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Italiano busca heredero Lynne Graham Raffaele estaba negociando el acuerdo de su vida, y se lo estaba jugando todo. Seducida por su enemigo Jennie Lucas Él destrozó su vida... y ahora iba a tener un hijo suyo. El otro novio Annie West Sin boda no habría fusión… solo les quedaba una alternativa. Pasión sin freno Dani Wade Aquel multimillonario indomable había encontrado a su cenicienta.
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Seitenzahl: 739
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 261 - junio 2021
I.S.B.N.: 978-84-1375-735-3
Créditos
Italiano busca heredero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Seducida por su enemigo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
El otro novio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Pasión sin freno
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
RAFFAELE Manzini bajó del coche y miró la enorme casa de las afueras de Nápoles, recortada contra el cielo nocturno. Parecía salida de una película de terror. Solo faltaba una tormenta para que la escena encajara perfectamente en el género, porque ya tenía murciélagos alrededor de las torretas.
–Menudo sitio –dijo Sal, el jefe de su equipo de seguridad–. Quizá no te guste, pero no me apartaré de ti en toda la noche. No me fío de tu bisabuelo. Cuando era joven, tenía fama de ser un asesino implacable.
Raffaele soltó una carcajada y se giró hacia el hombre de mediana edad que le había cuidado desde niño, en calidad de guardaespaldas.
–Serían habladurías –replicó.
–Se portó muy mal con tu padre. Una persona que expulsa a su nieto de la familia es una persona que no quiere ni a los de su propia sangre. Le creo capaz de cualquier cosa.
Raffaele no dijo nada. Conocía muy bien a Sal, y sabía que siempre había creído en la importancia de los lazos familiares. Pero el concepto de familia no significaba nada para él. Había conocido a su padre cuando ya era un hombre adulto y, en cuanto a su madre, era una millonaria española de comportamiento obsesivo e impulsos salvajes derivados de un accidente que había sufrido en su adolescencia, y que le había provocado daños cerebrales.
Naturalmente, su madre no había podido criarlo, y él había crecido entre una larga lista de niñeras que nunca duraban mucho, porque no soportaban el temperamento volátil de su jefa. Y, por si eso fuera poco, no había recibido afecto físico en ningún momento de su infancia, porque su madre no lo consideraba importante.
Raffaele siempre había sabido que no era un hombre normal. Donde otros tenían emociones, él tenía un enorme y oscuro vacío. Sus pasiones se contaban con los dedos de una mano. Los negocios, el dinero y el poder eran lo único que despertaba su interés. Y, por supuesto, no había ido a casa de su bisabuelo por razones sentimentales, sino por simple y pura curiosidad.
Aldo Manzini podía tener noventa y un años, pero su reputación seguía siendo siniestra. Se rumoreaba que había pertenecido a la mafia, y su nombre estaba asociado a la corrupción, la muerte y la brutalidad. Ni la muerte de su hijo había servido para que perdonara a su nieto, Tommaso, lo cual hacía que aquella situación fuera verdaderamente extraña.
¿Por qué le habría invitado él a su residencia, si no quería saber nada de su padre, uno de los pocos hombres que se había atrevido a desafiarle?
Fuera cual fuera la respuesta, Raffaele no habría acudido a la cita si no hubiera estado aburrido. En primer lugar, porque no sentía ningún cariño por su familia y, en segundo, porque el fallecimiento de su madre le había hecho rico a los dieciocho años, riqueza que él había aumentado con sus éxitos empresariales.
A nivel internacional, Raffaele tenía mucho más poder del que Aldo Manzini había tenido nunca. Era tan temido como adorado, y estaba tan acostumbrado a ello que se empezaba a aburrir.
Y el aburrimiento le sacaba de quicio.
Había intentado combatirlo de todas las formas que conocía. Cada vez cambiaba más deprisa de amantes. Escalaba montañas y hacía paracaidismo y submarinismo. Cualquier cosa con tal de no aburrirse, porque era consciente de lo afortunado que era por haber nacido rico y poder hacer lo que quisiera.
A sus veintiocho años, tenía todo lo que podía desear: mujeres bellas, fiestas decadentes, viajes, el no va más de las experiencias vitales. Y, sin embargo, se aburría.
Un criado de avanzada edad les abrió la puerta y les invitó a entrar en la espeluznante mansión. El enorme vestíbulo, que se regocijaba en su anticuado esplendor de unos tiempos ya pasados, no podía ser más opuesto a los gustos de Raffaele; pero, por primera vez en mucho tiempo, ya no estaba aburrido.
El anciano les llevó por un corredor de paneles de madera y adustos retratos familiares y, a continuación, dijo:
–El despacho del señor.
Raffaele se llevó una sorpresa al darse cuenta de que le habría gustado mirar las caras de sus antepasados paternos; pero reprimió el deseo y activó todas las células de su alto y poderoso cuerpo al ver al hombre aún más viejo que descansaba detrás de una mesa, junto a un ayudante que, en ese momento, se inclinaba sobre él. Su cara estaba llena de arrugas, pero tenía una mirada tan intensa como la de un ave rapaz.
–Eres muy alto para ser un Manzini –dijo Aldo en italiano.
–Habré salido al sector alto de mi familia –replicó Raffaele en el mismo idioma, uno de los seis que hablaba con fluidez.
–Tu madre era más alta que tu padre. Yo no soportaría eso en una mujer.
Raffaele se encogió de hombros.
–Supongo que no me has invitado para ponerte sentimental con mis ancestros –ironizó.
–Además, llevas el pelo demasiado largo, y tendrías que haberte vestido mejor para la ocasión –continuó Aldo–. Dile a tu guardaespaldas que se retire, que yo diré lo mismo al mío. Lo que tengo que decirte es confidencial.
Raffaele hizo un gesto a Sal, que frunció el ceño, salió de la habitación con el acompañante de Aldo y cerró la puerta.
–Así está mejor. Y ahora, sirve un par de copas –dijo Aldo, señalando el armario de las bebidas–. Yo tomaré brandy.
La actitud imperiosa del anciano contradecía tanto la fragilidad de su cuerpo condenado a una silla de ruedas que Raffaele sonrió con ironía. Pero cruzó el despacho de todas formas y obedeció, algo casi inaudito en él.
–¿Ves mucho a tu padre? –preguntó Aldo cuando su bisnieto le dio el brandy.
–No. Cuando por fin lo conocí, yo ya era un adulto –respondió Raffaele–. Nos vemos un par de veces al año.
–Tommaso era una desgracia para los Manzini. Siempre ha sido un blando –declaró con amargura.
–Pero es feliz. Lo único que le interesa es su familia y su pequeño negocio. Todos tenemos sueños diferentes.
–Y me atrevería a afirmar que tu sueño no es tener un jardín y un montón de niños, ¿verdad? –dijo Aldo.
–No, no lo es, pero no me parece mal que mi padre tenga otras ambiciones.
Las vetas doradas de los oscuros ojos de Raffaele brillaron cuando clavó la vista en su bisabuelo, deseando que aquel miserable captara un mensaje: que, aunque no se llevara precisamente bien con Tommaso, con sus tres hermanastras y con la segunda esposa de su padre, estaba dispuesto a protegerles de cualquiera que intentara hacerles daño.
–Permíteme que te cuente una vieja historia –dijo Aldo, reclinándose en su silla de ruedas.
Whisky en mano, Raffaele se sentó en un sillón. Esperaba que fuera una historia corta, porque se estaba empezando a arrepentir de haber aceptado la invitación de su bisabuelo.
