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Un acuerdo temporal Lynne Graham Un acuerdo temporal… con una consecuencia permanente Alana Davison, tímida doncella de hotel, estaba desesperada por saldar una deuda familiar. Tanto que, cuando descubrió que el magnate griego Ares Sarris necesitaba una esposa, se decidió a hacerle una escandalosa sugerencia: si Ares la ayudaba con su deuda, ella se convertiría en su esposa de conveniencia. Para Ares, Alana se convirtió en una magnífica solución. Su matrimonio le permitiría asegurarse la herencia que su ilegitimidad le había negado hasta entonces. Sin embargo, el inconveniente era la química que ardía entre ellos. Por sorpresa, Alana le comunicó que, nueve meses más tarde, su ordenada vida iba a ponerse patas arriba por la llegada de un bebé… Matrimonio de papel Joss Wood ¡Su esposa de conveniencia quería negociar el nacimiento de un heredero! El matrimonio sobre el papel de Millie Piper con el director ejecutivo Benedikt Jónsson le supuso poder controlar su vida. Ahora deseaba tener un hijo, así que lo correcto era pedirle a Ben que se divorciaran. Pero cuando se quedó atrapada en la casa de Ben por una tormenta, descubrió la atracción que sentía por su esposo de conveniencia. A Ben, un lobo solitario, la petición de divorcio que le hizo Millie le provocó un peligroso deseo. La intimidad de tenerla consigo en su lujosa casa en Islandia amenazaba su implacable dominio de sí mismo, pero no fue nada comparado a la conmoción que le causó lo que le pidió después: ¡que fuera el padre de su hijo! La reputación del siciliano Lorraine Hall Una vez desvelado el secreto… ¡El heredero debía ser reconocido! Dos años después de disfrutar de una tórrida aventura con Brianna Andersen, Lorenzo Parisi descubrió que había tenido un hijo. Y el mundo que tanto se había esforzado en construir después de una traumática infancia estalló por los aires… Brianna no averiguó que Lorenzo era millonario ni que tenía una dudosa reputación hasta que se enteró de que estaba embarazada. Temiendo que pudiera hacerle daño, decidió ocultar la existencia de su hijo. Al descubrirlo, Lorenzo reclamó sus derechos como padre. Y al comprobar que la química que había entre ellos no había disminuido, Brianna supo que lo que verdaderamente estaba en peligro era su corazón… El valor de la verdad Michelle Smart La catedral de Florencia, un vestido de cuento de hadas… ¡Y una novia a la fuga! Al descubrir que su prometido, el multimillonario Enzo Beresi, recibiría su herencia si se casaba con él, Rebecca Foley decidió abandonarlo en el altar. Se negaba a casarse con un hombre que no compartía sus secretos con ella. La inocente Rebecca estaba destrozada, pero no era capaz de romper el vínculo que la unía a Enzo. Por eso, decidió concederle veinticuatro horas para que se sincerara por completo. El atractivo italiano juraba que sus sentimientos hacia Rebecca eran auténticos, pero ¿se atrevería ella a creer en él lo suficiente como para ceder a la tentación de disfrutar juntos su noche de bodas?
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Seitenzahl: 783
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 391 - mayo 2024
I.S.B.N.: 978-84-1062-867-0
Créditos
Un acuerdo temporal
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Matrimonio de papel
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
La reputación del siciliano
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
El valor de la verdad
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
El magnate griego Ares Sarris era, además de multimillonario, un hombre muy solitario. Con motivo de la boda de los Durante, había desplegado a su equipo de guardaespaldas para que se aseguraran de que todo el mundo mantuviera las distancias. No le gustaba admitir que el rumor de que era un antisocial era cierto… aunque así lo fuera. Su pálido cabello rubio platino relucía bajo las luces mientras que sus ojos oscuros se mostraban serios y su fuerte y masculino rostro, tenso.
Le había costado mucho llegar hasta donde estaba. Había nacido en las callejuelas de Atenas, hijo de una madre adicta a las drogas y de un hombre rico que se negaba a aceptar la responsabilidad de sus errores. Uno de sus primeros recuerdos era el momento en el que su propia madre, antes de abandonarlo para siempre, le gritaba que había sido un error en su vida. No le gustaba rememorar con frecuencia aquellos días porque su infancia había sido muy oscura.
Efectivamente, su vida era mucho mejor en el presente, por eso no le gustaba mirar atrás. Ya nadie le decía lo que tenía que hacer ni lo insultaban ni lo pegaban. No se comportaban como si el altísimo cociente intelectual de Ares fuera una especie de defecto infernal o una bendición que no se merecía. ¿Por qué? Era demasiado rico para ser así de vulnerable y eso le hacía sonreír, dado que solo se decidió a hacer dinero a la edad de dieciocho años para serntirse seguro.
Sin embargo, su inmensa fortuna no había servido para proteger a Ares de que una anciana, amargada y esnob a la que nunca había conocido le obligara a hacer algo que no deseaba. Para heredar la casa familiar de los Sarris como el bastardo que era, tenía que casarse. ¡Casarse! Aquella perspectiva era, para un hombre tan reservado como Ares, tan deseable como meter la mano en un fuego ardiendo y aquella vieja bruja vengativa lo sabía. ¿Por qué si no había decidido incluir su abuela aquella cláusula en su testamento? La ley le impedía dejar la mansión a nadie que no fuera el último Sarris que seguía con vida, por lo que había decidido incluir que dicha propiedad debería recaer en «Ares y su esposa».
Katarina Sarris había sido consciente de que Ares, sincero hasta la médula en la única entrevista que había concedido a la prensa a la edad de diecinueve años tras conseguir su primer millón, había jurado que nunca se casaría. Nunca había conocido a su abuela, pero Ares ansiaba poseer la casa en la que residía la historia de la familia que lo había estado ignorando a lo largo de toda su vida. El terrible accidente de avión en el que fallecieron su padre y sus medios hermanos fue lo que, por fin, le permitió ser reconocido públicamente como un Sarris.
El hecho de que su padre hubiera negado absolutamente su existencia hizo que se rompiera algo dentro de él y que le advirtiera de que su profunda necesidad por verse reconocido era una peligrosa debilidad. Por medio de pruebas de ADN, los abogados de la familia tuvieron que reconocer que Ares era un Sarris y se aseguraron de que la familia se ocupara de su educación. La abuela, escandalizada por los orígenes de Ares tal y como una mujer tan engreída podía sentirse, se negó a conocerlo. La repentina muerte de su padre y sus hermanos le dio a Ares el reconocimiento que se merecía por ser un Sarris, pero, por desgracia, esto no le reportó la cálida bienvenida que Ares había esperado por parte de su familia paterna.
Se había dicho hacía mucho tiempo que ya no necesitaba aquella bienvenida, dado que era un hombre adulto, pero aquella casa, la casa de sus ancestros por parte de padre, no debería negársele por la estúpida cláusula de un testamento. Por supuesto, podría haber recurrido a los tribunales y para invalidar el testamento de su abuela, pero Ares se negaba a permitir que su sórdido pasado quedara al descubierto en un juzgado. Durante su infancia y su adolescencia, había sufrido unas profundas humillaciones, por lo que decidió que no volvería a someterse nunca más a algo tan vergonzoso y angustioso. No. La solución a tan espinoso problema sería simplemente casarse con una desconocida para cumplir los términos del testamento de una manera discreta, limpia y rápida.
