E-Pack Novias de millonarios octubre 2020 - Lynne Graham - E-Book

E-Pack Novias de millonarios octubre 2020 E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

El despiadado ruso Un mes con el despiadado ruso… Noche de bodas con el jeque ¡Iba a reclamar la noche de bodas que le debía! Bajo el sol griego La irresistible atracción que sentía por su jefe hizo que se dejara seducir por él. Secretos italianos La irresistible atracción que sentía por su jefe hizo que se dejara seducir por él.

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Veröffentlichungsjahr: 2020

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

EL DESPIADADO RUSO, N.º 82 - julio 2013

Título original: A Rich Man’s Whim

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3452-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Mikhail Kusnirovich, oligarca petrolero ruso y temido magnate, se relajó en el sillón de su despacho y miró sorprendido a su mejor amigo, Luka Volkov.

–¿Hacer senderismo? ¿De verdad es eso lo que quieres para tu despedida de soltero?

–Bueno, ya hemos hecho una fiesta demasiado alta en octanos para mí –le confesó Luka.

Y se puso tenso al recordarla. Era de estatura media y complexión fuerte, daba clases en la universidad y acababa de publicar un libro de física cuántica.

–La culpa de eso la tiene tu futuro cuñado –le recordó Mikhail.

Peter Gregory había contratado a varias bailarinas para la despedida de soltero de su amigo.

–La intención era buena –le aseguró Luka, saltando a defender al odioso hermano de su futura esposa, que además era banquero.

Mikhail arqueó las cejas y su rostro, delgado y moreno, se puso serio.

–Le advertí que no te gustaría.

Luka se ruborizó.

–Lo intenta, pero en ocasiones se equivoca.

Mikhail no dijo nada porque estaba pensando en la pena que le daba que Luka hubiese cambiado tanto desde que se había prometido a Suzie Gregory. A pesar de que ambos hombres solo tenían en común su origen ruso, habían sido amigos desde que se habían conocido en la Universidad de Cambridge. Por aquel entonces, Luka habría criticado sin ningún problema a un hombre tan ordinario, aburrido y presuntuoso como Peter Gregory. Pero ya no era capaz de llamar a las cosas por su nombre y siempre estaba pendiente de no herir los sentimientos de su futura esposa. Mikhail, que era todo un macho alfa, apretó los blancos dientes con repugnancia. Él jamás se casaría. Jamás cambiaría para complacer a una mujer. Solo la idea le causaba aversión. Él, que había sido criado por un hombre cuya frase favorita había sido:

–Un pollo no es un ave y una mujer no es una persona.

A su difunto padre, Leonid Kusnirovich, le había encantado decir aquello para provocar a la refinada niñera inglesa que había contratado para que cuidase de su único hijo. Machista, brutal y siempre insensible, a Leonid le había enfadado que la niñera tratase a su hijo con demasiada delicadeza y le había preocupado que lo convirtiese en un flojo. Pero, con treinta años, Mikhail no tenía nada de flojo. Era alto y fuerte, despiadado en los negocios e insaciable con las mujeres.

–Te gustarán los lagos... Es un lugar precioso –comentó Luka.

Mikhail hizo un esfuerzo para no parecer incómodo.

–¿Quieres ir a hacer senderismo por los lagos? Pensé que estabas pensando en ir a Siberia...

–No puedo tomarme tantos días de vacaciones y, además, no sé si estaría a la altura de los elementos –admitió, tocándose la tripa–. No estoy tan en forma como tú. Me van más la primavera inglesa y el ejercicio físico moderado, pero ¿podrás estar tú sin limusina, lujos y guardaespaldas un par de días?

Mikhail no iba a ninguna parte sin su equipo de seguridad. Frunció el ceño, no por tener que estar cuarenta y ocho horas sin lujos, sino porque iba a tener que convencer a su equipo de que no iba a necesitarlo durante el fin de semana. Stas, el jefe de seguridad, llevaba cuidando de él desde que era un niño.

–Por supuesto que sí –contestó con innata seguridad–. Me vendrá bien un poco de aislamiento.

–También tendrás que dejar aquí tu colección de teléfonos móviles –le advirtió Luka.

Mikhail se puso tenso al oír aquello.

–¿Por qué?

–Porque no dejarás de trabajar si te los llevas. Y no me apetece estar temblando en lo alto de una montaña mientras tú haces negocios. Te conozco demasiado bien.

–Si de verdad es lo que quieres, me lo pensaré –cedió Mikhail a regañadientes.

Era consciente de que prefería que le cortasen el brazo derecho a que lo separasen de su imperio. No obstante, y a pesar de que no solía irse de vacaciones, la idea de desconectar de todo un par de días le agradó.

Llamaron a la puerta y en ella apareció una chica alta, rubia y muy guapa. Clavó sus ojos azules en su jefe y le dijo como disculpándose:

–Lo están esperando, señor.

–Gracias, Lara. Te avisaré cuando esté preparado.

Incluso Luka clavó la vista en las caderas de su secretaria.

–Se parece a la Miss Mundo del año pasado. ¿Te has...?

Mikhail sonrió.

–En mi despacho, no.

–Es preciosa –comentó Luka.

–¿Acaso se está terminando el reinado de Suzie?

Luka se puso colorado.

–Por supuesto que no. No pasa nada por mirar.

Mikhail pensó que él podía mirar y hacer lo que quisiera, y que esa situación era mucho mejor que la de su amigo. ¿Cómo podía este estar tan seguro de que había encontrado al amor de su vida? A él le parecía antinatural y poco varonil prometer amor eterno a una mujer, y jamás se colocaría en una situación financiera tan vulnerable.

Kat se puso tensa al oír la camioneta de la oficina postal. Su hermana Emmie se había presentado en su casa muy tarde y de manera inesperada la noche anterior y no quería que el timbre la despertase. Así que dejó la colcha que estaba cosiendo, flexionó los doloridos dedos y corrió a la puerta. Se le encogió el estómago al pensar en lo que podía llevarle el cartero. Era un miedo que ya no la abandonaba, que dominaba sus días, pero aun así abrió la puerta con una sonrisa, fue amable y firmó el acuse de recibo de la carta certificada con mano firme.

Después volvió a la casa de piedra que había heredado de su padre. Tras haber pasado la niñez viajando de un lado a otro con Odette, su madre, aquel lugar tan bonito y tranquilo le había parecido un paraíso. Odette había sido modelo y nunca le había gustado llevar una vida normal y corriente, ni siquiera después de haber sido madre. El padre de Kat se había casado con ella antes de que alcanzara la fama, pero la cada vez más sofisticada Odette había dejado al tranquilo contable con el que se había casado demasiado joven para dedicarse a conocer a hombres ricos en sus viajes. Diez años después, Odette había vuelto a casarse y había tenido gemelas, Sapphire y Emerald. Y su última relación seria había sido con un jugador de polo sudamericano, con el que había tenido a la hermana pequeña de Kat, Topaz. Con veintitrés años, Kat se había tenido que hacer cargo de sus tres hermanas, ya que su madre le había dicho que no podía controlar a las gemelas y no sabía qué hacer con ellas, y las cuatro habían formado un hogar en el Distrito de los Lagos, al noroeste de Inglaterra.

En esos momentos le resultaba amargo echar la vista atrás a esos años en los que había soñado con empezar de cero. No podía evitar sentirse fracasada. Había querido dar a las niñas el hogar y el amor que ella misma nunca había tenido. Rasgó el sobre y leyó. Otra carta más para el cajón, con las anteriores. Estaba tan endeudada que se lo iban a quitar todo. Por muchas horas al día que trabajase haciendo colchas, solo un milagro podría sacarla del agujero económico en el que se encontraba.

