Dueña y señora, la vida - Lourdes María Morales Azanza - E-Book

Dueña y señora, la vida E-Book

Lourdes María Morales Azanza

0,0
8,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Fue preciso quitarse varias pieles, para contar estrictamente la verdad de la vida de una familia en el transcurso de más de un siglo. Suceden, unas tras otras, situaciones poco comunes y anécdotas interesantes que tiene la virtud de enlazarse, de tal manera que, una vez que se comienza la lectura, no es fácil abandonarla. La realidad de la sociedad cubana en esa época, en los aspectos raciales y sociales donde los prejuicios decidían la vida de una persona sin que pudiera evitarlo, son aquí expuestos claramente. La autora se formó con un temple especial, que permanece hasta nuestros días, donde en la ancianidad guarda todos los recuerdos para hacerse fuerte aún. La mayoría cree en algún Dios y aceptan sus designios; yo acepto lo que decidió y decide todavía la Dueña y Señora, la Vida, sorprendiéndome hasta el último momento.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 253

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2o 1a, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros ebook los puede adquirir en http://ruthtienda.com

Edición: Sheyla Fraga Carrasco

Diseño y emplane digital: Madeline Martí del Sol

Corrección: Gilma Toste Rodríguez

Ilustraciones: Lourdes María Morales Azanza

Coordinadora editorial: Saray Alvarez Hidalgo

© Lourdes María Morales Azanza, 2025

© Sobre la presente edición:

RUTH Casa Editorial, 2025

Todos los derechos reservados

ISBN 9789962250081

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio, sin la autorización de RUTH Casa Editorial. Todos los derechos de autor reservados en todos los idiomas. Derechos reservados conforme a la ley.

RUTH Casa Editorial

www.ruthtienda.com

www.ruthcasaeditorial.com

[email protected]

SINOPSIS

Fue preciso quitarse varias pieles, para contar estrictamente la verdad de la vida de una familia en el transcurso de más de un siglo. Suceden, unas tras otras, situaciones poco comunes y anécdotas interesantes que tiene la virtud de enlazarse, de tal manera que, una vez que se comienza la lectura, no es fácil abandonarla.

La realidad de la sociedad cubana en esa época, en los aspectos raciales y sociales donde los prejuicios decidían la vida de una persona sin que pudiera evitarlo, son aquí expuestos claramente.

La autora se formó con un temple especial, que permanece hasta nuestros días, donde en la ancianidad guarda todos los recuerdos para hacerse fuerte aún.

La mayoría cree en algún Dios y aceptan sus designios; yo acepto lo que decidió y decide todavía la Dueña y Señora, la Vida, sorprendiéndome hasta el último momento.

Lourdes María Morales Azanza

Autora

DATOS DE LA AUTORA

Lourdes María Morales Azanza (La Habana, Cuba, 1939). Graduada de la Academia de Artes San Alejandro. Diseñadora. Fue especialista principal de diseño en la Dirección de Industrias Locales del Ministerio de la Industria Ligera. De formación literaria autodidacta, ha publicado los libros No necesito morir ahora (RUTH Casa Editorial, 2023), y Dentro de una mujer (RUTH Casa Editorial, 2024).

PALABRAS AL LECTOR

Sucedió un día del año 2002. Seguramente era sábado en una de esas tantas reuniones que hacíamos en mi casa y en las que bauticé como ¡otra fiesta!, me sentí cansada, inusual en mí y me refugié en la habitación.

De momento aburrida, recordé otra fiesta, en mi niñez, cuando comprobé decepcionada, como en ese momento que nadie me estaba buscando.

Me apresuré para no olvidar la idea primera, busqué lápiz y papel, siempre a mano y comencé a escribir ese primer recuerdo, cuando…salgo de mi escondite… y nadie me estaba buscando y ya no pude parar hasta contar esta historia, viniendo del recuerdo a entristecerme o a embragarme de nostalgia y aquí está, pensé que me libraría de ella. Pero no fue así, surge ahora de nuevo, después de más de 20 años.

