E-Pack Bianca 2 octubre 2019 - Natalie Anderson - E-Book

E-Pack Bianca 2 octubre 2019 E-Book

Natalie Anderson

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Beschreibung

Una noche en París Lynne Graham De temporal tentación del italiano… a su embarazada cenicienta Promesas del ayer Abby Green ¿Podrían redimirse con un matrimonio de conveniencia? Corazón encarcelado Natalie Anderson Su maravilloso encuentro fue un secreto… ¡hasta que supo que estaba embarazada! Deudas del alma Melanie Milburne Cásate conmigo este fin de semana…

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca 2, n.º 174 - octubre 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-765-2

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DANTE Lucarelli, acaudalado propietario de una empresa de energías renovables, recorría la carretera que bordeaba la costa sobre una poderosa moto, disfrutando del viento en la cara y de una extraña sensación de libertad. Durante unas horas todos sus problemas se habían evaporado, pero el momento mágico terminó y, al recordar sus obligaciones como invitado, dejó de apretar el acelerador para que su anfitrión, Steve, lo adelantase.

–¡Me has dejado ganar! –protestó Steve, dándole un puñetazo en el brazo mientras aparcaban las motos–. Así no tiene gracia.

–No quería hacerte quedar mal delante de tus vecinos. Además, la moto es tuya –Dante, con el pelo negro revuelto, los dientes blanquísimos en contraste con sus bronceadas facciones, sonrió a su viejo amigo del colegio–. ¿Así que esta es tu última aventura?

Dante miró los pinos que rodeaban la terraza del restaurante, situado sobre un lago con una playa de arena. Tenía un aire marchoso, alegre, casi caribeño.

–Así es.

–Un sitio muy discreto para un hombre que se gana la vida levantando rascacielos, ¿no?

–Déjame en paz –replicó Steve, un corpulento rubio con aspecto de jugador de rugby–. Es un sitio de temporada y funciona muy bien cuando hace buen tiempo.

–Y da trabajo a mucha gente de la zona –se burló Dante, sabiendo que Steve se tomaba muy en serio su responsabilidad para con la gente del pueblo.

Steve Cranbrook era un hombre generoso y una de las pocas personas en las que confiaba.

Estaban en el sureste de Francia, una zona rural, algo alejada de las zonas más turísticas, donde Steve había comprado un château para pasar los veranos con su familia. Su numerosa familia, pensó Dante intentando contener un escalofrío. Steve tenía cuatro hijos pequeños, dos pares de mellizos de menos de cinco años que habían exigido su atención desde que llegó a Francia el día anterior. Por eso había agradecido tanto poder salir un rato del château. No porque no le gustasen los niños sino porque no estaba acostumbrado e intentar contener a los sociables hijos de Steve era como intentar parar un huracán formado por innumerables brazos, piernas y charlatanas lenguas.

–No es eso –protestó Steve–. Invierto cuando veo una buena oportunidad y si se trata de una buena causa intento contribuir. Por aquí no hay muchas oportunidades de trabajo.

Dante se sentó en un banco de madera hecho de un tronco gigante y miró las ramas de los árboles moviéndose con la brisa y a un grupo de chicos que bromeaba en la barra.

–Seguro que este es el único restaurante que hay en muchos kilómetros –comentó.

–Así es. Y la comida es buena. Viene mucha gente cuando hace buen tiempo –respondió su amigo–. Bueno, cuéntame, ¿cuándo tienes la reunión con Eddie Shriner?

–En dos semanas. Y aún no he encontrado a una mujer que me ayude a controlar a Krystal.

–Pensé que Liliana iba a hacerte el favor –dijo Steve.

–No, al final no ha podido ser. Liliana quería un anillo de compromiso como incentivo –admitió Dante, frunciendo el ceño–. Aunque sería un compromiso falso, no pienso arriesgarme a pasar por eso, ni siquiera con ella.

–¿Un anillo de compromiso? ¿Por qué necesitaba un anillo de compromiso para librarte de Krystal?

Dante se encogió de hombros.

–Era una cuestión de orgullo. Según ella, solo se habría reconciliado conmigo después de haber roto hace años si ponía un anillo de compromiso en su dedo y que eso mismo es lo que pensaría Krystal.

–Tu vida amorosa… –Steve sacudió la cabeza–. Si no dejases a tantas mujeres amargadas y resentidas, no estarías en esta situación.

Dante apretó los labios en silencioso desacuerdo. Él no tenía intención de casarse y formar una familia y nunca le había mentido a ninguna mujer al respecto. En su vida no había sitio para el amor y siempre lo dejaba bien claro. Él no se ataba a las mujeres, nunca lo había hecho y nunca lo haría. Liliana, una exnovia que se había convertido en amiga, era la única excepción. La respetaba y sentía gran afecto por ella, pero no estaba enamorado.

Su opinión sobre el amor y el matrimonio se había desmoronado desde que pilló a su tramposa madre en la cama con uno de los mejores amigos de su padre. Su presuntuosa madre, que criticaba a los demás por el menor error y les daba la espalda sin pensarlo dos veces cuando no estaban a la altura de sus expectativas. Dante había entendido entonces que sus padres tenían un matrimonio abierto, aunque debería haberlo imaginado porque nunca había visto gestos de cariño entre ellos.

Pero había sido su incapacidad de amar a Liliana lo que dejó claro que había heredado los genes de sus fríos progenitores, pensó, sombrío.

Solo había sentido verdadero cariño por su hermano mayor, Cristiano, y su muerte, un año atrás, había sido el golpe más duro de su vida, dejándolo atormentado por el sentimiento de culpa. A menudo pensaba que si hubiera sido menos egoísta podría haberlo salvado. Trágicamente, Cristiano se había quitado la vida porque nunca había sido capaz de defenderse. Soportando la intolerable presión de sus exigentes padres e intentando desesperadamente complacerlos como el hijo mayor y el heredero, Cristiano se había derrumbado ante la presión.

Lo único que podía hacer para honrar su recuerdo era recuperar su finca, el paraíso al que su hermano solía ir cuando la vida era demasiado para él. Tras la muerte de Cristiano, sus padres habían vendido la finca a Eddie Shriner, un promotor inmobiliario casado con la más amargada de sus exnovias, Krystal. Pero incluso casada con Eddie, Krystal seguía haciendo descarados intentos de volver a meterse en su cama. Era incorregible y lo último que Dante necesitaba era que tontease con él mientras intentaba llegar a un acuerdo con su marido.

–¿Por qué no contratas a una acompañante que se haga pasar por tu novia? –sugirió Steve, bajando la voz–. A cambio de dinero, claro.

–¿Contratar una acompañante? Eso suena sórdido y peligroso –murmuró Dante, observando a una joven bajita que estaba frente a la barra con una bandeja.

Su pelo, tan rojo como una hoguera de Halloween, era una alegre masa de rizos sujeta por un prendedor. Tenía una piel de porcelana y las piernas de una diosa, pensó, observando las viejas botas vaqueras, la falda de flores y un top ajustado sobre el que asomaba la curva de unos pechos muy generosos. Tenía un sentido de la moda algo peculiar, desde luego.

–Se llama Belle… ¿me estás oyendo? –lo llamó Steve al ver que seguía mirando a la chica. Con dificultad, Dante apartó su atención de las tentadoras curvas y el clásico rostro ovalado y volvió a mirar a su amigo–. Se llama Belle –repitió Steve, con un brillo de humor en sus ojos castaños.

–¿Y qué hace una chica tan guapa trabajando como camarera en un sitio como este? –preguntó Dante, notando con irritación el deseo que latía en su entrepierna.