Había pedido un crédito para convertir la vieja casa en una posada. Había hecho baños en las habitaciones, había ampliado la cocina y había puesto un comedor. La constante afluencia de clientes durante los primeros años había hecho que se endeudase todavía más, decidida a ayudar lo máximo posible a sus hermanas, y poco a poco la clientela había ido menguando. Al parecer, la gente prefería alojarse en un hotel barato o en un agradable pub. Además, la casa estaba situada al final de un camino, demasiado lejos de la civilización, y la reciente recesión había hecho que los clientes escaseasen todavía más.

Emmie, que era alta, rubia y muy guapa, bajó las escaleras bostezando.

–Ese cartero hace demasiado ruido –protestó–. Supongo que llevas siglos levantada. Siempre te has despertado muy pronto.

Kat se contuvo para no contestarle que no tenía elección, que había tenido que madrugar para que sus tres hermanas llegasen al colegio y para que sus huéspedes desayunasen. En el fondo se alegraba de que Emmie estuviese más habladora que la noche anterior, cuando después de bajarse del taxi le había dicho que estaba agotada y que necesitaba dormir. Durante la noche, Kat no había podido evitar sentir curiosidad por el regreso de su hermana, que seis meses antes se había marchado a vivir con su madre a Londres, decidida a conocer a la mujer a la que casi no había visto desde los doce años. Kat había preferido no interferir. Al fin y al cabo, Emmie tenía veintitrés años. No obstante, se había preocupado mucho por ella, ya que había sabido que Emmie terminaría descubriendo que a Odette solo le importaba ella misma.

–¿Quieres desayunar? –le preguntó.

–No tengo hambre –respondió Emmie, sentándose ante la mesa de la cocina–, pero me vendría bien una taza de té.

–Te he echado de menos –le confesó Kat mientras ponía el agua a hervir.

Emmie sonrió.

–Yo también. Lo que no he echado de menos es mi trabajo en la biblioteca ni la aburrida vida de aquí. No obstante, siento no haberte llamado más.

–No pasa nada.

A Kat le brillaron los ojos verdes al mirarla con cariño. Los rizos rojizos le acariciaron las mejillas pálidas al estirarse para sacar dos tazas del armario. Tenía más de diez años más que su hermana y era una mujer alta y esbelta, con una bonita piel, los ojos claros y una boca generosa.

–Me imaginé que estarías ocupada y que te lo estarías pasando muy bien.

Emmie apretó los labios e hizo una mueca.

–Vivir con Odette ha sido una pesadilla –admitió de repente.

–Lo siento –le dijo Kat mientras servía el té.

–Tú ya sabías que sería así, ¿verdad? –le preguntó Emmie, tomando su taza–. ¿Por qué no me lo advertiste?

–Pensé que a lo mejor mamá había cambiado con la edad y, además, no quería influir en tu decisión –le explicó ella.

Emmie resopló y le contó varios incidentes que reflejaban el egoísmo de su madre.

–Así que he vuelto a casa para quedarme –le aseguró después–. Y tengo que contarte que... Estoy embarazada.

–¿Embarazada? –inquirió Kat–. Por favor, dime que es una broma.

–Estoy embarazada –repitió Emmie, clavando sus ojos violetas en el rostro de su hermana–. Lo siento, pero es verdad y no puedo hacer nada al respecto...

–¿Y el padre?

Emmie se puso seria.

–Eso se ha terminado y no quiero hablar del tema.

Kat hizo un esfuerzo por no hacerle más preguntas, por miedo a decir algo que pudiese ofenderla. En realidad, siempre había sido más una madre que una hermana para sus hermanastras y en esos momentos no pudo evitar preguntarse qué había hecho mal.

–De acuerdo, entiendo que en estos momentos...

–Pero quiero tener el bebé –proclamó Emmie en tono desafiante.

Todavía aturdida con la noticia, Kat se sentó frente a ella.

–¿Has pensado en cómo te las vas a arreglar?

–Por supuesto. Viviré aquí contigo y te ayudaré con el negocio –le contestó Emmie tan tranquila.

–Ahora mismo no hay negocio con el que me puedas ayudar –admitió ella, sabiendo que tenía que ser sincera–. Hace más de un mes que no ha venido ni un cliente...

–Seguro que las cosas empiezan a ir mejor a partir de Pascua.

–Lo dudo. Además, estoy hasta el cuello de deudas –le confesó Kat muy a su pesar.

–¿Desde cuándo? –le preguntó su hermana sorprendida.

–Desde hace siglos –respondió ella, no queriendo contárselo todo a su hermana para que no se sintiese culpable.

Emmie ya tenía otras preocupaciones. Estaba embarazada y sola. Kat se preguntó si algunas personas nacían ya con mala suerte, porque Emmie había sufrido mucho en la vida, empezando por tener que vivir a la sombra de su gemela, que era una supermodelo internacionalmente conocida. Saffy también había sufrido, pero mucho menos, era independiente y mucho más fría que Emmie, que era más vulnerable. Esta, además de soportar la indiferencia de su madre, había tenido un accidente con doce años y había pasado mucho tiempo en una silla de ruedas. Después, no había podido recuperarse del todo y se le había quedado una pierna más corta que la otra, lo que había hecho que cojease y que le quedasen muchas cicatrices. El sufrimiento de Emmie y las desafortunadas comparaciones con su hermana por parte de personas sin sensibilidad habían hecho que las gemelas se distanciasen.

Por suerte, Emmie ya no cojeaba. En un intento desesperado de ayudar a su hermana pequeña a recuperar la autoestima y las ganas de vivir, Kat había pedido un préstamo para que la operasen en el extranjero. La operación había sido un éxito, pero esa deuda era la que la estaba ahogando en esos momentos y no podía hacer que su hermana se sintiese culpable por ello. A pesar de las dificultades económicas, Kat habría vuelto a hacerlo sin dudarlo.

–Ya lo tengo –dijo Emmie de repente–. Podrías vender el terreno para pagar las deudas. Me sorprende que no se te haya ocurrido a ti.

Pero Kat ya había vendido el terreno varios años antes para poder mantener a sus tres hermanas. Su madre había dejado de enviarles dinero y, además de los problemas de Emmie, Topsy, la pequeña de la familia, había sufrido acoso escolar porque era muy inteligente y había tenido que mandarla a un internado. Por suerte, Topsy había conseguido después una beca y Kat ya no tenía que preocuparse por su educación.

–Hace mucho tiempo que vendí el terreno –admitió a regañadientes–. Es posible que pierda también la casa...

–Dios mío, ¿en qué te has gastado el dinero? –preguntó Emmie sorprendida.

Kat no respondió. Para empezar, nunca había habido mucho dinero que gastar. Llamaron a la puerta y se levantó, contenta de poder escapar del interrogatorio de su hermana.

Roger Packham, su vecino, un hombre viudo de unos cuarenta años, la saludó con su característico movimiento de cabeza.

–Mañana te traeré algo de leña... ¿Quieres que la deje donde siempre?

–Esto... sí. Muchas gracias –respondió ella, incómoda con su generosidad–. Qué frío hace hoy.

–Sopla el viento del norte –le dijo él–. Va a nevar esta noche. Espero que estés bien abastecida de comida.