PRIMERA PARTE

Salgo de mi escondite, la cinta de Moaré, asegura, con un gran lazo, el “tirabuzón” de mi pelo crespo, que al salir se prende a las ramas del laurel. Tan perfecto es que nada lo despeina.

Aburrida de esperar horas comprobé que nadie me estaba buscando. En el jardín, las bomboneras de papel crepé, ya vacías, demostraban que había terminado mi fiesta de cumpleaños. Es este, el primer recuerdo de mi existencia, ese día de mayo del cuarenta y tres cumplí cuatro años.

Fue una buena fiesta. Siempre se habló de ella. Debe ser porque fue la única. Los “presentes”, encima de la cama de mi madre, donde dormíamos las dos: pañuelitos bordados, estuches de jabones finos, escarpines, “cortes de tela”. Creo que eran de agradecer estos regalos, más bien, “prácticos”.

No era pequeño el lugar, pero sólo contaba con tres piezas. Encima del escaparate, de dos lunas de espejo, la foto de mi padre con bigote muy fino, tez blanca y pelo envaselinado.

—¿No piensas nunca quitarlo de ahí? —le dijo Carmelina, con indiscreción poco común entre personas bien educadas.

No recuerdo lo que mi madre le respondió, pero sé que hubo confusión y molestia, yo me sentí avergonzada por algo que no entendía bien.

Carmelina era la dueña del pequeño apartamento en que vivíamos y de otro contiguo al nuestro enclavado en el patio de su casa; una buena construcción con jardines al frente y a todo el lateral de la casa. Los apartamentos daban al jardín y al fondo el patio con árboles frutales. Parece ser que su posición económica anteriormente fue mucho mejor, pues toda la casa estaba amueblada con muebles muy finos y decorados con buen gusto. Era una señora ya mayor, a su esposo Godofredo lo recuerdo muy delgado y con una calva reluciente. Desempleado desde hacía varios años, dedicaba todo su tiempo a una tarea que parecía ser el único interés en su vida: tenía un rústico taller en un espacio entre su casa y la nuestra, allí preparaba diferentes mezclas, para hacer cartones de varios tipos. Los secaba con el sol, los prensaba y no satisfecho, comenzaba de nuevo. Carmelina viendo que aquello no producía lo que se esperaba, le decía:

—¡Termina con eso y busca un empleo!

Pues la pareja sólo contaba con la pequeña renta de los dos apartamentos. Creo que solamente yo sentía pena por él: ya viejo sin un retiro en que apoyarse, siempre callado no perdía las esperanzas de demostrarle a su mujer, que sus “patentes”, como él llamaba a la prueba de los cartones, alimentaría a la pequeña familia formada por ellos dos. Pero lo que más le interesaba en el fondo era lograr el cartón ideal que siempre buscó. Yo lo ayudaba a recoger las muestras puestas a secar por todo el jardín cementado. Encantada, le escuchaba todas las explicaciones de las nuevas pruebas que pensaba hacer. Y acodada en el banco de trabajo lo miraba trabajar, respetuosa de aquel hombre laborioso, que como Quijote cabalgaba sobre un sueño. Yo sólo tenía seis años, pero era la única que creyó en él.

Una vez Carmelina hizo una fogata en el patio y allá quemó, entre otras cosas, muchos libros que ya no quería. Con un gajo, ya seco, aparté de las llamas uno de ellos con láminas infantiles y fue ese mi primer libro de lectura. Cuando eso yo estaba en el “Kindergarten” después no fui al primer grado, ya que como mi madre me enseñó a leer y escribir y algo de cuentas, me admitieron en segundo grado, pues ya tenía la edad requerida. Fue ese tiempo que pasé sin ir al colegio por inexplicable decisión de mi madre.

En casa de Carmelina, por las noches, se jugaba a la lotería: cuando mi mamá perdía, alguien le prestaba unos centavos, para que continuara el único entretenimiento de cada noche. Prendida del brazo de mi madre, regresábamos contentas, con cinco o diez centavos para el carbón del día siguiente.

