2,14 €
Arthur Schopenhauer (Gdansk, 22 de febrero de 1788 – Fráncfort del Meno, Reino de Prusia, 21 de septiembre de 1860) fue un filósofo alemán, de nacionalidad prusiana, considerado uno de los más brillantes del siglo xix y de más importancia en la filosofía occidental. Schopenhauer participó de los movimientos: pesimismo, voluntarismo, nihilismo, ateísmo, antinatalismo fue autor de obras notables como: El mundo como voluntad y representación y Parerga y paralipómena. En El Amor, las Mujeres y la Muerte, esta obra clásica de Schopenhauer, publicada por primera vez en 1818 , se abordan de manera profunda y desafiante los temas del amor, la mujer y la muerte. A través de su estilo cautivador y su aguda perspicacia filosófica, Schopenhauer invita a los lectores a reflexionar sobre la naturaleza de estas experiencias humanas fundamentales. La obra es una lectura valiosa para aquellos interesados en la filosofía, la psicología y la condición humana, y proporciona nuevas ideas y perspectivas para comprender la complejidad de estos temas.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 226
Veröffentlichungsjahr: 2023
Arthur Schopenhauer
EL AMOR, LAS MUJERES
Y LA MUERTE
Título original:
"Die Liebe, das Weib und der Tod"
Primera edición
PRESENTACIÓN
Sobre el autor: Arhur Schopenhauer
Sobre la obra: El Amor, la Mujer y la Muerte.
EL AMOR, LAS MUJERES Y LA MUERTE
EL AMOR
LAS MUJERES
LA MUERTE
LA DOLORES DEL MUNDO
EL ARTE
LA MORAL
LA RELIGIÓN
LA POLÍTICA
EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD
CARÁCTER DE DIFERENTES PUEBLOS
Arthur Schopenhauer (Gdansk, 22 de febrero de 1788 – Fráncfort del Meno, Reino de Prusia, 21 de septiembre de 1860) fue un filósofo alemán, de nacionalidad prusiana, considerado uno de los más brillantes del siglo xix y de más importancia en la filosofía occidental, el máximo representante del pesimismo filosófico y de los primeros en manifestarse abiertamente como ateo. Participó de los movimientos: pesimismo, voluntarismo, nihilismo, ateísmo, antinatalismo fue autor de obras notables como: El mundo como voluntad y representación; Parerga y paralipómena; sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente.
Su filosofía, concebida esencialmente como un “pensar hasta el final” de la filosofía de Kant, es deudora de Platón y Spinoza y ha servido además como puente con la filosofía oriental, en especial con el budismo, el taoísmo y el vedanta, al afirmar principios como el ascetismo y la noción de la apariencia del mundo. En su obra tardía, a partir de 1836, presenta su filosofía en abierta polémica contra los desarrollos metafísicos post kantianos de sus contemporáneos. Su obra ha sido descrita como una manifestación ejemplar de pesimismo filosófico, donde este es el peor de los mundos posibles.
Su trabajo más famoso, El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung), constituye desde el punto de vista literario una obra maestra de la lengua alemana de todas las épocas. En él, Schopenhauer presenta un sistema filosófico que comprendía una sola “metafísica” como fundamento único de la realidad. La característica principal de todas las cosas, incluidos los seres humanos, es la “voluntad”, la cual es ciega, irracional, absurda y fuente de inmensos sufrimientos en el mundo. Su filosofía culmina con el ideal budista del nirvana, serenidad absoluta, que aniquila la “voluntad de vivir”. También recalcó la importancia de la contemplación estética en el arte y la compasión moral como medios de huida del sufrimiento.
Aunque su trabajo no logró atraer una atención sustancial durante su vida, Schopenhauer tuvo un impacto póstumo en varias disciplinas, incluida la filosofía, la literatura y la ciencia. Desde el ámbito filosófico, tuvo gran repercusión sobre todo durante la segunda mitad del siglo xix en toda Europa y supone además una de las cumbres del idealismo occidental y del pesimismo profundo, que perdura en la obra de escritores y pensadores de los siglos XIX y XX. Sus obras han influido en personas como Friedrich Nietzsche, Ludwig Wittgenstein, Erwin Schrödinger, Albert Einstein, Sigmund Freud, Carl Jung, León Tolstói, Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Richard Wagner, Franz Kafka, Thomas Mann, Gustav Mahler, Marcel Proust, Arnold Schoenberg o Samuel Beckett.
