E-Pack Bianca y Deseo junio 2023 - Natalie Anderson - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo junio 2023 E-Book

Natalie Anderson

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Beschreibung

Pack 353 Unidos por el interés Natalie Anderson ¿Necesitas casarte hoy? Pues cásate conmigo. Un pacto de amor Fiona Brand Un breve matrimonio solucionaría todos sus problemas, salvo que la pasión lo convirtiera en algo auténtico.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 353 - junio 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-923-9

Índice

 

Créditos

Unidos por el interés

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

Un pacto de amor

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ELIAS Greyson había perfeccionado el arte de la indiferencia hacia los sentimientos propios y los ajenos. Mantenerse impertérrito era la clave para que cualquier decisión, personal o profesional, fuera fría y simple. Ni la rabia ni las protestas ni las súplicas atravesaban su armadura. Por más acalorada que fuera una discusión, jamás tomaba una decisión impulsivamente. Había aprendido que las reacciones emocionales conducían a resultados erróneos; siempre era preferible una respuesta medida y racional. Que por ello lo hubieran acusado más de una vez de no tener corazón, le daba lo mismo.

Aquel día, sin embargo, Elias se sentía dominado por una irritación que había ido en aumento durante las dos semanas precedentes. Miró el reloj y apretó los dientes. De todos los días posibles, su infalible asistente personal elegía precisamente aquel para fallarle. Tenía que viajar de Londres a San Francisco para negociar la adquisición de una empresa de capital de riesgo que estaba resultándole particularmente esquiva. Elias la necesitaba para fortalecer su posición en el mercado estadounidense, pero su director ejecutivo, Vince Williams era un hombre de «principios» al que no le importaba exclusivamente el estado de cuentas de la empresa, sino los valores de su posible comprador. Vince, que llevaba cincuenta años casado con su novia de juventud, censuraba un estilo de vida disoluto y aunque Elias hacía dos años que había moderado su comportamiento de playboy, el hecho de que permaneciera soltero parecía suponer un «motivo de preocupación» para el anciano. Algo que para Elias era absurdo, tal y como pretendía hacerle comprender en la cita que tenían programada para el día siguiente.

En cualquier caso, Elias estaba seguro de llegar a asegurarse la adquisición por medio de una oferta irrechazable y por eso mismo necesitaba a su asistente con él.

Darcie Milne no había llegado tarde en los dos años y medio que había trabajado para él. Pero aquella mañana su silla seguía vacía, no había contestado ninguno de sus mensajes y la llamada que acababa de hacerle había entrado directamente al contestador.

–Tienes que venir. Ahora mismo.

Colgó.

Pasaron cinco minutos y su habitual imperturbabilidad se vio alterada por la súbita preocupación de que Darcie hubiera sufrido un accidente.

En ese preciso momento la puerta se abrió de par en par, Darcie entró impetuosamente y la cerró dando un golpe.

Elias se quedó boquiabierto al ver que, en lugar de su habitual conjunto neutro de pantalón gris y camisa blanca, Darcie llevaba una falda crema por debajo de la rodilla y una chaqueta a juego. Y aunque ambas le quedaban un poco holgadas, que sus pantorrillas y sus tobillos quedaran a la vista hizo que la temperatura del despacho se elevara varios grados.

Elias se obligó a cerrar la boca y alzar la mirada, pero Darcie no lo miraba a él, sino al escritorio que los separaba. De hecho, no lo miraba a los ojos desde hacía dos semanas. Y eso sí que había llegado a irritarlo. Hasta entonces había conseguido mantenerse impasible; incluso había estado orgulloso de la indiferencia con la que se había relacionado con su asistente. Hasta que dos semanas atrás ella…

–¿Te parece normal llegar a estas horas? –la recriminó, evitando recordar aquella noche.

–No te acuerdas más que del negocio que tienes entre manos, ¿verdad?

Elias se quedó perplejo ante una reacción tan poco propia de Darcie. Como él, acostumbraba a mantener la calma; era diligente y trabajadora, lo que no significaba que fuera servil. Al contrario, era capaz de cuestionar sus opiniones, pero siempre con una educación extrema y solo las referidas a temas profesionales.

Elias la miró con severidad.

–¿Se puede saber qué pasa?

Darcie dejó una carpeta sobre el escritorio en la que Elias identificó las notas adhesivas de colores que solía llenar con su pulcra letra.

–He reducido la lista a cinco para que no tengas que hacer demasiadas entrevistas –dijo ella.

–¿Qué entrevistas?

–Para el puesto de tu asistente ejecutiva.

–Tú eres mi asistente ejecutiva.

Darcie se cuadró de hombros.

–¿De verdad has olvidado la carta de dimisión que presenté hace dos semanas? La dejé sobre el escritorio y sé que la leíste.

Claro que no la había olvidado, pero Elias conocía sus derechos.

–Tu contrato exige tres semanas de preaviso. Por tanto, queda una semana.

–Pero tengo tantas vacaciones anuales acumuladas que me tomo libre la última semana de preaviso. Tendrás que compensarme por las que quedan pendientes, que son muchas.

Su tono insolente y descarado provocó un hormigueo en la piel de Elias. Darcie nunca se había pasado de la raya. Hasta la noche en Edimburgo.

–¿Así que ahora te vas de vacaciones? –preguntó Elias.

–Exactamente.

Elias había perdido a muchos empleados en el pasado y había decidido, inicialmente, que le daba lo mismo que Darcie se sumara a la lista. Pero luego se dijo que le haría cambiar de idea. Solo que no había encontrado el momento y tenía que admitir que le había costado asimilar la noticia, particularmente después de lo sucedido.

Pero por más que se negara a suplicar, sí podía apelar a su lealtad.

–Supongo que te das cuenta de que este es el peor momento posible.

–Siempre es el «peor momento posible» –replicó Darcie, tajante–. Siempre hay algún contrato fundamental en el que todos tenemos que implicarnos. Nunca va a ser el momento oportuno para presentarte mi dimisión.