–Me comprometí con Giulia Parisi cuando yo tenía veintiún años. Nuestras familias tenían negocios que competían entre sí, y nuestros padres ardían en deseos de que nos casáramos. Pero no te equivoques… yo la quería de verdad –dijo Aldo–. Hasta que, una semana antes de la boda, descubrí que se estaba acostando con uno de sus primos. Aquello me destrozó. La dejé plantada en el altar para hacerle sufrir la misma humillación que había sufrido yo.
–¿Y? –preguntó Raffaele, al ver que Aldo se detenía.
–Su padre se enfureció de tal manera que cambió su testamento para asegurarse de que ningún Manzini pudiera comprar nunca un negocio de los Parisi. Salvo que dos personas de nuestras respectivas familias se casaran y tuvieran un hijo.
–Era un poco corto de miras, ¿no? –ironizó Raffaele.
–La empresa de los Parisi se ha convertido en una de las compañías tecnológicas más importantes del mundo –declaró Aldo–. Y, si haces lo que yo quiero que hagas, será tuya.
–¿A qué compañía te refieres?
Aldo le dio el nombre, y Raffaele frunció el ceño.
–¿Estás hablando en serio? ¿Pretendes que me case y tenga un hijo por algo así? Como ya habrás adivinado, no es mi estilo.
–Siempre he querido echar mano a esa empresa. Por desgracia, no tuve la oportunidad con la generación de mi hijo porque los Parisi no tenían ninguna hija con la que se pudiera casar. Pero la tuve con tu padre, Tommaso. Se podría haber casado con Lucia.
–Y mi padre no quiso –dijo Raffaele–. Ya me ha contado esa parte de la historia. Querías que se casara con Lucia, pero estaba enamorado de mi madre y se casó con ella.
–Brillante idea –dijo Aldo, sacudiendo la cabeza–. Solo estuvo con él el tiempo suficiente para darte a luz y abandonar a Tommaso. Dime, ¿cuántos padrastros has tenido?
Raffaele se encogió de hombros.
–Media docena –contestó–. Puede que mi padre no sea el más listo de los Manzini, pero es el menos malo.
–Dices eso porque no conoces toda la historia. Tu padre no se limitó a no casarse con Lucia. Por si eso fuera poco, le dio dinero para que se fugara a Gran Bretaña con su amante y escapara de la ira de su familia. ¡Mi dinero!
Raffaele tuvo que apretar sus sensuales labios para no soltar una carcajada.
–Todo un detalle por su parte –dijo con sorna–. Pero ¿qué esperabas? ¿Que se casara con ella? Si no recuerdo mal, ya estaba embarazada de su amante.
–¡Por supuesto que lo esperaba! –exclamó el anciano con amargura–. No importaba de quién fuera ese niño. Si se hubiera casado con Lucia Parisi, cualquier hijo habría servido para cumplir los términos del testamento.
Raffaele se dio cuenta de que no estaba tratando con un hombre razonable, y no le sorprendió que su padre hubiera huido a Gran Bretaña y hubiera renunciado a sus ricos orígenes para llevar una vida humilde. El tranquilo y amable Tommaso nunca habría estado a la altura de lo que el dominante anciano exigía. Y tampoco había estado a la altura de las exigencias de su madre, Julieta, quien le había pasado por encima como una apisonadora.
–Qué desafortunado –dijo Raffaele, que ya se había cansado de estar allí.
–Lo sería mucho más si tú también fueras incapaz de ver las posibilidades de casarse con una Parisi.
–No estoy preparado para casarme con nadie.
–Pero esta es una belleza y, además, no tendrías que seguir casado eternamente –puntualizó Aldo Manzini, que tiró una carpeta en la mesa–. Échale un vistazo.
Raffaele no tenía intención de echar un vistazo a ningún miembro del clan de los Parisi. El anciano le parecía un hombre obsesivo y desequilibrado, y ya tenía experiencia de sobra con ese tipo de personas; sobre todo, por haber crecido junto a su trágicamente menoscabada madre.
–No me interesa. No necesito ni el dinero ni la empresa –dijo, levantándose de su asiento.
–Si accedes a tomarlo en consideración, te cederé mi imperio ahora mismo. Mi abogado está esperando en la sala contigua –declaró Aldo–. En cuanto a Lucia Parisi y su familia, ya los tengo en mis manos.
–¿De qué estás hablando?
–De que Lucia se casó con un idiota. Están ahogados en deudas, que ahora me pertenecen a mí. ¿Qué crees que pienso hacer con ellos?
–Me da exactamente igual –contestó, pensando en la oferta de Aldo.
Su imperio consistía en una vieja empresa de tecnología que necesitaba una renovación urgente, justo el tipo de desafío que más le gustaba. No le interesaba el dinero, sino el placer de cambiar y rediseñar las cosas. Y, por primera vez desde que entró en la habitación donde estaban, su mente se activó de verdad.
–Si quieres la otra empresa, que encajaría perfectamente con la mía, tendrás que casarte con la belleza en cuestión. Sé que, si no fuera una mujer impresionante, no tentaría a un hombre de… tus apetitos, por así decirlo.
Aldo sonrió, consciente de que había puesto a Raffaele en su sitio y de que había investigado bien la naturaleza de su bisnieto.
Al igual que él, Raffaele era un canalla implacable en los negocios, un hombre tan ambicioso como exigente; al igual que él, adoraba los desafíos y, al igual que él, le encantaban las mujeres bellas. Pero Raffaele había tenido demasiado y demasiado pronto. Demasiado dinero, demasiado éxito, demasiadas mujeres. Necesitaba que alguien o algo le obligara a poner los pies en el mundo real.
Al ver que alcanzaba la carpeta que había rechazado momentos antes, Aldo volvió a sonreír. Por lo visto, iba a caer en la trampa.
Raffaele la abrió y miró la fotografía que había dentro. Era de una mujer alta, de largo cabello rubio, piel de porcelana y ojos color helecho. Tenía unos rasgos tan clásicos como perfectos. Pero su mundo estaba abarrotado de mujeres hermosas, y habría preferido cortarse la mano derecha antes de casarse con una y tener un hijo.
Tras mirar la foto, leyó el informe y descubrió que su cociente intelectual era más alto que el suyo, a pesar de ser dos veces más listo que la mayoría de la gente. Eso le gustó bastante más, porque había llegado a la conclusión de que todas las mujeres realmente bellas eran brujas como su difunta madre o criaturas tontas y superficiales que solo se querían a sí mismas. Sin embargo, Maya Campbell, la hija de Lucia Parisi, parecía ser la excepción.
–Te la ofrezco en bandeja. Mis representantes ya se han encargado de recordarle a su familia que compré su deuda y que deben pagar. Puedes aparecer como un príncipe azul y rescatarla del desastre.
–Sinceramente, no soy ningún príncipe azul –dijo Raffaele–. Si acepto tu oferta, no me andaré con dobleces. Me gusta ser lo que soy.
–Palabras típicas de un joven privilegiado –ironizó Aldo.
Raffaele se encogió de hombros. No se hacía ilusiones sobre su propio carácter, pero pocas personas vivas estaban informadas de lo que había tenido que sufrir durante su infancia y su adolescencia por culpa de una mujer desequilibrada que era encantadora un día y abusiva al siguiente. No sentía lástima de sí mismo. Sencillamente, había aprendido a desconfiar de las personas. Si no esperaba nada de ellas, no le podían decepcionar.
