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Un giro inesperado del destino Lynne Graham La novia... el novio... ¡y un bebé inesperado! Cuando Tansy Browne se preparó para encontrarse con el multimillonario Jude Alexandris frente al altar, ya sabía que iba a ser un matrimonio por conveniencia. Jude tenía que casarse antes de cumplir los treinta para heredar el emporio familiar de su abuelo. Para Tansy, aquel matrimonio era la única esperanza que tenía de hacerse con la custodia de su media hermana, a la que quería alejar de su padrastro, un hombre egoísta y codicioso al que la pequeña no le importaba nada. Jude mentiría si dijera que no había imaginado que podían saltar chispas entre la atractiva Tansy y él, pero lo que desde luego no entraba en sus planes era encontrarse cargando con un bebé en su luna de miel, ni podía suponer que aquella joven haría que cambiara por completo su forma de ver el mundo... Confía en mí Cat Schield Era un juego con doble intención. ¿Estaría ella dispuesta a jugarlo? La asesora de arte Sienna Burns llegó a Charleston para apoyar a su hermana adoptada en un encuentro con su familia biológica, no para ayudarla a hacerse con su empresa de transportes. Y por si eso fuera poco después descubrió, aturdida y nerviosa, que Ethan Watts, el futuro director ejecutivo de la compañía, era el hombre más irresistible que había conocido en su vida. Pegarse a él para sacarle información debería ser fácil, pero a medida que iba enamorándose de Ethan, Sienna debía decidir a quién entregar su lealtad.
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Seitenzahl: 378
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 272 - septiembre 2021
I.S.B.N.: 978-84-1105-105-7
Portada
Créditos
Un giro inesperado del destino
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Confía en mí
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Si te ha gustado este libro…
TODOS los que estaban sentados alrededor de la larga mesa de la sala de juntas se quedaron mirando atónitos a la bella Althea Lekkas cuando exclamó:
–Lo siento, pero… ¡quiero cancelar la boda!
–¡¿Qué?! ¡No puedes hacer eso! –la increpó su padre, Linus, levantándose como un resorte con los puños apretados–. ¡Salir con esa pataleta a estas alturas! Si haces eso te… ¡te desheredo!
Jude Alexandris casi se rio al oír esa melodramática amenaza de su futuro suegro, que estaba tan empeñado en esa boda que causaba sonrojo. Claro que estaba acostumbrado a que lo vieran como la gallina de los huevos de oro por la fortuna de su familia, por más que todo ese dinero no hubiese hecho feliz a ninguno de ellos.
Su abuelo era un anciano amargado y manipulador que había sobrevivido a tres esposas. Su padre, Dion Alexandris, hijo único como él, había sido un exitoso hombre de negocios, pero un desastre como padre y como marido. Su madre, Clio, tras haber sido engañada por su marido y apartada de su hijo, se había volcado en restaurar unos jardines de fama mundial, y era lo único que parecía haberle proporcionado alguna felicidad.
En cuanto a él… Jude solo recordaba haber sido verdaderamente feliz una vez, a sus veintiún años, cuando se había sentido el rey del mundo porque se había enamorado de Althea y había creído que ella también lo amaba a él.
Pero Althea le había sido infiel, lo que había matado su amor por ella, y si ahora, siete años después, iban a casarse, era solo por conveniencia. Por culpa de los tejemanejes de su abuelo, y de la presión de estos sobre él, Jude se había visto obligado a buscar una esposa a toda prisa. Althea, por su parte, se acababa de divorciar de un matrimonio breve y desastroso y había creído que casándose con él conseguiría liberarse, como ansiaba, de las expectativas de su familia.
Cuando Althea se echó a llorar, Jude se levantó de su asiento y preguntó si había alguna sala vacía donde pudiera hablar a solas con ella. Uno de los miembros de su equipo legal se levantó y los condujo a Althea y a él hasta un pequeño despacho. Cuando salió, cerrando la puerta y dejándolos a solas, Althea le dijo entre sollozos:
–Perdona, no pretendía soltártelo así, de sopetón… y menos delante de toda esa gente… ¡pero es que no podía seguir adelante con esto! No estaría bien… No sé para ti, pero para mí no estaría bien…
–¿Estás segura de que no son solo nervios por la boda? –le preguntó Jude, apoyándose en la puerta.
Habían ido al bufete a firmar el acuerdo prematrimonial, y la boda iba a celebrarse dentro de una semana. A Jude le habría bastado con una ceremonia rápida, por lo civil, pero Althea se había empeñado en que quería algo a lo grande, y los preparativos habían llevado semanas.
El problema era que ahora, con todo el tiempo que habían perdido, solo le quedaban un par de meses. Si no se casaba antes de cumplir los treinta, su madre, Clio, se vería forzada a abandonar la villa y sus preciados jardines y él no podría hacer nada para impedir el golpe que supondría para ella.
Su madre vivía en una propiedad de la familia Alexandris que él solo heredaría cuando su abuelo, Isidore, hubiese fallecido, y este estaba utilizándola como amenaza para obligarlo a contraer matrimonio. Su madre podía ser a veces una persona difícil, pero no quería verla sufrir.