Aquel pensamiento transportó a Ares de vuelta al presente. Dejó escapar un gruñido y comenzó a pasear como un león enjaulado junto al lago ornamental del hotel. Verena Coleman, su futura esposa, era tan solo un peón en su determinación por heredar aquella propiedad, pero había exigido reunirse con él en secreto. El hecho de que aquella mujer le exigiera algo a él lo enojaba profundamente. Hasta aquella noche, no la había conocido en persona a pesar de que iba a convertirse en su esposa antes de que acabara el mes. Sus abogados se habían ocupado de todas las gestiones. Ella había firmado un contrato blindado, muy complejo, y por una bonita cifra se presentaría en el altar y comenzaría a fingir que era su esposa.
Durante un instante, a Ares le pareció ver que algo se movía entre la oscuridad de los árboles. Levantó la voz en griego para saber si alguien se escondía allí, para hacerlo después en italiano dado que se encontraba en Italia. El silencio fue su respuesta, por lo que se encogió de hombros y pensó que no había allí nadie más que él.
Entonces, oyó el sonido de unos tacones femeninos que caminaban sobre el sendero que llevaba a la playa y frunció el ceño. Verena le había impuesto su presencia durante la recepción que había tenido lugar durante el fin de semana, lo que le había exasperado profundamente. Estaba ataviada con un vestido muy provocativo, que él consideraba vulgar y representativo de todo lo que le disgustaba en una mujer, pero, a pesar de todo, ella iba a convertirse en su esposa antes de que acabara el mes. Apareció frente a él, muy sonriente, y exhibiendo un profundo escote. Era una morena de rotundas curvas, proveniente de una familia aristocrática inglesa, pero, si había algo de refinamiento en su sangre azul, este no se mostraba en la superficie. Sus abogados no habían acertado al elegirla.
–¡Ares! –ronroneó mientras se apresuraba a alcanzarlo como si fueran amigos de toda la vida, cuando prácticamente ni se conocían.
–Te dije que todo lo que tuvieras que preguntar, lo hicieras a través de mis abogados –le recordó él–. ¿Por qué necesitas hablar conmigo en persona?
–Eso es algo de lo que solo tú puedes ocuparte –anunció ella haciéndose la importante–. Me temo que estoy metida en un pequeño lío. Estoy embarazada.
–¿Embarazada? –exclamó Ares con incredulidad–. Eso significa que has roto el contrato que firmamos…
–¿Y por qué iba a importar eso? –le replicó Verena muy indignada–. No es que el sexo esté incluido en nuestro acuerdo. De hecho, ni siquiera estás pensando que compartamos la misma casa.
–Si me caso contigo cuando estás embarazada, se supondrá que ese niño es mío, lo que implica una serie de complicaciones legales que no estoy dispuesto a asumir en estas circunstancias. No quiero que ese niño se acerque a mí en el futuro creyendo que yo soy su padre. No quiero que ese rumor nos persiga toda la vida.
–Entonces, ¿significa eso que me estás pidiendo que termine con este embarazo?
Ares levantó la barbilla.
–No se me ocurriría pedirle algo así a ninguna mujer, ni quiero que nadie tenga que hacer ese sacrificio en mi nombre. No. Es mucho más sencillo que eso. Tú has roto el contrato. Por lo tanto, nuestro acuerdo ha terminado.
–¡No me puedes hacer esto! ¡Contaba con ese dinero! –le espetó Verena llena de furia.
Ares guardó silencio porque, en realidad, no tenía nada más que decir. Verena ya había recibido una cantidad de dinero muy jugosa simplemente por firmar el contrato.
–¡Pero tú necesitas una esposa antes de que acabe el mes! –le recordó, muy alterada.
–No eres la única mujer que estaría dispuesta a casarse conmigo por conveniencia a cambio de un precio –replicó él.
Verea comenzó a insultarle y se marchó. Ares se sintió totalmente defraudado. Había sido un error no reunirse personalmente con ella antes de firmar el contrato. La elección de sus representantes legales no le había gustado en absoluto. Verena era demasiado ignorante. Por supuesto, tan solo habría sido una esposa falsa, pero Ares no quería que una mujer así llevara su apellido y apareciera en los medios de comunicación como su pareja. Por suerte, el contrato que habían firmado la obligaba a permanecer en silencio. Se sacó su teléfono móvil y envió un mensaje al jefe de su equipo legal para advertirle que tenían que ponerse de nuevo a buscarle esposa.
Se dio la vuelta con la intención de marcharse y, entonces, quedó atónito al ver a una mujer rubia, ataviada con un largo vestido verde que relucía bajo la tenue luz. Estaba descalza a pocos metros de él y llevaba los zapatos en la mano. Para su asombro, comprobó que era la dama de honor que le había llamado la atención durante la ceremonia. ¿Por qué? Era absolutamente espectacular, desde la larga melena rubia natural y los ojos del color de las aguamarinas, que destacaban sobre un rostro con una piel totalmente impecable. Ares había visto como los hombres hacían cola para bailar con ella, todos desesperados por impresionarla, y se había fijado en la aparente indiferencia que ella les dedicaba, lo que le había causado una cierta diversión. El propio Ares había pensado en acercarse a ella, pero se percató de que la desconocida era demasiado joven para él. Según le había parecido, debía de tener menos de veinte años.
–¿La puedo ayudar con algo? –le preguntó cortésmente en inglés, dado que sabía que la única dama de honor era la hermana de la novia.
–En… en realidad, estaba esperando poder ayudarlo yo a usted –replicó ella, con un ligero temblor en la voz–. Si necesita una esposa por conveniencia a cambio de dinero, a mí me gustaría postularme como candidata.
A pesar de que había muy pocas cosas en la vida que pudieran dejar a Ares sin palabras, se quedó completamente atónito al escucharla. Le parecía una propuesta totalmente inapropiada. Pensó además en Lorenzo Durante, el rico cuñado de aquella mujer, y decidió que se sentiría totalmente escandalizado al saber que un miembro de su familia se había ofrecido a un desconocido de aquella manera.
Una hora antes…
Alana no había recibido nunca tanta atención como la que le proporcionaron los hombres que estaban invitados a la boda de su hermana Skye. Cuando se pasó la novedad, lo agradeció. No tenía espacio para ningún hombre en su vida porque estaba demasiado ocupada trabajando. Las razones de tanto esfuerzo le llenaron los ojos de lágrimas mientras atravesaba la pista de baile.
Estaba endeudada hasta los ojos, pero tenía que asegurarse de que eso siguiera siendo un secreto. Enzo, su cuñado, podría rescatarla de sus problemas en menos de cinco minutos. Sabía que Enzo era muy generoso. Le había comprado un coche como regalo por ser dama de honor en su boda con Skye e incluso se había ofrecido a ayudarla a retomar su curso de arte y diseño en la universidad. Sin embargo, para disponer de la ayuda de Enzo, tendría que mentir a su hermana y, si le decía la verdad, Enzo tendría que mentirle también a su reciente esposa, algo que Alana ni siquiera podía imaginar. Enzo y Skye se habían prometido que jamás se ocultarían nada. Desgraciadamente, Alana le estaba ocultando un enorme secreto a su hermana mayor, un secreto que estaba decidida a no compartir porque la adoraba.
Skye tenía a Steve Davison, su padrastro, en un pedestal. Adoraba al hombre que las había adoptado y al que las dos habían terminado considerando como un padre. Sin embargo, Steve tenía más defectos de los que Skye podía imaginar. Era un ludópata empedernido que, cuando tuvo serios problemas con el dinero, acudió a Alana para conseguir ayuda sabiendo que ella no le juzgaría tan duramente como el resto de los miembros de la familia.
Alana le quería demasiado como para negarse a tomar prestado mucho dinero en nombre de Steve. Cada semana, él apartaba de su sueldo como taxista la parte correspondiente para pagar el préstamo. Durante un tiempo, no había habido ningún problema. Estos comenzaron en realidad cuando Steve y la madre de Skye y Alana fallecieron en un accidente de tren hacía un año. Alana tuvo que seguir pagando el préstamo con lo poco que ganaba como doncella en un hotel.
