Dos Tumbas para Cristóbal Paredes - Ignacio Nestor Isaurralde - E-Book

Dos Tumbas para Cristóbal Paredes E-Book

Ignacio Nestor Isaurralde

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Beschreibung

Esta novela nace en el monasterio de Uclés, en la mirada de Albino Elvira que busca a su padre Maximiliano. Su mirada traspasa el ciclo de los años, y se sumerge para saber la verdad, es el último fusilado, y sus huesos no aparecen; encuentran sí, trescientas victimas, incluida una niña. Todos los arqueólogos lloraron sobre aquellas víctimas, algo los unía, si no eran parientes, amigos, o conocidos. Un lazo muy fuerte los conectaba. Cristóbal Paredes representa la república toda, él hace su propia guerra, a su manera, cuando es arrestado a pesar de que la guerra había terminado hacía tres años, y él renuncia a su identidad, estrategia para salvar a su familia. En el monasterio, al pasar el tiempo va quedando entre los últimos prisioneros, los demás van desapareciendo tras los muros, solo se oyen disparos de fusil a diario. Cuando queda solo, y lo vienen a buscar a su celda, ve su final acreditado, pero la suerte no la abandona, y lo ayudan. Luego, cae enfermo en el hospital público, entrando en un coma profundo, lo dan por muerto, pero se sobrepone, y el médico que lo atendía le preguntó el nombre por un especie de protocolo, junto a otras preguntas; a lo que Cristóbal lo confundió con el militar que lo llevaba al monasterio, y le dijo el nombre que llevaba pegado a su piel: Cristóbal Paredes. Después de salir del hospital termina en la completa indigencia viviendo de la solidaridad de la gente del pueblo que lo adopta como un ser especial. Mientras en el pueblo suceden episodios que se relacionan con él. Especialmente en la segunda recaída en el hospital porque ahí es en donde le preparan la segunda tumba, al recuperarse la tumba que queda con su nombre. En el pueblo hay un asalto y es el lugar elegido de los ladrones para esconder la plata del robo. Pasan tantas cosas en el pueblo que Cristóbal entra en un especie de olvido, aunque deambula por las calles; cuando Cristóbal muere de verdad, su tumba se llena de flores, y velas, se producen muchos diálogos, y compromisos ahí, hasta algún que otro milagro. El que cuenta la historia es la abuela de Juan, pero es el mismo Juan que a través del espíritu de Natacha la que sabe la verdad sobre quién es realmente Cristóbal Paredes.

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IGNACIO NESTOR ISAURRALDE

Dos Tumbas para Cristóbal Paredes

Isaurralde, Ignacio NestorDos tumbas para Cristóbal Paredes / Ignacio Nestor Isaurralde. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4677-7

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Prólogo

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

Esta novela se la dedico a todas las personas que han confiado

en mí, de una o otra manera. Todos pusieron un granito de arena para concretar esta obra. A ellos, a todos voy a nombrarlos en una sola persona, Felisa Andia Alarcon Infantes, la gran mere, matriarca de la fe y la esperanza, la gratitud de

su corazón puesta en sus manos de entrega, siempre sonriente, mirando con sus brillantes ojos, al sol, a la vida...

Este es mi regalo juntado en palabras, así querían ellas abrazar, para no quedarme solo...

Prólogo

España, se debate en una cruel guerra civil, ideológica. Y se subdivide en dos, como lo había predicho García Lorca. Triunfa la España nacionalista, en una cruzada donde la iglesia católica; es protagonista. Apoyados por alemanes, italianos, y otros...

La otra España, es perseguida, aniquilada; y exiliada hasta la muerte de su progenitor. Que en su agonía, y en el pasillo del más allá; seguía firmando fusilamiento.

En Castilla La mancha, un ex republicano, sobrevive al paredón; otros soldados, del bando opuesto cubren su vida al tapar su tumba vacía. Aquel deja dos nombres y otro se lleva puesto, recogido de la sangre que impregna el monasterio de Uclés.

Cruza el mar dando una vuelta en forma de ese por el Océano Atlántico, desembarca en Argentina; donde tiene otra vida opuesta a toda lógica; y tantas contradicciones hay en ella, que termina siendo venerado; como un profeta nacido para servir.

Por último, alguien lo viene a buscar, aunque tarde para verlo con vida. Y se encuentra con un muerto, dos nombres, y un santo.

Nadie conoce a aquel hombre, y la revelación de su secreto; vendrá en la piel de un viejo, y de la mano de…

I

—Despacio abuelo, despacio, Ud. tiene que cuidarse, vamos abuelito, entremos.

Don Juan Felipe Sarlenga tiene 78 años de edad, de ojos negros, y de robusta figura; su nieta Nadir es una bella niña de trece años, que se parece mucho al abuelo. Y es ella que lo cuida desde que partió su compañera, doña Carmen Carrasco.

Don Juan, trabajó en diferentes oficios: carpintero, taxista y también de vendedor de diarios. El trabajo en el cuál se jubiló fue de “Sepulturero”. Y siempre que la ocasión se le presenta lo revindica, “como un trabajo artesanal” Homenaje y tributo, que él siempre brindó a los muertos.

Su hijo Ángel Raúl, le dejó a su nieta Nadir para que ella le haga compañía. Residente de Zapala, su hogar está ubicado en la avenida del trabajo. Es una gran casa de cuatro habitaciones con un amplio baño. En la parte superior está el altillo en donde Juan no sube desde hace varios años. En el fondo de la casa donde comienza el patio, hay una variedad de árboles que le dan una espléndida sombra, muchos de ellos son frutales. Nadir continúa con la tradición de las flores, que tenía doña Carmen.

Mientras le cebo unos mates, abuelo: le dice Nadir,

—Cuénteme algo, esa historia que me prometió.

—Mira Nadir: eso que tú quieres, es complicada, dramática. Y quizás te aburra.

—No, abuelo, no; eso jamás.

—Es que hay una parte de mí; que quiero preservar.

—Entonces abuelo, estoy viviendo con un extraño, y si algún día usted se me va. Cómo voy a recordarlo; si no sé nada de su vida.

Juan la mira con ternura, y meditando lo que esa niña tan dulce le dice, sonríe.

—Entonces no perdamos tiempo, porque para mí, es muy importante, en cambio a ti. Te queda, ¡un largo camino!

—Sonriendo, Nadir, dice, muy bien abuelo.

—Tráigame. Y el abuelo quedó atornillado a una palabra que no podía pronunciar. Ese cuadernillo de tapa negra, que a ti tanto te intriga…

—Sí abuelo, dijo ella se adonde está y salió corriendo a buscarlo, volviendo con él.