–No, no son nervios –la rubia Althea sacó un pañuelo de su bolso y se secó las lágrimas con cuidado de no despegar sus pestañas falsas–. Es que de repente comprendí que iba a casarme contigo por las razones equivocadas, que esperaría de ti más de lo que estabas dispuesto a dar, y que cuando llegara el momento no querría que este matrimonio se acabara. No sería justo ni para ti ni para mí, así que he decidido echarme atrás porque valoro tu amistad y no quiero perder también eso. No, no digas nada –murmuró con voz trémula cuando él frunció el ceño y abrió la boca para replicar–. Estoy haciendo lo correcto, por los dos, y lo sabes. Jamás volverás a sentir por mí lo que sentías; lo estropeé todo cuando me acosté con tu mejor amigo. Y ahora encima voy y te dejo metido en un fangal… –añadió con una sonrisa triste–. Por no mencionar lo furioso que se pondrá mi padre por todo el dinero que le he hecho gastarse para nada…
–Yo cubriré esos gastos –le propuso Jude, dando un paso hacia ella y tomándola de la mano.
–No puedo permitirlo –protestó ella apartando su mano con suavidad–, no cuando soy yo la que me he echado atrás. Siempre acabo metiendo la pata.
–No, la culpa es mía –replicó él–. Para empezar, ni siquiera debí contarte lo que mi abuelo amenazaba con hacer si no me casaba.
–Somos amigos; fui yo quien me ofrecí a ayudarte –le recordó Althea–. No, la culpa es mía porque no he superado del todo nuestra ruptura y porque ansiaba la notoriedad que me daría casarme contigo, pero tú no eres un trofeo y me avergüenza haberme dejado llevar por mi vanidad.
Jude suspiró.
–Bueno, volvamos a la sala de juntas y lidiemos con los efectos colaterales.
–Pero… ¿qué vas a hacer ahora? –le preguntó Althea, escrutando su rostro con un brillo calculador en la mirada.
–Buscarme otra esposa… una que no tenga una conciencia tan noble que la persuada de echarse atrás, como tú –murmuró Jude, mordiéndose la lengua para no decirle que dudaba mucho de esos sentimientos que decía que albergaba aún por él.
–No encontrarás a nadie con tan poco tiempo –repuso Althea–. Sería mejor que te replantearas qué estarías dispuesto a ofrecerme para hacerme cambiar de opinión.
El problema era que Jude no estaba dispuesto a ofrecerle más de lo que ya le había ofrecido, y que ella parecía empeñada en obviar el hecho de que, si de verdad lo amara, no se habría acostado con otro, y de que ya no eran un par de adolescentes. Ella había sido su primer amor, su único amor, pero para él la fidelidad era algo esencial en una pareja, y aunque la había perdonado y seguían siendo amigos, Althea había aniquilado ese amor que había sentido por ella.
Era tan ilusa que pensaba que con un buen gesto o unas palabras bonitas podía conseguir revertir las consecuencias de sus actos, pero él tenía el colmillo retorcido por las vivencias que le habían robado la inocencia siendo aún un chiquillo.
Uno de sus primeros recuerdos era de sus padres peleándose por las infidelidades de su padre. Recordaba vivamente la actitud desafiante y arrogante de su padre y el dolor de su madre y sus recriminaciones.
Tras haber descubierto la primera infidelidad de su padre, poco antes de que él naciera, el despecho había llevado a su madre a ponerle el nombre de «Judas». Así, se había convertido en el símbolo de todo lo que había sufrido su madre, y sospechaba que aún lo veía de ese modo.
Cuando el divorcio entre sus padres se hizo inevitable, su abuelo, que detestaba a su madre, había movido cielos y tierra para asegurarse de que a su padre le concedieran la custodia única y que a su madre se le permitiera ver a su hijo lo menos posible. También le había cambiado el nombre por «Jude».
«Eres un Alexandris», le había dicho su madre en una de sus breves visitas; «cuando crezcas serás como tu padre, un embustero y un donjuán. Lo llevas en la sangre; no podrás evitarlo».
Pero Jude era rebelde por naturaleza, y desde ese instante se juró que él no sería como su padre. Al fin y al cabo, había vivido en sus carnes las consecuencias de la incapacidad de su padre de mantener una relación estable con cualquier mujer. Se había vuelto a casar varias veces, además de tener incontables amantes, y tras una vida de excesos y emociones fuertes había muerto en un accidente de coche por ir conduciendo a más velocidad de la permitida.
Jude estaba a punto de marcharse cuando lo abordó uno de los abogados.
–¿Qué piensa hacer ahora? –le preguntó.
Jude lo miró, desconcertado por semejante familiaridad, mientras intentaba recordar cómo se llamaba aquel tipo.
–¿Perdone? –contestó con aspereza–. ¿A qué se refiere, señor…?
–Hetherington, Calvin Hetherington –respondió el hombre, irguiendo los hombros–. Verá, con su permiso, creo que lo que necesita es a una mujer a la que pueda pagar por casarse con usted y que no monte un numerito cuando decida poner fin a ese matrimonio. De hecho, conozco a alguien que no le causaría ningún problema y se casaría con usted por una suma acordada previamente sin pedirle nada más.
–No creo que necesite ayuda para encontrar a una mujer dispuesta a hacerlo por dinero –murmuró Jude, irritado.
–Pero tendría que ser una mujer discreta, que se amolde a las condiciones que usted quiera poner, no una de esas jóvenes consentidas y caprichosas de su estatus –reconvino el señor Hetherington.
Jude tenía que admitir que en eso tenía razón.
–¿Y quién es esa candidata perfecta? –le preguntó.
–Tansy, la hija de mi difunta esposa. Mi novia se ha emperrado en que no se vendrá a vivir conmigo hasta que ella no se vaya de casa –le explicó Hetherington, poniendo los ojos en blanco–. El problema es que Tansy no tiene dinero para independizarse, ni un trabajo.
–Ya. Pues no es mi problema –le espetó Jude.
–Bueno, pero mire, le dejo mi tarjeta –dijo el otro tendiéndosela–. Llámeme si cambia de opinión.