Arthur Schopenhauer nació el 22 de febrero de 1788 en el seno de una acomodada familia de Danzig. El padre de Arthur, Heinrich Floris Schopenhauer, fue un próspero comerciante que inició a su hijo en el mundo de los negocios, haciéndole emprender largos viajes por Francia e Inglaterra. Su madre, Johanna Henriette Trosenier, fue una escritora que alcanzó cierta notoriedad al organizar soirées (veladas) literarias en la ciudad de Weimar. Tales reuniones le brindaron al joven Arthur la oportunidad de entrar en contacto con grandes personalidades del mundo cultural de su tiempo como Goethe y Wieland. Por lo demás, el carácter extrovertido y jovial de Johanna contrastaba con la hosquedad y misantropía de su hijo. De ahí que la relación entre ambos fuera bastante conflictiva. Este rasgo de la personalidad de Schopenhauer condicionó también el trato con su única hermana, Adele, nueve años menor que él.
En 1793, poco antes de que Danzig fuera anexada a Prusia, la familia se trasladó a Hamburgo. Por expreso mandato paterno y a contramano de su propia vocación, Schopenhauer inició en 1805 la carrera de comercio en calidad de aprendiz. Ese mismo año murió su padre, presumiblemente por suicidio debido a la obsesión de que pudiera perder su fortuna. El suceso pudo haber sido el germen del pesimismo de Schopenhauer. No obstante, Arthur siempre llevó una buena relación con él, estima que aparece en sus escritos al agradecer que su independencia económica heredada de su progenitor le hubiera permitido llevar a cabo su verdadera vocación. Al morir Heinrich Floris, el resto de la familia se trasladó a Weimar. Es allí donde su madre decidió iniciar las ya mencionadas tertulias literarias. Arthur, sin embargo, permaneció en Hamburgo con el fin de ejercer la profesión de comerciante.
Pero, poco antes de cumplir los veinte años de edad, Schopenhauer decidió abandonar definitivamente el comercio para emprender estudios universitarios. De este modo, en 1809, se matriculó como estudiante de Medicina en la Universidad de Gotinga, donde asistió a varios cursos. Allí conoció a Gottlob Schulze, un profesor de filosofía que le aconsejó emprender el estudio pormenorizado de Platón y Kant, para que luego lo complementara con la lectura de las obras de Aristóteles y Spinoza.
La lectura de estos autores despertó en Schopenhauer su vocación filosófica y en 1811 se trasladó a Berlín, donde estudió durante dos años, para seguir los cursos de Fichte y Schleiermacher. Sin embargo, ambos filósofos – muy en boga por aquel entonces – solo consiguieron decepcionarlo. Algo parecido puede decirse de Schelling, a quien Schopenhauer leyó intensamente, como también a Fichte, en sus años de estudiante en Berlín. A pesar de haberse pasado a la facultad de filosofía, Schopenhauer también se matriculó en cursos de filología clásica y de Historia y asistió también a un buen número de cursos de ciencias naturales, pues consideraba que estos conocimientos ampliaban y reforzaban su formación filosófica.
Ante la inminencia de los combates en contra de la ocupación napoleónica, Schopenhauer abandonó Berlín y, tras una breve estancia junto a su familia en Weimar, decidió retirarse a Rudolstadt. Allí terminó de redactar su tesis titulada Über die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grunde (Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente), escrito este que presentó en noviembre de 1813 y que le valió el título de Doctor por la Universidad de Jena.
Poco tiempo después regresó a la casa materna en Weimar, donde tuvo ocasión de vincularse con Goethe y de conocer al orientalista Friedrich Majer, quien lo introdujo en la antigua filosofía hindú. Las conversaciones con Goethe en torno a temas relacionados con la Teoría de los colores del poeta condujeron a Schopenhauer a elaborar una teoría propia al respecto, que plasmó en su segunda obra, Ueber das Sehen und die Farben (Sobre la visión y los colores), de 1816. Schopenhauer mostraría toda su vida una gran admiración por Goethe, Homero, Shakespeare y escritores del Siglo de Oro español, especialmente Francisco Suárez y Baltasar Gracián, a quien tradujo al alemán y a quien leía y citaba siempre en español.
