Dulce belleza - Chantelle Shaw - E-Book

Dulce belleza E-Book

Chantelle Shaw

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Beschreibung

Un playboy argentino… ¡y una chica de los establos embarazada! El multimillonario jugador de polo Diego Ortega ha recorrido el mundo entero y ha estado con innumerables mujeres. La Dulce belleza de la británica Rachel Summers ha saciado su apetito… por lo que no comprende por qué su cuerpo sigue deseándola. Rachel es consciente de que no es el tipo de mujer que le gusta a Diego… No es muy sofisticada, es una simple chica de campo. Pero eso no significa que deba mostrar todas sus cartas. Había mantenido en secreto su virginidad antes de que se acostara con ella… ¡pero ahora debe decirle que está embarazada de él!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Chantelle Shaw

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce belleza, n.º 1995 - julio 2022

Título original: Argentinian Playboy, Unexpected Love-Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-114-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DIEGO se apoyó en la valla del prado. Observó con el ceño fruncido cómo un caballo con su jinete realizaba un triple salto con increíble facilidad. El siguiente obstáculo era una valla de considerable altura. El caballo tomó velocidad y el jinete se aferró al cuello del animal para prepararse para saltar.

Las habilidades de equitación de aquel jinete eran fascinantes. Sin percatarse de ello, Diego contuvo la respiración a la espera de que el caballo levantara las patas del suelo. Pero justo en ese momento salió una motocicleta de la arboleda que había junto al prado y el molesto sonido de su motor terminó con la paz que había reinado en el ambiente. La motocicleta comenzó a bordear la valla del prado. El caballo claramente se asustó por el ruido y Diego supo que se negaría a saltar. Pero no había nada que él pudiera hacer y, sintiéndose impotente, observó cómo el caballo tiró a su jinete al suelo.

Rachel se quedó sin aliento debido al impacto y trató con todas sus fuerzas de respirar. Sintió cómo le dio vueltas la cabeza y cómo su cuerpo recuperó la sensibilidad… momento en el que fue consciente de lo doloridos que tenía los brazos, los hombros, las caderas… Le pareció más fácil mantener los ojos cerrados, pero oyó una voz y se forzó en levantar los párpados, momento en el que vio a un hombre junto a ella.

–No trate de moverse. Quédese quieta mientras yo compruebo si se ha roto algún hueso. Dios… tiene suerte de seguir con vida –dijo el hombre–. Voló por el aire como una muñeca de trapo.

Rachel apenas se percató de que él comenzó a palparle los huesos del cuerpo… hasta que llegó a sus costillas, momento en el que hizo un gesto de dolor. Todavía aturdida por la caída, cerró los ojos de nuevo.

–No se desmaye. Voy a telefonear a una ambulancia.

–No necesito una ambulancia –contestó ella entre dientes, forzándose en abrir los ojos.

Aquel extraño acercó la cara a la suya. Rachel pudo sentir su cálida respiración en la mejilla y, al verlo con claridad, lo reconoció de inmediato. Aquel hombre era Diego Ortega, campeón internacional de polo, multimillonario, y un afamado playboy que, según la prensa, tenía tanto éxito en conseguir mujeres bellas como títulos de polo. A Rachel no le interesaban los artículos de cotilleo, pero desde que había tenido doce años había devorado todas las revistas de equitación que habían caído en sus manos y no había duda de que el argentino era una leyenda en el deporte que había elegido como profesión.

Supuso que no debió sorprenderle la presencia de Diego Ortega ya que, durante las anteriores semanas, el tema de conversación de los muchachos de la finca había sido la inminente visita de éste a Hardwick Hall. Pero verlo allí en carne y hueso fue muy impresionante. Le desconcertó darse cuenta de que el argentino la había estado observando realizar saltos con Piran.

Él ya había sacado su teléfono móvil de sus pantalones vaqueros y Rachel se forzó en levantarse… aunque le dolió mucho la cadera y no pudo hacerlo.

–Le dije que permaneciera tumbada –comentó Diego Ortega con una mezcla de impaciencia y preocupación. Su voz tenía mucho acento.

Rachel se reveló de inmediato contra el tono autoritario de la voz de él.

