel se vuelve y da un paso hacia la puerta.

—Ah, ¿señora Pryce?

Algo en su tono la preocupa. Mira hacia atrás por encima del hombro.

—¿Usted, por casualidad, tiene algún otro nombre? ¿O su marido?

CAPÍTULO 5

Día 1. 11.27 a. m.

Se para frente a la