El amante equivocado - Su perdición - Miranda Lee - E-Book
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El amante equivocado - Su perdición E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

El amante equivocado Cuando una preciosa morena entró en el despacho de Dominic Hunter con un bebé asegurando que él era el padre, Dominic supo que nunca habría podido olvidarla si hubiera hecho el amor con ella. Pero Tina estaba convencida de que Dominic era el padre de Bonnie, aunque insistiera en negar su paternidad, y estaba decidida a que aquel seductor sin corazón se responsabilizara de su hija... Su perdición Jordan había luchado con todas sus fuerzas para olvidar a Gino Bortelli, el arrogante y sexy italiano con el que, años atrás, había tenido un romance que había terminado bruscamente… pero seguía añorando sus caricias. ¡Entonces volvió de pronto a su vida! Más rico, más sexy y aún más arrogante, Gino seguía teniendo el poder de excitarla. Pero los años también habían pasado para ella, ahora era más sabia… y tenía la certeza de que, si volvía a caer en sus redes, sería su perdición.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 207 - julio 2019

© 1999 Miranda Lee

El amante equivocado

Título original: Facing Up to Fatherhood

© 2007 Miranda Lee

Su perdición

Título original: Blackmailed into the Italian’s Bed

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2000 y 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-346-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

El amante equivocado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Su perdición

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TINA alzó la mirada hacia la torre de oficinas frente a la que se encontraba. Luego la bajó hacia el cochecito y el bebé que se hallaba en él.

–Ya estamos aquí, cariño –dijo–. Este es el lugar en el que trabaja tu padre. Desafortunadamente, su secretaria me ha dicho que hoy tiene una reunión, y que no tendría tiempo para recibirnos. Es una lástima, porque, le guste o no, ¡hoy nos va a ver!

Arqueando una ceja perfectamente depilada, empujó el cochecito hacia las puertas giratorias del edificio. No resultaba fácil maniobrar con él, pero lo cierto era que solo llevaba una semana haciéndolo y esperaba mejorar rápidamente.

Fue complicado, pero finalmente logró pasar al vestíbulo semicircular del edificio. Pasó junto al escritorio de recepción y se detuvo frente a un enorme directorio que se hallaba sujeto a una pared, junto a los ascensores.

Enseguida comprobó que las oficinas de Hunter & Associates ocupaban las plantas diecinueve y veinte. También notó que no se especificaba en ningún lugar a qué se dedicaba la empresa.

Podía tratarse de un indicio de modestia, pero Tina sospechó que, más bien, aquel detalle reflejaba el carácter de su dueño. Dominic Hunter asumía con arrogancia que todo el mundo sabía que su compañía era una de las firmas inversoras más importantes de Sydney.

Y también había asumido con la misma arrogancia que la aventura que había tenido el año anterior con su secretaria no iba a acarrearle ninguna consecuencia.

¡Pero estaba equivocado!

Era posible que Sarah hubiera sido especialmente blanda en todo lo referente a los hombres… ¡pero ella no lo era!

La hija de Sarah se merecía lo mejor. Y Tina iba a asegurarse de que lo obtuviera. Pensaba darle a Dominic Hunter una segunda oportunidad para ser un buen padre para su pequeña hija. Si no aceptaba por las buenas, habría que obligarlo a pagar. Y a pagar espléndidamente. En la época de los análisis de ADN, negar la paternidad era algo perteneciente al pasado.

–Que lo intente, cariño –dijo al bebé mientras entraba con el cochecito en el ascensor–. ¡Si lo hace, le sacaremos las tripas!

 

 

Dominic miró al techo tras colgar el teléfono.

–¡Mujeres! –murmuró, frustrado, antes de levantarse para reunir los papeles que iba a necesitar para la reunión. Mientras lo hacía estuvo a punto de tirar una taza de café frío que se hallaba sobre el escritorio.

La apartó a un lado, suspirando exasperado. Estaba teniendo un día realmente malo.

Sus colegas podrían haber pensado que se debía a la presente crisis económica, pero no era ese el caso. Le gustaban los retos que le planteaba su trabajo, y le producía una gran satisfacción ganar dinero, tanto para sí mismo como para sus clientes. Sabía que más de una persona lo consideraba un adicto al mercado de valores, y debía admitir que era cierto.

No, él siempre podía enfrentarse a los problemas relacionados con su trabajo. Era el sexo opuesto lo que lo tenía irritado.

Francamente, no entendía a las mujeres, en especial, su obsesión por casarse y tener hijos. ¿No se daban cuenta de que, dados los tiempos que corrían, el mundo estaría mejor sin ambas cosas? Así no habría tantos divorcios, ni tantos niños infelices.

¡Pero no! El sentido común no parecía mellar la determinación de las mujeres. Seguían queriendo casarse y tener hijos como si esa fuera la panacea para resolver los problemas del mundo, y no lo contrario.

Y lo mismo podía decirse del amor romántico. En realidad era una locura. ¿Cuándo había hecho realmente felices a los hombres y a las mujeres ese estado de descontrol emocional? Nunca.

Él había crecido en un hogar en el que esa clase de amor solo había causado tristeza y tormento emocional.

Y no quería saber nada de ello. Ni del amor, ni del matrimonio, ni de bebés. Ya se curó de espanto a los veintitrés años, cuando una novia trató de atraparlo alegando un falso embarazo.

La idea del inminente matrimonio y la paternidad le horrorizaron. Probablemente, su pánico tuvo algo que ver con el hecho de haber tenido un mal padre, que también fue un marido infiel. Subconscientemente, temía reproducir su comportamiento.

En cualquier caso, el alivio que sintió al descubrir que el embarazo era falso resultó muy revelador. También fue su primera experiencia en cuanto al extremo al que podía llegar una mujer para alcanzar la fantasía romántica llamada «amor y matrimonio».