–Esperando una oportunidad –respondió Steve–. Está intentando ahorrar dinero para volver a Gran Bretaña y rehacer su vida. Tú podrías llevártela a Londres.

–¿Por eso me has traído aquí? ¿Desde cuándo hago yo nada por nadie? –protestó Dante, levantando sus gafas de sol para observarla mejor.

Casi fue un alivio descubrir que tenía pecas en la nariz. Por fin un fallo en medio de tanta perfección, pensó. Se preguntó entonces de qué color serían sus ojos.

–No, ya sé que no, pero se me ha ocurrido que podríais haceros un favor el uno al otro. ¿Por qué no la contratas? Belle está en un apuro. Ah, y hay un perro en la historia. Te gustan los perros, ¿no?

–No.

–Belle es una buena chica… y es muy guapa. Llevan todo el verano haciendo apuestas en la barra para ver quién consigue ligársela.

–Qué bien –murmuró Dante, haciendo un gesto de disgusto–. No, lo siento, no me interesan las buenas chicas.

–Pero no tendrías nada con ella –insistió Steve–. Tú necesitas una novia falsa y ella necesita dinero. Le he ofrecido un préstamo, pero no lo ha aceptado porque es una persona honrada. Me dijo que no podía aceptar el dinero porque no sabía cuándo podría devolvérmelo.

–Es camarera, fin de la historia –replicó Dante–. Yo no salgo con camareras.

–Eres un esnob –dijo Steve, sorprendido–. Por supuesto, sabía lo de la sangre azul, el palazzo, el título de tu familia y todo los demás símbolos de riqueza que tú dices despreciar…

–¿Qué haría una camarera en mi mundo? –lo interrumpió Dante, desdeñoso.

–Lo que tú le pagases por hacer, que es más de lo que puedes decir de las estiradas mujeres con las que sales –señaló su amigo–. Sería un contrato, sencillamente. Aunque no sé si ella aceptaría.

Dante no dijo nada porque sus ojos se habían encontrado con los de la joven, que se acercaba para atenderlos. Tenía unos ojos muy grandes y brillantes de un tono azul oscuro, casi violeta, que destacaban en esa piel de porcelana.

Sí, era guapísima.

Belle había observado a los dos hombres que habían llegado en moto. Todo el mundo conocía a Steve, el propietario del restaurante, un tipo simpático y humilde a pesar de su dinero y su éxito como arquitecto. Steve era un hombre de familia con cuatro niños preciosos y una bella mujer española, pero su invitado no se parecía nada a él. Eran como el día y la noche.

Él era muy alto, de aspecto atlético, y se movía como un hombre que se sentía a gusto con su propio cuerpo. Su pelo, negro azulado y despeinado por el viento, caía casi hasta rozar sus anchos hombros. Incluso en vaqueros, con una sencilla camisa de algodón, era como un magnífico felino, hermoso y salvaje… y probablemente igual de peligroso.

Su compañero de trabajo, un usuario habitual de las redes sociales, identificó al extraño como Dante Lucarelli, un magnate italiano que se había hecho millonario en el campo de las energías renovables.

Belle se acercó a la mesa para preguntarles qué querían tomar y, cuando el italiano levantó la mirada y se encontró con unos vibrantes ojos dorados rodeados por unas pestañas larguísimas, fue como si un detonador hubiese explotado dentro de ella. Todo su cuerpo parecía estar ardiendo.

Nerviosa y ruborizada, tomó nota y volvió a la barra a toda prisa. Era un hombre extraordinariamente guapo… y lo sabía. ¿Cómo no? Cualquiera que viese esa cara en el espejo todos los días se daría cuenta de lo guapo que era. Y, aunque no se mirase mucho al espejo, todas las mujeres del bar estaban pendientes de él y tenía que notar la atención que despertaba.

Belle sabía que debía estar roja como un tomate. Odiaba no poder controlar ese rubor, que la avergonzaba a los veintidós años igual que cuando era adolescente. Diminuta, pelirroja, con pecas y con unos pechos demasiado grandes para alguien de su estatura, no había sido precisamente popular en el colegio.

Dante esbozó una sonrisa al ver que se ponía colorada. ¿Cuándo había visto a una mujer ruborizarse de ese modo? No lo recordaba, pero él no solía cometer el error de asociar rubor con timidez o inocencia. No, más bien con la atracción sexual. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo deseasen. Le había pasado desde los dieciséis años, cuando perdió la virginidad con una de las amigas de su madre, en un gesto de rebeldía tras descubrir la aventura extramarital de su progenitora. A los veintiocho años, daba por sentado que el noventa y nueve por ciento de las mujeres se irían a la cama con él si mostrase el menor interés. Y rara vez tenía que hacerlo. El sexo era frecuentemente ofrecido en bandeja de plata sin que él tuviese que hacer nada.

Belle llevó las cervezas intentando no mirar al extraño. Era normal fijarse en un hombre atractivo y ponerse colorada no era culpa suya. No podía controlarlo y se había acostumbrado como había tenido que acostumbrarse a tantas otras cosas desafortunadas.

Pensó entonces en la mala suerte que parecía perseguirla desde siempre. Su madre no la quería y su padre no había querido saber nada de ella. Su abuela, Sadie, le había dicho que esa falta de interés era un pecado de sus padres y que no debía tomárselo como algo personal.

Sus abuelos sí la habían querido, pensó, sintiendo que sus ojos se empañaban. Pero sus abuelos habían muerto y pensar en ellos la entristecía porque le recordaba que estaba sola en el mundo, sin nadie en quien apoyarse cuando las cosas iban mal. Y en Francia las cosas habían ido muy mal.

Dante estudiaba a Belle mientras se movía por el local, intentando imaginarla con un vestido de alta costura. Pero, por alguna razón inexplicable, su cerebro solo formaba imágenes de ella desnuda. Un nuevo vestuario la haría infinitamente más presentable pero, por supuesto, tendría que dejar de morderse las uñas. Un hábito tan desagradable, pensó.

–¿Qué hace en Francia? –le preguntó a Steve, señalando a Belle con la cabeza.

–Solo sé lo que he oído por ahí. Dicen que vino hace tres años como acompañante de una anciana inglesa que vivía en el pueblo. Al parecer, la pobre mujer sufría demencia, pero la familia dejó sola a Belle. El médico del pueblo la ayudó en lo que pudo, pero no creo que fuese muy agradable para ella.

Dante enarcó una oscura ceja.

–¿Por qué no volvió a casa cuando la dejaron sola?

–Sentía afecto por la anciana y no quería abandonarla.

–¿Y cómo terminó aquí, en el restaurante?

–La anciana murió de un infarto y su familia vendió la casa inmediatamente. Dejaron a Belle en la calle, sin dinero para volver a Gran Bretaña. Tampoco quisieron saber nada del perro, Charlie –le contó Steve, cuando un chucho que necesitaba un buen corte de pelo se acercó para recibir una caricia.

Dante no se molestó en mirar al animal.

–Así que le diste trabajo aquí.

–El gerente del local le dio trabajo y alojamiento aquí, sí. Duerme en una vieja caravana, detrás de los árboles. Sola con el perro.

–Qué desastre de vida –dijo Dante–. No me interesa, yo prefiero a los ganadores.

–Pero los perdedores son menos exigentes cuando se trata de negociar y sé que tú no tienes escrúpulos –replicó Steve–. Seguro que no te importa aprovecharte de las desgracias de los demás.

Dante esbozó una sonrisa.

–Ser implacable es algo que llevo en los genes.

–Salvo con tu hermano. He perdido la cuenta de las veces que le sacaste las castañas del fuego –dijo Steve–. Dices que no eres sentimental y, sin embargo, mira hasta dónde estás dispuesto a llegar para recuperar esa finca.

