E-pack Bianca julio 2025 - Carol Marinelli - E-Book

E-pack Bianca julio 2025 E-Book

Carol Marinelli

0,0
7,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Acuerdo sin condiciones Carol Marinelli Una noche de aventura... y un inesperado anillo de compromiso. De vacaciones en Malasia, tomándose un descanso de sus responsabilidades como cuidadora de su madre, Grace Andrews se dejó llevar por el deseo con el cínico magnate Carter Bennett. Acordaron que sería solo una noche, de modo que su proposición de matrimonio a la mañana siguiente fue una sorpresa total. Para proteger el legado de su familia, Carter necesitaba una novia. El testamento de su abuelo lo dejaba bien claro. La química entre Grace y él estaba confirmada, ¿pero podría un matrimonio ser la respuesta? Carter nunca abriría el corazón que cerró años atrás junto a su familia... ¿pero aceptará Grace que esa condición no sea negociable? Una dulce oferta Cathy Williams Un inesperado trabajo en el Caribe y un ascenso… a prometida de su jefe. Convencer al multimillonario Rafael Moreno era la última esperanza de la chef Samantha Payne para que el despiadado empresario retirara la oferta de compra de la pastelería de sus sueños. Pero Rafael, con su calculada frialdad, la sorprendió con una contraoferta. Y sin saber cómo, Sammy estaba en el Caribe, rodeada de exóticos paisajes, y organizando el exclusivo catering para la reunión de negocios del magnate. Pero el pasado de playboy de Rafael resurgió y puso en peligro un importante acuerdo, empujándole a buscar una solución con urgencia: renegociar con Sammy su acuerdo si ella accedía a convertirse en su prometida temporal. ¿Compartir una suite y fingir estar localmente enamorados? Parecía un trato fácil de cumplir para ella. Pero a medida que se acercaban, los límites de su acuerdo comenzaron a desaparecer peligrosamente… Recuperar un amor olvidado Lela May Wight El marido olvidado había regresado… para llevarse a su esposa a Japón. El amor no tenía lugar en el matrimonio de Emma y Dante Capetta, basado únicamente en la pasión. La madre de Emma había buscado el amor toda su vida, y eso la había destrozado; así que, cuando ella se dio cuenta de que quería algo más que su mutuamente asegurado deseo, se marchó. Pero sufrió un accidente que la dejó sin memoria, borrando los recuerdos de esa pasión... En cuanto al cínico millonario que era Dante estaba decidido a recordarle lo perfecta que había su relación y, para conseguirlo, la llevó a Japón. Pero, si la asombrosa química que había entre ellos no había podido evitar que Emma lo abandonara una vez, ¿cuántas de sus paredes emocionales tendría que derribar Dante para recuperar a su esposa?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 530

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca, n.º 417 - julio 2025

 

I.S.B.N.: 979-13-7017-032-5

Índice

 

Créditos

Acuerdo sin condiciones

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Una dulce oferta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

 

Recuperar un amor olvidado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Portadilla

Prólogo

 

 

 

 

 

No creo que sea buena idea.

Grace Andrews no estaba hablando de los pantalones cortos de un rojo desteñido que sostenía en la mano ni de las blusas descoloridas esparcidas sobre la cama.

–De todos modos, la ropa se va a estropear. –Violet miró la lista de artículos esenciales–. Tendrás que comprar ropa nueva después de la jungla…–Hizo una pausa al ver la ansiedad en los ojos verdes de su amiga y compañera de piso–. Pero no estás hablando de la ropa, ¿verdad?

Grace llevaba una bata, sus largos rizos castaños envueltos en una toalla. El avión despegaría en unas horas y había muchas razones para no ir.

–Debería estar buscando otro trabajo.

La entrada de datos podía no ser emocionante, pero era un salvavidas porque podía adaptar sus horarios a medida que la salud de su madre se deterioraba. Claro que no ganaba mucho y no iba a ser suficiente para atender a su madre a largo plazo.

Grace se sentó en la cama, mirando la mochila.

–No, no estoy hablando de la ropa.

Dos años antes, había reservado y pagado un mes de vacaciones en Malasia, empezando con un viaje de cinco días a través de la jungla de Borneo. Ella no era aventurera y nunca había ido más allá de un viaje escolar a Francia, pero no fue solo el precio lo que llamó su atención. La impresionante vida salvaje y las villas junto al río le habían parecido interesantes, pero era la lejanía de la jungla y el hecho de estar desconectada durante un tiempo lo que le había atraído.

Había pagado por ese viaje antes de que a su madre le diagnosticasen demencia. Entonces Grace no sabía qué le pasaba, solo que su madre había cambiado cuando ella cumplió diecinueve años. Con el tiempo, la situación se había vuelto tan difícil que abandonó sus estudios de Magisterio, dejó el piso que compartía con Violet y volvió a casa.

Esas vacaciones habían sido algo a lo que aferrarse…

Grace se dio cuenta de que había estado comprando esperanza. Una especie de garantía de que las cosas mejorarían.

Pero no había sido así.

Violet había estado a su lado todo el tiempo.

Habían sido amigas desde el colegio. Grace, la chica nueva tras la ruptura de sus padres, se había escondido tímidamente tras unos largos rizos oscuros. Por contraste, Violet era popular, alegre y de pelo dorado. En una ocasión, en el recreo, Violet había sido objeto de burlas porque su padre estaba en la cárcel y Grace decidió intervenir.

–¡Dejadla en paz!

–¿A ti qué te importa? –se había burlado uno de los matones.

–Es mi amiga –había dicho ella, tomando la mano de Violet.

Y, aparte de un lamentable incidente justo antes de que le diagnosticasen la enfermedad a su madre, siempre habían sido amigas. Fue Violet quien la apoyó cuando tomó la desgarradora decisión de vender la casa familiar y enviar a su madre a una residencia asistida. Y era Violet con quien ahora compartía piso una vez más y quien hacía lo posible para tranquilizarla.

–Necesitas estas vacaciones, Grace. Llevas años lidiando con esto.

–Años –asintió ella.

Descubrir que su madre sufría demencia había sido terrible, pero los años anteriores habían sido su propia versión del infierno.

–Maggie cree que es buena idea que no la visites durante un tiempo.

La directora de la residencia le había dicho que ausentarse durante un mes le daría a su madre la oportunidad de adaptarse, pero se le encogía el corazón al pensar en su madre sola en la residencia, esperando que fuese a visitarla.

–No quiero que piense que la he olvidado.

Grace conocía bien esa sensación. Mirando por la ventana, esperando ver el coche de su padre, abriendo el correo con manos ansiosas el día de su cumpleaños…

A veces su padre aparecía, a veces no. En general, no.

Por fin, y sin dar ninguna explicación, había roto todo contacto con ellas.

–Sé que yo no puedo ir a visitarla… –empezó a decir Violet, pero no terminó la frase.

Ni ella ni Grace querían sacar a relucir el incidente que había estado a punto de romper su amistad, cuando, antes del diagnóstico, su madre había acusado a Violet de robarle un collar.

Hasta aquel día, Grace lamentaba haber dudado. Pero había sido más fácil dudar de su amiga que aceptar que su madre estaba perdiendo la cabeza.

–Violet…

Grace quería disculparse de nuevo, pero Violet no le dio tiempo.

–Prometo estar atenta. La residencia está enfrente de la biblioteca, así que puedo pasar por allí y preguntar al personal. De todos modos, tienes que ir –insistió su amiga–. Puede que conozcas a algún chico guapo…

–No estoy interesada en enamorarme.

–¿Quién ha dicho nada de enamorarse? –Violet le dio un golpecito con el codo–. Me conformo con una noche de pasión. Así tendría algo con lo que soñar.

Grace rio, aunque sabía que las bromas eran una fachada. Ambas desconfiaban de los hombres, aunque por razones distintas. Claro que, últimamente, Violet parecía más dispuesta a dejar todo eso atrás, mientras que ella se sentía…

¿Atrapada?