–Ojalá no nieve –comentó ella, temblando–. Permite que te pague la leña. No me parece bien que me la regales.

–Es normal que nos ayudemos entre vecinos –le dijo él–. Una mujer sola aquí... Me alegro de poder echarte una mano.

Kat le dio las gracias y volvió a entrar. Vio su reflejo en el espejo del pasillo. Era una mujer estresada, de mediana edad, que pronto tendría que pensar en cortarse la larga melena. ¿Qué haría entonces con su pelo? Lo tenía demasiado rizado e indomable para llevarlo corto. En cualquier caso, se sentía avergonzada. Tenía treinta y cinco años y la sensación de haber nacido siendo una solterona. Hacía mucho tiempo que ningún hombre la miraba con interés.

De hecho, había dejado de tener vida propia cuando se había hecho cargo de sus hermanas. El único novio serio que había tenido la había dejado entonces y lo cierto era que no lo había echado de menos.

Cuando volvió a la cocina, Emmie se estaba guardando el teléfono móvil.

–¿Me prestas tu coche? Beth me acaba de invitar a ir a su casa –le explicó, refiriéndose a una amiga del colegio que todavía vivía en el pueblo.

–De acuerdo, pero Roger me ha dicho que va a nevar esta noche, así que ten cuidado.

–Si la cosa se pone fea, me quedaré a dormir en casa de Beth –le aseguró Emmie, poniéndose en pie–. Voy a vestirme.

Al llegar a la puerta, se detuvo y la miró como si quisiese disculparse.

–Gracias por no criticarme por lo del bebé.

Kat le dio un abrazo.

–Aun así, quiero que pienses bien en tu futuro. No todo el mundo puede ser madre soltera.

–Ya no soy una niña –replicó Emmie–. ¡Sé lo que hago!

A Kat le dolió que le respondiese así, pero se limitó a suspirar. Llevaba once años haciendo el papel de madre soltera y sabía lo duro que era. Se preguntó adónde irían si perdía la casa. ¿De dónde sacaría dinero para vivir? En las zonas rurales había pocas casas disponibles y todavía menos trabajo.

Detuvo aquellos pensamientos negativos y la creciente sensación de pánico y vio cómo empezaba a nevar. Cuando el mundo se transformaba con un velo de hielo blanco todo parecía limpio y bonito, pero la nieve podía ser muy traicionera.

Emmie llamó un rato después para decirle que se iba a quedar a dormir en casa de Beth. Kat apiló varios troncos al lado de la chimenea del salón y después se puso a trabajar en su última colcha. Y pensó en que iba a llegar un bebé a la familia. Hacía tiempo que había aceptado que ella nunca sería madre y sonrió al pensar en su futuro sobrino o sobrina.

Eran las ocho cuando sonó el timbre, seguido de tres innecesarios golpes en la puerta. Kat salió al recibidor y vio tres figuras en el porche. Esperó que fuesen clientes. Abrió la puerta sin dudarlo y vio a dos hombres altos que sujetaban a un tercero de menor estatura.

–Esto es una posada, ¿verdad? –preguntó uno de los hombres, alto y desgarbado.

–¿Nos puede acoger esta noche? –preguntó el otro hombre alto, que era moreno y parecía impaciente–. Nuestro amigo se ha roto el tobillo.

–Oh, vaya... –dijo Kat, apartándose de la puerta para dejarlos pasar–. Entren. Deben de estar congelados. En estos momentos no tengo a nadie alojado, pero hay tres habitaciones con baño disponibles.

–La recompensaremos generosamente si nos cuida bien –añadió el más alto, que tenía un acento extraño.

–Cuido bien de todos mis huéspedes –respondió Kat sin dudarlo, mirándolo a los ojos.

Tenía la mirada oscura e intensa y las pestañas largas y negras. Era muy alto y fuerte. Kat tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo, cosa a la que no estaba acostumbrada, ya que ella también era muy alta. Además, de repente se dio cuenta de que también era muy guapo. Tenía los pómulos marcados, las cejas definidas y la mandíbula fuerte. Era un macho alfa en todos los aspectos.

–Soy Mikhail Kusnirovich y estos son mi amigo Luka Volkov y el hermano de su prometida, Peter Gregory.

Era la primera vez que Mikhail se quedaba tan impactado con una mujer nada más verla. Una melena rojiza y larga, rebelde, le rodeaba el pequeño rostro, cuya piel parecía de porcelana y estaba salpicada de pecas a la altura de la nariz. Y los ojos eran de un verde tan intenso como el de las esmeraldas. Tenía los labios carnosos y rosados y Mikhail no pudo evitar pensar en lo que aquella mujer podría hacer con semejantes labios. Se excitó al instante y eso lo puso tenso porque estaba acostumbrado a controlar su libido y cualquier falta de control era, a su parecer, una señal de debilidad.

–Katherine Marshall... pero todo el mundo me llama Kat –murmuró ella, que de repente se había quedado sin aliento–. Traed a vuestro amigo al salón. Puede tumbarse en el sofá. No sé qué vamos a hacer si necesita que lo vea un médico, porque es probable que la carretera esté cortada...

–Solo me he torcido el tobillo –dijo Luka, que tenía el mismo acento que el otro hombre–. Solo necesito descansarlo.

Mikhail miró a su alrededor y se fijó en los pequeños pechos de Kat, que se marcaban a través del jersey negro, en la cintura estrecha y en las largas y sensuales piernas que iban enfundadas en unos pantalones vaqueros. Zapatillas de casa rosa aparte, era preciosa, pensó embelesado y desconcertado al mismo tiempo.

–Qué bombón... –comentó Peter Gregory, añadiendo después un comentario grosero de lo que le gustaría hacer con ella.

Por suerte, su anfitriona no lo oyó, porque si no los habría echado de allí inmediatamente. Mikhail apretó los dientes con frustración. Hasta el momento, lo peor del desastroso fin de semana había sido tener que soportar a Peter. Él era un hombre acostumbrado a dar lo mejor de sí en momentos de crisis, por eso no se había estresado a pesar del frío, de la caída de Luka y del hecho de no tener teléfonos móviles para poder pedir ayuda. No obstante, tener que soportar a Peter Gregory le estaba costando mucho trabajo, ya que no solía tener que bregar con nadie ni nada que no le gustase.

Ayudaron a Luka a sentarse en el sofá, donde este gimió aliviado. Kat le llevó un taburete para que apoyase la pierna mientras el hombre más alto salía al porche a por sus mochilas. Regresó con un pequeño botiquín y se puso de cuclillas para quitarle la bota a su amigo, cosa que hizo gemir a este. Hablaron en un idioma que Kat no reconoció. Sin que se lo pidieran, ella sacó también su botiquín, que estaba mejor abastecido, y le vendaron el tobillo. Después, Kat buscó el bastón de su padre y se lo dejó al lado del sofá antes de darse cuenta de que Luka estaba temblando y entonces le acercó una manta.

–¿Tienes algún analgésico? –le preguntó Mikhail, mirándola a los ojos.

Y ella pensó que nunca había visto a un hombre con las pestañas tan largas y oscuras.

Se ruborizó y fue a por los analgésicos y un vaso de agua, mientras se fijaba en que el otro hombre, que parecía más joven y estirado, todavía no había hecho nada para ayudar. De hecho, lo único que había hecho era quejarse cuando los otros dos hombres habían hablado en un idioma extranjero.

