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Reclamada por el hombre. ¿Coronada por el rey? El futuro rey Sahir tenía que casarse porque ese era su deber, no por amor. Pero tras pasar una noche inolvidable con Violet, una hermosa desconocida, se dio cuenta de que ansiaba algo más en su vida. Los fotografiaron sin que se dieran cuenta, y se llevaron a Violet al desierto para minimizar los daños a la familia real. Violet estaba furiosa, sobre todo por la reacción de su cuerpo al estar aislada con el único hombre que la había tocado. Su proximidad era un delicioso tormento. Ella sabía que su pasado familiar la impediría ser reina, a no ser que la profunda conexión con Sahir lo convenciera de que debía incumplir las leyes del reino.
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Seitenzahl: 183
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
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© 2024 Carol Marinelli
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Será reina, n.º 3153 - abril 2025
Título original: She Will Be Queen
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9791370005405
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Ve más despacio, Sahir.
Sahir se volvió. Se sintió aliviado al ver que los escalones excavados en la roca fueran tan estrechos porque así no podía hablar con su madre, que iba detrás de él a considerable distancia.
Anousheh, reina de Janana, no iba vestida adecuadamente para aquel paseo. El viento le metía el negro cabello en los ojos y el elegante vestido le impedía subir cómodamente. Por supuesto, su excéntrica madre iba maquillada e incluso llevaba joyas en el calzado.
Sahir retrocedió y le tendió la mano.
–¿Por qué llevas babuchas?
–Son mi calzado para andar –contestó ella sonriendo.
A Sahir no le apetecía estar allí, no solo porque, a los trece años, se sentía mayor para el picnic anual con su madre, sino porque, cuando llegaran a la cima, tendría lugar una conversación incómoda.
Como heredero del trono de Janana, se pasaba los veranos recibiendo clases sobre los protocolos y las leyes del país, y hacía unos años que había descubierto que su madre tenía un amante.
No se lo dijo a nadie, pero, aquel verano, sus hermanos menores lo dedujeron por sí mismos, debido a la conducta desinhibida de su madre. Había que decirle algo.
–Tienes que hacerlo tú –dijo Ibrahim–. Un día, serás rey.
–Mamá va a dejar a papá –dijo Jasmine sollozando–. Pobre papá.
–No lo hará. Como reina, no ha hecho nada malo –respondió Sahir. La ley establece que puede tener un confidente. Además, es posible que papá…
Se calló bruscamente para no decir que al rey se le permitía tener una segunda esposa, para no entristecer más a su hermana y porque no quería imaginarse que su austero padre fuera a hacer uso de dicha prerrogativa.
–Papá debería ser más amable. Siempre está triste y enfadado –afirmó Ibrahim.
–Le preocupan muchas cosas –le recordó Sahir–. Son tiempos difíciles. El rey debe centrarse en mantener el país en paz, no en los dramas que tengan lugar en el palacio.
Se habían criado oyendo a su madre decirle a su padre, cuando creía que no le hacía caso, que se iba a ir con su confidente, porque al menos él la escuchaba, se fijaba en lo que llevaba puesto…
Las cosas habían llegado a un punto crítico ese verano.
Ibrahim había visto a su madre una noche engalanada y enjoyada y ella le había pedido que no se lo dijera a nadie. Y Jasmine, tras haber tenido una pesadilla, había intentado entrar en el dormitorio de la madre, pero estaba cerrado con llave.
–Tardó mucho en abrirme y no me dejó entrar, sino que me mandó de nuevo a la cama.
Lo más preocupante era que Sahir había visto la agria expresión del rostro de Aadil, cuando había llegado un lujoso paquete para la reina. Aadil era el oficial encargado de proteger a Sahir, así como el consejero del rey. Si aquello llegaba a sus oídos, habría problemas.
Su madre llegó a la cima sin aliento.
–Déjame descansar un momento, Sahir –dijo mientras él extendía las mantas. Ella sonrió–. ¡Cuántas cosas has traído! Está bien que hayas aprendido a hacerlo sin la ayuda de los criados.
–En el colegio me hacía la cama –contestó él, mientras le servía agua fría–. Toma.
–Gracias. Lo que quiero decir es que es estupendo que puedas conocer estos sitios tan especiales.
Sahir se contuvo para no poner los ojos en blanco. El año anterior habían explorado ruinas de castillos; el anterior, cuevas.