No, no era eso. Después de todo, se iba de vacaciones y su mundo estaba abriéndose de nuevo. Entre los diecinueve y los veinticinco años su vida había sido una lucha, trabajando y cuidando de su madre…

¿Perdida?

Era más que eso, pensó. Se sentía… a la deriva.

Sí, así era como se sentía, a la deriva. Como si hubiera perdido de vista a la persona que una vez había sido.

No se lo había contado todo a Violet porque no quería ser una carga para ella, o tal vez porque no quería que nadie más supiera la verdad. Su amiga pensaba que todo iba bien, pero Grace sabía que el dinero no iba a durar. La residencia era muy cara y su madre tenía apenas cincuenta años.

–No desperdicies estas vacaciones–insistió Violet.

Grace asintió, sabiendo que tal vez nunca tendría otra oportunidad.

Debía ver las cosas con un poco de serenidad. Por el momento, su madre estaba bien atendida y eso era lo más importante.

–Voy a llevarle un pastel y a despedirme.

–¿Estás segura? ¿Eso no la confundirá aún más?

–Francamente, no lo sé –admitió Grace.

Lo que sí sabía era que, aunque su madre no siempre comprendiese, para ella era importante decirle que la quería y despedirse como era debido.

Su padre nunca le había brindado la misma cortesía.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

No hay nada más que discutir.

Carter Bennett puso fin a su última y breve relación por teléfono, como terminaría abruptamente una negociación estancada.

Si bien ahora estaba en Manhattan, las leyes de la jungla habían sido codificadas en su psique mucho tiempo atrás.

Él sabía por amarga experiencia que en la jungla no había leyes, que uno creaba las suyas propias. Y se regía por una sola: no permitir que nadie se le acercase demasiado.

Multimillonario nómada, tenía oficinas, propiedades e inversiones en varios países. En cuanto a los amigos, aunque no los describiría como tales, tenía algunos conocidos de confianza repartidos por todo el mundo.

Pero nada de mujeres.

Ya fuese una aventura casual o una relación floreciente, siempre cortaba lo antes posible.

–Hemos terminado.

–Eres un canalla sin corazón –se lamentó ella.

–Por supuesto que lo soy –respondió él–. Y por eso dejé claro desde el principio que esto no iba a ninguna parte.

Echó un vistazo a la revista de papel satinado que tenía sobre la mesa, con una foto de los dos en la portada. Ni siquiera podía recordar la ocasión.

Su pelo negro estaba recién cortado, pero eso no le daba ninguna pista ya que se lo cortaba cada dos semanas. La cicatriz de la ceja a la frente siempre era visible, el traje era de su sastre londinense preferido…

Estaban saliendo de un teatro, pero tampoco eso era inusual porque era donde solía llevar a sus citas. Al teatro, al ballet, a la ópera, a cualquier sitio donde no tuviese que mantener una larga conversación.

Primero una copa antes de la función, una cena y, más tarde, sexo. Eso era todo.

Era una exageración decir que habían estado saliendo y mucho menos que estaban a punto de comprometerse. Los paparazzi inventaban esas historias todo el tiempo.

–Desde el principio te dije que no quería saber nada de relaciones –le recordó Carter–. Fuiste tú quien decidió dar una entrevista sugiriendo lo contrario.

Después de cortar la comunicación, tiró la revista a la basura. La prensa estaba pasándolo en grande con los rumores de que el esquivo soltero por fin parecía a punto de sentar la cabeza.

No, nunca.

Carter sabía que estaba muerto por dentro. Había un vacío en su alma que nunca podría llenarse. Dinero, mujeres, un coche nuevo, una noche en el casino, una nueva propiedad… todo eso era un respiro fugaz que pronto lo aburría. En cuanto a sentar la cabeza, ni siquiera sabía lo que significaban esas palabras. Él solo estaba casado con su trabajo como arquitecto.

No había nada temporal ni fugaz en las estructuras que ayudaba a crear. Eran algo tangible, permanente, duradero.

Que la prensa hablase de él no era nada nuevo, había vivido con eso durante toda su vida. Carter Bennett había aparecido en los titulares incluso antes de haber nacido en una rica y notoria familia.

Gordon Bennett, su padre inglés, había causado revuelo en las altas esferas de la sociedad cuando rompió un compromiso previamente acordado para casarse con una guapa y bien relacionada socialité estadounidense, Sophie Flores.

Y él era la razón.

La pareja había vivido una existencia bohemia, a veces llevándolo con ellos, pero a menudo dejándolo con niñeras o con su excéntrico abuelo en Borneo, hasta que tuvo edad suficiente para ir a un internado. Allí había compartido habitación con un niño llamado Sahir, un joven príncipe con el que construía torres y puentes cada vez más intrincados.

Cuando cumplió ocho años, sus padres tuvieron otro hijo, Hugo, aunque eso no había mermado su sed de aventuras. Un día decidieron «explorar en familia», de modo que lo sacaron del internado para llevarlo a vivir aventuras en la jungla de Borneo que rodeaba la propiedad de su abuelo.

Trágicamente, Carter se había convertido en una especie de sensación cuando «milagrosamente» sobrevivió a un incidente que se cobró la vida de sus padres y de su hermano pequeño.

 

¡Mortal ataque de cocodrilo!

 

Un titular que daba dinero, sobre todo cuando se asociaba a los apellidos Bennett y Flores.

Solo se había encontrado el cuerpo de Gordon Bennett y durante una semana se dio por sentado que Sophie y sus dos hijos habían fallecido. Pero justo cuando la historia empezaba a olvidarse, Carter había vuelto a aparecer en los titulares.

 

¡Encuentran vivo a Carter Bennett!

 

Sin embargo, los detalles eran escasos y confusos. De alguna forma había logrado atravesar las aguas infestadas de cocodrilos y sobrevivir durante una semana, solo a los ocho años en la jungla de Borneo.

Carter recordaba haber abierto los ojos y haber visto a Bashim, el padre de Arif, su amigo de la infancia. No había sido atacado por un cocodrilo, sus heridas se habían producido en los largos y solitarios días posteriores.

–Selamat –murmuró–. ¿Buscaste ayuda en la jungla?

Carter no tenía fuerzas para responder. Solo recordaba que lo llevaron a la casa de Bashim, en la orilla del río, y el grito de alegría de su amigo Arif. Aunque estaba casi catatónico, recordaba el cuidado con el que habían atendido sus heridas, el cariño que había mostrado su desolado abuelo. Arif, de ocho años, había apretado sus manos mientras le cambiaban los vendajes de la cabeza y la espalda y lo ayudaba a beber agua.

–¿Qué pasó? –le preguntaba, pero Carter no era capaz de responder–. ¿Por qué no habla, papá? ¿Por qué no puede contarnos lo que pasó?

–Dale tiempo –respondía Bashim.

Hasta aquel día, esas preguntas seguían sin respuesta.

La empatía de la familia de Arif, de su abuelo y de los lugareños había contrastado con lo que le esperaba: médicos, psicólogos, investigadores y el resto de su familia.

La prensa, curiosamente desinflada porque sus heridas no eran debidas al ataque del cocodrilo, había centrado la atención en el futuro del trágico niño huérfano.

Durante un tiempo, Carter se había alojado en casa del abogado de su difunto padre y su esposa.

Su tío inglés, un hombre dado a la bebida que iba por su tercer matrimonio, no era una opción. Y su abuelo paterno se negó a abandonar su extensa propiedad en lo más profundo de la jungla de Borneo, el terreno salvaje que se había cobrado la vida de su familia.

La atención se centró en la tía materna de Carter, una famosa filántropa de Nueva York. En realidad, gastaba mucho más de lo que donaba, pero lo había acogido para quedar bien.

Para Carter, eso había significado estar al cuidado de niñeras, pero incluso eso era demasiado para su tía porque sufría de terrores nocturnos y a veces despertaba gritando.