El abuelo a través del vidrio de la ventana fija su mirada, y en ella parece viajar en dimensiones distintas. Sus ojos negros cual dos brasas de carbón se le nublan de una indescifrable melancolía. Y tomó aquel pequeño cuadernillo negro. Y desenvolviendo el hilo finito de una historia se aferró a lo que parecía la punta… Como antes te dije Nadir, yo vivía con mis abuelos, Rosa Raquel Carrera y Antonio César Blanco... Ellos habían escapado de la dictadura de Francisco Franco. Su misión era salvarme, y eso era de carácter prioritario. Era el último “sobreviviente”, de la dinastía ¡Sarlenga! Sobrevivimos en un barco durante muchos días navegando por el océano Atlántico; viaje del cual parecía que nunca llegaría a destino. Yo tuve una intoxicación muy grave que todavía hoy me quedan secuelas de aquella odisea.

Antes de venirnos de España, Nadir; era un niño feliz. Tenía muchos amigos, vecinos, toda una comunidad que, de un día para el otro, como una gran tormenta que todo se lleva; los perdí. Sin siquiera poder abrazarlos ante de la partida, y decirles lo mucho que los quería. Sólo, ¡desaparecieron! como una nube de humo, dejándome una sensación tan horrible. Entonces comprendí que la soledad duele más que cualquier herida, mutilación, o destierro.

Nosotros vivíamos en Castilla, la Mancha Centro, muy cerca estaba el Monasterio de Uclés. Aquel en realidad más que un lugar de oración era un reducto de una dictadura... La que ganó la guerra civil, disfrazada de salvadora con ayuda de alemanes, italiano y otros; golpeando nuestra tranquilidad, y aniquilando un gobierno democrático. Mis dos hermanos, José María y Julio César, fueron fusilados casi en plena calle cuando tenían sólo veinte años, y no habían pertenecido a ninguna fuerza militar, ni a partido político. Sólo por estar reunido en el lugar, y momento equivocado... Uno de ellos me contaron mis amigos; dijo gritándole al soldado que le disparaba, “tira otra vez, cobarde” tira otra vez. Y el oficial que estaba al mando se acercó; y sin mediar palabra, a sangre fría lo remató. Nunca averigüé cuál de mis dos hermanos era el que le gritó. Aquel suceso a mi madre la fue consumiendo en vida de a poco…

Carlos Alejandro Zarlenga, que era mi padre, fue detenido en el año 1939, y encarcelado en el Monasterio; que durante la guerra civil había servido de hospital, y después aquel se transformó en un lugar de detención. Porque fueron por cada uno de ellos, hasta los más ocultos lugares de España.

Por consiguiente, Nadir, continuó diciendo el abuelo: millares de nuestros compatriotas, tuvieron que emigrar para Argentina. Una gran parte se retiró a Francia, a los campos de exiliados. Y otros países, que nos acogieron, y fueron solidarios en nuestra desgracia.

Yo no fui testigo ocular de la muerte de mi padre, eso sí alcancé a ver, algún que otro fusilamiento, espiamos por un gran paredón. Aunque desde lejos, y como éramos chicos nadie nos daba importancia. Los disparos eran constantes y el eco “nos aterrorizaba”. Yo siempre me imaginé a mi padre en esas circunstancias; es más, cada uno que caía se le parecía... Yo lo recuerdo siempre con su sonrisa, y sus grandes manos.

Mi madre: Angélica María Blanco, sufría mucho, y no aguantó toda la tragedia. Así que un día desapareció, como si no hubiera existido nunca. La consumió la republica pensaba, y hasta llegué imaginar que estaba haciendo un pozo alrededor del Monasterio para sacarlo a papá de allí. Y me dormía pensando que los dos, me iban a despertar al otro día a desayunar.

Mis abuelos por parte materna se encargaron de mí, pero todo se nos hizo muy difícil, estábamos señalado como republicanos, y eso era como tener lepra o algo por el estilo. Yo no podía jugar con los chicos del otro partido, en cuanto yo me acercaba hacia ellos, estos se alejaban. El régimen era una máquina muy bien aceitada, y toda la comunidad se prestó a encubrirlo, y alentarlos, con vergüenza al principio. Después, gran parte de España perdió el pudor y se transformó en él propio régimen...

Yo tenía una amiga, Natacha, era hija de un italiano nacionalizado español. Que había buscado vivir allí lejos de las revueltas, y revoluciones de su Italia. Se llamaba Joaquín Fernando Azzolini, en cambio la madre de Natacha, Hortensia Ortiz era española y no tenía tristeza en ninguna de sus palabras. Natacha se parecía mucho a ella, en su carácter. Eran linderos del pequeño campo de mi padre. En realidad, todas eran chacras pequeñas, algunos tenían viñedos, otros se dedicaban al trigo, o al maíz. Pero todos realizaban algo relacionado con el campo. Como la cría de vacunos, de ovinos, y también de equinos; había grandes y pequeños micro emprendimientos agrícolas. Y ante de la guerra reinaba la armonía, y el sacrificio de trabajo de todos era constante.

Mi padre era agricultor, y militante en el sindicato de la unión general de trabajadores del campo, e intermediario entre los compradores y los productores, de todo lo relacionado a los productos agrícolas. De ello, él se quedaba con un porcentaje por su trabajo. Bueno por eso, es que se relacionaba con Azzolini el padre de Natacha, que también junto a otros, eran integrantes del gremio de los trabajadores. Había otros señores de gran prestigio, ¡Pero todos eran amigos!, en otras localidades vecinas había también integrantes, y con ellos se reunían discutiendo la plataforma, y su funcionamiento. Mi padre era amigo de un socialista y gremialista como él, Maximiliano Suárez Méndez, o pipa dorada como lo llamaba; con él siempre iba a pescar. Maximiliano era un hombre de mucha ascendencia, y prestigio. Pero cuando estalló la guerra civil había que defender la república; pasaron a formar la guardia De Asalto.

Mucho murieron en la guerra, España parecía entrar en retroceso, con referencia a otras naciones. Parecía que alguien había puesto un manto negro; los hermanos se desconocían entre ellos. Nadie conocía al enemigo, ni siquiera sabían cómo vestía, si era niño, adolescente, o mujer. Si era cura, soldado, o era obrero. Si estaba en el campo, o vivía en la montaña...

Yo tenía un caballo colorado, con una mancha en la frente muy blanca, y mi padre le había puesto el pampero, en él la llevaba a Natacha. Cuando llegamos a la escuela tenía mi caballo el árbol predestinado bajo la sombra, y él se quedaba muy tranquilo esperando la terminación de clase. Algunas veces el padre de Natacha nos llevaba en el carro ruso, que era transportado por caballos percherones, que eran animales de fuerza. La escuela primaria era la alegría de nosotros, jugábamos todos en grupos. Había partido de fútbol, casi todos los días. Pero todo ello fue ante del año 1936.

Cuando llegué a Argentina me sentí muy solo, y desorientado sin Natacha. Aunque todos, me recibieron sin conocerme con mucho cariño, como si siempre hubiera sido argentino. Y eso es lo que me gusta de la gente de aquí, que son originales. Eso sí, comencé a trabajar de chico; haciéndome hombre de a poco. Yo siempre quería complacer a los abuelos, por eso que, en cada trabajo, lo dejaba todo... Así anduve de oficio en oficio, hasta llegar al de “sepulturero”.

