El amor no mata - Luis Verdi - E-Book

El amor no mata E-Book

Luis Verdi

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Tres mujeres jóvenes de 33 años, solteras, profesionales egresadas de la misma universidad, nacidas en el interior de la Provincia. Las tres viven en La Plata y son mujeres independientes. En apenas siete días las tres son asesinadas. Crímenes idénticos en su ejecución. La sociedad platense se enfrenta a un asesino serial. La Policía busca a ciegas al femicida y espera que de un momento a otro aparezca una cuarta víctima. Los tres crímenes salen en la portada de los medios y luego son encerradas en breves notas de las páginas de policiales. Un abogado, colega de la tercera víctima, se envuelve en la investigación del primer femicidio y, de a poco, junto con un amigo periodista de un diario local, se interna en lo que lo llevará por un camino distinto. Unthriller policial, amoroso y con una clara mirada feminista,El amor no mataatrapa desde el comienzo y nos conduce a un final que nos remite a clásicos de la novela negra.

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EL AMOR NO MATA

 

 

Tres mujeres de 33 años, solteras, profesionales egresadas de la misma universidad. Las tres viven en La Plata y son mujeres independientes.

En la misma semana son asesinadas con crímenes idénticos en su ejecución. La sociedad platense se enfrenta a un asesino serial. La Policía busca a ciegas al femicida y espera, atenta, que de un momento a otro aparezca una cuarta víctima.

Pero con el paso del tiempo los crímenes, que habían salido en la portada de los medios, fueron encerrados en breves notas de las páginas policiales

Un abogado, colega de la tercera víctima, se envuelve en la investigación del primer femicidio y, de a poco, junto con un amigo periodista de un diario local, se interna en lo que lo llevará por un camino distinto.

Un thriller policial, con pinceladas de romance y con una clara mirada feminista, El amor no mata atrapa desde el comienzo y nos conduce a un final que remite a clásicos de la novela negra.

Luis Verdi. Santa Fe, 1947. Periodista, consultor político y profesor de Redacción y de Televisión en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.

Fue subsecretario de Cultura y secretario de Estrategias de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires entre 1991 y 1999. Se desempeñó como asesor en Comunicación y fue vocero de la Presidencia de la Nación en los años 2002 y 2003, luego fue coordinador en Comunicación de la Comisión de Representantes Permanentes de Mercosur hasta 2005.

LUIS VERDI

EL AMOR NO MATA

Índice

CubiertaAcerca de este libroSobre el autorPortadaParte 1. Tres mujeres jóvenesParte 2. El diablo metió la colaParte 3. El amor no mataParte 4. Para que algo nazca, algo debe morirMás títulos de Editorial BiblosCréditos

Tres mujeres jóvenes, de treinta y tres años, profesionales, sin hijos, nacidas en el interior de la provincia. Las tres habían llegado aquí para estudiar, las tres egresaron de la Universidad Nacional de La Plata, las tres ejercían su profesión, las tres, por lo tanto, independientes. Las tres vivían solas, ninguna de las tres estaba casada.

Esas tres mujeres tal vez tuvieran otras coincidencias, otras similitudes que desconocemos. Tal vez se identificaran en gustos, en deseos, en esperanzas. Tal vez. Pero todo eso lo desconocemos. Solo tenemos la certeza de que las tres coincidieron en un destino, convergieron de igual manera en ese mismo destino. Las tres fueron asesinadas de igual modo, con diferencia de días y horas. Las tres ejecutadas por la misma mano asesina, por la misma mente psicópata, sin duda, que en su locura violenta habrá identificado a las tres muchachas con un trauma que, quién sabe, habrá arrastrado desde su infancia y habrá diseñado su perfil de asesino serial.

Desde que la última de las tres víctimas fue encontrada sin vida en su casa de City Bell, todos estamos perplejos. Toda una sociedad está envuelta en la consternación, está sumida en el desconcierto. No salimos de ese estado y sentimos que nada puede devolvernos a la normalidad hasta que el psicópata, el asesino, el loco, el maniático esté preso. Hasta que veamos su rostro en la tele, en los diarios. Hasta que lo veamos juzgado y condenado a prisión perpetua. No volveremos a dormir en paz hasta que no sepamos que ese psicópata está encerrado en una cárcel para siempre. No volveremos a ser nosotros mismos hasta que un policía, un fiscal, un juez nos revele cuáles fueron las razones –o, mejor dicho, las sinrazones– que llevaron a este asesino a terminar con las vidas de las tres muchachas.

Me animo a decir que nos mueve igual necesidad que la que movilizó y moviliza a los seres queridos de los miles de desaparecidos de la dictadura. Nos mueve la misma necesidad de saber. La misma ansia de reparación. No tendremos paz hasta que podamos saber, hasta conocer la motivación, la sinrazón de estos tres feminicidios.

Y bien, uso la palabra que algunos todavía se niegan a aceptar: feminicidio. Víctimas de un asesinato por la simple razón de que eran mujeres. Me siento seguro de que la mano psicópata que mató a Paula, que mató a Marcela, que mató a María Silvia es la mano de alguien que concebía a la mujer como a un objeto de su deseo, como algo propio que se negaba a pertenecerle y que, por ello, debía ser castigado con la muerte.

Odio. Odio o miedo. Dos poderosos motores que mueven a una mente enferma dominada por la violencia. No me cabe ninguna duda de que todo criminal dominado por el odio hacia quienes siente que lo desestabilizan, quienes lo devuelven a ese rincón oscuro que no conoce pero que domina su vida, tiene sus causas para actuar. Vendrán psiquiatras, psicólogos, podrán ver en una infancia infeliz, en un hogar pleno de violencia, en un padre ausente o un padrastro violador las causas de la enfermedad del psicópata. Pero eso no nos calma, no nos quedamos tranquilos conociendo la historia del feminicida.

Que no se me malinterprete, que no estoy invalidando la labor de la psiquiatría o de la psicología. Es muy probable que, si un psicópata es tratado por profesionales a una edad temprana, quizá pueda aprender a controlar sus impulsos asesinos, porque habrá aprendido a controlar sus propios fantasmas y a lidiar con ellos. Pero no es el caso de los criminales como el que se ha cobrado las vidas de estas tres jóvenes mujeres.

La policía está detrás de lo que se conoce como un “asesino serial”. Yo lo llamaría sencillamente “el psicópata”.

