El amante judío - Manuel Echeverría - E-Book

El amante judío E-Book

Manuel Echeverría

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Beschreibung

Un vigoroso relato de suspenso y espionaje en el cual la intriga se combina con la aventura y la pasión amorosa para producir un explosivo coctel narrativo. México, años sesenta. Tres agentes del Instituto de Inteligencia y Operaciones Especiales de Israel llegan de incógnito a la capital del país procedentes de Tel Aviv con una misión: descubrir si el acaudalado empresario alemán Rolf Zimmer es en realidad el criminal de guerra nazi Otto Wolf. Uno de los agentes, el seductor Mika Rifkin, planea acercarse a su objetivo a través de Ana, la hija del empresario, sin imaginar las consecuencias que traerá consigo esta decisión.

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Tothebrawlingbrat

1

Elías Bruck dejó el expediente sobre el escritorio y observó las nubes del Mediterráneo con la sensación de que en el momento más inesperado iba a estallar otra bomba. Acababan de dar las nueve de la mañana y las oficinas habían empezado a llenarse con el rumor opresivo de los días difíciles, un fenómeno habitual en el Instituto de Inteligencia y Operaciones Especiales de Israel, donde la vida transcurría en un estado de emergencia constante.

La mayor parte de las ciudades estaban infestadas de francotiradores y lobos disfrazados de corderos y era imposible anticiparse a las intenciones de los fedayines, que tenían una capacidad asombrosa para esquivar los dispositivos de vigilancia y seguir dinamitando lugares vulnerables. Las explosiones podían oírse en quinientos metros a la redonda y dejaban siempre el mismo saldo: un montón de cadáveres y una columna de humo negro que se difundía por las azoteas y los patios y llenaba las casas con una oleada de pavor.

Los otros problemas no eran menos graves: la hostilidad creciente de los países de la región, las redes de espionaje que el servicio había construido sin escatimar gastos ni sacrificios y solían derrumbarse de la noche a la mañana, la furia sagrada de Yasir Arafat, que una semana organizaba ataques demoledores desde los Altos del Golán y la Franja de Gaza y la semana siguiente anunciaba a los cuatro vientos que los usurpadores judíos estaban condenados a refugiarse en el desierto o en el fondo del mar.

El Bulevar Rothschild estaba cubierto de árboles frondosos y flores anaranjadas y por todas partes se anunciaba el retorno de la primavera: brisas tiernas, pájaros nuevos, aromas lejanos. Las playas de Tel Aviv se habían llenado de turistas y ladrones y el edificio se hallaba sumergido en la atmósfera densa de un baño turco donde los mozos y las secretarias iban de un lado a otro ideando métodos para defenderse del calor y darle respiración artificial a los aparatos de aire acondicionado, un mundo de papeles secretos y archivos herméticos de los que dependía la seguridad de millones de israelitas que habían pasado los últimos años viviendo en el filo del abismo.

Ariel Feinberg revisó el expediente y miró el retrato oficial de Ben Gurión: un anciano fornido y distante que había terminado por convertirse en el padre espiritual de los judíos.

“¿Qué opinas?”

“No sé —respondió Bruck— Por eso vine a hablar contigo. Algunas de las fotografías parecen ser irrebatibles.”

Feinberg dejó pasar unos segundos.

“Al contrario. Son menos confiables que las fotografías de diciembre.”

“¿Por qué?”

“Porque fueron tomadas a distancia y están llenas de sombras y zonas borrosas.”

Feinberg volvió a examinar las fotografías.

“Estas dos se aproximan un poco más, pero están lejos de ser convincentes.”

“Un hombre cambia mucho en veinte años.”

“Desde luego, pero da la impresión de que este hombre se convirtió en otro hombre.”

Bruck odiaba el tono enfático de Feinberg y la soberbia que lo envolvía como un estigma de nacimiento, pero tenía una confianza ciega en su instinto profesional y la solidez de sus diagnósticos operativos.

“¿Cuándo llegaron las fotografías?”

“Hoy en la madrugada.”

“¿Quién las tomó? ¿Un agente?”

Bruck encendió un cigarro.

“Tú sabes mejor que nadie que no tenemos agentes trabajando en este caso por la misma razón que no tenemos agentes en los puntos más críticos de Europa y el resto del mundo. El Primer Ministro le llama austeridad financiera. Yo le llamo mezquindad operativa.”

“¿Estamos hablando de un cazador espontáneo?”

“Quizá.”

“¿Quién las mandó?”

“Wiesenthal.”

“Era obvio. ¿Qué te dijo?”

“Lo mismo que las otras veces. Las pruebas son irrefutables y tenemos la obligación de actuar de inmediato.”

“Lo siento, Eli. No tenemos ninguna prueba y Wiesenthal no puede gobernar los relojes del Mossad. ¿Te dijo dónde habían tomado las fotografías?”

“No está seguro.”

“¿Cuándo las tomaron?”

“Hace unos meses. Pero no ha podido confirmarlo.”

“Unas fotografías tomadas al principio de la guerra. Unas fotografías tomadas después de la guerra en un lugar que podría ser cualquier lugar. La semejanza es muy leve y las notas no coinciden con los informes de la Comisión de Nuremberg.”

Una pausa.

“¿Qué le hace pensar que Otto Wolf está viviendo en México?”

“Información complementaria.”

“¿De qué índole?”

“No me dijo.”

“¿Cuándo te va a decir?”

“Cuando la encuentre.”

Feinberg frunció las cejas.

“Según parece, Ariel, había guardado los datos en un sobre y una mañana descubrió que los había perdido. No es la primera vez que sucede. La oficina de Wiesenthal está inundada de expedientes y legajos y se ha negado a contratar a un ayudante porque vive en el temor de que le roben la información y destruyan las indagaciones que ha venido haciendo desde el día que abandonó el campo de concentración.”

“Si perdió los datos no tiene sentido analizar el caso.”

“Lo más probable es que los encuentre en cualquier momento. Estaba furioso. Eli, me dijo, no puede ser. Dejé el sobre en el lugar más visible de mi escritorio y el día que te lo iba a mandar me di cuenta de que lo había perdido.”

“¿Qué le dijiste?”

“Que hiciera lo imposible por encontrarlo. Es un caso muy importante y es necesario que nos pongamos en movimiento sin perder un minuto.”

“Dile que no vuelva a molestarnos hasta que disponga de toda la información.”

Bruck sintió que tenía el deber moral de defender a Simón Wiesenthal, que se había convertido en su aliado incondicional desde el día en que el director del Mossad le encomendó la dirección de operaciones, una dependencia que llevaba sobre los hombros la responsabilidad ingrata de planear y dirigir las actividades del servicio en territorio enemigo.

“¿Sabes cómo opera Wiesenthal?”

“Eli, por favor. Wiesenthal es un aficionado. Gran corazón, grandes ideas y poco discernimiento.”

“Quizá. Pero recibe un diluvio de denuncias todas las semanas y le paga una fortuna a sus informantes. ¿De qué vive? No sé. Subsidios. Donaciones. Tiene poco dinero y se ve obligado a gastarlo con cuentagotas.”

“Las finanzas de Wiesenthal son el problema de Wiesenthal. ¿Te ha pedido ayuda?”

“Alguna vez.”

“¿Se la has dado?”

“Jamás. Menzel no le tiene confianza y no me autorizó a darle apoyo financiero.”

“Menos mal. Tenemos un presupuesto muy reducido y no podemos darnos el lujo de arrojarlo por la ventana. No es la primera vez que Wiesenthal trata de manejarnos como si fuéramos sus empleados. ¿Qué lo mueve?”