Esa táctica le había sido de gran utilidad a lo largo de su vida, y esperaba que también funcionara con Maya Campbell, porque se quería quedar con las dos empresas. Tomaría su control, las cambiaría de arriba abajo y las convertiría en compañías rentables y en pleno crecimiento.
–Empiezo a estar cansado –le confesó Aldo–. ¿Llamo a mi abogado?
Raffaele sonrió.
–Gracias por la velada, Aldo. Ha sido interesante, aunque no tanto como el horizonte que se abre ante mí.
–Esa chica es verdaderamente sexy.
–No me refería a ella, sino a las dos empresas –dijo su bisnieto.
El abogado apareció con los documentos de la transferencia de la propiedad y con dos testigos, que tenían aspecto de médicos. Pero Raffaele no supo qué había llevado a Aldo Manzini a cederle su empresa hasta que firmaron el acuerdo y salieron de la mansión.
–Tiene demencia senil –le dijo uno de los testigos, que resultó ser médico de verdad–. Puede que dentro de unos meses no sea capaz de hacer nada. La degeneración se puede acelerar bastante a su edad, y él lo sabe.
Raffaele se sintió culpable de inmediato, y decidió que volvería a ver a su bisabuelo tanto si se casaba con aquella mujer como si no.
–¡Dios mío, nunca había visto a un hombre tan guapo! –exclamó Nicola, la novia que estaba a punto de casarse.
–¿Dónde está? –preguntó una de sus acompañantes.
–Allí, en el bar… ¿No te parece increíble?
Maya, que se encontraba con ellas, se giró hacia el bar y miró.
Era impresionante. Metro noventa de altura y un cuerpo musculado y esbelto a la vez. Estaba apoyado en la barra, exudando tal confianza en sí mismo que no parecía incómodo por haberse convertido en blancos de todas la miradas femeninas. Debía de estar acostumbrado a que las mujeres se lo comieran con los ojos.
Maya no pudo resistirse a la tentación de admirar brevemente su cabello negro, sus hombros anchos, su mandíbula recta y sus perfectos labios. Era tan guapo como un modelo de pasarela, pero equilibraba el clasicismo de sus rasgos con detalles como el cabello revuelto, una barba de dos días y su ropa, consistente en unos vaqueros desgastados, una camiseta negra y unas botas de motociclista.
Sin embargo, Maya lo desestimó al instante, convencida de que sería tan ególatra como altamente promiscuo. Además, ella no era como sus amigas de la universidad. No tenía ni tiempo ni ganas de salir con nadie por un simple revolcón. En su opinión, la vida era demasiado corta para desperdiciarla así, aunque a veces se preguntaba si no opinaría eso porque su guapo e inútil padre había conseguido que desconfiara de los hombres.
Su padre era encantador, cariñoso y atento, pero también era un desastre en materia de negocios. Siempre debía dinero a alguien y, por culpa de él, su adolescencia había sido una sucesión de litigios y amenazas de desahucio que ponían en peligro la seguridad de su familia, desde su madre hasta su hermanos: Izzy, su hermana gemela y Matt, que estaba condenado a vivir en una silla de ruedas.
Maya se preguntaba frecuentemente cómo habría sido su vida si, en lugar de tener unos padres que no servían para nada, hubiera tenido unos capaces de valerse por sí mismos. Y cada vez que se lo preguntaba, se sentía mal por ser tan resentida y egoísta.
A fin de cuentas, ellos no tenían la culpa de ser pobres; y mucho menos su madre, que solo conseguía trabajos a tiempo parcial porque debía cuidar a un hijo discapacitado. De hecho, siempre le había parecido asombroso que los talleres de reparación de su padre hubieran dado dinero alguna vez para comprar la casa londinense donde vivían, el único elemento estable en su catastrófico mundo financiero.
En cualquier caso, Maya no se podía quejar de su vida. Había sido una niña prodigio, y tenía tanto talento que sus premios y becas le habían permitido hacer la carrera de Matemáticas y conseguir todo tipo de trabajos relacionados con ella. Pero el dinero no le importaba demasiado y, si no hubiera tenido que apoyar económicamente a su familia, se habría dedicado a la investigación académica.
Aún estaba dando vueltas a sus relaciones familiares cuando alguien le puso una mano en el hombro. Por supuesto, Maya se giró, y se llevó una sorpresa al encontrarse ante el tipo de la barra.
Lo primero que le llamó la atención fue la necesidad de alzar la cabeza para mirarlo a los ojos, a pesar de que media un metro setenta y de que llevaba zapatos de tacón alto. Lo segundo, que se hubiera acercado a ella y no a otra mujer, cuando su conservadora ropa, su actitud distante y el hecho de que no estuviera bebiendo nada dejaban bien claro que no estaba disponible para aventuras románticas.
–Tómate algo conmigo –dijo él, casi en tono de orden.
Ella soltó una carcajada.
–Lo siento, pero estoy en la noche para chicas. No se permiten hombres.
Los ojos oscuros del desconocido, duros como el granito y de vetas doradas, brillaron con furia, como si su negativa le hubiera ofendido; pero Maya no se lo tuvo en cuenta, porque era mucho más atractivo de cerca que de lejos y, evidentemente, no podía estar acostumbrado a que las mujeres le rechazaran.
–¿Estás loca? –le susurró Nicole al oído.
Nicole la tomó del brazo y la llevó a la mesa donde estaban el resto de sus amigas, a quienes contó lo que acababa de hacer.
Todas protestaron de inmediato. Le recordaron que estaba sola, la criticaron por desaprovechar la oportunidad que se le había presentado y le dijeron que era una tonta por no agradecer que un hombre tan increíble se fijara en ella. Aparentemente, habrían hecho lo que fuera por encontrarse en su lugar. Si hubieran podido, se habrían envuelto en papel de regalo y se habrían ofrecido a él.
–No me ha pedido que nos tomemos una copa. Me lo ha ordenado –dijo a la defensiva–. Es un canalla arrogante.
–Buen, es lógico que un hombre tan maravilloso tenga algún defecto –comentó una de ellas.
–¿Me estás diciendo de verdad que prefieres sentarte sola delante de tu ordenador, como haces todas las noches, en lugar de pasar una velada con ese hombre? –preguntó otra.
A Maya se le heló la sonrisa. Los comentarios de sus amigas estaban cargados de envidia, origen del acoso que había sufrido en el colegio por sus resultados académicos. Sus compañeras de entonces creían que sacaba buenas notas porque era una empollona, y ella dejó que lo creyeran porque la habrían maltratado más si hubieran sabido que no era por eso, sino porque tenía una memoria fotográfica y un cociente intelectual mucho más alto que el suyo.
Mientras ella pensaba en su pasado, Raffaele volvió a la barra del bar, intentando convencerse de que Maya Campbell no merecía la pena. Y si hubiera sido por su concepto de la estética, habría tenido éxito, porque el vestido negro que llevaba era un horror: de cuello alto y con menos forma que un saco.
Por desgracia, ese horror no podía ocultar sus increíblemente largas piernas ni la delicadeza de las curvas de sus senos y sus caderas. Y, en cuanto a su cara, una zona tan libre de cosméticos que ni siquiera se había puesto rímel, era tan clara y perfecta como sus verdes ojos, de un tono que escapaba a cualquier definición. Pero fuera como fuera, le había rechazado. A él, a Raffaele Manzini.