Carmelina, tal vez sin darse cuenta, decía cosas que para mi madre tenían una intención evidentemente racista:

—Leonor, usted tiene pocas amigas, pero “buenas”.

Se trataba de las galleguitas, jóvenes muy hermosas y agradables. Mucho costó que aprendieran a leer, escribir y las “cuatro reglas”. No por gusto, mi madre tenía fama de ser muy buena maestra. Sus exalumnas todavía la visitaban. Era obvio porque Carmelina aceptaba de muy buen grado que pasaran por su jardín para llegar a nuestra casa.

Una desavenencia hizo, que me hiciera escribir, exigiéndome mi mejor letra, estos versos para Carmelina: “Vive la Adelfa triste en solitarios campos” … para terminar hiriente: “porque guarda veneno bajo sus verdes hojas”. Fue el primer desequilibrio mental que recuerdo en mi madre, aunque predominó su personalidad refinada, escogiendo una forma poética para contrarrestar un agravio —tal vez imaginario. Yo con mis pocos años, comprendía la sinrazón de ese hecho, cuando temblorosa deslizaba el sobre por debajo de la puerta de Carmelina.

Tal vez una enemistad con Carmelina viniera, de una conversación entre ellas de la que recuerdo este episodio: una tarde, mi madre, le muestra un grupo de cartas de mi padre, donde entre otras cosas se refería a mí como su hija. Es entonces que Carmelina, no sé con qué intención le dice:

—Leonor, con esos “documentos” tú puedes demostrar la paternidad de tu hija.

Mi madre rápida, revuelve entre las cartas, fotos y otros papeles, encuentra lo que buscaba y encarándola muestra a Carmelina un documento irrefutable:

—No Carmelina, con esto es con lo que yo puedo demostrar la paternidad de mi hija.

Carmelina con mi inscripción de nacimiento en las manos, la revisa de un tirón, evidentemente sorprendida, mientras mi madre recostada en los sillones del recibidor, muy bien amueblado de la casa de Carmelina, sonreía satisfecha.

Heredé de mi madre un grupo de fotos viejas, las que guardo con el mismo cuidado que ella lo hizo. Las saco en ocasiones, me envuelve la nostalgia y entonces quiero hablar de “mi familia”.

Mi madre, Leonor; mi padre, Santiago; de pie, Martica y Lourdes.

Una de ellas revuelve en mí el mismo sentimiento vergonzoso por la pobreza mal disimulada, que en esos años resultaba tan dolorosa. Visto un traje de la banda rítmica del colegio. Sabe Dios qué sacrificios hubo que hacer para alquilarlo. Aparezco con la mano en la sien, calzo unos colegiales de hebilla, bien embetunados, que no logran ocultar el desgaste de las suelas. La maestra me probó en todos los instrumentos, recuerdo por último los platillos, después no sé qué pasó, pero no me dejaron en ninguno. Nunca tuve oído para la música.

Su abuela Amalia la llamaba Chiqui, para mí, era Toxy, la negrita que jugaba conmigo en el traspatio de la casa, lleno de hojas secas y sombras del aguacate; la cerca remendada ayudaba a pasar de lado a lado; tenía moñitos y batas sin abrochar, los deditos delgaditos de uñas grises y la parsimonia de los negros legítimos. Nunca peleábamos, jugábamos con los manguitos caídos de la vieja mata de mangos, que ni el ciclón del 44 pudo tumbar.

A mis batas de Peter Pan no demoraban en coserles unas listas de tela blanca que alargaban el talle y la saya, que por poco tiempo tapaban mis rodillas, huesudas desde ese entonces.

Detesto el color rojo, demasiado llamativo para mi gusto. Si es verdad que existen traumas de la niñez, eso se lo “agradezco” a alguien que con gran desacierto me regaló un “corte de tela” de tafetán rojo. Cuando aquello, solo tenía cinco o seis años. Mi madre me cosió la bata y le incrustó unos pollitos blancos en el ruedo de la saya, pero ni su buena voluntad evitó que me pegara contra la pared, me hacían ir con ella a los cumpleaños, que de Pascuas a San Juan me invitaban en el barrio.