Después de un par de años apareciendo con su sobrino en las ocasiones adecuadas, su tía lo envió a Inglaterra para que «conectase» con la otra parte de la familia.

O, más bien, lo había enviado de vuelta al internado.

Los terrores nocturnos habían obligado a Carter a volverse disciplinado, incluso mientras dormía, y se había entrenado para despertar en medio de las pesadillas hasta que, por fin, desaparecieron.

Sin embargo, pasaba los veranos en Borneo y había llegado a temerlos. Su amistad con Arif había cambiado. Carter ya no quería ir a explorar con él. Arif trataba de ser paciente, pero se aburría en la lujosa casa de su abuelo. Eran las tierras de Wilbur Bennett lo que lo cautivaba: decenas de miles de hectáreas de selva tropical, no unos jardines bien cuidados o una piscina.

Su abuelo había trabajado con los lugareños para preservar y controlar la rara fauna de la zona, visitada por científicos y biólogos. A medida que su abuelo envejecía, Arif se había hecho cargo de la gestión de la propiedad porque Carter nunca había querido involucrarse, algo que con frecuencia creaba tensión entre los dos.

Carter había cambiado y, aunque Arif parecía entenderlo, se negaba a aceptar que ya no quisiera su amistad.

Pero no la quería.

Porque temía perder en la jungla a otro ser querido.

Arif estaba allí no solo como guía sino liderando equipos de búsqueda cuando algún turista se perdía o algún biólogo desaparecía…

Cuando su abuelo murió el año anterior, Carter había querido cortar todos los lazos con el sitio que le había quitado tanto, pero el testamento de Wilbur Bennett se convirtió en un obstáculo inesperado.

Carter volvió a su mesa de dibujo. Últimamente utilizaba mucho el diseño asistido por ordenador, pero eso no iba a ser suficiente para aquel cliente en particular.

El príncipe Sahir de Janana estaba intentando convencer a su padre para que aprobase la reconstrucción de un ala destruida del palacio. El trabajo era complicado y, además, el rey y el consejo lo cuestionaban a cada paso, ya que preferían que nadie tocase las ruinas.

Carter no podía recuperar la concentración y se levantó para mirar Central Park, disfrutando del verde exuberante en medio de Manhattan. Quizá correr un rato lo despejaría un poco.

En lugar de eso, paseó por el lujoso ático, con vistas panorámicas. Aunque en ese momento le parecía más una jaula que una lujosa oficina.

Miró el río Hudson y notó que estaba brillante y azul aquel día. A diferencia de la mayoría, Carter prefería los días en los que el agua era marrón… aunque no tan marrón como el agua de los ríos que serpenteaban a través de la jungla.

Había hecho todo lo posible para seguir adelante con su vida. Pero entonces, de repente, Arif lo había llamado para decirle que tenían un problema.

–Si este sitio te importa, no puedes darle la espalda.

Carter no quería que le importase.

–¿Señor Bennett? –su ayudante, la señorita Hill, le recordó que Jonathon Holmes, el abogado británico que se ocupaba de sus asuntos legales, estaba a punto de llegar.

–Avíseme cuando llegue. ¿Qué tengo que hacer después de eso?

–Una reunión en línea con el príncipe Sahir. ¿Quiere que la organice en la sala de juntas?

–No –Carter miró los planos en los que estaba trabajando–. Lo haremos desde aquí.

Entró en el cuarto de baño para lavarse las manos y se detuvo un momento para mirarse en el espejo. La cicatriz que corría desde la línea del pelo hasta la ceja era pálida, pero cortaba en dos el arco negro azabache.

A las mujeres les gustaba. Siempre preguntaban qué le había pasado, pero Carter prefería no recordar el momento de la caída, el sabor metálico de la sangre llenando su boca, cómo había sabido, incluso siendo un niño, que debía detener la hemorragia…

Sin pensar, se dio la vuelta para mirarse la espalda en el espejo. Estaba un poco pálido por las horas que pasaba frente a la mesa de dibujo, aunque también había trasnochado demasiado últimamente.

Allí estaban las cicatrices. En su hombro y a lo largo de la espalda la carne estaba marcada por líneas rojas, abultada en ciertos sitios, como si le hubieran vertido aceite hirviendo. Parecía como si hubiera estado en una batalla.

Sin embargo, él apenas lo recordaba.

–Kalajengking –le había dicho Bashim. Picaduras de escorpión.

Además, lo habían encontrado inconsciente sobre un nido de hormigas rojas.

No recordaba los sangrientos detalles de ese día fatídico y, en realidad, lo prefería así. En cuanto al tiempo que pasó solo en la jungla… daba igual que apenas pudiese recordarlo. El hecho de que hubiera sobrevivido debería ser suficiente.

Claro que a las mujeres no les gustaban tanto las cicatrices en su espalda y si tocaban sin querer el tejido cicatricial cuando estaban en la cama sentía que apartaban la mano.

Carter tocó la carne blanquecina y fría.

No era de extrañar que se apartasen.

Unos minutos después, se encontró con Jonathon Holmes, su abogado.

–Gracias por venir –dijo Carter, estrechando su mano–. ¿Cómo está Ruth?

Intercambiaron las cortesías habituales, pero en cuanto la señorita Hill cerró la puerta Jonathon le preguntó:

–Entonces, ¿son ciertos los rumores?

–¿Qué dices? –respondió él, con sequedad–. Por supuesto que no.

–Y yo pensando que debía redactar un acuerdo prematrimonial.

–No voy a casarme para complacer a mi difunto abuelo. ¿Cómo se le ocurrió tal barbaridad?

Ignorando las advertencias de Carter de no confiar en su primo Benedict, su abuelo había dejado la casa y las tierras a sus dos nietos, con una condición: si Carter se casaba en Sabah y permanecía casado durante un año entero, tendría la opción de comprar la parte de su primo. Parecía haber olvidado que él no se dejaba llevar por los sentimientos y que no iba a casarse por obligación.

–Le advertí repetidamente que Benedict sería un problema…

Carter suspiró. No tenía la menor intención de casarse, pero compartir las tierras con Benedict era impensable. Había ofrecido comprarle su parte para anular la cláusula del testamento, pero su primo no solo se había negado, sino que había presentado una contraoferta.

–¿Estás pensando aceptar? –preguntó Jonathon–. Sería un problema menos. Ya tienes suficientes propiedades, no necesitas esto para nada.

–He tenido noticias de Arif. Ya sabes que coordina los proyectos de investigación y rehabilitación de la fauna local.

–Su padre es el hombre que te rescató, ¿no?

–Sí, Bashim –asintió Carter, aunque no quería entrar en detalles–. Arif me ha dicho que ha habido mucha actividad en la propiedad últimamente. Hay drones haciendo fotografías…

–Benedict no puede vender sin tu consentimiento.

–¿Pero puede alquilar las tierras? –preguntó Carter.

–Ahí es donde el asunto empieza a ponerse complicado.

–Arif ha escuchado algunas conversaciones. Al parecer, quiere alquilar las tierras para un programa de telerrealidad. También se habla de una película…

Jonathon negó con la cabeza.

–Sin tu permiso, imposible. Además, nunca obtendrían permiso de las autoridades.

–Los funcionarios apreciaban a mi abuelo y podrían pensar que Benedict está haciendo lo correcto. Hay buscadores de localizaciones y ejecutivos de televisión alojados en uno de los resorts. –Carter sacudió la cabeza–. Dudo que se hubieran molestado en ir hasta allí si no pensaran que hay una posibilidad de conseguir los permisos.

–Probablemente Benedict confía en que te eches atrás. Debe saber que no puedes soportar… –Jonathon no terminó la frase–. Bueno, sabe que no has vuelto ni una sola vez desde el funeral.

Carter apoyó su alta figura contra el grueso cristal de los ventanales.

–No quiero programas de televisión en esas tierras.