–No se trata solo de que sea inconveniente –farfulló él.

–No seas dramático. Te arreglarás perfectamente sin mi ayuda.

Elias la miró atónito. ¿Dramático?

–Perfectamente, no –se apresuró a volver al tema–. Sabes que este acuerdo es…

–¿Esencial? ¿Trascendente? ¿El acuerdo del que depende el futuro de la empresa? –Darcie puso los ojos en blanco–. Como todos, Elias. Pero admite que este está prácticamente cerrado. La reunión de mañana es una pura formalidad para la que no me necesitas ni a mí ni a nadie. Además, estoy segura de que ya tienes la vista puesta en la próxima adquisición y seguro que es todavía más importante que las anteriores. ¿Me equivoco?

Elias la miró fijamente. ¿Quién era aquella mujer? ¿Dónde estaba la tranquila y sensata Darcie?

–Lo sabía –continuó ella–. Nunca habrá un último acuerdo. Siempre estás a la caza de un nuevo proyecto que te apasione antes de acabar con el que tienes entre manos.

Elias se tensó. ¿Un proyecto que lo apasionara? ¿Se refería a los negocios o a su vida personal? Él nunca se justificaba por su voraz apetito y, al contrario que ella, al menos no lo ocultaba. También había pasión y anhelo en Darcie. Él los había identificado al conocerla, aunque hubiera optado por olvidarlo.

–Te doblo el sueldo –dijo sin pensarlo.

Pero no obtuvo el efecto deseado.

Negros nubarrones cruzaron los ojos azules de Darcie y Elias se quedó paralizado cuando ella apoyó las manos en el escritorio e, inclinándose hacia él, dio rienda suelta a su enfado.

–Te he dedicado cada hora de cada día de los últimos tres años. Jamás me he negado a nada. Pero se acabó.

Elias parpadeó, aturdido ante tanta virulencia. Darcie nunca se había mostrado tan emocional. Ni siquiera después de treinta horas de trabajo seguido. Jamás había perdido la templanza. Siempre había actuado profesionalmente. Hasta aquella extraña e inolvidable noche.

–¡Qué propio de ti haberlo olvidado! –añadió Darcie con la mirada encendida–. ¿No recuerdas que hoy no tendría por qué haber venido? Solo estoy aquí por un absurdo sentimiento de lealtad… –tomó aire y retorció la daga– hacia mis colegas de trabajo.

–¿Un absurdo sentimiento de lealtad hacia tus colegas, no hacia mí? –repitió Elias, indignado.

–No. Hacia ti, no –Darcie alzó la barbilla en un gesto desafiante, aunque seguía sin mirarlo a los ojos.

–Pero…

–No puedo quedarme a discutirlo. No tengo tiempo.

¿Por qué no? Elias no consiguió articular la pregunta. Solo pudo mirarla mientras ella por fin clavó sus ojos en los de él. Y el resentimiento, la rabia y el dolor que vio en ellos, se le hicieron insoportables.

–¿Ni siquiera quieres saber por qué? –preguntó ella en un susurro.

Su servicial asistente, siempre atenta, capaz de anticiparse a sus necesidades, se había vuelto contra él. La discreta y eficiente mujer que realizaba sus tareas sin protestar había desaparecido, sustituida por una radiante y hermosa tormenta eléctrica.

–Hoy es el día de mi boda y, sin embargo, aquí estoy, acudiendo a tu maldita llamada. Pero se acabó. Estoy harta.

¿El día de su boda? La perplejidad recorrió a Elias como un tornado. Pero antes de que su corazón volviera a latir, Darcie había salido del despacho dando un portazo y dejándolo solo en un aturdido silencio. Su cuerpo reaccionó llenándole la boca de bilis, y aunque la tragó de inmediato, una amarga ira lo atenazó mientras las palabras de Darcie resonaban en sus oídos.

«El día de mi boda».

Nadie le había hablado con tanto desprecio ni lo había censurado con tal sarcasmo desde hacía tanto tiempo…. ¿Con quién se iba a casar? ¿Cómo había podido conocer a alguien si no tenía tiempo libre? Y ¿cómo se atrevía después de …?

Saltó del asiento, fue hasta la puerta y, abriéndola, barrió la oficina con una mirada incendiaria. Como era de esperar, no localizó a Darcie. ¿Tan desesperada estaba para volver junto a su novio que había salido corriendo? Elias se enfureció aún más.

El resto del personal mantenía la mirada fija en sus ordenadores en un estado de silenciosa y tensa quietud. Quien siempre le había devuelto la mirada para preguntarle qué necesitaba había sido Darcie. Hasta hacía dos semanas.

«Te ruego que actúes como si esto no hubiera pasado…».

Elias no estaba acostumbrado a no decir ni hacer nada. No sabía por qué había accedido al instante al ruego de Darcie, pero lo había hecho.

–¿Dónde ha dicho que iba? –preguntó, demasiado furioso como para fingir que sus empleados pudieran no haber oído la discusión–. ¿Es verdad que va a casarse?

Una secretaria esbozó una sonrisa.

–¿No le parece romántico?

No tenía nada de romántico. Tenía que ser una farsa.

–¿Qué más sabes? –preguntó a la mujer.

¿Y por qué él, que pasaba más tiempo con Darcie que nadie, no estaba informado?

–Poca cosa –dijo la mujer al tiempo que la sonrisa se borraba de sus labios–. Solo nos enteramos anoche, en su fiesta de despedida.

Una fiesta de la que él no sabía nada y a la que no había sido invitado. Su furia se transformó en ira, no importaba que nunca socializara con sus empleados. ¿Habría bebido Darcie champán como dos semanas atrás? En todos los viajes que habían hecho juntos, jamás le había visto beber. Excepto aquella noche…

«¿Subes conmigo?».

¿Habría invitado a otro hombre igual que lo había invitado a él?

–¿Dónde es la boda? –preguntó con voz ronca.