Jude entró en el ascensor y se metió malhumorado la tarjeta en el bolsillo. ¿Por qué había creído ese idiota presuntuoso que podía tomarse la libertad de sugerirle con quién debía o no casarse? Además, no estaba tan desesperado como para casarse con una perfecta extraña… ¿o sí?
No, por supuesto que no. Y, sin embargo, lo atraía la idea de una mujer que jugara según sus reglas y no le chantajeara o se echara atrás en el último momento. Una mujer que no sintiera nada por él, que solo aceptase aquel matrimonio de conveniencia por dinero…
Y, lo más importante, una mujer de la que podría divorciarse tan pronto como le fuera posible… sin problemas, sin remordimientos… y sin consecuencias. Sí, aunque la intromisión de Hetherington lo había molestado, la verdad era que tenía razón.
Cuando llegó a su piso, ya había tomado una decisión. Sacó la tarjeta y marcó el número de Hetherington en su móvil.
–Estoy dispuesto a conocer a su hijastra –le dijo–. Conciérteme una cita con ella.
Tansy sacó de la bañera a su hermanita Posy, que era solo un bebé, y la envolvió en una toalla. Su padrastro estaba abajo, llamándola, así que tomó a Posy en brazos, la apoyó en la cadera y salió al rellano.
–¡Estoy arriba! –respondió–. ¡Acuesto a Posy y bajo!
Posy rodó encima del cambiador cuando estaba intentando ponerle un pijamita limpio, pero Tansy ya tenía práctica en vestir a aquella pequeña traviesa. Posy, de diez meses, con sus ricitos rubios y sus grandes ojos azules, era una niña preciosa y alegre, pero la madre de ambas había muerto al poco de traerla al mundo.
Después del funeral su tía Violet le había dado un consejo muy duro: «Márchate de esa casa y vuelve a la universidad; retoma los estudios que tu madre hizo que abandonaras. Esa niña es tu hermana, no tu hija; no tienes por qué hacerte cargo de ella. Puedes venir a verla de cuando en cuando y seguir formando parte de su vida, pero no le debes nada a ese hombre y tu madre ya no está».
Tansy no sentía simpatía alguna por su padrastro, Calvin, pero había sido incapaz de marcharse y abandonar a su hermana recién nacida. Calvin le había pedido que cuidara de Posy hasta que encontrara una niñera, pero después de todos esos meses ni siquiera había empezado a buscarla y sentía que estaba aprovechándose de ella.
Y no solo eso; también había empezado a tener citas. Aunque tuviera poco más de treinta años –era bastante más joven que su madre–, no por eso dejaba de parecerle de bastante mal gusto que hubiera retomado tan pronto su vida amorosa. Había tragado incluso con que algunas de sus «amigas» se quedaran a pasar la noche, pero había puesto pie en pared cuando Calvin había presionado a su novia actual, Susie, para que se hiciera cargo de Posy.
No se habría interpuesto si Susie lo hubiese hecho de buen grado, si hubiese demostrado que la pequeña le importaba, pero pronto había quedado de manifiesto que era demasiado irresponsable como para hacerse cargo de un bebé. Una tarde, por ejemplo, Susie había llegado a irse por ahí de parranda y había dejado sola y desatendida a Posy. Y no había sido el único incidente de ese estilo.
Y aunque Susie no entrara en la ecuación, tampoco podía fiarse de su padrastro. Era evidente que Calvin no sentía afecto alguno por el bebé. Cuando se había casado con su madre, Rosie, una mujer con un pequeño negocio que ya pasaba de los cuarenta, en los planes de Calvin no entraba convertirse en padre.
Aquel embarazo inesperado había hecho muy feliz a su madre, pero a Calvin no, y la muerte de su esposa no había hecho que asumiese sus responsabilidades como padre. Aunque viviesen bajo el mismo techo, se comportaba como si su hija no existiese para él.
Su padrastro le había dejado caer a Tansy más de una vez que ya iba siendo hora de que se independizase –su madre le había legado a él la casa y su negocio, un salón de belleza–, y si no hubiese sido por su hermana pequeña y porque no tenía un trabajo, lo habría hecho.
–Ven, siéntate –le dijo Calvin cuando bajó las escaleras y entró en el salón–; tenemos que hablar.
–¿De qué? –inquirió Tansy a la defensiva, quedándose de pie y mirando recelosa al hombre vanidoso, superficial y egoísta con que su madre se había casado.
–Mira, voy a ser completamente sincero contigo –dijo su padrastro levantándose del sofá y metiéndose las manos en los bolsillos–. Las cosas no van bien y si siguen así acabaré enfrentándome a la bancarrota.
Tansy palideció.
–Pero eso es imposible… ¡Si hace solo un par de meses vendiste el salón de belleza de mamá!
Su padrastro suspiró.
–El negocio de tu madre estaba asfixiado por las deudas.
–¡Pero si iba muy bien! –replicó Tansy anonadada.
–Tú lo has dicho: «iba». Tu madre estuvo varios meses de baja por el embarazo y el negocio empezó a ir cuesta abajo. El dinero que ganaba con el negocio se lo gastaba en reformas, en contratar a más personal o en aparatos y equipamiento nuevos –enumeró Calvin con impaciencia–. No ahorró nada, no guardó nada por si venían malos tiempos. Tuve que vender el negocio y las deudas se llevaron casi todo el dinero que conseguí con la venta. He hipotecado la casa, pero…
Tansy frunció el ceño, consternada.
–¿Que la has hipotecado?