Ofendido, pidió una segunda copa y apretó los dientes. Era la primera vez que una mujer le rechazaba, y estaba tan sorprendido como si el perro más manso del mundo le hubiera mordido la mano. Sin embargo, su fracaso inicial no hizo que se rindiera y, al cabo de unos momentos, pidió un cóctel para ella y lo envió a su mesa.
Maya Campbell lo miró a los ojos, señaló la botella de agua con gas que se estaba tomando y pasó el cóctel a una de sus acompañantes, desesperando un poco más a Raffaele. Se había convencido de que seducirla sería pan comido, pero los hechos demostraban que se había equivocado por completo.
Al final, le lanzó una última mirada y se fue del club de muy mal humor, verdaderamente frustrado.
Para empeorar las cosas, la actitud de aquella mujer solo había servido para que la encontrara aún más apetecible. De repente, no podía dejar de pensar en su suave cabello rubio, que le caía sobre la espalda como una cascada. No veía otra cosa que sus largas piernas, sus sensuales nalgas y su barbilla alzada constantemente, como si quisiera decir que no le importaba lo que nadie pensara de ella.
Pero le iba a importar. Él se encargaría de ello. Maya Campbell iba a aprender que no podía enfrentarse a Raffaele Manzini y salir ilesa.
–Me ha parecido una buena chica –dijo Sal inesperadamente mientras le abría la portezuela de su limusina–. No se parece al tipo de mujeres con las que sueles salir. No es una coqueta, y no había nada excesivo en su vestido.
Raffaele soltó una maldición en italiano, enfadado por el comentario de un hombre al que quería tanto como si fuera su padre.
–No sabría qué hacer con una buena chica –replicó.
–Bueno, la mayoría de nosotros nos casamos con buenas chicas –dijo Sal con humor.
Obviamente, Sal sabía que la joven en cuestión era una Parisi, porque había sido él quien había contratado a la agencia de detectives que la había investigado. Y al pensarlo, Raffaele se dijo que el apellido Parisi le sentaba mejor que el Campbell, demasiado ordinario en su opinión para una rubia que llamaba la atención sin maquillaje, con un vestido espantoso y sin ninguna mejora artificial, como silicona o Botox.
Fuera como fuera, si se casaba con ella no sería para ser un buen chico, sino para hacerle el amor y dejarla embarazada. Sin embargo, la idea ya no le molestó tanto como la semana anterior, porque Maya había despertado su libido. Era algo nuevo, algo diferente.
Pero él no sería como Sal. No se esforzaría por mantenerla a su lado; la pervertiría con el placer y, a continuación, se la quitaría de encima, como tenía por costumbre. Al fin y al cabo, nunca había conocido a ninguna mujer con quien quisiera estar mucho tiempo.
MAYA estaba temblando, aunque hizo lo posible por disimular su nerviosismo cuando su hermano pequeño se subió al autobús que le llevaba todas las mañanas al colegio para discapacitados. En cambio, Matt se limitó a sonreír con despreocupación a un chico de once años con una minusvalía parecida cuando este le gritó algo, inocentemente ajeno al mundo donde vivían sus padres y él.
Un mundo de deudas y desastres, pensó Maya; como si el pobre no hubiera sufrido lo suficiente tras perder el movimiento de las piernas a los cuatro años, cuando se cayó de una escalera mientras jugaba.
El autobús arrancó y cerró la puerta de la casa. Aún estaba dando vueltas a los documentos y la carta que había recibido a primera hora de la mañana; unos documentos que anunciaban acciones legales y una carta amenazadora que contenía datos alarmantes y desconocidos para ella sobre el historial financiero de su familia.
Le parecía indignante que sus padres no le hubieran dicho lo que estaba pasando. Se habían metido en un lío que habría sido imposible en otros tiempos, cuando ella se dedicaba a pasar dinero de una empresa a otra y a hacer acrobacias contables para impedir la bancarrota de sus padres y la pérdida de su hogar, que Matt necesitaba más que nadie.
Hasta Izzy había hecho sacrificios, aceptando trabajos mal pagados para llevar a casa todo el dinero que pudiera.
Estaba tan enfadada que quería gritar.
–¡No nos mires así! –protestó su madre cuando Maya habló con ellos–. ¡Nos daba vergüenza decirte la verdad!
Su madre, que se llamaba Lucia y era una atractiva morena de ojos marrones y cuarenta y tantos años, rompió a llorar.
–¡Me hicisteis creer que erais dueños de la casa y, como yo pensaba que lo erais, pedí créditos sobre un bien que ni siquiera os pertenece, lo cual podría tener consecuencias legales graves! –bramó Maya, perdiendo la paciencia.
–Maya, por favor… –dijo su padre, Rory, que también tenía lágrimas en los ojos.
Cada vez que recriminaba algo a sus padres, Maya se sentía como si estuviera pegando patadas a unos cachorros y, como tantas veces, les dio la espalda con una mezcla de ira y sentimiento de culpabilidad. Les quería mucho, pero no entendía ni su forma de pensar ni las terribles decisiones que tomaban ni su manía de mentir para ocultar verdades desagradables.
A veces pensaba que ella debía de ser una anomalía genética, porque le parecía increíble que fuera tan buena con los cálculos siendo hija de dos personas poco brillantes e incapaces de planificar, hacer presupuestos o ahorrar dinero.
En cualquier caso, se enfrentaban a la peor crisis que habían tenido nunca, y Maya se asustó de verdad porque sabía que, hiciera lo que hiciera, no tenía ninguna posibilidad de sacarlos de ese lío. Debían demasiado dinero y, para empeorar las cosas, no habían pagado ni un solo plazo del préstamo que había pedido ella, usando la casa como aval.
–No habéis pagado ni un solo plazo en más de veinte años –les recordó en voz alta–. Eso significa que no sois dueños de la casa. Eso significa que el dueño es la persona que os dio el préstamo. Y ahora os va a echar si no pagáis la deuda.
–Tommaso no nos haría eso –dijo Lucia–. Es un hombre maravilloso y además, su familia es rica.
Maya plantó en la mesa la carta que había recibido por la mañana.
–Aquí dice que tenéis que pagar de inmediato y que, de lo contrario, os desahuciarán y venderán la casa. No sé quién es Tommaso, pero se ve que ha perdido la paciencia.
–Tommaso es un Manzini –le informó su madre con sobrecogimiento, como si hubiera pronunciado el nombre de un dios–. Es el hombre con el que se suponía que yo me debía casar. Pero él tampoco quería casarse conmigo, así que nos ayudó a tu padre y a mí a salir de Italia y a comprarnos esta casa.
–No os regaló la casa. Solo os hizo un préstamo, mamá.
–Pensábamos que era un regalo –intervino su padre.
–Da igual lo que pensarais, porque estabais equivocados. Firmasteis un préstamo.
–¡Eso solo fue una artimaña para que su abuelo no se diera cuenta de lo que había hecho! –declaró su madre–. Tommaso me prometió que nunca tendríamos que devolverle el dinero.
–Pues mintió, aunque debo admitir que no le dio mucha importancia. Ha esperado veinte años para pedir su dinero y, si nos lo pudiéramos permitir, llevaría el asunto a tribunales para ver lo que pasa, porque estoy segura de que esperar veinte años y pedirlo todo de repente no puede ser legal –dijo Maya–. Por desgracia, no tenemos ni un penique, y no podríamos pagar ni al abogado.