“Es evidente, Ariel. La obsesión de capturar a otro criminal de guerra. Tiene miedo de morirse sin haber cumplido la misión para la que Dios lo puso en el mundo. La última vez que hablamos me dijo que los nazis habían perdido la guerra pero que nosotros estábamos perdiendo la posguerra.”

Bruck señaló el expediente.

“Si te parece bien, podríamos revisar los datos para establecer en qué estado se encuentra la operación.”

“¿La operación? —dijo Feinberg— No tenemos nada. ¿De qué operación me estás hablando?”

Era verdad: el expediente no pasaba de ser un catálogo de indicios llenos de audacia y optimismo, algo que sucedía muy a menudo cuando le seguían la pista a las indagaciones oficiosas de Simón Wiesenthal, un alma grande que vivía en Viena y recibía con los brazos abiertos a los hombres de buena voluntad que lo buscaban para ofrecerle informes sobre los responsables de las atrocidades de la guerra, en especial los que se habían encargado de los campos de concentración en los que perecieron seis millones de judíos.

Los hombres del Mossad veían a Wiesenthal con indulgencia y un poco de irritación, porque a lo largo de los años los había obligado a organizar una serie de operaciones que no tenían base ni fundamento y los llevó a dilapidar recursos y distraer agentes cuya experiencia y destreza eran requeridas con urgencia en los sitios más conflictivos, Líbano, Siria, Palestina, donde todos los días se producían hechos de sangre y se habían convertido en nidos de conspiradores y terroristas que amenazaban sin descanso la estabilidad precaria de Israel.

“Wiesenthal está convencido de que el hombre que aparece en las fotografías es Otto Wolf.”

“No basta.”

“También está convencido de que llegó a México hace más de diez años y que ha logrado evadir las indagaciones de los grupos que se dedican a buscar criminales de guerra. El expediente, como acabas de ver, está lleno de cartas personales y copias fotostáticas de los pasaportes de Wolf, que durante un tiempo se llamó Franz Ranke y luego se llamó Felix Winkel y ahora está viviendo, dice Wiesenthal, en la Ciudad de México, donde lleva la existencia de un potentado. Wiesenthal me dijo también que es necesario proceder de inmediato, porque Wolf dispone de mucho dinero y podría desaparecer en menos de un suspiro.”

“¿Cómo es posible que tenga tanto dinero?”

“Es un misterio. Wiesenthal está tratando de indagarlo.”

“Wiesenthal no tiene elementos ni recursos para indagar nada. Lo más aconsejable es olvidarnos de Otto Wolf y pensar en las escuelas y los hospitales que pueden convertirse en polvo y ceniza mientras tú y yo hablamos del pasado.”

“De acuerdo. Lo más aconsejable es darle vuelta a la página, pero hay veces en que los imperativos morales están por encima de todo lo demás. Lo mismo pasó con Eichmann. Lo secuestramos en Argentina y acabó colgado en el patio de la prisión de Ramla. ¿No te parece que tenemos la obligación de perseguir y castigar a estos hijos de puta?”

Feinberg no podía oír el apellido Eichmann sin que se le erizara el cabello, no sólo porque era el criminal de guerra más abominable de todos los que habían trabajado a las órdenes de Himmler en la orquestación del genocidio, sino por la forma arbitraria en que el director del servicio lo había marginado de la operación con el argumento de que estaba demasiado involucrado para pensar con claridad y tomar decisiones graves. Era cierto: estaba demasiado involucrado. Igual que Bruck y el propio Menzel, que había perdido a su madre y a dos hermanos en Treblinka, pero el caso de Eichmann se había convertido en una revelación dolorosa de los extremos a los que podían llegar los jefes del Mossad para impedir que sus agentes más probados ascendieran en el escalafón y pudieran sentarse en la mesa de los elegidos.

“Te recuerdo —dijo Feinberg— que no pasaron menos de cinco años antes de que se produjera la identificación de Eichmann y que atravesamos por un mar de vacilaciones antes de que el Primer Ministro autorizara la operación. ¿De qué se trata? ¿De provocarme?”

Se habían conocido en las aulas vetustas de la escuela de Tiberíades, donde se graduaron con los máximos honores y habían jurado defender los derechos históricos de Israel hasta la última gota de sangre. Bruck había estado a punto de morir en Beirut. Feinberg había muerto y había resucitado en Jericó. Luego vinieron las medallas y los ascensos y terminaron por ocupar un lugar distinguido en el instituto, donde manejaban a sus agentes como piezas de ajedrez y se habían convertido en los adversarios más tenaces de los profetas armados que recorrían las calles del país con el Corán bajo el brazo y un chaleco tapizado con cartuchos de dinamita.

“¿Provocarte? —dijo Bruck— ¿A qué te refieres?”

“A la forma irracional en que estás manejando el expediente. A los argumentos que has utilizado para que te dé la bendición. En el fondo, Eli, estás haciendo un esfuerzo desesperado por sumarte a la cola de los aspirantes al trono. Menzel está muy viejo. Menzel es un cretino y un déspota y tiene que largarse. Es verdad. Pero no vamos a ganar nada armando una operación que está destinada al fracaso.”

Feinberg lo miró con frialdad, como hacía con los infelices que interrogaba en los sótanos del edificio.

“Wolf, según afirma Wiesenthal, estuvo en Bergen Belsen los últimos dos años de la guerra. Pero los archivos de Berna sostienen que en esa época formaba parte del Estado Mayor del mariscal Von Rundstedt.”

“Lo que puede ser cierto —dijo Bruck— pero no nos libera de la obligación de seguir indagando. También podemos suponer que era miembro de las SS y que tuvo una participación destacada en el genocidio. Los informes, en algunos casos, parecen ser definitivos.”

“El hecho de que formara parte de las SS no lo convierte en un criminal de guerra. Y la razón por la que se fue a México es la misma que te podrían dar miles de nazis que se largaron de Alemania para rehacerse en un paisaje diferente. ¿No te basta con Eichmann?”

“No.”

“Se trataba de crear un símbolo, de recordarle al mundo que fuimos víctimas del exterminio más grande de la historia. Punto. Se acabó. Hay cosas más importantes. La economía está muy lejos de ponerse a la altura que todos quisiéramos, el desempleo por las nubes, la producción por los suelos, el enemigo lanzando bombas desde la banqueta de enfrente y lo último que debemos hacer es dedicarnos a perseguir fantasmas.”

Bruck eligió suavizar el tono de la conversación para impedir que un estallido de mal humor lo indispusiera con Feinberg, que era su amigo de muchos años y su confidente predilecto.

“Tienes razón. Si quieres podemos mandar el expediente al congelador y esperar unos meses antes de mandarlo al archivo muerto. O bien, Ariel, podemos suspender la indagación hasta que Wiesenthal localice los datos.”

“Es ridículo —exclamó Feinberg— ¿De qué estás hablando?”

“Datos concretos. Específicos y definidos. Wiesenthal estaba desesperado. Dice que es la primera vez que pierde un documento.”

“Me temo que se está haciendo viejo.”

“Te recuerdo que es unos años menor que nosotros.”

Feinberg miró los árboles del Bulevar Rothschild.

“Tú sabes que bastaría el menor indicio sólido para que todo fuera diferente. Algo más persuasivo que unas fotografías tomadas al vuelo y un chisme originado en el escritorio del pobre Wiesenthal.”