–No había otro remedio. Necesitábamos el dinero. Todo este tiempo hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, haciendo malabarismos con las deudas –le confesó Calvin de mala gana–. Me imagino que eres consciente de que tu madre era una mujer de gustos caros.
Tansy apretó los labios. Aunque a menudo había pensado eso de su madre, nunca había oído a Calvin reprochárselo ni intentar convencerla de que no se gastaran tanto dinero en un coche nuevo o en los viajes que hacían.
–Ya, pero… de eso a acabar en bancarrota… –murmuró aturdida.
–Y por desgracia esta casa también tendrá que venderse. Detesto la idea –dijo Calvin, con un pesado suspiro–, aunque hay otra posibilidad, una posibilidad que ha surgido de forma inesperada, y que puede que se te antoje un poco extraña, pero que puede ser la respuesta a todos nuestros problemas.
Los ojos verdes de Tansy lo miraron con curiosidad.
–¿Qué posibilidad?
–El cliente más rico del bufete para el que trabajo necesita una esposa por cuestiones de negocios, y está dispuesto a pagar un montón de dinero.
–¿Cuestiones de negocios? ¿Qué cuestiones? –inquirió ella con suspicacia.
–No lo sé; Jude Alexandris es un hombre muy reservado –le dijo su padrastro.
–¿No será que necesita un pasaporte británico, o algo así?
–Lo dudo mucho. Lo único que sé es que sería solo algo temporal. No solo te pagaría una gran suma de dinero por adelantado, sino que también te aseguraría una generosa compensación tras el divorcio; podrías vivir sin tener que trabajar –le dijo Calvin con un repentino entusiasmo.
–Un plan perfecto para una sacacuartos –apuntó Tansy enarcando una ceja–, algo que yo no soy. Aunque entiendo que a ti la oferta te resulte tentadora. Porque imagino que, si accediera a ese disparate, tú te harías con una parte de esa «gran suma de dinero por adelantado» para pagar las deudas y no tener que renunciar a tu estilo de vida.
–Piensa en los beneficios que tendría para Posy –la urgió su padrastro.
–Calvin, a ti Posy, o las necesidades que pueda tener, no te importan en lo más mínimo. Solo estás pensando en cómo salvar tu pellejo –le contestó Tansy con tristeza.
Su padrastro frunció el ceño.
–Vamos, tú sabes que eso no es verdad; adoro a esa pequeña.
–No, no pasas ni un momento con ella –murmuró Tansy–. Mira, yo no te juzgo; comprendo que no todo el mundo está hecho para ser padre, pero me entristece que ni siquiera te preocupes por su bienestar.
–¿Se puede saber de dónde te sacas eso? –la increpó Calvin, rojo de enfado.
–No sé, tal vez del hecho de que no haces más que intentar endosarle a Posy a tu novia, a pesar de que está claro que Susie no tiene el más mínimo interés en hacer de madre.
–Posy es mi hija –le recordó su padrastro entre dientes–. Deja que sea yo quien decida lo que es mejor para ella. ¿Qué me dices de la propuesta que te he hecho? Ese matrimonio también te reportaría a ti importantes beneficios.
–Ninguno que tenga valor para mí. Sí, el dinero me haría las cosas más fáciles y podría volver a la universidad –concedió Tansy a regañadientes–, pero a mí lo que me importa es Posy. Nadie la cuidaría mejor que yo; ¿por qué no me cedes su custodia?
Calvin la escrutó con incredulidad, como indignado.
–¿Qué pensaría la gente de mí si hiciera algo así? Dejar a mi propia hija, de solo unos meses, al cuidado de una chica de veintidós años?
–¿Eso es lo que te preocupa?, ¿qué pensarán los demás? –lo increpó Tansy, mirándolo con desprecio–. Lo que debería importarte es que Posy esté bien cuidada y que sea feliz.
–No puedes ser la tutora legal de una niña cuando ni siquiera tienes trabajo y estás viviendo a mi costa, bajo mi techo –le recordó su padrastro.
Tansy apretó los puños.
–Haré lo que sea por Posy. Si me dieras un poco de tiempo, podría encontrar un empleo y un apartamento de alquiler donde…
–Si te casaras con Jude Alexandris, tendrías un hogar y un no tendrías que preocuparte por el dinero –apuntó Calvin en un tono persuasivo–. Acabas de decir que harías lo que fuera por Posy, ¿no? Si te casas con Alexandris, me replantearé lo de cederte su custodia. En esas circunstancias nadie cuestionaría mi proceder porque tú estarías en posición de ofrecerle a Posy más de lo que yo podría ofrecerle jamás. La familia Alexandris es una de las más ricas del mundo…
–¿Lo dices en serio? –musitó Tansy anonadada.
–Pues claro. Si accedes a casarte con Alexandris y me entregas a mí ese dinero que te dará por adelantado, renunciaré a mis derechos como padre en tu favor. Aunque debes saber que no va a ser fácil –le dijo Calvin en un tono abrupto y mercenario–. Tendrás que impresionar a Alexandris, y no creo que le agrades si lo tratas con la misma falta de respeto con que te diriges a mí. No tolerará tu insolencia. Y también te sugiero que no le menciones nada sobre Posy; solo vería como un problema que tengas a una niña a tu cargo. Lo que busca es una mujer que haga lo que le digan.
Tansy inspiró lenta y profundamente. La verdad era que ella siempre había sido una hija muy obediente, siempre ansiosa por complacer e impresionar a su madre, aunque nunca lo hubiera conseguido. Para Rosie Browne su hija siempre había sido una decepción.