Tras aquella experiencia, Dominic siempre se había ocupado personalmente de utilizar protección cuando mantenía relaciones sexuales. Le daba lo mismo que su compañera asegurara estar tomando la píldora o que era un momento «seguro» del mes. Y siempre dejaba bien claro a cada mujer lo que pensaba. Pasara lo que pasase, ¡el matrimonio no entraba en sus planes!

Su madre consideraba totalmente abominables sus puntos de vista al respecto. Y con la típica lógica femenina, los descartaba como simples aberraciones temporales.

–Cambiarás de opinión algún día –solía decir de vez en cuando–. Cuando te enamores…

Aquella era otra ilusión meramente romántica de su madre. ¡Enamorarse él! Nunca se había enamorado, y no tenía intención de hacerlo.

Afortunadamente para él, su madre había conseguido canalizar sus esperanzas de convertirse en abuela hacia su hermano menor, Mark, que se había casado hacía un par de años. Dominic asumió que Mark y su esposa se reproducirían a tiempo, liberándolo definitivamente.

Pero unos meses atrás, su hermano se había presentado inesperadamente en casa para anunciar que iba a dejar a su mujer… ¡para ir al Tíbet a convertirse en monje budista! Para demostrarlo, antes de irse entregó sus considerables bienes terrenales a su rápidamente recuperada esposa. Las cartas que escribió después desde el Tíbet revelaban que se sentía más contento que unas pascuas viviendo en un monasterio perdido con la única compañía de un yak.

¡No hacía falta ser un genio para deducir que por aquel lado no había la esperanza inminente de un bebé!

Y eso había vuelto a atraer la atención de su madre hacia él, ¡su única esperanza de conseguir un nieto!

Últimamente lo estaba volviendo loco con su presión, nada sutil, invitando a comer a su casa a toda clase de mujeres sin compromiso. Todas ellas preciosas. Todas sexys. Y todas queriendo, o simulando querer, lo mismo que su madre: matrimonio y hijos.

De hecho, acababa de llamarlo para asegurarse de que iba a llegar a tiempo para cenar, porque había invitado a Joanna Parsons.

–La pobre ha estado tan sola desde la muerte de Damien –había ronroneado Ida por teléfono.

¿Sola? ¿Joanna Parsons? ¡Dios santo! Aquella mujer era un vampiro sexual. Si incluso antes de la muerte de Damien, acaecida en un accidente seis meses atrás, había hecho todo lo posible por seducirlo, ¡como viuda alegre no habría forma de contenerla!

A Dominic le gustaba el sexo, pero sin complicaciones, gracias. Y con mujeres que tuvieran sus mismos puntos de vista. Su actual amiga era una ejecutiva cuyo matrimonio se había roto porque ya estaba casada con su trabajo. Se veían dos o tres veces por semana, en el apartamento de ella después del trabajo o en algún hotel al mediodía, un arreglo muy adecuado para ambos.

Shani, una atractiva morena con un cuerpo escultural, tenía treinta y dos años. No estaba interesada en el sentimentalismo y la palabra «amor» nunca entraba en sus conversaciones. También era una fanática en todo lo referente a su salud. Si Dominic hubiera sentido la tentación de creer a alguna mujer cuando decía que podían mantener relaciones sin preocuparse de las consecuencias, habría sido a Shani.

Pero era difícil perder los hábitos arraigados, y Dominic conservaba una cínica desconfianza hacia la psique femenina. No le habría sorprendido en exceso que incluso Shani cayera víctima de su reloj biológico. En su experiencia, ni siquiera las mujeres menos proclives se veían libres de aquella enfermedad.

Por ejemplo, Melinda, su valiosísima secretaria personal, que había trabajado para él muchos años, asegurando que no quería saber nada de ser esposa y madre. ¿Y qué había pasado? Que nada más cumplir los treinta se casó y nueve meses después tuvo un hijo. Para colmo, se negó a volver a trabajar, abandonándolo a su suerte.

Aquello fue un auténtico golpe.

Naturalmente, tuvo que tomar medidas para asegurarse de que aquello no volviera a suceder, aunque encontrar a una sustituta para Melinda no fue fácil. En ningún momento se planteó la posibilidad de conservar en el puesto a la joven que sustituyó a su secretaria durante el permiso, supuestamente temporal, de Melinda por maternidad. Por dulce y eficiente que fuera Sarah, las mujeres jóvenes, guapas y sin compromiso estaban fuera de la lista, una decisión reforzada por lo que sucedió cuando, a modo de agradecimiento, la invitó a cenar en su último día de empleo.

Dominic se estremeció al pensar que, si se daban las circunstancias adecuadas, incluso él podía ser víctima temporal de sus hormonas. En aquellas fechas aún no estaba con Shani, y bebió demasiado vino en la cena. Cuando llevó a Sarah en taxi a su casa y la acompañó hasta la puerta, la joven empezó a llorar inesperadamente. Al parecer, el miserable de su novio la había dejado el día anterior por otra mujer.

Dominic solo pretendió consolarla, pero, de algún modo, terminaron durmiendo juntos esa noche. Ambos lo lamentaron a la mañana siguiente, y estuvieron de acuerdo en no volver a mencionarlo.

Sarah volvió a su trabajo habitual como secretaria en la sección de contabilidad y él conoció a Shani en una fiesta ese mismo fin de semana.

Su nueva secretaria, Doris, empezó a trabajar para él el lunes siguiente.

Gracias a Dios por Doris.