–Voy a enseñaros las habitaciones. Tengo una en la planta baja que te vendrá muy bien –le dijo a Luka sonriendo.

–Necesito quitarme esta ropa sucia y darme una ducha –dijo Peter Gregory, subiendo las escaleras delante de Kat.

–El agua tarda por lo menos media hora en calentarse –le advirtió ella.

–¿No hay agua caliente constantemente? –protestó él–. ¿Qué clase de posada es esta?

–No esperaba huéspedes –se disculpó Kat, enseñándole la primera habitación disponible para deshacerse de él lo antes posible.

–No le hagas caso –le dijo Mikhail–. Yo...

Su voz profunda hizo que a Kat se le pusiese la piel de gallina y abrió la puerta de la segunda habitación, deseando poder volver al piso de abajo sola.

Capítulo 2

Kat vio disgustada que la habitación estaba desordenada. Se le había olvidado que Emmie había pasado la noche en ella y había dejado la cama deshecha y todo lleno de cosas. Por desgracia, no tenía ninguna otra habitación disponible.

–Se me había olvidado que mi hermana durmió aquí anoche. Recogeré la habitación y cambiaré las sábanas –le aseguró a Mikhail mientras empezaba a recoger las pertenencias de Emmie para dejarlas en su propia habitación.

Mikhail se preguntó por qué parecía tan nerviosa y por qué guardaba tanto las distancias con él. No, aquella no iba a ser una de esas mujeres que intentaban acercarse a él atraídas por su dinero y por su poder. Estaba acostumbrado a provocar reacciones en el sexo contrario: deseo, celos, codicia, ira, interés, pero no nervios. Le divirtió que no supiese quién era, que no hubiese reconocido su nombre, pero ¿cómo iba a saber quién era una mujer que vivía en medio de la nada? El anonimato era algo extraño para el hijo de un multimillonario.

Kat volvió para llevarse el resto de las cosas de su hermana. Mikhail le tiró un sujetador que colgaba de la lamparita de noche. Ella se ruborizó y volvió a salir de la habitación, para regresar con un juego de sábanas limpias. Estaba tan nerviosa que ni siquiera era capaz de mirarlo.

–¿Habéis venido de vacaciones? –preguntó por fin, para romper el silencio.

–El fin de semana, para escapar de Londres –respondió él.

–¿Vivís en Londres? –dijo ella, levantando un instante la mirada, sin poder evitar volver a admirar su belleza.

–Da... Sí –respondió él–. Luka y yo somos rusos.

Ella empezó a hacer la cama y deseó que él se ofreciese a ayudarla para poder terminar antes, pero, a juzgar por la postura arrogante de aquel hombre, lo más probable fuese que no hubiese hecho una cama en toda su vida.

Mikhail se metió las manos en los bolsillos para ocultar su erección. Estaba muy excitado. Kat se estaba inclinando delante de él y no había podido evitar fijarse en que tenía un trasero perfecto y unas piernas muy esbeltas. Se las imaginó alrededor de su cintura mientras le hacía el amor y sintió mucho calor. Se sentía como si llevase años sin sexo, cuando no era verdad. Por suerte, se había dado cuenta de que ella lo miraba con deseo. Eso lo alegró. No llevaba alianza y era evidente que estaba disponible...

Después de poner las fundas de las almohadas en silencio, Kat volvió a mirarlo. Se sentía tan incómoda como una colegiala y no era capaz de charlar amigablemente como hacía con otros huéspedes. Él le sonrió y todo su rostro se iluminó.

–¿Podrías prepararnos algo de cenar? –le preguntó.

Y vio que seguía muy nerviosa. Se imaginó que tenía poca experiencia con los hombres y se preguntó por qué aquello no lo desanimaba, cuando solía preferir a mujeres experimentadas.

Kat giró la cabeza, pero en vez de mirarlo directamente a los ojos, clavó la vista en su tórax.

–Sí, aunque tendrá que ser algo sencillo.

–Con el hambre que tenemos, no nos importará.

Ella fue al baño a recoger las cosas de su hermana y a cambiar las toallas.

–Ahora subo a limpiarlo –le dijo, atravesando la habitación.

Pero Mikhail quería que se quedase allí. Extendió un mapa de la zona encima del escritorio y Kat se dio cuenta de que este tenía polvo.

–¿Me puedes enseñar dónde está exactamente la casa? –le preguntó, a pesar de saberlo–. Me gustaría saber cómo de lejos estamos del cuatro por cuatro.

–Un momento –le pidió Kat, saliendo de la habitación para llevarse el resto de las cosas de su hermana.

Dejó un juego de toallas limpias encima de la cama y se aproximó a él. Pensó que estaban demasiado cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo, escuchar su respiración y aspirar su olor a hombre y a restos de colonia. Aquella era una experiencia demasiado íntima para una mujer que hacía mucho tiempo que le había cerrado la puerta a la atracción física. Su cuerpo reaccionó como si la hubiese tocado.

No obstante, se controló y señaló en el mapa.

–Estamos justo aquí...

Él cubrió su mano.

–Estás temblando –murmuró en voz baja, apoyando la otra mano en su hombro para hacer que lo mirase.

–Debe de ser por el frío... –respondió, sorprendida por estar permitiendo que un extraño la tocase.

No era posible que se hubiese dado cuenta de cómo lo había mirado, pero un hombre tan guapo debía de estar acostumbrado a ello. Seguro que no tardaba en reírse de ella.

Fue esa idea, ese miedo, lo que hizo que guardase la compostura y levantase la cabeza con determinación. Fue un error porque sus miradas se encontraron y ella notó que le faltaba el aliento. En esos momentos tenía de todo menos frío. Fue como si el tiempo se detuviese mientras él levantaba la mano de su hombro y le pasaba un dedo por el labio inferior.

–Quiero besarte, milaya moya –le dijo entre dientes.

Y ella retrocedió alarmada al darse cuenta de que había estado a punto de perder el control y el sentido común.

–No... De eso nada –respondió con el corazón acelerado–. Si ni siquiera te conozco...

–No suelo pedir permiso antes de besar a una mujer –replicó él con frialdad–, pero deberías tener más cuidado.

–¿Cómo? –preguntó ella–. ¿Qué quieres decir?

–Que es evidente que te sientes atraída por mí –le dijo Mikhail con voz firme–. Me he dado cuenta... Eres una mujer muy bella.

Kat se sintió humillada y avergonzada. Entonces, era culpa suya que aquel hombre se le hubiese insinuado. Eso la puso furiosa. Apretó los dientes y respondió:

–Voy a hacer la cena.

Se dio la vuelta y salió de la habitación.

Mikhail se quedó asombrado por la respuesta de aquella mujer. Conocía a las mujeres, las conocía lo suficientemente bien como para saber cuándo podía lanzarse. ¿A qué demonios estaba jugando ella? ¿Pensaría que iba a desearla más si guardaba las distancias? Juró en ruso, todavía sorprendido por lo ocurrido. Era absurdo, impensable, imposible. Era la primera vez que lo rechazaban.

Kat sacó carne del congelador y la puso a descongelar. Lo mejor que podía ofrecer a sus huéspedes era un estofado de ternera. Todavía no había subido a limpiar el cuarto de baño, pero no tenía ganas de volver a ver a aquel hombre. No tenía miedo, pero se sentía avergonzada. Se había sentido atraída por un hombre por primera vez en muchos años, eso no podía negarlo. Y esa atracción había sido tan fuerte que le había impedido actuar como una persona normal, en vez de como una idiota.