–Si no quieres pasar los próximos años peleándote con Benedict en los tribunales, tal vez sea hora de decirle adiós a Borneo –sugirió Jonathon–. Siempre ha sido un dolor de cabeza para ti. Perdiste a tus padres allí…

–Y a mi hermano –le recordó él, porque todos olvidaban a la víctima más inocente–. Nunca debería haber estado allí.

–No, es cierto.

Era una admisión poco común por parte de Jonathon. Nadie se había atrevido a hablar en contra de los Bennett. Había sido más fácil dejar que ese pequeño detalle se escapara de los artículos que aparecían en la prensa.

El nombre de su hermano era Hugo, aunque lo conocían cariñosamente como Ulat. Significaba «gusanito» y era un término cariñoso que los lugareños daban a los recién nacidos.

Había sido más fácil presentar a su padre como un héroe que había intentado salvar a su esposa y a sus hijos. Más lucrativo centrarse en el milagro de la supervivencia de Carter después de haber pasado una semana solo en la jungla, en lugar de cuestionar las irresponsables decisiones de los adultos.

Carter deseaba desesperadamente terminar con esa tortura, pero tampoco podía darle la espalda por completo.

–Dile a Benedict que estoy dispuesto a negociar.

–¿Estás seguro?

–Sí.

Por fin, advirtiéndole que estaba siendo demasiado generoso, Jonathon estrechó su mano.

–Déjamelo a mí.

Sin embargo, Carter no podía hacerlo. Le roía las entrañas, se le metía bajo la piel e interrumpía sus pensamientos.

Su mirada se dirigió hacia las concurridas calles de Manhattan, pero su mente seguía en Borneo, en la selva salvaje e indómita. Pensó en los Iban, en sus casas comunales a lo largo de grandes tramos de río… y luego pensó en las productoras de televisión arruinándolo todo. También había turistas, pero las reglas eran estrictas y los lugareños estaban protegidos y eran protectores.

–Señorita Hill, ¿puede reprogramar la visita del príncipe Sahir? –Carter hizo una pausa–. Despeje mi agenda para la semana y consígame un billete de avión para Sabah.

–¿Cuándo?

–Ahora mismo.

Tenía que ser ahora o se echaría atrás.

 

 

Dieciocho horas después, Carter estaba en el aeropuerto de Kuala Lumpur.

Cuando estaba en la sección acordonada para los pasajeros de primera clase, a punto de abordar el vuelo que lo llevaría a Sabah, un pasaporte en el suelo llamó su atención.

Su primer pensamiento fue que no era su problema, pero entonces vio a la posible propietaria, que dormía en un banco.

La Bella Durmiente.

No, se corrigió mentalmente, porque en los cuentos que le había leído a Hugo tanto tiempo atrás, ella tenía el pelo negro azabache. El pelo de aquella mujer era rizado y de un tono castaño.

Estaba profundamente dormida.

Carter se giró para buscar a la señorita Hill, que normalmente lo acompañaba en los viajes de negocios, pero había dejado atrás a su séquito deliberadamente, como hacía siempre que regresaba de mala gana al lugar donde residían sus demonios. Nunca llevaba allí a sus amantes, aunque a veces hubiera preferido esa distracción.

La joven llevaba una blusa de color rosa y pantalones Cargo negros, sus delgadas piernas dobladas por las rodillas, las zapatillas blancas descansando sobre una mochila.

Y, sí, era muy guapa.

Carter recogió el documento y, meticuloso por naturaleza, comprobó que ella era la dueña.

Grace Andrews tenía veinticinco años y había nacido en Londres. Una rápida mirada a la foto le dijo que, en efecto, el documento le pertenecía.

–Señorita… –la llamó–. ¿Señorita Andrews? –Carter estaba a punto de tocar su hombro, pero no quería alarmarla–. ¡Grace!

Ella abrió los ojos, asustada. Eran verdes.

Ver a una mujer despertar era una rareza para Carter.

En general, por la mañana él ya estaba mirando hacia otro lado, deseando que la mujer desapareciese. En ocasiones, sus amantes salían silenciosamente de la cama y se dirigían al baño para arreglarse. Regresaban luego, recién peinadas y perfumadas, impecables, perfectamente falsas.

La señorita Andrews era diferente.

Su belleza no era artificial y no llevaba una pizca de maquillaje. Desde las cejas y las pestañas naturales hasta los suaves y carnosos labios. Sus pupilas se contrajeron, revelando unos ojos de color verde musgo. Si los ojos eran las ventanas del alma, casi podría haber jurado que estaba sonriéndole.

Pero entonces el mundo real intervino.

En los ojos verdes vio un aleteo de pánico. Ella miró alrededor con el ceño fruncido y se incorporó abruptamente.

–Está bien, no pasa nada –la tranquilizó Carter.

Grace miró al extraño de pelo negro, mandíbula fuerte y bien afeitada y nariz romana. Pero lo que atrajo su atención fue una cicatriz en su ceja derecha que atravesaba el hermoso arco azabache y se extendía hasta la línea del pelo. Sus ojos eran tan grises como el aguanieve en un frío día de invierno y tenía una boca severa, pero muy atractiva. Y el aroma de su colonia era delicioso.

En realidad, cuando sus ojos se encontraron pensó, encantada, que era parte de su sueño. Claro que enseguida se dio cuenta de que no era un sueño. El extraño era real, pero los ruidos del aeropuerto parecían apagados…

El hombre estaba ofreciéndole su pasaporte.

–Se me debió caer del bolsillo.

Grace se sentó en el banco y miró a su alrededor. La sala de embarque, que había estado casi vacía cuando el cansancio la rindió, ahora estaba llena de gente. Mientras tomaba el pasaporte vio el brillo de un reloj de oro y los puños blancos de una camisa bajo la manga de un traje gris oscuro. Sus manos eran inmaculadas, con uñas bien cuidadas.

Él dijo algo, pero su voz era apenas audible.

–¿Perdón?

Hablaba en voz tan baja que Grace se vio obligada a mirar sus labios para entender lo que estaba diciendo.

Dios, qué labios, pensó. Severos, rectos, pero carnosos y más que seductores.

–Deberías tener más cuidado.

Grace estaba a punto de decir que, por lo general, ella era muy juiciosa, pero el extraño ya se había dado la vuelta. Enfadada consigo misma, murmuró un: «¡Señor, sí, señor!».

O más bien, creyó haberlo murmurado porque, cuando él se dio la vuelta, supo que la había oído.

El extraño lanzó sobre ella una mirada tan severa que Grace tragó saliva y eso provocó un chasquido en sus oídos, seguido de una voz en la megafonía pidiendo a los pasajeros que subieran a bordo.

El mundo se volvió más ruidoso al instante. Gente charlando, niños llorando, instrucciones por megafonía. Grace se dio cuenta de que había tenido los oídos taponados hasta ese momento.

Y se dio cuenta también de que, muy posiblemente, había estado gritando.

–Mis oídos… –dijo, señalando con el dedo–. No me oía a mí misma.

El extraño debía pensar que estaba loca, decidió Grace, pero entonces le sonrió, como diciendo que estaba perdonada.

–Gracias –dijo Grace de nuevo, y él asintió con la cabeza.

Llevaba un largo tubo de cuero y una bolsa para el ordenador portátil. Lo observó mientras se dirigía hacia una sonriente auxiliar de vuelo y, un segundo después, su momento con el atractivo extraño se esfumó para siempre.

Vaya, pensó, con el corazón tontamente acelerado.

Tratando de quitarse de la cabeza el breve encuentro, revisó los mensajes del móvil y escuchó a Violet deseándole buen viaje. Y luego experimentó un familiar nudo de ansiedad mientras repasaba sus correos. Y allí estaba la factura por las dos primeras semanas de su madre en la residencia.

Ya se habría pagado, de modo que no era un problema. Pero luego estaban la peluquería, manicura, viaje en grupo, club de jardinería…

Grace cerró los ojos.