Doris nunca le causaría preocupaciones. Para empezar, tenía cincuenta y cuatro años, estaba felizmente casada y sus hijos ya eran mayores y no vivían en casa. No le importaba trabajar hasta tarde cuando era necesario y no protestaba por tener que estar preparando café a todas horas. Si la tendencia al desorden de Dominic la molestaba, y él sospechaba que así era, nunca se lo decía, limitándose a ordenar todo lo que él iba dejando atrás. Sin duda, era una mujer de gran tacto y sentido común.

El intercomunicador que se hallaba sobre el escritorio sonó en ese momento y Dominic apretó el botón.

–¿Sí, Doris?

–Los demás lo están esperando en la sala de juntas, señor Hunter.

Esa era otra cosa que le gustaba de Doris.

Lo llamaba señor Hunter, y no Dominic. Sonaba muy respetable y le hacía sentir que tenía más de treinta y tres años.

–Sí, sí, enseguida voy. Retenga las llamadas, por favor. No quiero la más mínima interrupción. Esta tarde tenemos mucho trabajo.

 

 

Las puertas del ascensor se abrieron en la planta número veinte y Tina salió al vestíbulo con el cochecito. Frente a ella había una gran puerta acristalada. Sobre esta, escrito en letras doradas, se leía Hunter & Associates – Dirección.

Tina pasó al interior, y al ver a la rubia que se encontraba tras el escritorio de recepción, se preguntó irónicamente si habría sido personalmente elegida por Dominic Hunter.

Tal vez sentía debilidad por las rubias. Recordaba que Sarah mencionó que su jefe se hallaba presente en la segunda entrevista que le hicieron para entrar en la compañía, después de la cual fue inmediatamente contratada.

Por supuesto, Sarah no había sido una rubia cualquiera. Aunque su cabello era la corona de su belleza, su rostro y su figura eran igualmente atractivos. Su belleza había sido un problema para ella durante toda su vida, y solo le causaba infelicidad. Los hombres no habían sido capaces de mantener los ojos ni las manos apartados de ella.

La pobre y dulce Sarah siempre creyó las declaraciones de amor de su pretendiente de turno. Tras conseguir su puesto de secretaria en la ciudad, había sido especialmente susceptible a la variedad de hombres que la rodeaban, especialmente a los morenos con ojos azules y la capacidad de convicción necesaria para llevársela a la cama sin ofrecer ningún compromiso sólido.

Sarah siempre sintió debilidad por aquella combinación, y siempre se había creído enamorada. Y una vez enamorada, se convertía en el felpudo de su último amante, creyendo que ese era el camino para conseguir el marido y la familia que tanto anhelaba llegar a tener.

Pero las cosas nunca salieron de ese modo, y los hombres siempre acababan dejándola. A Tina la volvía loca ver cómo su amiga se dejaba utilizar por un elocuente amante tras otro. Casados, divorciados o solteros, daba lo mismo. Si le habían dicho a Sarah que la amaban, era capaz de cualquier cosa por ellos.

Tina trataba de consolarla y aconsejarla tras cada ruptura, pero su paciencia se fue agotando con el paso de los años. La culminación llegó cuando, poco después de ocupar temporalmente el puesto de la secretaria de Dominic Hunter, Sarah le confesó que volvía a estar enamorada. Cuando Tina la presionó, confesó que el nuevo objeto de su afecto era su jefe. A continuación tuvieron una terrible discusión. Tina acusó a Sarah de ser capaz de acostarse con cualquier hombre que le dijera que la amaba, y Sarah le replicó diciendo que ella tenía el corazón de piedra y que era incapaz de amar a nadie excepto a sí misma.

Aquellas fueron las últimas palabras que se dijeron las dos amigas. La discusión había tenido lugar un año atrás.

Y ahora Sarah estaba muerta.

La barbilla de Tina empezó a temblar. Tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas.

–No te dejaré en la estacada, Sarah –susurró, mientras miraba la preciosa hija de su amiga–. Tu Bonnie va a tener todo lo que habrías querido para ella. Todas las ventajas posibles. No sentirá que no es querida, ni tendrá que vestir de la caridad. No dejará el colegio a los quince años. ¡Y nunca tendrá que necesitar un hogar adoptivo! ¡Nunca! ¡No mientras me quede un solo aliento en el cuerpo!

Irguiéndose para la batalla que sin duda la aguardaba, avanzó hacia el escritorio.

–He venido a ver a Dominic Hunter –anunció a la bonita rubia de ojos verdes–. Y, antes de que pregunte, sí tengo una cita con él.

Tina siempre había creído que un corazón débil no podía conquistar nada. Nunca habría logrado entrar en la escuela de arte dramático más prestigiosa de Australia si no hubiera sentido confianza en sí misma como actriz. Tuvo que presentarse durante tres años consecutivos a las pruebas para lograrlo, pero siempre se dijo que eso no importaba. ¡Era más difícil entrar en AIDA que en el Fuerte Knox!

La rubia le indicó un largo pasillo que llevaba a otra salita de espera. Allí, Tina se encontró frente a una mujer severamente vestida que miró con evidente sorpresa el cochecito.

–¿En qué puedo ayudarla?

Sorprendida, Tina dedujo que debía tratarse de la secretaria de Dominic Hunter. La sorpresa se debía a que no era rubia, ni bonita, ni joven. Se preguntó con ironía si Dominic Hunter habría aprendido finalmente que no podían mezclarse los negocios con la diversión.

–He venido a ver a Dominic –contestó, calmadamente.

La secretaria frunció el ceño.

–El señor Hunter va a estar reunido toda la tarde, y ha pedido que no se lo moleste por nada.

–Dudo que se refiriera a mí –replicó Tina–. O a su hija –añadió, señalando el cochecito.

La otra mujer abrió los ojos de par en par mientras se erguía para mirar a la niña.

–¿Su… hija? –repitió, sorprendida.