Eso sí, nunca faltaron Los Reyes Magos, mis dos tías solteronas compraban los regalos más caros: un bebé gigante, un silloncito de caoba torneado y tallado, réplica de los hechos para adultos. Por su parte, mi madre compraba los libros para colorear, cuquitas, lápices de colores y libros de cuentos. Y en la mañana del propio seis de enero corría a la calle Monte, donde en las aceras remataban jueguitos de cocina, morteritos diminutos y todos los juguetes que los comerciantes no querían almacenar.

Después, por arte de magia, aparecía en un rincón de la casa, ese juego de cocina que Los Reyes Magos escondieran para sorprenderme más tarde. Casi siempre esos eran mis preferidos.

Creí en Los Reyes Magos hasta bastante grande. Me pedían que trajera hierba y agua para los camellos. Al otro día, aseguraba a mis vecinas descreídas que en mi casa había amanecido la hierba regada y el agua por la mitad, para mí eran pruebas muy convincentes. Entonces también en ellas quedaba la duda. Después de la siesta, bañada y replanchada la bata de por la tarde, me dejaban ir a casa de alguna vecina, “siempre lo mejor de la cuadra”. En eso mi mamá era muy estricta. Debía quedar claro de qué lado siempre quiso estar.

—Cuando oigas que a tu amiguita la llaman a merendar, te despides y viene inmediatamente. Nunca me faltó la merienda, pero tal vez los vecinos no estuvieran tan seguros.

—No se te ocurra pedir. Usted puede ver lo más rico del mundo, pero ni lo mire ni lo desee siquiera.

Yo sabía que me lo decía por mi bien y quería hacer gala de mi buena educación, pues siempre me recordaba que, aunque no teníamos un centavo, éramos de “buena familia”.

—Cuando yo te digo: ¡párate ahí!, no des un paso más, yo conozco el peligro y tú no, y si das otro paso, puedes caer a un precipicio, por eso tienes que obedecer de inmediato—. Sentenciaba mi madre.

Todavía hoy, soy una mujer de más de sesenta años y si me piden algo, no me demoro en hacerlo.

Finalizando el siglo veinte, pienso que todo comenzó un siglo atrás, cuando mi abuelo materno, el coronel José Dolores, quedó viudo con seis hijos pequeños, y “no les puso madrastra”, como se decía con gran satisfacción en mi familia.

Mi abuelo: Coronel José Dolores.

SEGUNDA PARTE

Pero cuando eran otras cosas las que interesaban a José, cuando ni siquiera pensaba en constituir una familia, en un medio donde todo era hostil a su raza y origen, decide, primero que todo, eso debía cambiar. Y es ahí donde lo ubico, en el momento que, con el producto de la venta de su tabaquería compra armas y se presenta ante las tropas insurgentes, con un grupo de hombres armados decididos a unirse a la lucha independentista. Contaba mi tía Juanita, que el hecho de alistarse con un grupo de hombres que lo seguían y su contribución con armas a la guerra, le dio un lugar preferencial entre la tropa. Y conociendo que formó parte del grupo de hombres que participó en la invasión de Oriente al Occidente de la Isla, debió destacarse en los distintos combates que las fuerzas de Maceo sostienen en Oriente a finales de 1995. Tan así es, que de 22000 hombres sobre las armas con que contaba ese territorio, en Mangos de Baraguá se seleccionan 1700 para llevar a cabo la invasión.

Al leer las narraciones de ese glorioso momento, lo siento protagonista activo, emocionado, palpitante el corazón y orgulloso de ser de la vanguardia; y así entra en la historia.

Así la pureza de las intenciones y la honradez entraron en mi familia para quedarse. Eso siempre fue lo que escuché, de lo cual deberíamos estar orgullosos y lo que el Coronel José Dolores proclamó toda su vida:

—No puedo robarle al Estado cubano. Maté mucha gente en su nombre—, afirmó a sus hijos.