Había llorado cuando la había inscrito a concursos de belleza infantiles, se había mostrado tímida cuando la había llevado a una agencia infantil de modelos, y en las clases de interpretación y de ballet a las que le había apuntado le habían dicho que «no estaba hecha para eso».
Era esa sensación de haberle fallado lo que la había empujado a dejar sus estudios de radiología, que su madre siempre había denostado, y acudir en su ayuda cuando le había pedido que la ayudara con el negocio mientras estaba de baja por el embarazo.
No recordaba a su padre, que había muerto siendo ella solo un bebé, y cuando su madre volvió a casarse ella tenía ya quince años. Calvin no había mostrado ningún interés por ejercer el rol de padre, y se habían evitado el uno al otro todo lo que habían podido hasta que ella se había ido a la universidad.
–Te he concertado una cita con Alexandris para mañana a las diez –le anunció Calvin–. Susie cuidará del bebé hasta que vuelvas.
–¿Mañana? –exclamó ella, aturdida.
–No tenemos tiempo que perder, y a Alexandris también le urge. Además, tengo que prepararte para esa entrevista con él, para que sepas lo que espera de ti y consigas que te vea como una opción viable –decretó Calvin, desconcertándola aún más.
Tansy dudaba mucho que su padrastro pudiera prepararla para nada. ¿Estaba siquiera dispuesta a casarse con un extraño por dinero? Solo una mujer codiciosa y sin escrúpulos se plantearía algo así, y ella no era ni lo uno ni lo otro. Claro que, por otra parte, si de verdad Calvin le cediera la custodia de Posy, ya no tendría que angustiarse preguntándose qué iba a ser de ella.
–¿Me das tu palabra de que si ese tipo se casa conmigo renunciarás a la custodia de Posy? –le insistió.
–Si consigues que Alexandris te escoja, sería capaz de vender mi alma al diablo –le dijo Calvin.
EL ESTRICTO control de seguridad al que la sometieron al entrar en el edificio sorprendió a Tansy, y más aún que hubiera un ascensor privado que subiera al apartamento de Jude Alexandris en el ático. Apartó la vista de su imagen, reflejada en el espejo del ascensor mientras subía un piso tras otro. Como nunca le había gustado ofrecer un aspecto artificial, apenas se había maquillado, pero ante la insistencia de su padrastro se había puesto un vestido corto de color verde –que a ella le parecía más apropiado para salir de fiesta– y unos zapatos de tacón.
Se oyó un suave «ding» cuando el ascensor se detuvo, y las puertas se abrieron a un inmenso vestíbulo con suelo de mármol, bañado por la luz que entraba por el tejado de cristal. Tansy apenas había salido del ascensor cuando apareció una mujer mayor ataviada con un severo vestido negro.
–Señorita Browne, venga por aquí, por favor –la instó.
La condujo hasta un enorme salón con unos ventanales del suelo al techo que ofrecían una panorámica espectacular de Londres. Tan espectacular era, que Tansy no se dio cuenta de que la mujer se había marchado, ni de que el dueño del apartamento entró poco después.
Aprovechando que estaba distraída, Jude la estudió con detenimiento. Era una belleza, y una belleza inusual, además. Los mechones de su melena, abundante y ondulada, iban del castaño claro al rubio pasando por un color miel, y parecía tan natural como sus delicadas facciones.
Llevaba una gabardina sobre un vestido corto que dejaba al descubierto unas piernas que no tenían nada que envidiarle a las de las coristas de Las Vegas, y era esbelta y de mediana estatura.
Sí, pensó, serviría para sus propósitos. Incluso haría posible su plan inicial. Al fin y al cabo, se había dicho, ya que iba a casarse para satisfacer las exigencias de su abuelo, ¿por qué no sacar provecho de esa unión legal? Si su esposa le proporcionaba un heredero, conseguiría que el cascarrabias de su abuelo se jubilase al fin, y él sería libre para vivir su vida y gestionar el imperio Alexandris como quisiera. Porque si aquella joven estaba dispuesta a casarse por dinero, seguramente tampoco pondría reparos a darle un hijo si le hacía una oferta más generosa.
–Buenos días, señorita Browne –la saludó, avanzando hacia ella.
Tansy dio un respingo y se volvió tan deprisa que la gabardina se le enganchó en una mesita alta que había a su lado. Azorada, maldijo entre dientes, tambaleándose sobre sus tacones, y Jude, rápido de reflejos, la asió por el brazo para evitar que perdiera el equilibrio, y sujetó con la otra mano la mesa, impidiendo que se volcase.
–Perdone, no pretendía asustarla –se disculpó, soltándola y dando un paso atrás.
No solo tenía buena figura, se dijo, mirándola con agrado, también tenía unos ojos muy bonitos, almendrados y de un verde esmeralda.
–No, es culpa mía. Estaba absorta… con estas vistas tan increíbles –confesó ella balbuceante, señalando con el pulgar el ventanal detrás de ella.
Había buscado información sobre Alexandris antes de acudir a la cita, naturalmente, pero en persona era aún más guapo que en las fotografías que había visto en Internet, pensó, aturdida por la intensa mirada de sus ojos negros. De piel aceitunada, alto y con el físico de un atleta, llevaba el pelo, negro y rizado, bastante corto, y sus facciones esculpidas le daban el aire de un dios griego.
No debería dejarse impresionar de esa manera por su atractivo, se dijo irritada. Mostrarse débil e impresionable era lo que había hecho que acabara con el corazón roto con solo diecinueve años. Desde entonces había procurado evitar a los hombres atractivos que escondían un comportamiento promiscuo tras su encanto superficial. Y sabía que Jude Alexandris era un casanova porque en ninguna de las fotos que había visto de él aparecía dos veces con la misma mujer.