–En el registro civil –fue la titubeante respuesta.

¿Darcie se casaba en el registro civil un día entre semana? Algo no encajaba. Darcie no era ella misma. Lo que estaba pasando no podía ser verdad. Algo no iba bien. Asintió con la cabeza y sus pies se movieron por sí solos. Porque si dependía de Elias Greyson, Darcie Milen no iba a casarse aquel día.

Con nadie.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DARCIE recorrió el pasillo sin apartar la vista de la puerta de entrada. Solo quedaban diez minutos para la ceremonia, pero solo podía pensar en la expresión de sorpresa de Elias quince minutos antes. Había palidecido cuando en lugar de mostrarse dócil, le había plantado cara. Eso era lo que le había irritado. No había ningún otro sentimiento implicado. Elias estaba acostumbrado a salirse con la suya, y lo que ella debía hacer era olvidarse de él y de la absurda fascinación que le había llevado a comportarse como una idiota dos semanas atrás. Tomó aire y ahuyentó ese recuerdo.

No volvería a ver a Elias Greyson. Estaba a punto de casarse. Siempre que el novio llegara a tiempo.

Miró de nuevo el reloj y ya no pudo contener los nervios. ¿Por qué Shaun no llegaba? Aunque se había mostrado reacio, creía haberlo convencido. Darcie estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario por su mejor amiga. Shaun también había querido a Zara, y Lily era lo único que les quedaba de ella. La pequeña los necesitaba. Darcie se negaba a que siguiera en el sistema de acogida un minuto más de lo imprescindible.

Shaun había accedido finalmente cuando ella le había prometido el capital para montar un negocio. Habría hecho cualquier cosa con tal de asegurar un futuro para Lily. Y todavía le quedaría suficiente dinero como para no tener que trabajar durante un tiempo.

Una vez Lily empezara el colegio, estaba segura de conseguir un trabajo con facilidad. A no ser que Elias se negara a darle una carta de recomendación después de la escena de aquella mañana. Nadie levantaba la voz a Elias; ni él la elevaba jamás. Pero Darcie dudaba que fuera tan injusto como para tener en cuenta que le hubiera gritado cuando en los dos años que había trabajado para él, su comportamiento había sido impecable. Nunca había dicho nada inapropiado.

Bueno, en una ocasión sí había dicho lo que no debía. Pero Elias había prometido olvidarlo.

Por más que lo intentara, no conseguía borrar la imagen de su rostro de hacía un rato. Elias realmente había esperado que fuera a trabajar. ¿Cómo era posible que el hombre al que no se le escapaba el menor detalle no se hubiera dado cuenta de que la noche anterior ella y sus compañeros de trabajo habían ido a celebrar su despedida en una pizzería?

De no estar rompiéndosele el corazón, se habría reído al ver su expresión de sorpresa con la que Elias la había mirado, pero el problema era que su corazón le pertenecía desde el instante en que lo había visto por primera vez. Por su parte, en cambio, a él no le había importado que dimitiera, sino que no estuviera en el despacho para supervisar los últimos detalles del acuerdo.

Afligida, clavó los ojos en el suelo y rezó para que Shaun apareciera.

–¿Darcie? Perdona que llegue tarde.

Ella alzó la cabeza, sorprendida de que su deseo se hubiera hecho realidad. Shaun se acercaba, vestido con unos vaqueros y una camiseta gastados. Tragó saliva y forzó una sonrisa. Tampoco ella se había esforzado demasiado; ni siquiera tenía un ramo de flores. Pero su traicionero corazón volvió a pensar en Elias, en lo glamorosa que sería su boda: él, espectacular en esmoquin; su novia, una modelo….

–No pasa nada –tranquilizó a Shaun, aunque un escalofrío recorrió su espalda–. Gracias. Es casi la hora.

Shaun metió las manos en los bolsillos.

–¿Todavía no has transferido el dinero?

–No he tenido tiempo. Me han llamado de…

–Si no pago el depósito perderé el negocio. Sabes que lo necesito ya, Darcie.

Darcie estudió el rostro de Shaun con más atención. Le sudaba el labio superior y cambiaba el peso de un pie a otro, como si no pudiera estar quieto.

–Vamos, sabes que lo necesitamos –insistió él con impaciencia–. Transfiéremelo y lo reenviaré directamente.

Darcie sintió que se encendía una alarma en su interior.

«No debes confiar en nadie».

Conocía a Shaun desde hacía mucho tiempo. Sabía que tenía debilidades, pero intentaba superarlas, igual que ella las suyas, como era la desconfianza en los demás, un reflejo automático que tenía que combatir continuamente.

–¿No puede esperar una hora? –preguntó.

–Te dije que prometí pagar ayer.

La irritación de Shaun era palpable y Darcie no quería correr el riesgo de que se echara atrás. Aquella boda aseguraba el futuro de Lily y tenía que confiar en que Shaun cumpliera su parte. Él mismo había logrado salir del sistema de acogida y sabía lo importante que era lo que estaban haciendo.

–De acuerdo –asintió con la cabeza–. Ahora mismo la hago.

Entró en la aplicación del banco mientras se decía que todo iría bien. Shaun había pasado muchas penurias y sí, había cometido errores, pero estaba esforzándose por mejorar. Lo importante era salir del registro como marido y mujer. Bastó con clicar un par de veces para transferir el dinero.

–Hecho –dijo–. Ya lo tienes.

–Genial –Shaun sacó el teléfono y se separó de ella–. Voy a avisar al dueño de que el dinero está en camino.

–Solo tenemos unos minutos –le recordó Darcie mientras él se alejaba

Shaun asintió distraídamente, llevándose el teléfono a la oreja.

–¿Darcie?

Darcie sintió que el corazón se le paraba. ¿Estaría sufriendo alucinaciones?

–¡Darcie!

Ella miró hacia la entrada. Elias Greyson se aproximaba a ella como un airado caballero medieval que acudiera a… a… ¿tomarla por la muñeca?