Bruck percibió un aire de hastío en la voz de Feinberg, el primer síntoma de que sus mecanismos de defensa estaban a punto de rodar por el suelo.

“No puedo negarlo. Wiesenthal se ha vuelto muy arrogante y es una víctima propicia de muchos estafadores. No está lejos el momento en que las instituciones que lo patrocinan se cansen de mandarle dinero para que lo gaste en informantes que muchas veces hacen las denuncias por motivos personales, odios y envidias que no tienen ninguna relación con el Holocausto. Hace unos meses, un muchacho de la CIA me dijo que Wiesenthal se había gastado más de cien mil dólares el año pasado. He sabido que los informantes tienen que pedirle cita con semanas de anticipación.”

“No me extraña.”

“También es verdad que nos ha dado más pistas infundadas de las que puedo recordar ahora, pero hay que reconocer que fue el primero en avisarnos que Eichmann vivía en Buenos Aires, que se hacía llamar Ricardo Klement y trabajaba como supervisor en una empresa de electricidad. ¿Te acuerdas lo que hicimos? Dejamos pasar la información, la mandamos al congelador y luego la mandamos al archivo muerto hasta la noche en que una novata de la planta baja se puso a escarbar en una selva de papeles viejos y se le ocurrió meter la nariz en el expediente de Eichmann y descubrió que nadie se había tomado la molestia de hacer nada.”

Bruck tomó un sorbo de café.

“La muchacha, Ariel, pasó tres meses viviendo en el archivo y terminó por confirmar los indicios más relevantes. Números de pasaporte, identidades ficticias, países visitados y abandonados, y una mañana escribió un informe de cinco páginas y lo llevó a la oficina del director.”

Lo que sucedió a continuación se quedó grabado para siempre en la historia secreta del servicio. El director había llamado a un ayudante, el ayudante se había reunido con tres analistas del departamento de inteligencia y en menos de una semana comprobaron que el reporte de Wiesenthal coincidía con las denuncias que habían recibido a través de otras fuentes. La información, que había permanecido dormida durante los últimos dos años, se reactivó de golpe y empezó a fluir a gran velocidad desde los sitios más imprevistos: Berlín, Roma, Kuwait, Buenos Aires, una avalancha de telegramas y cartas cifradas que terminaron por establecer la identidad ficticia y el domicilio verdadero del criminal más grande de la historia.

“No fue tan simple —dijo Feinberg— Fue necesario verificar una y otra vez. Se armó un escándalo el día que las autoridades argentinas descubrieron que habíamos organizado un secuestro en Buenos Aires. Crisis diplomática, tormenta en la ONU. Los halcones del Consejo de Seguridad se pusieron furiosos y le hicieron saber al mundo que nos habíamos convertido en una amenaza para el orden internacional. ¿Te imaginas lo que habría ocurrido si Eichmann no hubiera sido Eichmann sino Ricardo Klement?”

“El hecho —dijo Bruck— es que dimos en el blanco y nadie pudo impedir el secuestro, el juicio y la ejecución.”

Feinberg lo miró con una intensidad peligrosa, como la noche en que le había pintado con los colores más sombríos lo que podría ocurrir en el país si no cortaban de tajo las redes que Irán estaba sembrando al norte de Galilea.

“Hay algo, Eli, que me inquieta mucho.”

“¿Te refieres a Menzel?”

“No. Me refiero a ti.”

Muy a lo lejos se oyó el rumor letárgico de los muelles y Feinberg pensó en los barcos que había perdido desde que era niño. ¿Quién era, Ariel Feinberg, a los sesenta años que acababa de cumplir? Un soldado exiliado del ejército, donde hubiera podido ascender la escalera de los galones y las estrellas y llegar al Ministerio de Defensa, que se había convertido en un nido de mediocres y arribistas. También era el viudo menos requerido del edificio por su figura encorvada, sus manías incurables y su carácter explosivo, lo que lo había convertido en el candidato menos idóneo para reemplazar a Menzel en el puente de mando, no sólo porque no tenía contacto alguno con los miembros del gabinete, sino por las referencias negativas de su hoja de servicios, que estaba llena de antagonismos burocráticos y episodios borrascosos.

“Quiero que sepas que no tengo la menor intención de promover mi candidatura para la Dirección General.”

“Ariel...”

“La menor intención, porque me interesa más regresar a Haifa y ayudarle a mi hija con los nietos y el restorán.”

Bruck había oído la historia en muchas ocasiones y jamás le creyó media palabra, porque el sistema político del instituto respondía a las mismas leyes y códigos que los sistemas políticos del resto del mundo. Era mentira que no quería ser director general, pero se lo había dicho para darle rienda suelta y esperar que cometiera algún error que le impidiera llegar a la oficina del sexto piso. Bruck, que odiaba las maniobras perversas que solían reinar en la trastienda del servicio, se dio cuenta de que no tenía más alternativa que valerse de la misma estrategia.

“Absurdo —respondió— todos estamos convencidos de que eres el hombre adecuado. Además, la tradición indica que el director de inteligencia es el sucesor lógico del director general.”

“La tradición no está por encima de la vida privada de los integrantes del servicio y sería un error que me vieras como un rival en el proceso de cambio.”

“Jamás te vi como un rival. Te he visto como un amigo y un compañero de armas.”

“Es una decisión tomada y no la voy a cambiar. Te lo digo porque también he resuelto apoyar tu candidatura con David Menzel y el Ministro del Interior, en el caso improbable de que llegaran a pedir mi opinión.”

Bruck sintió que Feinberg había empezado a convertirse en otro Feinberg y por un instante volvió a verlo en las calles de Budapest y en los cafetines de Lisboa donde había armado sus mejores operaciones.

“Por lo que se refiere a mis posibilidades, Ariel, te diré que no tengo ninguna. Mosen y Jacobi me llevan mucha ventaja y son los favoritos de Menzel.”

“Mosen es un perro faldero y Jacobi no puede organizar una red de espionaje aunque le mandes las instrucciones por correo.”

“Te agradezco el apoyo, de verdad. Pero te juro que no voy a mover un dedo para llegar a la Dirección General.”

“Ya lo estás haciendo —dijo Feinberg— y eso es lo que me inquieta.”

“No entiendo.”

“Te estoy hablando de Otto Wolf. Estás demasiado ansioso por encabezar la operación y ganar la carrera en la última vuelta.”

“Estoy ansioso por secuestrar a un hombre que mandó a las cámaras de gas a miles de judíos. Es necesario que Israel lo someta a juicio y vuelva a dar una prueba categórica de su espíritu de justicia.”

“¿De su espíritu de justicia o de su sed de revancha?”

Bruck se puso de pie con la fluidez de un hombre de treinta años, la mitad de los que estaba por cumplir.

“No creo que los judíos tengan sed de revancha. Tienen hambre de justicia.”

“Si te asomas a la ventana —dijo Feinberg— verás otra cosa. Una muchedumbre de infelices que se levantan cada mañana para trabajar como mulas y ganar lo que puedan y salvarse del siguiente bombazo. El Holocausto quedó atrás. La guerra quedó atrás. Lo que importa es la vida diaria. La industria, el comercio y la cantidad de aviones, tanques y fusiles que podamos fabricar para defendernos de los árabes.”

Bruck decidió que un segundo de franqueza era más efectivo que un año de simulación.

“¿Me estás sugiriendo que abandone la indagación?”

“De ninguna manera. Te estoy sugiriendo que sigas con la indagación, pero sin convertirte en el paladín de la indagación. Es necesario que manejes el expediente con la mayor reserva y que no vuelvas a hablar con Menzel hasta que hayas reunido más evidencias y estés en posibilidad de defender el asunto al margen de toda sospecha.”