Señores de la policía, de la justicia, busquen a un enfermo, un enfermo grave que, dentro de unas horas o días, va a entregarnos otra víctima. Otra mujer de treinta y tres años, profesional, independiente, con toda la vida por delante, que ha elegido su libertad.

Queremos que el esclarecimiento de estos feminicidios nos devuelva la paz y sea una barrera que levantemos frente a la violencia de género, frente al asesinato de mujeres por el solo hecho de serlo.

Queridas y queridos oyentes, hoy, a más de cinco semanas de la muerte de María Silvia, la última de las tres víctimas, no sabemos nada. Mientras tanto, los creyentes rezan y los no creyentes no sé qué hacen, pero todos deseamos que mañana nos hagan saber por qué no podemos tener entre nosotros a Paula, Marcela y María Silvia.

PARTE 1 Tres mujeres jóvenes

1

Ese viaje de regreso a La Plata se me hizo más corto que otros anteriores. Hice casi todo el trayecto escuchando una radio porteña y, cuando ya estaba cerca de entrar a la ciudad, puse la FM en la que trabajaba Quique. El programa de nueve a doce de la mañana era de los más escuchados. Lo conducía el mismo periodista hacía varios años. Cuando empecé a escuchar, entrevistaban a un ministro provincial que intentaba explicar que los problemas económicos de las familias empobrecidas se estaban superando, que el esfuerzo era necesario para salir adelante. Sin embargo, la ola creciente del dólar empujaba los precios hacia arriba y la inflación ya era un cincuenta por ciento mayor que la que había estimado el gobierno nacional. Se perdía empleo y se agudizaba la recesión, esa condena que no acabábamos nunca de cumplir. El país, otra vez, tropezaba con la misma piedra. Pero el ministro se empecinaba en un optimismo irreal.

Escuché a Quique, que subrayaba la parquedad de las autoridades que investigaban los asesinatos de las tres mujeres. No daban información de los avances realizados. Quique se preguntaba si la razón de esa actitud no sería que “no había ningún avance”. Tras una breve cortina musical, el conductor arrancó con su largo y sobreactuado editorial.

La voz del tipo sonaba clara, limpia. Sin embargo, en su entonación, en el modo en que hacía pausas, en que subrayaba algunas palabras con un acento especial, ponía en evidencia que estaba sobreactuando. Esa dosis de dramatismo que reafirmaba un compromiso forzado con la temática le iba a durar hasta que terminara su programa del día. Un profesional. Sin embargo, contribuía a ejercer presión sobre las autoridades para evitar que la impunidad se impusiera una vez más.

Estaba a punto de llamar a Quique, pero decidí ser prudente. Paré a un costado, puse balizas y, entonces sí, marqué. Una, dos, tres, cuatro veces. Me pregunté si estaría en “el piso” de la radio aún, sin poder contestar.

Era mi segundo viaje desde el balneario Los Ángeles, cuarenta kilómetros al sur de Necochea, a La Plata. Con cuatro horas seguidas de escuchar radio, ya tendría reserva para el resto de mi vida. Era de noche todavía cuando había salido. Soplaba un viento frío del sur, pero había hecho el trayecto hasta la salida del balneario con la ventanilla baja para escuchar el runrún del mar. Me despedía quién sabe hasta cuándo de ese paisaje que reunía todo lo que necesitaba en ese momento: paz, inmensidad, soledad.

Hacía un mes y medio había cortado las vacaciones por primera vez para asistir al entierro de Silvia. Después había vuelto para completar mi descanso previsto hasta marzo, pero ahora me veía nuevamente obligado a regresar a La Plata.

Quique devolvía el llamado. Arreglamos para vernos. A los quince minutos, dejaba la camioneta en un estacionamiento y caminaba hacia el café donde habíamos quedado en encontrarnos. No estaba enojado con él, a pesar de sus chistes de mal gusto. Era una costumbre de mi amigo. Él no me había cortado las vacaciones ni me había puesto en la disyuntiva en que me encontraba. Tenía que tranquilizarme. Quique estaba en ese bar esperándome para ayudarme a reflexionar. En vez de ir directamente, crucé la calle y fui a una librería enorme que vendía libros nuevos y usados. Recorrí las góndolas rápidamente hasta que encontré una novela de James Ellroy. Era Perfidia, su último éxito editorial. El género negro era un placer que compartíamos.

Las “tres mujeres”, como las llamaba el periodista radial, eran la razón de nuestro improvisado encuentro. Con Quique teníamos una amistad en serio, de años, de gran confianza. No nos veíamos muy seguido, sino que nos reuníamos cuando tenía lugar alguna circunstancia importante en nuestras vidas. Y conversábamos.

Quique era jefe de redacción de la sección policiales del diario La Mañana de La Plata. Era, además, corresponsal en tribunales en el programa de radio que había estado escuchando en el auto un rato antes, el de mayor audiencia de la mañana en la ciudad. Sé que a Quique le gustaba mucho esa tarea. Se tenía que levantar temprano, un sacrificio enorme. Debía tener preparadas sus intervenciones en muy poco tiempo y con una realidad que no lo acompañaba: la lentitud de tribunales. Por eso, cada mañana, el profesional responsable luchaba con el hombre que disfrutaba de la noche y la madrugada, del vino, del whisky, de la lectura. Y de las mujeres.

Los primeros diez minutos de la reunión fueron demasiado tensos, a pesar de que sentíamos verdadera alegría de vernos. Nos saludamos, le di el libro que le había comprado, me lo agradeció, hablamos un par de minutos de Ellroy, otros de su hijo y los otros cinco del editorial de su jefe en la radio.

–No es mi jefe, ¡carajo! No tengo jefes.

–Ok. ¿Y qué es el Colorado? –le pregunté, en referencia al dueño de La Mañana.

–Un patrón –respondió.

Antes de que yo le expusiera mi bronca, miró el reloj y llamó al mozo.

–Ya van a ser las once y media. Hora del vermú. ¿Querés algo?

–No terminé el café.

–Estás lento. Tráigame un Johnny Walker… sin hielo.

El mozo me miró, a la espera de mi pedido. Para provocar a Quique, pedí otro cortado.

–Cada cual elige su muerte –me espetó.