–Y yo le dije a usted que no necesito una ambulancia –contestó con firmeza, logrando arrodillarse por pura determinación.

–¿Es siempre tan desobediente? –Diego no se molestó en ocultar su irritación.

Murmuró algo que Rachel no pudo entender pero, por el tono de voz que empleó, a ella le agradó no haber podido comprender. Se dijo a sí misma que una vez que se pusiera de pie se encontraría mejor. No podía permitirse perder un par de horas sentada en la sala de espera del hospital de la zona. Se forzó en moverse, pero entonces, sorprendida, emitió un grito al sentir cómo unas fuertes manos la tomaron por la cadera y la levantaron por los aires.

No estuvo más de un segundo presionada contra el musculoso pecho de Diego Ortega, pero la sensación de tener aquellos poderosos brazos sujetándola, así como el respirar la seductora fragancia de la colonia de éste, provocaron que le diera vueltas la cabeza. Se le revolucionó el corazón y no fue debido a la caída. De cerca, aquel hombre era impresionante. Llevaba puesta una camisa color crema con los botones superiores desabrochados y pudo ver el oscuro vello que parecía cubrirle todo el pecho, así como también los antebrazos. Entonces lo miró a la cara y observó las bellas facciones que tenía. Poseía una boca realmente preciosa.

Se preguntó cómo sería un beso de aquella boca. El color que había desaparecido de su cara debido a la impresión de la caída, volvió a sus mejillas. No apartó la mirada y observó sus ojos color ámbar, ojos que en aquel momento estaban brillando en señal de advertencia.

Cuando él la dejó en el suelo, trató desesperadamente de ocultar el hecho de que le temblaron las piernas. Pero mientras miró el brillante color caoba del cabello de aquel hombre, cabello que le llegaba hasta los hombros, se dijo a sí misma que el temblor no tenía nada que ver con él, sino con la caída que había sufrido.

Diego Ortega tenía un aspecto muy masculino. Tenía una piel aceitunada que le recordó una fotografía que había visto en una ocasión de un jefe Sioux… oscuro, peligroso… innegablemente el hombre más guapo que jamás había visto.

Él todavía la tenía agarrada por los brazos. Pareció que temía que si la soltaba, ella caería al suelo. Pero Rachel necesitó poner distancia entre ambos.

–Gracias –murmuró, echándose para atrás.

Durante un momento pensó que Diego no iba a soltarla, pero entonces lo hizo. Éste frunció el ceño al observar cómo ella se balanceó.

–Necesita que la vea un médico –comentó lacónicamente–. Aunque lleva puesto un casco, podría haber sufrido una conmoción cerebral.

–Estoy bien, de verdad –se apresuró en asegurar Rachel. Se forzó en esbozar una sonrisa, pero en el fondo se sintió como si una apisonadora le hubiera aplastado todo el cuerpo–. He sufrido caídas mucho peores que ésta.

–No me sorprende –masculló él–. El caballo es demasiado grande para usted –añadió.

Tras decir aquello, giró la cabeza y miró el semental negro que había captado su atención cuando se había acercado al prado de ensayos. Su interés en el jinete había llegado a posteriori, cuando al ver la rubia trenza que se movía bajo el casco se había percatado de que aquella delicada figura era definitivamente femenina. El caballo, que en aquel momento ya se había tranquilizado, era muy grande y fuerte. Incluso a un hombre le resultaría difícil controlarlo.

Pensó que aquella mujer era llamativamente bella. No llevaba maquillaje, tenía la piel como la porcelana y las mejillas sonrosadas. Era una verdadera rosa inglesa. Le cautivaron sus ojos azules, ojos que lo estaban analizando fijamente.

Asombrado, frunció el ceño al percatarse de que se había quedado mirándola. Estaba acostumbrado a que las mujeres se quedaran mirándolo a él. Pero aquella fémina era simplemente exquisita. Tenía un aspecto tan frágil que no comprendió cómo no se había roto todos los huesos en la caída.

–Me impresiona que su padre le permita montar un animal tan poderoso –comentó.

–¿Mi padre? –desconcertada, Rachel se quedó mirándolo.