“¿Sospecha? ¿De qué?”

“De estar utilizando el secuestro de Wolf como un trampolín.”

Feinberg señaló el retrato de Ben Gurión.

“¿Sabes cómo llegó al poder?”

“Como el resto de los políticos. Con astucia y arrojo.”

“No te olvides de la paciencia.”

“La paciencia —dijo Bruck— es la peor consejera en un caso como éste. La paciencia puede convertirse en laxitud y dejar que se nos vaya la liebre. Wolf podría largarse de México, asumir otra identidad y desvanecerse en el fondo de la noche.”

“Lo dudo.”

“¿Por qué?”

“Porque no está informado de nada.”

“¿Cómo lo sabes?”

“Porque necesitaría un servicio de inteligencia personal para estar al corriente de lo que están haciendo los servicios de inteligencia de todo el mundo.”

“No quiero arriesgarme. Prefiero suponer que puede enterarse en cualquier momento. Eichmann se refugió en las montañas del norte de Austria hasta que los hombres de la Gestapo le dijeron que la Comisión de Nuremberg y la Interpol habían empezado a seguirle el rastro. Se fue a Marsella y a Kuwait y luego se fue a Buenos Aires y pasó más de diez años viviendo como el vecino de enfrente.”

“Un poco de paciencia y mucha tenacidad.”

“Me gustaría recordarte que la guerra fría modificó los objetivos de las agencias de espionaje. La CIA no quiere perseguir a los criminales de guerra porque está muy ocupada luchando con los soviéticos. Los soviéticos, por su lado, han reclutado a una multitud de oficiales de las SS para que los ayuden a mantener el orden en Alemania Oriental. Adenauer, por último, ha declarado en muchas ocasiones que le interesa más el futuro de Alemania Occidental que seguir persiguiendo a los nazis. Sólo quedamos nosotros y sería una tragedia que los vuelcos de la política internacional nos obligaran a olvidarnos del pasado.”

“Es verdad, pero Israel no es una isla y siguiendo tus propios razonamientos te diré que no podemos dejar que el pasado nos obligue a vivir de espaldas al futuro.”

Bruck recogió el expediente y se lo puso bajo el brazo.

“Hay algo más —dijo Feinberg— Si yo estuviera indagando el caso no le enseñaría los resultados a Menzel. Lo más apropiado sería reunir la mayor cantidad posible de antecedentes y esperar la reunión del Comité de Inteligencia.”

“¿Para qué?”

“Para soltar el disparo al aire libre y oír la opinión de las ratas del departamento administrativo, que van a poner el grito en el cielo cuando se enteren de lo que va a costar el proyecto. Pero sobre todo, Eli, para obligar a Menzel a que resuelva en público y no pueda lavarse las manos el día de mañana, cuando se cometan los errores que podrían cometerse y nos metamos en una pelea de perros con el gobierno mexicano.”

Bruck sintió un hueco en el estómago.

“¿Tú crees que podría ocurrir?”

“¿El conflicto con México o la reacción de Menzel?”

“Las dos cosas.”

“El terremoto diplomático dalo por descontado. Pase lo que pase.”

“¿Y la reacción de Menzel?”

“Otro tanto de lo mismo. Tú quieres ser director general y Menzel aspira al Ministerio del Interior y no va a sacrificar sus ambiciones políticas por una aventura que podría hundirlo en el descrédito si la operación se muere antes de nacer y quedamos en ridículo.”

“Es inaudito.”

“Créeme. He visto cosas peores.”

“De cualquier manera —dijo Bruck— estamos en la peor situación imaginable.”

“Exacto. No podemos hacer nada hasta que Wiesenthal te mande los indicios que faltan. Wolf, según parece, está en la Ciudad de México.”

“Así es.”

“Excelente. Pero lo más importante es averiguar su nueva identidad, a qué se dedica y el lugar donde está viviendo. Es muy grave que Wiesenthal haya perdido los datos, pero es peor que no los haya memorizado. Deja pasar unos días y pídele a Dios que aparezca la maldita información.”

2

Bruck se despidió de Feinberg y se dirigió a la escalera para hacer un poco de ejercicio y demostrarle a los novatos que los años no habían mermado la condición física que le había permitido dirigir las operaciones más exigentes y ganar dos veces el maratón de Acre. Subió a la carrera, saltando escalones, y al llegar a su oficina arrojó el expediente sobre una mesa atestada de papeles y se dio unos minutos para recobrarse. ¿Dónde estaba el espíritu legendario de Israel? En los libros sagrados, quizá, y en los libros de historia, que se habían olvidado de reseñar ciertas realidades que todas las mañanas se volvían más deprimentes.

Había muchas cosas que hubiera querido decirle a Feinberg y prefirió dejar para otra ocasión. Los sacrificios, los insomnios, las noches sofocantes en los hoteles desolados donde se quedaban esperando el regreso de un agente sin tener idea de lo que había ocurrido. Lo mataron, lo arrestaron, lo compraron, como si la existencia de un ser humano se hubiera reducido a esas tres posibilidades exclusivas y el trabajo no tuviera más sentido que esperar a medio kilómetro de una frontera enemiga o esperar que Dios los librara de la obligación agobiante de seguir esperando.

No hubiera podido decir quién había cambiado más, si Feinberg o él. Los dos, tal vez, porque nadie podía ascender en el escalafón del Mossad sin experimentar un cambio profundo, lo que no significaba que el fuego original se hubiera apagado, pero el ímpetu de la juventud se había desvanecido bajo los escrúpulos de la madurez y la visión grandiosa de las otras épocas fue cediendo bajo las obligaciones de escritorio y el temor de ofender a los jerarcas de la institución.

El expediente de Otto Wolf llegó de pronto, como caído del cielo, y Bruck empezó a vivir en la excitación maravillosa de que su pasado estaba a unos milímetros de encontrarse con su presente. Había olvidado todo para concentrarse en el informe raquítico de Wiesenthal: las operaciones que estaba desarrollando para aniquilar en sus madrigueras a los sicarios de Al Fatah, la organización de un sistema de casas de seguridad que le permitiría interrogar a un grupo de informantes comprados, las cenas protocolarias, los partidos de tenis y la historia que había empezado a escribir para dar su versión personal de la Guerra de Independencia. Todo, para concentrarse en un expediente de hojas azules que Wiesenthal había preparado en su guarida de Viena y llegó a su escritorio con una nota donde le decía que no vacilara en llamarle si quería que analizaran el caso.

Bruck había examinado las fotografías con una fascinación creciente. ¿Era posible que uno de los lugartenientes más feroces de Himmler estuviera viviendo en México? ¿Era verdad que se había convertido en un hombre adinerado? ¿Dónde había hecho su fortuna? ¿En México o en Alemania? ¿Había recibido ayuda de alguien? ¿De quién? ¿Tenía un negocio? Y de ser así: ¿cómo había logrado, en un lapso tan breve, colocarse en una situación privilegiada?

Eran muchas interrogantes y muy poca información, pero unos días después resolvió sumergirse en el archivo general para buscar las referencias que le permitieran verificar las sospechas de Wiesenthal, lo que multiplicó las incógnitas más que darles una respuesta. Otto Wolf se había enrolado en las SS a los treinta y cinco años y había ascendido como una centella hasta deslizarse en el círculo íntimo de Himmler, donde se distinguió por la tenacidad con que desempeñó las tareas que le encomendaron al principio de la guerra. Pero las fotografías de las épocas iniciales eran borrosas y escasas y Bruck no logró asociarlas con el hombre de setenta años que aparecía en las fotografías del expediente.