—¡Mire que el Coronel tenía enemigos en la Aduana! —, nos decía con énfasis, colocándose las manos en la cabeza un viejo soldado de la guerra, sentado en una de las muchas sillas de tijera del Centro de Veteranos, un sólido edificio en la calle Ejido donde todos los meses, íbamos a cobrar la pensión de veteranos de la guerra, a la que todas las hijas solteras tenían derecho. Fue por eso, como muchas otras, que mi madre no se casó nunca.

Mi tía Juanita me contaba: “A tu abuelo al finalizar la guerra le dan un puesto aparentemente insignificante para sus grados de Coronel: Jefe de Entrada y Salidas de Bultos de la Aduana. Evidentemente contaban con su honradez e integridad. No pocos sinsabores sufrió y no pocos enemigos se buscó en ese lugar. Intentos de sobornos no faltaron: un piano para sus hijas Coronel. Todo por olvidar algún que otro bulto, entre los cientos que se encontraban pendientes de entrar al país. Él personalmente revisaba y descubría los fraudes, para llegar agotado a la casa a la hora de almuerzo, donde las hijas lo esperaban con la mesa puesta, hasta que él llegara para comer todos juntos, siempre con un plato listo para un recién llegado”.

Y siguiendo donde habíamos dejado este pasaje de la guerra de independencia vemos que: los clarines muy de mañana indican formación, las tropas invasoras atraviesan la isla en una campaña de duros combates que se efectúa en tres meses hasta llegar a Manuel Lazo en el Cabo de San Antonio en la provincia de Pinar del Río.

En casa contaban una y otra vez que mi abuelo vino de Santiago de Cuba en la invasión con Maceo y que, al llegar a Pinar del Río, conoció a mi abuela que era hija de asturianos, y solo contaba con catorce años. Quedaron enamorados, a pesar de que él le doblaba la edad.

Él promete regresar, en cuanto termine la guerra y llevarla con él para siempre, pues los tíos de ella, quienes la criaron, no darían permiso para que se casara con el enemigo. Y así mismo fueron las cosas. Él, ya todo un Coronel regresa y se la lleva; se instaló la flamante pareja en La Habana. Allí alquila una casa, donde naciera una vasta prole de seis hijos, sin contar unos jimaguas malogrados y otro llamado Joseíto, que ahora presumo, fue el primero, ya que ningún otro se llamó como su padre. Este Joseíto murió de pocos meses.

Hace tiempo que quería contar esta historia: la de mi familia y la mía propia, pues a falta de otras cosas que hacer, mi madre y mis tías me la contaron muchas veces pues vivían muy orgullosas de ese pasado, logrando hacer nacer también en mí ese sentimiento. Y ahora, cuando me decido por fin a escribirlas, todos los protagonistas han fallecido. Tuve que revisar documentos, leer sobre la invasión y llegar a algunas conclusiones como estas: las tropas invasoras de Maceo solo estuvieron en Cabañas, donde mi abuela vivía unas horas.

Cotejando fechas en ese momento de enero del 1896, mi abuela tenía doce años y creo muy difícil que: entre la noche del torrencial aguacero, cañoneo y guerra, esa niña saliera de su casa, y conociera al que después sería mi abuelo. Que el flechazo rápido, casi sin palabras, ocurriera entre un mulato treintón, porque según comprobé tenía treinta y ocho y no veintiocho como se decía, él prometiera volver y todo eso, antes de las diez de la mañana, que partieron hacia su próximo destino. ¿Cuándo entonces fue que se conocieron? Ávida de encontrar más detalles de los hechos tan lejanos y románticos, analizo, rebusco e indago y he aquí lo que creo que debió ocurrir:

Las tropas continuaron la invasión hasta el final de la provincia, festejan la victoria con los vueltabajeros. A partir de este momento ocurren innumerables combates; hasta que, en los primeros días de diciembre del propio año 1896, el General Maceo escoge al personal que debe acompañarlo en la travesía de cruzar la trocha por el mar y así regresar a La Habana.