Pensó que ni su verdadero padre, ni los dos siguientes maridos de su madre, la cual había insistido en que los llamara «papá», habían estado suficientemente interesados en ella como para preocuparse por la clase de animal que montaba. Pero Diego Ortega no sabía nada de su complicada familia, ni del hecho de que su madre se había casado tantas veces.

–Ni mi padre ni nadie me «permite» hacer nada –contestó con dureza–. Soy adulta y tomo mis propias decisiones. Puedo manejar perfectamente a Piran.

–Es un caballo demasiado fuerte para usted y es una ingenua si piensa que podría controlarlo si él decide desbocarse –respondió Diego fríamente–. Cuando se negó a saltar no pudo controlarlo en absoluto… aunque, para ser justo, debo admitir que no fue enteramente culpa suya. ¿Quién demonios conducía la motocicleta? No puedo creer que el conde Hardwick permita que un gamberro se pasee a sus anchas por su propiedad como un lunático.

–Desafortunadamente, el conde le permite hacer a su hijo lo que éste quiera –explicó Rachel–. El gamberro al que se ha referido es Jasper Hardwick, y yo no podría estar más de acuerdo con su descripción de él. Pasa mucho tiempo alterando la propiedad con su maldita motocicleta. Salió de la arboleda sin previo aviso y es normal que Piran se asustara. Apostaría a que ningún jinete podría controlarlo en esa situación.

–Quizá tenga razón –concedió Diego, encogiéndose de hombros–. Usted monta bien –reconoció de mala gana. Cuando había llegado al prado, se había percatado de la empatía que había entre la muchacha y el caballo. Ella tenía un talento innato para montar.

Se acercó al semental, el cual estaba ya muy tranquilo atado a la valla. Tomó sus riendas.

–¿Cuántos años tiene? –preguntó, acariciando el costado del animal.

–Seis. Yo llevo realizando saltos con él desde hace dos años.

–Es un caballo muy bonito. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

–Piran. Vino de un establo de Cornwall y su nombre significa «oscuro»… muy apropiado por su color –contestó Rachel, acariciando el negro manto del caballo.

En ese momento las manos de ambos se rozaron al acercar Diego la mano para acariciar el lomo del animal. Ella se quedó sin aliento ante aquel contacto, tras lo cual se ruborizó al percatarse del brillo que reflejaron los ojos de él, brillo que dejó claro que Diego se había percatado de su reacción.

–Así que el caballo se llama Piran… ¿y el jinete…? –preguntó él con voz ronca.

–Rachel Summers –contestó ella con brío.

Era la encargada de preparar a los caballos en el Hardwick Polo Club y era muy probable que fuera a ocuparse de los de Diego en el partido de polo que iba a celebrarse. El argentino era la estrella invitada.

–Y tú eres Diego Ortega –comentó educadamente, quitándose el casco–. Todo el mundo aquí, en Hardwick, está emocionado con tu visita.

Él frunció el ceño, pero a continuación esbozó una divertida sonrisa.

–De la misma manera que el significado del nombre de Piran va acorde con el color de su pelo, tu apellido concuerda con la tonalidad de tu pelo, que es del mismo color que el trigo maduro en verano –murmuró el argentino con la mirada fija en los rizos dorados que le caían alrededor de la cara a ella.

Rachel era bajita y, cuando la había tomado en brazos, se había percatado de que no pesaba nada. Pero a pesar de su frágil apariencia, era tan luchadora y ardiente como algunos de los potros del criadero que tenía en su Estancia Elvira, en Argentina.

–Tienes el aspecto de una muchacha que acaba de terminar el instituto. ¿Cuántos años tienes?

–Veintidós –espetó ella, estirándose. Deseó ser un poco más alta.

Era consciente de que aparentaba tener menos edad de la que en realidad tenía. Pero como raramente se preocupaba por arreglarse, sino que simplemente se lavaba la cara y se peinaba el pelo en una trenza, era culpa suya que Diego Ortega la hubiera confundido con una quinceañera. Irritada, se dijo a sí misma que no le importaba la opinión que aquel hombre tuviera de su apariencia. Pero se sentía muy orgullosa de sus habilidades como jinete y le había molestado que él hubiera cuestionado su capacidad para controlar a Piran.