–Olvídalo. Tenemos una reunión con los representantes de Manzini Finance –dijo Lucia con una sonrisa, como creyendo que se iban a salvar por arte de magia–. Explicaremos lo sucedido y se arreglará todo. Estoy segura de que esto es un simple malentendido. Te preocupas demasiado, Maya.
–¿Ah, sí? También tenéis un juicio por bancarrota. Vuestra deuda es enorme, y no la podéis pagar. Odio tener que decirlo, porque no soy de las que se rinden con facilidad, pero esta vez no hay solución. Supongo que el denunciante ha creído que puede vender la casa y solventar el problema con el beneficio de la venta.
–Si no fuera por Matt, podríamos pagar esa deuda –alegó su madre.
–No, no podríais, porque la casa no es vuestra –le recordó Maya–. Y no seréis vosotros quienes asistan a esa reunión, sino yo.
Rory acarició a su esposa, intentando animarla.
–Maya sabe mucho más que nosotros de asuntos financieros –declaró, orgulloso de las habilidades de su hija–. Lo arreglará en un periquete.
Maya miró a sus padres con labios temblorosos, que tuvo que apretar para no decir una barbaridad. Esta vez no había solución. Tenían que pagar y marcharse, aunque se dijo que solo aprenderían a no asumir deudas imposibles si se quedaban sin casa. Pero ¿qué pasaría entonces con Matt?
Su hermano pequeño era quien verdaderamente le preocupaba. La casa estaba adaptada a sus necesidades, y tenía un colegio especial a poca distancia. Si su familia se tenía que ir y se veía obligada a cambiar de barrio, Matt perdería algo más que su hogar: también perdería a sus amigos de clase y la poca libertad de la que aún podía disfrutar. Una situación terrible para cualquier niño.
–No me importaría volver a ver a Tommaso –dijo Lucia, que suspiró–. Siempre fue como un hermano mayor para mí. Un hombre bueno de verdad.
–Dudo que ese Tommaso del que hablas esté presente en la reunión. Los de Manzini Finance no enviarán a una persona tan importante –replicó su hija.
Maya prefirió no añadir que, si hubiera sido tan buen hombre como decía, no habría enviado esa carta a alguien que venía a ser algo parecido a una hermana pequeña. Como de costumbre, las expectativas de su madre estaban fuera de la realidad.
–No, supongo que no –admitió Lucia–. A estas alturas, Tommaso debe de tener un puesto crucial en el negocio de su familia.
–Bueno, será mejor que me vaya. Tengo que vestirme para ir a esa reunión.
Maya salió del pequeño salón, avanzó por el pasillo del chalet adosado que era la casa de sus padres y entró en el dormitorio que había compartido durante tantos años con Izzy. Seguía teniendo una litera, porque no había espacio para otra cosa.
Por fortuna, Maya tenía el traje que utilizaba en las entrevistas de trabajo en el armario de su antigua habitación, aunque pensó que vestirse bien no serviría de nada en semejantes circunstancias. No creía posible que quisieran conceder un aplazamiento a sus arruinados padres; pero, ya que le habían dado poder notarial para representar sus intereses, intentaría encontrar una solución.
Al fin y al cabo, acababa de conseguir un trabajo importante en una de las principales empresas de la ciudad. Sus padres no lo sabían aún. No se lo había contado porque no estaba precisamente entusiasmada con la perspectiva. Y, como era un empleo muy bien pagado, apelaría a él para que Manzini Finance les dejara quedarse en la casa.
Sin embargo, no era optimista al respecto. Los ricos solo querían beneficios, y no solían ser tolerantes con las personas que no podían pagar sus deudas.
Maya se puso su traje negro, se recogió su largo cabello en una coleta y clavó sus preocupados ojos verdes en el espejo del dormitorio, cruzando los dedos para que la persona con quien se iba a reunir tuviera un poco de corazón. El destino de Matt estaba en juego.
La oficina estaba en una elegante calle de la City de Londres. Maya intentó no sentirse impresionada, pero le impresionó todo; desde el diseño del edificio hasta la recepcionista con ropa de diseñador, pasando por el ambiente intenso y moderno que se respiraba. Se sentó en la sala de espera, rígida como el palo de una escoba, y pensó que no había muchas posibilidades de encontrar compasión en un sitio como Manzini Finance.
La recepcionista se le acercó poco después y le pidió que la acompañara. Su actitud era casi aduladora, lo cual desconcertó a Maya, que era bastante buena interpretando el lenguaje corporal. Pero su coraje, su elocuencia y los argumentos que había preparado cuando vio al alto y potente hombre de pantalones vaqueros que la estaba esperando: el mismo que se le había acercado en el club cuando estaba con sus amigas.
–¿Qué estás haciendo aquí? –acertó a decir, perpleja.
Raffaele disfrutó al verla perder el aplomo. Sus verdes ojos de bruja se abrieron tanto como su lujuriosa boca, y sus mejillas se tiñeron de rubor.
Sin embargo, tuvo que cruzar las piernas al notar una súbita tensión en sus zonas bajas. Aquella mujer tenía algo que lo excitaba y, desde luego, no era el espantoso traje que se había puesto. Pero su reacción física le disgustó sobremanera. No le gustaba perder el control. Y mucho menos, cuando se suponía que iban a hablar de negocios.
–Me llamo Raffaele Manzini. Fue mi padre quien concedió a los tuyos el préstamo original.
–¿Tommaso? Mi madre dice que era un hombre encantador.
–Y lo sigue siendo. Pero, desgraciadamente para ti, ya no tiene nada que ver con los negocios de los Manzini. Cortó los lazos con mi familia más o menos en la misma época en que tu madre huyó de la suya.
Maya intentó no mirarlo fijamente, pero no lo consiguió. Si en el poco iluminado club le había parecido impresionantemente atractivo, ahora estaba para comérselo. La luz del sol enfatizaba su sensual boca, su recta nariz, sus pómulos afilados como cuchillos, su cabello negro y, sobre todo, sus oscuros e intensos ojos, de pestañas larguísimas.
–¿Desgraciadamente para mí? –preguntó ella.
Él le dedicó una sonrisa sarcástica.
–Mi padre es la única persona buena de mi familia. Yo no lo soy ni tengo intención de serlo –afirmó–. Pero tienes algo que quiero, y tu presencia me parece casi providencial.
–¿Providencial? –dijo Maya, sin saber qué querría de ella.
–Puedo conseguir que todos tus problemas se desvanezcan de inmediato. Como sabes, soy más que consciente de la situación económica de tu familia, así que te recomiendo que no pierdas el tiempo intentando engañarme. Siéntate y hablaremos.
La actitud de Raffaele le desagradaba mucho; pero tenía la sartén por el mango, de modo que se sentó en uno de los sillones del despacho mientras él pedía café a la recepcionista, que apareció rápidamente con una bandeja. La mujer no dejó de mirar a su jefe en ningún momento. Se comportaba como una adolescente encaprichada con un famoso y, cuando se fue, le dedicó una sonrisa feliz, como si Raffaele fuera el dios al que adoraba.
Maya se preguntó si todas las mujeres reaccionarían así en su presencia y, al recordar el comportamiento de sus amigas, tuvo que hacer un esfuerzo para no suspirar. Además, empezaba a tener sospechas sobre lo sucedido en el club. ¿Cómo era posible que coincidieran dos veces en tan poco tiempo?
–Dime una cosa… ¿por qué no te has librado ya de tu familia? –preguntó Raffaele mientras ella probaba su café.
Maya estuvo a punto de atragantarse.