Los ojos, la nariz y el trazo de las mandíbulas seguían respondiendo a la fisonomía intensa de los años de gloria. Pero la calvicie y las arrugas podían desdibujar los rasgos más distintivos y en el caso de Wolf le habían dado la apariencia benévola de un profesor jubilado. Hubo noches en que se quedó en el escritorio revisando con una lupa las fotografías del archivo y las fotografías de Wiesenthal y llegó al extremo de hacer algunas amplificaciones para examinarlas con detenimiento.

Había guardado el expediente en la caja fuerte de su oficina para mantener a raya el deseo enfermizo de examinarlo a todas horas, lo que se acentuaba cuando tenía que abandonar Tel Aviv para supervisar las operaciones que estaba organizando en Sidón o en Luxor, que no tenían mayor importancia comparadas con la posibilidad de seleccionar a un grupo de agentes que enviaría a la Ciudad de México para comprobar si la historia había regresado al punto de partida.

Cada vez que se internaba en el expediente se sentía más desanimado y confuso. Cada vez que lo guardaba en la caja fuerte se sentía más impotente y culpable. ¿Por qué se había obstinado en llevar la indagación hasta el extremo de lo absurdo? Era cierto, como le dijo Feinberg, que tenía unos deseos inmensos de ocupar el escritorio de Menzel. Pero no era menos agudo su sentido del tiempo y su idea de la justicia y la ilusión de dejarles a sus hijos un testimonio indeleble de las misiones que había dirigido a lo largo de su carrera.

Pasó el resto de la mañana pensando en Otto Wolf y en las historias que habían contado los sobrevivientes de Bergen Belsen, que eran muy pocos y habían elegido encerrarse en un mutismo impenetrable para evitar que el recuerdo les arrebatara las ganas de seguir viviendo. La información había ido fluyendo de forma esporádica y pasó a integrar los expedientes exiguos de las comisiones internacionales y el archivo del instituto, donde se fue llenando de polvo y telarañas bajo las exigencias apremiantes de la guerra eterna que estaban librando con los árabes.

El informe de Wiesenthal ejerció el efecto de una tempestad personal que lo obligó a revisar su escala de valores y a modificar en forma drástica sus relaciones con el mundo. Había anotado los indicios más promisorios en una libreta de tapas negras que se convirtió en un pasaporte secreto que utilizaba para entrar a voluntad a un laberinto de infamias y atrocidades que se habían desvanecido de la memoria colectiva y los afanes prioritarios de Israel.

Llegaba a su oficina antes que nadie, revisaba los papeles del día y participaba en las juntas de rutina con el celo y la obsesión por los detalles que lo habían convertido en uno de los oficiales más rigurosos del servicio. Giraba las órdenes de forma sumaria, enunciando con precisión los métodos y los objetivos, y luego cerraba la puerta con llave para enfrentarse a los espectros de su guerra privada.

Durante un rato se quedaba mirando los árboles floridos del Bulevar Rothschild y se tomaba una taza de café pensando en los fracasos del día anterior y las decepciones que lo esperaban al día siguiente. En ocasiones, movido por el temor de que estaba perdiendo la fibra y la garra, entraba al baño y se observaba en el espejo para comprobar que seguía teniendo el aire de resolución y la mirada vivaz que lo habían acompañado desde joven. Se acordaba de las misiones iniciales, de los años que había pasado recorriendo Palestina disfrazado de comerciante, profesor de idiomas y agente de la Cruz Roja para colectar información y seguir avanzando en el escalafón tortuoso del Mossad.

Luego, sin decirle nada a nadie, se dirigía al archivo para seguir buscando las huellas de Otto Wolf, lo que le daba a su vida un giro de ciento ochenta grados. Le bastaba entrar a las cavernas del sótano para dejar en el olvido los asuntos que inundaban su escritorio. Las infiltraciones sigilosas en los grupos de radicales que no se cansaban de ingeniar métodos nuevos para masacrar inocentes. Las redes de informantes que había armado con la paciencia de un relojero. Los planes que había trazado para matar en caliente a los líderes musulmanes que se ocultaban en todas partes y en ninguna y solían mandarle cartas estridentes para informarle de lo que podía sucederle a él y a su familia si persistía en el afán de aniquilarlos.

Entraba al sótano lleno de energía, se aflojaba la corbata y se ponía a recorrer los pasillos del archivo buscando las cajas selladas donde podría encontrar las evidencias que no aparecían en el informe de Wiesenthal. Eran cientos de anaqueles, miles de cajas, millones de datos extraviados o inutilizados por el paso del tiempo y el olvido. El archivo era la dependencia menos visitada del edificio y hacía sus recorridos como un alma en pena, hurgando en los sitios más recónditos y volviendo a hurgar una y otra vez en los anaqueles que ya había examinado días o semanas antes con la sensación de que la fatiga y la ansiedad lo habían obligado a pasar por alto algún detalle significativo.

En ocasiones, mientras iba de un lado a otro con la libreta en la mano y fumando sin cesar, se había negado a aceptar el auxilio de los oficiales del archivo, que estaban sorprendidos de que el director de operaciones hubiera bajado para hacer un trabajo que en condiciones normales realizaban las secretarias y el personal de oficina. Bruck les daba las gracias, les guiñaba un ojo y seguía removiendo cajas y papeles hasta que, poco a poco, extrayendo un párrafo de aquí y una fecha de allá, empezó a juntar los antecedentes que le permitieron dibujar un retrato fidedigno del Chacal de Bergen Belsen.

El sistema de exterminio organizado por Hitler abarcaba alrededor de doscientos campos de concentración diseminados por Alemania y los países donde la Wehrmacht había establecido zonas de dominio indiscutible durante los primeros años de la guerra. Los jefes de los campos eran reemplazados con frecuencia para ocupar la dirección de otros campos y muchos de ellos inventaron métodos sobrecogedores para borrar a los judíos de la faz de la tierra: fusilamientos fingidos que terminaban con una ronda de fusilamientos verídicos, experimentos médicos en los que los prisioneros servían de conejillos de Indias y eran perpetrados con una crueldad infinita en nombre de la ciencia y el progreso, sesiones de tortura presenciadas por los familiares de las víctimas, carreras olímpicas en las que los perdedores eran asesinados a palos y los campeones recibían una medalla de cartón en los umbrales de las cámaras de gas y los hornos crematorios, ceremonias nocturnas en las que muchos de ellos fueron arrojados a una hoguera para evocar los ritos saturnales de las valquirias.

La captura de Adolf Eichmann tres años antes se convirtió en una de las hazañas más memorables del Mossad, que dejó de ser un servicio de inteligencia de segunda para adquirir un rango excepcional entre las organizaciones de espionaje del mundo moderno. Eichmann había sido el jefe virtual del genocidio, pero los responsables de cada campo no fueron identificados ni perseguidos y la opinión pública mundial (y las mismas autoridades de Israel) se dieron por satisfechas el día que lo ejecutaron en los patios lúgubres de una prisión militar situada en las afueras de Jerusalén.

¿Dónde estaban los otros verdugos? ¿Quiénes eran? ¿Cómo habían logrado evadir las pesquisas de los organismos internacionales? Bruck estaba convencido de que muchos de ellos seguían viviendo en Alemania bajo la protección de los soviéticos, que los habían reclutado después de la debacle para integrarlos al Ministerio de Seguridad de Alemania Oriental, donde los obligó a perseguir a los enemigos del partido comunista con el mismo celo y la misma ferocidad con que habían perseguido a los judíos y a los comunistas durante la época de Hitler.