–Los lugares a los que me llevas son prácticamente inaccesibles.
–Exacto –su madre sonrió–. Así puedes hacer cosas sin que los demás se enteren. Tal vez un día desees tener cierta intimidad.
Mientras comían y bebían té helado, su madre intentó que le hablara de su vida en Londres, de lo que estudiaba y de sus amigos.
–Es una pena que Carter no haya venido este año.
–Está pasando el verano en Borneo con su abuelo.
–Pobre Carter. Perder así a toda la familia –ella suspiró–. ¿Habla de ellos?
–Nunca –contesto Sahir negando con la cabeza. Hacía unos años, la madre y el hermanito de Carter habían muerto al ser atacados por un cocodrilo, y el padre lo había hecho al intentar salvarlos. Sahir lo supo por la prensa y por lo que se comentaba en la escuela. Su amigo no hablaba de ello.
–A veces parece que los ha olvidado.
–De ninguna manera –dijo su madre–. Procura ayudarlo, Sahir. Invítalo siempre en vacaciones y cuando celebremos algo. Habla tú de ellos.
–Lo he intentado.
El desierto se extendía detrás del palacio y el mar golpeaba las rocas bajo ellos. Sahir contempló la ciudad. Janana era una tierra de contrastes: hermosa y feroz, delicada y salvaje.
Conocía la historia de su padre y estaba orgulloso de él, a pesar de que se mostrara distante. El rey Babek se había esforzado mucho para conseguir que la capital fuera un importante centro comercial, con modernos hospitales, hoteles y tiendas de diseño, a pesar de la oposición de los miembros más ancianos del Consejo. Pero la pasión de su madre eran la ciudad vieja y el desierto.
Ambos contemplaron el palacio, en el que se veían las cicatrices de la historia. Hacía siglos, un terremoto había devastado Janana. Un ala del palacio había quedado en ruinas. Murieron la reina y muchos empleados. Poco después, el rey se suicidó, lo que produjo un caos aún mayor y más disturbios en el país. La línea sucesoria cambió, al igual que varias leyes referentes al matrimonio, para asegurar que no volviera a suceder una tragedia similar. Cualquier futuro rey solo debería tener una pasión: el reino de Janana. El amor era para la gente común, no para los reyes.
–Hace daño a la vista –dijo la reina contemplando el ala destruida.
–Es un recordatorio. El corazón de un gobernante solo puede pertenecer a su país.
–Voy a intentar que se reconstruya el ala y que el palacio recupere su antigua gloria.
Su madre siempre tenía grandes planes.
–Sahir, sé que el amor está prohibido para un monarca, pero creo que el corazón se debe compartir.
–Sí, con los súbditos.
–Escúchame. Que vayas a ser rey no significa que debas estar de acuerdo con todo lo que los ancianos…
–No siempre lo estoy –la interrumpió Sahir.
Era un tema con el que siempre se enfrentaba.
–Estoy aprendiendo a ser rey, aún no lo soy. Hasta entonces, tendré que aceptar las enseñanzas que recibo –se volvió a mirarla–. Tú lo haces, sobre todo si te conviene.
–¿Qué?
–Pecas de indiscreta –ya estaba dicho.
–¿Qué dices, Sahir? –lo miró con curiosidad, como si no entendiera la advertencia.
Sahir le sostuvo la mirada, sin sonrojarse. Tampoco dejó que entreviera el esfuerzo que le suponía aquella conversación. Habló con voz profunda, como la de un hombre, con la esperanza de que no se le quebrara.
–No hay lugar en el palacio para un descarado confidente.
–Ay, Sahir –dijo ella riendo hasta que se le saltaron las lágrimas–. A veces eres tan formal como tu padre.
–¡Es el rey!
–Sí, tienes razón.
–Mamá, por favor –la voz le falló–. Ten más cuidado.
Ella lo agarró de la barbilla.
–Has hecho bien en hablar conmigo –afirmó ella agarrándolo de la barbilla–. Lo tendré en cuenta. Ahora vamos a disfrutar de nuestra comida. Mañana te vas a Londres, de vuelta al colegio.
Sahir asintió, pero después frunció el ceño. A su madre le salía sangre por la nariz.
–Estás sangrando.
–Es por la subida –dijo ella tomando una servilleta–. ¿Hay hielo?
–Claro –respondió Sahir, que se sentía fatal–. No debería haberte dicho nada.