Dante apartó la mirada.

–Eso es diferente.

–Debe serlo. La primera vez que te alojaste en la cabaña de Cristiano te pareció un infierno.

–No me gusta la vida al aire libre, pero mi hermano siempre fue un apasionado de la Naturaleza. ¿Quieres otra cerveza? –le preguntó, haciéndole un gesto a Belle con la botella.

–No, gracias. Sancha tendrá la cena hecha y odia que llegue tarde a cenar.

–Solo son las ocho.

–A mi mujer no le gusta tenerme muy lejos –admitió Steve, con evidente orgullo.

Dante hizo una mueca. La idea de ver su libertad restringida de ese modo le daba escalofríos.

–Oye, no desprecies el matrimonio hasta que lo hayas probado –protestó su amigo.

–No tengo la menor intención de probar –replicó Dante, esbozando una sonrisa burlona–. Pero necesito una novia temporal y puede que la haya encontrado.

Mientras Belle se inclinaba para servir la cerveza, Dante admiró sus generosos pechos y, de nuevo, tuvo que cambiar de postura. Él no era un adolescente cachondo. ¿Por qué reaccionaba de ese modo?

Irritado consigo mismo, dejó un billete sobre la mesa y le dijo que se quedase con el cambio.

–Es demasiado –protestó ella, claramente incómoda.

–No seas boba, no tiene importancia –replicó Dante–. Me gustaría hablar contigo un momento cuando acabe tu turno.

–Estoy muy cansada, pienso irme directamente a la cama –respondió la joven.

–Espera un momento, no me despidas antes de saber lo que tengo que decirte –la urgió Dante–. Es posible que tenga un trabajo para ti, un trabajo que podría llevarte de vuelta a tu país.

Belle lo miró, sorprendida.

–¿Qué tipo de trabajo?

Dante apoyó la espalda en la balaustrada que rodeaba la terraza.

–Te lo contaré más tarde… cuando acabe tu turno.

Belle volvió a ruborizarse. Estaba tan seguro de sí mismo que la sacaba de quicio. Había lanzado el anzuelo y esperaba que lo mordiese. Bueno, pues no iba a hacerlo. ¿Qué tipo de trabajo podía ofrecerle aquel hombre? Un hombre rico como él usaría una agencia para contratar a cualquiera.

Por otro lado, no tenía razones para sospechar que fuese a ofrecerle algo inmoral. Ella no era precisamente irresistible, no era una de esas bombas sexuales por las que los hombres movían montañas. Ella solo recibía ofertas de chicos muy jóvenes, convencidos de que una extranjera podría ofrecer un revolcón más emocionante que las jóvenes de la zona.

Aunque tal vez Dante Lucarelli tenía un pariente anciano que necesitaba un cuidador. Pero incluso para ese tipo de trabajo habría gente más cualificada que ella. El destino la había forzado a hacer ese papel cuando su abuelo se puso enfermo. Había tenido que dejar los estudios para cuidar de él cuando le diagnosticaron una enfermedad terminal porque hubiera sido impensable no hacerlo cuando sus abuelos la habían querido y cuidado de ella desde que era un bebé.

Tracy, su madre, había sido una modelo a quien le gustaba la buena vida, pero el padre de Belle se negó a casarse cuando quedó embarazada y ella no tenía intención de ser una madre soltera que debía luchar para sobrevivir. La había dejado en casa de sus abuelos cuando solo tenía unas semanas de vida y solo se la llevó en una ocasión, cuando tenía catorce años, pero había sido un desastre porque los hombres eran lo primero en la vida de Tracy.

Entre los cinco y los catorce años, Belle no la había visto ni una sola vez. Seguía su vida con la ayuda de un mapa y alguna postal. Cuando, a los catorce años, Tracy se la llevó a vivir con ella… para devolverla a casa de sus abuelos unos días después, fue una decepción terrible. El amante de Tracy se le había insinuado y su madre lo había pillado in fraganti. Por supuesto, Tracy lo había perdonado, culpándola a ella por el pecado de haber llamado su atención. Después de eso, Belle no había vuelto a verla hasta el funeral de su abuelo, cuando Tracy volvió a casa solo para apoderarse de la herencia.

–Ya tienes edad para cuidar de ti misma –le había dicho cuando le pidió ayuda económica–. No me pidas nada más. Tu padre dejó de pagar la pensión hace cuatro años y ahora, por fin, también yo puedo librarme de ti.

Sin embargo, Belle había sacrificado muchos años de su vida, y su educación, para cuidar de su abuelo. Y también había ahorrado todo lo posible para que Ernest, su abuelo, no tuviera que vender la casa para pagar una residencia.

Por supuesto, a Tracy no le importaba nada de eso. Había vendido todo lo que podía ser vendido y la había dejado sin un céntimo y durmiendo en el sofá de un amigo en Londres. Por eso, el puesto de trabajo con la señora Devenish le había parecido un regalo caído del cielo.

Necesitaba un sitio en el que vivir y Londres era una ciudad carísima. Además, la idea de trabajar fuera del país le había parecido una aventura. Había aceptado pensando que solo tendría que cocinar, limpiar y acompañar a la anciana. Creyó que tendría tiempo libre para explorar la zona y no se le ocurrió que terminaría atrapada, trabajando veinticuatro horas al día en un aburrido pueblo en el que ni siquiera había un café.

Cuando terminó su turno miró hacia la playa y vio a Dante Lucarelli entre los pinos. ¿Estaba esperándola? Por supuesto, iba a preguntarle en qué consistía ese trabajo. No podía dejar pasar la oportunidad de volver a casa porque el restaurante cerraría en cuanto terminase el verano, ¿y qué haría entonces? Ni siquiera tenía permiso de residencia. Al menos en Londres podría pedir las prestaciones por desempleo si no tenía más remedio.

Después de despedirse de sus compañeros, y con Charlie siguiéndola, Belle bajó a la playa. Dante era solo una silueta oscura bajo los árboles, pero cuando dio un paso adelante y la luna iluminó sus facciones Belle tuvo que tragar saliva. Tenía los ojos brillantes y la sombra de barba acentuaba una boca tan… sensual. Belle sentía que le ardía la cara y, de repente, agradeció la oscuridad, sabiendo que estaba como un tomate de nuevo.

–¿Belle es el diminutivo de algo? –le preguntó él, a modo de saludo.

–De Tinkerbelle –admitió ella, a regañadientes–. Desgraciadamente, mi madre pensó que era un nombre simpático para una niña, pero mis abuelos siempre me llamaron Belle. Belle Forrester.

–¿Tinkerbelle? Eso es de una película, ¿no?

–De Peter Pan –respondió Belle, haciendo una mueca–. Tinker Bell era el hada con alitas.

–Imagino que si tuvieras alas habrías vuelto volando a tu casa –comentó Dante, burlón.

–Sí, claro. Bueno, el trabajo del que me has hablado…

–El trabajo es algo inusual, pero totalmente legal –le aseguró él, ofreciéndole su mano–. Mi nombre es Dante Lucarelli.

–Sí –murmuró Belle, rozando apenas sus dedos–. Me lo ha dicho mi compañero.

–Bueno, háblame de ti.

–No hay mucho que contar. Tengo veintidós años y dejé los estudios a los dieciséis, pero me gustaría retomarlos cuando vuelva a Londres. Es necesario tener un título para ganarse la vida.

–¿Por qué dejaste los estudios?

–Tuve que cuidar de mi abuelo cuando se puso enfermo –Belle se dejó caer sobre un banco bajo los árboles–. Cuando él falleció, vine a trabajar aquí. Cuidaba de una anciana inglesa, pero la pobre murió hace unos meses.