Darcie estaba tan perpleja que se quedó paralizada. Elias jamás la había tocado; ni siquiera se habían estrechado la mano el día de su entrevista de trabajo. Pero en aquel momento, le asía la muñeca con fuerza como si no tuviera intención de soltársela, –¿Qué tontería es esta de una boda? –siseó, irritado, al tiempo que le miraba la mano–. No llevas anillo de compromiso –concluyó con una mirada triunfal de sus ojos azules.

–No todo el mundo está obsesionado con acumular posesiones –replicó ella con la respiración agitada.

–¿Encima es un tacaño?

Darcie miró a Elias boquiabierta. Este continuó:

–Esto es absurdo. ¿De verdad vas a casarte? –insistió, apretándole el brazo.

–Sí.

–¿Aquí? –Elias dirigió una mirada desdeñosa a las paredes desconchadas.

Darcie aprovechó para buscar con la mirada a Shaun, que seguía hablando por teléfono al tiempo que los observaba con los ojos desorbitados. También vio que algunos de los ocupantes de la sala de espera los observaban. Pero Elias siempre llamaba la atención. Era más alto que la media, llevaba un traje inmaculado cortado a medida y tenía el aura de quien irradiaba poder y autoridad. Estaba tan acostumbrado a ser el centro de atención, que ni siquiera se daba cuenta de ello.

–Sí –dijo, dando un suspiro.

–¿Vestida así? –Elias parecía fuera de sí.

Darcie se encogió al oír el tono despectivo de la pregunta. ¿Elias nunca había hecho ningún comentario sobre su indumentaria y el primero que hacía era prácticamente un insulto? Miró directamente a sus preciosos y arrogantes ojos, demasiado enfadada como para contenerse.

–¿Qué más te da cómo esté vestida? De hecho ¿por qué estás aquí?

–¿Tú qué crees?

–¿Por qué me he tomado la última semana de vacaciones? –soltó Darcie, furiosa–. ¿De verdad no puedes aceptar que, por una vez, no haya bailado al son de tu música?

–¡No tiene nada que ver con eso!

De pronto Elias estaba demasiado cerca, tanto que podía sentir no solo su calor, sino su furia. Pero Elias nunca se enfurecía. Que ella supiera, jamás sentía nada con suficiente intensidad, aparte de una insaciable ambición para aumentar el volumen de su negocio. Pero en aquel instante, Darcie podía percibir un fuerte vínculo entre ellos; no el del contacto físico de los dedos de Elias en su piel, sino la electrizante pulsación de una emoción primaria. Temía que el barniz de indiferencia bajo el que se había protegido tanto tiempo se hubiera desgastado y fuera a dejar expuesta la cruda verdad, tal y como solo había ocurrido en aquel deplorable lapsus.

–Lo que vaya a hacer no es asunto tuyo –bisbiseó.

–¿No es asunto mío? –repitió él, retador.

Darcie se quedó paralizada al ver un extraño brillo en sus ojos.

–Elias…

Otra descarga eléctrica pasó de la mano de Elias a su brazo, acelerándole la sangre.

–¿Se puede saber quién eres? –preguntó Shaun, interrumpiéndolos bruscamente.

Elias apretó la muñeca de Darcie.

–No puedes casarte con él –dijo, mirándola fijamente–. No lo amas.

El corazón de Darcie se paró. Estaba tan perpleja, tan horrorizada, que no pudo articular palabra.

–Lo sé porque… –continuó Elias.

–¡No lo digas! –susurró ella, mortificada.

Elias apretó los dientes y la observó, esperando a que añadiera algo. Pero Darcie negó con la cabeza. No tenía sentido que Elias estuviera allí. Su presencia ponía todo el peligro.

–No te atrevas a decirlo –repitió con rotundidad.

Los labios de Elias palidecieron al tiempo que una energía airada asomaba a sus ojos.

–Claro que no está enamorada de mí –dijo entonces Shaun–. Ni yo de ella.

Un músculo palpitó en la mandíbula de Elias al tiempo que Darcie rezaba para que se la tragara la tierra.

–¿Tú eres el novio?

La pregunta de Elias pareció no tener ninguna carga emocional, pero Darcie supo que su indiferencia era solo aparente, y se puso en tensión ante el trato arrogante y desdeñoso que Shaun estaba a punto de recibir. Elias era el epítome de todo lo que Shaun despreciaba. Tenía éxito, era rico, poderoso y privilegiado. Como el hombre que había dejado a Zara embarazada de Lily cinco años antes. Se volvió hacia Shaun y vio en sus ojos un rencoroso resentimiento.

–Shaun…

–Esto es demasiado melodramático, Darcie –dijo él, sacudiendo la cabeza–. Será mejor que te arregles con este chulo prepotente.

–¡Shaun!

Pero Darcie no se movió al verlo alejarse. No pudo, porque Elias la mantenía firmemente asida. Y en cuestión de segundos, Shaun se había ido.

–¿Darcie Milne y Shaun Casey? –llamó un ujier.

Darcie permaneció callada mientras intentaba asimilar que el novio la había abandonado.

–¿Darcie Milne y Shaun Casey? –repitió el ujier–. ¿Darcie Milne y Shaun Casey?

Ella se volvió a Elias con fuego en la mirada.

–¡Mira lo que has hecho! –exclamó con amargura.

–Mejor antes de que te comprometas –dijo él impertérrito, aunque en sus ojos había un brillo que Darcie interpretó como satisfacción.

En aquel momento, todo rastro de templanza fue arrasado por la furia de un tsunami.

–¿Cómo te atreves? ¿Crees que tienes derecho a juzgar y a decidir sobre la vida de los demás?

–Solo es una boda –replicó él–. No es una cuestión de vida o muerte.

–Te equivocas –dijo ella indignada–. Necesitaba casarme hoy.

–No es culpa mía que el novio haya huido con solo verme –contestó él en el mismo tono–. No estaba enamorado de ti. Te lo ha dicho a la cara.