–Estoy bien –le echó el brazo por los hombros, como si supiera lo que le estaba costando aquella conversación–. Sé que has sido valiente al hablar conmigo.
–¿Tendrás más cuidado?
–Todo irá bien –contestó su madre sonriendo.
Tres semanas después fueron a buscar a clase a Sahir para decirle que su madre estaba gravemente enferma.
En el vuelo de vuelta a su casa, lo informaron de que la reina había muerto.
He tomado una decisión.
La grave voz del príncipe heredero de Janana hizo que su equipo se levantara y le hiciera una reverencia. Su aparición en las puertas del comedor era inesperada, pues se suponía que debía de estar en el piso superior preparándose para acudir a una boda.
Su casa de Belgravia era elegante: un edificio de estuco blanco con un jardín en la parte posterior, con un ascensor para subir a la casa que era lo bastante grande para tener pisos para los empleados.
Cuando Sahir estaba en Londres, era su hogar. Ahora, no se lo parecía.
El comedor, donde normalmente celebraba recepciones o cenas privadas, esa mañana hacía las veces de sala de reuniones.
Al bajar de la habitación, Sahir se había encontrado con empleados del palacio que llevaban al vestidor el traje que se pondría al día siguiente.
Dado que su residencia principal era el palacio, estaba acostumbrado al ir y venir del personal, pero en Londres tenía sus propios empleados y al equipo que lo acompañaba.
La llegada del personal de palacio le parecía una intromisión. No solo habían llegado horas antes de lo previsto, sino que Aadil, el consejero del rey, iba con ellos.
Aadil era una espina que Sahir llevaba clavada desde la infancia. Tenía muy pocos recuerdos agradables de él.
–Alteza –lo saludaron al cruzar la habitación y sentarse en la cabecera de la mesa.
A pesar del negro cabello mojado y de no haberse afeitado, era indudable que Sahir era la máxima autoridad. Indicó a su equipo que se sentara.
–Hoy solo se requiere un mínimo de medidas de seguridad. ¿Qué más? –se volvió hacia Pria, su secretaria.
–Hay que revisar algunas cosas para mañana –dijo ella entregándole el plan puesto al día–. Tenemos que salir diez minutos antes.
Sahir le echó una ojeada sin perder detalle y observó que se habían añadido algunas cosas bajo los nombres de algunos de los invitados del día siguiente, pequeñas ayudas para la conversación.
Los reyes de un reino vecino habían sido abuelos. Bueno era saberlo, los felicitaría. Siguió leyendo. Había fallecido el cuñado de un sultán. Le daría el pésame en nombre de Janana.
–Señor, si se presenta la oportunidad…
Aadil comenzó a hablar de otros miembros de familias reales europeas que acudirían al día siguiente.
–Hay un precioso regalo que le han mandado por su cumpleaños, un ánfora de oro. Tal vez pueda mencionarlo –se volvió hacia Pria–. ¿Hay una foto?
–No hace falta –Sahir levantó la mano para evitar que Pria la buscara en la tableta–. Solo los saludaré brevemente –miró a Aadil–. Vas a conseguir que la gente crea que tramo algo.
Maaz, el funcionario encargado de su seguridad se contuvo para no sonreír, al igual que Pria.
–¿Señor…? –Aadil frunció el ceño.
–Creía que un miembro de la familia real de Janana debería ser circunspecto y no dedicarse a ir de un lado a otro estrechando manos y mostrándose efusivo.
–Es una línea muy fina, señor.
–Para mí no –dijo Sahir con la gravedad y severidad de su padre. Podía ser tan grave y severo como él, incluso más.
La muerte de su madre lo había destrozado y le había enseñado las ventajas de comportarse con extremada frialdad y disimular sus emociones. Su corazón era impenetrable para todo el mundo.
A diferencia de su padre, no consultaba a sus consejeros lo que iba a hacer ni se reunía con Hakaam, el adivino que leía el futuro en el cielo. Confiaba en sí mismo. Si necesitaba orientación, se iba solo al desierto y se sentaba a meditar, en vez de buscar respuesta en las estrellas.
–Una conversación amable, señor –insistió Aadil.
–No soy amable, pero sí un caballero, por lo que saludaré a todos respetuosamente.
Revisaron el resto de los planes del día siguiente. Saldría de casa a las diez y se uniría al desfile de coches cuarenta y ocho minutos después. A las seis estaría de vuelta. El vuelo a Janana saldría a las once.