Nadie sabía dónde estaban los demás, pero Bruck tenía la certeza de que habían cambiado de identidad y llevaban muchos años viviendo en el limbo de los hombres intachables. Hitler se había suicidado en el sótano de la Cancillería. Himmler se había suicidado unas horas después de que fue detenido por una patrulla inglesa en un suburbio de Lüneburg. Eichmann había sido colgado del poste más alto de Jerusalén. Pero la mayor parte de sus lugartenientes y subalternos habían muerto en el anonimato o seguían ejerciendo funciones importantes bajo el control de los soviéticos o en la reconstrucción dinámica y promisoria de Alemania Occidental.

No era la primera vez que Simón Wiesenthal estremecía las oficinas del Bulevar Rothschild con el anuncio impetuoso de que había descubierto a otro criminal de guerra en alguna parte de Sudamérica, Europa o Medio Oriente, pero el éxito que había tenido su indagación sobre Eichmann se fue desvaneciendo bajo los fracasos lamentables de sus indagaciones posteriores, que se perdieron en un mar de testimonios nebulosos. El propio Bruck, que había sufrido en carne viva los errores de Wiesenthal, vio con un escepticismo total el informe sobre Otto Wolf, pero a la vuelta de unas semanas se libró de sus prejuicios iniciales y se dejó hechizar por el halo de misterio que irradiaba el expediente.

No fueron las semejanzas con Eichmann sino las diferencias, las que terminaron por convencerlo. Eichmann había sido una estrella en el ejército inexorable de Himmler. Wolf, una figura de segundo orden. Eichmann se había refugiado en un arrabal de proletarios en Buenos Aires. Wolf, en palabras de Wiesenthal, vivía como un potentado. Eichmann se había ocultado en un país remoto e inaccesible que había simpatizado con Hitler y en el que abundaban los movimientos antisemitas. Wolf había elegido un país que tenía una frontera de tres mil kilómetros con Estados Unidos y donde los judíos se habían integrado al resto de la población en un proceso de asimilación natural que no dio motivo a discordias ni enfrentamientos de ninguna clase.

Bruck, por otro lado, estaba pasando por una crisis emocional de grado 6 en la escala de Richter. Su matrimonio, que jamás fue un matrimonio feliz, se había hundido en un período de desavenencias continuas y todos los días se encontraba en las puertas del divorcio. Sus dos hijos habían empezado a hacer planes para abandonar la Universidad de Tel Aviv y emigrar a algún lugar donde no se vieran amenazados por la ira incontenible de los palestinos. Su carrera, por último, había llegado a la antesala del futuro amargo que solía reservar el Mossad a sus funcionarios mayores de sesenta años: el retiro, una medalla de cobre y una referencia piadosa en los libros secretos de la institución.

Todo había cambiado bajo el influjo ominoso de Otto Wolf, que de un día a otro se convirtió en la clave de su vida. Cada vez que localizaba una fecha o una prueba se iba alejando más de las cosas que lo habían torturado la semana anterior. Le bastaba abrir el expediente para dejar en el olvido sus conflictos conyugales, la ingratitud de sus hijos y la idea de que se había hecho viejo sin darse cuenta. Se enfrascaba en el trabajo de escritorio con su destreza característica y luego cerraba la puerta con llave para seguir revisando la biografía borrosa de un hombre que se había convertido en su enemigo personal y cada vez le parecía más abominable.

Cien mil judíos, cuando menos, habían perecido bajo su reinado en uno de los campos más eficientes del sistema hitleriano. Hombres, mujeres, niños, ancianos, igual que en Sobibor, en Dachau y en Auschwitz, con la diferencia de que en Bergen Belsen el método había llegado a unos extremos de refinamiento inaudito. No se trataba, nada más, de aniquilar familias enteras sino de someterlas a un régimen permanente de humillación y suplicio moral.

Otto Wolf había establecido un sistema de elecciones para que los miembros de cada familia determinaran con libertad quién iba a morir al día siguiente. “Las elecciones” se celebraban después de la comida y los asistentes de Wolf recorrían las barracas para apuntar el nombre de los candidatos ganadores y trasladarlos a una sala de espera. Luego, al filo del amanecer, los magnavoces del campo difundían los nombres de los elegidos, que eran llevados a las cámaras de gas desnudos y temblorosos bajo los acordes estridentes de una ópera de Wagner.

Bruck había tratado de imaginar lo imposible: los hijos que habían votado por sus padres, las esposas que habían votado por sus esposos, los hermanos que habían votado por sus hermanos. Las abstenciones se castigaban de una manera muy simple: las familias que se habían negado a emitir su voto recibían una segunda oportunidad para ejercer sus derechos políticos al día siguiente y si volvían a negarse eran masacradas sin más trámite en un solo viaje.

Bruck se sirvió una taza de café y se puso a revisar los reportes de los agentes que estaban organizando las casas de seguridad, que estaban situadas en los barrios más populosos de Marsella, Barcelona y Milán, donde se daría cita con los delatores que había reclutado el año anterior para iniciar una relación comercial que le permitiría indagar los movimientos más recientes de los Hermanos Musulmanes. Un fajo de dólares a cambio de una lista de nombres, fechas y lugares que pasarían al departamento de análisis para que verificara la solidez de la información.

Un rato después abrió las ventanas y se dejó caer en el sofá para reflexionar en las cosas que le había dicho Ariel Feinberg. Era evidente que la captura de Otto Wolf podría situarlo en una posición inmejorable para saltar a la Dirección General y darle a su carrera un impulso final que le permitiera retirarse con la certidumbre de haber dejado una huella importante en la historia del servicio. También era cierto que las fotografías y las referencias del expediente no bastaban para justificar una acción inmediata. Pero todo lo demás era falso, incluyendo la acusación de que estaba utilizando el asunto como un trampolín y que los israelitas no podían estar menos interesados en ajustarle las cuentas a un hombre que no había tenido mayor relevancia en la organización del genocidio y acabó por hundirse en las tinieblas de la historia.

Bruck hubiera sido incapaz de revelarle que había pasado las últimas semanas buscando indicios y evidencias y había preferido mantener la conversación en un tono de objetividad profesional para evitar que percibiera el desencanto que le habían producido sus argumentos pragmáticos y la ironía con que trató de disuadirlo. Era verdad que el país estaba sentado en un polvorín. Pero el hecho de que los palestinos, los egipcios y los sirios hubieran sentenciado a los judíos a un segundo genocidio no hacía más que fortalecer el imperativo moral de que siguieran persiguiendo a los hombres que habían organizado el Holocausto.

Durante los siguientes días, mientras llegaba el momento de defender su caso ante los integrantes del Comité de Inteligencia, hizo dos viajes a Galilea para entrevistarse con un misionero protestante que había ofrecido entregarle un informe detallado de los sitios donde solían reunirse los elementos más radicales de Al Fatah. Se pegó a los teléfonos durante horas enteras para coordinar los trabajos de los hombres que había destacado en Luxemburgo para establecer una red de simpatizantes. Interrogó a once detenidos que habían ingresado en fecha reciente a la prisión de Safed y que le dieron más información de la que había esperado cuando llegó a las covachas del interrogatorio con la intención de someterlos a una sesión rutinaria de gritos, bofetadas y amenazas.