Me dejó mudo. No alcanzaba a entender si estaba pasando por un mal momento o si me estaba provocando. Lo que menos quería era armar una discusión sobre la nada. Solo me interesaba descubrir si le ocurría algo que lo atormentaba. Como no me decidía a provocar esa conversación, me levanté y fui al baño. Cuando volví, estaba charlando con el mozo y tenía en la mano su vaso vacío de whisky.

Me miró y siguió con su provocación.

–Tráiganos dos whiskys. El amigo viene sediento del baño.

–Como te escribí –le dije–, me cortaron las vacaciones. No me gustó. Tampoco me gustó escuchar las boludeces de tu jefe radial. Y ahora menos me gusta que me pongas a tomar whisky en ayunas.

Quique se puso serio. Me miró fijamente a los ojos y me dijo:

–Te entiendo… Por eso, te voy a confesar algo que hice. –Yo no sabía qué pensar. Contuve la respiración–. Te pedí un tostado.

A continuación, lanzó una carcajada. Me reí con él y empezamos nuestra conversación. Ahora relajados. Quique parecía no tener contacto con la realidad del común de las personas. Siempre concentrado en sus tareas, en sus temas. Sin embargo, a los cincuenta y tres años, con un divorcio a cuestas, un hijo de dieciséis en la secundaria, un noviazgo de casi dos años y un raro “amantazgo” de larga data, lograba hacerse cargo de lo que todo eso reclamaba.

Me aseguró que, a pesar de que la presión social era grande para que la policía apurara la investigación, no había nada en concreto. ¿Qué era “nada en concreto”? Procedimientos que no daban leche. Hasta el momento, habían interrogado a gente del entorno de las muchachas, compañeros de trabajo, parientes, amistades. Ni un sospechoso, salvo el ex de Paula, la primera víctima, que tenía una coartada “firme”. Lo dijo con un tono irónico.

Le pregunté qué era “firme”. Quique iba por el cuarto whisky y necesitaba comer. No quería pedir nada ahí. Quería que fuéramos a “nuestra” parrilla, un restorán en calle 46 al que íbamos desde que nos conocíamos. Ya no quería seguir hablando de los asesinatos.

–Me hacés trabajar en mis pocas horas de ocio del día –protestó.

Pero me dijo qué era “firme”: el tipo había estado en su casa mirando televisión con su hermana. Lo confirmaron la hermana y la madre, que era una mujer postrada, que apenas reaccionaba.

Eso me interesaba particularmente. Paula era, de manera indirecta, mi clienta. Así lo había asumido. Su amante me había contratado. Había vuelto loca a mi secretaria y ella a mí hasta que logró sacarme del balneario Los Ángeles, cuarenta kilómetros al sur de la ciudad de Necochea, quinientos kilómetros al sur de Buenos Aires. Así son nuestras distancias. Allá todo es inmensurable. El mar, las dunas, el campo, la llanura, el atardecer, el cielo, la soledad. Y la paz de la que había empezado a disfrutar.

El hombre –el cliente– era un empresario, casado, dos hijos, ingeniero, dueño de una pequeña constructora, subcontratista y mayormente lobista. Arreglaba más licitaciones que rutas y escuelas. Era conocido en el mundo político y empresarial, y me pidió que mantuviéramos nuestro acuerdo en absoluto secreto.

El acuerdo en sí mismo era de naturaleza secreta. No soy investigador privado, no tengo una licencia para eso. Soy abogado, ejerzo en Capital, aunque mantengo una formalidad de socio en un estudio platense. En verdad, hacía unos diez años que ya no me ocupaba de nada en La Plata. Pero mantenía ese estatus en el estudio de un amigo con quien nos conocíamos desde la secundaria y con quien habíamos hecho juntos toda la facultad.

El acuerdo con mi cliente era que nadie debía saber que yo investigaba la muerte de Paula. ¿Investigaba? En realidad, me había comprometido a mantenerme informado del curso de las investigaciones policiales y judiciales, y a informarle a él. ¿Por qué querría ese hombre estar informado de la investigación del asesinato de su amante? Obvio: para que nadie supiera que Paula era su amante.

Nos reímos con Quique cuando le conté que mi conversación con el tipo había sido por Skype. Así me había contratado. Habíamos cortado a las once de la noche anterior y esa mañana a las cinco me había puesto en marcha hacia La Plata. Kilómetros de tierra en una ruta destrozada, con la camioneta que se sacudía íntegra. Después, el largo trecho por la ruta 55 y luego la 2. Ese era el motivo de mi malhumor, sin dudas. Todavía sentía la tierra en el paladar.

Quique me dio los datos del ex de Paula, el de la coartada “firme”. Me dio también algunos contactos de Marcela, personas que la conocían. De Silvia no hablamos casi. A Silvia yo la conocía bien. Muy bien, desde que era una jovencita a punto de egresar de la facultad. Había entrado como pasante al estudio de mi amigo y ahí se había quedado desde entonces. Hasta su muerte. Se había hecho cargo de gran parte de mi trabajo en el estudio cuando me mudé a Capital. Una vez por semana, nos reuníamos en La Plata o en Capital y pasábamos revista a los casos que teníamos en común. Eso duró un tiempo, y luego cuando nos veíamos ya era solo para comer y charlar. Así nos hicimos amigos.

Compartimos con Quique chorizo, morcilla y un pedazo enorme de vacío, con ensalada. Y vino. No entendía cómo mi amigo podría irse de ahí al diario y trabajar conscientemente hasta las diez de la noche. Se había tomado cuatro whiskys antes. Yo sentía una necesidad imperiosa de dormir. No podía pensar, y menos moverme. Lo dejé en el diario y me fui directo a un hotel donde solía parar cada vez que me quedaba en La Plata. Dormí hasta que el teléfono de línea me despertó. El celular lo había dejado sin sonido. Era Quique. Me había llamado varias veces al celular. De paso, vi mensajes de mi secretaria y dos llamados de mi ex.

Quique había terminado temprano y venía para el hotel. Me di un baño y, cuando bajé, Quique me esperaba en el lobby, con un vaso de whisky. Eran casi las diez de la noche. Lo invité a comer en el restorán español que estaba pegado al hotel. Los dos estábamos muertos de hambre, a pesar del suculento vacío del mediodía.