–Claro que no está enamorado de mí –dijo ella, dolida–. Cómo iba a estarlo, ¿verdad? ¿Es eso lo que quieres decir?

Elias frunció el ceño, pero Darcie estaba demasiado fuera de sí como para que le importara.

–Los matrimonios no son siempre una fantasía romántica, Elias –dijo ella con aspereza–. A veces son la solución a un problema. Pero tú, rico y privilegiado, no tienes ni idea de lo que es tener un problema.

Elias se irguió.

–¿Qué problema?

Darcie no tenía la menor intención de contárselo.

Elias se inclinó hacia ella, apretándole la muñeca.

–¿Qué problema, Darcie?

Ella lo miró, indignada con su arrogancia y su suficiencia. Elias le bloqueaba el paso.

–Te odio –masculló–. Lo has estropeado todo.

Estaba furiosa con él por presentarse sin más, destrozando aquello por lo que ella había trabajado tanto. No podía haber sido más inoportuno. Y estaba aún más furiosa consigo misma, porque al verlo llegar, el corazón le había dado un salto de alegría, y la estúpida atracción sexual que tanto le costaba dominar había despertado al instante.

–¿Qué derecho tienes a venir sin ser invitado? –se puso de puntillas para acercar su rostro al de él–. Nunca iba a ser buen momento para dejarte. Siempre hay un acuerdo de vital importancia. Nunca te das por satisfecho –en parte por eso mismo lo admiraba–. Pero ¿sabes una cosa? Este era mi acuerdo, lo único que he querido verdaderamente en mi vida, y lo tenía al alcance de los dedos hasta que has venido a cargártelo –concluyó, con el corazón acelerado y temiendo romper a llorar.

–Era un cretino –replicó Elias, enfurecido–. Estaba claro que no iba a durar.

–Eso era lo de menos –Darcie alzó la voz–. ¡Daba lo mismo! Bastaba con que durara lo suficiente.

La invadió una profunda desolación, un amargo sentimiento de culpa al pensar en la terrible consecuencia que tenía lo sucedido. La solicitud para tutelar a Lily sería pospuesta. Lily, que era tan pequeña y estaba tan sola; Lily, que le importaba más que nada en el mundo. En cuanto al dinero que había transferido a Shaun, ¿lo recuperaría o Shaun desaparecería durante años, como ya había hecho antes? Darcie volcó toda su rabia en Elias.

–Solo piensas en ti mismo –le recriminó–. Lo único que te importa es lo que tú quieres y necesitas, y en que lo quieres ya. Pues yo también tengo deseos y necesidades, Y necesitaba casarme hoy.

–Si es así, deja que solucione el problema que he creado –dijo él, encolerizado–. ¿Necesitas casarte hoy? Perfecto. Puedes casarte conmigo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

POR un instante, Darcie llegó a creer a Elias. Una luminosa esperanza le llenó los pulmones, impidiéndole respirar. Cuando finalmente pudo tomar aire, la fría realidad se impuso y de su garganta escapó una amarga carcajada.

–¡No seas ridículo!

–No lo soy –dijo él con las pupilas dilatadas.

Darcie estaba convencida de que se burlaba de ella. Bajó la mirada a la mano con la que él le sujetaba la muñeca y pensó que le quedaría una marca indeleble.

–No es ninguna broma –insistió él–. Solo requiere un poco de organización.

Su ignorancia y falta de sentido de la realidad volvió a alimentar la furia de Darcie.

–¿Crees que es tan fácil? –había tardado meses en conseguir aquella fecha y Elias había hecho que la perdiera–. No estamos en Las Vegas, Elias, sino en Inglaterra, y hay que rellenar un montón de formularios antes de llegar aquí.

–¿No hay un sitio en el norte…Gretna Green? –preguntó Elias.

Darcie rio con desdén.

–¿Te crees que esto es una novela romántica en la que nos fugamos porque soy menor de edad? –sacudió la cabeza–. Estamos en el siglo XXI e incluso en Gretna Green hay que hacer un montón de papeleo por adelantado.

–¿Tan importante es que sea hoy mismo?

Darcie inclinó la cabeza, consciente de que estaba a punto de perder la última oportunidad de sacar a Lily del sistema de acogida después de que llevara dos años soportando todas las exigencias de Elias porque necesitaba estabilidad económica. Pero todo había sido en balde.

–Sí. Lo era –dijo abatida.

–¿Y no importa quién sea el novio? –preguntó él, confuso.

Pero Darcie no creía que tuviera sentido darle explicaciones. Elias Greyson no iba a casarse y menos aún con ella. En cuanto empezó a trabajar con él, descubrió que era un playboy que salía con preciosas y delgadas modelos, con buenos contactos sociales, éxito profesional o todo a la vez. Ella no era ni delgada ni hermosa ni sofisticada o de buena familia. No frecuentaba los locales de moda ni se movía en círculos sociales de élite. Además, Elias no le había prestado la mínima atención excepto como su eficaz asistente. No era su tipo ni la pareja apropiada para él. Tener aquella certeza avivó su rabia y, finalmente. Tiró del brazo para soltarse de la mano de Elias.

–Olvídalo y márchate, Elias . Ya has causado bastantes problemas.

Dio media vuelta, pero súbitamente le flaquearon las piernas y se desplomó sobre un banco.

Al verla, Elias se dio cuenta de que no era el abatimiento de alguien a quien se le hubiera negado un capricho, sino el colapso de alguien cuyo mundo acababa de derrumbarse. Con una palidez extrema, miraba el suelo y temblaba de la cabeza a los pies. Su siempre impecable y serena asistente estaba destrozada y, aparentemente, él era el culpable. Nunca le había hablado de aquella manera. De hecho, nadie le había hablado tan airadamente en años.