Comenzó a respirar agitadamente. Le impresionó observar cómo Diego la miró de arriba abajo y cómo fijó la vista en sus pechos. Tragó saliva con fuerza y se recordó a sí misma que no había mucho bajo su camisa que pudiera excitar a aquel hombre. Montar a caballo era más que su pasión; desde que había sido una jovencita se había convertido en una obsesión que había excedido cualquier interés en su apariencia física. Nunca le había preocupado el hecho de no haber desarrollado mucho pecho. Pero en aquel momento, por primera vez en su vida, deseó tener un aspecto más femenino, tener más curvas y algo más que unos diminutos bultitos que no requerían el soporte de un sujetador.

Repentinamente sintió las piernas débiles y le pareció que el aire se le había quedado atrapado en los pulmones… sintió la misma sensación que cuando Piran la había tirado al suelo.

Durante su adolescencia había estado tan ocupada montando a caballo que no había tenido tiempo para chicos. Y, aunque había tenido un par de relaciones desde que había dejado el colegio, ambas habían durado poco debido a su falta de interés. Pero Diego Ortega no se parecía en nada a los chicos con los que ella había salido y la estaba mirando de una manera en la que jamás la había mirado ningún hombre. Tal vez su experiencia con el sexo opuesto fuera limitada, pero pudo percibir el interés de Diego. Reconoció la química que había entre ambos y no pudo contener el pequeño escalofrío que le recorrió la espina dorsal.

Él frunció el ceño al percatarse de que Rachel no llevaba sujetador. Pudo distinguir claramente a través de la tela de su camisa la piel más oscura de sus pezones… así como también pudo observar cómo éstos se endurecieron provocativamente. El calor se apoderó de su cuerpo y se sintió impresionado ante la intensidad de éste. No se había sentido tan excitado desde hacía muchos años. Sintió cómo se le aceleró el corazón y cómo sus pantalones vaqueros repentinamente le quedaron estrechos a la altura de la ingle…

Se dijo a sí mismo que había llegado el momento de que se moviera, de que rompiera con aquella sensualidad que había atrapado a ambos. Miró su reloj y vio que ya era hora de que regresara a la casa para cambiarse para la cena que iba a tener con el conde y la señora Hardwick, así como con su atractiva, pero demasiado ansiosa hija, Felicity. Se preguntó si el idiota del hijo del matrimonio, que casi había causado un serio accidente, también estaría presente en la cena. Lo que tenía claro era que iba a informar al conde de que no permitiría que unas ruidosas motocicletas pasaran cerca de los ponis de pura sangre a los que él debía entrenar en el Hardwick Polo Club.

Volvió a mirar a Rachel a la cara y se centró en su sugerente boca. Le dio un vuelco el estómago al imaginarse cómo sería besar aquellos labios y explorarla con la lengua. Pensó que seguramente tenía un sabor muy dulce y que le respondería encantada. Se percató de que se le habían dilatado las pupilas, pupilas que reflejaron una sensual promesa.

Se preguntó quién sería aquella mujer y se dijo a sí mismo que podría ser una interesante diversión durante los siguientes meses. Sabía que la aristocrática familia Hardwick tenía muchas ramas y supuso que Rachel sería una pariente.

–¿Vives en la casa principal, en Hardwick Hall? –exigió saber abruptamente, forzándose en apartarse de ella.

–El conde Hardwick no suele invitar a su personal a dormir en su casa –contestó Rachel con sequedad–. Ni siquiera a los encargados.

–Así que trabajas aquí –comentó Diego, frunciendo el ceño–. ¿Es tuyo Piran?

–No, me lo han prestado. Su dueño es Peter Irving, el propietario de la granja que hay junto a la finca Hardwick. Peter fue un jinete especializado en caballos de salto y es quien me patrocina.

–Irving… me suena ese apellido.

–Ganó tres veces el oro en las Olimpiadas y fue capitán del Equipo Ecuestre Británico durante muchos años. Peter es mi inspiración –explicó ella.

–¿Esperas ser seleccionada para el equipo inglés? –preguntó Diego.