Tras dar las gracias a todos, fue a levantarse, pero Aadil no quiso dejar así las cosas. Era evidente que le seguían preocupando las medidas de seguridad.
–Alteza, debo insistir en la notoriedad de tales invitados. Sería negligente por nuestra parte no aumentar las medidas de seguridad.
–La ceremonia de hoy es privada. La recepción es poco más que una cena, en un recinto cerrado, con un selecto grupo de invitados.
Carter Bennett, con quien mantenía una larga amistad, se había casado hacía unas semanas con una mujer a la que apenas conocía. La feliz pareja iba a celebrar la boda de manera íntima en Londres. El banquete posterior sería tan discreto que, de no haber estado en Londres por asuntos de negocios, Sahir tendría que haberse esforzado para justificar su presencia. Su agenda había jugado a su favor, por lo que había accedido a ser el padrino de Carter. No tendría un gran cometido: acudir a la residencia de la madre de la novia para cortar la tarta y, después, ir a un restaurante vecino. Todo sería tan informal que ni siquiera debía preparar un discurso.
–Carter ya ha tomado medidas de seguridad –dijo a Aadil–. De todos modos, ha elegido el restaurante pensando en mis necesidades –se volvió hacia Maaz, quien, junto con otra funcionaria llamada Layla, eran los encargados de protegerle ese día–. ¿Os parece bien?
–Se ha examinado a los invitados –dijo Layla asintiendo–. Carter sabe que no debe mencionar su título, Alteza. Se ha revisado el restaurante y ahora está sometido a vigilancia. Yo me encargaré de hacerlo en cuanto lleguen los novios. Maaz va a ir a la residencia de ancianos.
–Excelente. Y como ya he dicho, hoy las medidas de seguridad deben ser mínimas.
Lanzó a Aadil una mirada de advertencia, casi desafiándolo a que lo contradijera.
–Alteza… –dijo este asintiendo.
Sahir despidió a parte de su equipo, que tendría libre ese día, pero se quedaron algunos miembros, además de Aadil.
Había un último asunto que tratar antes de que Sahir fuera a vestirse.
Faisal, el mayordomo, colocó una tarjeta de felicitación nupcial frente a él. Sahir fue a firmar con la pluma que utilizaba para los asuntos reales, pero vaciló, ya que se trataba de algo personal.
Había tan pocos detalles personales en su vida que, aunque aquello no importara, pidió su bolígrafo preferido, un regalo de Carter al cumplir veintiún años.
–¿Cómo se llama la novia?
–Grace –respondió Faisal–. Aunque puede poner sencillamente «a los recién casados».
–Gracias.
Odiaba escribir tarjetas de felicitación. Normalmente solo debía firmarlas, pero se trataba de Carter.
Escribió que les deseaba un feliz futuro y firmó sin mencionar su título, mientras Faisal le explicaba qué regalo de bodas se había elegido.
–Un candelabro de oro y plata de la colección Setareh. Las arandelas representan…
–Gracias –lo interrumpió Sahir.
Conocía la colección. Tenía varias piezas allí, en Londres. Esperaba que, en caso de divorcio, el novio se quedara con él, pero no lo dijo. Se limitaba a charlar de forma intrascendente y nunca hablaba de temas personales con nadie. Detestaba dar a conocer quién era.
Carter, un buen arquitecto, estaba haciendo planes con él para restaurar el palacio, y apreciaría el valioso regalo más que la mayoría.
Una vez solucionado el asunto de la tarjeta y el regalo, se dirigió a la suite.
En el vestidor, Faisal le tendió la ropa.
–Es una pena que solo se trate de una tranquila cena y algunas fotografías. Me habría gustado una verdadera boda inglesa.
–Ya ha estado en muchas, Alteza –respondió Faisal mientras lo ayudaba a ponerse el chaqué y le colocaba la flor en la solapa. Sahir la miró. Era de color lila, demasiado grande e incluso poco elegante. Se trataba de un jacinto de agua llevado desde Borneo para la ocasión. Carter le había dicho que la novia había insistido en que se lo pusiera. A los nuevos ricos se les daba muy bien exigir.
Después de vestirse, Sahir se dispuso a ir a recoger al novio.