–Exacto. Se llama Bonnie y tiene tres meses. ¿Le importaría comunicar a Dominic que está aquí y que le gustaría conocer por fin a su padre?

La secretaria parpadeó y luego se aclaró la garganta.

–Er… tal vez será mejor que pase al despacho del señor Hunter mientras yo voy a avisarlo.

Tina le dedicó una gélida sonrisa.

–Qué buena idea.

El despacho de Dominic Hunter fue otra sorpresa. Aunque la habitación era enorme y la vista de Sydney desde sus ventanales era magnífica, era un despacho diseñado para trabajar, no para impresionar. Había varios centros de trabajo en torno a las paredes, cada uno con su propio ordenador, impresora, teléfono, fax y silla giratoria. Todos los ordenadores estaban encendidos. Todas las mesas estaban desordenadas, llenas de papeles de varias clases. El escritorio principal no estaba mucho mejor.

La secretaria dejó escapar un suave gruñido de exasperación al verlo. Moviendo la cabeza, tomó una taza de café medio llena del escritorio y le pasó un pañuelo de papel para limpiar la mancha que había dejado.

Entretanto, Tina ocupó uno de los asientos que se hallaba frente al escritorio, cruzó sus largas piernas y colocó a su lado el cochecito para poder comprobar que Bonnie seguía dormida.

–Eres una nena muy buena –murmuró mientras la arropaba. Cuando terminó y alzó la mirada encontró a la secretaria observándola como si acabara de llegar de Marte.

–El señor Hunter vendrá en cuanto pueda –dijo, y, volviendo a mover la cabeza, salió del despacho.

La puerta se abrió bruscamente dos minutos después y Tina pudo ver por primera vez al padre de Bonnie.

Dominic Hunter resultó una sorpresa aún mayor que su secretaria o su despacho.

Sí, era alto, como Tina había anticipado. Y moreno. Y guapo. Incluso tenía los ojos azules.

Sin embargo, el hombre que la observaba desde la entrada no encajaba con la imagen que Tina se había formado en su imaginación.

Los amantes de Sarah solían ser hombres suaves y elegantes, perfectamente acicalados y vestidos. Desprendían un encanto y sofisticación que las chicas del estilo de Sarah parecían encontrar irresistible.

Pero Dominic Hunter apenas encajaba en aquella descripción.

Era un hombre amenazadoramente masculino, grande y de anchos hombros, con el pelo muy corto. Llevaba las mangas de su camisa azul subidas hasta los codos, como si estuviera listo para entrar en batalla, no usaba corbata y se había soltado el botón superior de la camisa, revelando su musculoso y fuerte cuello. Tenía el ceño tan fruncido que sus cejas se juntaban literalmente sobre su nariz.

Parecía más un capataz de la construcción a punto de reprender a su cuadrilla que un sofisticado hombre de negocios.

Se detuvo junto al cochecito, miró a Bonnie unos momentos y luego a Tina.

–Según he oído, ha venido aquí diciendo que esa niña es mi hija.

Tina no estaba dispuesta a dejarse intimidar por su actitud de machito prepotente. Se preguntó qué diablos habría visto Sarah en aquel hombre. Sin duda, tenía que ser mejor en la cama que fuera de ella.

–Eso es –replicó.

Dominic le dedicó una mirada que habría hecho salir corriendo a Sarah. Tina empezaba a comprender por qué su amiga no había vuelto a acercarse una segunda vez al padre de Bonnie en busca de ayuda.

Pero ella no era Sarah.

Casi sonrió al pensar en lo que le esperaba al señor Hunter.

–Espere aquí –gruñó él.

–No pienso irme a ningún sitio –contestó Tina en tono calmado, y recibió otra de aquellas virulentas miradas.

Ni siquiera parpadeó, manteniendo la mirada de Dominic Hunter sin la más mínima vacilación.

Él la miró unos segundos más y luego salió del despacho a toda prisa.

Tina permaneció sentada, silbando y balanceando su pie izquierdo. Suponía que el señor Macho estaría en el vestíbulo tratando de hacerse a la idea y buscando sus modales. O, al menos, algo de sentido común.

Los minutos fueron pasando.

Cinco…

Diez…

La tensión de Tina empezó a subir, pero se había preparado mentalmente para aquello. No esperaba que el hombre acudiera a la fiesta voluntariamente, sobre todo después de haber negado su paternidad y de haberle dado dinero a Sarah para que abortara.

Francamente, no esperaba nada de él, y Dominic Hunter estaba haciendo honor a la baja opinión que tenía de los hombres de su clase. Evidentemente, la esperaba una dura lucha para conseguir el apoyo económico que necesitaba para criar a la hija de Sarah como se merecía.

Pero a ella le gustaban los retos. Siempre salía lo mejor de sí misma cuando se hallaba arrinconada contra la pared.

El sonido de la puerta al abrirse la hizo volverse hacia ésta con un destello de agresividad en la mirada. ¿Cómo se había atrevido a tenerla esperando tanto tiempo?

La visión de dos guardias de seguridad entrando en el despacho la desconcertó, y de inmediato le subió la tensión. De manera que Dominic Hunter quería jugar así la partida, ¿no?

Apretando los dientes, se levantó y dedicó a los guardias una mirada desdeñosa.

–Deduzco que el señor Hunter no va a volver.

–Exacto, señora –dijo el mayor de los guardias–. Nos ha pedido que le dijéramos que la próxima vez llamará a la policía.

–¿En serio? Pero eso habrá que verlo, ¿verdad? ¡No, eso no será necesario! –espetó Tina cuando el guardia que había hablado la tomó por un codo–. Me iré tranquilamente.

A pesar de sus protestas, los guardias la escoltaron hasta que estuvo fuera del edificio.