Justo entré en plena construcción de un nuevo edificio. Así que en el viejo establecimiento alcancé a estar solo un año. Aprendiendo ese arte misterioso que es el contacto con la muerte; viviendo con los muertos a diarios. Cuando nos entregaron el nuevo cementerio éramos siete los empleados municipales. Incluyendo al encargado que era un personal jerárquico. El cementerio es el que vos conocéis. De muy buena presencia en su estructura, es decir aceptable para los gastos que había ocasionado al municipio. Su tapial de tres metros que lo protege está recubierto de piedras lajas labradas a mano, un trabajo de arte que no se hacía en la zona. Tuvimos suerte de ganar un proyecto provincial. Era una prueba para las construcciones públicas, y el edificio había servido de modelo, que resultó ser una gran expectativa, y la admiración de más de un contrariado que siempre ronda, y que a lo último termina por convencerse primero que el resto. Los dos portones inmensos de la entrada principal que dan a la calle Miguel Alsina le daban una gran jerarquía. Y la entrada secundaria daba a la avenida Nicolás Avellaneda. Largas galerías con sus nichos individuales. Al principio de aquel cambio, nadie moría, y todos estaban a la expectativa, hasta en el gobierno mismo. Porque querían inaugurarlo con un corte de cinta, y un gran discurso, pero, “con un muerto”.

Los nichos eran para la gente de solvencia económica... Y también parcela de tierra dentro del perímetro para la edificación a posterior de los panteones familiares. Un día se enfermó un indigente, “Cristóbal Paredes”, y lo internaron en grave estado en el hospital público. Todo el pueblo sabía que en el nuevo cementerio faltaba un muerto. Éramos 4200 almas, todos se conocían y estaba expectantes.

—Bueno, nosotros nos fuimos organizando, Rubén Darío Mellado que era nuestro encargado nos entregó una sala pequeña de cuatro metros de ancho por siete de largo. Y pegada a ella había una cocina que también podíamos ocupar, varias sillas y un ropero; y también un pequeño y confortable baño. Los cuatro de mantenimiento recibimos con orgullo nuestro lugar de trabajo, firmamos las tareas que había que realizar; los horarios, y el protocolo. Nuestra formar de proceder hacia los deudos y por supuesto lo más importante el respeto hacia los muertos. Mis compañeros eran: José Luís Jara, Alejandro Rafael Quintero, el Toco, Alberto Daniel Retamar, el Pipo, y así pasamos a ser todos "los sepultureros del pueblo".

Había una chica Jacinta Leonor Benítez; ella era la oficinista, junto a una señora mayor, Berta Marro; que se estaba por jubilar. El encargado don Rubén Darío Mellado, nos llamó un día a la oficina, y nos dijo: —Le voy a dar una tarea, preparen una tumba de acuerdo a esta medida. Que ella va a ser a partir de hoy la medida patrón.

—Tiene algún destinatario; ¡Pregunté! Con timidez.

—No por favor, contestó, Rubén Darío.

Eran las ocho y treinta de la mañana cuando empezamos a cavar aquella para nosotros la primera tumba del cementerio nuevo. Y cuando íbamos por la mitad de ella, el Pipo Retamal dijo:

—Mira Juan ¡cuánto público, tenemos en el paredón!, eran todos los chicos del barrio… Y uno de ellos gritando dice:

—La tumba, ¡Para Cristóbal Paredes!... Otro agregó:

—¡Quintero, paren la mano! ¡Cristóbal Paredes! No ha muerto...

Tuvimos que dejar de trabajar, y esperar a que bajaran aquellos del paredón. Los espiamos, y ellos a nosotros... Y mucho rato después, y ante nuestra expectativa de seguir o no trabajando se bajaron de a uno, de aquel juzgado que tenían por escenario. Nos costó terminarla, de a ratos trabajamos, siempre vigilando. Y después de lograrlo le pusimos unas maderas, y un enorme plástico negro, tapándola con la tierra del lugar.

En los primeros días todo el pueblo sabía que ¡Cristóbal Paredes!, tenía su tumba. Pero su salud se fue fortaleciendo, aferrándose a la vida. Y la tumba quedó con su nombre.

Una mañana el pueblo se despierta en su propia rutina, con el silbido de la fábrica de cemento; de su gente, en los mil, y un oficio. Y entre todos ellos, la canción del diariero.

¡Asaltando el camión del banco!... ¡Asaltaron el camión del banco! ¡Asaltaron el camión del banco!, gritaba cantando su canción el canillita.

Todos creían que era una noticia de aquellas que sobresalen a lo común, y el diariero la utiliza como estrategia para vender. No se imaginaban que era su noticia, sacada fresca, y sin depurar del hospital... Cuando el pueblo despertó de su letargo, un mazazo lo recibiría, encontrándose con la muerte de Sebastián Prado.

El único testigo era el chófer, y aquel se debatía entre la vida y la muerte, le habían tirado a quemarropa. Se buscaba a los ladrones por todos los rincones, suburbios y ratoneras. Comisiones especiales del gobierno provincial realizaban tareas de inteligencia en las localidades circundantes. Nosotros estábamos consternados por los hechos sucedidos, Sebastián Prado, había pedido en exclusiva, meses antes de la tragedia, un nicho para su descanso eterno.

Dos días después del robo, se agotó temprano el diario “Río Negro”. Y también la edición de Mañana Del Sur. Nuestro encargado siempre compraba el diario, y mezquinaba aquel su tesoro. Esa mañana fue todo distinto. Había regresado José Luis, de su parte enfermo; y los cuatro, en el depósito devoramos aquella edición.

El primer muerto del cementerio nuevo era un pronóstico trágico, “lo había dictaminado una gitana”... Don Sebastián Prado ocupó la primera fila de nichos, y alguien le escribió un hermoso poema. Entro casi todo el pueblo con él al cementerio. Fue muy desgarrador, ver llorar a sus hijos. Y la agónica tristeza de su compañera no la podría describir en palabras... Todos lo aplaudieron, y glorificaron a Don Sebastián.

En los días que siguieron al drama del banco, nosotros seguimos trabajando con nuestra tarea. Contamos eso sí con los planos de distribución. Teníamos un cuaderno tipo agenda muy pequeño, y que era de color negro: lo utilizábamos al principio para anotar cosas importantes, después quedo nomás en el ropero como la pava, y el mate.

En el pueblo todo decían que la plata del robo estaba en la tumba de “Cristóbal Paredes”. Tanta presión tuvo el Juez De Paz que libró una orden de allanamiento. Y nos llegó la justicia con toda su tropa; los pibes del barrio se hicieron un mar de risas arriba de los árboles, mirando la tumba. Y algunos se colgaban del paredón. El comisario Julio Rafael Gonzáles a cargo del procedimiento se vio desbordado por tanto público; todos querían ver.

Algunos ancianos tuvieron el privilegio de ver de cerca el allanamiento autorizado eso sí, por nuestro encargado Rubén Darío. Después de cavar la tumba un poco más honda de lo que estaba; “no encontraron nada”. Un pibe escondido de entre los árboles, gritó en medio del silencio,

—¡Cristóbal Paredes! “se chupó toda la plata” no busque más; milicos atorrantes.