Lo peor fue que la deuda siguió creciendo a un ritmo imparable. Alana pagaba unos intereses abusivos, algo que sabía que era ilegal. Desgraciadamente, no podía hacer nada al respecto porque el préstamo estaba a su nombre. Su padrastro había escogido un prestamista que era más un delincuente que otra cosa. No quería que la deuda quedara registrada en ninguna parte y Alana había cometido el mayor error de su vida al acceder a hacerse cargo de una deuda tan onerosa y ponerla a su nombre.
Cuando se le ocurrió a Alana que lo mejor que podía hacer era vender el precioso coche que Enzo le había comprado para conseguir algo de dinero, sintió una profunda vergüenza y tuvo que abandonar la recepción de la boda para buscar la oscuridad del lago y así poder lamerse las heridas en la intimidad. Sabía que no estaba bien que vendiera aquel regalo, pero, en realidad, ni siquiera tenía dinero para poder usarlo. De hecho, esa era la razón por la que se desplazaba en bicicleta y no porque le obsesionara mantenerse en forma, tal y como bromeaba su hermana. Si Skye supiera la verdad…
Cuando Alana se sentó en una de las gruesas piedras, supo que jamás le diría a Skye la verdad sobre las deudas de juego de su padrastro. Tenían dos hermanas más pequeñas, Brodie y Shona, de dos y un año respectivamente, y Skye se había hecho cargo de ellas. Enzo y ella estaban a punto de adoptarlas. Skye había hecho ya más que suficiente. Ya había hecho suficientes sacrificios en nombre de su familia y se merecía mantener un buen recuerdo del padre al que tanto había adorado.
Le tocaba a ella ocuparse de su parte y seguir ocupándose de las nefastas repercusiones económicas del fallecimiento prematuro de sus padres.
Al escuchar pasos en el sendero de madera que rodeaba el lago, levantó la mirada. Vio a un hombre muy alto, de anchos hombros. Inmediatamente, reconoció de quién se trataba. Ares Sarris. El cabello rubio platino era inconfundible, aunque lo llevaba un poco más largo que la última vez que lo vio en el Blackthorn Hotel, en el que ella trabajaba. Probablemente era uno de los invitados a la boda de su hermana. No lo había visto en la recepción, aunque probablemente había sido por el enorme número de asistentes.
La única vez que lo había visto antes fue en la suite presidencial del Blackthorn. Su aspecto la había dejado totalmente boquiabierta. Con un par de alas y una espada parecería un arcángel guerrero. Sintió que las mejillas le ardían en la oscuridad. ¡Qué comparación tan estúpida! Sin embargo, no se podía negar que Sarris era un hombre muy apuesto.
De repente, una mujer apareció detrás de él en el camino. Alana los observó con curiosidad, pero se puso de pie sigilosamente para marcharse. Entonces, la mujer anunció en voz alta que estaba embarazada. Alana volvió a sentarse de nuevo sobre la piedra, dado que no quería que notaran su presencia en medio de aquella escena. Aunque se esforzó por no escuchar la conversación, las voces de ambos le llegaban con claridad. Al percatarse del contenido de lo que hablaban, se quedó totalmente atónita ante la idea de que Ares Sarris, a pesar de su glorioso aspecto de ángel de bronce, tuviera que pagar a una mujer para que se casara con él.
Cuando la malhablada mujer se marchó enfurruñada, el pensamiento de Alana tomó una dirección completamente inesperada. ¿El niño no era de Sarris? ¿Necesitaba una mujer que se hiciera pasar por su esposa y estaba dispuesto a pagar por ello? ¿El sexo no formaba parte del acuerdo? Alana no tardó en darse cuenta de que aquel trabajo le interesaba. Era un trabajo con mejores perspectivas que el que había tenido porque sabía que Ares Sarris era incluso más rico que su cuñado. Según se decía, el magnate griego era uno de los hombres más ricos del mundo.
Si se ofrecía a él para el trabajo, ¿se convertiría Alana en una cazafortunas?
El pensamiento la repugnaba. Estar tan desesperada por conseguir dinero como para considerar una opción así… Sin embargo, aquella misma desesperación la empujó a salir de entre las sombras. Recordó las noches de insomnio, la preocupación por conseguir el dinero para cubrir el siguiente pago a Maddox, el prestamista. Era un hombre repulsivo, que le había sugerido en más de una ocasión que había otras opciones si le costaba reunir el dinero… Alana tenía la seguridad casi absoluta de que Maddox era un proxeneta.
Cuando Ares Sarris le preguntó si podía ayudarla en algo, Alana escuchó cómo su voz tartamudeaba por la vergüenza y el reparo.
–En… en realidad, estaba esperando ayudarlo yo a usted. Si necesita una esposa por conveniencia a cambio de dinero, a mí me gustaría postularme como candidata. Tengo deudas y necesito desesperadamente el dinero –añadió.
Ares dejó escapar una carcajada. Ella parecía tan avergonzada y se sentía tan incómoda que ni siquiera podía mirarlo a los ojos.
–¿Sabe esto Enzo?
Alana se sonrojó y levantó la mirada para observarlo, plenamente consciente de la altura de Ares comparada con su escaso metro sesenta de estatura.
–Por supuesto que no. Tengo muy buenas razones para no pedirle ayuda a Enzo.
Ares pensó brevemente si la razón serían las deudas por la tarjeta de crédito, por extravagancias o tal vez por drogas.
–Si es por drogas, debería decírselo ahora mismo. No soy ningún chivato, pero ahora usted es parte de su familia y, si yo estuviera en su lugar, querría saberlo.
Alana palideció.
–¡No es por las drogas! –exclamó horrorizada–. ¿Qué se cree que soy?
–En realidad, no sé absolutamente nada sobre usted. ¿Cómo voy a saber si le gusta la juerga?
–¡Le aseguro que no!
–Lo que sí le gusta es husmear y escuchar las conversaciones de los demás –añadió él secamente.
–Oí que esa mujer le decía que estaba embarazada y decidí que no podía interrumpir una conversación tan privada –protestó ella con vehemencia–. No tenía intención alguna de escuchar el resto. Me tuve que quedar ahí escondida porque no podía salir sin que se percataran de mi presencia. Siento mucho haber escuchado algo tan íntimo.
–¿Cómo puede disculparse cuando está tratando de utilizar lo que escuchó? –le espetó Ares.
–Le aseguro que, si no estuviera tan desesperada, ni se me habría ocurrido sugerirle algo así –musitó ella con voz temblorosa.
Ares la miró. Vio que tenía los ojos llenos de lágrimas y un raro sentimiento de compasión se apoderó de él, aunque tenía fama de poseer un corazón de piedra. Aquella mujer no podía ocultar ningún sentimiento en su hermoso rostro. La inocencia, la honradez y el arrepentimiento se reflejaban en su bella cara como una refulgente luz, algo que le resultó a Ares muy atractivo porque él estaba mucho más acostumbrado a las mujeres que ocultaban todos sus sentimientos.
–¿Cuántos años tienes? –le preguntó.
–Veintiuno –respondió ella con un ligero gesto de desafío.
Era algo mayor de lo que Ares había imaginado, pero no mucho. Mientras la escuchaba, él se sentía como si tuviera cien años más que ella, dado que no creía haber disfrutado nunca de tanta inocencia.
–Siéntate –le ordenó.
–¿Por qué? –repuso ella a pesar de que se sentó de todas maneras.
En silencio, Ares le quitó los zapatos que ella aún tenía en la mano y se agachó atléticamente para ponérselos.
–No creo que quieras entrar descalza en el hotel.