Esas eran las cosas que quería para su madre, pero las tarifas adicionales superaban todo lo que había imaginado.

Seguía pensando en ello cuando subió al avión, pero mientras esperaba que la auxiliar revisara su tarjeta de embarque, miró hacia la izquierda, posiblemente con la esperanza de ver al guapísimo extraño. Tras la cortina de clase preferente vislumbró el destello de un reloj de oro y una mano tomando una copa de champán antes de que la cortina se cerrase abruptamente.

Viajaba en clase preferente, por supuesto.

Ese hombre impresionantemente atractivo no estaba a su alcance.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Serenidad?

Pues no era tan fácil…

Aun así, sentada en el barco con sus compañeros de viaje, Grace había vislumbrado algunos destellos de serenidad. Al ver a la madre naturaleza en su máxima expresión, hubo momentos en los que casi tenía que pellizcarse para creer que realmente estaba allí.

Estaban siendo unos días increíbles. Paseos en barco al amanecer, seguidos de un maravilloso desayuno con su grupo, luego un día para explorar el magnífico complejo hotelero. O simplemente para descansar en una tumbona mirando el río o relajarse en su suite.

Después de varios años turbulentos, por fin había tenido tiempo para reflexionar sobre su madre, su futuro, sobre lo maravillosa que era Violet.

Y también había tenido tiempo para soñar despierta y pensar en el guapo extraño del aeropuerto. En cómo le había sonreído…

Aquel día, antes del atardecer, los diez de su grupo habían partido nuevamente para observar a los animales preparándose para la noche. Aunque todavía no había visto orangutanes, en el camino de regreso tuvieron que detener el barco para que una manada de elefantes pigmeos cruzase el río.

Pues no eran tan pequeños.

Estaba anocheciendo cuando el grupo, entusiasmado, regresó al resort.

–Llegamos tarde –les recordó Felicity, su eficiente guía–. Deben cambiarse para la cena lo más rápido posible.

Al principio, Grace se sintió extraña por tener que ponerse elegante, pero empezaba a disfrutar de la seriedad con la que se tomaban las comidas allí y, además, tenía un bonito pareo rojo con remates plateados. Un gong los convocaba al impresionante comedor al aire libre, desde el que podían ver el río. Se sentaban en grupos asignados y compartían una suntuosa cena tipo bufé.

Consciente de que era tarde, Grace se dio una ducha rápida y luego pasó un peine por su pelo alborotado. Los largos rizos parecían haber duplicado su volumen y perdía alguna púa del peine cada día. Renunciando a domarlo, se recogió el pelo en un moño desordenado antes de ponerse el pareo. Luego recorrió los jardines suavemente iluminados hasta el comedor, pero se quitó los zapatos antes de entrar.

–Hola, Grace.

Un compañero del grupo, Randy, la saludó, al igual que los demás, pero luego todos volvieron a sus conversaciones.

Por mucho que disfrutase del viaje, se sentía rara. Sus intentos de entablar conversación y sus bromas parecían caer en oídos sordos o desconcertados.

La mayoría de los miembros del grupo eran bastante mayores, parejas jubiladas casi todos, y habían viajado mucho. Había algunos más jóvenes, una pareja de luna de miel y Corrin, una alemana entusiasmada por la fotografía. Lo único que Grace tenía para tomar fotografías era su teléfono.

–¡Son estupendas!

Randy estaba mirando las impresionantes fotos que había hecho Corrin, hablando de lentes y cosas así.

Grace se había alejado un poco del grupo desde el principio, pensó mientras llenaba su plato. Cuando se presentaron, no había querido admitir lo preocupada que estaba por su madre y había sido imprecisa con sus respuestas. Tal vez había parecido distante, aunque no era su intención.

Estaba comiendo el postre cuando Randy dejó escapar un suspiro.

–Tarde como siempre.

Grace sabía a quién se refería: un grupo ruidoso que no se cambiaba para la cena ni se quitaba los zapatos al entrar en el comedor.

–Deben ser promotores inmobiliarios –dijo Randy, levantándose–. Disfrutemos de la paz de este sitio mientras podamos, no durará mucho si estos les ponen las manos encima.

Después de dar las buenas noches, desapareció.

–¿Crees que son promotores inmobiliarios, Corrin? –preguntó Grace.

–No parecen interesados por la fauna. –Corrin se encogió de hombros mientras tomaba su cámara y se despedía para irse a la cama.

–Que duermas bien.

Dado que se levantaban muy temprano, todos se iban a la cama alrededor de las nueve. Bueno, excepto los recién casados, que se quedaban un rato jugando a las cartas. Pero para Grace, que había pasado los últimos dos años trabajando hasta altas horas de la noche, además de atender a su madre, era un poco temprano.

Después de terminar su postre, se levantó para alejarse del desagradable y ruidoso grupo y se sentó en una tumbona frente al río. Allí no había Internet ni señal telefónica, pero buscó en su móvil las imágenes que había grabado esa tarde.

–¡Cuidado con los monos! –le advirtió Felicity mientras pasaba a su lado–. Nos veremos por la mañana.

 

 

Ya era de noche cuando Carter llegó al resort.

Normalmente llegaba a casa de su abuelo en helicóptero, pero había dispuesto que preparasen la lancha y había viajado por el río haciendo paradas en el camino, tanto en los complejos hoteleros como compartiendo comidas con los lugareños, averiguando todo lo que podía antes de reunirse con Arif.

Al llegar al embarcadero, miró fijamente el oscuro tramo del río que se extendía más allá, pensando en el desvío que había a unos pocos kilómetros y en la red de afluentes que debía sortear antes de llegar a la parte de la jungla que más odiaba.

–¡Carter! –lo saludó Jamal, la esposa de Arif–. Bienvenido.

–Hola, Jamal.

–No te había visto desde el funeral. –La mujer lo miró a los ojos–. Ni siquiera puedo recordar la última vez que nos visitaste. –Estaba sonriendo, pero Carter podía ver un brillo de preocupación en sus ojos–. Tenemos una suite lista para ti, por supuesto.

–¿Dónde está Arif?

–Ha salido con un grupo para hacer una excursión nocturna, pero volverá por la mañana.

–Muy bien.

En realidad, era un alivio que Arif no estuviera allí porque había cierta tensión entre ellos. Pero cuando preguntó por los hijos de la pareja y descubrió que el mayor estaba en la jungla con su padre esa noche, frunció el ceño, horrorizado.

–Reheeq solo tiene cuatro años.

–Tiene seis… y tú ibas a la jungla mucho antes. –Jamal rio mientras le daba una llave–. ¿Quieres cenar?

–No, gracias. He hecho muchas paradas en el camino.

–Entonces te llevaré a tu suite.

–No es necesario.

Carter conocía aquel sitio como la palma de su mano.

–Me alegro de que estés aquí –dijo Jamal–. Pero será mejor que me vaya, todavía hay clientes cenando.

Para la mayoría, el resort era un paraíso, pero para Carter, estar de regreso allí era su propia versión del infierno. La densa jungla lo envolvía todo y hubiera preferido no saber que Arif y su hijo pequeño estaban ahí fuera esa noche.

De repente, una distracción inesperada interrumpió sus oscuros pensamientos.

Al parecer, Grace Andrews, la chica del aeropuerto, se hospedaba en el resort. La reconoció de inmediato. Incluso había pensado en ella durante el vuelo. Con las luces de la cabina atenuadas, había sonreído al recordar su breve conversación y cómo ella se había sonrojado cuando la pilló diciendo: «Señor, sí, señor» en tono burlón.

Su belleza en la penumbra era casi resplandeciente. Estaba sentada en una tumbona, con las piernas dobladas, mirando su teléfono. Llevaba un pareo rojo que revelaba brazos y hombros delgados, el pelo sujeto en un desordenado moño.

Estaba sola.

–¿Qué tal tus oídos?

Ella se sobresaltó.