La gente explotó de la misma tensión que tenía en tremendas carcajadas. Y los policías querían identificar quien era aquel sinvergüenza que los había dejado en ridículo. Pero todos reían, y reían.

Y así como llegaron, así se fue toda esa tremenda pompa “Que es la estructura de la justicia”. Sin antes de ello sacar cuantiosas fotos a todos los que allí estaban. Quizás yo también esté en algún archivo policial. Porque eso sí, sospechoso sobraban... pero faltaban culpable.

Un día me encontré con la mirada de Leonor, que estaba parada a lado de una obra de arte. Estaba retocando, cosas de rutina, del cual a veces nos turnábamos, entre nosotros.

—Quería ver con mis ojos lo bien que trabajas, Juan: me dice:

—Bueno, contesté, mirándola.

Desde ese día fuimos inseparable, muchas cosas vivimos, y disfrutamos junto: en especial el amor. Hasta su muerte prematura, que fue cuando nació tu padre; Ángel Darío.

Uno de los sepultureros, José Luís Jara, comenzó a mostrarse hosco y distante en su carácter diario.

Había cambiado tanto sin que nos diéramos cuenta. Aunque todos habíamos pasado por crisis pasajeras por una u otra cuestión, que son las que hacen a nuestra vida. Aquel, no daba señales de confidencia, y entre nosotros hubo una cierta reflexión sobre ello. Aunque sus gestos, y actitudes naturales eran espontánea. Algo escondía detrás de su mirada.

Una mañana entro como siempre después de una ardua tarea al taller de mantenimiento, y encuentro a José Luís, con el cuaderno negro haciendo algo que me llamó la atención. No le pregunté nada en ese momento, porque no me dio oportunidad; guardándolo. Dejándome con la intriga... Así que si querer por decir así, comencé a vigilar a José Luís. Y me encontré que aquel había escrito al parecer un mensaje codificado... Y que eran tres grupos de números, que separados, o juntos, no significaba nada. Estuve muchas horas estudiando los números, sin poder descifrarlos, no le encontraba ninguna relación, y eso me producía una enorme excitación. Hasta que un día estábamos trabajando en una tumba. Y el Toco Quintero, que venía de calentar agua para tomar unos mates, trajo una novedad de la oficina, “había muerto un bancario conocido” Y el Pipo Retamar nos dice que eso iba a ocurrir en cualquier momento; “alcohólico crónico”.

Qué pena manifestó José Luís, ¡no le dio valor a la vida!, yo al sentir esa palabra ¡valor!; “me sacudí entero por dentro”, sin saber por qué, y reflexioné mientras trabajaba.

Cuando estuve de nuevo en el taller de mantenimiento, reposado y tranquilo, en frente a mí se descubría un pequeño almanaque cuya carátula descansaba la figura de un niño con su guardapolvo blanco, mirando flamear la bandera. Muy vigilado al parecer por la maestra. Esa escena siempre me había gustado, y la estaba mirándola de nuevo. Y por primera vez la veo en realidad, y completa. Y la palabra valor se iba agigantando, cada vez más, hasta sorprenderme. Y si doy valor a las letras, con los números que tengo.

Era como vivir una conmutación amenazada, por una tremenda fogosidad. Que no podía resistir, y en cualquier momento explotaría. Y cuidándome de la mirada de la abuela; en un borrador comencé a trabajar. Anoté los tres grupos de números: que había escrito, José Luís Jara, en aquel cuaderno negro.

924115 115221715917 2111522915

Las letras y los números jugueteaban ante mis ojos como chicuelos inocentes, se aferraban, soltándose luego para gritar su contenido en un lento proceso, marcándome a donde seguir. Comencé por la primera letra, dándole el valor de uno, y así hasta llegar a la última que era la zeta, teniendo un valor de veinte y siete. Luego fui agrupando los números que pasaban de nueve, teniendo esta alternativa, iba hilvanando y desechado las letras que no me servían, hasta llegar así al nombre de Iván, en el primer grupo de número. Antonio en el segundo grupo; y terminando por el último, Santi ni.

¡Iván Antonio Santi ni!

—¡Pero quién es este hombre!, me pregunté.

Le comenté a la abuela “del misterioso hombre”; si lo conocía. Me dijo que le parecía conocido, pero que era un recuerdo vago y ausente.

—¿Porque ausente? le pregunté intrigado.

—Es porque la historia de ese hombre quisiera olvidarla, me contestó.

—Abuela, por favor, usted no sabe todo el sacrificio que hecho para llegar a ese nombre. Y usted me viene con eso, ausente... Y para colmo de ello, quiere olvidarlo.

—No entiendo nada. Explíqueme por favor, abuela.

—Mira: Yo te he criado como un hijo y he sido todo para vos; y tú me has traicionado, escondiéndote; y ocultando cosas en el altillo, profanando el santuario de tú abuelo.

—Lo que pasa ¡abuela!, que ni yo sabía de esta especie de acertijo, si era algo importante; o no. Y menos que a usted le podría interesar.

—Juan Felipe, dijo la abuela: ¡siéntate!, voy a ir por la historia Que tú andas buscando, no vaya a ser que otro te cuente mentiras. De “Santi ni”. Pero para ello tengo que decirte, algo también de otros: Y quizás ello, te parezca aburrido.

—¡No abuela!, al contrario.

La abuela, después de acomodarse en su sillón de cuero se desplegó en su arte narrativo heredado de sus ancestros. Y comenzó a desdoblarse y comprimirse en los años, como una sanguijuela sobre la piel. Entre los años treinta, y cuarenta del siglo veinte, vinieron muchos emigrantes del continente “europeo”, tan bien, asiáticos. Y por último llegaron los alemanes.

Con este grupo de pioneros entró Francisco Tejedor Giovanni; incipientes colonias se formaban en la zona patagónica. Giovanni desembarcó en Zapala; que lo recibieron con hospitalidad, y mucha expectativa. Comenzó a hacer amigos en la política, y en los estrados más elevado de la sociedad. Tenía un amplio poder de observación y una gran disposición a escuchar a la gente y darle valor, hasta las pequeñas cosas. Tenía un abultado capital, patrimonio de una herencia según sus íntimos. Y quería invertir en algo que valiera la pena. Así fue que nació “El Hotel Sevilla”. Albergaba en su noble arquitectura todo el sacrificio de aquel pionero de ojos celeste. Se salvó de milagro de un seguro fusilamiento huyendo por una ventana, y escapando casi desnudo...

Don Francisco Tejedor era italiano, nacionalizado español y se casó el 24 de octubre de 1940, hicieron una gran fiesta en el pueblo, que no estaba acostumbrado a estos eventos de gran magnitud, había mucha gente de todas partes. El anfitrión era el intendente de Neuquén, Don Aurelio Vais. Había autoridades judiciales, y eclesiásticas; y por supuesto parte del pueblo. La novia era una hermosa mapuche cuyo nombre era María De Los Milagros, su padre era el Cacique en Jefe, Roberto Molina de la agrupación Mapuche de la localidad de Ramón Castro. Aquí en la casa y en el hotel de Don Francisco Tejedor Giovanni, llegaron los soldados republicanos exiliados de España. Después de hacer un peregrinaje por los países de Venezuela, y Chile... Y todo ello por barco, llegaron como turistas en el año 1946. Salvoconducto extendido por el General Juan Domingo Perón.