Alana tragó saliva y negó con la cabeza. Ares le sacudió la arena de los pies y ella se echó a temblar, demasiado consciente de las fuertes manos. Entonces, levantó la mirada y esta se topó por primera vez con unos ojos que se asemejaban perfectamente al carey y que iluminaban su bronceado rostro. En aquellos ojos, relucían todas las tonalidades de ámbar y oro. Además, las esculpidas mejillas, la fuerte mandíbula, la sensual boca le daban a su rostro una perfección de la que solo conseguía abstraerse por la ligera brisa, que jugaba con los mechones de su cabello sobre las cejas oscuras. Alana deseaba tocarlo. Nunca en toda su vida había deseado acariciar a alguien con tanto anhelo, por lo que decidió colocarse las manos por debajo de los muslos para asegurarse de que no se movían.
–Ni siquiera me vas a considerar para el trabajo, ¿verdad? Crees que soy…
–Demasiado joven, demasiado ingenua y, probablemente, además muy poco de fiar.
–Tú solo tienes veintinueve años –replicó ella–. Lo he leído en alguna parte –añadió. No quería admitir que había estado buscando información sobre él. Su búsqueda en internet le había revelado que se conocían muy pocos detalles sobre la vida de Ares Sarris, más allá de su meteórica carrera en el mundo de la tecnología. Por lo que parecía, Ares distaba mucho de ser un playboy. Se le describía como un ermitaño rodeado de misterio, porque nadie parecía saber cómo ni cuándo había aparecido él en la familia Sarris.
–Y te aseguro que sí soy de fiar –completó Alana también, muy enojada.
Ares se volvió a poner de pie, divertido por los comentarios que ella le estaba haciendo, algo que era una experiencia muy rara para él. Sin embargo, sobre todo, era muy consciente de que se encontraba frente a una verdadera belleza, sin artificios, de la clase que muchas mujeres buscaban sin conseguirlo. Tan solo llevaba un ligero toque de sombra en los párpados y un poco de brillo de labios. Cuando volvió a mirarla, vio los cremosos pechos por debajo del escote y se quedó momentáneamente inmóvil, tratando de contener una erección. En realidad, hacía ya bastante tiempo desde la última vez que había estado con una mujer. No le gustó recordar que era un hombre adulto, con impulsos. Siempre ponía el trabajo en primer lugar. El sexo para él solo ocupaba momentos ocasionales en su horario, dado que también era algo de lo que podía prescindir.
Extendió la mano.
–Deja que te acompañe de vuelta al hotel –le sugirió.
–Se me daría muy bien fingir que soy tu esposa –insistió de nuevo Alana. Parecía que estaba en una entrevista de trabajo en la que estaba tratando de vender sus cualidades para el puesto.
–¿Por qué lo crees?
–Bueno, haría todo lo que me pidieras y me consideraría afortunada por tener una oportunidad así. Creo que también te resultaría barata.
Ares no pudo resistirse a esbozar una sonrisa.
–Esperemos que nadie más haya escuchado esta conversación.
–Solo quiero lo que necesito para pagar mi única deuda.
–¿Y a cuánto asciende esa deuda? –le preguntó Ares. Alana le resultaba muy divertida. No se aburría como solía ocurrirle con las de su sexo.
–Es mucho dinero… –le advirtió ella–. Treinta mil libras –añadió, prácticamente en un susurro.
Ares tuvo que contenerse para no soltar una carcajada.
–Sí, tienes razón, me resultaría muy barato tenerte por esa cantidad…
–¿Significa eso que me estás considerando? –quiso saber ella esperanzada, tras detenerse un instante en el sendero que los conducía hacia el hotel.
Ares la miró con unos ojos tan insoldables como la oscuridad de la noche.
–Me temo que no. ¿Cómo te llamas? Ni siquiera sé tu nombre.
–Alana… Alana Davison. Ni siquiera me vas a dar una oportunidad –se quejó.
–¿Y por qué iba a hacerlo? –quiso saber Ares.
–Porque sería perfecto para ambos. Evidentemente, tú no quieres una esposa de verdad y yo tampoco busco un marido –comentó ella alegremente–. Te aseguro que soy de fiar. Antes de que muriera, le prometí a mi padre que nunca le diría a mi hermana Skye lo que había hecho. He mantenido mi promesa porque, si se lo dijera, mi hermana sufriría demasiado. No tengo más familia que ella y Enzo y, como recién casados que están, no creo que sospecharan siquiera porque estarán demasiado centrados el uno en el otro, metidos en su pequeña burbuja. Soy muy trabajadora…
–Te aseguro que no te contrataría para que trabajaras de vedad –comentó Ares.
–Bueno, estoy segura de que podría hacer algo. Soy muy dispuesta y versátil. Me gustan los niños y las mascotas…
–No tengo ninguna de las dos cosas –replicó Ares. Le costaba negarse y herir así los sentimientos de Alana cuando ella se estaba esforzando tanto por impresionarle–. ¿Has terminado ya de venderte? ¿Podemos regresar ya al hotel?
Alana se ruborizó y echó de nuevo a andar.
–Al menos, prométeme que te lo vas a pensar… que me vas a considerar –insistió.
Ares respiró profundamente y dejó escapar el aire muy lentamente. Entonces, sacó su teléfono y lo abrió.
–Dame tu número, pero lo más probable sea que no tengas noticias mías –le advirtió–. Sin embargo, mis abogados te pedirán que firmes un acuerdo de confidencialidad en los próximos días.
–Por supuesto que sí –musitó ella inmediatamente.
–Podría pagarte solo por eso…
–¡No, no! –exclamó ella–. No me puedes pagar por haber hecho algo que yo no debería haber hecho. Supongo que lo comprendes…
El hecho de que Alana rechazara un dinero fácil cuando estaba desesperada por conseguirlo fue la experiencia más reveladora que Ares había tenido desde hacía años. Alana parecía tener un sentido del honor que, ciertamente, no era muy frecuente. Además, había conectado con él a un nivel que Ares no comprendía. No le gustaba precipitarse en sus decisiones. Sin embargo, se dio cuenta de que no se había sentido incómodo mientras estaba en su compañía. Solo para satisfacer su curiosidad, haría que investigaran a Alana Davison mientras que su abogado redactaba el acuerdo de confidencialidad. No habría más contacto entre ellos. ¿Por qué iba a haberlo?
¿Dónde estás?
Ares envió este mensaje cuatro días después de que Alana se hubiera marchado de Italia. Ella se quedó atónita mientras vaciaba un cubo de basura y regresaba con su carrito por el pasillo. Eran las siete de la tarde. Alana tenía el turno de noche y la acaudalada clientela a la que servía en las plantas superiores del exclusivo hotel a menudo llegaba y se marchaba a horas poco convencionales. El Blackthorn Hotel ofrecía un servicio de veinticuatro horas durante los siete días de la semana a sus clientes.
Reino Unido. Trabajando. Ocupada.
Escribió aquella seca respuesta con placer. Ares se lo merecía por el modo en el que la había tratado en Italia. Sin duda, quería que le firmara el acuerdo de confidencialidad, el castigo de Alana por haber escuchado una conversación privada sin revelar su presencia.
Aquella breve respuesta hizo que Ares apretara los dientes. Alana era una doncella de hotel, no una neurocirujana. Debería haberse explayado un poco más. Por supuesto, si era así como ella quería que fueran las cosas, él respondería exactamente del mismo modo. Le indicó a su asistente personal que le pusiera inmediatamente en contacto con Enzo Durante porque quería pedirle un favor. Iba a comprar el Blackthorn. En realidad, no estaba pensando bien lo que hacía, algo impropio de él y que debería haberle hecho pensar. No lo hizo. Ares se encontraba en modo ataque, como si fuera un misil que ya tenía localizado su objetivo.
