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Adolfo Isidoro Fuentes, cuidador de una plaza, guarda un gran secreto en su corazón. Ansia colaborar en una tarea ardua y difícil, con la que se enfrenta todos los días, la depresión de los hombres.Por momentos tiene temor de estar perdiendo la cordura, pues entabla profundos diálogos con un antiguo banco de esa, que es su plaza. Cientos de historias, de personas y personajes pasan por este banco, por esta plaza y Adolfo es el testigo permanente de tantas vidas e historias increíbles y maravillosas.Ecos en la plaza es el reflejo de aquel soñador anónimo que todos llevamos dentro.Escuchemos… escuchemos… escuchemos estos ecos de la plaza.
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Seitenzahl: 127
Veröffentlichungsjahr: 2019
Junco, Juan Emilio
Ecos en la plaza / Juan Emilio Junco. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0022-9
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Fotos de tapa y de contratapa: Omar Fernando Valdez
Foto de solapa: Mariela Morante
Corrección: Claudia Ethel Ané
Coordinación general: María Fernanda Caron Díaz
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A mis abuelos,
Isidora, Ignacio y Emilio
Capítulo 1
Todas las rosas huelen diferente
“Las caras todas tenían de llama viva
y las alas de oro, y lo otro tan blanco,
que ninguna nieve a aquel término llega”.
Dante
Su mente maltratada entre estrujados recuerdos cabía en el banco de su plaza, así lo creía. Cincuenta años trabajando en el mismo lugar resultaban suficientes para que percibiera el asentimiento, la aprobación y la legitimidad que tantos ciudadanos parecían otorgarle. Un sentimiento que se extendía más allá de sus ojos pequeños, casi invisibles, detrás de delicadas pestañas que, como exhaustivos sensores, transmitían el poder que la mirada social sentenciaba.
El lugar era un terreno propicio para incluir la figura de Adolfo Isidoro Fuentes entre el paisaje que la plaza descubría, entre sus plantas, entre sus flores, en sus monumentos. Su inconfundible fisonomía delgada, de mediana estatura, lograba mimetizarse con la tierra que nutría su sangre, así como el agua el suelo de los canteros.
Los primeros rayos del día resultaban oro en verano, ayudaban a economizar la energía y conseguían esparcir entre sus manos la mala hierba que impedía el crecimiento de las flores.
Para Adolfo Isidoro Fuentes, todas sus flores eran espejos, escondían en lo profundo de las raíces la historia sencilla de la humanidad. Aquella que el silencio sabio suele regalar entre el aroma de las rosas florecidas a fines de enero. Era una mañana como tantas, una rutinaria mañana como las que año tras año lo sentenciaban a una soledad curiosa, mezcla de melancolía y de serenidad plena.
La plaza tenía sus habitantes frecuentes, el barrendero, la cuadrilla de municipales de la zona a cargo de Jorge Ernesto, Cholo, el repartidor de periódicos, y algunos transeúntes desconocidos que se dirigían al trabajo. Sus dos vecinos y amigos fieles venían a saludarlo con frecuencia como una especie de ritual mañanero, Juan Salvador Esperanza y Margarita Buenaventura. Mientras tanto, la densidad de su cuerpo de unos setenta y siete kilos se exhibía como un maestro budista sentado en el banco de la plaza.
Cualquier observador pasajero podía notar llamativamente cómo Adolfo Isidoro Fuentes, con los ojos cerrados y sostenido por el rastrillo en una mano y la tijera en la otra, parecía meditar en aquel banco de la plaza. Con la salvedad de que su posición no correspondía a ninguna postura conocida o recomendada por los maestros del Yoga. Encorvado, boca abajo, lograba transformar las formas rectas, esperables y predecibles del banco, de aquel objeto en medio de la plaza, en otro cuerpo que vislumbraba para un observador más avezado, una clase de comunión amorfa muy significativa.