De la fusión de las doctrinas brahmánicas y búdicas con las enseñanzas de Platón y Kant, habría de surgir el núcleo del propio sistema schopenhaueriano, sistema este que quedó definitivamente plasmado en su “obra capital” (Hauptwerk, denominada así por el mismo Schopenhauer) intitulada El mundo como voluntad y representación (título original: Die Welt als Wille und Vorstellung). Schopenhauer escribió su obra capital durante los cuatro años que residió en Dresde, concluyendo la redacción del manuscrito en 1818. Aunque la primera edición apareció de hecho en diciembre de 1818, se imprimió con la fecha de 1819, razón por la que generalmente la obra se data según la fecha que apareció impresa.
A pesar de las grandes expectativas que Schopenhauer había cifrado en su obra, ésta resultó un rotundo fracaso. Tanto fue así que, nueve años después de su aparición, todavía quedaban en los depósitos de la editorial Brockhaus ciento cincuenta ejemplares de una tirada de ochocientos, muchos de los cuales, a su vez, habían sido reciclados en lugar de venderse.
Entre los años 1818 y 1819, Schopenhauer viajó por Italia y visitó las ciudades de Florencia, Roma, Nápoles y Venecia.
En el verano de 1819, a raíz de una crisis financiera sin mayores consecuencias, se vio obligado a volver a Alemania. Una vez allí, decidió entrar en la docencia. Fue admitido como profesor en la Universidad de Berlín, donde comenzó a dictar clases en marzo de 1820 como Privatdozent. Según una anécdota relatada por el propio Schopenhauer, su examen de habilitación estuvo marcado por su confrontación con Hegel, quien se hallaba en el tribunal.
Con la expresa intención de competir con Hegel, que a la sazón se estaba convirtiendo, a todo efecto, en el filósofo oficial de la nación y gozaba de una creciente popularidad, Schopenhauer hizo coincidir el horario de sus cursos con los de aquel, aunque sin éxito alguno. Su fugaz paso por los claustros duró solo seis meses. Schopenhauer emprendió, en 1822, un nuevo viaje a Italia. Más tarde, en 1825, regresó a Berlín, donde intentó infructuosamente regresar a la docencia.
En 1831, huyendo de una epidemia de cólera – que ese mismo año había de cobrarse la vida de Hegel – Schopenhauer se radicó en Fráncfort, donde llevó una vida apacible y recluida durante los últimos 28 años de su vida.
Después de una década y media sin nuevas publicaciones, en 1836 se decidió de nuevo a llevar un escrito a las prensas: Sobre la voluntad en la naturaleza, donde se esforzaba por mostrar las coincidencias de los resultados recientes de diversas ciencias con las doctrinas de su filosofía. El año siguiente, presentó la memoria Sobre la libertad de la voluntad humana, también conocida bajo el título Ensayo sobre el libre albedrío, a un concurso abierto por la Real Sociedad Noruega de las Ciencias, siendo premiada en enero de 1839. No tuvo la misma suerte su memoria Sobre el fundamento de la moral, ya que la Real Sociedad Danesa de las Ciencias, indignada por las invectivas contra Hegel y Fichte que se hallaban en la obra, prefirió dejar desierto el premio a pesar de ser el único trabajo presentado a concurso. Las dos memorias fueron reunidas y publicadas en 1841 bajo el título común Los dos problemas fundamentales de la Ética.
En 1844 vio la luz la segunda edición de su obra capital, considerablemente aumentada con diversas adiciones y con un segundo tomo con cincuenta nuevos capítulos. La publicación dio lugar a algunas reseñas y a que comenzaran a aparecer seguidores, de entre los cuales cabe destacar a Julius Frauenstädt. Dado que la tesis doctoral, considerada por Schopenhauer la “introducción” ideal a su sistema, no se hallaba disponible, emprendió su segunda edición (1847), sometiendo la obra a severos cambios.
Más tarde, en 1851, apareció una colección de ensayos y aforismos publicada bajo el nombre de Parerga y paralipómena. Esta obra le permitió a Schopenhauer alcanzar finalmente la repercusión y el renombre que por tanto tiempo le habían sido negados. En 1854 se reeditaron el escrito de 1816 sobre los colores y Sobre la voluntad en la naturaleza, ambos con abundantes adiciones y cambios. La tercera y última edición de El mundo como voluntad y representación tuvo lugar, al fin, en 1859. Otras reediciones (Parerga y Paralipómena, Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente) fueron realizadas póstumamente de la mano de J. Frauenstädt, siguiendo indicaciones de Schopenhauer.