Cuarenta y ocho horas más tarde, cuando Alana comenzó su turno a las seis de la tarde, Martin, su jefe, la acorraló.
–¿Por qué quiere verte el nuevo dueño del hotel?
–¿El hotel se ha vendido? –replicó Alana, muy sorprendida por la noticia.
Inmediatamente, se reprendió por ello. ¿De verdad había pensado que Enzo iba a seguir siendo el dueño del hotel solo porque ella trabajaba allí? Además, cuando él le sugirió que podría pagarle sus estudios para que Alana regresara a la universidad, ella había mencionado que iba a buscar un trabajo mejor. Aquella había sido su excusa dado que no podía admitir que no podía dejar de ganar dinero mientras tuviera una deuda que pagar.
Frunció el ceño cuando asimiló por completo lo que su jefe le había dicho.
–¿Dices que el nuevo dueño quiere verme? ¿Por qué?
–Tal vez porque tu rico cuñado le ha pedido que esté pendiente de ti o algo así –repuso Martin muy molesto.
–Lo dudo.
Alana estaba pagando el precio por el tiempo libre que había tenido que pedir para acudir a la boda de su hermana. En un principio, se le había negado porque el hotel estaba al completo, pero, después, el dueño del hotel había ordenado que ella se podía tomar los días libres que se quisiera. Fue entonces cuando su relación con Enzo quedó al descubierto. Desde su regreso de Italia, sus compañeros de trabajo la habían tratado con cierta sospecha, considerándola como una especie de espía o como una niña rica que juega a tener un trabajo que en realidad no necesita. Nadie parecía aceptar que la fortuna de Enzo no tenía nada que ver con ella.
–Está en la suite presidencial, así que es mejor que te des prisa –le espetó Martin muy secamente, justo antes de que una morena muy atractiva captara su atención.
Un par de meses antes, Alana había presentado la solicitud para el puesto de asistente del jefe nocturno. Enzo no lo sabía porque Skye no le había querido pedir a su prometido aquel favor para su hermana. Alana no había conseguido el trabajo para el que estaba plenamente cualificada porque Martin, a pesar de estar casado, mantenía una relación ilícita con una compañera de trabajo, también casada. Había sido esta quien había terminado por conseguir el puesto.
Alana se preguntó si el nuevo dueño sería uno de los hombres que había conocido en la boda de Skye y esperó que no fuera así. Se dirigió hacia el vestuario de los empleados para asearse un poco y lavarse las manos. El uniforme marrón y la cofia que llevaba puesta no resultaban muy inspiradores. Llevaba el cabello trenzado y el rostro libre de maquillaje. Tal vez se trataba tan solo de que el nuevo dueño fuera amigo de Enzo y, simplemente, quisiera saludarla y mostrarse educado con ella.
Llamó a la puerta de la suite presidencial. Un hombre ataviado con un traje negro la abrió inmediatamente. Llevaba un pinganillo en el oído, lo que significaba que era un guardaespaldas. Alana se tensó y entró en la opulenta sala, en la que había un lujoso sofá, frente al que ardía el fuego en la chimenea.
Un hombre muy alto, ataviado con un traje de raya diplomática, se levantó del escritorio que había a un lado de la sala. Alana reconoció inmediatamente los rasgos de su rostro.
–¿Tú eres el nuevo dueño? –le espetó con incredulidad y sospecha–. ¿Por qué demonios has comprado el hotel en el que trabajo?¿Acaso es para amenazarme o acobardarme? ¿Por qué? He accedido a firmar el acuerdo de confidencialidad.
Completamente sorprendido por aquel asalto verbal, Ares rodeó el escritorio y se acercó a ella.
–¿Por qué iba yo a querer amenazarte? De ninguna manera –le aseguró él. Su rostro reflejaba una cierta repugnancia por lo que ella acababa de sugerirle.
–Bueno, me parece un poco raro después de la conversación que tuvimos el pasado fin de semana –replicó Alana–. Intimidante.
–Discúlpame entonces. No era mi intención –mintió Ares. Sabía que estaba mintiendo, pero seguía sin comprender por qué había tenido que comprar el maldito hotel. Se dijo que lo había hecho porque, en realidad, era una buena inversión. Eso era todo.
–Entonces, ¿dónde tengo que firmar? –le preguntó Alana–. Tengo que volver al trabajo.
Ares no estaba acostumbrado a que lo trataran de aquella manera, por lo que se preguntó por qué aquella reunión se encontraba en un momento tan desconcertante. Como si hubiera sido una granada, Alana había hecho explotar todas sus expectativas.
–Deseo charlar sobre la deuda de la que me hablaste.
Alana levantó la barbilla. Los ojos le ardían como si fueran esmeraldas al rojo vivo y lo observaban con gesto desafiante.
–Eso no tiene nada que ver contigo.
–No hay deudas a tu nombre. Lo he comprobado –comentó él con voz tranquila.
Alana levantó las cejas, muy sorprendida.
–¿Y por qué has hecho algo así? Mi vida privada no es asunto tuyo.
–Bueno, cuando me pediste que me casara contigo, no mencionaste lo beligerante que puedes llegar a ser.
–En ese caso, puedes dar las gracias por no haber accedido a hacerlo –replicó ella, rápida como el rayo.
–Señorita Davison….
Otra voz irrumpió en la conversación que los dos estaban teniendo, llenando el silencio que se había producido después de la réplica de Alana.
–¿Por qué no viene aquí y firmamos el documento sin más demora?
Alana se quedó atónita al comprobar que había otra persona presente, dado que había dado por sentado que estaba totalmente a solas con Ares. Se giró hacia el lugar en el que había sonado la voz y vio que se trataba de un hombre de cierta edad. Se sonrojó, muy avergonzada, pero su estado de ánimo no mejoró al ver que había dos hombres más sentados a la mesa del comedor, tapados por la columna que marcaba la entrada de esa estancia. Los dos la observaron como si fuera una extraterrestre que se hubiera unido a ellos sin previo aviso, lo que parecía indicar que habían escuchado todas y cada una de las palabras que le había dirigido a Ares.
Él la desconcertó aún más cuando se adelantó para retirar la silla y ayudarla a sentarse.
–Después, cenaremos –anunció él, como si no hubiera ocurrido nada en los últimos cinco minutos.
Alana se quedó atónita. ¿Había dicho que iban a cenar? Ya no le servía la excusa de que tenía que volver a su trabajo, dado que él era el jefe. ¿Cómo había podido olvidarse de aquel detalle? ¿Acaso perdía totalmente la cabeza cuando estaba junto a Ares Sarris?
A continuación, le explicaron el acuerdo de confidencialidad con gran detalle, lo que le resultó muy aburrido. Ares estaba sentado frente a ella. Alana llegó a la conclusión de que, probablemente, temía que ella lo acusara de intimidación si se hubiera sentado a su lado. En cualquier caso, seguía teniendo la imagen de él impresa en el cerebro, la imagen que había visto justo tras entrar en la suite. Su ángel guerrero, alto, fuerte, de hermoso rostro, pero frío e inexpresivo. No había visto en él ni la más mínima señal de bienvenida o de simpatía y, tal vez ella había reaccionado de aquel modo porque, ¿acaso no tenía derecho a esperar que él se hubiera comportado de un modo menos estereotipado y gélido después de la franca conversación que habían tenido en Italia?
En realidad, le resultaba increíble el modo en el que le había hablado. Había sido una idiota al acorralar a un hombre tan sofisticado y rico con una idea tan irresponsable. Por supuesto, él se había negado. Podría ser que hubiera pensado que ella estaba algo trastornada.
Repasó el documento tan rápido como pudo a pesar de que no llevaba puestas las gafas. Entonces, uno de los abogados presentes se ofreció a aclararle cualquier duda que ella pudiera tener.