¿Cómo había podido delatarse? Tenía que haber sido por la manera en que lo había mirado, así que no volvería a mirarlo, ni a hablar con él. No haría nada que pudiese malinterpretarse.

Oyó un golpe en la puerta y levantó la vista de las verduras que se hallaba cortando violentamente. Vio a Luka, que se estaba apoyando en el bastón que le había dejado. ¡Se había olvidado por completo de él!

–Siento interrumpir, pero...

–No, la que lo siente soy yo. Se me había olvidado enseñarte tu habitación –se disculpó mientras se lavaba las manos.

–Me he quedado dormido en el sillón –le dijo él–. Nunca había estado tan cansado en toda mi vida, y eso que ha sido Mikhail el que me ha traído hasta aquí. No me puedo creer que pasar el fin de semana aquí haya sido idea mía...

–Los accidentes ocurren, por mucho cuidado que tengamos –le respondió ella en tono amable mientras tomaba la única mochila que quedaba en el pasillo y lo conducía a su habitación.

Durante la cena, Kat se esforzó en ignorar a Mikhail mientras los hombres comían con apetito. El postre, que consistía en tarta de manzana y helado, le valió muchos cumplidos.

Cocinaba de maravilla. Mikhail, que nunca había pensado que aquello fuese un talento, se sintió impresionado muy a su pesar, aunque lo que no le impresionó tanto fue comer en la cocina. Tampoco le gustó el comportamiento infantil de Kat, aunque le permitiera observarla y admirar el modo en que su pelo brillaba bajo las luces cada vez que movía la cabeza, fijarse en la elegancia de sus manos y en lo educada que era en la mesa. Le molestó sentir tanto interés por ella. Y se sintió muy frustrado al oírla conversar animadamente con Luka.

–¿Cómo es que vives aquí sola? –preguntó Peter Gregory de repente–. ¿Eres viuda?

–Nunca me he casado –respondió ella con naturalidad, acostumbrada a que le hiciesen esa pregunta–. Mi padre me dejó esta casa y me pareció buena idea convertirla en una posada.

–Entonces, ¿hay algún hombre en tu vida? –la interrogó Peter.

–Eso es solo asunto mío –replicó ella.

Y Mikhail se preguntó cómo era posible que no se le hubiese ocurrido a él esa posibilidad. Era posible que se sintiese atraída por él, pero que tuviese a alguien en su vida. Se sintió enfadado, tenso, algo poco habitual en él. Se puso en pie bruscamente.

–Voy a acercarme al coche a buscar los teléfonos. Creo que no ha sido buena idea dejarlos allí, Luka.

Kat parpadeó sorprendida al oír aquello.

–Ahora no puedes salir –le advirtió Luka–. Hay ventisca y el coche está a varios kilómetros de aquí.

–Habría ido hace horas si no te hubieses caído –le contestó Mikhail.

–A mí me gustaría recuperar mi teléfono –admitió Peter Gregory.

Kat miró a Mikhail por primera vez desde que había entrado en la cocina. Le había costado mucho esfuerzo mantener los ojos apartados de él, pero en esos momentos estaba preocupada. Dudó un instante, que él aprovechó para ponerse el abrigo y abrir la puerta de la calle, y salió a buscarlo.

Estaba nevando con fuerza y la carretera se hallaba completamente cubierta de nieve. Mikhail ya había salido fuera cuando ella lo agarró del brazo para detenerlo.

–¡No seas idiota! –le dijo–. Nadie arriesga su vida para ir a buscar unos teléfonos móviles...

–No me llames idiota –le advirtió él con incredulidad–. Y no te pongas dramática... No voy a arriesgar mi vida por dar un paseo con poco más de treinta centímetros de nieve...

–Si no tuviese conciencia me daría igual que te murieras congelado en la carretera –le replicó.

De todos los machitos idiotas que había conocido en toda su vida, aquel se llevaba la palma.

–No me voy a morir –dijo él en tono burlón–. Llevo ropa de abrigo. Estoy en forma y sé lo que estoy haciendo...

–No me parece un discurso muy convincente, procediendo de un tipo que me ha pedido que le señale en el mapa dónde está esta casa –le contestó Kat sin dudarlo–. Utiliza mi teléfono y sé sensato.

Mikhail apretó sus dientes perfectos y la miró con frustración. Aquella mujer le estaba gritando y eso también era una novedad. Era la primera vez que le ocurría y algo que no le gustaba en absoluto de una mujer, pero sus ojos verdes brillaban como esmeraldas y estaba preciosa. Y pasó de desear que se callase a desear algo mucho más primitivo y salvaje.

Más tarde, Kat pensaría que se había comportado como un cavernícola, y que su propia manera de mirarlo no había tenido nada que ver con cómo le habían brillado los ojos negros como a un depredador al abrazarla y besarla apasionadamente. No recordaba lo que había ocurrido después porque se había dejado llevar por la intensidad del momento. Nunca se había sentido así y la sensación fue al mismo tiempo maravillosa, mágica y aterradora.

–Solo serán un par de horas, milaya moya –le dijo Mikhail, mirándola con satisfacción porque por fin se estaba comportando como él quería–. ¿Esperarás a que vuelva?

Y la magia que había convertido a Kat en una mujer a la que no reconocía se rompió de repente.

–No. Y cuando digo que no, es que no.

–Eres una mujer muy extraña –le contestó él, indignado y tentado por semejante desafío.

–¿Porque no te digo lo que quieres oír? Pues para tu información yo no soy la Bella Durmiente ni tú el príncipe azul, ¡así que el beso no ha servido de nada!

Kat lo vio echar a andar por la nieve y volvió a entrar en la casa dando un pequeño portazo. ¡Era un hombre mezquino, testarudo y estúpido! Se dio la vuelta y vio a Luka mirándola con sorpresa desde la puerta del salón. Después, sonrió divertido.

–Mikhail ha estado en el Ártico y en Siberia –le explicó.

Ella se ruborizó y volvió a la cocina, a recoger los platos de la cena. No iba a pensar en el beso, aunque hubiese sido el primero que le daban en más de diez años. ¡De eso nada! Pensar en él sería darle al ruso la importancia que ya creía tener y ella no estaba dispuesta a hacerlo.

Mientras recogía los platos de la mesa, Peter Gregory estuvo hablando sin parar del enorme piso que tenía en la ciudad, del dinero que ganaba y de lo conocidos que eran sus clientes. Kat tuvo que admitir que, al lado de aquel hombre, Mikhail le parecía humilde.

Capítulo 3

Kat estaba mirando por la ventana de su habitación cuando por fin regresó Mikhail con paso seguro. Estaba bien. No había podido evitar preocuparse por él y en esos momentos fue a abrir la puerta de su habitación para oír la conversación que tenía lugar en el piso de abajo.

–Estaremos en Londres a la hora de la comida –dijo Luka con satisfacción.

–¿Estás seguro de que quieres marcharte tan pronto, Mikhail? –preguntó Peter Gregory en tono divertido–. ¿Es que no te está esperando nuestra sexy anfitriona? ¡Te apuesto lo que quieras a que no consigues acostarte con ella antes de mañana!