Iván Antonio Santi ni, y Gregorio Hernández llegaron desde Buenos Aires después de recorrer casi treinta horas en tren... Don Tejedor Giovanni los recibió en la estación de Zapala. Y con una improvisada y sencilla ceremonia, les dio la bienvenida. Pernoctaron varios meses con él, que todos pensaron que eran parientes. Y nadie supo en el pueblo, en realidad qué los unía... Iván trabajó en muchos lugares, aunque su fuerte era las finanzas... Giovanni sabía muy bien de esas cualidades. Y, siempre hablaba de ello; dejándolo bien a Santi ni. Nadie sabía quién era el deudor, o el benefactor de aquella gratitud que los dos se profesaban... Gregorio Hernández, en cambio entró a trabajar en Vialidad Nacional. Tuvo suerte necesitaban camionero y él se presentó. Cuando escuchó su nombre le pareció vago y lejano, y tardó en abrir sus ojos por temor de su pensamiento, Gregorio Hernández volvieron a repetir. Él no sabía que Carlos Tejedor Giovanni, estaba detrás de aquella historia, compatriota le dijo el encargado de la prueba. Aquí estamos. ¡Somos la resistencia, la resistencia!, y se estrecharon en un abrazo.

En la confluencia el asentamiento humano evolucionó, muchas personas apostaron a Neuquén y un amplio apogeo comercial se desplegó en sus consecuencias... El árbol genealógico comenzaba a completarse, parientes, amigos, y aventureros se arriesgaban en la empresa de constituirse en algo distinto. Y todos, sin distinción de ideología, credo, raza, o nacionalidad, como hermanos predestinados bajo un mismo sol pasaron a ser parte del proyecto; el de la adversidad, y a puro pulmón.

Nació la primera imprenta, fábricas que se instalaban con perspectiva de competencia, y a sostener el estandarte de lucha. El banco que era una sucursal agrandó su patrimonio; y comenzó a trabajar con grandes créditos, para medianos emprendimientos o grandes proyectos.

Iván Antonio Santi ni, se había ido del pueblo, después de unos seis años, volvió. Con un montón de plata, que la gente que lo conocía fantaseaba con su suerte... Compró un terreno en pleno centro, y levantó su casa, y de a poco; también abrió una especie de librería. La gente lo abrazó con cariño, como que siempre había pertenecido al pueblo. La mujer que lo acompañaba era oriunda del vecino, y hermano país; Chile.

Bueno: Juan Felipe, hasta aquí te he contado parte de la vida de un hombre; pero aún ignoras lo más sustancial, y para sepas como se desarrollaron los hechos. Allá por el año 1930, en España derrocamos a una monarquía. Era el gran monopolio de grandes señores que a costilla de un “don Juan”, vivían unos cuantos vivarachos, y dominaba a veces con el terror.

En 1936 ganan el Frente Popular en las elecciones libres y democráticas. El nuevo gobierno analiza la situación de varios generales, entre ellos; el general Francisco Franco, dándole la gobernación de las Islas Canarias; como Jefe militar, aunque sin tropas. Antes de su partida éste mantuvo reuniones secretas con sus pares; y emergió desde su aislamiento azotando al gobierno en una cruel guerra civil, desde 1936, hasta 1939.

El ejército rojo; había sido alcanzado por las tropas nacionales, que cautivo, y desarmado, era vencido en sus últimos reductos. La guerra había terminado, anunciaba la radio nacional en la voz de su locutor. Triunfaba “España”, la conservadora, y tradicionalista. La izquierda y liberal; quedaría desterrada, desintegrada, y también perseguida.

Todo el poder para el hombre barrigón, y desproporcionado, que haría a su antojo conmover a la humanidad al desplegar su fantasía, y delirio en una realidad. El general lo representaba todo; de una frialdad cruel e imparcial e impersonal a veces. Era tranquilo sin estallido de furia. Y como todo tirano, trasgresor y destructor; hacía todo lo que le parecía inadecuado, o contra sus principios... Su referendo era un general argentino, “Juan Manuel De Rosas”, que decía que “con el temor el pueblo se autogobierna solo”. Esa metáfora le agradaba a Franco, tanto que la reglamentó como doctrina y la aplicó en su régimen.

En el camino hacia el monasterio de Uclés circulaba un camión Fort 600, el conductor era el Sargento Nelson Avalo; un hombre acostumbrado a misiones complicadas. Y a pesar de ser su norma el andar a mucha velocidad, en esta era armoniosa y reducida, como temiendo algo anormal. Tenía un presentimiento que terrible y abrumador, “lo acosaba”. A su lado viajaba como jefe de la comisión el Suboficial Principal Gustavo Castro Ordóñez. La mirada de su acompañante era distante, y vaga, perdida en el horizonte del camino. En el bolsillo derecho de su chaquetilla llevaba la lista de los presos. Había bajado en dos oportunidades en el camino, y en el cuál su compañero y subalterno le tuvo que esperar; mientras él tomaba y disfrutaba con las mujeres de la vida. En el segundo paraje, Ávalos lo encontró dormido, ¡estaba borracho! Y así lo cargó al camión. Tenía tanta indignación que dudó de todo el sistema disciplinario, y el respeto a los superiores. Y por un momento, se le cruzó soltar a los prisioneros, y el mismo irse “con ellos”... Pero el miedo al General, lo paralizaba por completo. Su jefe inmediato, Ordóñez ¡se había olvidado de la comisión! Y esos hombres; sufriendo arriba del camión... Ávalos era la segunda vez que le tocaba aquel traslado. Y sabía muy bien lo que significaba llevarlos al monasterio. Y sentía muchos pensamientos contradictorios... Aquel camión tenía dos compartimientos. Uno, donde iban los dos guardias de seguridad... Y el otro, más estrecho, y enrejado, cuya puerta era de doble estructura, albergando en su interior se encontraban plegado a una gruesa cadena, doce hombres sombríos de mirada entregada. Cuando ya habían hecho más de las tres cuartas partes del recorrido hacia su destino final (…), el jefe de aquella misión buscó la lista para repasarla, y así poder comentar algo con Ávalos. Que iba conduciendo muy concentrado en el camino... Primero buscó en los bolsillos de arriba, luego los del pantalón, y no encontró nada. Ordóñez lo mira al conductor y le dijo:

—Me parece que perdí la lista.

—La lista de los prisioneros. Exclamó Ávalos.