–No va a ser necesario –afirmó. Le parecía que habían tenido que utilizar muchas palabras para advertirla de que no podía hablar de Ares, escribir sobre él o su negocio o hacer uso de cualquier fotografía de él.
Cuando Alana se levantó, Ares lo hizo también.
–Ahora, podemos relajarnos ya…
Alana le dedicó una mirada de asombro mientras los dos se dirigían hacia el salón.
–Siéntate –le sugirió mientras los abogados salían de la suite.
Alana tomó asiento en el cómodo sofá, que pareció engullirla por completo. Ares bajó un poco la intensidad de las luces, por lo que el salón prácticamente quedó iluminado por el fuego de la chimenea.
–Vaya, qué a gustito estamos… –musitó ella muy incómoda.
–¿Lo dices con sarcasmo?
–No. Estaba pensando que esto es mucho mejor que pasar la aspiradora, pero no te culpo por mostrar cautela –admitió Alana, mirándolo por fin. Ares se había sentado frente a ella–. Creo que antes me quedé un poco descolocada. No esperaba volver a verte. Pensaba que me enviarías el acuerdo por correo o algo así.
–Me has visto antes en este hotel, ¿verdad?
–Sí. Te llevé un café una noche, cuando estuviste trabajando hasta muy tarde. No espero que te acuerdes de mí. Los huéspedes no se fijan nunca en el personal que va de uniforme ni se acuerdan de sus caras.
Ares guardó silencio. No la recordaba, pero se imaginaba que muchos hombres sí lo harían. Piernas torneadas, esbeltas curvas, ojos verdes, piel de porcelana… Sí, seguramente muchos hombres la recordarían.
–Es un uniforme bastante pasado de moda –comentó.
–Va con el estilo de antaño que tiene el hotel. Al menos, no es el típico uniforme de doncella de toda la vida –comentó. Justo en aquel momento, alguien llamó a la puerta.
Sin dudarlo ni un instante, Alana se levantó y fue a abrir. Tom, uno de los camareros, entró con un carrito y le dedicó una sonrisa.
–Siéntate, Alana –le ordenó Ares.
«Vaya cómo le gusta dar órdenes», pensó Alana. No podía dejar de preguntarse por qué quería cenar con ella. Tal vez solo quería mostrarse simpático o porque ella era la cuñada de Enzo. ¿Acaso había algo más? En realidad, Ares le parecía tan simpático como el alambre de espino.
–Me gustaría saldar esa deuda que tienes –le dijo Ares–. Has firmado el acuerdo de confidencialidad. Podrías haber ganado mucho dinero vendiendo la historia de que tengo la intención de casarme por conveniencia a algún periódico sensacionalista y estoy muy agradecido de que no lo hayas hecho.
–¿Solo porque soy pobre y tengo deudas no se puede esperar de mí que me comporte con decencia? –replicó Alana–. Te aseguro que tengo principios, Ares.
–Has tenido tiempo de pensarlo ahora. ¿Te importaría…?
Alana se puso de pie rápidamente con una brillante y decidida sonrisa.
–¿Te apetece té o café? –le preguntó.
–Café, pero…
–No quiero que me vuelvas a ofrecer dinero cuando no he hecho nada por ti. He hecho lo que debía. No me avergüences.
Ares, que no estaba acostumbrado a que nadie le interrumpiera o que adivinara sus intenciones antes de que él las expresara, suspiró contrariado.
–Me hacer sentir muy frustrado. Eres muy testaruda. Al menos, dime a qué se debe esa misteriosa deuda.
Alana respiró profundamente y llegó a la conclusión de que no había nada de malo en aclararle la situación.
–Mi padrastro era ludópata. Participaba en timbas ilegales, por lo que yo he podido deducir. Cuando empezó a tener problemas con el dinero, vino a mí para pedirme ayuda. Estaba muy avergonzado de su comportamiento y no pudo confesárselo a mi madre ni a mi hermana mayor. Creo que le aterraba que mi madre lo abandonara por ello… Estaba tan enamorado de ella…
–Pero no tanto como lo estaba del juego –apostilló Ares lleno de cinismo–. Si la hubiera amado tanto como tú crees, habría conseguido ayuda profesional para superar su adicción.
–En un mundo ideal, habría sido así –afirmó Alana–, pero él era un hombre muy débil, Ares. Yo soy fuerte, igual que lo era mi madre y lo es mi hermana, pero él no. Es una pena porque nuestro padrastro era un hombre cariñoso y amable. En el resto de los sentidos, era el padre perfecto.
Mientras hablaba, Alana le sirvió el café tal y como le gustaba, le dio un plato y una servilleta y le fue ofreciendo todo lo que había sobre el carrito. Aquel comportamiento irritó profundamente a Ares. No le gustaba que ella lo sirviera. No le gustaba verla con uniforme de doncella. Suponía que se debía a que sentía pena por ella, una sensación totalmente nueva para él.
–¿Y cómo fue que tú terminaste haciéndote cargo de las deudas de tu padrastro?
–Él me pidió que sacara el dinero con un prestamista a mi nombre para que no pudieran relacionarlo con él y evitar así que se supiera su secreto.
Ares escuchó aquellas palabras totalmente escandalizado. Trató de contenerse para no decirle algo que pudiera ofenderla, pero no pudo conseguirlo.
–Era tu padre adoptivo. Su deber era protegerte a ti y, en vez de eso, te llevó a un prestamista y te obligó a firmar. ¿Se trata de un préstamo ilegal?
–Supongo que sí, pero no quiero que pienses mal de mi padre. Me trajo el dinero para que pagara el préstamo todas las semanas durante un año antes de que muriera –le explicó–. Jamás me habría dejado que lo pagara yo sola.
Ares la observó con intensidad. Incluso con aquel uniforme tan feo la encontraba muy atractiva. Decidió apartar la atención de su cuerpo, pero la imagen de su rostro y de su menudo y delicioso cuerpo lo acompañó. ¿Qué le ocurría? La presión que sentía en la entrepierna le decía que estaba a punto de experimentar una erección. Otra erección. Se dijo que la razón era la originalidad de Alana. No se parecía a ninguna mujer que hubiera conocido antes y, por supuesto, la novedad lo atraía. Por una vez, no se sentía aburrido. No podía adivinar sus respuestas y ella no buscaba cumplidos ni hablaba incesantemente sobre sí misma para impresionarle. Sin embargo, ¿por qué pensaba de esa manera sobre ella?
Había decidido ir en persona al Blackthorn porque quería volver a verla. Necesitaba volver a verla, por muy extraño que aquel instinto pudiera parecerle. Por primera vez en su vida, no podía dilucidar lo que estaba ocurriendo en el interior de su cabeza y eso le estaba volviendo loco. Tenía que ser el sexo, la lujuria, aunque le molestaba que un instinto tan bajo pudiera controlarlo de aquella manera.
–Lo comprendo…
–Y espero que también comprendas que no me debes nada por haber firmado ese acuerdo –insistió Alana. No podía apartar los ojos de aquellos bronceados rasgos y se estaba esforzando todo lo que podía y más para aplacar su fascinación.
–Comprendo que eso es lo que esperas de mí, pero no estoy de acuerdo contigo.
–Lo supongo, dado que estás acostumbrado a ponerle un precio a todo y supongo que la gente espera enriquecerse a tu costa.
–Ese comentario me resulta algo extraño cuando tú eres la que se ofreció a casarse conmigo por dinero…
–Sí, es cierto, como también lo es que, hasta que pague esa deuda, no puedo seguir con mi vida ni hacer nada de lo que quiero hacer realmente.
–¿Y qué es lo que quieres hacer? Si pudieras elegir, claro está –le preguntó Ares. Vio como los ojos verde esmeralda de Alana se nublaban de anhelo–. ¿Te gustaría retomar tus estudios en la universidad?