La crónica relaciona los pocos oficiales que le acompañan, hasta el grado de Teniente, es evidente que al Coronel Azanza no le quedó más remedio que quedarse en Vuelta Abajo con los que no fueron designados.

Seguramente no pudo ser otro el momento en que María y José se conocieran, ya que ella próxima a los catorce y el de treinta y ocho años, combatiendo en la localidad, subsistiendo la tropa con la ayuda de la gente de la zona, muchas idas y venidas daría él por aquellos parajes, esperando unirse al grueso de las fuerzas mambisas.

No creo que visitara la finca de sus tíos españoles buscando apoyo. Tal vez una salida de ella a la iglesia, un recorrido por la vecindad, nadie sabrá nunca como fue el encuentro casual o fue el destino, como dicen algunos, quien unió a este hombre alto, mestizo, endurecido por la guerra, con plomos españoles en la pierna y el brazo que nunca pudieron extraerse y que se fueron con él a la tumba. Ella pequeña, blanca, rubia; casi una niña sin conocer nada del mundo que no fuera su tierra natal: Cabañas y el mar que baña su puerto.

¿Qué mirada de aceptación daría ella? ¿Qué sonrisa tímida y placentera regalaría a este soldado? Para atreverse a tanto un hombre que demostró siempre respeto, austeridad y rectitud a la familia que constituyó después.

La promesa de: “Cuando termine la guerra te vengo a buscar y te llevo”, debió calzarla con un apretón de manos, quizás un beso apresurado.

¡Qué niña tan atrevida era aquella que fue capaz de huir con alguien desconocido! ¿Qué le hizo creer en él, confiar, apartarse de sus tíos? ¿Serían severos y tiránicos con ella? ¿Prefirió un destino incierto a la realidad que tenía?

O aquellos ojos negros penetrantes y amorosos; la mano segura y enérgica; la promesa de amor eterno, cariñosa y delicada de un Romeo mambí a una Julieta pinareña fueron las que obraron el milagro.

Solo queda ahora imaginar cómo viajaron a La Habana: una huida rápida, a caballo por los trillos entre la manigua, bien conocidos por él. Después un coche, donde por fin a solas, besarse tiernamente aun con temor, ella temblorosa como un pichón, el apasionado y viril, preámbulo maravilloso para una feliz unión.

O tal vez fue por mar: una embarcación, a la vista de todos bordeando la costa, el mar azul, el cielo limpísimo, disimulando entre extraños. Nadie pregunta al Coronel quién es la niña. Miradas cómplices, cuchicheos discretos. ¿Quién iba a cuestionarle al soldado vencedor una felicidad bien ganada?

La nueva pareja se instala en la calle Picota, en la hoy Habana Vieja. La señora María Ramona evidentemente estuvo atenta en complacer a su marido, al que siempre llamó por Azanza, al menos en presencia de los demás.

Me pregunto: “¿Qué sentía José por aquella adolescente? ¿Amor, pasión o el ideal descanso del soldado ávido de disfrutar los goces reprimidos después de una larga campaña?” Lo que sí sé, es que en esta casa nacen unos detrás de otros, los tres primeros hijos: Sergio, Felicia y Juanita. De esa época guardo un descolorido retrato de los tres, él con bombaches, ellas con lazos y cintas bordadas, en el reverso una dedicatoria escrita por José a los compadres de la pareja.

Sergio era el más “blanco” de los tres, Felicia muy clara y el cabello muy ensortijado; Juanita más oscura, pero con el cabello completamente lacio. De la mano llevó María a los niños a inscribirse en el colegio más cercano. Pero por la tarde al regreso del trabajo, José pasa a recogerlos. La dueña del colegio se sorprendió pues por la mañana los trajo su madre, una señora muy blanca y rubia. Al aclararle José que eran sus hijos, la señora le pidió que no los llevara más.