Dante se apoyó en el tronco de un árbol, aparentemente relajado mientras ella estaba más tensa que nunca.

–¿Cuidar ancianos es lo que quieres seguir haciendo?

–No, en absoluto. Creo que ese tipo de trabajo es vocacional y yo no tengo vocación.

–Ah, muy bien –murmuró Dante, algo sorprendido por su actitud seria y profesional. En realidad, había esperado que tontease con él. En su experiencia, todas las mujeres lo hacían si creían tener alguna oportunidad, pero Belle no hacía el menor esfuerzo–. Puede que tampoco tengas vocación para lo que voy a ofrecerte, pero te pagaría bien y podrías volver a Gran Bretaña.

–¿En qué consiste el trabajo?

–Necesito una mujer que esté dispuesta a hacerse pasar por mi novia. Solo tendrías que fingir que lo eres, por supuesto –le aseguró Dante–. El trabajo durará un par de semanas y luego podrás hacer lo que quieras con el dinero que estoy dispuesto a pagarte.

Belle se quedó boquiabierta. ¿Hacerse pasar por su novia? Desde luego, no se le había ocurrido tan extraña posibilidad.

–Pero si no me conoces de nada –protestó débilmente cuando por fin encontró su voz.

–¿Y por qué tendría que conocerte? Steve me ha dicho que eres de confianza. Solo es un trabajo, un papel si quieres llamarlo así. Es algo temporal por lo que recibirías una recompensa económica que, al parecer, necesitas.

–Pero para fingirme tu novia tendría que saber cosas sobre ti y somos dos extraños.

–Supongo que solo es cuestión de responder a unas cuantas preguntas –dijo Dante, sin vacilación.

–Pero… yo no te conozco de nada. No puedo hacer eso.

–Mira, Belle, te ofrezco el trabajo precisamente porque eres una extraña. Después, desaparecerás de mi vida sin ningún problema. No te pegarás a mí, ni creerás que tengo ninguna obligación para contigo. Y tampoco pensarás que te debo nada o que eres especial para mí. Esto solo sería un trabajo, nada más.

Ella lo miró, perpleja.

–¿No me digas que las mujeres te persiguen?

Dante esbozó una sonrisa.

–Ha sido un problema en el pasado, sí.

–Yo no suelo pegarme a nadie –dijo Belle, maravillándose ante el impacto de esa sonrisa–. Pero aún no me has explicado por qué necesitas una novia falsa.

–Y no voy a contarte nada más hasta que me digas que aceptas el trabajo –replicó él, impaciente–. Piénsalo, Belle. Nos veremos mañana a las once y entonces me darás tu respuesta. Pero te advierto que soy un jefe exigente. Si aceptas el trabajo, tendrás que aceptar también mis exigencias y eso significa, por ejemplo, un vestuario nuevo.

–Pero…

–Lo compraré yo, por supuesto. También tendrás que dejar de morderte las uñas y librarte del perro. No me gustan los perros.

Belle escondió las uñas en las palmas de las manos, avergonzada. Se había dado cuenta, pensó. Siempre rezaba para que nadie se diese cuenta de que tenía esa mala costumbre. Nerviosa, alargó la otra mano para sentar a Charlie sobre sus rodillas, arena de las patas y pelo volando en todas direcciones.

–No puedo dejar a Charlie, lo siento.

–Puedes dejarlo en una residencia canina durante el tiempo que dure el acuerdo.

–No puedo hacerlo. Si lo dejo solo en un sitio que no conoce se morirá de miedo –insistió Belle, abrazando al animal como si fuera un peluche.

–No es un niño –replicó Dante, exasperado.

–Es mi única familia –insistió ella–. No, lo siento, pero no puedo separarme de Charlie.

–Piénsalo –insistió él–. Vamos, te acompaño a tu caravana.

–No es necesario –dijo Belle, levantándose del banco–. Solo está a unos metros de aquí.

–Yo decido lo que es necesario, no tú –replicó Dante, pensando que tanta emotividad podría ser un problema.

Cristiano también había sido una persona emotiva, por eso había sufrido tanto en la vida. Además, su hermano había dejado atrás dos chihuahuas histéricos, Tito y Carina, que Dante había llevado a una lujosa residencia canina, donde los visitaba una vez al mes. No era lo mismo que llevárselos a casa, pero era lo máximo que podía ofrecer a unos perros mimados que nunca habían sido tratados como perros y que seguramente ni siquiera sabían que eran perros.

Belle tomó aire.

–¿No crees que tal vez te ves obligado a contratar una novia porque eres un poquito grosero?

–No estoy acostumbrado a que me insulten –dijo él, encogiéndose de hombros.

–Será porque nadie se atreve a decirte la verdad.

–Nadie se atreve a insultar a los ricos –replicó Dante con cínica convicción, deteniéndose al lado de una rústica caravana bajo los árboles y maravillándose de que alguien pudiese vivir en el desportillado vehículo–. Nos veremos en el bar a las once. Hasta mañana.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

BELLE estuvo despierta hasta muy tarde en su estrecha litera, dándole vueltas a la situación y haciendo una lista con preguntas importantes que debería haber hecho esa noche y otra lista de los pros y los contras en la que no podía poner casi nada porque, en realidad, no sabía casi nada sobre la situación.

–¿Qué te parece? –le preguntó a Charlie, tumbado a su lado–. No confiamos en las personas a las que no les gustan los perros, ¿verdad? ¿Crees que estoy siendo injusta? En fin, Steve es una persona encantadora y es amigo de Dante, eso tiene que contar a su favor.

Por la mañana, armada con las listas y ataviada con unos vaqueros cortos y un top de flores, llegó al restaurante y empezó a preparar las mesas para el almuerzo.

Moviendo las caderas al ritmo de la música, Belle empezó a colocar platos y servilletas mientras se preguntaba si Dante sería capaz de entender lo que sentía por su perro. Charlie había sido el perro de la señora Devenish, pero era ella quien cuidaba del cachorro desde el principio porque la mujer no podía hacerlo. Por eso se había quedado con él cuando murió. Además, ella no tenía familia. No podía contar con su padre, al que solo había visto una vez, ni con Tracy, que no había seguido en contacto después de la muerte de sus abuelos. Charlie, un terrier bobo y desaliñado, se había convertido en su familia. No era el perro más listo del mundo, pero era alegre y cariñoso y, sobre todo, era un consuelo cuando se sentía sola.

 

 

Después de un desayuno soportando pataletas y gritos, Dante no estaba de humor para distraerse y lo primero que vio cuando llegó al restaurante fue el trasero de Belle moviéndose al ritmo de la música. Tenía un trasero precioso, redondo y firme, y cuando bailaba era una obra de arte. Exactamente lo que querría ver un hombre. Aunque él no pensaba hacer nada al respecto, se dijo a sí mismo, porque como jefe sería inmune a sus encantos. Él no tenía relaciones con sus empleadas. Por tentado que se sintiera, nunca cometería ese error.

–Hola, Belle. Siéntate un rato conmigo.

–No puedo, tengo que trabajar –dijo ella, poniéndose colorada solo con mirarlo.

–He hablado con tu jefe y tienes una hora libre para hablar conmigo –insistió Dante.

–Pero esta es la peor hora del día –protestó ella–. Vienen muchos clientes y…

–Yo voy a pagar por esa hora –la interrumpió Dante.

El dinero era lo único que contaba y ella lo sabía. Había aceptado eso mucho tiempo atrás. Los ricos podían saltarse las reglas y dar órdenes, de modo que se sentó frente a él, pero levantó la barbilla en un gesto de desafío.

–Pensé que vendrías un poco antes.

–Me he dormido –le confesó Dante–. Ayer hice un viaje muy largo para llegar aquí.