Ordóñez lo observó pensativo al Sargento, tratando de descubrir alguna trampa; pero la ansiedad de salvarse no lo dejaba pensar claro. Así que detuvieron el camión, y uno a uno, fueron bajando aquellos hombres que encandilados por el sol sus ojos parecían derretírsele. Uno a uno, Ordóñez iba acercándose, y preguntándole por su nombre; reuniendo cuatro a la vez, los memorizaba y luego los anotaba. Había un preso que observaba tratando de entender el proceder del viejo suboficial; quedándose en el último cuarteto de aquel juego misterioso... Y pensando en todos los seres que amaba, “Maximiliano Suárez Méndez”, sonriendo muy por dentro de su propia alma clavó los ojos en sus recuerdos tratando de borrarlos a todos. Cuando Ordóñez, le pregunto cómo se llamaba: Soltó un nombre al azar, “Cristóbal Paredes”, como si aquel estuviera pegado a su piel.

Entre los detenidos mucho nombre le recordaba algo conocido, aunque era tanta la gente involucrada; se detuvo en Iván Santi ni. Y lo veía triste, entregado, a pesar de ser un hombre robusto y de enorme proporción muscular... Y ahora era Iván que lo miraba intrigado, parecía aprobar su atrevimiento; y lo abrazó en silencio como aceptando el juego que lo involucraba.

Luego de aquel extraño proceder volvieron a subir al camión rumbo al monasterio. Que era una villa especial que estaba en la provincia de Cuenca, de tres mil quinientas hectáreas, en ella había perecido Don Sancho; hijo único, de Alfonso VI. Los detenidos no sabían su destino, pero tenían noticias, “de los centros de detención”, que eran los de Galicia, Cataluña, Castilla-León, Extremadura, y Andalucía...

Amanecía en el monasterio de Uclés. Cristóbal Paredes ¡meditaba!; la demás celda permanecía vacías y en silencio, como testimonio de una drástica vivencia, y una inesperada resolución. Todos habían salido por el mismo pasillo, descendiendo, y subiendo los mismos escalones, para ver los rayos del sol que los abrazaría en su destino.

Él era de un pequeño pueblo de la provincia de Cuenca Castilla, La Mancha, lo habían sacado de su casa delante de toda su familia. A pesar de que la guerra civil había terminado. No vivió su derrota en paz, aquella maquinaria infernal no le dio respiro, ni siquiera tregua. La indiferencia y el aislamiento, de a poco lo iba consumiendo. Y los que seguían aún resuelto, y en pies de lucha; se gestó en su contra el plan de aniquilamiento total.

Él conocía todo el circuito de los prisioneros, y las voces de mando de aquel procedimiento. Ellos, los de uniforme verde oliva tenían todo previsto: la tumba, las armas, y también el paredón. Una secuencia de algo normal que sólo se remetían a repetirlo... Cristóbal Paredes junto a otros prisioneros trabajaba en las tumbas, tenían que enterrar a sus propios compañeros. Él conservaba una biblia de bolsillo propiedad de un compatriota. Y antes de tomar la pala para echar la tierra, les leía una oración. Y elegía San Mateo 10, versículo 26, y llegaba a veces hasta el 33. Los soldados no resistían este manifiesto de verdad; y se alejaban unos metros bajo el mamelón de tierra que cubrían otras tumbas como parapeto de terror. La voz de Cristóbal subía a medida que se alejaban aquellos, ante la mirada expectante de sus compañeros de tarea. Su voz parecía quebrar la armonía, y como un aguijón molesto entraba en lo más profundo del alma, como una suave medicina... Nunca lo relevaron del puesto de “sepulturero”, y ni siquiera le quitaron “aquel librito”. Al contrario, sólo parecía ser parte de ello, que había que cumplirla en todos sus puntos. Ellos surgirán a través del tiempo, cuál historia gris convergerá en la nueva España, pensaba Cristóbal. La tragedia lo estaba consumiendo y se refugiaba en Dios, buscando una pequeña ventanita hacia la luz. Él sabía que iba a morir, pero matarían a “Cristóbal Paredes”, Maximiliano Suárez Méndez; viviría.

Habían pasado varios días y nadie circulaba por el pasillo. Cristóbal Paredes colocó un espejo entre los barrotes de su reja para observar los movimientos que hacían los guardias. Y través del él, vio en su reflejo a cuatro hombres en uno de sus extremos, que, sin fusil y armados con palas, regresaban del patio exterior. Cristóbal Paredes sintió pánico cuando reflexionó sobre ello. Y como un volcán de un fuego intenso la sangre lo atormentó, y quedo helado. Más la soledad lo embargó en cuerpo y alma... Y se vio en la nada, vagando moribundo.

Cuando vino la comitiva a buscarlo lo recibió sereno, había terminado de leer un versículos de San Mateo, cerró el libro, y se lo iba a entregar al soldado que estaba más cerca, al instante se arrepintió al sentir un cosquilleo, colocándoselo en el bolsillo interior de su chaqueta... Y con paso resuelto ante la mirada de los guardias salió al pasillo. Republicano pensó, y sintió el orgullo de su gente que impregnada su sangre... Todo le sucedía en cada paso, y murmuró con un susurro perturbado... Y sintió algo en su interior que tenía que disfrazarlo de palabras, aunque aquellas por alguna razón no querían salir de su boca. Aprovechó para mirarle el rostro a cada uno; ninguno le devolvió la mirada. Al llegar al lugar de la ejecución la cárcel parecía una tapera, los gritos de horror la habían consumido. Cuando lo pusieron contra la pared uno de los guardias le ofreció un lienzo negro para los ojos; Cristóbal Paredes, con una leve mueca, dijo no, dándoles las gracias mientras hacía la señal de la cruz, encomendándose a Dios. Los cuatro soldados se pusieron en posición de tiro como era el régimen del pelotón, tres balas eran de fogueo, y una munición, era de guerra. Los fusiles eran entregados ante de la línea de tiro, y allí mismo eran retirados nuevamente por un superior.

El oficial dio la orden de fuego que se sintió apagada en la mañana de otoño. El ex soldado republicano Cristóbal Paredes, cayó de rodilla dando un grito seco. Siguiendo el procedimiento, un soldado verifica si la victima está muerta, y éste al verlo de cerca, al comprobar semejante orificio en su chaquetilla a la altura del corazón, con voz grave, gritó “está bien muerto mi teniente”. Bueno, dijo el oficial, entreguen los fusiles al sargento; y hagan su trabajo, señalando el cuerpo muerto de Cristóbal Paredes. Recogieron el cuerpo, y lo tiraron a la tumba que cayo boca abajo, desparramándose. Y al tirar la primera palada de tierra; uno de ellos, dijo: —Si le rezamos algo a Cristóbal... todos quedaron paralizado, expectante. Y otro soldado agregó: el librito. Lo... no alcanzó a terminar la frase que uno de ellos bajó dentro de la tumba. Y al buscar dentro de sus ropas revisando los bolsillos interiores, vio que el pequeño libro tenía un enorme agujero en el centro; quedándose atónico. Y no terminó de sorprenderse cuando sintió un quejido leve, como un suspiro. Y al darlo vuelta, aquel que yacía muerto abrió grandes sus ojos, quedándose fijo mirando a los cuatro soldados que mudos esperaban algo. Cristóbal iba gritar toda su angustia, transformándose ella en una mueca. Está vivo, dijeron a viva voz.