–¡Ah, eres tú!

Estaba sonriendo y no solo con la boca y los ojos, como lo había hecho en el aeropuerto, sino con todo su ser. O eso le pareció.

El impacto que sintió al verla fue seguido por dos contragolpes: uno en la ingle, cuando su cuerpo reaccionó ante esa belleza natural, y otro, poco común, en el pecho. Por alguna razón, experimentó una oleada de placer al volver a verla.

–Mis oídos están mucho mejor, gracias.

Carter la observó mientras se colocaba un rizo detrás de unas orejas que parecían de duendecillo. Después de unos días difíciles, Grace realmente era un regalo para la vista. Por supuesto, no había habido hostilidad hacia él durante el viaje; los lugareños eran siempre amables y acogedores. Pero Carter había podido sentir su preocupación y también un ligero aire de sospecha. Dado que era su primo quien representaba un peligro, sabía que era merecido.

Sí, Grace Andrews era una sorpresa muy agradable.

–Tu voz es mucho más suave de lo que yo recordaba –bromeó.

–Muy gracioso –dijo ella.

Era tan impresionante como lo recordaba. Se había preguntado si había exagerado el atractivo del extraño, pero en realidad lo había subestimado. Llevaba una camisa oscura remangada hasta los codos y pantalones de lino gris. Pero incluso vestido de manera informal, incluso un poco despeinado y sin afeitar, estaba para comérselo.

–¿Estás sola? –preguntó él.

–Sí. Bueno, excepto por la pareja de recién casados y… –Grace señaló al ruidoso grupo en el comedor.

–¿Están en tu grupo?

–No, por suerte no. Creo que son… bueno, no sé.

–¿Te importa si me siento contigo?

–Por supuesto que no.

–¿Quieres tomar algo? Voy a buscar una botella de vino.

–Me encantaría, pero creo que solo hay cerveza.

–Veré qué puedo hacer.

Mientras se alejaba, Grace se advirtió a sí misma que no debía hacerse ilusiones. Tenía que ignorar lo guapo que era y la absurda atracción que sentía por él.

Pero su corazón parecía una mariposa atrapada en su garganta y había tenido que controlarse para no saltar de la tumbona en cuanto lo vio.

Él volvió con una botella de vino y dos copas, esbozando una sonrisa de triunfo, y Grace se sintió como si fuera la única mujer allí.

Bueno, era la única mujer allí, se recordó a sí misma. Sin embargo, su mirada la hacía sentir como si fuera la única mujer en el mundo.

Sería prudente reflexionar sobre todo eso más tarde. Los sentimientos que evocaba no le resultaban familiares, pero eran tan tentadores.

Carter se sentó frente a Grace, mirando al ruidoso grupo de hombres en el comedor. No parecían turistas.

–Me siento un poco en desventaja –admitió ella.

–¿Por qué?

–Tú has visto mi pasaporte y sabes mi nombre, mi edad, de dónde soy…

–Grace Andrews, veinticinco años, nacida en Londres –dijo Carter mientras abría la botella.

Ella rio.

–¿Y tú cómo te llamas?

–Carter Bennett –dijo él, mirando al grupo mientras servía el vino–. Qué ruidosos son. En general, aquí todo el mundo se va a la cama muy temprano.

Ella se encogió de hombros.

–No me has dicho cuántos años tienes.

–Treinta y cinco. ¿Quiénes son?

–No tengo ni idea. Randy, uno de mi grupo, cree que podrían ser promotores inmobiliarios o algo así.

Carter no dijo nada, pero estaba seguro de saber quiénes eran y no eran promotores inmobiliarios, sino ejecutivos de cine o televisión que querían acceso a las tierras para sus programas.

Aunque invitar a una turista a deleitarlo con sus aventuras era algo que normalmente evitaría, se le daba bien fingir interés cuando le convenía, de modo que sonrió.

–¿Estás disfrutando del viaje, Grace? –preguntó amablemente.

–Mucho, aunque solo me quedan un par de días más aquí.

–¿Y luego qué?

–Todavía no lo he decidido. –Grace tomó la copa que le ofrecía con cierta vacilación, intentando no rozar sus dedos. Se rozaron un poco, pero a él no pareció afectarlo en absoluto–. Me encantaría quedarme un poco más para ver a los orangutanes.

–¿Todavía no lo has hecho?

–Hemos visto uno, pero estaba muy lejos. –Grace esbozó una sonrisa–. Ver orangutanes ha estado en mi lista de deseos incluso antes de saber qué eran las listas de deseos.

–¿Y por qué ese interés?

–Es una tontería. Mi padre me regaló uno en Navidad cuando era pequeña. No un orangután de verdad…

–¡Espero que no! He oído que se cuelgan de las cortinas.

Grace soltó una carcajada. La verdad era que Carter estaba resultando ser muy agradable.

–Pronto podrás enviarle fotos de uno de verdad.

–No lo creo…

–Verás muchos orangutanes si vas a uno de los centros de rescate.

–Quiero decir que mi padre y yo no estamos en contacto. –Grace sonrió, tensa–. Siempre me han fascinado los orangutanes y me encantaría ver uno en libertad. Sí, sí, lo sé. Felicity me recordó que esto no es un zoológico.

–¿Felicity?

–Una de las guías. Creo que está haciendo una investigación ornitológica –dijo Grace–. De todos modos, ver orangutanes en libertad probablemente no sea tan alucinante como imagino.

Carter abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero luego pareció cambiar de opinión.

–Es aún mejor –dijo por fin.

–Ah…

La sorpresa de Grace no era por el comentario sino por el tono ronco de su voz, con una nota melancólica incluso.

–No eres un turista, ¿verdad?

–¿Es tan evidente?

–Bueno, sabes dónde se guarda el vino.

Él sonrió.

–Mi abuelo tiene… o más bien tenía una propiedad a unos kilómetros de aquí. Murió hace un año.

–Ah, lo siento –murmuró. No dijo nada más, como si hubiera entendido que él prefería no hablar de eso–. Entonces, ¿no eres un turista, pero tampoco eres de aquí?

–Eso es.

–Hemos visto una manada de elefantes pigmeos esta tarde. Son preciosos.

–Es verdad.

Había un temblor de emoción en su voz y Carter se olvidó del ruidoso grupo del comedor.

–Hice algunas fotos, y creo que tengo un par de buenos vídeos. Estaba a punto de mirarlos cuando llegaste.

Cuando le mostró la foto de uno de esos animales en su móvil, Carter descubrió algo.

No eran solo los elefantes los que no olvidaban.

Algo se movió dentro de él, un susurro de días despreocupados rastreando a los elefantes con Arif. Cómo todo se detenía cuando decidían aparecer a la orilla del río; incluso los lugareños más habituados no podían evitar detenerse y sonreír ante su majestuosidad.

Su padre también los admiraba.

«¡Carter, mira!».

Hacía mucho tiempo que no recordaba la voz de su padre con tanta claridad.

–Es lo más increíble que he visto en mi vida. Claro que tú debes haberlos visto miles de veces.

Carter estaba a punto de asentir, aunque solo fuera para detener la lluvia de recuerdos, pero no quería aguar su ilusión. Además, por primera vez, no había dolor en ese recuerdo.

–Hace mucho tiempo –admitió, acercando una silla a la tumbona.

El grupo de hombres al que había tenido intención de observar, la razón por la que estaba allí, olvidados por completo. En realidad, estaba concentrado no en las fotos, sino en el esmalte de color coral en las uñas de sus pies.

–Estaban cruzando el río y era una manada bastante grande. Once, tal vez doce. Y había dos crías pequeñas… mira, grabé un vídeo.

Carter miró a los elefantes, con sus orejas plateadas aleteando como si estuvieran saludando a los espectadores.

Dios, cómo recordaba todo eso.

–Estábamos regresando al resort cuando aparecieron y tuvimos que detenernos para dejarlos cruzar.

–¿Puedo?