–Las próximas Olimpiadas son mi sueño –admitió Rachel, ruborizándose. Pero a continuación se preguntó por qué le había revelado sus sueños a un hombre al que apenas conocía. Jamás le había contado aquello a nadie, aparte de a Peter Irving. Ni siquiera a su familia.

Desde que sus padres se habían divorciado cuando ella había tenido nueve años, ambos habían estado demasiado involucrados con sus nuevas parejas e hijos como para interesarse por ella. En las pocas ocasiones en las que le había mencionado algo de los caballos a su madre, Liz Summers, sólo había conseguido discutir y tener que soportar que ésta le dijera que debía encontrar un trabajo como era debido, un lugar decente donde vivir en vez de una vieja caravana y un novio…

–Pero para las Olimpiadas todavía queda mucho –murmuró–. Por ahora estoy trabajando duro con la esperanza de que me seleccionen para el equipo que participará en el campeonato europeo del año que viene. Tanto Peter como el conde Hardwick piensan que tengo muchas posibilidades. El conde me ha apoyado mucho en mi carrera –añadió–. Me permite tener aquí a Piran y siempre me da tiempo libre para que pueda ir a las competiciones. Las facilidades en Hardwick son excelentes y trabajar aquí está suponiendo una experiencia fantástica.

–No tan fantástica cuando tu caballo se niega a saltar –comentó Diego con sequedad, notando cómo ella se estaba restregando las costillas–. Yo llevaré a Piran a los establos.

Sin darle tiempo a Rachel de discutir, ajustó los estribos del caballo y subió a la silla de montar con mucho estilo. Piran normalmente no aceptaba que lo montaran extraños, pero se quedó muy tranquilo mientras él le habló. La voz de Diego era extrañamente hipnótica.

Rachel pensó que era una pena que aquel jinete argentino no tuviera un efecto tan tranquilizador sobre ella. Se sintió muy alterada y supo que no era sólo por la caída.

Abrió la puerta del prado y Diego guió a Piran hacia la salida. Una vez fuera, detuvo al animal y la esperó.

–Sigo creyendo que debería telefonear a un médico –dijo al observar que ella hizo un gesto de dolor a cada paso que dio–. Estás muy pálida y obviamente dolorida.

–Simplemente tengo el cuerpo amoratado, eso es todo –contestó Rachel tercamente.

Diego le dirigió una dura mirada.

–Se te va a poner todo el cuerpo morado y mañana te dolerá mucho. Para no empeorar las cosas, no deberías montar a caballo durante una semana.

–Estás bromeando, ¿verdad? –respondió ella. Pareció escandalizada–. Tengo una competición dentro de poco y mañana voy a hacer de nuevo el circuito con Piran. Éste habría saltado la última valla sin problemas si no le hubiera asustado la motocicleta.

Él maldijo. Lo hizo con una mezcla de impaciencia y admiración ante la tozudez de Rachel.

–Eres la mujer más testaruda que he conocido –comentó. La agarró y la subió al caballo junto a él sin que ella pudiera hacer nada.

La sentó delante de él. La sujetó con un brazo contra su pecho mientras con la otra mano agarró las riendas y controló al semental con increíble facilidad.

Al mirar los fuertes antebrazos de Diego, Rachel se percató de que tratar de bajarse sería inútil, por lo que decidió quedarse allí quieta hasta que llegaran a los establos. Pero la sola sensación de los fuertes muslos del argentino presionando su trasero era algo muy íntimo. El calor que desprendía su cuerpo, así como la fragancia de su colonia mezclada con otro delicado aroma excitantemente masculino y extremadamente embriagador, le estaban afectando mucho.

Cuando llegaron a los establos, se sintió muy agradecida. Diego desmontó primero y, con cuidado, la ayudó a bajar a ella. Entonces la tomó en brazos. Irritada, Rachel pensó que pareció como si él pensara que ella era la muñeca de trapo a la que se había referido cuando había descrito la caída.

Cuando por fin la sentó en un fardo de heno, estaba muy ruborizada. Y cuando fue a levantarse, Diego se acercó para impedírselo.

–Tengo que ver a Piran –explicó ella, enfadada.