Uno de ellos corrió para avisarle al teniente, pero sólo se encontró con la soledad de la extensa llanura. Un sonido hueco y ahogado lo consumió, y temblando como si enfrentara a un monstruo misterioso que devastador le carcomía la conciencia. Volvió enmudecido, resuelto.

Sacaron a Cristóbal de la tumba que exhausto quería terminar de morir... Uno de ellos, él de más carácter, colocó al prisionero en dirección a una gran pendiente que dominaba la llanura, y le hizo pegar el pecho a la tierra. Y muy despacio le dijo algo al oído como un secreto capital, cuyo código sólo lo conocía el diablo: “Cristóbal Paredes”, ha muerto; y le señaló el horizonte con determinación.

Al principio “Cristóbal” no lo entendió, y resuelto a lo que Dios le tenía preparado comenzó a mover su cuerpo; le dolía el hombro que herido y sangrante le recordaba la tragedia. Cuando estuvo lejos a más de quinientos metros, comprendió que aquel soldado hablaba en serio. Y se dio vuelta para verlos en agradecimiento, y los encontró con sus siluetas mecánicas cubriendo su vida al tapar la tumba vacía...

Jamás pensó levantar la cabeza en todo aquel trayecto; era el último prisionero. Él había sentido, que el monasterio sería entregado a sus legítimos dueños... Sólo él sabría los de las tumbas y tal vez los soldados no habían pensado en eso. Y cuando se dieran cuenta vendrían a buscarlo... Cuando alcanzó la máxima altura y sólo se veía el viejo Monasterio de Uclés donde parte de la república estaba diezmada y sin nombre, percibió que la herida no sangraba, y solo un pequeño dolor le recordaba prudencia. Estuvo a punto de desmayarse en dos o tres oportunidades, y los gritos ausentes prefijados en su mente volvían a abrazarlo en silencio. Lo último que quedaba de “Cristóbal Paredes”, lo soltó en lágrimas que gruesas y pesadas caían al suelo.

Cuando se reunió con un contacto de la resistencia para que le hicieran los documentos. Aquel hombre le alcanzó una lista de posibles prisioneros que habían llevados a los distintos lugares de detención para que él pudiera aclararles “quien eran los muertos”. Examinó la lista que extensa parecía juguetear antes sus ojos. Y con determinación iba haciendo una cruz a muchos de ellos; y así fue bajando hasta llegar a Iván Antonio Santi ni. Con aquel titubeó, y no lo marcó a pesar que él mismo lo había enterrado. Luego le trajeron otras listas y siguió con el mismo procedimiento hasta encontrarse con su propio nombre que ya lo había olvidado, Maximiano Suárez Méndez, tuvo a punto de ponerle una cruz, pero en la duda se arrepintió; y dijo que no estaba seguro. Algunos camaradas que iban llegando lo abrazaron en silencio.

Unos días después recibió un documento con pasaporte a nombre de Iván Antonio Santi ni; aquel hombre que le dio su aprobación camino al monasterio, y por un momento se encontró con su sonrisa, y la profundidad de su mirada.

Entonces la clave resuelta encubre otro secreto, y estaba ahí expuesta a la vista de todo el pueblo, que, aunque se la vea no se la pueda tocar. ¿La tumba de Cristóbal Paredes?, el nombre y la tumba guardan un secreto. Pero, ¡cuál sería! y que tiene que ver José Luís Jara, en todo esto. En los subsiguientes días empezó mi tarea de inteligencia, transformándome de sepulturero a un sagaz detective. Empecé atar cabos sueltos, y a revisar la actitud de José Luis de los pasados últimos meses. Al principio comencé por él porque la clave del misterio salió de su cabeza... La primera cosa que me llamó la atención fue el diario, “El Río Negro” que, desde que asaltaron el camión de la sucursal bancaria, él lo conseguía todos los días. Y lo leía como nosotros, después volvía a él, a releerlo hasta las letras más chiquitas. Recuerdo que un día el Pipo, le dijo: —Jara, vos no habrá robado el camión; José Luís se le transformó el rostro, quedándose mudo, pensé que se iba a desmayar, pero se repuso. Y con voz resuelta e irónica contestó: si no fuera por el muerto, estaría contento de ser el ladrón. Y todos nos reímos festejando su sarcasmo. Otro fue el comportamiento, y el desplazamiento que tuvo dentro del cementerio después del asalto al camión blindado, nunca cruzó por la calle donde está el nicho de Sebastián Prado. Siempre tenía algo que hacer para tener el pretexto de dar la vuelta.

Cuando estaba de nuevo en casa charlando con la abuela, del pueblo y su gente. Del policía muerto, y de la ineficacia de la justicia; la abuela decía que, para ser policía, el hombre tiene que ser inteligente y reservado. Aquí les conocemos todas las virtudes y lo que es peor, también los defectos.

—Y se me dio por preguntarle. ¡Usted si fuera el ladrón abuela! adonde escondería la plata. Ella tomándose su tiempo, adsorbió bien profundo el mate, como buscando en el fondo de este, la respuesta adecuada a mi pregunta. Y con voz suave de una severa sentencia me dijo:

—“En el lugar que todo lo vieran, ese sería mi escondite”.

Después de aquella conversación con la abuela una clarividencia quería vislumbrar en mi cabeza que me sacudía por momento.

En una oportunidad de nuestra rutina, mientras estábamos trabajando en unas de las tumbas, sólo se sentía el sordo ruido de las palas, y la respiración ahogada de nuestros cuerpos; si no hubiera sido por el Pipo Retamar que rompió el silencio, hubiéramos escuchados hasta el ritmo de nuestros corazones. Aquel dijo:

—“Tiene que haber un castigo para aquel que mata”. Si no todo sería un verdadero desastre.

—Sí hay uno, le respondió el Toco Quintero, y que es inalterable, la conciencia.

Todos quedamos en silencio por alguna razón, y nadie quería continuar hablando. El Pipo se sentó, e invitándonos con aquel gesto a un descanso.

Y, nos dijo:

—En una ficción muy conocida como es Crimen y Castigo del escritor ruso Fiodor Dostoievski... Aquí el asesino tiende una parte de él a entregarse. Esto quiere decir que todo aquel que comete asesinato; quieren pagar la deuda moral “pero para ello hay que zarandearlo.

Juan tomó la palabra: en “escritura creativa” de Louis Timbal Duclaux. Hay algo referente al tercer cerebro, en la parte defecto de integración habla del poder cerebral del límbico. Que es nada menos el puente para pasar al córtex cerebral del ser humano, es el filtro. Como el carácter, el humor y los sentimientos. Y esto nos confirma una observación: que es imposible razonar cuando uno es presa de un perjuicio o de una emoción violenta... Pero ya que estamos hablando del cerebro podemos analizar entre todo el coeficiente del que planeó el robo al camión blindado. Yo diría como mínimo que aquel tendría un ocho, o un nueve tal vez... Y José Luís Jara sorprendido contestó:

—¡Por qué no le das un diez!