Belle estuvo a punto de decir que, sin duda, habría viajado en un lujoso avión, que él no podía saber nada de los rigores de los viajes baratos, pero se mordió la lengua. Ella sabía mantener la boca cerrada cuanto tenía que hacerlo. Y sabía servir las mesas en respetuoso silencio, por groseros o antipáticos que fuesen los clientes. Esa era una ventaja del trabajo de camarera, que te enseñaba a ser humilde.

–Supongo que has pensado en el trabajo que te ofrecí –Dante esbozó una sonrisa cuando el compañero de Belle llevó dos tazas de café a la mesa.

–Sí, claro –respondió ella, echando azúcar en su café–. Pero antes de aceptar tendrás que explicarme exactamente en qué consistiría.

Dante tomó aire y la camiseta de algodón se pegó a los fuertes músculos de su torso. Para no verlo, Belle miró su cara, pero su estómago dio un vuelco cuando los deslumbrantes ojos dorados se clavaron en los suyos.

–En dos semanas, una pareja se alojará en mi casa durante un par de días, Eddie y Krystal Shriner –empezó a decir Dante–. Quiero hacer un negocio con Eddie y el problema es Krystal, con quien mantuve una breve relación hace cuatro años. Por alguna razón, sigue interesada en mí y no quiero que flirtee conmigo delante de su marido porque eso destruiría cualquier posibilidad de firmar un acuerdo que es muy importante para mí.

–¿Krystal es una de esas mujeres que te persiguen?

Dante asintió.

–Vivir con otra mujer es la única precaución que puedo tomar. Tu presencia le fastidiará, pero si cree que he encontrado a alguien con quien sentar la cabeza dejará de molestarme. Krystal no se arriesgará a perder a Eddie hasta que tenga a mano un sustituto.

Belle hizo una mueca.

–¿Puedo preguntar cuánto tiempo estuviste con esa mujer?

–Un fin de semana –respondió Dante.

–¿Un fin de semana? –repitió ella, incrédula–. ¿Y has tenido tantos problemas con ella después de un fin de semana?

–No he dicho que Krystal sea una persona muy normal –dijo él, encogiéndose de hombros.

–¿Y se alojarán en tu casa de Londres?

–No, en Londres no. En Italia.

–¿No habías dicho que me llevarías de vuelta a Londres?

–Cuando el trabajo termine podrás ir donde quieras, pero si aceptas tendremos que ir a París a comprar ropa. No puedes hacerte pasar por mi novia con ese atuendo. Luego iremos a Italia, donde te familiarizarás con mi casa y con mi estilo de vida. En cuanto Eddie y Krystal se hayan ido, el trabajo habrá terminado y serás libre para hacer lo que quieras.

Belle hizo una mueca. El ofrecimiento de comprarle ropa le recordaba las lucrativas y más bien sórdidas relaciones de su madre con los hombres. Tracy era algo así como una amante profesional y sus numerosas conquistas pagaban por sus caros vestidos, joyas y cruceros. Belle se había sentido avergonzada cuando por fin descubrió la verdad y no le sorprendía que su padre hablase con tal desdén de ella, refiriéndose a Tracy como una buscavidas, pero se alegraba de que sus abuelos nunca lo hubieran sabido.

–¿Entonces el trabajo duraría solo un par de semanas?

–Así es.

Belle metió una mano en el bolsillo y sacó una de las listas que había hecho por la noche.

–Tengo varias preguntas que hacer, si no te importa.

–No, claro, qué remedio –asintió Dante, extrañamente fascinado al ver que se mojaba los labios con la punta de la lengua.

De inmediato imaginó esa lengua recorriendo su cuerpo y tuvo que apretar los dientes, furioso por su falta de disciplina. Debía reconocer que estaba mal acostumbrado porque era raro conocer a una mujer a la que no pudiese tener.

Pero Belle trabajaría para él, iba a pagarle un sueldo. Mezclar el sexo con ese acuerdo sería una complicación innecesaria.

Belle empezó a leer la primera pregunta:

–¿Por qué no tienes ninguna amiga que esté dispuesta a hacer esto por ti?

–La tengo, pero cambió de opinión a última hora por una cuestión de orgullo. Quería un anillo de compromiso y yo no estaba dispuesto a llevar esto tan lejos –admitió Dante tranquilamente.

–Vaya, parece que las mujeres te persiguen –comentó Belle, con tono irónico.

Él se encogió de hombros.

–¿Qué más quieres saber?

–Charlie es muy importante para mí.

–¿Charlie? ¿Quién es Charlie?

–Mi perro. Lo conociste anoche.

–Es un perro, no una persona, así que no lo conocí –replicó Dante–. La residencia canina de la que te hablé anoche no está lejos de casa y allí lo cuidarán estupendamente. Lo sé porque llevan un año cuidando de los dos perros de mi difunto hermano.

Ella lo miró, consternada.

–¿Has dejado a los perros de tu hermano en una residencia? ¿Por qué no los has llevado a tu casa?

–No me gustan los perros –respondió él, impaciente–. Y no puedo creer que estemos manteniendo esta estúpida conversación. Si quieres llevarte a tu perro, de acuerdo, pero lo enviaremos a Italia. No pienso llevarlo a París.

Belle decidió no insistir. Dante parecía pensar que estaba siendo extraordinariamente generoso al hacer esa concesión y no quería perder el trabajo.

–Aún no me has dicho cuánto vas a pagarme –dijo entonces, incómoda.

–¿Cuánto ganaste el año pasado? –le preguntó Dante, irritado.

Belle era una criatura extraña, pensó, emotiva y demasiado apegada al perro, pero esas peculiaridades podrían hacerla más convincente para el papel que debía interpretar.

Belle se aclaró la garganta antes de decirle la cantidad.

–¿En serio, nada más? –preguntó él, sorprendido.

–Cuando vives en la casa te pagan menos.

–Multiplica esa suma por cincuenta y eso es lo que te pagaré después de dos semanas –anunció Dante entonces.

–¿Por cincuenta has dicho? No puedes pagarme tanto y, además, comprarme ropa – arguyó Belle, asombrada–. Es una barbaridad.

–Eso es lo que estoy dispuesto a pagar y me parece una cantidad razonable –insistió Dante–. Y si haces bien tu papel, recibirás una bonificación.

Belle estaba atónita. Con ese dinero podría tener una oportunidad en la vida por primera vez. Podría alquilar un apartamento en Londres y hacer algún curso. De hecho, podría hacer mil cosas. Se sentía un poco avergonzada, pero esa oferta hizo que olvidase los miramientos. Ese dinero cambiaría su vida y, además, no tenía nada que perder.

–Sería como si me hubiese tocado la lotería –murmuró.

–Yo soy la lotería que te ha tocado. Empieza a meterte en el papel, Belle. Lo que estoy dispuesto a pagar es poco comparado con la vida que vas a disfrutar conmigo. Eso es lo que debes pensar.

–No sé si será fácil vivir contigo –murmuró ella, torciendo el gesto.

Dante estuvo a punto de decir que tenerla viviendo bajo su techo, invadiendo su querida intimidad, no sería precisamente fácil para él, pero decidió morderse la lengua.

–Me encargaré de organizar el transporte del perro y vendré a buscarte mañana.

–¿Mañana, tan pronto?

–No hay tiempo que perder y no creo que tengas muchas cosas que guardar. Dame tu número de teléfono, te enviaré un mensaje para decirte a qué hora nos vamos.

Mientras Dante se alejaba en la moto, Belle lo miraba, incrédula. Volvió a servir las mesas pensando que era increíble, pero su vida iba a cambiar de la mañana a la noche.