Carter tomó el teléfono y miró las imágenes. Escuchar su emocionada risa en el vídeo lo conmovió por alguna razón.

–Ni siquiera sabía que pudieran nadar –dijo ella.

Juntos vieron cómo una de las madres empujaba a su pequeño hacia la fangosa orilla y los mayores se quedaban esperando pacientemente a que todos se reunieran.

–Se cuidan entre sí –dijo Carter–. Una vez encontré a una cría abandonada. O creí que estaba abandonada.

–¿Y qué hiciste?

–Nada, por suerte. Arif me dijo que la manada estaba cerca. Podría haberse vuelto desagradable, pesan toneladas.

–¿Arif? ¿El guía de aquí?

–Eso es. Nos conocemos desde niños.

No le gustaba hacerlo, pero se permitió un fugaz recuerdo de días más felices.

–Gracias a Dios por los amigos. –Grace sonrió–. Yo estuve a punto de no venir. Cancelé el viaje unas cuantas veces, pero mi amiga Violet prácticamente me arrastró al aeropuerto.

No explicó nada más y él deseó que lo hubiera hecho. No sabía por qué.

Grace lo miró disimuladamente. Le gustaba, y mucho. Le había gustado desde ese primer encuentro en el aeropuerto.

Cuando le devolvió el teléfono y sus dedos se rozaron, la mariposa en su garganta se convirtió en una polilla atrapada por el pánico.

–Me alegro de haber podido enseñárselas a alguien.

–¿No habéis intercambiado fotos en la cena?

–No, bueno… –Grace no sabía cómo decir que no encajaba del todo allí. No era nada halagador admitirlo–. Son principalmente parejas y yo no soy una gran fotógrafa.

–A mí me han gustado tus fotos.

–Eres muy amable, pero no sé hacer buenas fotos y nadie entiende mis chistes. En fin, son bastante malos.

–Yo intentaré reírme.

Carter no parecía un hombre que riese a menudo y, sin embargo, a ella la hacía sonreír con facilidad. Parecía estar atento a todo lo que decía.

Y, desde luego, Grace estaba pendiente de él: de sus largas pestañas negras, de los cautivadores ojos de color gris pizarra que parecían hacer que el mundo fuese a cámara lenta.

Había cierta tensión entre los dos, eso era evidente, y Grace sentía un cosquilleo en el pecho, en el estómago… incluso entre las piernas. Nunca había experimentado una atracción así y, lo más desconcertante de todo, sentía que era correspondida.

Por supuesto que no, se dijo a sí misma, decidida a mostrarse indiferente. No era solo que él estuviera fuera de su alcance, sino el miedo a estar malinterpretando la situación debido a su lamentable inexperiencia.

Él tomó un trago de vino y luego se pasó la lengua por el labio inferior. Un gesto tan simple, pero Grace se encontró a la vez fascinada y decidida a actuar como si no se hubiera dado cuenta.

Intentando negar que, por primera vez en su vida, estaba ardiendo de deseo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Así que… –Grace se aclaró la garganta–. ¿Has venido a visitar la casa de tu abuelo?

Por un momento, Carter pensó que podría besarla, tomar la llave de la suite y llevársela a la cama…

Era así de fácil para él. Sin embargo, no estaba allí para eso. Además, estaba disfrutando de la conversación.

–Así es.

Rara vez hablaba de asuntos personales, pero allí estaba, en un paseo sobre el río, de vuelta en un sitio que había esperado evitar. Y nunca la volvería a ver.

–Mi abuelo nos dejó su patrimonio a mi primo y a mí.

Carter hizo una mueca y ella debió notarlo.

–¿No os lleváis bien?

–No nos llevamos bien –convino él, llenando de nuevo las copas–. No sé lo que estaba pensando cuando hizo eso. Debía estar mal de la cabeza.

–Por favor, no…

–¿Qué?

–Lo siento… –Grace parecía avergonzada de haberlo interrumpido–. Es que odio esa forma de hablar. Mi madre sufre demencia…

–Ah, lo siento. Discúlpame.

–No, por favor. No debería haber dicho nada.

Grace no sabía por qué lo había hecho, pero era demasiado tarde para echarse atrás. Tal vez era la cálida noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, tal vez la presencia de Carter. En cualquier caso, había bajado la guardia.

–¿Tu madre es joven?

–Sí, muy joven. Acaba de ingresar en una residencia asistida. Es un sitio muy agradable.

–¿Cuánto tiempo lleva enferma?

–Unos años. Al principio no me di cuenta y luego todo se volvió muy complicado. No sabía cuál era el problema, solo que algo iba mal. Traté de racionalizarlo, incluso de ignorarlo.

–¿El resto de tu familia no lo notó?

–No tenemos mucha familia. Bueno, tengo una tía y una prima, pero ellas no pensaban que ocurriese nada raro –dijo Grace–. Yo estaba compartiendo piso con mi amiga Violet y me mudé de nuevo a casa. No le dije por qué.

–¿No?

–Hay cosas que no se comparten. Cosas que no quieres que los demás vean. Por vergüenza, ya sabes. Entonces mi madre acusó a Violet de robarle un collar.

–¿Ese fue el punto de inflexión?

–Sí, supongo que sí. –Grace había dejado de llorar mucho tiempo atrás, pero ese recuerdo era una de las pocas cosas que empañaban sus ojos–. Yo no acusé a mi amiga, pero no la defendí como debía.

–¿Y qué pasó?

–Al final, decidí llevar a mi madre al médico. Cuando me dijo cuál era el problema, lo único que me preocupaba era que pudiera ser hereditario –Grace tragó saliva–. Qué egoísta, ¿verdad?

–No, no lo creo. Es lógico –dijo Carter–. A mí también me gustaría saberlo.

–Bueno, resultó que ese tipo de demencia no es hereditaria. –Grace se quedó pensativa–. Es una enfermedad tan cruel…

–¿Esa es la razón por la que querías cancelar el viaje?

Ella asintió.

–Yo era su cuidadora y, además, trabajaba. Aunque tenía la suerte de poder hacer mi trabajo desde casa. Entrada de datos.

–Entonces, ¿hacías dos trabajos?

–No sé si cuidar de mi madre cuenta como un trabajo. –Grace frunció el ceño. No, no iba a hablar de sus problemas económicos–. Bueno, si hubiera sabido lo que se avecinaba, no habría planeado pasar un mes de vacaciones.

–Pero ahora hay gente cuidando de ella, ¿no?

–Sí, claro. Está en un grupo de canto, hace trabajos de jardinería… ¡tiene una vida social mejor que la mía!

Era una broma, pero Carter no sonrió y Grace se sintió avergonzada por haberle contado tanto a aquel extraño que la atraía como un imán.

–Perdona si estoy compartiendo demasiado. No se lo había contado a nadie. No sé, es este sitio. –Grace miró el cielo lleno de estrellas–. Te hace hablar demasiado.

–Y, por supuesto, no hay Internet –señaló él.

–Es cierto. –Grace levantó la mirada cuando los recién casados pasaron a su lado y les dieron las buenas noches–. Que durmáis bien.

–¿Recién casados? –preguntó él.

–Sí.

–¿Recién casados jugando a las cartas?

«¿Te lo puedes creer?», querría decir Grace, porque ella había pensado lo mismo. Pero no lo dijo porque no tenía una vida sexual con la que comparar.

Sin embargo, si ella estuviera de luna de miel con alguien tan…

–Debería irme a la cama porque salimos al amanecer. ¡Última oportunidad de ver a los orangutanes!

–Buena suerte –dijo él, dejando su copa sobre la mesa–. Te acompaño a tu villa.

–No es necesario, está ahí mismo.

–Es muy necesario. Tenemos compañía. –Carter señaló la cerca que bordeaba el camino y Grace se sobresaltó al ver a un grupo de macacos observándolos–. Pueden causar estragos, te lo aseguro.

Él también podía causar estragos, pensó Grace, guardando el móvil en el bolso.