–En realidad, no me gustaba mucho lo que hacía. Me matriculé porque quería realizar un curso que tuviera salidas cuando terminara para así poder pagar los préstamos que pedí para financiarlo –admitió–. Probablemente, me gustaría más algo relacionado con el arte y la pintura, aunque no puedo decir que tenga mucho talento en ese aspecto.
Ares se sintió impresionado de que ella pudiera admitir algo así. Se la imaginó pintando en una de sus casas. Él no tenía talento alguno para la pintura, pero coleccionaba arte y lo disfrutaba mucho más que por la inversión que representaba. Le gustaba la sinceridad de Alana, sus inesperados principios y la seguridad que tenía en sí misma a pesar de ir ataviada con uniforme de doncella. Sabía que Edwin Grates, el jefe de su equipo de abogados, se quedaría blanco al saber lo que estaba a punto de hacer, pero, por una vez, no le importaba. Iba a arriesgarse con Alana. Aunque solo había hablado brevemente con sus abogados, sabía que estaba totalmente decidido y, por esa razón, le había ordenado a su abogado que le llevara un contrato matrimonial.
–Voy a ofrecerte el trabajo que decías que querías –le dijo Ares por fin–. Por eso he hecho que te investiguen.
Alana lo miró totalmente atónita. Sus delicados labios se separaron con sorpresa.
–Vaya… bueno… ¿y qué implica eso?
–Vamos a casarnos legalmente, porque necesito una esposa por motivos legales –le avanzó Ares–. Durará unos meses, como mucho un año y habrá que firmar un contrato. Si infringes los términos, habrá consecuencias legales. Durante el tiempo que finjas ser mi esposa, te comportarás como si lo fueras de verdad y no realizarás acto alguno que me pueda dejar en evidencia. Te vestirás bien y te comportarás de un modo intachable. Más o menos, esas son las condiciones.
–¿Y no tengo que vivir contigo? –le preguntó ella con cierta ansiedad.
–No. Me gusta tener mi intimidad, aunque, por las apariencias, te visitaré de vez en cuanto en la casa en la que te encuentres en ese momento.
–De acuerdo. ¿Dónde hay que firmar? –le preguntó Alana muy aliviada al ver que estaba a punto de cancelar la deuda que le quitaba el sueño por las noches.
Ares frunció el ceño.
–¿Siempre eres tan impulsiva?
–Lo dices como si fuera algo malo.
–Yo lo veo así.
–¿Y tú te relajas alguna vez? Porque, después de hablar contigo en dos ocasiones, tengo mis dudas.
–Lo que habrá entre nosotros será como un contrato de negocios –le dijo Ares–. No volveremos a tener conversaciones como estas. De hecho, casi no me verás durante la duración del contrato.
Alana bajó la mirada para tratar de ocultar su desilusión. Tragó saliva.
–Te advierto que sentirte atraída por mí no es algo deseable en la situación en la que nos encontramos –le advirtió Ares.
Alana levantó la cabeza inmediatamente.
–¡Yo no me siento atraída por ti!
Ares se alegró al darse cuenta de que Alana era capaz de mentir en algunas cosas. En realidad, él también se sentía atraído por ella, pero, por supuesto, no iba a admitirlo tampoco.
–Lo he dicho simplemente porque no quiero que surjan malentendidos entre nosotros. No habrá intimidad de ninguna clase.
–Sin problema –replicó ella con una cierta insolencia.
Ares experimentó un extraordinario deseo de tomarla entre sus brazos para demostrarle el problema que podría ser el deseo entre ellos, pero era demasiado disciplinado para sucumbir ante tal urgencia.
–El contrato está sobre el escritorio. Cuando lo hayas leído, llamaré a mi equipo legal para que actúen como testigos.
–No necesito leerlo.
Ares la miró con severidad.
–Lo vas a leer de principio a fin.
Alana observó cómo él se ponía de pie con esa elegancia tan innata que marcaba cada uno de sus movimientos, como si sus extremidades y sus músculos estuvieran hechos de seda elástica. Tomó un documento del escritorio y regresó junto a ella para ofrecérselo. El documento tenía al menos cien páginas. Alana lo miró con asombro.
–No deberías castigarme solo porque la última candidata fuera una estúpida –suspiró. Empezó a hojearlo y observó con aprensión la minúscula letra–. No puedo leerlo sin mis gafas.
–Está bien. Pues ve a por ellas –le dijo Ares con impaciencia.
Alana se levantó del sofá, lo que le costó mucho esfuerzo porque este parecía haberla engullido entre la comodidad de sus cojines.
–Dios… esto es lo que ocurre cuando uno se hace rico. Quiere todo firmado, sellado y ratificado para el día de ayer –comentó.
–Así es –afirmó Ares sin disculparse.
Alana dejó escapar un suspiro, aunque, en su interior, sentía una embriagadora alegría. Estaba a punto de librarse de la deuda de su padrastro. Iba a poder recuperar su vida y su libertad. Casi no se podía creer el profundo gozo que le corría por las venas.
Ares vio cómo ella salía de la estancia y sonrió. Alana estaba muy contenta, lo que, sin saber por qué, le provocaba a él una intensa satisfacción. Suponía que era alivio por no tener que seguir buscando esposa.
Su abogado le había comentado sus dudas sobre el hecho de que Alana fuera la elección correcta. De hecho, le había presentado las mismas objeciones que él mismo había tenido al conocer a Alana. Sin embargo, su propia testarudez se había negado a ceder ante aquellas dudas tan razonables. Le gustaba Alana y confiaba en ella. Era así de sencillo. El hecho de que hubiera guardado silencio cuando, fácilmente, podría haberles vendido a los medios todo lo que había escuchado aquella noche para ganar una fortuna, suponía para él la prueba concluyente de que Alana era la elección perfecta.
Instantes más tarde, Alana regresó a la suite con las gafas puestas. Utilizó su llave maestra para entrar y, al no ver a Ares, se dirigió directamente hacia el comedor. Se sentó y comenzó a leer el contrato. Le habría ido bien un diccionario para interpretar algunas de las palabras, pero decidió sacar su significado por el contexto o ignorarlas.
–¿Alguna pregunta? –le preguntó Ares de repente.
–Sí, ¿qué significa esta palabra? –le dijo mientras señalaba con el dedo.
Ares se inclinó para mirar por encima del hombro de Alana y se lo explicó. Ella sintió cómo el cabello plateado de su futuro esposo le rozaba la mejilla. Olía maravillosamente. Se trataba de alguna colonia mezclada con el aroma limpio y masculino de su piel. Sintió que el cuerpo se le caldeaba y que los pezones se le erguían. Las piernas le temblaban. Se dijo que se trataba solo de química y que no tenía nada por lo que sentirse mal. Decidió que, al menos, no se habría sentido mal si otro hombre hubiera producido el mismo efecto en ella, pero desgraciadamente no había sido así. Ares Sarris era como el hielo que se formaba sobre las carreteras. Tenía que aprender a evitarlo… ¿Sería esto necesario? Después de todo, Ares le había dicho que prácticamente no se verían.
–Mis abogados van a venir para ejercer como testigos de la firma –le informó Ares–. Tendrás que dejar de trabajar en este hotel hoy mismo.
–No puedo…
–Si quieres este contrato, lo harás. ¿Cuántas personas se creerían que me he casado con una doncella? –le espetó–. Además, quiero los detalles de la deuda para poder ocuparme de ella.
–Maddox opera en la sala trasera de los billares que hay en el centro de la ciudad. Es lo único que tienes que saber. Dame el dinero y yo me ocuparé de saldarla…
–De ninguna manera. No voy a consentir que veas a ese hombre. Podría ser peligroso. Y eso no es negociable.