Schopenhauer murió como consecuencia de un paro cardiorrespiratorio el 21 de septiembre de 1860. Dos años después, Wilhelm Gwinner escribió un libro sobre su trato personal con él y sobre sus gustos, apetitos y hábitos que no se molestaba en ocultar.1819.
Y es que Schopenhauer fue indudablemente un gran escritor, aspecto no menor que explica la fascinación ejercida sobre otros enormes escritores, desde Nietzsche a Thomas Bernhard, pasando por Tolstoi, Borges o Thomas Mann. Ya desde sus primeros escritos, su prosa filosófica representaba un soplo de aire fresco con respecto al lenguaje abstracto y técnicamente farragoso de la filosofía idealista predominante; incluso podría afirmarse que su estilo literario recoge, trasponiéndolo al idioma alemán, lo mejor del espíritu de amenidad y precisión expositivas de la tradición moralista francesa (La Bruyère, Vauvenargues, La Rochefoucauld, etc.), una opción estilística a la que jamás renunció como pensador: “En general, el filósofo auténtico buscará en todo claridad y nitidez, y estará siempre empeñado en asemejarse, no a un torrente turbio e impetuoso, sino más bien a un lago suizo que, debido a su calma, aun siendo muy profundo tiene una gran claridad, que es precisamente la que hace visible la profundidad”.
El punto de partida del proyecto schopenhaueriano parece, a primera vista, contra intuitivo, puesto que construir una metafísica después de la Crítica de la razón pura kantiana podría interpretarse como una empresa de cierta regresión, al haberse sentenciado allí la imposibilidad de la metafísica tradicional como ciencia, al rebasar esta los límites de la experiencia y el ámbito de lo fenoménico. En adelante – había concluido Kant – tales límites debían ser impuestos por la razón misma de un modo autónomo, y ya no por una instancia exterior, como la costumbre, la autoridad o la fe, una valiosa conquista que también Schopenhauer juzgó como irrenunciable frente a cualquier pretensión dogmática o teísta.
Ahora bien, el rico legado kantiano, visible sobre todo en la siguiente generación de filósofos alemanes idealistas, mostraba al mismo tiempo que nada impedía que la reflexión sobre la metafísica pudiera darse, no ya en el plano teorético – cognoscitivo, pero sí en otro orden del pensar identificable con el uso práctico y regulativo de la razón. El entendimiento tendía a un determinado uso de la razón que trascendía ese ámbito fenoménico una y otra vez, y resultaba arrogante despachar esa tendencia como si no formara parte de la propia naturaleza humana y el complejo funcionamiento de la razón. A pesar de ser ilusorio, el inmemorial esfuerzo del espíritu humano hacia el ámbito de lo trascendente (lo incondicionado, lo absoluto, etc.) debía explicarse y encajarse de algún modo, dada la enigmática fuerza de su persistencia.
Es precisamente esta línea de fuga la que, si bien desde una novedosa flexión pesimista, permite a Schopenhauer asumir también una “necesidad metafísica” del ser humano, ese extraño animal metaphysicum que deambula por el mundo con la inquietante certeza de su propia muerte. Alentado por la “admiración” platónica que define el viejo oficio filosófico (Teeteto, 155d), buscará dar cuenta de ese profundo misterio según el cual la existencia sea tan posible como su no existencia, de que el mundo sea tan inane como inquietantemente contingente, para lo cual considera imprescindible una mirada genuinamente filosófica cuya fuente sea un conocimiento basado en la intuición y la experiencia: por un lado, para elevarnos por encima de la consideración de los fenómenos particulares de la vida, que “es en esencia sufrimiento”, y situarnos en el plano de la vida en general, tratando de captar su esencia y significado último; por el otro, para intuir, escapando de la insuficiencia de la explicación física del mundo, otra estructura de la realidad y la totalidad de la experiencia asumida en la variedad de sus dimensiones.