Y él estaba en lo cierto, no tenía muchas cosas que guardar, solo la ropa y algunas posesiones. Aunque bañaría a Charlie y lo cepillaría bien para que no lo confundiesen con un perro callejero. Y limpiaría la caravana antes de devolverle la llave a su jefe.

 

 

Cuando Dante fue a buscarla a la mañana siguiente, Belle estaba deshecha en lágrimas y el empleado con la jaula de transporte esperaba sin saber qué hacer. Por suerte, él no tenía tales escrúpulos.

–Despídete del perro, Belle. Solo serán unos días.

–Pero es que está asustado –protestó ella, temblando–. Nunca ha estado encerrado en una jaula.

–¿Cómo piensas llevártelo a Inglaterra? En algún momento tendrá que acostumbrarse a estar en una jaula y este viaje le servirá de práctica.

Por fin, acobardado, Charlie entró en la jaula y, conteniendo un sollozo, Belle firmó la documentación.

–Pobrecito, está muerto de miedo –murmuró, angustiada.

–Sí, es una pena –asintió Dante, pensando que Charlie debería estar en un escenario porque, desde luego, sabía trabajarse al público–. Cálmate, volverás a verlo en un par de días.

Belle se percató entonces de que Dante tenía un aspecto diferente. Ya no llevaba vaqueros sino un elegante traje de chaqueta gris que destacaba a la perfección sus anchos hombros.

–Estoy calmada, es que me da pena –le dijo, a la defensiva.

–Llorar en público es inaceptable a menos que se trate de un funeral o una boda. Llorar por despedirte de un perro durante dos días no tiene sentido –replicó él mientras le daba la maleta al conductor.

Fueron a toda velocidad al aeropuerto de Toulouse-Blagnac y, cuando subieron al avión privado, Belle se quedó atónita al ver el suntuoso interior, con asientos de piel en color ostra. Una auxiliar de vuelo le ofreció una revista de moda y Belle intentó no mirar mientras flirteaba con Dante, sacudiendo la melena y sonriendo provocativamente.

Dante, sin embargo, no parecía afectado por el numerito. Concentrado en su ordenador portátil, ni siquiera levantó la mirada. Belle se preguntó si las mujeres siempre buscarían su atención con tal descaro y luego se dijo a sí misma que no era asunto suyo.

Era un hombre increíblemente atractivo, rico y sofisticado, algo tan extraño para ella como la nieve en verano. Sus hormonas estaban descontroladas y se sentía incómoda, como si su cuerpo estuviese traicionándola de un modo inesperado. Nunca se le había ocurrido que pudiera sentirse atraída por alguien que no le gustaba, o que una simple mirada pudiese hacer que sus pezones se levantasen bajo el sujetador. Esa debilidad era una revelación. Todo aquello era nuevo para ella, pero no era algo que la preocupase especialmente.

Estaba convencida de que nunca se dejaría llevar por la tentación porque sabía muy bien que el sexo no significaba nada si no iba acompañado de sentimientos profundos. Las aventuras de su madre siempre eran breves y no habían curado su eterna insatisfacción. Además, Belle quería mucho más que un breve encuentro sexual o un lujoso estilo de vida. Ella quería amor, quería un hombre que la hiciese feliz y, cuando por fin lo encontrase, recrearía la familia que había perdido… o, más bien, la familia que no había tenido nunca.

Y no sería un hombre con fobia al compromiso como Dante, que veía a las mujeres como objetos y probablemente no quería saber nada de niños como no quería saber nada de perros. Sería un hombre normal, dispuesto a sentar la cabeza cuando conociese a alguien que le hiciese feliz.

–¿Has estado aquí alguna vez? –le preguntó Dante cuando llegaron a París y subieron a la limusina que los esperaba.

–No –respondió ella, mirando emocionada por la ventanilla.

–Pero llevas mucho tiempo en Francia, ¿no?

–Casi tres años.

–¿Y no has venido nunca a París?

–No podía dejar sola a la señora Devenish porque no podía cuidar de sí misma. Además nunca he tenido dinero para viajar.

–¿No tienes dinero, pero te has cargado con un perro?

–Charlie era el perro de la señora Devenish. Su sobrina se lo regaló cuando era cachorro y le gustaba tenerlo cerca, aunque no podía cuidar de él –le contó Belle–. La pobre estaba muy delicada, pero sus familiares no querían aceptarlo. Les gustaba venir aquí en verano y decían que yo estaba exagerando. El médico del pueblo les convenció de que tenía razón, pero para entonces solo le quedaban unas semanas de vida.

–Te dejaron sola y, además, te has quedado con el perro –Dante sacudió la cabeza–. Tienes que aprender a defenderte, Belle.

Ella se encogió de hombros.

–No tenía otro trabajo ni dinero para ir a ningún sitio, pero no iba a dejar a Charlie tirado.

–No deberías haber llegado a esa situación.

–¿No acabo de hacer lo mismo contigo?

Dante frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir?

–No tengo un contrato contigo. No me has dado garantías… y tienes a Charlie.

–No pensarás que voy a retener a Charlie como rehén, ¿no? O que voy a dejarte tirada en París –le espetó él, airado.

–No sé lo que podrías hacer. Los que no tienen nada no pueden exigir nada, así que debo arriesgarme a confiar en ti.

Dante dejó escapar el aliento, incómodo. No le gustaba que le dijesen las verdades a la cara, pero tenía razón.

La limusina se detuvo frente a uno de los hoteles más conocidos de París y Belle miró sus viejas botas vaqueras sintiéndose avergonzada. Cuando entró en el fabuloso vestíbulo, casi resbalando en el pulido suelo de mármol, tuvo que tragar saliva. Nunca se había sentido más avergonzada por su aspecto y casi esperaba que el conserje pusiera una mano en su hombro para preguntarle dónde iba.

–Te has quedado muy callada –comentó Dante mientras subían en el ascensor–. Esta tarde tenemos muchas cosas que hacer.

–¿Qué cosas?

–Para empezar, visitar un spa para hacerte un tratamiento de belleza. No me preguntes qué incluye, no tengo ni idea –respondió él–. Le he dicho a mi ayudante que necesitas un cambio de imagen, especialmente en las uñas. Me temo que ir perfectamente arreglada va con el trabajo.

–Y yo me temo que tendrás que soportar las uñas mordidas –dijo Belle–. No puedo evitarlo.

–Si lo pidiera, te cortarían las manos y te pondrían unas nuevas –replicó él, irónico.

Belle palideció. Estaba tan nerviosa que quería morderse las uñas en ese momento, pero temía la reacción de Dante si sucumbía a la tentación.

Las puertas del ascensor se abrieron y un hombre con chaqueta blanca los recibió prácticamente haciendo reverencias.

–Nuestro mayordomo –dijo Dante–. Puedes pedirle lo que quieras.

Atónita, Belle entró en la enorme suite y fue directamente al balcón. Maravillada, se apoyó en la balaustrada de hierro forjado para admirar la silueta de la torre Eiffel, los tejados de cristal del Grand Palais y la torre de la catedral de Nôtre Dame.

–¿Señorita?

Belle dio media vuelta. El mayordomo, que había aparecido con una bandeja, estaba ofreciéndole una copa de champán y estuvo a punto de pellizcarse para ver si estaba soñando.

Con la copa en la mano, subió por la escalera hasta su dormitorio, que era lo último en glamour, desde las paredes forradas de tela a las molduras del techo, el suave e invitador edredón o el sofá de terciopelo en un sutil tono verde amarillento. Belle entró en el cuarto de baño y se llevó una pequeña decepción al ver que solo tenía una ducha, aunque era tan grande que ocupaba la mitad de la habitación.