–¿A qué viene eso?
–Es una pregunta lógica. Tu familia es un ancla que te está arrastrando al fondo del mar –contestó–. Cualquier mujer con tu inteligencia y perspectivas vitales se los habría quitado de encima y habría seguido adelante.
–Se nota que no quieres mucho a tu familia, porque no me preguntarías eso si la quisieras –replicó Maya–. Por muchos defectos que tengan mis padres, los adoro. Además, nadie es perfecto. Ni yo misma lo soy.
–No, porque tú también tienes un defecto, el de ser una sentimental. Yo procuro no encariñarme con las personas –le confesó, desconcertándola de nuevo.
–¿Por qué estamos teniendo esta conversación tan rara? Somos desconocidos, y hemos quedado para hablar de negocios.
–¿Y cómo puedo hablar de negocios cuando sé que tu familia y tú estáis en la ruina y que no podéis pagar lo que me debéis? En ese sentido, no hay nada que discutir. Y no me gusta perder el tiempo.
Maya tomó un poco más de café, intentando no admirar sus largas y poderosas piernas, embutidas en un vaquero de diseñador.
–¿Qué estabas haciendo en ese club? –se atrevió a preguntar–. ¿Por qué te acercaste a mí?
–Quería verte en carne y hueso. Sentía curiosidad –dijo él–. ¿Hasta qué punto estás informada sobre la historia de nuestras respectivas familias?
–No sé nada de la tuya y, en cuanto a la mía, solo sé que quisieron casar a mi madre con tu padre –admitió ella.
–Pues tendré que ponerte al día.
Maya se cruzó de piernas, revelando unos centímetros de pálido muslo, y Raffaele perdió la concentración.
¿Por qué le había resultado tan erótico? No lo sabía, pero le molestaba que Maya le pudiera excitar tanto y tan deprisa. Lo único que deseaba hacer en ese momento era soltarle la coleta de caballo, arrancarle su horrendo traje y ponerle algo bonito, que enfatizara su alta y esbelta silueta.
–Ibas a decirme algo, si no recuerdo mal –dijo ella, irritándole un poco más.
Él le resumió la historia de los matrimonios fallidos de sus familias y le informó sobre el testamento de su antecesor y su relación con la empresa, dejándola atónita.
–Pero eso es una estupidez –declaró Maya–. ¿Cómo pudo hacer eso? ¿Qué pasaría si…?
–Exactamente –la interrumpió–. Y desde entonces, ha habido todo tipo de complicaciones con la empresa; sobre todo ahora, porque los Parisi andan escasos de talento para dirigirla. De hecho, tengo intención de comprarla.
Maya clavó la vista en sus ojos, sopesando aún lo que Raffaele le había contado.
–Pero no puedes comprarla. Salvo que te cases y tengas un hijo.
–Vaya, la matemática ha sido capaz de sumar dos y dos –dijo él en tono de broma–. Por eso estás aquí. Eres la oportunidad que necesito.
Maya frunció el ceño, dejó la taza de café sobre la mesa y se levantó, incapaz de creer lo que estaba escuchando.
–Y por eso fuiste a buscarme al club, claro. Pero yo no soy tu oportunidad para comprar la empresa. Ni nos vamos a casar ni voy a tener un hijo contigo.
–Nunca digas nunca jamás, Maya –le recomendó Raffaele, inhumanamente tranquilo–. Cuando lo pienses con detenimiento, te darás cuenta de que te estoy ofreciendo un acuerdo inmejorable. Siéntate otra vez.
–¿Por qué querría sentarme? No aceptaré una propuesta tan absurda –declaró, enfadada–. Y por cierto, hay que ser verdaderamente perverso para plantear un embarazo como un acuerdo inmejorable.
Raffaele ladeó la cabeza y sonrió.
–Tu veta sentimental vuelve a asomar.
–¿Es que no tienes sentido de la decencia? –protestó Maya.
–Puede que no. Pero sé que muchas personas tienen hijos tras aventuras de una sola noche y, comparativamente hablando, no creo que ofrecerte matrimonio primero y pedirte un hijo después sea una perversión –se defendió él–. Si tú y yo tuviéramos un hijo, sería con toda probabilidad el único que voy a tener y, por supuesto, mi heredero, con todas las ventajas y privilegios que eso supone.
–El dinero no forma parte de esa ecuación. ¿Dónde está tu conciencia?
–Aquí, y tan tranquila y callada como una tumba –respondió Raffaele sin perder el aplomo–. Tu familia está a punto de quedarse en la calle con un hijo discapacitado.
–No, tú no tienes conciencia –bramó ella, perdiendo el control.
–Veo que te preocupa mucho la moral, pero no parece que la moral te haya sido útil con alguien tan irresponsable como tu padre. ¿O me equivoco? –preguntó él con suavidad–. Pues bien, si aceptas mi oferta, también solucionaré ese problema. Tu padre necesita un trabajo, no otro negocio ruinoso.
–Pero…
–Tienes que ser realista, Maya. No puedes salvarlos de las consecuencias de su propia estupidez por tu cuenta. Necesitas mi dinero. Y yo necesito casarme con una Parisi y tener un hijo con ella.
–¡Eres verdaderamente odioso!
–Vaya, observo que tienes otro defecto. Te encantan los dramas –dijo–. Por suerte, yo no soy tan apasionado.
Maya alcanzó la jarrita de leche que estaba en la bandeja y le tiró el contenido a la cara. Raffaele se levantó de golpe, pero se limitó a sacudirse con tanta tranquilidad como un perro que acabara de mojarse en un charco.
–¿Te sientes mejor ahora, Maya?
–¡Sí! –exclamó ella.
–Pero eso no cambia tu situación, ¿verdad? Tienes un problema que debes resolver. Si quieres salir y dar una vuelta para tranquilizarte, hazlo –dijo con una calma desesperante–. Y piensa en lo que te estoy ofreciendo, porque te liberaría de tus cargas familiares y volverías a ser dueña de tu propia vida. Las deudas de tus padres desaparecerían. Estarían mucho mejor. Y tú también, porque ya no tendrías que preocuparte por ellos.
–No puedo creer que hables así. ¿Quién te ha enseñado esas cosas? ¿Svengali? –dijo, tan enojada que temblaba de arriba abajo.
–No, me parezco más a Maquiavelo –respondió–. Respira hondo y cuenta hasta diez, Maya. Si pierdes los estribos conmigo, te arrinconarás tú sola y te encontrarás en una posición imposible de mantener.
–¡Prefiero morirme antes que casarme con un monstruo como tú!
–Lo dudo mucho. Si te vas, estarás de vuelta en menos de una hora y con una actitud completamente distinta, porque sabes que soy tu única opción.
Los oscuros ojos de Raffaele brillaron con satisfacción. Y Maya, que empezaba a pensar que era un psicópata, cambió de opinión. Al parecer, tenía emociones.
Como no se imaginaba clavándole un cuchillo en el pecho, salió del despacho y entró en el ascensor, incapaz de pensar con claridad. Raffaele descolgó su teléfono de inmediato y habló con Sal para pedirle que uno de sus guardaespaldas la detuviera.
–¿Por qué? –preguntó Sal.
–Porque está muy alterada. No quiero que la atropelle un autobús o algo así –contestó Raffaele en voz baja–. Al fin y al cabo, me voy a casar con ella.
–¿Ha aceptado tu oferta?
–No, pero la aceptará.