A este respecto, conviene empezar recordando que El mundo como voluntad y representación asume uno de los pilares de la concepción kantiana de la realidad, a saber: el idealismo trascendental y su célebre distinción entre fenómeno y cosa en sí o noúmeno. Sin embargo, para el filósofo de Frankfurt, tal distinción se traducirá básicamente en la dualidad de representación y voluntad, como dos caras inseparables de una misma moneda desde la cual podemos y debemos contemplar la realidad en toda su complejidad: una cara externa, por la cual el mundo sería una representación del sujeto que lo conoce, esto es, el mundo es mi representación; y una cara interna, por la cual todo el universo sería la manifestación de una voluntad, esto es, el mundo es mi voluntad.
Por de pronto, la comprensión de que el mundo sea nuestra representación (Vorstellung) constituye un legado que Schopenhauer atribuye al poderoso gesto reflexivo de la filosofía trascendental de Kant. Tal como expuso en su “Estética trascendental”, nosotros no conocemos lo que son los objetos en sí mismos, es decir, cómo son los objetos en su realidad independiente del sujeto cognoscente. Lo único que conocemos son fenómenos, esto es, objetos dados en el espacio y el tiempo que existen sólo en nosotros, de ahí el carácter fenoménico de nuestro conocimiento sensible.
Aunque con matices, Schopenhauer asume esta idealidad trascendental del mundo y dictamina que todas las características que podamos atribuir a los fenómenos son dependientes del sujeto y de los modos en que son percibidos por él, de acuerdo con la estructura común que nos es propia como especie y de la que no podemos prescindir. Así, cualquier objeto o hecho que se registre en mi conciencia será una representación mía y, como tal, ocupará necesariamente una parte del espacio y una secuencia del tiempo. Pero, además, todas las formas a priori kantianas pueden reducirse, en la extensión de la materia, al principio de causalidad. La realidad no será sino la actuación de los objetos los unos sobre los otros en cuanto producen efectos visibles, su darse como materia en la pura conexión causal y espaciotemporal, pero cuya estructura es producida trascendentalmente
Ahora bien, lejos de contestarse con estas bases gnoseológicas del criticismo kantiano, el estatuto del fenómeno adquiere con Schopenhauer una inesperada flexión negativa, incluso peyorativa. No es tanto la manifestación de la realidad, sino más bien su encubrimiento, cuyo velo ocultaría la esencia, el ser en sí de las cosas tras la fugaz apariencia fenoménica. En esa comprensión inane e inconsistente de la realidad visible, que tanto debe a la antigua sabiduría india, el pensador alemán postula la existencia relativa de todos objetos representados, es decir, relativa al sujeto que tiene las representaciones. Por consiguiente, concluye, no sería posible afirmar con seguridad si una cosa existe o no, ni otorgarle una propiedad ontológica estable a la realidad misma: esta es, como intuyó su tan querido Platón, más bien la realidad de una sombra; o acaso tendría la realidad de un sueño, al que asistimos como meros espectadores de una inclasificable representación teatral, como sugirió nuestro Calderón, dramaturgo al que Schopenhauer, como apasionado hispanófilo, admiraba como pocos.
A la luz de lo anteriormente referido, podemos avanzar un poco más y afirmar que, en el proyecto schopenhaueriano, la confianza racionalista e ilustrada en la primacía e independencia de la inteligencia y el intelecto puro, en la legibilidad de las motivaciones y acciones humanas y su legitimación moral en el discurso filosófico, queda profundamente cuestionada desde su raíz optimista. Al sugerir el carácter ilusorio de esa vana aspiración del sujeto moderno y su disponibilidad sobre las múltiples representaciones del mundo vía entendimiento, Schopenhauer rompe con Kant y buena parte de la tradición idealista al vislumbrar, en el origen de los pensamientos conscientes, un fondo pulsional inconsciente y oculto que prefigura los grandes hallazgos de Nietzsche y Freud. Ahora bien, ¿cómo llega a esa conquista, a esa experiencia interior del verdadero enigma del mundo, que insinuaría una subordinación de las funciones intelectuales a las funciones afectivas?