–Contigo, no hay muchas cosas que lo sean –se atrevió a decirle Alana–, pero, en realidad, eres tú quien le paga, así que supongo que tienes todo el derecho. De todas maneras, no veo lo que tú sacas de esto.
Ares no se lo dijo. Cuando estuvieran casados, él se haría dueño de la casa en la que nunca había entrado ni de niño ni de joven. Vería los retratos de sus antepasados, pero sabía que el apellido moriría con él dado que no tenía intención alguna de engendrar la siguiente generación. Seguiría soltero, sin hijos y, sin alboroto alguno, cedería la casa al estado para que la utilizara como atracción turística.
–No pasa nada –dijo ella en tono de broma al ver que Ares guardaba silencio–. Me gustan los misterios –añadió. Entonces, dio la vuelta a otra página más–. ¿Dónde voy a vivir?
–Aún no lo he decidido.
–Bueno, si pudieras decidirte ahora, yo podría comunicárselo a Enzo y a Skye. Les diría que me has contratado como ama de llaves.
–Una mentira de esa naturaleza no va a funcionar, sobre todo cuando vas a tener empleados que van a estar cuidando e ti y llamándote señora Sarris. Lo que tienes que decirle a tu familia es que nos enamoramos a primera vista. Así, cuando vean que lo nuestro no dura mucho, nadie se sorprenderá.
–Pero esperarán una boda de verdad y supongo que no es eso lo que tienes planeado.
–No. Yo había pensado en una breve ceremonia civil.
–¿Y cómo voy a explicar eso cuando todos saben que a mí me gustan las bodas de cuento de hadas?
–Pues les dirás que a mí no me gustan las fiestas ni las celebraciones.
–Pero eso te hace parecer muy aburrido, serio y egoísta…
–Eso es lo que soy –replicó él sin dudarlo.
Alana inclinó ligeramente la cabeza y lo miró con gesto extraño.
–Pues no lo pareces.
Ares se encogió de hombros. No parecía que le interesara mucho su opinión. Evidentemente, no era un hombre divertido o un bromista. Ni siquiera un seductor. Era más bien un hombre adicto a su trabajo. Su único interés aparte de este era hacer ejercicio en el gimnasio.
–Tienes que hacer las maletas esta noche. Nos marchamos mañana por la mañana.
–¿Mañana? ¿Y adónde?
–A Londres, para poder organizarlo todo. Cuando llegues, tendré alojamiento para ti.
Alana parpadeó.
–No creía que todo fuera a ocurrir tan rápidamente. No creo que vaya a funcionar lo de decir que nos enamoramos a primera vista cuando te vi por primera vez en la boda.
–Pero si dices que me viste aquí en algunas ocasiones mientras trabajabas…
–Los huéspedes no se fijan en las doncellas.
–Tú sí. Deja que tu hermana piense lo que quiera al respecto. En realidad, no importa para nada. No estaremos casados mucho tiempo –comentó sin delicadeza alguna.
Alana apretó los labios y guardó silencio. Tenía que adaptarse a la verdad de que, al menos durante los próximos meses, no tendría en solitario las riendas de su vida.
–¿No les puedo decir a Skye y a Enzo la verdad?
–Pensaba que habías leído el contrato. Si se lo dices a alguien, a quien sea, habrás incurrido en un incumplimiento de contrato –le recordó Ares.
No puedes casarte con un hombre al que apenas conoces! –rugió Skye mirando con incredulidad a su hermana pequeña.
–Te lo he explicado lo mejor que he podido, pero te recuerdo que ahora mismo soy una mujer adulta –replicó Alana, a pesar de que comprendía perfectamente las dudas de su hermana sobre lo que ella acababa de contarle–. Nadie me va a impedir que me case con Ares. Me marcho con él mañana por la mañana. No puedo arriesgarme a perderlo.
Enzo la observaba muy fijamente, estudiando cada expresión del ansioso rostro de Alana.
–Te ha hecho firmar algo para que guardes silencio, ¿verdad? Por eso no nos puedes explicar nada.
Alana palideció al escuchar aquellas palabras, atónita por la exacta lectura que Enzo había hecho de la situación. Sin poder evitarlo, asintió.
–¿De qué demonios estáis hablando? –les preguntó Skye.
–No puede hablar. Por eso nos cuenta todo esto –afirmó Enzo–. Ares Sarris tiene un poderoso equipo de abogados que lanza acuerdos de confidencialidad a diestro y siniestro. Es un hombre muy reservado. Me atrevería a decir que Alana se va a casar con él porque Sarris necesita una esposa para algún propósito.
A Alana no le quedó más remedio que asentir. No sabía si sentirse aliviada o aterrorizada por la impresionante capacidad de deducción de Enzo.
–¿Tiene esto algo que ver con el repentino deseo de Ares de comprarme el hotel? –le preguntó Enzo.
–Podría ser. No estoy segura –admitió Alana.
Skye suspiró.
–Lo que no entiendo es por qué Alana ha tenido que acceder a algo así cuando podría acudir a ti para que la ayudaras económicamente si es eso lo que pudiera necesitar de Sarris. ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?
–Sí, creo que sí –afirmó cuidadosamente Alana.
–¿Es digno de fiar ese hombre? –insistió Skye, obligando a su hermana a que la mirara.
–Sí, mucho –replicó de nuevo Alana. Sintió que el sudor le humedecía el labio superior.
–Y, evidentemente, te sientes atraída por él.
–Evidentemente.
–Con Ares, estamos hablando del hombre más serio y de fiar del mundo –comentó Enzo, con la evidente intención de aplacar los temores de su esposa–. Nunca se ha visto envuelto en ningún escándalo y tampoco se puede decir que sea un casanova con las mujeres…
–Bueno, si protege su intimidad con constantes acuerdos de confidencialidad, no me extraña –comentó Skye. Parecía menos impresionada de lo que Alana había esperado.
–Me gusta, lo respeto y confío en él –dijo Alana sin poder contenerse–. Sin embargo, no podéis decirle nunca a nadie lo que he dicho sobre él.
Skye, que era bastante más bajita que Alana, se echó a reír.
–Está bien, hermanita. Confío en que sepas lo que estás haciendo, pero, si dudas o necesitas ayuda, no dudes en contar con nosotros –proclamó Skye. Abrazó a Alana con fuerza. Todos los temores que Alana pudiera tener por casarse con Ares sin decirle a su familia los verdaderos motivos se desvanecieron en aquel mismo instante.
A la mañana siguiente, Ares miró el delicado perfil de Alana mientras viajaban en el helicóptero. Notó la tensión que se adivinaba en sus labios y reconoció los nervios que la atenazaban. Había firmado el contrato. Todo estaba ya organizado. Nada podía ir mal. Sin embargo, cualquier mujer podría arrepentirse y, además, en aquel caso los planes originales se habían realizado teniendo en cuenta a la primera candidata, Verena Coleman, cuyos gustos no tenían nada que ver con los de Alana. Al menos en la opinión de Ares, no en la de su equipo de abogados. Todos se habían quedado atónitos por la actitud de Ares cuando este señaló las muchas diferencias que había entre ambas.
¿Cómo podía dejar a Alana sola en una ciudad desconocida, esperar que se comprara un guardarropa adecuado y que viviera sola en un apartamento? Gracias a lo que había investigado sobre ella, sabía que nunca había vivido sola. De repente, se sintió intranquilo. Dejarla sola en Londres, sin su familia, la dejaría totalmente desamparada. Edwin, su abogado, creía que era aceptable tratar a Alana del mismo modo que a Verena, pero Ares no estaba tan seguro. Alana era mucho más joven y menos experimentada, menos segura de sí misma… menos en muchas otras cosas…