Quique me llevaba toda la información que había sido publicada desde el asesinato de Paula en adelante, más los partes oficiales que habían emitido las autoridades policiales –todos “elusivos”, según me aclaró–.

–No es tu día, amigo –me dijo, mientras yo intentaba encontrar alguna información nueva o pertinente en esa pila de papeles.

–¿Y el tuyo?

–Parece que tampoco. ¿Por qué preguntás?

–Por cómo estás tomando.

–Ahora termino de comer y me voy a dormir. No te preocupés –dijo, con mucha ironía.

–¿No querés hablar de lo que te pasa?

–No sé. Ahora comamos y después vemos. Contame vos. ¿Cómo llegó a vos tu cliente? Te advierto que no me interesa el tipo. Quiero saber por qué estás vos tan interesado. ¿Por Silvia?

–No. La muerte de Silvia me golpeó, no te lo niego. Pero es por los tres casos. Hay algo ahí que no me cierra. Pero ya hablaremos de eso después de que me informe mejor. Este tipo llegó a mí a través de un cliente que atendí hace unos años. Es un empresario de la construcción que había tenido una denuncia de maltrato de su ex. Era una extorsión.

–¿Pero por qué te interesa tanto?

–¿Con sinceridad? Porque no hago más que leer en los diarios que todos los días matan a una mujer. Porque ya nos familiarizamos con la palabra femicidio. O feminicidio, como dice el farsante de tu jefe en la radio. Si se trata realmente de un asesino serial, un psicópata, como él sostiene, hay que esclarecerlo y convertirlo en un emblema.

Me echó una mirada escéptica. Me decía: “No te creo”. Nunca había hablado con él del asesinato de mi ahijada, la hija de un compañero de la facultad, dueño de una pequeña metalúrgica de Berazategui.

Pensé que alguien se lo habría contado y me cabreó.

–¿Por qué esa mirada? ¿Qué sabés vos?

–No hablés si no querés.

–¿Qué sabes vos?

–La muerte de tu ahijada. ¿Es eso?

–Sí. Puede ser… el asesinato de Juliana.

–Todavía te duele, no lo superaste.

–Es verdad. Nunca encontraron al asesino. Eduardo, mi compadre, tiene un cáncer que, aunque lo tiene controlado, lo somete a vivir como un esclavo. Es la violación y el asesinato de su hija, y después la muerte de su esposa, también de cáncer. Aquel asesinato impune es el cáncer. Me imagino la situación de las familias y amigos más cercanos de estas tres chicas.

Quique se quedó pensando un rato, con la mirada fijada en algún lugar, fuera del restorán. Ya no hacía falta que dijera nada más. Me había llevado a ese lugar en el que no quería estar. A esa situación que no me sacaría nunca de encima: encontrar al asesino. No para regalárselo a la Justicia. Le dije que sí, que era Juliana la que me había motivado a estar ahora en La Plata detrás de algo a lo que nunca me había dedicado: la investigación. Soy un abogado, no un investigador. Eso le había dicho a mi cliente, pero a él no le importaba. Solo confiaba en mí.

Quique intentó sacarme de ese estado. Me habló de un hallazgo que había olvidado comentarme. Esa mañana habían encontrado los cuerpos de dos mujeres, madre e hija, enterrados en un jardín, en Ensenada. Los periodistas habían preguntado a los investigadores si esos crímenes tenían algo que ver con el asesinato de las tres muchachas.

El inspector de la policía a cargo de la investigación había tratado de desligar esos casos, pero los periodistas no se mostraban convencidos. Le pregunté a Quique si acaso estábamos ante un solo asesino. ¿Y si hubiera otro, otros?

–¿Tenés dudas de que sea un solo asesino? Parece bastante posible: la misma metodología en los tres crímenes. El tipo dejó su sello idéntico en las tres muertes. Y esto de Ensenada no tiene nada que ver.

–No lo sé. No sé si dudo. Quiero entender, primero. Quiero ver.

Me fui a dormir pensando que no conseguiría pegar un ojo después de mi larga siesta, pero cuando clavé la cabeza en la almohada, me desmayé. Eran casi las doce.

2

Me desperté a las nueve. Cuando vi el reloj me relajé. Sentí que se me aflojaban las contracturas de los omóplatos. Necesitaba organizarme. En mi profesión, que conozco bien y en la que tengo larga experiencia, puedo darme el lujo de actuar por intuición, de dejarme llevar por corazonadas. Pero ignoro totalmente las artes de la investigación criminal. Empecé por armar una agenda.

Debía ver “en físico” a mi cliente. Personalmente. Tenía que cobrarle un anticipo y sacarle más información. Quería ver a Ofelia Márquez, una amiga íntima de Paula, según me había dicho Quique. Tenía que concertar una cita con el fiscal de la causa. Un colega platense me haría la conexión. También necesitaba conocer la declaración del ex de Paula, aunque no estaba seguro si en la Fiscalía me permitirían leerla.

Antes de que pasara más tiempo, quería ver a mi amigo Pepe García Blanco, el dueño del estudio en el que aún era formalmente socio, donde trabajaba Silvia. Con Pepe habíamos hablado brevemente luego de la muerte de la muchacha. Lo había llamado para ver cómo estaba. Estaba mal. Frío.

Distante. Lo percibí molesto con todo, incluso conmigo. Tuve que llamarlo varias veces para que finalmente me atendiera. Cuando lo hizo, fue con apuro. Esperaba que me invitara a verlo, a ir al estudio, a su casa, pero nada de eso. Distancia. Todo eso era más que suficiente para un día.

Organizarme significaba también ordenar mis pensamientos. La prioridad era intentar aproximarme a la razón por la que un presunto asesino había matado a las tres chicas. Debía tratar de encontrar una explicación racional a mi corazonada de que no se trataba de un solo asesino. No tenía el más mínimo fundamento. Pensaba una y otra vez que era extraño que hubiese aparecido un asesino serial en La Plata. Aun en Argentina suena extraño eso. Uno se acostumbra a verlos en series y películas, porque se nutren de la realidad norteamericana. Acá, por el contrario, vemos que la enorme mayoría de femicidios son cometidos por parejas o exparejas de las víctimas. Pero no tenía más que eso para fundamentar mi intuición. De hecho, después de las charlas con Quique, empecé a dudar de mi intuición. Pero, de cualquier forma, era imprescindible que conociera mejor a las chicas. A las tres.