–Venga a sentarse –la invitó Alexandris, alejándose hacia una mesita baja flanqueada por dos sofás de cuero.
Tansy lo siguió y se sentaron el uno frente al otro. Le estaba costando recobrar la compostura porque aquel Jude Alexandris, a diferencia del de las fotografías que había visto en Internet, no iba vestido con un traje a medida, sino un polo gris de manga larga y unos vaqueros gastados que le sentaban de maravilla. Se había remangado, y en el antebrazo derecho se veía un pequeño tatuaje de unas letras. Al contrario que ella, era evidente que no le había parecido necesario ponerse elegante para impresionarla.
Claro que era ella la que estaba ofreciéndose para casarse con él por dinero y no al revés, pensó, detestándose a sí misma. Pero hacía todo aquello por Posy, se recordó, y en ese caso el fin sí justificaría los medios… ¿o no?
–Según me ha explicado mi padrastro necesita una… esposa falsa –comenzó a decirle.
Jude encogió un hombro.
–Sí, bueno, en realidad solo nosotros sabríamos que ese matrimonio no sería de verdad. A todos los demás debería parecerles real desde el principio hasta el final –puntualizó–. Y por supuesto usted no podría divulgar nada sobre nuestro trato.
–No soy una chismosa, señor Alexandris.
–No me fío de nadie –contestó él–. Tendría que firmar un acuerdo de confidencialidad antes de casarnos.
–Comprendo –murmuró Tansy, admirando disimuladamente sus fuertes muslos.
Cuando levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los de él, sintió que se le subían los colores a la cara.
–Yo también la encuentro atractiva –dijo él.
El estómago le dio un vuelco a Tansy. ¿Tan transparente era para él?
–No sé de qué habla –protestó, sonrojándose aún más.
–Para que esto funcione, necesitamos de esa atracción física –apuntó Jude–. No engañaríamos a nadie fingiendo algo que no sintiéramos, y mucho menos a mi familia.
Tansy palideció.
–No lo entiendo; ¿por qué tendría que haber atracción entre nosotros? Creía que esto solo iba a ser una unión sobre el papel y nada más.
–Pues se equivoca –le respondió Jude–. Claro que no es que esté mal informada; su padrastro no conoce las condiciones específicas de este acuerdo.
–¿Y no le parece que debería explicarme cuáles son?
–Es lo que tenía pensado hacer, pero antes quería cerciorarme de que se ajustaba a mis requisitos iniciales.
Debería haber recelado de aquello desde el principio, se dijo Tansy. Era demasiado bueno para ser verdad… Un montón de dinero por adelantado solo por fingir ser la esposa de un hombre rico…
–El sexo formaría parte de nuestro acuerdo –le informó Jude–. Durante el tiempo que estemos casados, será como un matrimonio al uso.
–Lo siento, pero yo por ahí no paso –le respondió Tansy, entre azorada y ofendida–. Mi padrastro no había mencionado nada de eso, y tampoco le veo ninguna lógica.
–Puede que tengamos que seguir casados al menos un par de años y, personalmente, no me siento preparado para mantenerme célibe durante tanto tiempo –le confesó Jude–. Además, todo el mundo sabe la importancia que doy a la fidelidad dentro del matrimonio, así que mi familia sospecharía si satisficiera mis necesidades con otra mujer.
A Tansy la enfureció tanto la calma con que le expuso todo aquello, con lo aturullada que ella se sentía, que le dieron ganas de abofetearlo.
–Mire, como le digo, yo no estaba al tanto de sus… condiciones –dijo levantándose del sofá–, y no hace falta que siga porque de ningún modo accederé a lo que me está proponiendo.
Jude se levantó también.
–¿Lo dice en serio? ¿Va a rechazar mi oferta por algo tan trivial como el sexo?
A Tansy se le encendieron de nuevo las mejillas.
–Para mí no es algo trivial.
–¿Hay otra persona en su vida? –inquirió Jude, sinceramente intrigado–. ¿O alguna razón por la que no quiera…?
–Preferiría no entrar en eso; son temas personales –masculló Tansy–. La cuestión es que mi respuesta sigue siendo «no» –reiteró, se mordió el labio y se quedó mirándolo, como nerviosa.
Estaba claro que no era un gesto ensayado, y por algún motivo a Jude le pareció increíblemente sexy.
–¿Por qué no vuelve a sentarse? –le pidió–. Hablémoslo con más calma.
–No tiene sentido que sigamos hablando; solo le haré perder el tiempo –murmuró Tansy, mirando de reojo el vestíbulo, como si quisiera salir huyendo.
–Dígame por qué es tan reacia a considerarlo siquiera; siento curiosidad –admitió Jude–. Hoy en día todo el mundo se toma el sexo tan a la ligera…
–Todo el mundo no –replicó Tansy, volviendo a sentarse. No quería parecer infantil e inmadura.
–La escucho –le dijo él.
Tansy levantó la barbilla.
–Aún soy virgen –le confesó–. No porque lo tuviera así decidido, sino porque hasta ahora no ha aparecido el hombre adecuado –puntualizó con brusquedad–. Y tengo muy claro que no quiero que mi primera vez sea parte del guion de un matrimonio ficticio.
Jude frunció el ceño. ¿Virgen? Nunca se le habría pasado por la cabeza que una joven de casi veintitrés años pudiera seguir siendo virgen, y menos una dispuesta a casarse con un extraño por dinero.