Kat se arrepintió de haber estado escuchando, palideció y se le encogió el estómago. Cerró la puerta con cuidado, ya que tenía miedo de que cualquiera de sus actos pudiese ser entendido como una invitación. Lo tenía claro: algunos hombres pensaban, hablaban y se comportaban como auténticos animales. Y Peter Gregory era sin duda uno de ellos. Se preguntó si los tres estarían dispuestos a hacer la apuesta. Era evidente que los amigos de Mikhail los habían visto besarse y habían malinterpretado el beso. Se sintió avergonzada. Nunca había sido tan consciente de su falta de experiencia en el ámbito sexual. Una mujer realmente segura de sí misma habría salido de la habitación nada más oír hablar de una apuesta para bajarle los humos a Peter y dejar claro que aquellos comentarios machistas no le hacían ninguna gracia, pero Kat se quedó dolida y humillada y lo único que se le ocurrió fue cerrar la puerta con llave antes de meterse en la cama.

Y entonces fue cuando pensó en el beso. El recuerdo de su estúpida rendición fue como una bofetada. Había permitido que la besara, no había hecho nada para evitarlo. Y, lo que era todavía peor, había disfrutado del momento. Tal vez los años de autocontrol y represión habían hecho que fuese tan vulnerable a un acercamiento así; tal vez fuese la solterona que tanto se había temido ser. Se puso tensa al oír un ruido delante de su puerta y su mente hizo una desagradable deducción al oír que llamaban con suavidad. Se quedó inmóvil, no hizo nada, no dijo nada, le ardía el rostro.

A la mañana siguiente tenía ojeras y estaba pálida. Se levantó temprano para prepararles el desayuno a sus huéspedes. Oyó hablar a Mikhail antes de verlo aparecer y se giró hacia el fuego con nerviosismo.

Notó una mano en su brazo y se giró. Sus miradas se encontraron al instante.

–Esperaba verte anoche –le informó Mikhail con un candor que la desconcertó.

–Siento que hayas perdido la apuesta –le respondió ella.

Mikhail arqueó las cejas.

–¿Qué apuesta? –preguntó.

A Kat le ardían las mejillas.

–Oí lo que decía tu amigo anoche...

–Ah... eso. Ya no tengo edad para ese tipo de cosas.

Kat miró por encima de su hombro y vio que Luka ya estaba sentado a la mesa, mientras que Peter hablaba por teléfono junto a la puerta. Ella se acercó un poco más a Mikhail y murmuró:

–Anoche llamaste a mi puerta.

Él se rio.

–¿Y? ¿Qué tiene eso que ver?

Kat lo miró con frialdad y, sin decir nada más, sacó los platos calientes del horno y los puso en fila para servir el desayuno.

–Ne ponyal... No lo entiendo –comentó Mikhail con impaciencia, decidido a obtener una respuesta.

Kat dejó en la mesa un montón de tostadas y una cafetera. Luego miró por la ventana y vio a Roger Packham subido a su tractor en el campo que había más allá de su jardín, y se preguntó qué estaría haciendo allí con tanta nieve mientras intentaba controlar su temperamento. Le daba igual si Mikhail lo entendía o no. Por suerte, iba a marcharse y no tendría que volver a verlo y recordar lo humillada que se había sentido. Mikhail había dado por hecho que estaba disponible y que a lo mejor lo invitaba a su cama a pesar de que solo hacía un par de horas que se conocían, y eso era un insulto. Seguro que era el típico hombre que se acostaba con cualquiera y que después alardeaba de su éxito con las mujeres.

Mikhail apretó los dientes al ver que Kat no respondía, aquella mujer lo ponía furioso.

–Quiero volver a verte –le dijo en tono neutro, sin una pizca de amabilidad ni humildad en él.

–¡No! –replicó ella.

–¿Eso es todo lo que vas a decirme? –protestó Mikhail, indignado por su actitud, fulminándola con la mirada.

–Sí, eso es todo. No me interesas –le contestó ella.

–Mentirosa –la contradijo él en tono de burla.

La palabra fue casi eclipsada por el ruido de un helicóptero que sobrevolaba la casa, pero Kat la oyó y se giró hacia él.

–Te crees un regalo de Dios para las mujeres, ¿verdad? –le espetó con el ceño fruncido–. ¡No me interesas y estoy deseando que te marches!

–Jamás pensé que vería el día en que te mandaban a paseo –murmuró Peter Gregory a sus espaldas mientras que Luka evitaba mirar a Mikhail y le pedía a su futuro cuñado que se callase.

Kat sirvió rápidamente el desayuno mientras dos helicópteros descendían sobre el campo de Roger. Al parecer, este lo había limpiado de nieve para que aterrizasen. Se giró y vio que Mikhail seguía de pie.

–Desayuna –le dijo.

–No tengo hambre –le contestó él.

De repente, Kat se dio cuenta de que estaba colorado y sintió remordimientos por cómo le había hablado. ¿Y si se había equivocado con él? Aunque entonces se recordó que había llamado a su puerta la noche anterior. Ella también se ruborizó y entonces llamaron a la puerta de atrás. Mikhail la abrió y, de repente, la cocina se llenó de hombres altos y abrigados que hablaban en ruso. El de más edad, que tenía el pelo cano, lo saludó de manera cariñosa y puso gesto de alivio. Mientras tanto, Kat se concentró en ofrecer a todo el mundo café y galletas.

Era evidente que Mikhail era lo suficientemente importante como para que enviasen un helicóptero a buscarlo, pero ¿dos? ¿Lo habría organizado la noche anterior? ¿También sería banquero, como Peter Gregory? ¿O un hombre de negocios con más dinero que sentido común?

Luka estaba buscando dinero para pagar la cuenta que ella había dejado encima de la mesa. Mikhail tomó el papel y la miró de manera burlona.

–Cobras muy poco –dijo, guardándose la cuenta y devolviéndole el dinero a su amigo para sacar su propia cartera y dejar varios billetes encima de la mesa.

–Gracias –dijo ella.

Mikhail la fulminó con la mirada.

–Yo no te las voy a dar a ti, ya que todavía no has hecho nada por complacerme... nada.

Y a Kat le entraron ganas de echarse a reír al oírlo hablar como a un sultán que estuviese informando a una de las chicas de su harén de su descontento, pero entonces lo miró a los ojos y se puso seria. Tuvo un mal presentimiento.

Los hombres empezaron a salir por la puerta. Mikhail esperó y el hombre de pelo cano se quedó en la puerta.

–Te llamaré –murmuró.

Kat evitó mirarlo.

–No te molestes –le dijo sin poder contenerse.

–Mírame –le ordenó Mikhail entre dientes.

Y Kat levantó la vista. Tenía las mejillas sonrosadas y Mikhail se quedó cautivado con el brillo de sus ojos verdes. La vio humedecerse los labios y se excitó solo de imaginarse aquella lengua en su cuerpo. Espiró bruscamente y apartó la cara.

–Te llamaré –repitió en tono decidido.

Kat cerró la puerta. Al llegar a la verja, Mikhail se dirigió al hombre que tenía al lado.

–Katherine Marshall. Quiero saberlo todo de ella.

Stas se puso tenso.

–¿Por qué? –se atrevió a preguntar, como si no hubiese presenciado la tensa conversación que había habido entre ambos.

–Porque quiero enseñarle modales –le contestó Mikhail mirando hacia la casa con el ceño fruncido–. ¡Ha sido muy grosera!

Sorprendido por aquel arrebato, Stas guardó silencio. Lo normal era que Mikhail no se exaltase por ninguna mujer. De hecho, su indiferencia frente a las numerosas mujeres que lo perseguían y las pocas que conseguían compartir su cama era una leyenda entre sus empleados y Stas no entendía qué podía haberle hecho Katherine Marshall para que su jefe reaccionase así.