Cuando bajó de nuevo al salón habían servido el almuerzo y una joven con un estiloso traje de chaqueta estaba sentada a la mesa.

–Belle, te presento a mi ayudante, Caterina. Ella se encargará de ti porque yo tengo que irme a una reunión.

Mientras comían, Dante y su ayudante hablaban en italiano. Sus ojos brillaban como el oro bajo la luz del sol que entraba por el balcón y cada vez que la miraba se le hacía un nudo en la garganta. Estaba tan nerviosa que, sin darse cuenta, se llevó una mano a la boca para morderse las uñas… pero fue interrumpida por una mirada de advertencia.

–Hazlo y te meteré las manos en cuencos de agua helada –la amenazó Dante.

Colorada, Belle dejó caer la mano sobre su regazo.

–No me hables así –le advirtió–. No soy una niña.

–Tienes que aprender –insistió él, mientras Caterina observaba la escena con aparente fascinación–. Esta noche saldremos a cenar… –Dante se volvió hacia su ayudante–. Asegúrate de que esté presentable para las cámaras.

–¿Qué significa eso? –preguntó Belle.

–Que tienes que estar perfecta porque habrá paparazzi esperando.

–La vida social de Dante siempre es noticia en Italia –le contó su ayudante.

Después de comer, Caterina la llevó al spa, donde Belle soportó un tratamiento de belleza detrás de otro. Se miró las uñas postizas, largas y en forma de media luna, pintadas en un color rosa pálido, casi invisible. No debía haberle quedado un solo pelo en todo el cuerpo, aparte de las cejas y la melena. Los tratamientos concluyeron con una visita del peluquero, que criticaba sin parar su pelo dañado por el sol y luego, rápida y eficazmente, transformó los intratables rizos en una melena lisa como la seda.

De vuelta en su dormitorio fue recibida por tres mujeres que le hicieron probarse todo tipo de vestidos, pantalones y conjuntos de ropa interior mientras le hablaban sobre la importancia de un buen fondo de armario y discutían entre ellas sobre los colores y los diseñadores que más le iban.

Belle nunca había visto nada parecido. Todos los vestidos eran preciosos, carísimos seguramente. Pero, considerando que solo tendría que hacer el papel de novia de Dante durante un fin de semana, no podía entender tal cantidad de ropa. Aquello era demasiado extravagante, pensó.

Pero cuando se probó un vestido de color azul brillante y se miró al espejo dejó de hacerse preguntas. Parecía especialmente diseñado para ella, con finos tirantes en los hombros y un sujetador invisible que contenía sus exuberantes pechos. Cuando se puso unas sandalias de peligroso tacón alto parecía más alta, más delgada, menos pechugona. Parecía otra.

Contenta con su nuevo aspecto, tomó el bolso a juego con las sandalias y bajó al salón.

–Muy elegante –comentó Dante con tono de aprobación mientras bajaba por la escalera.

Y, sin embargo, sentía cierta decepción. Se dio cuenta, sorprendido, de que le gustaba más con los rizos y la excéntrica ropa juvenil. Sin ninguna duda, Belle estaba más guapa que la primera vez que la vio, pero por alguna razón inexplicable le parecía más sexy con su estilo natural.

–Lo pagas tú –dijo Belle, encogiéndose de hombros.

–No pienses en eso. No tiene importancia.

Dante estudió las largas y bien torneadas piernas y se imaginó acariciando esos muslos…

De inmediato, intentó borrar esa imagen y contener el calor en su entrepierna porque no iba a dejarse llevar por tan peligroso impulso. Por supuesto, tendría que tocarla. Estaban haciendo el papel de novios y debía haber contacto físico para dar una impresión convincente, pero sería un contacto mínimo.

Mientras bajaban en el ascensor, el brillo de los ojos de Dante hacía que sintiera escalofríos. Notaba un latido extraño entre las piernas y sus pechos parecían querer escapar del sujetador. Pero solo era una estúpida atracción sexual, se dijo a sí misma, intentando quitarle importancia mientras subían a la limusina.

Sin embargo, cuando lo miró en el oscuro interior del coche, el brillo de sus ojos dorados le provocó un escalofrío.

Dante tomó aire. ¿Cómo iban a fingir que eran amantes si aún no la había tocado?, se preguntó.

Sin pensarlo dos veces, tiró de su mano para envolverla en sus brazos y Belle no protestó cuando se apoderó de sus labios.

Estaba experimentando sensaciones nuevas, emociones que no había sentido nunca. No se dio cuenta de que ponía las manos en su torso, no percibió que le había echado los brazos al cuello. Dante deslizó la lengua entre sus labios, explorándola, y Belle se olvidó de todo.

Nadie la había hecho sentir aquello en toda su vida y era tan inesperado, tan excitante como una avalancha.

–Mal momento –musitó Dante cuando ella apoyó una mano en su muslo, peligrosamente cerca de la cremallera del pantalón, que amenazaba con estallar. Por primera vez en su vida, deseaba que una mujer tomase la iniciativa y esperó un segundo, pero Belle no hizo nada–. Puedo decirle al conductor que dé unas cuantas vueltas…

La sugerencia asustó a Belle. Nerviosa, se pasó la lengua por los labios hinchados, todo su ser concentrado en el deseo de tocarlo y satisfacer el deseo que había aparecido de repente; un deseo que la hacía temblar, sudar.

–Pues…

–Madonna mia… ti voglio… te deseo –dijo él con voz ronca, besándola de nuevo mientras apretaba su mano contra la parte de su cuerpo que más necesitaba esa atención.

Belle no apartó la mano. Al contrario, empujó un poco, trazando con dedos vacilantes el bulto marcado bajo la tela del pantalón. Pero aquel era un terreno tan poco familiar que no sabía qué hacer. Ella nunca había animado a ningún hombre, nunca había llegado hasta ese punto. Aquella tentación era algo nuevo para ella. Ningún hombre la había excitado de tal modo, ni le había hecho desear algo más que un beso, pero entre los brazos de Dante apenas era capaz de pensar con claridad.

–Pensé que íbamos a cenar –le dijo, intentando escapar de una situación que ella había ayudado a crear cuando debería haberse apartado.

–Podemos volver al hotel –dijo Dante con voz ronca.

–El sexo no es parte del acuerdo –le recordó Belle.

–Claro que no –murmuró Dante, entrelazando sus dedos–. Pero lo que decidamos hacer aparte del contrato es asunto nuestro.

–Sí, bueno, no creo que debamos ser… tan cariñosos –dijo ella, soltando su mano.

–Tiene que haber cierto grado de familiaridad entre nosotros o nadie creerá que somos amantes.

Tenía razón y Belle se enfadó consigo misma por no haber pensado en ese aspecto de la fingida relación.

–Pareces nerviosa –dijo Dante, escudriñando su rostro con el ceño fruncido–. ¿Qué ocurre?

–La verdad es que… contigo no sé muy bien dónde estoy.

–¿En qué sentido?

–Yo tengo poca experiencia –admitió ella–. Seguramente debería habértelo dicho antes.

–¿Cuánta experiencia es «poca experiencia»? –le preguntó Dante.

–Prefiero no hablar de eso.

–¿Por qué? La verdad es que yo prefiero compañeras de cama con experiencia.

–Sí, bueno, entonces no hay nada que hacer –dijo Belle, aliviada–. Porque yo no… aún no he tenido esa experiencia.

Él la miró, atónito.

–No me digas que eres virgen.

La puerta de la limusina se abrió entonces, tomándolos por sorpresa. Ninguno de los dos se había dado cuenta de que habían llegado a su destino y, por suerte, Belle no tuvo que responder.