Se estremeció. También él estaba algo tembloroso y no conseguía reponerse de la expresión de euforia que, por una fracción de segundo, había apreciado en el rostro de Darcie cuando le había propuesto casarse con ella. Pero con igual prontitud, se había reído de él con un desdén que le había hecho sentirse humillado y que había borrado la euforia que él mismo había sentido. En aquel instante, sin embargo, lo invadía una profunda vergüenza por haber interferido en la vida de alguien con la misma arrogancia que solía hacerlo su padre.

Pero la honestidad y la motivación también contaban. Y que Darcie fuera a casarse con otro… pensar que Darcie le mentía lo había enfurecido porque no soportaba la traición. ¿Cuál era la razón de que casarse aquel mismo día fuera imperativo? ¿Se trataba de un problema de inmigración? No tenía sentido, puesto que Darcie era inglesa. Nada tenía sentido. Lo único evidente era la angustia de Darcie y que lo culpaba a él.

«No estoy enamorado de ella».

Aquel cobarde había huido a la primera oportunidad.

«A veces el matrimonio es la solución a un problema».

Elias miró alrededor y vio que una pareja lo miraba con desaprobación. Se había convertido en un villano y eso lo indignaba. ¿No acababa de salvar a Darcie de casarse con un sinvergüenza que no la quería? Miró a Darcie. Su desaliento era perceptible en su postura y la incomodad de Elias se multiplicó. No tenía la capacidad ni el interés de ocuparse de asuntos personales. Sus padres, inmersos en una relación inestable y enfermiza, no lo habían dotado de las habilidades necesarias. Por eso se aferraba a la calma y equilibrio de sus negocios.

Pero se trataba de Darcie y su angustia se le hacía insoportable.

Se inclinó hacia ella.

–¿Dónde están los testigos?

–Íbamos a usar al secretario del registro –dijo ella sin mirarlo.

–¿No tienes ningún familiar? –insistió Elias. ¿Por qué ocultaba su boda a sus seres queridos? Su suspicacia aumentó–. ¿Y amigos?

Ella guardó silencio y Elias se preguntó si estaría verdaderamente enamorada de aquel canalla. Pero descartó esa posibilidad de inmediato. Su dolor lo provocaba la cancelación de la boda en sí misma. Elias recordó entonces la chispa que había brillado en sus ojos azules como respuesta instintiva a su proposición… y algo se retorció en sus entrañas. Pero que luego lo rechazara lo había ofendido, Sin embargo, en aquel instante recuperó su habitual firmeza. Él no fallaba, y si había fundado un imperio empresarial era gracias a sus habilidades organizativas.

–Vamos –ordenó bruscamente–. Tenemos que irnos.

Darcie no se movió.

–¿No necesitas casarte? –la presionó él.

Darcie estaba demasiado devastada como para poder hablarle de Lily, porque dudaba de que pudiera entenderlo.

–¿Tienes tu bolsa de viaje contigo?

Finalmente, Darcie lo miró.

–No –dijo con sorna–. ¿No te acuerdas de que he dimitido?

–Paremos a recogerla en tu piso de camino al aeropuerto –dijo él, pasando por alto el sarcasmo en su tono y concentrándose en la solución.

¿Su piso? ¿El aeropuerto? ¿De qué hablaba?

–Estás perdiendo el tiempo. Vámonos –Elias la levantó del banco y le rodeó la cintura con un brazo.

Sentirse presionada contra Elias fue impactante. Aunque ella era alta, él lo era aún más, y Darcie no estaba segura de si caminaba o de si él cargaba con ella. Antes de que se diera cuenta, estaban fuera y Olly, el chófer de Elias, les abría la puerta del coche.

–Sabes dónde vive Darcie, ¿verdad? –preguntó Elias.

–Por supuesto.

Darcie se acomodó en el ángulo más alejado del asiento trasero y miró su teléfono. Shaun no le había escrito. Ella le mandó un mensaje preguntándole si estaba bien. Ni siquiera le importaba el dinero que le había transferido, solo que su plan hubiera fracasado. Elias escribía en su teléfono en silencio. Probablemente, algo relacionado con el trabajo.

En cuanto Olly detuvo el vehículo, ella abrió la puerta.

–Gracias por traerme –masculló–. No hace falta que me acompañes.

–¿No?

Elias no pensaba dejarla sola. Bajó del coche y la siguió. Cada paso se convirtió en una pregunta. ¿Por qué vivía en un barrio tan inseguro? ¿Por qué Olly no se lo había dicho antes?

La siguió escaleras arriba apretando los labios, hasta que, tras esperar en tensión a que abriera la puerta y entrar en el apartamento, no pudo contenerse por más tiempo.

–Darcie, ¿acaso no te pago lo suficiente? –preguntó, conteniendo su indignación a duras penas.

No era ni siquiera un apartamento, sino una habitación con una cama estrecha. No había ni sofá ni una cocina como tal; solo un par de hornillos que no parecían usados. La ropa, básicamente las camisas blancas y los pantalones grises que le eran tan familiares, colgaba ordenadamente en un raíl de madera.

–¿Qué te pones en tu tiempo libre? –dijo entre dientes.

Aunque no lo había pretendido, Darcie lo oyó y le lanzó una mirada rabiosa. Efectivamente, no tenía tiempo libre. Trabajaba para él todas las horas del día. De hecho, había dejado de preguntarle si podía hacer horas extra porque Darcie siempre aceptaba sin rechistar. Y por supuesto que le pagaba bien. ¿Por qué entonces vivía en una ratonera en un barrio peligroso? ¿Tenía deudas? No encajaba en su personalidad. Pero entonces…

Era demasiado tarde para constatar que no sabía nada de Darcie y hasta qué punto le parecía imperdonable. Pero eso iba a cambiar.

Vio su maleta debajo de una mesa plegable y la tomó.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó Darcie.