Y me decidí a empezar por Paula.

Hice algunos llamados. Quedé en ver a la amiga de Paula. También hablé con una médica del hospital de Gonnet y coordinamos una cita para el lunes siguiente. Le dejé un mensaje a mi cliente. Arreglé con la secretaria del fiscal una reunión para el próximo miércoles. Después salí del hotel.

Fui caminando hasta el estudio de mi amigo Pepe. Es una casona antigua reformada y modernizada que está en calle 15 entre 49 y 50, vecina del Sindicato de Obreros Panaderos y a muy pocas cuadras de Tribunales. El día se prestaba para caminar. Los fuertes calores de ese verano comenzaban a dejar paso a un otoño benigno. Estaba decidido a tratar de entender la actitud distante de mi amigo. Me resultaba incomprensible. Y también quería dar un abrazo a Amalia, su secretaria de toda la vida. Ella había sido casi una madre para Silvia. La protegía de los acosos de clientes y colegas, la mimaba con invitaciones a cenar, con fiestas sorpresa de cumpleaños.

Llegué a la casona con palpitaciones, más que por la caminata por la emoción de estar ahí, con Silvia muerta. Toqué timbre y me anuncié. De afuera, sin necesidad del portero eléctrico, escuché el grito de Amalia:

–¡Por Dios! ¡Vos acá!

Estaba parada justo al fin de la escalera. Tenía el rostro cubierto de lágrimas y los brazos extendidos, con los que me recibió.

Era difícil adivinar la edad de Amalia. Si no fuese porque uno sabía que ella había sido la secretaria del padre de Pepe, fundador del estudio, hacía unos cincuenta años, no era posible darle más de sesenta. Su edad real la llevaba muy bien, aún presumía y coqueteaba con su cuerpo cuidado, con su rostro aún más cuidado y siempre bien maquillado. Pero al abrazarla y mirarla a los ojos, en medio de las lágrimas de los dos, me pareció que había envejecido mil años.

Nos sentamos en un saloncito detrás de la cocina, donde ella solía fumar. Yo mismo me ofrecí para preparar el café. Habían comprado una Nespresso que facilitaba las cosas, pero no mejoraba la calidad. Esos cafés son como los vinos californianos, saben todos parecido. Hablamos de Silvia, naturalmente. Me dijo que en los últimos tiempos la había visto más feliz, más comunicativa. ¿Una pareja? No lo sabía a ciencia cierta. Lo presumía, pero Silvia era muy reservada con sus cosas personales. Y después hablamos de Pepe. Todo iba bien con el estudio y con su familia. Yo tenía mis dudas.

Le comenté –con cuidado, porque para ella Pepe era como un hijo– que lo había encontrado muy raro, muy distante, que casi no había querido hablar conmigo del asesinato de Silvia. Me aconsejó darle un poco de tiempo. El mayor de sus hijos, José Ignacio, no terminaba de “sentar cabeza”, se había ido nuevamente a Europa, de un día para el otro, y eso era motivo de disputas matrimoniales. Pepe, con la muerte de Silvia, estaba desolado, me confió. De manera que no iba todo bien en la familia, pensé.

Me encontré cohibido. Quería preguntarle detalles de la vida reciente de Silvia, de sus sospechas acerca del posible noviazgo de la muchacha, de la reacción de Pepe ante el asesinato, pero me pareció que traicionaba la relación de amistad y cariño que me unía a esa mujer y al propio Pepe. Terminé postergando al investigador, aunque después me arrepentiría.

Pepe estaba en Capital en una reunión y ya no iba a volver al estudio ese día. Ella iba a aprovechar para ir a almorzar con su hermana, por lo que me despedí con la promesa de volver a visitarla y seguir charlando. Me hizo también prometerle que le contaría algo de mis cosas personales. Se refería a amoríos, ¿a qué más? No quise desilusionarla y decirle que llevaba ya dos años sin una relación amorosa.

Ella se había quedado, en mi novelón sentimental, en la relación que había tenido con “la violinista del Museo”, como ella había bautizado a Leticia. Amalia sostenía que era yo quien le había inventado el apodo. Puede ser. Si ella tenía razón, era, seguramente, una manera de poner distancia en mi relato a una mujer que iba y venía, que entraba y salía de mi vida sin golpear, sin pedir permiso y sin despedirse. Pero un día Leticia desapareció varios meses –una gira por Europa con su quinteto de tango– y al tiempo tejió otra relación con un integrante del grupo. O al menos eso me había parecido.

Volví al centro de la ciudad. Saqué la camioneta para ir a mi estudio en Capital a firmar unos escritos. Después pasé por mi departamento, puse alguna ropa en un bolso, guardé la camioneta en el garaje y me fui hasta la 9 de Julio para tomar un ómnibus hacia La Plata. Vería a la amiga de Paula a las seis de la tarde. Desde la mañana, mi cabeza hervía.

Volví al hotel y me eché a leer un libro que contaba la historia de un tipo que reconstruía la vida de sus abuelos, a quienes su padre no recordaba.

A las cinco y media de la tarde salí del hotel y caminé por el centro, sin rumbo. Mi cabeza iba de un lado a otro, me costaba concentrarme. Ganaron las emociones que venían de recuerdos de tantos años de vida platense. La ciudad no había cambiado nada. Había algunos negocios nuevos, carteles distintos, pero todo lo demás se mantenía tal cual. En calle 8, la peatonal, se amontonaban adolescentes ruidosos, que hablaban, reían a los gritos y fumaban. Cuando pasé cerca de uno de esos grupos, sentí el aire contaminado de olor a marihuana.

Recordaba mis caminatas solitarias cuando era estudiante, en épocas de vacaciones. La mayoría de mis compañeros viajaban al interior de la provincia a visitar a sus familias. Yo prefería quedarme. Me gustaba la paz platense en vacaciones. Me tomaba un bus a la mañana, visitaba a mi madre y a mi hermana en Capital, y volvía a la noche al departamentito que había alquilado, en las proximidades del bosque.

El sentimiento que ahora me acompañaba era similar al de entonces: placer, por un lado y, por momentos, desasosiego. La causa era la misma: la soledad. Desde que tenía uso de razón, me había sentido solo. En las noches de mi infancia, se apoderaba de mí el miedo. En sueños y en vigilias, no lograba tener a mi lado a mi madre. No estaba cuando la buscaba y, en las madrugadas, me aterraba levantarme y cruzar el largo pasillo oscuro para llegar a su dormitorio. Me quedaba paralizado en la cama, temblando hasta que me dormía.