¿Qué debe haber sentido aquel hombre que pasó parte de su juventud matando e hiriendo a otros hombres? Sufriendo heridas él y sus compañeros, viendo morir en la lucha lo mejor de una juventud que quería una Cuba mejor, para al final, ver impotente como aquella señora rechazaba a los hijos de un hombre honrado y trabajador, solo por su origen mestizo.

Pasan muchas cosas en los doce años que estuvo unida la pareja: a Juanita, la tercera que nace prácticamente ahogada, alguien la encomienda a San Juan Bautista y, tras oraciones y promesas, la niña revive. Y por supuesto, la llaman Juana Bautista de la Caridad.

El cuarto es Julito, su cabello es como el alambre y sus facciones no son finas, es el “negro” de la familia. A la edad de dos años contrae“la China”, una enfermedad benigna, pero las erupciones afectan uno de sus ojos. El médico receta, el boticario prepara la formula antiséptica: nitrato de plata; y en un error de alguno de los dos, las gotas fatales dejan ciego a la criatura. Nunca se supo cuál de los dos fue el responsable. A partir de este trágico momento, María no lo deja solo. Llora constantemente y así, siempre a horcajadas en la cadera de su madre, se acostumbra a ser ciego.

Mi madre Leonor es la próxima, y al poco tiempo, el 6 de enero de 1910, nace otra niña que llamarían Julia Teresa de los Reyes: Teresa, por una tía medio hermana de José y, de los Reyes, porque nació el día de Reyes. Un regalo para la familia, pero a los dos días de su nacimiento, muere la joven madre de solo veintiséis años; al parecer de una hemorragia interna que, los pocos conocimientos de la comadrona, no pudieron detectar.

—No se duerma María —le decía la pobre mujer—. Las paridas no se pueden dormir.

Creo que quería mantenerla en vigilia, para que le avisase si sentía la muerte rondando por allí. Cuentan que a María la rindió el cansancio y así quedó dormida para siempre.

¿Qué hizo María con su vida en estos doce años? Parir hijos a un hombre que, si bien escribe, desde el campo insurrecto, un documento donde exhorta a formar parte de una asociación: Unión Libertadora, que promueve a luchar con grandes ideales por el porvenir de Cuba y donde dedica un párrafo a la mujer que dice: “Dedícale a la mujer un puesto, pero que este siempre sea digno de las condiciones de su sexo y no olvides que la mujer, desde este punto de vista, tiene el don de compenetrar, purificar y elevar la obra del hombre”.

Bellas palabras que ella nunca pudo leer pues ni siquiera pudo estampar su nombre en el documento que da fe del nacimiento de sus hijos, era analfabeta.

¡Esto lo descubro con asombro, después de ochenta años! Hurgando en la inscripción de nacimiento de mi madre con el fin de narrar esta historia. Así es la vida, siempre llena de contradicciones.

Repudiada la unión por la familia materna: unos tíos que se hicieron cargo de María y sus tierras en Pinar del Río a la muerte de sus padres, solo quedaba la familia paterna.

Sobre la familia de José, mi tía Juanita contaba esta historia que parece de novela: nuestro apellido debió ser O’Dios y no Azanza, pues nuestro abuelo, tras una desavenencia con su padre, adopta el de su madre: Azanza, para contraer nupcias con una mujer negra, motivo este que produce la ruptura con su padre. Pero, antes del matrimonio, tiene amoríos con una joven mestiza; con la cual tenía, al momento de su boda, una niña de unos pocos meses de nacida. La madre de la niña, despechada por el abandono, coloca a la bebita en una cesta a la puerta de los recién casados.

La joven desposada, increíblemente acepta de buen grado a la pequeña como su primera hija y la llama Teresa.