La clave filosófica, de entrada, pasará por rescatar el cuerpo de ese ostracismo al que le había condenado tanto la tradición cristiana como el racionalismo moderno. Al fin y al cabo, el sujeto que aporta las estructuras a priori y que hace posible el mundo como conjunto ordenado de representaciones no sólo se conoce a sí mismo como un objeto material más sometido al principio de razón suficiente, sino también como algo distinto, a la vez misterioso y asombroso. Pensemos en la experiencia interna de nosotros mismos, sobre todo la experiencia sentida que tenemos de nuestro propio cuerpo como objeto intuido, con el que nos identificamos. La vida que le es inherente, los movimientos y reacciones orgánicas, impulsos, emociones o deseos, su querer consciente como inconsciente, parece sustraerse al esquema kantiano del yo cognoscente en la modalidad fenoménica dominada por la férrea necesidad causal, allí donde el sentido externo solo ve un objeto espaciotemporal dotado de tamaño, forma, etc. Desde esta plataforma privilegiada que es el cuerpo humano se abrirían, por consiguiente, esas dos facetas del mundo sobre las cuales gravita toda la concepción schopenhaueriana:
Al sujeto del conocimiento, que por su identidad con el cuerpo aparece como individuo, ese cuerpo le es dado de dos formas completamente distintas: una vez como representación en la intuición del entendimiento, como objeto entre objetos sometido a las leyes de estos; pero a la vez, de una forma totalmente diferente, a saber, como lo inmediatamente conocido para cada cual y designado por la palabra voluntad
Así, el mundo es también mi voluntad (Wille). Y, sin embargo, ¿cómo definirla? Provista de atributos metafísicos como la unidad e identidad consigo misma, la indestructibilidad y su estar fuera del espacio y el tiempo, la voluntad postulada por Schopenhauer es ciertamente un impulso ciego y universal que solo quiere. Mejor aún: es un querer incesante, un afán inconsciente, irresistible y oscuro carente de fin y de origen, de fundamento y de motivo – en el doble sentido del término gruñidlos – siendo una fuerza deseante imperecedera y siempre insatisfecha que expresa un puro apremio volitivo subyacente a todos los fenómenos del mundo.
Por otro lado, conviene matizar aquí que tal voluntad no se circunscribe solo a la voluntad humana, ni desde luego se concibe a imagen de esta. Antes bien, desborda el sentido clásico del término y adquiere una dimensión en cierto modo cósmica e inmanente, haciéndose extensiva a los diferentes órdenes de la realidad, que expresarían diferentes grados sensibles de objetivación de dicha voluntad: desde los animales a las plantas, desde lo inorgánico hasta las fuerzas inconscientes de la naturaleza más alejadas de nosotros, desde las energías más ocultas ínsitas en la materia misma hasta la reflexión humana más sofisticada:
Cuando contemplamos el poderoso e incontenible afán con el que las aguas se precipitan a las profundidades y el magneto se vuelve una y otra vez hacia el Polo Norte, el ansia con el que el hierro corre hacia aquel, la violencia con que los polos eléctricos aspiran a reunirse y que, exactamente igual que los deseos humanos, se acreciente con los obstáculos; cuando vemos formarse el cristal rápida y repentinamente, con una regularidad de formas tal que claramente se trata de un esfuerzo en diferentes direcciones plenamente decidido, exactamente determinado y que queda dominado y retenido por la solidificación; cuando observamos la selección con que los cuerpos puestos en libertad por el estado de fluidez y liberados de los lazos de la solidez se buscan y se rehúyen, se unen y se separan: […] entonces no nos costará ningún esfuerzo de imaginación reconocer incluso a tan gran distancia nuestra propia esencia, aquel mismo ser que en nosotros persigue sus fines a la luz de conocimiento pero que aquí, en el más débil de sus fenómenos, solamente se agita de forma ciega, sorda, unilateral e inmutable
En definitiva, con el descubrimiento de la voluntad como ser o esencia de carácter metafísico cuyo correlato sensible es el mundo fenoménico, Schopenhauer creyó firmemente haber despejado la gran incógnita kantiana, la cosa en sí, por más que esta, igual que aquella, no pudiera ser conocida “científicamente” sino solo intuida como esencia en sí del mundo. Armado con este axioma, completaba así una descripción de la estructura fundamental de la realidad con la que responder al primer elemento de la exigencia metafísica, el elemento teórico, plataforma irrenunciable desde la cual saltar al no menos prioritario problema moral.
En el plano moral, Schopenhauer sostiene que la dicotomía kantiana entre libertad y naturaleza no debe llevarnos a pensar que no hay posibilidad para pensar la libertad de acción de la voluntad. Cierto, el filósofo alemán desmitifica sin ambages la noción más popular de libertad; esta no existiría en términos absolutos, sobre todo si nos empecinamos en definirla de un modo negativo, es decir, como capacidad de agencia humana para elegir, sin impedimentos ni coacciones, entre varias opciones. Puesto que nada cuanto se halla inmerso en el ámbito fenoménico puede ocurrir sin responder a la inexorable ley de causalidad, nuestros actos tampoco dejan de obedecer a ese determinismo causal. En este sentido concreto, pues, el hombre no sería libre.