Ahora la soledad era más amiga, me daba el placer de estar con mis lecturas, con mis pensamientos. Mi hermana sostenía que así no encontraría jamás una mujer que quisiera compartir mis días. Lo que ella no comprendía era que “así” era, para mí, la única manera de vivir. Por eso estaba solo, sin pareja; por eso me casé equivocadamente y me separé a los pocos días. Sin embargo, hay momentos en que la soledad se convierte en una amenaza que me provoca angustia. Es una sensación que me acompaña, también, desde siempre. En días y horas previas a un viaje o a una mudanza, esa angustia se potencia, me pone en una situación de desasosiego incomprensible, que no puedo dominar.

A las seis de la tarde en punto estaba frente a la puerta de un local de ropa de mujer, en la misma peatonal. Era un frente muy angosto, con una vidriera que apenas podía albergar un maniquí y una percha que sostenía un blazer y una camisa. La puerta de entrada también era estrecha. En el interior, una mesa fina y larga separaba el local en dos. En las paredes laterales había estanterías y colgantes donde se exhibía la ropa de “diseño propio”, como rezaba un cartel con el nombre de la boutique, Ofelia, y un logo no muy original: una O de la que salían alas de libélula, todo en lilas y verdes claros.

Al final del local, sentada en una banqueta frente a una laptop, estaba la dueña, la amiga de Paula que había tenido a bien recibirme, Ofelia Márquez. Tendría algo más de treinta años. Pensé: “Treinta y tres, como Paula”. Era morocha, pelo brillante y lacio que le caía sobre los hombros, con un flequillo corto y recto, que agrandaba más sus ojos oscuros. Me resultó muy atractiva. Más adelante supe que había estudiado con Paula las primeras materias de Medicina y luego había abandonado la carrera. Había perdido repentinamente a su padre por un infarto y se había visto, de la noche a la mañana, en la necesidad de trabajar para mantener la casa. Su madre cuidaba de su hermano más chico y nunca había trabajado.

Me interesé por cómo le iba con el negocio: bien, no se podía quejar. Y cómo había aprendido a diseñar ropa: de puro corajuda, tirándose a la pileta. Siempre le había gustado la ropa e incluso había pensado en dejar Medicina para estudiar Diseño en Bellas Artes, pero había ocurrido lo que había ocurrido.

–Tuve una familia hermosa. Quedamos rengos con la muerte de papá. Me hice cargo de mamá y de mi hermano. Después me casé, tuve a Micaela, soñé con el hogar perfecto. Después perdí a mi madre y tengo una hija a cargo, sin el menor contacto con mi ex. Como ve, soy una mujer común.

Ella también quiso saber algo más sobre mí antes de hablar de su amiga. Le conté mi vida anterior de estudiante y abogado en La Plata, mi actualidad de divorciado, con estudio propio en Buenos Aires, convocado ahora por un cliente que ella conocía, que me contrataba para que le asegurara más oscuridad que luminosidad. ¿Y a mí? Me interesaban esas tres mujeres. Le conté de mi relación con Silvia. Eso le dio confianza y habló de todo lo que le pregunté.

Reproduzco como un monólogo esa primera charla que mantuve con Ofelia y con la que abrí el camino de la investigación, y, lo que es más importante, de otros rumbos para mi vida.

Paula trabajaba mucho, empecemos por ahí. Pero tenía una energía inagotable. No sé de dónde sacaba tanta pila para pasar un día completo de guardia en el hospital y llegar directamente a casa a las ocho de la mañana para acompañarme a dejar a mi hija en la escuela y venir conmigo a abrir el negocio. Lo hacía dos veces por mes, como mínimo. Conversábamos hasta por los codos. Se reía de todo. Se reía de mi locura cuando mi ex me dejó y se fue a vivir con una pendeja de veintidós años. Se reía de mis estados de ánimo que cambiaban a cada rato. Se reía para sacarme de la depresión o de la ira. Pero se reía también de ella misma. Y de sus otras amigas y compañeros de trabajo. Era su forma de ser. Vivía en estado de humor, pero no era nunca grosera ni cargosa. Pocas veces la vi sufrir. Cuando se sentía mal, se encerraba. Le duraba un día la cosa. Al día siguiente ya era nuevamente la Paula que conocíamos y que amábamos. Una vez me confesó que en las noches peleaba con sus fantasmas.

Trabajaba en el hospital y atendía en algunas clínicas de donde la llamaban para hacer algún reemplazo. Por las mañanas, antes de ir al hospital, corría una hora. Los fines de semana andaba en bici. Salía con amigas y compañeros. Salía con un novio que no le duró mucho y del que ya le voy a hablar. Salía también con su amante, el empresario que lo contrató a usted. Solían ir al cine o al teatro en Buenos Aires y después iban a comer a Puerto Madero. Siempre a Puerto Madero. Con su hermana se vía muy poco. En realidad, se veían para las fiestas, para Navidad. Ella viajaba a Bahía Blanca y se quedaba un par de días. Su hermana, su cuñado y sus dos sobrinos, además de su hermano soltero, eran toda la familia que tenía. Pero ella tenía toda su vida propia acá en La Plata.

¿Le hablé del novio? Era un tipo muy difícil. No tenía nada que ver con Paula. Era mayor, tenía como cincuenta años. Vivía con su madre y su hermana. Tenía una empresita de mudanzas y hacía servicios de distribución para otras empresas de la zona. No era una relación clandestina pero lo parecía, porque Paula no lo llevaba nunca a sus reuniones con amigos y compañeros. Yo nunca los vi juntos. Lo vi una vez que vino a buscarla acá al negocio. Ni me lo presentó. Me dio un beso y se fue con él, que ni siquiera alcanzó a entrar. Era muy obsesivo. El último tiempo que salieron fue un infierno. Cuando Paula le dijo, una vez, que quería tomar un respiro en la relación, el tipo empezó a acosarla. La llamaba todo el tiempo, le enviaba mensajes, la buscaba sin anunciárselo en el hospital. Le pidió que se casaran. Empezó a fabular una vida juntos. Le prometió que compraría una casa para ellos solos. Paula sospechaba que, cuando salía con amigos o con su amante, el tipo la espiaba.