Kat agradeció tener mucho que hacer cuando los helicópteros se hubieron marchado. Cambió las camas y llevó las sábanas a la lavadora, y allí, sin darse cuenta, se acercó las de la cama de Mikhail a la nariz para aspirar su olor. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, se puso colorada y metió la sábana en la máquina, le echó detergente y la puso en marcha. ¿Qué le había hecho? Había olido sus sábanas... ¡Se estaba comportando como una loca! Era como si Mikhail hubiese encendido una conexión física en su interior y no pudiese volver a apagarla. Se sintió avergonzada.

Esa tarde, Roger Packham le llevó la leña y ella lo invitó a pasar y a tomar una taza de té. Él le contó satisfecho la cantidad de dinero que había cobrado por limpiar su campo de nieve para que aterrizasen los helicópteros.

–Se ve que en la ciudad cuesta poco ganarlo –comentó.

–A mí me ha venido bien tener tres clientes –admitió ella, sabiendo que utilizaría el dinero para comprar comida–. El negocio no está yendo nada bien últimamente.

–Debe de haberte resultado extraño, tener a tres hombres en la casa –comentó Roger con desaprobación–. Debe de haber sido incómodo para una mujer que vive sola.

–No, no ha sido incómodo –mintió ella–. Además, Emmie ha vuelto de Londres, así que ya no voy a estar sola. Anoche se quedó a dormir en el pueblo.

Mikhail se había marchado y no volvería. Ella podría enterrar aquellos sentimientos tan poco apropiados y olvidarse de cómo se había sentido, olvidarse de él...

–No lo utilices –le aconsejó Stas, dejando el informe encima del escritorio de Mikhail–. Nunca has sido de los que utilizan esta clase de información contra una mujer...

El comentario de Stas avivó su curiosidad y Mikhail tomó el informe y lo abrió. Leyó la amplia información acerca de Katherine Marshall con interés, se fijó en las cifras, arqueó una ceja sorprendido y comprendió lo que Stas le había querido decir. Estaba al borde de la bancarrota, haciendo un esfuerzo por conservar la casa. Entendió no haberla visto sonreír. Los problemas económicos causaban estrés y tal vez podrían explicar que lo hubiese rechazado aquel fin de semana. Podía utilizar aquella información, usarla como un arma contra ella. Era lo que su padre habría hecho con una mujer difícil. Apretó los labios. Era lo que había hecho con su madre. Pero él no era su padre y Katherine Marshall no era una mujer difícil, solo era una mujer rebelde y agobiada.

Se preguntó por qué no podía olvidarla. Frunció el ceño, se sentía frustrado. Habían pasado tres semanas y seguía pensando en ella todos los días. Estaba obsesionado con Kat Marshall y eso no le gustaba. Quería tener la cabeza en su sitio, como siempre, y sabía que no lo conseguiría si no volvía a verla. Ella estaba endeudada y él era un hombre muy rico, pero había un problema: que jamás compraba a una mujer. Entonces, ¿qué podía hacer?

Al día siguiente, Kat recibió una carta desoladora en la que se le informaba de que le embargarían la casa a final de mes. Ya había recibido varias advertencias anteriormente, así que no fue una sorpresa. Una semana después, su abogado la llamó para que fuese a verlo. ¿Qué más malas noticias tendría que darle? Si el señor Green quería verla, tenía que ser por algo relacionado con su situación económica. Cuando se había dirigido a él por primera vez para pedirle consejo, este la había animado a vender la casa para pagar sus deudas y poder empezar de cero, pero Kat no había podido deshacerse del lugar que representaba un hogar tanto para ella como para sus hermanas. Perder la casa era como perder una parte de ella y, después de varios meses de infructuosa ansiedad, iba a ocurrir.

–Recibí esta carta ayer –le contó Percy Green, dándole un papel a Kat–. Contiene una oferta extraordinaria. Mikhail Kusnirovich está dispuesto a saldar tus deudas y a comprar tu casa. También te da la oportunidad de que te quedes en Birkside de alquiler...

Kat se había quedado completamente blanca.

–¿Mikhail... K...?

–Kus-ni-ro-vich –le repitió el abogado–. La verdad es que no tengo ni idea de cómo se ha enterado de tu situación económica. Es un multimillonario de la industria petrolífera, no un usurero.

–¿Multimillonario? –balbució ella con incredulidad–. ¿Mikhail es rico?

Su abogado la miró sorprendido.

–¿Conoces a ese hombre?

Kat le explicó brevemente cómo los tres hombres se habían alojado en la posada el mes anterior.

–¿Será un capricho de multimillonario? –se preguntó Percy Green sacudiendo la cabeza lentamente–. En cualquier caso, es un milagro para ti. Supongo que vas a aceptar su oferta, dado que, si no, te quedarás sin casa.

–Supones bien.

Kat volvió a Birkside con la carta en el bolso y sin entender nada. Mikhail estaba podrido de dinero y se había ofrecido a pagar sus deudas y a comprar su casa. ¿Por qué? ¿Qué quería a cambio? Los hombres ricos no regalaban ni malgastaban su dinero. ¿Qué buscaba? ¿Lo haría para demostrarle su poder? ¿Pretendía castigarla por haberlo rechazado? Pero ¿cómo iba a considerar un castigo que la salvase del desahucio?

Llamó al bufete de abogados desde el que habían enviado la carta y pidió el número de teléfono necesario para poder solicitar una cita con Mikhail. No lo consiguió hasta que no dijo quién era, y después tuvo que enfrentarse a las secretarias de él, que querían que les contase lo que deseaba antes de considerar su petición de ver a su jefe. Muy a su pesar, Kat tuvo que admitir que Mikhail era el dueño de su casa y que quería hablar del tema con él. Al final, le ofrecieron una cita para cuatro días más tarde.

Emmie llevó a Kat a la estación y no mostró ningún interés acerca del inusitado deseo de esta de ir a Londres. Ya en el tren, Kat contuvo un bostezo, se había levantado muy temprano y empezaba a sentir el cansancio. Se había puesto un traje de chaqueta oscuro que había llevado por última vez en el funeral de un vecino y tenía la sensación de que iba demasiado arreglada, además, estaba nerviosa y enfadada. ¿A qué estaba jugando aquel maldito hombre? ¿Qué quería de ella? No podía ser lo que se imaginaba... No se creía que Mikhail no tuviese otras opciones sexuales mucho más emocionantes que ella.

Cuando por fin llegó a la recepción del impresionante edificio en el que estaba el despacho de Mikhail, una increíble rubia acudió a recibirla y la acompañó por un pasillo. La curiosidad de la rubia era evidente.

–¿Así que eres Katherine Marshall y Mikhail es el dueño de tu casa? –le preguntó–. ¿Y cómo ha sido eso?

–No tengo ni idea –le dijo ella–, pero he venido a averiguarlo.

La rubia la miró de arriba abajo con frialdad.

–No te extiendas demasiado. Tiene otra cita dentro de diez minutos.

Kat apretó los dientes para no replicar y se secó el sudor de las manos en los pantalones. Una puerta se abrió delante de ella, la cruzó y una luz cegadora impidió que pudiese ver nada.

Capítulo 4

Mikhail aprovechó la luz del sol que la cegaba para acercarse y, en un gesto que la desconcertó, tomar sus manos.

–Kat, me alegra verte, milaya moya...