–Lo que quieres hacer tú –replicó él fríamente, abriendo la puerta–. Vamos a casarnos a Las Vegas. Ahora mismo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

DARCIE no sabía por dónde empezar. Llevaban medio día en el avión y Elías no le había vuelto a preguntar por qué necesitaba casarse. Se había limitado a tomar la decisión de ayudarla y desde ese momento guardaba silencio. Ella había estado inicialmente enfadada y aturdida, pero luego había preferido no decir nada por temor a que pudiera cambiar de opinión… Si es que no se despertaba súbitamente, porque tenía que estar soñando…

De vez en cuando miraba al otro lado del pasillo y lo sorprendía mirándola con una extraña expresión, casi como si estuviera divertido.

Como de costumbre, estaban sentados en diagonal, uno frente al otro, en los espaciosos asientos reclinables. Elias tenía las piernas estiradas ante sí y fingía leer, aunque Darcie había notado que no pasaba página desde hacía varios minutos.

Miró la portada del libro. Había visto uno parecido la primera vez que había volado en su avión privado, pero había asumido que pertenecía al piloto porque no era ni un informe ni una revista de negocios, sino una novela de ciencia ficción. ¿Cómo era posible que un hombre cuya vida era perfecta tuviera que huir a hostiles mundos imaginarios?

Elias exigía de los demás que, como él, dieran el máximo de sí mismo. No permitía que las emociones interfirieran en sus decisiones. Impertérrito e implacable, huía de cualquier demostración sentimental. Si un empleado lo decepcionaba, lo echaba. Primero del despacho, pero si reincidía, de la empresa. No aceptaba ni la volatilidad ni las salidas de tono. Si embargo, Darcie siempre había pensado que su frialdad se debía más al autocontrol que a la indiferencia. No perdía el tiempo ni con la histeria ni con la rabia, y Darcie a veces pensaba que tampoco con la diversión. Solo expresaba algo parecido a la alegría cuando firmaba un acuerdo. Y su mente se ocupaba al instante del siguiente.

«O de la mujer que lo esperaba».

Sí. Muchas mujeres, pero nunca por mucho tiempo. Y ninguna en los últimos meses.

Pero eso se debía a que era un adicto al trabajo, algo que Darcie no comprendía puesto que ya había acumulado una fortuna. Pero esa era la realidad, y todos sus empleados se empeñaban en impresionarlo. Ella incluida. A pesar de que sabía mejor que nadie lo difícil que era contentar a la gente. Y que por más que uno se enforzara, el más mínimo error lo echaba todo a perder. De hecho, aquel día ella había cometido uno que tenía que abordar. Se frotó la muñeca distraídamente y, sin poder contenerse, preguntó:

–¿De verdad vamos a Las Vegas?

–Tenía que volar a Estados Unidos. Solo representa un pequeño desvío.

Darcie se tensó al percibir un tono sarcástico inhabitual en él.

–Me alegro de que no sea un inconveniente.

Elias dejó escapar una risita. ¿De verdad que encontraba la situación divertida? Lo miró y vio que la observaba como si la retara a decir algo, pero Darcie optó por callarse. Tenía que concentrarse en Lily y si Elias estaba realmente dispuesto a seguir adelante con su proposición, la aceptaría.

Elias se arrellanó en su asiento, decepcionado con que Darcie no diera más explicaciones y preguntándose qué podía haberla llevado a aquel grado de desesperación. Con cualquier otra persona, lo habría averiguado en minutos y habría encontrado una solución menos drástica que el matrimonio. Pero se trataba de Darcie y él sabía bien hasta qué punto habría estudiado todas las posibilidades. Si pensaba que una boda era la única solución, tenía que serlo. Lo que no lograba adivinar era el motivo. ¿Querría librarse de un acosador? ¿Estaría embarazada? ¿De aquel tipejo? Imposible. ¿De otro hombre…?

«¿Subes conmigo?».

La sangre se le aceleró al recordar su balbuceante oferta. ¿Podía ser ese el motivo de que hubiera coqueteado tan descaradamente con él?¿Tan desesperada estaba por encontrar un padre para un embarazo no deseado? Elias respiró profundamente. Las conjeturas que hacía eran cada vez más disparatadas.

Pero por más que quisiera, se negaba a preguntárselo directamente. Quería que fuera ella quien tomara la iniciativa, y por el momento, estaba claro que no tenía intención de hacerlo.

En un vuelo como aquel, Darcie solía revisar el plan de trabajo para asegurarse de que todo estaba listo mientras él, que siempre estaba preparado, leía. Pero aquel día ni siquiera estaba pensando en el acuerdo con Williams y, lo que era aún más asombroso, ni siquiera le importaba. Su interés estaba en otra parte. Buscó en los documentos de su teléfono el currículo de Darcie, pero no incluía nada que no supiera. Y lo que más le molestaba era darse cuenta de lo poco que sabía de ella.

En el tiempo que habían trabajado juntos solo había descubierto que le gustaba el queso porque en un evento la había visto en la distancia tomar varios canapés con queso francés. Y también recordaba una tarde en el despacho, cuando la había visto palidecer y se había dado cuenta de que no había comido en todo el día. Él había estado tan obsesionado con la firma de un acuerdo que había olvidado parar a comer, pero Darcie tampoco se había tomado ningún descanso. Cuando al llevarle un trozo de queso del frigorífico del personal vio que le volvía el color y que suspiraba de alivio, se enfadó, inexplicablemente, con ella.

–¿Por qué no me has dicho que no habías comido? –preguntó, irritado–. ¿Por qué no te has quejado?

Ella había esbozado una débil sonrisa.

–Quejarme no entra en la descripción de mi puesto.

–Tu trabajo es prestar atención a todos los detalles. Eso incluye que estés bien alimentada.

–Puestos a echar la culpa, quizá sea tu trabajo como jefe incluir descansos en el horario de tus trabajadores. Es tarde y no hemos parado ni un minuto en todo el día.

Era la única vez que había respondido con cierta insolencia.