Una hora en su compañía, inmersa en esos ojos grises, y estaba desequilibrada por su reacción ante aquel hombre tan intrigante. Tenía que calmarse.

–Es esa –dijo, señalando su villa.

Carter la acompañó mientras los curiosos monos los observaban atentamente.

–Me alegro de haber vuelto a verte, Grace.

–Yo también –dijo ella.

Tenía que calmarse, pero ahora que había llegado el momento de despedirse estaba deseando explorar esas nuevas sensaciones.

Posiblemente él se dio cuenta porque tomó un rizo y se lo colocó detrás de la oreja. El roce fue un alivio más que una sorpresa, como una prueba tangible de que la atracción era mutua, que no estaba imaginándolo. En lugar de apartarse, se quedó inmóvil, disfrutando del roce de su mano, queriendo arquear el cuello hacia él.

–Ha sido algo inesperado –murmuró.

–Y muy agradable –convino él.

¿Sabría Carter que aquel era un momento excitante para ella? ¿Que allí, a su lado, en medio de la jungla, bañada por las estrellas, estaba experimentando la mayor emoción que había experimentado nunca?

Nada se parecía a la conmoción de su compañía, de su contacto. Y si supiera cómo, se acercaría un poco más, levantaría la cara para rozar sus labios…

Carter se sintió tentado de bajar la cabeza y saborear esos labios. Más que tentado. Quería apretar ese cuerpo esbelto contra el suyo, hundirse en esa belleza cautivadora…

Pero ella no estaba acostumbrada a eso; Carter tenía suficiente experiencia como para darse cuenta.

Y supo que se arrepentiría.

No de estar con él, sino de su fría partida por la mañana.

Estaba a punto de sucumbir, pero el griterío de los monos, que parecían estar pendientes de la escena, lo hizo entrar en razón bruscamente. En lugar de besarla y hacer más, mucho más, Carter se apartó.

–Buenas noches, Grace.

–¿Nos veremos a la hora del desayuno?

–Tal vez, pero me marcho mañana. Que duermas bien.

Vio su expresión confusa, sus mejillas ardiendo. Pero era mejor así, ¿no?

Estaba allí para reunir información. Allí, en aquel sitio que odiaba. Además, ella no sabía que solo podía darle sexo. No tenía nada más que dar.

Grace necesitó dos intentos para meter la maldita llave en la cerradura. Se sentía humillada porque el hombre más sexy que había conocido nunca la enviaba a la cama sin darle siquiera un beso. Pero, acostumbrada a ocultar sus sentimientos, logró esbozar una sonrisa.

–Buenas noches, Carter.

Cuando cerró la puerta, la brisa del ventilador no la refrescó ni la tranquilizó. Se sentía incómoda por haber malinterpretado las cosas de forma tan espectacular. Gimió al recordar cómo le había mostrado los vídeos de elefantes y luego le había hablado de su madre.

No era de extrañar que no hubiera tenido una cita en mucho tiempo, o que no la hubieran besado en…

Ni siquiera podía recordarlo.

En realidad, sí podía. Un chico en la facultad de Magisterio. Pero ni siquiera recordaba su nombre.

Carter besaría mucho mejor, estaba segura.

Se metió en la ducha, pero el agua fresca no podía apagar su sofoco. Se lavó el pelo y se aplicó acondicionador… pero era ese sitio entre sus piernas lo que ansiaba atención. Sus pechos, pequeños, parecían más grandes y el cosquilleo entre los muslos no desapareció cuando se envolvió en una toalla.

Por supuesto que él no la deseaba. Solo había estado pasando el rato.

Le ardían las mejillas mientras se cepillaba los dientes frente al espejo del lavabo, deseando que Carter estuviera detrás de ella, que la tocase. Deseando que la noche hubiese terminado de otra manera.

Los monos corretearon por el techo de la villa durante un rato, pero pronto incluso ellos se rindieron y Grace se metió en la cama, enfadada consigo misma.

Deseaba que Carter Bennett la hubiera besado. Había estado tan segura de que iba a hacerlo.

Luego, al borde del sueño, cuando sus defensas se debilitaron y se permitió vagar por los pasillos desprotegidos de su mente, se atrevió a admitir algo más.

Deseó que hubiera sido algo más que un beso…

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Las pesadillas habían vuelto.

Después de más de dos décadas de ausencia, habían regresado. Como siempre, empezaban de forma benigna. Estaba paseando tranquilamente por el aeropuerto de Kuala Lumpur cuando oyó la voz de su padre:

«¡Carter, mira!».

Desconcertado, se dio la vuelta y vio a Grace, vio su pasaporte tirado en el suelo.

Al igual que la primera vez, decidió que no era su problema, pero luego lo pensó mejor.

–¡Grace! –la llamó–. ¡Grace! –gritó de nuevo, y entonces recordó que ella no podía oírlo.

En lugar de un banco del aeropuerto, estaba tumbada sobre un altar de cristal. Había una densa jungla entre ellos y su pasaporte se hundía en el agua.

Debía advertirle que nunca llegaría a casa si lo perdía. Que no debería adentrarse en la jungla. Que si lo hacía…

Incluso dormido, Carter no se permitió completar ese pensamiento.

Incluso dormido, se negaba a recordar.

Despertó de golpe, como se había entrenado a hacer décadas atrás, y miró alrededor.

Por suerte, tardó menos de un segundo en orientarse: las vigas de madera oscura y el ruido de fondo de una jungla que nunca estaba en silencio.

–¡Maldita sea!

Se levantó de la cama, lamentando su decisión de regresar, especialmente por el río.

Había deseado a Grace desesperadamente, pero él era un canalla y lo sabía. De modo que, en lugar de acostarse con ella, había tenido unas palabras con esos ejecutivos…

Pensó que un baño podría animarlo, de modo que buscó unos pantalones cortos y se ató un pareo en las caderas. Le dolía la cabeza y la humedad de la jungla no aliviaba el dolor.

Ni siquiera había amanecido, pero el día ya le parecía demasiado largo.

 

 

Grace no estaba mucho mejor.

Seguía enfadada consigo misma, pero Carter le había dicho que se iba aquel día y, con un poco de suerte, no tendría que volver a verlo.

–¡Buenos días! –Arif la saludó con una sonrisa–. Felicity vendrá enseguida. Y esta noche habrá una sorpresa, ella te lo contará.

–Ah, gracias.

–Buenos días, Carter –dijo Arif entonces, mirando por encima de su hombro–. ¡Por fin!

–Hola, Arif.

Grace pensó que estaba preparada para volver a verlo, pero no era verdad. Mojado, solo con un pareo atado a la altura de las caderas, era demasiado para esa hora tan temprana. Tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar los brazos largos y musculosos, el abanico de vello oscuro en su torso.

–Buenos días.

Grace esbozó una sonrisa que desapareció al ver sus ojeras. Estuvo a punto de preguntarle si se encontraba bien, pero Carter no le devolvió el saludo. Solo asintió vagamente con la cabeza antes de volverse hacia Arif.

–Voy a traer café para los dos.

Apretando los dientes, Grace se dirigió al embarcadero. ¿Por qué estaba siendo tan antipático? ¡Tampoco era como si se hubiera echado en sus brazos!

–¡Aquí está Grace! –Felicity parecía claramente ansiosa por empezar la jornada–. Bueno, ya estamos todos.

Grace vio a Carter y a Arif sentados uno frente al otro en el comedor, pero enseguida miró hacia otro lado. Era su última excursión en barco. Al día siguiente harían una excursión a pie por la jungla y no quería desperdiciar el hermoso día. No quería seguir pensando en Carter.

Mientras el barco avanzaba lentamente por el río, la belleza del nuevo día la saludó. Las garzas rozaban el agua y los árboles rebosaban de vida. Observar a los monos plateados jugando alegremente, columpiándose sobre las ramas, debería hacer que se olvidase de él.