—Muy sencillo porque aquel no fue a controlar el robo en cuestión.

—Y cómo sabes vos que aquel no fue, o estuviste ahí; riéndose dijo, José Luís.

—Muy sencillo de haberlo hecho Sebastián Prado estaría tomando mate con la familia. Pero, si aquel sigue operando con ese nivel de coeficiente se lo que pasará...

—¿Nos vas decir Juan, o no vas a dejar con la intriga?, dijo el Toco...

—Sí, por supuesto que sí, y siempre pensando como él: No dejará ningún cabo suelto, y esto incluye sacrificar e inclusive el dinero, ni hablar del asesino de Prado.

Cuando José Luís escuchó la tesis a modo de argumento de sus compañeros de trabajo, se fue incorporando despacio, y casi murmurando dijo:

—A lo mejor el de coeficiente nueve, es Sebastián Prado.

Y como nos quedamos mirándolo, nos dio la espalda y se fue como siempre a estirar la mañana al cuarto de herramienta. Habían pasado unos quince minutos, y los tres seguíamos trabajando, nadie decía nada respeto al José Luís. Aunque todos pensamos lo mismo, algo le estaba pasando que había cambiado tanto. No era constante en el trabajo y no le importaba nada nuestra disconformidad, y se instalaba en el baño, a no sé qué cosa.

El Toco “Quintero”, después de media hora no aguantó más, y me dijo: —Juan, anda a ver qué corno está haciendo aquel ahora... Cuando llegué al baño por el lado exterior no sentí ruido alguno. Hasta que entré al depósito de herramienta. Lo que encontré no era lo que fui a buscar, y por eso callé para siempre aquel mi secreto, aquel estaba llorando en silencio.

Sabía que estaba cerca de algún desenlace y que aquel me estaba esperando. Y me acordé sonriendo de aquella metáfora romana ¡Todos los caminos van hacia Roma! Y a mí me llevaban a la tumba de “Cristóbal Paredes”.

¡Comencé analizar qué podría encontrarme allí!; dado que aquel del coeficiente diez, podría haber hecho otro de sus movimientos. Quedaba una alternativa que la tesis de Louis Timbal Duclaux, del córtex cerebral (límbico) diera resultado. Y aquel misterioso personaje “esté bloqueado”. Cuando me tocó el turno el día viernes, esperé que todos se fueran; le puse la tranca a la puerta principal. Hacía un poco de frío y soplaba un leve viento del lado sur. Me entretuve con unas revistas y diarios viejos que estaban amontonados en un rincón. Donde la foto de “Sebastián Prado” parecía decirme algo en su mirada serena... Había llevado un poco de yerba medicinal que me había dado la abuela. Y una pequeña linterna de bolsillo que irradiaba una luz circular violeta, para aquel mi propósito era más que suficiente. Dentro del taller hacía poco ruido, no sé por qué, si estaba sólo. Era a lo mejor que fuera del horario de trabajo “me sentía un profanador”. Cuando se hicieron las veintidós horas en punto salí pala en mano hacia mi objetivo, al principio a oscura porque conocía de memoria el camino del pasillo, y aquel se me presentaba en su silencio. Y a medida que me iba acercando a la tumba prendía la linterna visualizaba el sendero y la apagaba de nuevo. Cuando de repente sentí un brusco estruendo que despegó dentro de la tumba; me quedé paralizado y sin respiración... Y cuando reacciono, había un profundo silencio como la antesala de una tragedia...

Dentro de ella y sin prender la linterna por las dudas comencé cavar un pozo pequeño en uno de sus extremos. Habré cavado más de un metro, no sabría decirlo con precisión, cuando me detuve. Y cambié al otro extremo de la tumba con el ritmo tranquilo y apacible que es mi forma de ser. La tierra iba quedando en el centro como un gran hormiguero, y con una insaciable fuerza interior seguía cavando, descubriendo aquella superficie por segunda vez.

No sé cuánto había cavado, que no sentía los brazos, se me habían vuelto como de hierro. Estaba por abandonar esa estúpida idea de querer descubrir algo donde nada había; cuando de repente toqué algo con la punta de la pala que no me dejaba seguir. Estuve un buen rato lidiando con aquello hasta ver bien lo que era, y lo fui sacando del pozo, aquello al parecer una bolsa. Y cuando abrí una y prendí la linterna... El cansancio se me pasó de golpe, sentí tantas cosas juntas que parecía que todas mis emociones jugaban conmigo... “Era el dinero del banco”.

Un buen rato estuve así abstraído de la realidad, con aquellas cuatro bolsas, y si no hubiera sido porque una de ellas se me cayó en el primer hoyo que había cavado, como indicándome algo. Me hubiera quedado allí toda la noche, y quizás alguien al otro día me hubiera encontrado dormido. Y con un impulso extraño, seguro de ello cavé un poco más el primer hoyo que había hecho, y coloqué dentro de él, las cuatro bolsas con el dinero. Pisoneé los dos hoyos para no dejar rastro. En lo sucesivo días tenía la precaución de asentar la tierra, rogando eso sí, que no llueva. Hasta que murió “Cristóbal Paredes”. Sabiendo donde estaba parado comencé a comprender a José Luís Jara, y también a compadecerme de él. Por su comportamiento sabía que algo tenía que ver, en la muerte de Sebastián Prado. Yo no podía ir a la justicia, nadie me iba a creer.

Eran las siete y treinta de la mañana del lunes catorce de mayo, en el hospital: Dr. Ernesto Cevallos, los médicos comenzaban la ronda diaria. Evaluaban y discernían en códigos reservados, preservando así la integridad de cada paciente. Recorrían todo el pasillo aquellos señores de impecable guardapolvo blanco... Y en la habitación 203 Juan Felipe Sarlenga observaba con sus grandes y expectantes ojos, postrado en una cama. El ritmo de su corazón determinaba ansiedad, y un pequeño temor a veces lo desorientaba. En la punta de la cama como besando los pies había una tablilla. Una inscripción en ella con letras rojas, y números observaba cierta reserva... Cuando llegaron los médicos, algunos él conocía, otros le eran extraños. Se quedaron mirándolo, mientras el médico de cabecera leía el diagnostico correspondiente... El doctor Carotto después regresó y se sentó en una silla que había para la visita.

—Señor Sarlenga, le dijo, Yo me voy a España; y a despedirse de sus compañeros. Pero no antes de hablarle de su actual enfermedad.

—¡Ah doctor!, justo usted se me va... ¡Y ahora, qué hago yo!

—Mire Sarlenga, su enfermedad aquí sólo la estamos franqueando, como una especie de pared, pero como todo dique, terminará por ceder o reventar. Usted tiene esperanza más positiva en Córdoba, en la clínica Paulette. Allí lo recibirá un amigo mío, si usted quiere le arreglo el traslado. Ya hablé con su abuela, y ella está muy preocupada. Juan Felipe miró al doctor, y solo para sí guardó, indescifrables presagios.

—Hágame el traslado doctor.