Un sueño no renunciaba a visitarlo, su presencia insistente lo molestaba. Pero no rechazaba nada que pudiera presentar su mente en aquel estado. El aire suave casi imperceptible elevaba su ritmo cardíaco, depuraba su olfato desarrollado, gracias a los árboles próximos al banco, toleraba el perturbador sueño:
Una luz potente comienza a brotar desde la tierra, tomando vida al contactarse con las maderas del banco adonde me siento siempre en la plaza. No puedo levantarme, a pesar de mi asombro. La luz toma mis pies; siento que mis manos se atan al banco. La luz es cada vez más intensa, más blanca, acompañada por una profunda vibración en una especie de ceremonial, va fundiendo mi cuerpo al banco y se transforma también en luz. Yo me resisto de todas maneras y, desesperado, veo multiplicarse en el cielo como si fueran estrellas, ojos de múltiples formas y clases que hacen caer agua, tanta agua, que la luz comienza a desvanecerse hasta casi apagarse.
Sus ojos continuaban cerrados y, junto con una impresión helada, advirtieron que aquel banco necesitaba decirle algo, algo esencial sobre su existencia. Cada vez que pensaba esto, creía estar volviéndose loco. Tímidamente, abría los ojos para retomar sus tareas evitando mirar el asiento, por lo menos, hasta el día siguiente.
Era una acción imposible de evitar en su mente. El banco y él resultaban una misma cosa. Tomó la tijera y el rastrillo que lo aguardaban caídos a los costados, esperándolo. Recobró el aliento al inspirar el aire seco, en dosis justa de calor y de olor suave refrescante a pino; le devolvían una fuerza inconmovible y pura, traducida en la frase: “¡Qué orgullo ser un placero!”.
A lo lejos, escuchó el grito de Margarita Buenaventura que, adelantándose a Juan Salvador, trataba de llegar antes a Adolfo, casi empujada por los mismos gritos. Recordó, de inmediato, que había quedado con ella para poder hablar unos minutos, a solas, sobre un asunto que la inquietaba. Los segundos previos al encuentro sirvieron para no dejar de intuir que los olvidos habitaban como hongos en la resina fructífera de sus ensoñaciones.
Margarita era una mujer de otro tiempo, como Adolfo, pero sin la renovación que brinda el contacto con la naturaleza. Delgada, morocha, un metro ochenta de estatura y con bellos ojos de color verde. Adolfo, a veces, creía continuar mirando el césped, pero estaba mirándola. Había sido maestra de sus hijas. Su esposo había fallecido. Retirada de la docencia, pasaba el tiempo encerrada en su casa cuidando a su único nieto, hijo de su único hijo, al que no trataba desde hacía años. A pesar de esto, su nuera dejaba a Federico con su abuela casi todos los días. Margarita pretendía cuidar algo más que a su nieto. Un dolor ciego y oculto resurgía desde la desaparición de su esposo y la ausencia de su hijo.
Junto al pelo negro con algunas canas, no se molestaba en disimular la economía mezquina que aportaba el orgullo en su carácter. Salía para realizar algunas compras, saludar a sus amigas y a Adolfo Isidoro Fuentes, el placero a quien le tenía respeto y cariño por haber sido amigo de su esposo.
Sus largas piernas y un perfume Paco Rabanne tapaban el aroma de los pinos, junto al vapor imperceptible que flotaba en minúsculas partículas compuesto de luz y de agua. El césped lo transformaba en destellos invisibles para deleite de las mariposas. Ante tan elocuente despliegue, Juan Salvador se detuvo a mitad de la cuadra, entre las plantas de lavanda que adornaban relucientes las cuatro esquinas de la plaza, permitiendo que Margarita conversara tranquila con Adolfo.
—Adolfo, ¿cómo andás? Muy buenos días, ¿recordabas que hoy teníamos que hablar? En verdad, tengo que decirte algo.
—Sí claro, decime, Margarita. ¿Qué te sucede?
Dejó que sus pensamientos volaran para unirse a las mariposas, a los picaflores, al polvo y a las minúsculas partículas preparando los oídos para escuchar algo que intuía peligroso. A la espera, prevenido para recibir lo que fuera, no dejaba de oír el eco de una frase, una frase suave, pero repentina. A cada instante creía oírla del banco que estaba a unos veinte metros. Allí no había nadie, como el zumbido de miles de abejas, la frase reproducía:
Todas las rosas huelen diferente, todas las rosas huelen diferente, todas las rosas huelen diferente, así es la verdad.