Aquella noche, él había planeado celebrar la firma del acuerdo con una amiga, pero, sin saber muy bien por qué, había cambiado de idea. Y desde ese día, se había asegurado de que hubiera queso en la oficina. Con el tiempo, había descubierto que también le gustaban los frutos secos y la fruta deshidratada. Era como un ratoncillo que requiriera ser alimentado regularmente al tiempo que se negaba rotundamente a acudir a cenas de trabajo con él. Si estaban en el extranjero, ella se retiraba a trabajar a su habitación, y él nunca había tenido nada en contra porque se sentía cómodo con los límites que habían establecido entre lo profesional y lo personal. Aun así, siempre se aseguraba de que tuviera lo que necesitaba, como en aquel momento. Pero Darcie no había tocado el plato que el personal había dejado sobre la mesa.

–¿No tienes hambre? –preguntó.

Ella negó con la cabeza. A Elias le perturbaba su silencio y la expresión angustiada de sus ojos. Pero menos aún le gustaba la presión que sentía en el pecho.

Por regla general, no se sentía responsable de cómo se sintieran los demás. Siempre se mantenía distante emocionalmente. Los años sometido a la presión de su padre y a la tristeza de su madre le habían hecho rechazar un futuro que pudiera parecerse a ellos. Sin embargo, no había podido evitar reaccionar ante la situación de Darcie. Y lo que sentía no era solo irritación

En el registro civil la había encontrado irresistible. Nunca la había visto tan agitada. Pero desde entonces, apenas le había dirigido la palabra. Elias sabía que estaba intentando recuperar la serenidad, igual que el día de su entrevista de trabajo, cuando apenas había logrado dominar su nerviosismo. De hecho, prácticamente la había descartado porque había dudado que su carácter alterable pudiera soportar la intensidad y el horario que el trabajo exigía. Pero finalmente, esa había sido también la razón por la que le había dado una oportunidad: la percepción de que no solo quería el puesto, sino que lo necesitaba desesperadamente.

No era la primera vez que se aprovechaba de esa necesidad en sus trabajadores. Contribuía a que fueran más ambiciosos y estuvieran más centrados. Y Darcie Milne se convirtió en el más claro ejemplo de esa teoría. Nada la distraía de su tarea. Estaba disponible prácticamente a todas horas, con la única excepción de un par de horas el domingo por la tarde. Elias se había preguntado a menudo qué cita exigía una regularidad tal que, incluso cuando estaban de viaje, Darcie se retiraba a su habitación para llamar o mantener una videollamada.

Desde el principio había sabido que era inteligente y que podía convertirse en indispensable. En un par de semanas, ya le había ofrecido un puesto permanente con un sueldo que cuadruplicaba lo que cobraba por medio de la agencia de empleo. Más adelante, cuando supo que estaba preparándose para unos exámenes que le exigían estudiar por la noche, se había ofrecido a pagarle las clases. Pero aun con tanta carga de trabajo, Darcie había seguido siendo igual de eficaz y jamás se había quejado de todo lo que le pedía; ni siquiera cuando pasaban noches en vela ultimando los detalles de algún cuerdo. En su experiencia, Darcie era un milagro. Antes que ella habían pasado por el mismo puesto numerosas asistentes, incapaces de seguir su ritmo.

Por su parte, debido a que su padre había sido infiel a su madre con su secretaria, él jamás mezclaba el placer con el trabajo. Así que desde el momento en que había ofrecido el puesto a Darcie Milne, había quedado archivada en la categoría de «intocable».

Sin embargo, a veces Darcie se colaba en sus sueños. Y puesto que no podía controlarlos, se había empeñado en demostrarse que no era su tipo saliendo con mujeres radicalmente distintas a ella. Se negaba a interesarse en alguien a quien apenas conocía y que quedaba fuera de los límites aceptables. Y si durante los últimos meses apenas había tenido citas era porque había estado extremadamente ocupado.

Pero desde el momento en que Darcie había entrado aquella mañana en su despacho, estaba luchando con una inoportuna excitación sexual que había ido tomando fuerza en las dos últimas semanas y que acababa de explotar. El deseo. Un deseo persistente, doloroso, que se había convertido en un voraz incendio que no estaba seguro de poder contener.

El sexo era una liberación física. Pero él era un especialista en evitar la emotividad y las expectativas de una relación, la responsabilidad de lo que pudiera sentir otra persona más allá de una gratificación inmediata. No se permitía tener sentimientos fuertes. El deseo era un entretenimiento y el amor no existía. Le gustaba la vida simple y sus relaciones con las mujeres lo eran. Siempre aclaraba que no buscaba esposa. Muchas lo aceptaban, otras creían que le harían cambiar de idea. Pero se equivocaban. Como tampoco pensaba tener hijos.

Pero Darcie era distinta. Tenía una mayor inteligencia emocional. En una ocasión lo había reprendido por cómo había tratado a un colaborador, diciéndole que a veces podía resultar ofensivo. Y aunque le hubiera molestado, también había sabido que la habilidad que Darcie tenía para tratar con la gente había mejorado las relaciones dentro de la oficina. La consideraba fundamental en parte del éxito de sus últimos años y si había algo que le gustaba, era el éxito. Disfrutaba retando a un competidor y conquistarlo; analizar y estudiar las ventajas e inconvenientes de una inversión o una compra. Elegía a ganadores. Se le daba bien.

Estiró los dedos, en los que seguía notando el calor de la muñeca de Darcie, y se dio cuenta de que también a ella la veía como una futura adquisición, pero a título personal. De hacer una lista de requisitos para una pareja ideal, ella cumplía muchos. Serena y no exigente, al menos la mayoría del tiempo, tenía una ética de trabajo similar a la suya; conocía sus necesidades y trabajaba bien a su lado. Además, podría proporcionarle los «valores» de los que él carecía. En definitiva, Darcie podía ser la esposa perfecta. No le exigiría demasiado emocionalmente y el hecho de que hubiera una incuestionable química entre ellos era una ventaja añadida.

–¿Ya estamos aterrizando? –preguntó ella, irguiéndose.

–Sí –dijo él–. Tenemos una capilla reservada a la que iremos directamente.