Ahora bien, lejos de caer en un mero fatalismo determinista, las acciones del sujeto sí son libres cuando son consideradas en su condición de cosa en sí como voluntad, allí donde se nos muestra la naturaleza entera del hombre y su carácter inteligible. Lo que el hombre llama libertad de acción difiere de las acciones del reino vegetal o animal por la capacidad reflexiva de darse cuenta de sus propias motivaciones individuales y la complejidad de sus expresiones volitivas, que constituyen su azaroso carácter. Somos siempre libres de querer, y requerimos motivos, y sin embargo ellos son ya expresión imperiosa de una voluntad. De ahí que tal capacidad de representación de nuestras motivaciones no signifique independencia ante ellas: nunca somos libres de querer lo que queremos, ni atisbamos el porqué de muchos de nuestros deseos. Por tanto, lo único que podremos hacer para conquistar esta libertad moral – y esto solo bajo ciertas condiciones – será negar libremente nuestra propia necesidad fenomenal y los motivos que nos mantienen inmersos en tal necesidad: ese y no otro será el acto de negación de la voluntad como paradigma de la decisión moral libre.
¿Qué significa negar la voluntad? A riesgo de simplificar esta cuestión, diremos que significa dejar de querer la vida misma y abolir el principio de individuación en el ámbito fenoménico, aquel principio mediante el cual todos los seres llevan una existencia separada y aparentemente independiente. Como espejismo que nos mantiene inmersos en las perspectivas del mundo de la representación y perpetúa ese ídolo que es el yo, tal principio ahondaría en la raíz de nuestra infelicidad como dominio de la pura necesidad, de esa sempiterna lucha de todos contra todos. Desde su habitual y provocador talante pesimista, Schopenhauer admite sin rodeos que el mundo es malo por naturaleza, incluso el peor de los mundos posibles , y como pensador abiertamente ateo no se cansará de recordarnos que el ser humano lo recorre como un valle de lágrimas en el que ya no cabe esperar un Dios bueno ni omnipotente que lo justifique o lo arregle; sin embargo, no es menos cierto que nuestra perspectiva existencial sustancialmente cambiaría si entendiésemos que el mal no tiene ni justificación ni causa concretas, sino que, cual espectáculo imperecedero y aterrador – como el sinsentido mismo de la historia – es fruto de una ciega voluntad sin fin.
De ahí el horizonte ético del acto que aprende a negar la voluntad, pues con este conseguiríamos frenar el egoísmo universal y ver a nuestros congéneres como nuestros semejantes y ya no como nuestros adversarios en conflicto permanente por el mero deseo, siempre insaciable e insatisfecho, de querer (sobre)vivir. A ojos de Schopenhauer, toda lucha se tornaría superflua, más aún: el hombre se volvería bueno, al verse penetrado por un espíritu de simpatía por el otro, al darse cuenta del sufrimiento percibido en otros o sentido en uno mismo. Así, todo egoísmo se revelaría insustancial en relación a la mirada cósmica que revela la identidad y vinculación esenciales de todos los seres
Tal es el objetivo programático de la renuncia schopenhaueriana, que abre la puerta a la moral y al ejercicio de la misma. Esta ya no podrá fundarse en una serie de imperativos, principios morales universales o deberes incondicionados, tal como pregonaba el formalismo ético kantiano, dada su probada ineficacia para combatir el egoísmo. Depurada de cualquier elemento religioso y prescriptivo – normativo, aspirará a ser un discurso filosófico sobre la vida humana y su posible valor, así como una investigación sobre el sentido y el alcance de las acciones humanas, y no una guía o discurso edificantes o moralizantes. De ahí que en ella se articule una descripción en cierto modo psicológica de la vida y el fenómeno éticos, buscando, por un lado, una determinada vía de liberación del sufrimiento mediante una conducta moral verdadera como “amor al prójimo” y como “compasión”, y trabajando, por el otro, en favor de la producción de la santidad de nuestras acciones, que sería grado supremo de la ética.