Llegaba a la oficina con los primeros rayos de sol, revisaba los informes del día anterior y celebraba una ronda de análisis con sus subordinados. Comía en la cafetería del edificio, solo, aislado, luchando con su dilemas, y luego volvía al escritorio para archivar papeles, firmar documentos y redactar las minutas del día siguiente. Un atentado que dejó cinco muertos y tres heridos en una sinagoga de Beersheva lo obligó a celebrar una reunión de emergencia con sus agentes más experimentados, que recibieron órdenes de enterrar a los muertos, auxiliar a los heridos y lanzar una indagación relámpago para establecer la identidad de los responsables y llevarle un informe al director general.

En dos ocasiones, al ver que los días seguían corriendo y no había recibido noticias de Viena, le habló a Simón Wiesenthal para preguntarle si había localizado la información extraviada, pero la primera vez que le llamó se había ido a Salzburgo para dar una conferencia y la segunda le dijo que no había encontrado todavía los condenados papeles. Yo te hablo, no comas ansias, te juro por mis hijos que los voy a encontrar tarde o temprano.

Durante la semana que siguió a su reunión amarga con Feinberg, Elías Bruck vivió en un estado de discordia permanente consigo mismo, como si la guerra con los palestinos se estuviera desarrollando en un país que se encontraba al otro lado del mundo. Todo ocurría por arriba o por abajo de su radar emocional, salvo la determinación irrevocable de llevar hasta sus consecuencias finales la pesquisa de Otto Wolf. Agente, doble agente, vengador, ave de rapiña, Bruck hubiera podido identificarse con cualquiera de sus personalidades eventuales y algunas veces con dos o tres de ellas al mismo tiempo.

Las gentes que lo conocían de siempre empezaron a intercambiar opiniones aventuradas sobre lo que le estaba sucediendo. Rebeca Gerson, que era su brazo derecho y amante ocasional, dijo que Bruck había empezado a marginarse de la realidad, lo que solía ocurrir cuando se encontraba en vísperas de una operación importante. Rebeca Gerson había sido una agente de campo destacada y podía distinguir al primer vistazo los cambios de humor de su jefe y la forma extraña en que se le endurecía el rostro cuando estaba luchando con sus demonios. El aire de distracción, los estallidos injustificados, la forma sistemática en que eludía las charlas casuales y la frecuencia con que iba de un piso a otro sin motivo aparente ni utilizar el elevador, como si no quisiera estar mucho tiempo en un sitio o estuviera haciendo un esfuerzo inútil por huir de sí mismo.

Rebeca hubiera podido hablar también de lo que había observado en las ocasiones esporádicas en que se reunían en su departamento de Ramat Gan para esconderse del mundo y fingir que ya estaban viviendo en el futuro que no iban a tener nunca. Los pleitos, las recriminaciones, la frialdad creciente de una relación amorosa que también se vio afectada por el talante sombrío de Bruck, que muy a menudo estaba ensimismado y distante y había perdido la enjundia y el apetito sexual que lo habían caracterizado en las épocas iniciales.

Su hijo mayor le comentó a su madre y a su hermano que el “viejo” estaba pasando por una temporada difícil y que lo había sorprendido varias veces con la luz de su estudio encendida en plena madrugada, lo que podía significar que estaba analizando de nuevo la idea de abandonar el servicio y empezar otra carrera como profesor de historia en las aulas de una universidad que le había hecho varias ofertas tentadoras. ¡A sus años! les dijo. Por el amor de Dios.

Miriam, su esposa, estaba segura de que sus arranques de impaciencia y sus accesos de melancolía estaban relacionados con el colapso inevitable del matrimonio, porque era evidente que Rebeca Gerson había logrado explotar sus lados vulnerables y ella no podía competir con una mujer de treinta años que había seducido a un viejo imbécil para obligarlo a que la ayudara a avanzar en el escalafón de los espías.

Moshe Korda estaba convencido de que los cambios en el humor de Bruck estaban ligados con la posibilidad de que David Menzel abandonara la jefatura en fecha próxima. Korda, que era el subdirector de comunicaciones y mensajes cifrados, había conocido a Bruck desde los albores de su carrera y no sólo le tenía respeto y admiración, sino que tenía la certeza de que era el hombre más calificado para reemplazar a Menzel. Está velando las armas, dijo una mañana, está cuidando la retaguardia para impedir que alguien le dé una puñalada en la espalda y le impida sentarse en el trono.

La verdad estaba en todas partes y en ninguna, pero Moshe Korda fue el único que logró acercarse más a la realidad. Lo hizo de modo intuitivo y con la misma firmeza con que solía formular sus diagnósticos de campo. Bruck, dijo una noche, es un hombre imprevisible, lleno de lados oscuros y tormentas espirituales, pero apuesto mi sueldo de un año a que el lunes menos pensado va a estar manejando los hilos desde la oficina más importante del edificio.

Era cierto: Bruck estaba vigilando la retaguardia para evitar que alguien le arrebatara la Dirección General, pero sus rachas de aislamiento no obedecían al temor de que le dieran una puñalada en la espalda, sino a la necesidad de mantenerse alerta cuando se viera obligado a comparecer ante los dioses de la institución para convencerlos de que tenía los elementos necesarios para enviar un comando a la Ciudad de México y evitar que el Chacal de Bergen Belsen siguiera viviendo en la impunidad.

3

El Comité de Inteligencia era un organismo de información y análisis que se había originado en la época en que el Mossad empezaba a levantar el vuelo y era necesario fortalecer la moral de sus integrantes con una dosis elevada de democracia y fraternidad. Durante los años iniciales se convirtió en el escenario de muchas batallas legendarias que terminaban en medio de gritos y recriminaciones y se desvanecían cuando los directores y los jefes de sección abandonaban el ambiente hermético de la sala de juntas y se dirigían a la cafetería para hablar de cosas íntimas y olvidar que media hora antes habían estado a punto de degollarse.

Las sesiones empezaban a las once el primer viernes de cada mes y no había un funcionario que no se sintiera autorizado a hablar con libertad, sin consideraciones de rango o méritos en campaña, pero la rutina y las tensiones de cada día fueron disminuyendo el voltaje de los debates y a la vuelta de unos años el comité perdió su vigor inicial y se convirtió en una asamblea de vasallos que se limitaban a recibir y obedecer instrucciones.

El vuelco decisivo se produjo con la llegada de Asher Stein, un militar de cincuenta años que se había distinguido en la Guerra de Independencia y se obstinó en estructurar al Mossad a imagen y semejanza del ejército israelita, donde fue soldado, capitán y coronel y descubrió que no había método más eficaz para conducir a un grupo de hombres que dar órdenes y repartir latigazos y dejar para después la tarea engorrosa de evaluar los pros y los contras de cada operación.

El estilo se propagó de inmediato y el día que David Menzel ascendió a la Dirección General no tuvo que hacer mayor esfuerzo para mantener el curso del barco: las sesiones se convirtieron en meros actos protocolarios donde las estrategias estaban resueltas de antemano y nadie se arriesgaba con una opinión radical o se atrevía a discrepar del vecino, lo que le dio un giro dramático al sistema anterior y acabó por destruir alianzas y amistades y liquidar el espíritu de solidaridad.