Tina permaneció unos momentos en la acera, mirando las plantas superiores, tratando de controlar su genio. Imaginaba al miserable mirándola desde la planta número veinte con una sonrisa de triunfo en los labios.

–Tendrás lo tuyo, Dominic Hunter –murmuró–. ¡Claro que lo tendrás!

Respiró profundamente varias veces seguidas para calmar los latidos de su corazón y recuperar la compostura. Finalmente, cuando su cerebro comenzó a funcionar de nuevo con cierta normalidad, pensó que el padre de Bonnie debía estar muy seguro del terreno que pisaba para haberse atrevido a echarla de ese modo. En aquella época, negar una paternidad era una estupidez.

Y, fuera lo que fuese en otros sentidos, Dominic Hunter no era ningún estúpido.

De pronto se le ocurrió que, probablemente, Dominic Hunter creía que Sarah había llevado adelante el aborto por el que él había pagado, lo que significaba que no había relacionado a Bonnie con Sarah. Debía haber pensado que Bonnie era un bebé totalmente distinto y que ella era la madre. Mientras la miraba con tanta dureza e intensidad debía haber estado tratando de recordar si alguna vez se había acostado con ella. Ya que no lo había hecho, había asumido que trataba de cargarle con una falsa paternidad.

¡Eso tenía que ser!

Tina podría haberse abofeteado. Debería haber aclarado de inmediato que ella no era la madre biológica.

–Tu nueva mamá es una idiota –dijo a la niña, mientras empujaba el cochecito hacia una parada de taxis–. Pero no te preocupes, tengo un plan de emergencia. Ya que de momento la he fastidiado con tu padre, iremos a ver a tu abuela. Sí, sé que tienes hambre y que estás mojada. Te daré de comer y te cambiaré en el taxi. He traído todo conmigo; biberones, pañales, y ropa. ¿No estás impresionada?

Varios peatones se volvieron a mirar a la alta y bella morena que empujaba el cochecito por la acera, evidentemente ajena a todo excepto al bebé.

–Espera a que tu abuela vea lo bonita y lo buena que eres. No podrá resistirse a tus encantos. Como me ha pasado a mí, ¿verdad? Tú mamá solía decir que soy muy testaruda, y probablemente tenía razón. Pero no tenía razón cuando decía que no era capaz de querer a nadie. No, cariño; en eso estaba muy equivocada…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MENUDO descaro tenía aquella mujer!

Dominic echaba chispas mientras miraba a Tina empujando el cochecito por la acera. ¿A qué creía que estaba jugando? ¿Cómo había podido pensar que iba a salirse con la suya? Incluso aunque fuera uno de los pocos desafortunados cuyo preservativo hubiera fallado, ¿de verdad creía aquella mujer que no recordaría haberse acostado con alguien como ella?

No era la clase de mujer que se olvidaba fácilmente. Sobre todo porque era exactamente su tipo. A Dominic siempre lo habían atraído las morenas altas y delgadas de rostro interesante y ojos oscuros que dejaban claro desde el primer momento que los hombres no eran su especie favorita. Le gustaba el reto de llevárselas a la cama y ver cómo abandonaban su agresividad femenina durante la relación sexual. Había tenido relaciones con varias mujeres de esas características, y se enorgullecía de conservar todavía su amistad.

Oh, sí, claro que habría recordado haber tenido relaciones con… ¡pero si ni siquiera sabía su nombre! Solo le había dado a Doris el nombre de la niña.

Bonnie.

¡Como si eso pudiera darle algún indicio de algo!

La miró hasta que desapareció por una de las esquinas del edificio, seguro de que esa sería la última vez que la viera.

Contra toda lógica, casi lamentó haberla echado con tanta rapidez. Debería haberle hecho más preguntas para averiguar lo que realmente quería de él.

«Dinero», pensó, mientras se volvía para salir del despacho. ¿Qué otra cosa podía querer?

Se detuvo con la mano en el pomo de la puerta. ¿Pero por qué lo había elegido a él como diana de su estafa? No tenía especial fama de ligón, y no era la clase de hombre al que pudiera convencerse de que se había acostado con una mujer bajo la influencia del alcohol o de otras drogas. Nunca bebía hasta ese extremo, y el alcohol era la única droga que consumía.

Tal vez, aquella mujer lo había confundido con algún otro. Era posible que fuera ella la que hubiera olvidado con quién se había acostado. También era posible que el padre de la niña fuera algún empleado de Hunter & Associates. O algún inversor de otra empresa. Alguien parecido a él, tal vez.

Sí, eso tenía que ser, decidió con firmeza. Era un caso de identidad confundida.

«Y ahora, olvídala y vuelve al trabajo», se ordenó. «¡Ya has perdido suficiente tiempo por hoy!»

 

 

La casa de la señora Hunter estaba en Clifton Gardens, un antiguo y selecto barrio cercano al puerto de Sydney.

Era un edificio de dos plantas con un amplio porche delantero de madera, y los jardines que lo rodeaban tenían un aspecto inmaculado.

Tina frunció el ceño al ver la casa. Era evidente que la familia de Dominic Hunter tenía dinero de antiguo, y la arrogancia solía ser algo natural en aquella clase de gente.

Si la señora Hunter pertenecía a esa clase de personas, no daría la bienvenida a una nieta ilegítima en su vida, por muy adorable que fuera Bonnie. Era posible que reaccionara con la misma dureza que su hijo y la echara de inmediato.

Tina vaciló unos instantes, pero solo necesitó mirar a la preciosa niña que sostenía en los brazos para recuperar la confianza.

Ninguna mujer en el mundo podría resistirse a Bonnie, se dijo.