–Maaz y yo estaremos frente a la residencia –dijo Layla repasando con él los últimos detalles– y, después, en el restaurante. Si llegan los medios de comunicación o hay problemas de seguridad…
–No los habrá –estaba convencido, pero entendía que el personal tuviera que estar seguro, por lo que prestó atención a Layla, mientras le decía cuál era el nuevo código de seguridad para el jardín privado y el camino de salida del restaurante.
Sahir lo memorizó mientras se guardaba en el bolsillo la llave, por si fallaba el código.
Le sonó el móvil. Era Carter quien llamaba.
–Ahora mismo salgo –le dijo Sahir.
–Cambio de planes. Nos vemos en la residencia. Grace quiere que estemos un rato con su madre antes de cortar la tarta, para asegurarse de que está tranquila.
–De acuerdo.
–Sé que crees que todo esto se debe al testamento de mi abuelo…
–Carter, da igual lo que crea.
–Sé que no eres partidario del matrimonio.
–Tú tampoco lo eras.
–La gente cambia.
Sahir no pensaba hacerlo ni tampoco quería un matrimonio de conveniencia ni, desde luego, uno por amor. Había conseguido retrasar el asunto. Había llegado a un acuerdo con su padre: hablarían del tema del matrimonio cuando cumpliera cuarenta años.
Aunque solo tenía treinta y cinco, le parecía que el momento estaba muy próximo.
–Has tenido que elegir esposa. Y estoy seguro de que has elegido bien.
–Así es. Y tú también tendrás que elegir a la segunda.
–Cierto –contestó Sahir sin dar importancia a la broma. Su amigo no entendía las costumbres de Janana–. Sabes que te deseo lo mejor, Carter.
–Lo sé, pero ¿no podrías deseárselo también a Grace?
–Por supuesto –no mentía. Esperaba que ambos obtuvieran lo que necesitaban de aquella unión–. Os deseo lo mejor. Con respecto a los discursos, ¿estás seguro de que no quieres…?
–Es una cena informal. No hace falta dar discursos. Nos vemos en la residencia. Y gracias por estar hoy aquí. Significa mucho para mí.
Sahir frunció el ceño al colgar. Parecía que el matrimonio verdaderamente significaba algo para Carter, pero recuperó el cinismo de inmediato. Era evidente que aquello no tenía nada que ver con el amor.
Salió conduciendo del garaje. Atravesó el centro de Londres y se dirigió a las afueras. De vez en cuando miraba por el espejo retrovisor para comprobar que Layla lo seguía. Maaz, como habían acordado, ya había aparcado delante de la residencia.
Sahir entró en el aparcamiento del edificio, seguido de Layla, que aparcó a una distancia prudencial. Miró a su alrededor buscando a Carter. En ese momento llegó un taxi. Vio que Layla lo observaba con detenimiento, lo cual lo molestó. ¿Por qué se consideraba a todo el mundo una amenaza? Ya habían examinado a los invitados.
Layla le mandó un mensaje: Es Violet Lewis, dama de honor.
Sahir estuvo a punto de contestarle que ya se lo había imaginado al ver el vestido de seda violeta y los zapatos de tacón que llevaba. La mujer tenía la piel muy blanca, sobre todo teniendo en cuenta que estaban a principios de septiembre. Llevaba el rubio cabello recogido y un bolso colgado de la muñeca, del que sacó el móvil para pagar al taxista. Parecía contenta y despreocupada.
Sahir la observó, mientras sacaba una caja envuelta en papel de plata con muchos lazos. La mujer rio ante un comentario del taxista. Sahir tuvo la tentación de bajar un poco la ventanilla no tanto para oír lo que decían, sino el sonido de la risa. Ella se despidió del taxista y cruzó el aparcamiento. Llevaba los hombros al aire y se movía con gracia.
Sahir siguió en el coche, sin ganas de entablar conversación con la dama de honor, que miraba por la puerta de cristal. Los novios no debían de estar a la vista, ya que les mandó un mensaje.
En cuanto el taxi se marchó, el comportamiento de ella cambió. La mayoría de las mujeres se habría dedicado a comprobar su aspecto en un espejo o a dar algunos pasos mientras esperaba. En lugar de eso, ella se apoyó en la pared y cerró los ojos.
La apariencia brillante y alegre dio paso a la de una figura solitaria con un vestido precioso. Una figura triste, incluso, pues se había llevado la mano al estómago como si quisiera calmarse. Hablaba en voz baja, como una actriz ensayando el papel.