–Como le he explicado, necesito que parezca un matrimonio de verdad, y le aseguro que la trataría en todo momento con el mayor respeto –le dijo–. Le daría algo de tiempo para que me conociera un poco, naturalmente. Al fin y al cabo, cuando nos hayamos casado no pasaremos mucho tiempo lejos el uno del otro en los primeros meses.
Tansy se notó mariposas en el estómago y no pudo evitar sonrojarse de nuevo.
–No, imposible; imposible –le reiteró incómoda–. Siento haberle hecho perder el tiempo –murmuró levantándose.
Jude, que no salía de su asombro, la siguió y la detuvo antes de que pudiera subir al ascensor.
–Espere, por favor –le pidió una vez más–. Podemos hacer que esto funcione; déjeme su teléfono móvil.
–¿Para qué?
–Pondré mi número en su lista de contactos, para que pueda llamarme cuando cambie de idea –contestó Jude.
–¿Siempre tiene tanta confianza en sí mismo? –le preguntó Tansy con retintín. Desbloqueó su móvil y se lo tendió, pero solo por no parecer maleducada.
–Siempre –le respondió él, mirándola a los ojos, antes de tomar el teléfono de su mano.
Cuando Tansy se marchó, Jude seguía perplejo, intentando comprender su comportamiento. No tenía ningún sentido que una mujer dispuesta a casarse con él por dinero pusiera reparos a un poco de sexo. ¿Sería virgen de verdad, o se trataría de una estratagema?
Tansy todavía se sentía aturdida cuando iba en el tren, de vuelta a casa. Había hecho lo correcto negándose a acostarse con Alexandris, se repetía una y otra vez. Acceder habría sido inmoral. Y, sin embargo, cuanto menos quedaba para su estación, más inquieta se sentía con respecto a la decisión que había tomado. Mentiría a Calvin cuando le preguntase, decidió. Le diría que Alexandris la había rechazado porque no se ajustaba a sus expectativas.
Sin embargo, cuando llegó a casa, apenas había subido las escaleras del porche cuando su padrastro abrió la puerta con violencia, como si hubiera estado esperándola, y se quedó furibundo.
–¿Le has dicho a Alexandris que no? –le rugió con incredulidad–. ¿Lo has rechazado?
Tansy palideció.
–No grites… harás que Posy salga llorando.
–Susie se la ha llevado al parque –repuso él, irritado.
–¿Y cómo sabes que he rechazado la oferta de Alexandris? –le preguntó Tansy.
–Lo telefoneé para preguntarle cómo había ido… ¡y me enteré de que, por alguna estúpida razón, lo habías echado todo a perder! –la increpó Calvin furioso–. Me ha dicho que él estaba dispuesto a cerrar el trato, pero que tú te echaste atrás. ¿Qué ha ocurrido? ¿A qué estás jugando?
Tansy se encogió de hombros.
–No hemos conectado.
–¡Vaya, qué mala suerte! –masculló su padrastro con desdén–. Pues ahora sube a tu cuarto, prepara tus cosas y lárgate.
–¿Me estás echando? –exclamó Tansy, aturdida.
–¿Por qué iba a dejar que sigas viviendo aquí cuando has saboteado nuestra única oportunidad para salir del agujero en el que estamos? –le espetó él, lleno de rencor.
–¿Porque me ocupo de tu hija y de la casa? –le recordó Tansy.
Los ojos de Calvin relampagueaban.
–¡Pues a partir de ahora se ocupará Susie! Venga, ve a hacer las maletas. ¡Te quiero fuera de aquí antes de que acabe el día!
Tansy subió las escaleras con piernas temblorosas y se dejó caer en la cama cuando llegó a su habitación. Susie tendría vía libre para hacer lo que quisiera… Perdería los estribos con Posy cuando llorara y le gritaría y la abofetearía, como había hecho en una ocasión. Tansy se estremeció de ira de solo recordarlo. O, como había hecho otras veces, no le cambiaría los pañales durante horas, la dejaría desatendida en la bañera, sin preocuparse de lo que le pudiera pasar, o le daría de comer cosas que no debía solo porque no habría nadie que la reprendiera.
Al imaginarse a la pequeña siendo tratada de esa manera cada día, a Tansy se le encogió el corazón. No era que Susie hiciera esas cosas porque fuera cruel; es que era demasiado inmadura como para cuidar de un bebé.
Tansy se sacó el móvil del bolsillo y buscó angustiada el número de Alexandris en sus contactos. No consiguió encontrarlo hasta que leyó futuro marido y casi sufrió una combustión instantánea de ira. Estaba tan seguro de sí mismo que le entraban ganas de pasarle por encima con una apisonadora para bajarle los humos. Pulsó en el contacto para llamar.
–¿Hola? ¿Es mi futuro marido? –lo saludó con sorna cuando él contestó.
–No lo sé; ¿eso es un sí? –inquirió él, que no parecía sorprendido de su llamada.
–Supongo que sí –murmuró Tansy de mala gana–. Si es que la oferta sigue en pie.
–Hay algunos detalles más de los que tenemos que hablar –contestó él.
Tansy apretó los dientes.
–¿Cuándo quiere que volvamos a vernos?
–Esta tarde, en mi oficina. Quiero acabar con esto cuanto antes –le respondió él con impaciencia–. Le enviaré la dirección por SMS. Venga tan pronto como pueda; le haré un hueco en mi agenda.
Con las mejillas ardiendo, Tansy se quitó los zapatos de tacón y el vestido. Casi habían cerrado el trato, así que ya daba igual lo que llevase puesto, se dijo. Se puso un top con un estampado de flores, una falda y unos botines planos, se colocó el abrigo encima y bajó las escaleras.
Encontró a su padrastro sentado en el salón.