Estaba saliendo del taxi cuando otro pensamiento negativo pasó por su mente. ¿Y si la madre de Dominic Hunter no estaba en casa?

Había averiguado las señas de la mujer esa mañana, después de que la secretaria de Dominic le dijera que no podía ver a éste ese día.

Muy irritada, Tina había vuelto a llamar a la secretaria y, utilizando un acento inglés, simuló ser una florista agobiada porque debía entregar unas flores a la madre del señor Hunter y había perdido las señas.

Unos minutos después colgaba, tras haber obtenido la información que buscaba.

Pensaba acudir directamente a la abuela, pero la indignación que sentía la hizo acudir primero a ver al padre de Bonnie. Fue una decisión totalmente impulsiva.

Y presentarse en la casa de la señora Hunter sin haber llamado antes tampoco había sido una gran idea.

Suspiró.

–¿Le importaría esperar unos momentos, hasta que compruebe si hay alguien en la casa? –preguntó al taxista mientras le pagaba–. Es posible que la persona a la que vengo a ver no esté en casa.

–No hay problema –contestó el taxista, y salió del coche para abrirle la verja de entrada a la casa.

Tras dedicarle una sonrisa de agradecimiento, Tina puso a Bonnie en el cochecito y avanzó por el sendero hacia la casa. Anhelaba desesperadamente que la madre de Dominic Hunter fuera una mujer comprensiva y que Bonnie encontrara en ella una abuela que la quisiera como solo las abuelas podían hacerlo.

No era que ella hubiera experimentado personalmente el amor de una abuela, pero sabía que estas se especializaban en la clase de afecto incondicional y mimos que tanta falta les habría hecho a Sarah y a ella mientras crecían.

También quería que la señora Hunter convenciera a su hijo para que reconociera a Bonnie y la ayudara financieramente sin que ella tuviera que recurrir a presiones legales.

Detuvo el cochecito ante las escaleras de la entrada, le puso el freno y subió para llamar.

Durante unos inquietantes segundos pareció que no había nadie en la casa, pero entonces se abrió la puerta y apareció una mujer de unos sesenta años. Informalmente vestida con unos pantalones azul marino y una blusa de flores, era alta y delgada, tenía un rostro atractivo y el pelo corto y gris. La expresión de sus inteligentes ojos azules era de reconfortante calidez.

–¿Sí? –dijo, sonriendo interrogadoramente.

–¿Es usted la señora Hunter? –preguntó Tina.

–Sí, querida. ¿En qué puedo ayudarte?

Tina sintió un alivio inmediato. Había estudiado psicología humana durante sus estudios para actriz y se consideraba bastante buena juzgando el carácter de las personas, especialmente el de las mujeres.

Para empezar, la señora Hunter no era ninguna esnob, y, sobre todo, era amable.

Sonriendo aliviada, Tina se volvió y despidió al taxista con un gesto de la mano.

–No hay problema –dijo–. Ya puede irse.

Se volvió justo cuando la señora Hunter acababa de fijarse en el cochecito y en el dulce rostro de Bonnie.

–¡Oh, qué bebé tan precioso! –exclamó, mientras bajaba a mirarlo más de cerca–. ¿Es una niña? –preguntó, volviéndose a mirar a Tina por encima del hombro.

–Sí.

–¿Puedo tomarla en brazos? Está bien despierta.

–Sí, claro.

Una instantánea calidez recorrió a Tina mientras la señora Hunter tomaba a Bonnie en brazos y comenzaba a acunarla. Sabía que nada le gustaba más a la niña que que la mecieran. Nunca lloraba mientras la mecían.

–¿Cómo se llama? –preguntó su involuntaria abuela.

–Bonnie.

–¿Y tú, querida?

–Tina. Tina Highsmith.

–¿Y qué vendes, Tina? –preguntó la señora Hunter, sin dejar de sonreír a Bonnie–. Si eres representante de Avon, lo siento, porque ya no uso maquillaje. Solo me pinto los labios un poco de vez en cuando. Y en cuanto a las cosas de la casa, tengo de todo. Mi hijo no tiene mucha imaginación para los regalos y siempre me compra cosas para la casa. Dominic es esencialmente práctico –dijo, con pesar.

–Lo cierto es que no vendo nada, señora Hunter. Y he venido a verla precisamente para hablar de su hijo.

Aquello captó realmente la atención de la señora Hunter.

–¿De Dominic? ¿En serio? ¿Y sobre qué?

–Sobre Bonnie –contestó Tina, asintiendo en dirección al bebé mientras se preparaba para la posible reacción negativa de la señora Hunter. Esperaba que la mujer fuera tan agradable como parecía–. Es… es hija de Dominic.

Se quedó asombrada ante la variedad de emociones que cruzaron el rostro de la señora Hunter. La conmoción inicial dio paso a una intensa alegría, seguida de una profunda preocupación.

Subió las escaleras lentamente, con la niña en brazos.

–¿Lo sabe Dominic? –preguntó, con cautela.

–He tratado de decírselo hoy, pero he cometido un error y ha hecho que me echaran de su oficina.

La preocupación del gesto de la señora Hunter dio paso al enfado.

–¿Que ha hecho qué?

–Fue culpa mía, señora Hunter –explicó Tina precipitadamente–. Ahora me doy cuenta. Cuando le dije que Bonnie era su hija olvidé añadir que yo no soy su madre. Creo que me miró, supo que no me conocía y dedujo que trataba de engañarlo.

El enfado dio paso a la confusión.

–Si tú no eres la madre… –preguntó la señora Hunter–… ¿quién lo es? ¿Tu hermana?