Sin detenerse a pensar en ello, Margarita lanzó la primera palabra que, como una piedra en su cabeza, lo sacó de inmediato de aquel estado.
—Adolfo, andan diciendo que estás loco, ¿vos podés creer? A mí me duele escucharlo y no lo voy a permitir. La gente dice lo que quiere sin medir las consecuencias. Dicen que el intendente ha dejado que sigas trabajando para que no estés peor; que permanecés en una posición extraña sentado en el banco; y no sé qué otras tonterías. La gente pasa y se sorprende, algunos se asustan, otros se ríen, otros murmuran y los menos, te ignoran. Sos mi amigo y tenés que saberlo, quiero que lo sepas.
Frotó sus manos para quitarse restos de tierra húmeda y clavó sus ojos pequeños en medio del verde; eso le resultaba familiar y seguro. Ahora sentía la mirada de Margarita. Con una paz que hasta el mismo Jesucristo se hubiese quedado admirado, dijo:
—La gente habla fácilmente, observa poco y teme las preguntas referidas a uno mismo. Margarita ¿quién te contó esas historias?
Terminó de sacudirse las manos, bajó los ojos y trató discretamente de observar el banco mientras seguía escuchando.
Todas las rosas huelen diferente, así es la estructura de la verdad.
Al parecer, había escuchado una palabra nueva, estructura. Volteó la cabeza y se olvidó de Margarita.
—Adolfo, ¿te sentís bien? ¿Escuchaste lo que te dije? —rascó su cabeza dos veces, la primera en la frente y la otra, más arriba. Meneándola, como quien recién se levanta, continúo con la charla.
—No es tan importante, Margarita. Ya sabés que el intendente me concedió la posibilidad de continuar trabajando como quiera, incluso hasta cuando yo lo decida. En cuanto a mis descansos en el banco, es cierto, a veces me duermo un poco. ¡Qué problema puede tener la gente con eso!
—No solo dormís, Adolfo, también dicen que hablás solo.
—Pero Margarita, no me dijiste quién te contó todo esto.
Antes de que siguiera, eso significaba décimas de segundo, pensó que sus preocupaciones encerraban tantas cuestiones irresueltas como las partículas que seguían flotando entre ellos. Buscó materializarlas en su mente en minúsculos rayos de luz que dejaran vislumbrar, por momentos, microscópicas dudas en aquella mujer respecto de sí misma. Los mismos minúsculos rayos que flotaban humeantes como la música de varios violines seguían diciéndole en eco:
Todas las rosas huelen diferente Adolfo, así es la estructura infinita de la verdad.
Eso fue lo último que escuchó, por suerte, para poder concentrarse en lo que Margarita le decía.
—Fue mi nieto, Adolfo. Me contó Federico que, en el colegio, sus compañeros te llaman el loco de la plaza. Cuando le dije que hoy vendría a verte, me habló de todo lo que te estoy contando. Además, la maestra asintió con gestos y palabras al escucharlo. Eso sí me molestó mucho más, soy una docente retirada, debería ir a darle algunas clases.
Juan Salvador continuaba a la espera, sin quererlo, el momento resultaba terapéutico. El perfume de las lavandas recién regadas le producía un inmenso placer sin notar que el tiempo pasaba. El ruido estrepitoso del freno de un automóvil lo devolvió al ritmo urbano que sentenciaba lapidariamente el estar detenido sin hacer nada. Saludó desde lejos a sus amigos. No lograron verlo, siguió su camino como si nada hubiera sucedido.
—Mi nieto ya no es un nene, Adolfo, tiene catorce años. Debo decirle que sos un gran hombre. Voy a ir a hablar al colegio.
Adolfo Isidoro Fuentes se esforzó en concentrarse. Estaba preocupado por el agua que había dejado correr por los canteros de la parte central de la plaza, por lo que oía del banco y lo que aún le quedaba por hacer.
—Adolfo, estás distraído, creo que no he venido en un buen día. No te preocupes, voy a hablar con esa maestra, aunque hayan finalizado las clases, sé adónde vive.