Esa situación la afectó mucho. La vi cambiada. Durante un par de meses nos vimos más seguido, a veces venía a casa y se quedaba a dormir. No sé si se sentía insegura. Empezó también a tomar distancia de su amante. Él se lo podrá decir mejor.

Y después ocurrió algo curioso. No sé qué le pasó, pero empecé a verla nuevamente como había sido siempre, alegre, vital. Pero también misteriosa. El último día que la vi, mientras tomábamos mate, me dijo que estaba viviendo un momento muy especial. No me dijo de qué se trataba, a pesar de mi insistencia. “Una vive de pronto cosas que jamás hubiera imaginado”, me dijo. Yo pensé que haber roto con su ex y su amante le había hecho bien, que se había liberado de ese peso. Que estaba viviendo una nueva etapa en su vida. Cuando se fue, me abrazó muy fuerte y me dijo con una sonrisa que nunca olvidaré: “No pienses en nada. Todo está muy bien. Aunque yo no sepa bien de qué se trata, todo es hermoso. Ya podré contarte cuando yo esté más segura”.

No volví a verla. Habíamos quedado en salir a cenar y me mandó un mensaje para decirme que le había salido una guardia en una de las clínicas. Y me escribió esto, mire.

Me mostró su celular: “Tu amiguita está rara pero muy feliz. Ja ja ja”.

Hablamos –mejor dicho, habló ella– durante dos horas. En medio, entraban mujeres a mirar y a comprar ropa. Hacia el final, cuando recordó la última vez que vio a su amiga, se puso a llorar de un modo que me contagió. Se me caían lágrimas, lágrimas sinceras, de dolor. Pensaba en esa risa de Paula que no había conocido y sentía una opresión en el pecho que me hacía llorar. En un momento, Ofelia me miró, se sonó la nariz y me sonrió. Se acercó y me abrazó.

–¡Mire lo que le he hecho! ¡Lo he puesto a llorar! –Me secó las lágrimas con el pañuelo arrugado que tenía en la mano–. Yo hago llorar. Paula hacía reír.

No sabía qué hacer. Era ridículo, pero no podía evitar sentir la ausencia definitiva de Paula. Hubiese querido quedarme la noche entera hablando con Ofelia, pidiéndole que me contara mil anécdotas de su amiga, que empezaba a formar parte de mi pequeño universo afectivo.

Me despedí apresuradamente de ella, casi avergonzado. En la calle seguían cayéndome lágrimas. Pensé en Juliana. ¿Lloraba por ella o por Paula? Ese estado me acompañaría toda esa noche y varios días más. Pensé en que debía concentrarme en las tareas que tenía por delante. Entré a un bar en la avenida 7 y 49 y me puse a hacer las primeras notas de mi charla con Ofelia. La despedida tan brusca de minutos antes todavía me molestaba.

3

Le dejé un mensaje en el diario a Quique para que cenáramos juntos. Fui al hotel para darme un baño y cambiarme de ropa. Cuando salía hacia del restorán, me cayó un mensaje de Ofelia: “Quiero pedirle disculpas por mi charla lacrimógena. Espero que se encuentre bien”.

Le respondí de inmediato: “No fue nada lacrimógena y sí de mucha utilidad. Le agradezco su amabilidad”.

Ella nuevamente: “Me puse sentimental y no pensé en las cosas que podrían ayudarlo en la investigación”.

Yo: “Si ha recordado algo que crea importante, no dude en decírmelo. Pasaré a verla”.

Ella: “Creo que tengo algo”.

Yo: “¿Le parece que pase mañana a la misma hora que hoy?”.

Ella: “Como a usted le parezca. También podríamos tomar algo. Sería más adecuado, tal vez”.

Yo: “¿Quiere que cenemos mañana?”.

Ella: “Me parece muy bien”.

Yo: “Perfecto, la llamo mañana y arreglamos”.

Ella: “Que siga bien, hasta mañana”.

Ya estaba en el restorán cuando Quique me avisó que se retrasaría porque tenía un tema complicado en el cierre del diario. Eso podía ser una o dos horas. Pedí una botella de cabernet y me distraje mirando un partido de fútbol. Me dio hambre y comí. Cuando llegó Quique, de la botella quedaba la mitad.

El tema complicado era que en la movilización gremial de esa tarde en la ciudad se habían producido incidentes, con algunos heridos como resultado. Las autoridades culpaban a un grupo de provocadores que iban con los rostros cubiertos. Los gremialistas sostenían que la policía había provocado los incidentes.

Pedimos más vino mientras Quique comía. Le conté la charla con Ofelia y le remarqué lo del ex de Paula, acosador y violento. Me puse vehemente:

–¿Cómo es posible que no se investigue a ese tipo, que se crucen de brazos porque les dijo que veía la tele con su hermana?

Quique se puso, a su vez, sarcástico:

–¿Por qué el investigador no va tras su presa, revuelve su historia, destruye su coartada? ¿Por qué es el investigador tan inocente? ¿Por qué espera que la policía se rompa el culo para esclarecerle el caso?

Luego de un largo silencio en el que acepté que Quique tenía razón, mi amigo fue más al grano:

–Te metiste a investigador y no conocés el oficio. ¿No sabés cómo funcionan la cana, los fiscales, los jueces? A pesar de que estudiaste y trabajaste acá bastante tiempo, sos ajeno, no sos del medio. Te metiste con un caso del que los medios ya se están olvidando. Mirá: el paro general termina la semana que viene y las movilizaciones tapan todo. Ya nadie se va a acordar de las tres minas asesinadas, dentro de unos días. Es duro decirlo, pero así son las cosas. Vos conocés la estadística, de cada diez femicidios, solo se esclarecen tres. Todavía, quince años después, seguimos esperando que nos digan quién mató a Nora Dalmasso. ¿Y quién se acuerda de Oriel Briant? Amigo querido, no quiero ser pesimista ni aguafiestas, pero te tiraste a la pileta y no sabés nadar.

Sentí ganas de mandarlo a la mierda. Pero era lógico lo que había dicho. No conocía el oficio. Me movía en un terreno ajeno. No tenía la más puta idea de cómo empezar con mi trabajo. Iba como un ciego novato, intentando guiarme con el bastón pero sin saber siquiera cómo se mueve alguien en la ceguera. Sin embargo, tenía una motivación que era más fuerte que mi ignorancia, más fuerte que todo eso que me jugaba en contra.