Bruck, que había pasado una noche de perros, entró a la sala de juntas con el expediente de Otto Wolf bajo el brazo y la certeza amarga de que iba a apostar toda su carrera en un golpe de dados. Había hecho un resumen convincente de los argumentos que le permitirían obtener la aprobación del comité y el respaldo de David Menzel, que se había hecho famoso por su temperamento irascible y el sarcasmo con que solía desbaratar las operaciones mejor tramadas, lo que había generado un clima de prudencia excesiva entre los subalternos, que preferían moverse en la penumbra y archivar sus proyectos más ambiciosos para evitar que el director general los pusiera en evidencia frente a la plana mayor.

El mismo Bruck había adoptado una política semejante en muchas ocasiones y mientras los mozos abrían las ventanas y repartían las jarras de café se preguntó si la recomendación de Feinberg para que presentara el caso ante el Comité de Inteligencia no había tenido el móvil oculto de exponerlo a un desaire. ¿Quién lo iba a apoyar, quién lo iba a refutar, qué iba a decir si Menzel se dejaba llevar por un arrebato de los suyos y lo hacía quedar en ridículo ante los funcionarios más importantes del servicio?

En algún momento, movido por la incertidumbre, llegó a pensar que no perdería nada si dejaba pasar un poco más de tiempo y sometía el expediente a una dosis de jarabe de cajón, un recurso que le había dado resultados magníficos a lo largo de su carrera y que estuvo por usar otra vez de no ser por el telefonazo providencial que recibió en la madrugada y que no sólo le dio un viraje repentino a la indagación sino que eliminó de tajo las vacilaciones que lo habían plagado durante las últimas semanas.

“¿Está seguro?” dijo Bruck, a sabiendas de que en la industria de la inteligencia lo más seguro era que todo fuera inseguro.

“Millón por ciento” respondió Simón Wiesenthal, que tenía la costumbre de dormir en el día y trabajar en la noche y no respetaba los horarios ni la vida privada de nadie.

Bruck se levantó de un salto para llevarse el teléfono al pasillo y evitar que se despertara su mujer.

“¿Está seguro, señor Wiesenthal?”

“Millón por ciento” respondió por segunda vez el hombre más solitario del mundo.

“Yo pensé que no lo iba a encontrar nunca.”

“Yo también. ¿Sabes dónde estaba el maldito sobre?”

“¿Dónde?”

“En el mismo lugar donde lo había dejado. Pero cubierto por una montaña de correspondencia atrasada. Mi secretaria se lavó las manos. La sirvienta dice que ella no tocó nada. Voy a llegar al fondo del asunto. Si fue alguna de ellas la voy a correr de inmediato.”

“Señor Wiesenthal...” dijo Bruck, pero en el momento en que se disponía a elaborar sobre el tema se cortó la línea, un defecto crónico de la telefonía israelita.

Bruck aprovechó la interrupción para ir a la cocina y calentar la cafetera y luego se dirigió a la sala y se quedó esperando hasta que volvió a sonar el teléfono.

“Señor Wiesenthal. ¿Por qué se tardó tanto en volver a llamar? ¿Me oye bien?”

“Como si estuviera en la habitación de junto.”

“¿Sería tan amable de darme los datos?”

“Encantado. Pero no estaría de más que me trataras con un poco de cortesía. Hemos hablado muchas veces y no se te ha ocurrido preguntar por mi salud o mis problemas económicos.”

“Es verdad —dijo Bruck— Lo siento. Pero usted sabe que le tengo respeto y admiración.”

“Es la primera vez que me lo dices. ¿Sabías que tengo la presión alta y no puedo dormir por culpa de ustedes? Llevo diez años siguiendo las huellas de los criminales de guerra más grandes de la historia y el Mossad no ha movido un dedo para ayudarme.”

“No depende de mí.”

“Les pedí una credencial honoraria. O un diploma. Lo que sea, pero ustedes sólo están disponibles cuando les voy a arrojar un trozo de carne. ¿Estás dormido?”

“No.”

“Te voy a dar información muy importante y quiero que la apuntes y la memorices.”

Bruck había cerrado los ojos mientras apretaba el auricular y hacía un esfuerzo por separar los diamantes de la bazofia, porque Wiesenthal tenía el hábito de contar la misma historia desde ángulos distintos y utilizando claves personales y muchas veces se perdía en un mundo de anécdotas irrelevantes y explosiones de retórica moral.

“¿Me entendiste, Elías?”

“Le entendí, pero si tiene más información quisiera oírla de una vez.”

Bruck apuntó los datos en una libreta de la cocina y tomó un sorbo de café.

“¿Elías?”

“Dígame.”

“¿Qué vas a hacer?”

“Lo que sea necesario.”

“No basta.”

“¿Me va a proponer algo?”

“Varias cosas.”

“Usted dirá.”

“Lo primero es que integres el expediente con máximo cuidado.”

“Como siempre.”

“Fechas, lugares, fotografías. Lo segundo es que no le delegues el asunto a nadie ni cometas el error de darle la información a los gusanos de análisis. La última vez se tardaron cinco meses en formular su dictamen y estuvimos en peligro de que se arruinara la operación.”

Bruck sintió un poco de vergüenza al pensar en las dilaciones y malentendidos que habían plagado el secuestro de Eichmann antes de que el servicio acertara a ponerse en marcha.

“¿Algo más?”

“Me gustaría que te comprometieras a ver el caso con la misma pasión que yo. Defiéndelo a sangre y fuego y no te dejes intimidar por Feinberg ni por Menzel ni por nadie.”

“Se lo prometo.”

“En suma, Elías, no permitas que te quiten el rifle. ¿Sabes por qué te elegí a ti?”

Wiesenthal no le dio tiempo de responder.

“Porque eres muy inteligente y no te han dado tu lugar y ya es tiempo de que el servicio se quite de encima a los dinosaurios. Pero la razón más importante es que el Mossad está pasando por una época de decadencia.”

“¿A qué se refiere?”

“A lo mismo que estás pensando y no quieres decir por temor de que alguien esté grabando la conversación. Yo no tengo miedo. El instituto se ha convertido en una madriguera de oportunistas de la misma forma en que el país se ha convertido en una república de pragmáticos y corruptos. Por eso no me contestan el teléfono ni me dan el maldito diploma ni han querido ayudarme con los gastos. ¿Quién va a heredar la corona? ¿Tú o Feinberg?”

“Ninguno de los dos. Hay mucha gente haciendo cola.”

“Me lo temía, y por eso te estoy dando la pista. Agárrala y no la dejes volar. Estoy convencido de que la captura de Otto Wolf será decisiva para ayudarte a ganar la carrera.”

“Es un honor que me haya elegido para darme la información. Se lo voy a agradecer el resto de mi vida.”

“Ya te lo dije. Eres muy inteligente y tengo una confianza absoluta en tu habilidad operativa.”

“¿Alguna otra razón?”

“El día que te conocí en Estambul me di cuenta de que eres el más resentido de todos.”

Estambul, recordó Bruck, una operación de tercera para hablar con dos fedayines de cuarta. Wiesenthal había surgido de la nada para ayudarlo a manejar la entrevista y evitar que le dieran una pista engañosa. ¿Cómo se había enterado de lo que iba a discutir con sus informantes y qué le había hecho pensar que Elías Bruck era el funcionario más resentido del Mossad?

“Es un juicio muy duro, señor Wiesenthal.”

“Es la verdad.”

“¿Lo dice por algo en especial?”

“Tengo mucho trabajo, Elías.”

Bruck apagó la cafetera y se recargó en la puerta de la cocina.

“¿Por qué supone que el instituto debe ser dirigido por un hombre como yo?”

“Porque en este oficio —dijo Wiesenthal— es preferible un lobo resentido que un gorila complaciente.”