Maya bajó por la calle sin dirección definida. El caos de sus pensamientos se mezclaba con un enfado que ni siquiera había sabido capaz de sentir. Raffaele le había pedido que tuviera un hijo con él, aparentemente encantado de ser padre sin más motivo que el interés empresarial, como si fuera lo más normal; pero, desde el punto de vista de Maya, eso era digno de un hombre inmoral, sin escrúpulos y ajeno al mundo civilizado.
Nunca había conocido a nadie como él. Y por mucho que le molestara, debía reconocer que sus ideas la habían conmocionado porque, en el fondo, era bastante conservadora.
Cuando los pies le empezaron a doler, entró en una cafetería y pidió una taza de té. Al cabo de unos minutos, el peso de la realidad le hizo darse cuenta de que Raffaele tenía razón, lo cual reavivó su ira. Efectivamente, era absurdo que se enfadara. Su situación era insostenible y, por si eso fuera poco, había demostrado ser tan impresionable que el simple hecho de que sugiriera acostarse con ella para dejarla embarazada la había traumatizado.
Pero, ¿cómo podía ser tan frío? ¿De verdad creía que la promesa de un anillo de compromiso eliminaría sus reparos morales?
Desgraciadamente, estaba entre la espada y la pared, y no podía negar que Raffaele le había hecho una oferta que solucionaría todos sus problemas. Por duro y poco sensible que hubiera sido, estaba dispuesto a anular las deudas de su familia. Y debía de ser muy rico, porque su familia estaba tan endeudada que perdería una cantidad enorme de dinero.
Decidida a salir de dudas, sacó su móvil, se conectó a Internet y le investigó. No era rico, sino super-rico. Por lo visto, vivía en un mundo de políticos y potentados petrolíferos. ¿Cómo no le iba a hacer esa propuesta, si el dinero que debía su familia era calderilla para él? Pero solo se lo había ofrecido porque su madre era una Parisi, y no debía cometer el error de pensar que había algo personal en ello. Era una simple cuestión de negocios.
En cualquier caso, Raffaele Manzini era la única salida que tenía. De lo contrario, sus padres se quedarían en la ruina y sin casa.
Maya le odió más que nunca. En primer lugar, porque había acertado al suponer que cambiaría de idea cuando lo pensara con detenimiento y, en segundo, porque la estaba condenando a hacer algo que iba contra su ética. Pero ¿sería verdaderamente capaz de casarse con un hombre al que no respetaba? ¿Podría acostarse con él y darle un hijo?
Decidida a recuperar el control de sus emociones, respiró hondo y se dijo que no debía pensar en esos términos, sino evaluar la situación de forma racional. Tenía que afrontar las cosas poco a poco, sin adelantar acontecimientos.
Raffaele estaba ofreciendo a su familia una forma de vida nueva, más segura y estable de la que habían tenido nunca. Si sus deudas desaparecían de repente, se quitarían un peso de encima y, en cuanto a Matt, no tendría que sufrir las consecuencias de la ruina de sus padres y la pérdida de su hogar.
Desde luego, la situación habría sido distinta si hubiera tenido abuelos o tíos que le pudieran echar una mano, pero no los tenía. Y su hermana no podía hacer gran cosa, por muy dispuesta que estuviera ayudar.
Definitivamente, todo dependía de ella. Y le gustara o no, su familia la necesitaba. ¿Cómo podía rechazar la oferta, si implicaba que su familia podría empezar de nuevo, sin cargas de ningún tipo? ¿No era el mejor regalo que les podía hacer?
Además, tampoco le molestaba la idea de tener hijos. Lo que le molestaba era tenerlos con Raffaele.
Maya sintió pánico, y se volvió a repetir que no debía cometer el error de dejarse dominar por sus temores. Sí, Raffaele la había tratado mal, tanto en el club como en su despacho. Había demostrado ser un hombre cruel, un verdadero canalla. Pero ese tipo de pensamientos no la llevarían a ninguna parte. Si se iba a casar con él, sería mejor que lo asumiera y que buscara la forma de protegerse.
Rápidamente, sacó una libreta y apuntó una serie de exigencias no negociables. Una hora después, estaba de vuelta en Manzini Finance, a punto de enfrentarse a un hombre que la desequilibraba y la sacaba de quicio. Pero esta vez no iba a perder el aplomo. Esta vez, mantendría el control de sus emociones.
Cuando entró en el despacho de Raffaele, su expresión era tan dura que ninguno de los miembros de su familia la habría reconocido.
HAS TARDADO más de lo que esperaba en entrar en razón –dijo Raffaele, mirando a Maya como un gato a un ratón acorralado–. Pero aquí estamos. Otra vez.
Maya apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos. Raffaele había vencido; pero, a pesar de ello, se había sentido en la necesidad de restregárselo por la cara. Por lo visto, no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria.
–Sí, aquí estamos.
–Siéntate, por favor.
Maya se sentó en la silla que había ocupado antes de marcharse y dijo:
–Iré directamente al grano. No me agradas. Hasta ahora, no he visto nada en ti que me guste. Pero eres mi única salida, como tú mismo te has encargado de recordarme. Y, si quiero ayudar a mi familia, no tengo elección.
–No te hagas la mártir conmigo, porque no lo eres –replicó él, dolorosamente consciente de que era la primera vez que alguien se atrevía a decirle que no le caía bien–. Si aceptas mi oferta, será por voluntad tuya, no de otra persona.
Maya le odió con toda su alma. Se sentía como si fuera Eva en el jardín del Edén y Adán le estuviera negando hasta una hoja de parra con la que taparse.
–Cierto, lo hago por voluntad propia –aceptó a regañadientes–. Pero con condiciones.
–Las condiciones las pongo yo.
–No, no todas –replicó, firme–. Tengo derecho a ciertas salvaguardias. La primera es la exclusividad. Mientras estés conmigo, no te acostarás con otras mujeres.
Sorprendido, Raffaele echó la cabeza hacia atrás, lo cual apartó su exuberante cabello negro de sus afilados pómulos.
–No –dijo, mirándola fijamente.
–No me voy a acostar contigo si te acuestas con otras. Eso no es negociable –insistió ella–. Si no me lo puedes asegurar, me dejarás embarazada por inseminación artificial.
Raffaele no podía creer lo que estaba escuchando. La deseaba y, por supuesto, no iba a permitir que se negara a tener relaciones sexuales. Pero ¿por qué no, si solo era un asunto de negocios? Tras sopesarlo un momento, se dijo a sí mismo que hasta él tenía sus debilidades. A fin de cuentas, no dejaba de ser un hombre.
–Está bien, pero solo hasta que te quedes embarazada. Después, podré hacer lo que quiera.
Maya se relajó un poco.
–De acuerdo –dijo.
–¿Tanto te importa la fidelidad, por cierto? –preguntó él, sorprendiéndola–. Nunca he sido fiel a nadie, aunque debo admitir que tampoco he tenido ninguna relación tan seria como para que pudiera planteármelo.
–Para mí, la fidelidad es la columna vertebral de cualquier relación amorosa.
–No sabría qué decir, porque no he mantenido ninguna –le confesó él–. Mis relaciones suelen ser asuntos puramente sexuales que no duran más de dos semanas.
–Una actitud un poco adolescente para un hombre de tu edad, ¿no?
Los ojos de Raffaele brillaron con furia.
–Lo sería si buscara relaciones serias, pero no las busco –se defendió.
–Sí, ya me he dado cuenta. Te he estado investigando por Internet –dijo Maya–. Pero pasemos al siguiente punto, el de la salud. Quiero que te hagas análisis.