–He llamado a Alexandris y le he dicho que acepto su oferta –le anunció con tirantez sin cruzar el umbral–. Así que ya puedes ir haciendo los trámites para cederme la custodia de Posy. Esta tarde tengo que ver de nuevo a Alexandris y le hablaré de ella.
Calvin, a quien se le había cambiado la cara de inmediato, se levantó como un resorte.
–¡No! No podemos arriesgarnos. Usa el cerebro, Tansy –la reprendió–: si le dices ahora lo del bebé podría echarse atrás. No puedes permitirte hablarle de ella hasta que tengas el anillo en el dedo.
Tansy tragó saliva. Siempre le había resultado difícil mentir, aunque fuera por omisión, pero si tenía que hacerlo para evitar que Posy siguiera bajo el cuidado de su padrastro, lo haría.
Las oficinas centrales de Industrias Alexandris se encontraban en un emblemático rascacielos de Londres. Tansy solo llevaba un rato sentada esperando cuando la secretaria la llamó con un gesto discreto. Tansy se levantó y se acercó.
–El señor Alexandris la recibirá ahora –le dijo la mujer, levantándose también–; acompáñeme.
La condujo a un despacho inmenso que estaba vacío, y la invitó a sentarse en uno de los sillones que flanqueaban una mesita baja en un rincón. Sobre ella había una bandeja con café, así que se sirvió una taza y trató de relajarse mientras esperaba.
Cuando Jude entró por otra puerta, como un tornado, unos diez minutos después y avanzó hacia ella casi se echó el café encima. Parecía un hombre distinto vestido de traje; intimidaba aún más.
Tomó asiento frente a ella sin saludarla siquiera.
–Tiene un nombre peculiar… «Tansy» –observó.
Una forma extraña de iniciar una conversación, pensó ella.
–Ya, bueno. Durante un par de generaciones a todas las niñas en la familia de mi madre les pusieron nombres de plantas, o de árboles –le explicó con una sonrisa forzada–. Cuando yo nací ya habían agotado los más habituales, como Violet, Rose o Daisy.
–Una tradición encantadora –comentó Jude, fijándose en el top ajustado que llevaba, en sus largas piernas y los gastados botines–. Parece una adolescente vestida así; la prensa me acusará de asaltacunas…
–Lo dudo. Tengo casi veintitrés años –repuso ella a la defensiva.
–Yo tengo veintinueve; sigue siendo una diferencia importante –insistió él.
–Si usted lo dice…
–Bien, dejando eso a un lado, hay algo importante de lo que quiero que hablemos antes de que entremos en los detalles de los preparativos para la boda –continuó Jude–. Pero es importante que me escuche sin interrumpirme. No necesito que me dé una respuesta ahora mismo; es solo que prefiero ser muy claro desde el principio. Nuestra relación será más fácil sin somos sinceros el uno con el otro.
Tansy bajó la vista. La incomodaba pensar que ella no iba a ser completamente sincera con él, que iba a omitir que al casarse con ella tendría que cargar también con su hermana pequeña.
–Le escucho –murmuró.
–Imagino que su padrastro le explicaría que la mujer con la que iba a casarme, Althea, se echó atrás en el último momento –comenzó Jude.
Tansy asintió.
–Mi plan inicial era aprovechar ese matrimonio para tener un hijo. Althea estaba de acuerdo, y sería estupendo si estuviera dispuesta a considerar usted también esa posibilidad.
Sus palabras dejaron tan atónita a Tansy que alzó la vista y lo miró con unos ojos como platos. ¿Un hijo? ¿Estaba pidiéndole que tuviera un hijo con él? ¿Es que se había vuelto loco?
ESTÁ CLARO que tendré que explicarle mi punto de vista –murmuró Jude, al ver la expresión atónita de Tansy–. Mi aversión al matrimonio está fundamentada en razones de peso. Todos los hombres de mi familia, o fueron unos pésimos maridos, o se casaron con mujeres con problemas. Yo no quiero seguir sus pasos y acabar divorciándome y volviéndome a casar varias veces. Sin embargo, necesito un heredero –le confesó–, y si usted me lo proporcionara la recompensaré con generosidad.
Tansy palideció y se quedó mirando su taza con los labios apretados. Le dolía permanecer callada y dejar que pensara que por dinero estaría dispuesta incluso a tener un hijo para él, pero no le quedó otro remedio que morderse la lengua en vez de dar vía libre al aluvión de palabras airadas que se agolpaban en su garganta.
Su padrastro la había puesto entre la espada y la pared. Obvio que Alexandris hubiera dado por hecho que iba a casarse con él por dinero; no podía decirle la verdad hasta después de la boda, cuando el futuro de Posy estuviera asegurado. Calvin tendría su dinero y saldría de sus vidas, se recordó, tratando de infundirse ánimo. Por lo menos su padrastro no podría utilizar a Posy para enriquecerse como estaba utilizándola a ella.
–Y por supuesto compartiríamos la custodia de ese dijo –continuó Jude–. Sabré ser razonable en cuanto a cómo nos organizaremos, llegado el momento. Aunque, evidentemente, tampoco hay garantías de que vayamos a poder tener un hijo juntos –añadió, sonriendo con ironía–. Me da la impresión de que en mi familia los hombres no somos particularmente fértiles, porque yo soy hijo único, y también lo era mi padre.
–¿Quiere que le dé mi opinión sobre ese plan suyo? –le preguntó Tansy con tirantez.
–No, ahora mismo no –fue la brusca respuesta de Jude–. Por ahora solo quiero que lo considere, aunque obviamente no es una condición imprescindible para nuestro acuerdo.