–Le pediré a alguno de los muchachos que lo cepille. A ti te cuesta respirar… puedo verlo reflejado en tus ojos, aunque seas demasiado testaruda como para admitirlo –contestó él.

Rachel se quedó mirándolo a la cara y se dio cuenta de que había conocido a alguien que estaba tan decidido como ella a salirse con la suya.

–Ya te he dicho que estoy bien –dijo entre dientes–. Y a Piran no le gusta que nadie más lo cepille.

–Bueno, pues va a tener que acostumbrarse porque no quiero verte de nuevo por los establos hasta que no te hayas hecho una radiografía de las costillas y un chequeo médico completo. Mi chófer, Arturo, te llevará en coche hasta el hospital –le informó Diego con frialdad–. Te llevaría yo mismo pero, como ya te he dicho, la señora Hardwick va a ofrecer una cena esta noche… y me parece que yo soy la estrella invitada –añadió con sequedad.

Al ir a decir algo Rachel, él se apresuró en continuar hablando.

–No pierdas tu tiempo discutiendo conmigo –le advirtió, colocándole un dedo por debajo de la barbilla. Presionó levemente hacia arriba para que a ella no le quedara otro remedio que cerrar la boca y tragarse las palabras que estaba deseando decir–. Yo estaré a cargo de los establos durante mi estancia en Hardwick Hall y me niego a tener a alguien que apenas puede moverse trabajando bajo mis órdenes. Si te has roto las costillas o has resultado herida, supones una responsabilidad de la que no me quiero hacer cargo.

Tras decir aquello, sonrió a pesar de la furia que reflejó la expresión de la cara ella.

–Voy a estar aquí todo el verano –añadió con una sensual voz.

Rachel pensó que era obvio que Diego Ortega era un seductor nato, pero también era el hombre más arrogante que jamás había conocido. Se sintió indignada con su cuerpo por haber respondido ante él. Sintió un cosquilleo por los pechos y unas impactantes ansias de que Diego la tumbara sobre el heno y de que la besara como nunca antes nadie lo había hecho.

–¿Qué quieres decir con eso de que vas a estar aquí «todo el verano»? –contestó con la voz ronca–. Sé que has venido para el torneo de polo, pero había pensado que después regresarías a Argentina –añadió con la consternación reflejada en la mirada.

Él negó con la cabeza y esbozó una gran sonrisa.

–Normalmente paso un par de meses, cuando es invierno en Argentina, en mi escuela de polo de Nueva York. Pero este año el conde me ha invitado a Hardwick para que entrene a los ponis. Así que ya ves, Rachel… –Diego le acarició entonces los labios con su dedo pulgar– durante el próximo mes más o menos seré tu jefe y deberás obedecer mis reglas. Ve al hospital con Arturo, espera hasta que te hagan una revisión completa y, cuando puedas decirme que estás bien de salud, serás bienvenida. Hasta entonces, si veo un mechón de tu bonito pelo rubio cerca del establo de Piran, habrá problemas, ¿comprendes?

Por el tono de voz de él, ella se percató de que sería peligroso enfadarlo. Le indignó su prepotencia y giró la cabeza. Pero tembló al hacerlo. La manera tan delicada con la que Diego le había acariciado los labios había sido impresionantemente íntima. Pensó que la idea de tener que trabajar para él durante todo el verano era realmente perturbadora.

–El conde Hardwick me nombró jefa de los muchachos y estoy segura de que tendrá algo que decir cuando le informe de que me has apartado de mi trabajo –dijo, enfurecida.

–Al conde le costó mucho convencerme de que viniera a Gloucestershire en vez de que me fuera a Nueva York. Creo que descubrirás que le parecerá bien cualquier cosa que yo diga –respondió Diego con gran arrogancia.

Ella sintió ganas de abofetearlo.

–Además, no te he apartado de tu trabajo, Rachel. De hecho, tengo muchas ganas de trabajar contigo una vez me asegure de que no has sufrido ninguna herida de importancia. Tengo unos planes estupendos para el Hardwick Polo Club y me da la impresión de que tú y yo vamos a pasar juntos mucho tiempo –comentó él con un sensual brillo reflejado en los ojos.