–No. Mi mejor amiga –Tina tragó para deshacer el nudo que se le formaba en la garganta cada vez que pensaba en la muerte de Sarah–. Sarah trabajó en Hunter & Associates el año pasado. Fue la secretaria personal de Dominic desde julio hasta el veinticinco de noviembre. Bonnie nació el diecinueve de agosto. Sarah resultó gravemente herida cuando la atropelló un autobús el mes pasado. Solo sobrevivió unos días. Antes de morir me nombró tutora legal de Bonnie. En su certificado de nacimiento dice «padre desconocido», pero yo sé que el padre de Bonnie es su hijo.

–¿Estás segura?

–Muy segura, señora Hunter.

La señora Hunter frunció el ceño.

–¿Te lo confirmó tu amiga?

Tina dudó. No quería mentir a aquella mujer. Pero la verdad era muy complicada y podía resultar confusa para alguien que no hubiera conocido bien a Sarah. La evidencia con la que contaba respecto al padre de Bonnie era solo circunstancial, y en parte obtenida de segunda mano. La señora Hunter podría pensar que se había precipitado sacando conclusiones, pero ella sabía la verdad.

–Sarah y yo nos lo contábamos todo –dijo finalmente, con firmeza–. Más que amigas éramos como dos hermanas. Estoy segura de que su hijo es el padre de Bonnie, señora Hunter. Pero si sigue negando su paternidad, una prueba de ADN aclarará las cosas.

–¿Qué quieres decir con… con «si sigue»?

–Sarah fue a verlo cuando descubrió que estaba embarazada. Dominic se negó a creer que el bebé fuera suyo, aunque le dio dinero para que abortara.

–Cosa que, evidentemente, tu amiga no hizo.

–No. Sarah no creía en el aborto.

–Gracias a Dios –la señora Hunter suspiró y sonrió a Bonnie antes de mirar a Tina con lágrimas en los ojos–. Siempre he querido tener nietos. No sabes cuánto. Había llegado a creer que ya nunca los tendría. Dominic está tan empeñado en no casarse y no tener hijos… y su hermano, Mark… –se interrumpió y volvió a fruncir el ceño–. Has dicho que tu amiga te nombró tutora de la niña. ¿Por qué, Tina? Sé que has dicho que erais como hermanas, pero, ¿y los abuelos maternos de la niña? ¿O sus tías y tíos?

–La madre de Sarah murió en un incendio cuando Sarah tenía nueve años. Sarah nunca conoció a su padre, ni a sus abuelos. Su madre fue la oveja negra de la familia. Huyó de su casa en el campo a la ciudad cuando solo era una adolescente. No estaba casada cuando tuvo a Bonnie. Supongo que el padre las abandonó antes de que naciera. De modo que no hay parientes cercanos interesados en Bonnie. Yo soy todo lo que tiene de momento.

–Comprendo. ¿Y cuál es tu situación, querida? ¿Estás casada?

–No.

–Y… ¿piensas criar sola a la niña?

–Lo haré si tengo que hacerlo, señora Hunter. Pero preferiría contar con ayuda. Yo tampoco tengo familia. Mi madre murió en el mismo incendio que la de Sarah. También era una madre soltera, y también huyó de su casa siendo una adolescente.

Por no mencionar que fue una mujer de la noche. Ambas lo fueron. Pero Tina prefirió no mencionarlo, por si la señora Hunter era de esa clase de personas que pensaba que tales cosas eran hereditarias, y no ambientales.

–Cuando la asistencia social renunció a buscar parientes que quisieran quedarse con nosotras, Sarah y yo pasamos el resto de nuestra adolescencia en una institución estatal.

–Dios santo… ¡Pobrecitas!

–Sobrevivimos, señora Hunter. Imagino que ahora comprenderá cómo llegamos a ser tan amigas. Sarah me ha dejado a cargo de su hija y quiero asegurarme de que tenga lo mejor. No quiero que Bonnie acabe como nosotras, sin dinero y sin ningún adulto que la quiera y cuide de ella.

–No tendrás que preocuparte por eso, querida. Yo estaré aquí para ella, y para ti. Y también podréis contar con Dominic en cuanto hable con él. ¡Puedes estar segura de ello! Y ahora, creo que lo mejor será que pases y me lo cuentes todo. Esperaremos a que llegue Dominic para tener una reunión familiar y hablar del futuro.

Tina se quedó sorprendida.

–¿Dominic vive aquí?

–Sí… vive aquí.

–¡Oh, no!

–Pero no es un niño de mamá, si eso es lo que te preocupa –aclaró la señora Hunter–. Decidió vivir conmigo por razones prácticas, no sentimentales.

–No creo que Dominic sea un «niño de mamá» –aclaró Tina de inmediato–. Lo que sucede es que no creo que vaya a hacerle gracia encontrarme aquí cuando venga. ¿No sería conveniente llamarlo para ponerlo sobre aviso?

–¡Claro que no! No merece que lo avisemos –dijo la señora Hunter con brusquedad–. Además, los viernes son muy mal día para llamarlo a la oficina. Ya lo he hecho una vez hoy y no he sido especialmente bien venida. Y eso me recuerda que más vale que llame a Joanna para cancelar la cena de esta noche.

–Espero que no sea por culpa mía –dijo Tina, preguntándose quién sería Joanna. ¿Se trataría de una amiga de la señora Hunter? ¿O de Dominic?

La señora Hunter sonrió misteriosamente.

–En absoluto, querida. Es una viuda amiga mía. Puede venir otra noche. Yo también soy viuda, así que me temo que la pequeña Bonnie no va a tener abuelo. Pero me tendrás a mí, ¿verdad, cariño? –susurró, mirando tiernamente a la niña–. Y ahora pasa, querida. Tú ocúpate del cochecito y yo me ocupo de la niña. Tomaremos un té mientras charlamos. Luego podemos ir de compras a las galerías cercanas para comprale algunas cositas a Bonnie. ¿Te importa?