Intentó salir del coche con cierta dignidad, pero los destellos de las cámaras la cegaron. Por suerte, Dante tomó su mano para ayudarla mientras ella tiraba discretamente del bajo del vestido.

En el abarrotado vestíbulo, ignorando la presencia de los fotógrafos, Dante la miró con expresión seria.

–No me digas que eres…

La segunda pesadilla de Belle se hizo realidad al escuchar esas palabras. Se sentía mortificada y sabía que se había puesto colorada hasta la raíz del pelo.

–Y una virgen que se ruboriza, además –murmuró Dante, incrédulo–. Eres una leyenda urbana, como los unicornios.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

NO QUIERO seguir hablando de esto –dijo Belle, acalorada, mientras entraban en el restaurante y el maître los llevaba a una mesa algo apartada.

–¿Por qué no? Tenemos que conocernos y eso es algo que yo debería saber –replicó Dante.

–No entiendo por qué. Estamos fingiendo, ¿no?

–¿Y tú qué sabes de fingir?

–Déjalo ya –le advirtió Belle, con los dientes apretados–. Si no dejas de abochornarme, voy a estar como un tomate toda la noche.

–Pero podrías habérmelo dicho –insistió él, mientras repasaba la carta de vinos y le hacía un gesto al sumiller.

–¿Por qué te lo habré contado?

–Me siento engañado. Es como si estuviera a punto de lanzar a un bebé a un nido de serpientes –dijo Dante, frustrado, preguntándose si había elegido a la mujer equivocada–. No puedes fingir que eres mi amante si no tienes ninguna experiencia. ¿Cómo vas a hacerlo?

–No hay que acostarse con nadie para ser sexy –replicó Belle–. Hace cinco minutos te has lanzado sobre mí…

–Si me hubiera lanzado sobre ti seguiríamos en la limusina y yo no necesitaría una ducha fría –la interrumpió él–. Solo te he besado. Nada de exageraciones virginales.

–¡Deja de usar esa palabra! –le espetó ella, refugiándose tras la enorme carta y eligiendo a toda prisa, desesperada por cambiar de tema–. Ojalá te hubiese mentido.

Cuando el camarero tomó nota y los dejó solos, Dante se echó hacia atrás en la silla, mirándola con curiosidad.

–Dime por qué. ¿Es una cuestión religiosa?

Belle negó con la cabeza.

–Mis abuelos no me animaban a salir con chicos porque vivíamos en una zona algo peligrosa y les preocupaba mi seguridad. Luego tuve que cuidar de mi abuelo y de la señora Devenish… en fin, no fue una decisión consciente, solo falta de oportunidades. Y eso es todo lo que voy a decir sobre el tema.

–No estoy satisfecho –dijo Dante.

–No es asunto tuyo –protestó ella.

–Tú has hecho que sea asunto mío.

–¿Por qué?

–Al parecer, eres una de esas mujeres que decide mantenerse casta y pura como la nieve hasta el matrimonio.

–No he dicho que me esté reservando para el matrimonio –protestó Belle–. No es así, pero prefiero esperar hasta que tenga una relación seria.

–Yo no ofrezco relaciones serias.

–Ni yo te la he pedido. Además, trabajo para ti, así que no debes preocuparte. No habrá más besos.

Dante intentó recordar que también él había decidido desde el principio que no se acostaría con Belle, pero desde que la tocó en la limusina algo había cambiado. Se veía obligado a reconocer que la deseaba y todas sus reservas se habían esfumado. Era absurdo, pero no quería que Belle estuviera fuera de su alcance, no quería saber que solo se acostaría con un hombre si tenía una relación seria con él. Además, seguía preguntándose si Krystal, una mujer que exudaba sensualidad, se creería esa relación.

–Estoy esperando conocer al hombre adecuado –le confesó Belle, esperando diluir la tirantez con esa admisión.

–¿Y cómo sería ese hombre? –le preguntó Dante.

–Alguien que se parezca a mí. Mira, no quiero seguir hablando de esto. Es demasiado privado, demasiado personal –dijo ella abruptamente.

Dante hizo una mueca.

–Supongo que tendrá que ser un hombre que adore a los perros.

–Eso no sería lo más importante. Además, entiendo que un hombre no puede cumplir todas mis expectativas.

–Supongo que tendrás que hacer una lista –dijo él, irónico–. Como una lista de la compra.

–No te rías de mí –le espetó ella, levantando la barbilla.

Comieron el primer plato en silencio y cuando llegó el segundo, Belle estaba un poco más relajada. No quería darle vueltas a lo que Dante pensaría de ella porque no era importante. Como una estrella fugaz, Dante Lucarelli solo estaría en su vida durante un breve instante y sería una tontería preocuparse por su opinión.

Daba igual, se dijo a sí misma con firmeza. Sin duda, le parecería ingenua y anticuada, pero ella sabía lo que quería y no tenía la menor intención de disculparse por ello.

–Aún no me has contado nada sobre ti –le recordó Belle.

–Tengo veintiocho años –empezó a decir él–. Mi familia hizo una fortuna en la banca. Mi padre se casó con mi madre porque era la hija de un príncipe, como él. Dan mucha importancia a los títulos, aunque el gobierno italiano ya no los reconoce de forma oficial. Tuvieron dos hijos, uno que heredaría el título, el heredero, y el suplente. Yo era el suplente –le explicó Dante, haciendo un gesto de desdén–. Mi hermano soportó una gran presión para ser lo que mis padres querían que fuese, así que se dedicó al mundo de la banca porque se lo exigieron, aunque no era eso lo que él quería hacer con su vida.

–¿Y tú? –le preguntó Belle–. ¿Qué esperaban de ti?

–Apenas se fijaban en mí. Yo era sencillamente un recambio, en caso de que algo le ocurriese a mi hermano mayor –admitió Dante–. Y, trágicamente, ocurrió lo peor. Cristiano cometió un error con un fondo de inversiones en el banco y, sintiéndose incapaz de enfrentarse con las críticas de mis padres, tomó una sobredosis de pastillas… y murió.

El dolor que había en esa admisión había transformado sus facciones y a Belle se le encogió el corazón.

–Lo siento mucho –murmuró.

–¿Sabes lo que dijeron mis padres durante el funeral? Que Cristiano no debería haber sido el primogénito, que no estaba preparado para esa responsabilidad y que yo habría hecho mejor ese papel. No lloraron por él porque, en su opinión, era un bochorno para la familia y un desastre como ejecutivo.

–Qué horror –murmuró Belle, alargando una mano para apretar la suya sobre la mesa–. ¿Cómo pudieron decir algo así?

–Porque lo pensaban, así que no me sorprendió –respondió Dante–. Pero nunca superaré el sentimiento de culpa porque yo podría haberlo salvado.

–¿Cómo? –exclamo Belle.

–Podría haber intervenido, haberme hecho cargo del banco. Yo estaba mejor cualificado que mi hermano para ese trabajo. Podría haberme casado con la mujer que mis padres eligiesen, la mujer adecuada para engendrar la siguiente generación. En lugar de eso, hice lo que me dio la gana y lo abandoné a su suerte. Le aconsejé que lo dejase todo, que hiciera su vida, pero no me hizo caso. No tenía valor para hacerlo porque necesitaba desesperadamente la aprobación de mis padres.

–Nada de eso es culpa tuya, Dante. Tu hermano tomó la decisión de hacer lo que hizo, no tú. En cualquier caso, uno de los dos iba a ser infeliz y, como hermano mayor, Cristiano decidió asumir el papel que le había tocado –razonó Belle.

–Bueno, en fin… hablemos de algo menos doloroso –murmuró Dante, sorprendido por sus palabras y desconcertado al ver que los ojos de color violeta se habían empañado.