Era tan alto, tan moreno y estaba tan impresionante vestido con un traje negro que Kat se sintió abrumada. Se le aceleró el corazón al mirar sus ojos negros y tuvo que parpadear, ya que se había quedado desorientada con su inesperada sonrisa de bienvenida y con su proximidad. Notó calor por todo el cuerpo y una incómoda sensación de inseguridad la hizo quedarse inmóvil. Enfadada consigo misma por semejante reacción, apartó las manos con brusquedad.

–He venido porque no he tenido elección. ¡Vas a comprar mi casa!

–Ya está hecho. Técnicamente, poseo una casa con inquilino –le dijo él–. Supongo que es mejor estar de alquiler que no tener adónde ir, ¿no?

Kat se dio cuenta de que tenía razón. Estaba furiosa con él y no le gustaba que hubiese interferido así en su vida, pero en realidad era un alivio no tener que marcharse de casa. Respiró hondo, lentamente, para calmarse y para reorganizar sus pensamientos.

–¿Por qué no te sientas? –la invitó Mikhail señalando un sofá–. Pediré que nos traigan café.

–No es necesario –respondió ella, apartando la vista de su rostro moreno para mirar a su alrededor.

–Seré yo quien decida lo que es necesario –la contradijo Mikhail, levantando el teléfono para pedir el café.

A Kat no le habría hecho falta que le recordase lo autoritario que podía llegar a ser y apretó los labios mientras se sentaba en el sofá, decidida a no permitir que la traicionasen los nervios.

–¿Por qué lo has hecho? –le preguntó directamente.

Mikhail se encogió de hombros. No era una respuesta, pero no podía contestar de otra manera. No tenía ninguna explicación altruista ni socialmente aceptable que darle. Lo había hecho por un motivo mucho más básico y egoísta: después de haber visto su vulnerabilidad, había querido ser la única persona que accediese a ella. Era un macho territorial y la deseaba más de lo que había deseado a nadie en mucho tiempo. Y Kat solo podría tener la libertad de estar con él si estaba libre de deudas.

Su arrogante cabeza se giró, sus penetrantes ojos oscuros se clavaron en ella. La vio sonrojarse bajo su mirada, un rosa suave surgió bajo su piel clara, realzando sus ojos brillantes y sus marcados pómulos. Le gustaba que se ruborizase, no recordaba haber estado con ninguna mujer a la que todavía le ocurriese. Fijó la vista en sus labios y en la piel de su cuello. Se excitó fácilmente y deseó tocarla y comprobar si su piel era tan suave como parecía. No tardaría en averiguarlo.

La tensión que había en el ambiente la invadió. La mirada de Mikhail fue como una caricia. Recordó la pasión con la que la había besado y se estremeció, sintió calor, pero hizo un esfuerzo por controlar la reacción de su cuerpo y se negó a distraerse y a quedarse callada.

–Te he preguntado por qué lo has hecho. En realidad, casi no me conoces –insistió–. No es normal que investigues acerca de las deudas de una persona y que te ofrezcas a saldarlas. Has hecho que sienta que estoy en deuda contigo...

–No era esa mi intención –mintió él, porque le gustaba que hubiese entre ellos un vínculo que Kat no pudiese rechazar.

No le importaba no haberle dado opción, porque había protegido su casa cuando había estado a punto de perderla.

Al oír aquella respuesta, la frustración de Kat aumentó todavía más, se puso recta. Quería una explicación.

–No me digas que no era tu intención, ahora te debo miles y miles de libras.

–No me deberás nada si yo me niego a reconocer que exista una deuda que debas saldar –le respondió él–. Te he salvado el pellejo. Lo único que tienes que hacer es darme las gracias.

–¡No te voy a dar las gracias por haber interferido en mi vida! –replicó ella sin dudarlo, consciente de que Mikhail la había puesto entre la espada y la pared–. No soy tonta. He venido a preguntarte qué quieres a cambio.

–Nada que no estés dispuesta a darme –le contestó él en tono seco.

Kat estaba muy tensa.

–¿Acaso esperas que me convierta en tu amante? –le preguntó directamente, levantando la barbilla.

La repentina risa de Mikhail la alarmó.

–¿No debería esperarlo? Como a la mayoría de los hombres, me gusta tener compañía femenina.

Ella pensó que seguro que le interesaba menos si se enteraba de la poca experiencia que tenía.

–De hecho, estoy dispuesto a hacerte una oferta todavía mejor –añadió él con voz ronca y los ojos brillantes.

–¿Una oferta que no podré rechazar? –replicó ella.

Mikhail iba a admitir lo que ella había sospechado desde el principio. Quería acostarse con ella y que fingiese que no lo hacía solo porque había pagado sus deudas. Era un chantajista y un completo hipócrita. ¡Qué mal gusto tenía con los hombres! ¿Cómo podía sentirse atraída por alguien tan despiadado?

–Si accedes a pasar un mes conmigo en mi yate, al final de ese mes pondré la casa solo a tu nombre –le propuso Mikhail en voz baja.

Sabía que no había sido el mismo desde que la había conocido. La deseaba demasiado. Era arriesgado desear tanto a una mujer, pero también era emocionante conocer a alguien que lo desafiaba, aunque en realidad su mente le decía que ninguna mujer merecía que le dedicase tanto tiempo y esfuerzo.

–¿Un mes... en tu yate? –repitió ella aturdida–. ¡Pero no voy a acostarme contigo!

–Me resultas muy atractiva y me encantaría compartir cama contigo, pero nunca he obligado ni obligaré a una mujer a hacer nada que no quiera hacer. El sexo solo entraría en este acuerdo con tu consentimiento –le informó con voz ronca–. Quiero tener tu compañía durante un mes, que me acompañes cuando salga y que hagas de anfitriona cuando reciba invitados.

Kat no podía creer lo que estaba oyendo, no era posible que Mikhail le estuviese ofreciendo pasar unas vacaciones de lujo y recibir al final un gran premio sin pedirle a cambio que se acostase con él. Siempre había dado por hecho que todos los hombres querían sexo a cualquier precio, pero él le había dicho que la respetaría si no quería que se acostasen.

–¿Por qué me haces semejante oferta? –insistió.

–Sería muy ruin incluir el sexo en nuestro acuerdo –le dijo él–. Yo no trato así a las mujeres.

–Podría ser tu acompañante, pero jamás accedería a acostarme contigo como parte del trato –le advirtió ella temblorosa, ruborizada, incómoda–. Lo digo en serio. No quiero que haya ningún malentendido al respecto.

Mikhail no dijo nada porque no merecía la pena discutir con ella. No obstante, estaba seguro de que Kat terminaría acostándose con él, por supuesto que sí, no podría evitarlo después de que pasasen horas y horas juntos. Estaba completamente convencido de que, dijese lo que dijese, terminaría abrazándolo con sus maravillosas piernas por la cintura mientras él le hacía el amor. Al fin y al cabo, ¿cuándo lo había rechazado una mujer? Kat se había asustado cuando se había acercado a ella en su casa, eso era todo. Tal vez había sido demasiado espontáneo y agresivo con ella. Seguro que quería que la cortejase antes y lo haría si era necesario para hacerla suya. Según el informe que le habían hecho acerca de Kat, era evidente que hacía mucho tiempo que no estaba con un hombre. Era natural que tuviese dudas e inseguridad. Él estaba incluso dispuesto a comprender que fuese un poco tímida, pero estaba seguro de que terminaría satisfaciendo sus necesidades sexuales. A las mujeres siempre les halagaba que un hombre las desease.