–Oh, er… no, claro que no.

Tina siguió a la señora Hunter al interior de la casa, pensando que, además de dulce y cariñosa, era una mujer enérgica y decidida. Habiendo tenido un hijo como Dominic, no era de extrañar.

Dominic Hunter…

Una chica menos valiente habría vacilado al pensar en su reacción cuando la encontrara en su casa esa tarde. Podía imaginarlo. Sus ojos azules se entornarían peligrosamente y sus anchos hombros se ensancharían aún más mientras su amplio pecho se llenaba de aire. ¡Estaría listo para estallar en pocos segundos!

Tina sonrió para sí.

Apenas podía esperar a verlo.

 

 

Dominic se planteó la posibilidad de llegar tarde a casa a propósito. Incluso pensó en llamar en el último momento a su madre alegando una falsa cena de negocios en la ciudad.

Pero la cobardía no era lo suyo, y encaminó su BMW azul hacia su casa. Soportaría la cena, pero no tenía intención de hacer el más mínimo esfuerzo por aquella mujer.

Con un poco de suerte, la alegre viuda de Damien, y su casamentera madre, comprenderían finalmente que él era una causa perdida. Nada lo desalentaba más que las mujeres buscadoras de oro empeñadas en no dejarlo en paz.

Además, las rubias no eran lo suyo. Ni tampoco los pechos grandes que se agitaban como flanes de gelatina.

Sin embargo, su interés despertaba de inmediato ante una esbelta morena de largas piernas y firme trasero y pechos. Si además resultaba un reto conquistarla, la combinación resultaba irresistible.

Joanna Parsons no era ninguna de las dos cosas.

La imagen de la morena que había estado ese día en su despacho surgió en su mente. Una vez más.

Le había sucedido a lo largo de toda la tarde, distrayéndolo en numerosas ocasiones de su trabajo.

No podía negar que aquella morena estaba deliciosamente sexy con sus ceñidos pantalones blancos y su blusa blanca, igualmente ceñida. Su pelo también era sexy. Largo, oscuro y con aspecto un poco salvaje, como su dueña.

Era una lástima que fuera una estafadora. O una loca.

Se estaba preguntando cuál de las dos cosas sería cuando entró con el coche en el sendero que llevaba al garaje. Mientras entraba en su casa por la puerta trasera aún no lo había decidido.

Se hallaba a medio camino de la escalera, camino de su dormitorio, cuando el sonido de un bebé llorando le hizo detenerse en seco.

Frunciendo el ceño, se volvió y escuchó atentamente. Parecía venir del cuarto de estar.

¿La televisión?

No, decidió cuando volvió a oír los lloros. Eran demasiado altos, demasiado… reales.

Una terrible posibilidad pasó por su mente.

No podía ser, pensó. No se habría atrevido.

Pero cuando volvió a oír el llanto del bebé supo que sí se había atrevido.

Bajó las escaleras como una exhalación y caminó rápidamente hasta el cuarto de estar, incrédulo y furioso.

Y allí estaba ella, empujando el cochecito por el suelo de madera, canturreando con suavidad mientras lo hacía.

Acababa de abrir la boca para manifestar su enfado cuando ella dejó de cantar y de mover el cochecito. Cuando se inclinó para inspeccionar el repentinamente silencioso contenido del cochecito, la vista de aquellos ceñidos pantalones ciñéndose aún más sobre su extremadamente atractivo trasero le hicieron olvidar por un momento lo enfadado que estaba.

Pero solo por un momento.

–¡Hey, usted! –exclamó.

Tina se volvió y su oscuro pelo voló como un halo en torno a su cabeza antes de asentarse sobre sus hombros. Sus oscuros ojos destellaron irritados mientras avanzaba hacia Dominic con un dedo presionado sobre los labios.

–Cállese, por favor –siseó–. Me ha costado mucho conseguir que se durmiera. Creo que extraña la casa. Normalmente se queda totalmente dormida en cuanto termina el biberón.

Antes de que Dominic pudiera decir algo, ella apoyó una firme mano sobre su pecho y lo empujó hacia el vestíbulo. Después cerró la puerta a sus espaldas como si todo aquello fuera perfectamente normal y razonable.

Dominic solo pudo mover la cabeza, desconcertado. Aquella mujer no era una estafadora, decidió, exasperado. ¡Estaba completamente loca! ¡Una loca deliciosamente atractiva, pero loca al fin!

–No sé lo que le habrá contado a mi madre –murmuró–, pero le aseguro que se ha equivocado. Yo no soy el padre de su bebé.

–Nunca he dicho que lo fuera, señor Hunter.

Aquello desconcertó aún más a Dominic.

–¿Cómo?

–No puede ser el padre de mi bebé porque no tengo ninguno –explicó Tina, como si Dominic fuera idiota–. Debería habérselo dicho en su despacho, pero no lo pensé. Bonnie es hija de Sarah.

–¿Sarah? –repitió él, aturdido.

La morena le dedicó una severa mirada.

–Espero que no vaya a decirme que tampoco conoce a Sarah. Sarah Palmer. En caso de que lo haya olvidado, el año pasado fue secretaria suya durante varios meses, a lo largo de los cuales tuvo una aventura con ella.

El desconcierto dejó mudo a Dominic durante unos segundos. Pero la furia resurgió de inmediato. ¡Si Sarah creía que iba a cargarle con la paternidad de aquel bebé basándose en aquella única noche, ya podía ir olvidándose!

–Es cierto que Sarah fue mi secretaria durante unos meses –espetó–, ¡pero no tuvimos ninguna aventura!

Tina se cruzó de brazos y lo miró de arriba a abajo.