Antes de asentir para terminar la charla, sin estar convencido, volvía a oír del banco:
Todas las rosas huelen diferente, Adolfo, así es la estructura infinita de la verdad.
Un frío cautivó su cuerpo con la densidad de la palabra infinita y, como un gran truco de magia, las palabras salieron como palomas, sin pensarlas.
—Margarita, acompañame.
Señalando una dirección propicia, caminaron hasta una cuidada línea de rosas blancas. La escena recreó un aula escolar donde las rosas representaban alumnos de guardapolvos pulcramente blancos. Adolfo Isidoro Fuentes estaba al frente, por dar una lección, junto a su maestra que emulaba Margarita.
—¿Ves estas rosas? Son todas blancas.
—Sí, Adolfo, las conozco, me parecen hermosas. Sé también cómo las cuidás.
—Ahora detenete un poco y acercate a ellas.
Margarita se sintió un poco cohibida, pero el hombre hablaba con tanta seguridad y solvencia que lo hizo. Acercó sus verdes ojos, las rosas parecían reflejarse y adquirían renovada vida propia.
—¿Sentís su perfume? ¿No es bello?
—Sí, claro, pero todo esto ¿qué significa, Adolfo?
—Seguí oliéndolas, de a poco, cambiá de rosa en rosa.
La mujer lo miró atónita y él asintió con el ceño y las pestañas.
—¿No te das cuenta de una cosa, Margarita?
—No, Adolfo, ¿de qué debo darme cuenta?
—Todas las rosas huelen diferente. A veces las palabras son como las rosas. Parecen lo mismo dichas en distintas bocas, cada una de ellas acoge un eco particular. Si tratás de unificar el ruido de lo que con tus palabras creés defender, lo único que lograrás es que no piensen, que no escuchen su propio eco. Ni siquiera se detendrán a reflexionar sobre lo que repiten. No piensan. Ni vos lo has hecho.
Margarita se paró de inmediato, sin dejar de cerrar, de cuando en cuando sus ojos. No recordaba una experiencia semejante. El gesto brusco se mezcló con la indiferencia que cada rosa encerraba. Tocó delicadamente su cabello con la intención de acomodar sus ideas, pero disimulaba con arreglarse. Su mente estaba enterrada en otro tipo de cuestiones. Ante semejante argumento, no le quedaba otra opción que ampararse en el mismo discurso.
—¿Qué querés decir?, ¿que me quede callada?, ¿que no te defienda?, ¿que ni siquiera hable con mi nieto?
—Decile a Federico que cuando quiera, venga a visitarme.
—¡A visitarte! Sí, claro, por qué no, aunque lo veo difícil. Adolfo, no te entiendo muchas veces, no sé si pueda no defenderte. Pero no sé por qué me dejás tranquila. Debo seguir, Federico está solo en casa, jugando. Adiós Adolfo, cuidate, nos vemos.
—Adiós, Margarita, y recordá que la verdad tiene estructuras infinitas.
No supo por qué dijo eso, pero lo dijo. Margarita abrió tan grandes los ojos que presagiaban la continuidad de lo conversado en otro momento. Se alejó lentamente, aunque, al pasar por las lavandas, justo antes de cruzar la esquina, se detuvo unos segundos y giró su cabeza para observar a su viejo amigo. Adolfo Isidoro Fuentes ya estaba entre los canteros cambiando el sentido del agua. No pudo dejar escapar una mueca de risa que su boca, hacía tiempo, había olvidado. Suspiró hondo, tan hondo que las lavandas cambiaron de color y, al exhalar el aire, agradecidas, retomaron en una dinámica casi perfecta su violeta original. Margarita cruzó la calle y se alejó.
Cerca del mediodía, después de terminar sus tareas, Adolfo Isidoro Fuentes juntó las herramientas y utensilios de jardinería y al pasar por el banco, antes de dejar la plaza, se detuvo. No se sentó esta vez, pensó de dónde había sacado todas esas palabras y en voz baja, mirándolo, sin que nadie lo viera, se animó a preguntarle al banco.
—¿Me hablás? Porque si querés hablarme y contarme la verdad, ya me estás mintiendo.
Tomó la bicicleta junto al banco, montó en ella y se marchó.
Capítulo 2