Esta Teresa, medio hermana de José, es al inicio el “paño de lágrimas” de los huérfanos. Suave y enérgica, castigaba rabietas metiendo la cabeza del malcriado en el agua de la tina de lavar, ponía cataplasmas en la espalda de mi madre, que ya con dos años padecía de un asma crónica que no la dejaba vivir. Organizaba a los criados y marchaba de nuevo a su Oriente natal. Así volvía a quedar la casa en manos de la cocinera y otra empleada que atendía a los niños. Y así el destino quiso que la niña mayor, Felicia, fuera muy intranquila, se levantara de noche al llanto de sus hermanos más pequeños, para comprobar si los alimentaban bien y cambiaban las sábanas mojadas de la cuna. Esto sin dudas formó su carácter.

Documento de la Guerra de Independencia.

Sin ayuda femenina, no era fácil para el Coronel comprar vestidos para sus niñas, y así lo verían llegar los mayores, ya adolescentes, espantadas ante los rollos de tela para vestir iguales a las cuatro. La solución no tardó en llegar: “¡Si quieren vestirse a su gusto, aprendan a coser!”, sentenció el padre.

Y así las dos mayores cosieron, bordaron, incrustaron, elaboraron bellas encajerías, hicieron dobladillos invisibles y hasta sastrería, para poder alcanzar sus títulos de modistas que, en aquella época, legalizarlos en España costaron un doblón de oro cada uno. Al coser aprovechaban para adiestrar a sus hermanas y en especial a mi madre, que más dócil aprendió lo suficiente para después enseñarme algo a mí también: cómo colocar la tela al hilo para poder trazar, cruzar la pierna y adoptar la postura correcta para coser a mano, igualar las piezas, y cosas así.

—Costurera sin dedal, cose poco y cose mal—, me decía al igual que aprendió de los mayores.

Esta etapa de las cuatro hermanas me parece plasmada excelentemente en el ballet: “Tarde en la siesta”, la música del maestro Ernesto Lecuona.

El argumento de principios de siglo queda bellamente insinuado en la tristeza de la hermana mayor, austera y sin esperanzas; la otra más joven anhelante, suspira por un amor que no llega; la alegría ingenua y optimista de la pequeña, que no sabe aún nada de la vida. La música, los pasos y giros del baile, la escenografía, solo con una comadrita y un columpio, y el exquisito vestuario de la época lo hacen inolvidable para mí, que lo vi bailar con la gestualidad inigualable de las grandes del ballet cubano.

El Coronel ya había comprado con la paga de la guerra, una casa más grande en la calle Vives, esas de recibidor, sala, saleta, un gran comedor, patio interior a donde daban todos los cuartos que ocupaban de dos en dos, los seis hijos, otro para el Coronel y otro para las visitas.

En la gran sala, un piano donde Julito aprendía de oído las melodías de la época. Las hermanas se desvivían por atenderlo, mimarlo y enseñarle cómo se sentaban los caballeros, que él no podía ver. Sergio el mayor, lo llevaba al teatro Alhambra y le contaba todo lo que sucedía, para que disfrutara a su manera del espectáculo. Julio era inteligente y de buen porte, con una agradable voz que utilizó con mucha aceptación para las damas; cuando por teléfono decía llamarse: “El caballero azul”. Las jóvenes prendadas de la palabra fácil, galante y bien timbrada, ardían por verlo.

Él teniendo dos grandes secretos que ocultar, su color y su ceguera, nunca se dio a conocer.

También amenizaba con su piano, haciendo floreos que eran la admiración delos presentes, los “santos” de Juanita, que se celebraran por todo lo alto el día de San Juan. Juanita, excelente repostera, preparaba todo en casa con la ayuda de sus hermanos que se turnaban para dar vueltas a la manigueta de la sorbetera, donde se hacían los helados con los mejores ingredientes. Pasteles finísimos, panetelas bellamente adornadas. El ponche con un mínimo de licor, pues en la familia no eran bien vistas las bebidas alcohólicas. Esedía se sacaba la vajilla de fiesta: poncheras, dulceras, fuentes de cristal talladas de un bello color ámbar.

La mulatearía más refinada asistía a estas fiestas, digamos formales, a comer cosas deliciosas y a oír un poco de música, que los otros vecinos desafortunados veían agolpados a las rejas de las ventanas que daban a la calle.