–¿Para qué? Nunca hago el amor sin protección.
–Pero lo harás sin estás conmigo. Y si yo me hago análisis, tú también.
–¿Algo más? –preguntó él entre dientes.
–Sí. ¿Qué pasará si no me quedo embarazada enseguida? Hasta las parejas sanas tienen ese tipo de problemas. Supongo que eres consciente de ello, ¿no?
A decir verdad, ni Raffaele se lo había planteado ni estaba dispuesto a admitirlo delante de ella. No sabía nada de embarazos, y no lo sabía porque lo único que le había preocupado al respecto eran las formas de evitar que se produjeran.
–Si se da esa situación, lo discutiremos en su momento –replicó.
–Quiero tener la custodia de nuestro bebé –dijo ella, pasando a su siguiente condición.
–Y yo no aceptaré nada que no sea una custodia compartida. Por lo que sé de ti, serás una madre terrible –afirmó Raffaele–. Y tengo la obligación de proteger a mi hijo.
Maya parpadeó, nuevamente sorprendida. Había pensado que Raffaele no rechazaría su petición, porque solo quería tener un hijo por conveniencia económica. Y ahora resultaba que su bienestar le preocupaba de verdad. Era la primera cosa digna que le oía decir.
–¿Dónde estaré durante el proceso? –preguntó ella, cambiando de tema.
–En Italia, donde nos casaremos. Ya le he organizado todo.
–Te gusta empezar la casa por el tejado, ¿verdad?
–No. Sencillamente, sabía que aceptarías mi oferta.
–¿Y a qué parte de Italia iremos? ¿Qué debo decirle a mi familia?
Él encogió sus anchos hombros con aristocrático desdén.
–Que nos hemos casado, nada más –respondió–. No es necesario que les cuentes toda la verdad. Puedes inventarte alguna historia sobre un amor a primera vista.
–No me gusta mentir. Les diré que me has ofrecido un trabajo en Italia y que has decidido liberarles de sus deudas por los antiguos lazos entre nuestras respectivas familias y porque tienes un gran corazón –se burló.
–¿Antiguos lazos? Sí, de odio –dijo Raffaele con sorna–. En fin, diles lo que quieras. No es asunto mío.
–¿Cómo que no? Lo hiciste tuyo cuando te quedaste con las deudas de mi familia. Y no me digas que es una casualidad que intentaran ejecutarlas al mismo tiempo.
Raffaele no dijo nada. Parecía encantado con lo que había hecho.
–Me has tendido una trampa –continuó ella.
–No, Maya, la trampa te la tendió mi bisabuelo, Aldo. Yo no sabía de tu existencia hasta que me habló de ti, aunque solo después de informarme de lo que se había hecho con la deuda de tu familia –replicó–. Si yo no hubiera aceptado el trato que me ofreció, habría estado encantado de dejar a tus padres en la ruina y sin hogar. ¿Y sabes por qué? Por el simple hecho de que no le caéis bien.
Ella sonrió con enfado.
–¿Insinúas que tengo que estarte agradecida por tu oferta de matrimonio?
Él asintió, mirándola a los ojos con arrogancia.
–Sí, en efecto. ¿Cómo acabaría tu familia si no me conocieras a mí?
Maya perdió la paciencia y se levantó.
–¿Es que eres incapaz de ser amable durante más de diez minutos? –bramó, furiosa–. ¿Qué pretendes? ¿Que me arrodille en gesto de gratitud?
Raffaele también se puso de pie. Y, como era mucho más alto, se sintió minúscula en comparación.
–Por fin empiezas a hablar mi idioma. No sabes cuánto me gustaría tenerte de rodillas –contestó con una sonrisa inquietante.
La insinuación abiertamente sexual de lo que Raffaele estaba diciendo hizo que Maya se sintiera aún más humillada. Ya no podía más. Había llegado al límite de su resistencia, y perdió los estribos hasta el punto de intentar darle una bofetada. Sin embargo, él fue más rápido que ella, y le agarró la muñeca antes de que lograra su objetivo.
–No te atrevas a ponerme una mano encima –dijo él, rabioso–. A mí ya no me pega nadie.
Maya se quedó helada. ¿Qué había querido decir con eso de que ya no le pegaba nadie? No lo sabía, pero ya estaba a punto de disculparse cuando él extendió sus largos brazos y la alzó en vilo.
–¡Suéltame! –protestó ella.
–No voy a hacerte daño. Te he agarrado porque estabas a punto de tropezar con la mesa.
Maya se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad. Había retrocedido inconscientemente y, si él no la hubiera agarrado, habría tropezado con la mesita de café y se habría caído. Pero eso no le incomodó tanto como su súbita expresión de deseo. Hasta el propio Raffaele se quedó asombrado. Por algún motivo, era incapaz de apartar la vista de aquellos ojos verdes y aquellos labios rojos.
–Ah, gracias… Pero ya me puedes soltar.
Tras un momento de duda, Raffaele la soltó. ¿Qué demonios estaba haciendo? Hasta le había confesado indirectamente que había sufrido maltratos de niño. ¿Cómo le había podido decir que a él ya no le pegaba nadie?
–Discúlpame. No pretendía asustarte.
–No me has asustado. No exactamente –dijo ella, aterrorizada por la excitación que había sentido al estar entre sus brazos–. Siento haber intentado darte una bofetada. Es que me has sacado de quicio. Y sí, ya sé que eso no lo justifica, pero debo decir en mi defensa que es la primera vez que intento pegar a alguien. Te prometo que no se repetirá.
Raffaele, intentó controlar su propia excitación. Pero no le resultó fácil, porque la idea de tenerla de rodillas había alimentado una de sus fantasías sexuales más potentes.
–Olvídalo –dijo él–. Pero parece que nuestra relación va a ser bastante conflictiva, y deberíamos solucionarlo de inmediato.
–¿De inmediato? –preguntó ella, aún dominada por el sensual hechizo de Raffaele.
–Sí, ahora mismo. Es hora de que tú te adaptes a mí y de que yo me adapte a ti, porque es evidente que tendremos que vivir juntos y, en principio, durante varios meses –declaró–. Iremos a comprarte ropa y saldremos esta noche.
–¿Comprarme ropa? –preguntó, confundida.
–No me gusta la que llevas. Te compraré algo y nos relajaremos un poco. Vas a empezar una nueva vida, Maya. Demuéstrame que estarás a la altura.
Maya tragó saliva y asintió, preguntándose qué andaba mal en su cerebro, porque súbitamente parecía dormido. Raffaele quería pruebas de que sabría vivir en su mundo y encajar en él, y a ella le pareció normal. Sin embargo, no podía creer que comprar ropa de mujer fuera algo que hiciera con frecuencia.
Media hora después, estaba en un salón de belleza, dejando que la peinaran, la maquillaran y le pintaran las uñas. Era como si estuviera cambiando de imagen para salir en televisión, salvo por el hecho de que Raffaele daba las órdenes e imponía sus opiniones. Y Maya se lo permitió, recordándose que lo hacía por su familia.
Al fin y al cabo, ¿qué importancia podía tener? A cambio del pequeño sacrificio de perder su independencia, sus padres quedarían liberados de las deudas que habían contraído. Pero, a decir verdad, lo que más le incomodaba no era eso, sino que no estaba acostumbrada a estar en sitios así. Nunca le había preocupado la ropa que llevaba ni el aspecto que tenía.