Empezaba a relajarme y a sentirme más seguro en compañía de ese amigo que me enjuiciaba y que me bancaba al mismo tiempo.

En ese momento, pensé en Juliana y tomé una decisión: a la mañana siguiente iría a Varela a visitar a mi compadre a la fábrica. Hacía meses que no nos veíamos. Estábamos en contacto permanente por el chat, pero sin vernos. Se lo dije a Quique. Largó su carcajada contagiosa.

–Sos un boludo, Quique.

No había pensado detenidamente en mi cliente. Cuando, después de llamar insistentemente a mi oficina, me habían pasado su nombre, no lo había reconocido. No me sonaba. No tenía una cara archivada para Francisco Fernández. Cuando hablamos, lo primero que me dijo era que nos conocíamos, que nos habíamos visto antes. Me tomó desprevenido y no le pregunté dónde ni por qué. Lo gugleé. Pyme del rubro de la construcción, empresa familiar, egresado de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de La Plata. Su nombre aparecía ligado a obras paradas en la provincia y pleitos con el gobierno provincial. Recurrí a la fuente.

Quique me había hecho esperar un par de horas y al rato me había dado el informe: lobista. Cada vez que cambiaba el gobierno, el tipo aparecía como amigo de un nuevo ministro o subsecretario. En el Ministerio de Obras Públicas, tenía armada una red de cuadros medios de planta permanente.

Mantenía un perfil bajo, gracias a lo cual siempre había zafado. Su oficina era apenas una fachada, atendía en bares y restaurantes. ¿Maquinarias, personal técnico? Pura fachada. Solo lobby.

Conocía varios casos de esos, sobre todo contratistas de la provincia, personas que, como diría Arturo Jauretche, son grandes estadistas, o sea, viven a costa del Estado. “Empresarios prebendarios” se decía en una época.

Quique me prestó su auto. No lo usaba. “El diario me paga los taxis” había sido su argumento para que me lo llevara. El coche estaba casi sin uso, apenas ocho mil kilómetros. Tomé por el Centenario hacia City Bell para encontrarme con mi cliente. Al fin lo vería cara a cara. Pensaba que era mi oportunidad para sacarle información y tantearlo a fondo. Al cruzar el semáforo de Lacroze, recordé la cantidad de veces que doblaba en ese cruce para ir a la casa de Silvia. Y sentí una necesidad tremenda de pasar por ahí. Seguí hasta el próximo semáforo y doblé por Güemes hasta el Belgrano y de ahí seguí un par de cuadras más. Giré por 25 y en 473 me detuve. Faltaban diez minutos para la cita con Fernández. Nos veríamos en un bar del centro de City Bell.

La casa estaba tal cual la había visto la última vez, hacía ya más de dos años, una noche en que habíamos ido a comer con Silvia y luego la había llevado de regreso. En ese chalet la habían encontrado muerta por la llamada de una vecina. El portón de la entrada del auto conservaba una faja judicial. Sin dudas, la investigación solo había llegado hasta ahí. El césped crecía en la vereda y, junto a una rama caída, se amontonaban algunas bolsas de basura rotas, cuyos contenidos habían sido desparramados por los perros del barrio. Me trepé y salté el portón. Todos los postigos de las ventanas estaban cerrados y precintados. Fui hasta el fondo, igual. El agua de la pileta estaba verde y cubierta por las hojas de los árboles de alrededor. Recordé que Silvia tenía sentimientos encontrados por esos árboles: los adoraba porque encerraban su casa en un paraíso verde y le fastidiaban con sus hojas y flores caídas por todo el jardín y, sobre todo, en la pileta.

Empezaba a ponerme sentimental, a recordar un domingo que había ido ahí temprano para preparar el asado con el que le íbamos a festejar el cumpleaños. Ese día Silvia había tomado mucho champán, había cantado, bailado, y se había quedado dormida en el sillón. Era otra Silvia, una que no conocíamos. Cuando todos nos fuimos, ordenamos las cosas y la dejamos ahí, roncando.

Salté nuevamente el portón y, cuando iba hacia el auto de Quique, vi a la vecina viejita que había llamado a la policía al no haber visto salir a Silvia para el trabajo como todas las mañanas. El auto de Silvia estaba guardado y la señora había escuchado una puerta abierta que se golpeaba, que era lo que más le había llamado la atención. Había tocado timbre, la había llamado, todo sin respuestas.

Me acerqué a ella. Levantó la cabeza hacia mí, pero sin verme, realmente. Yo estaba a unos diez metros. Escuchó mis pasos y comenzó a distinguir mi figura. Cada vez veía menos, me había contado Silvia. La saludé y fui a sentarme a su lado, sobre una pared baja que rodeaba la entrada a la casa, en la ochava. Ella apoyaba la espalda sobre las rejas que se elevaban sobre esa pared y yo la imité. No era cómodo y me pregunté cuánto tiempo esa mujer resistiría con esa incomodidad. Le dije quién era.

Me miró detenidamente. Sus ojos debían haber sido muy vivaces cuando era joven. Debía haber sido una mujer muy bonita. Estaba erguida, con las manos arrugadas y muy cuidadas sobre la falda de un vestido largo, estampado, que había conocido mejores épocas. Se abrigaba de la brisa fresca con un chaleco de lana tejido a mano. Sentí que me escaneaba. Su mirada decía: “Cuénteme quién era usted para Silvia”.

Le conté. Le recordé que una vez había ido de visita a lo de su vecina y le había golpeado la puerta para pedirle a su hijo que corriera el auto, porque necesitábamos entrar con una camioneta cargada de unos muebles nuevos. El hijo la visitaba antes de ir al trabajo, por las mañanas muy temprano, y cuando volvía, al atardecer. No se acordaba de aquello. Le insistí entonces con el cuento que ella me había hecho aquel día, mientras su hijo corría su auto. Me había dicho que, cuando ella enviudó, el hijo y la nuera le habían propuesto que fuera a vivir con ellos. Le recordé qué me había dicho: “Me casé a los dieciséis años y cuando cumplí dieciocho inauguramos esta casa, que fue como el regalo para mi mayoría de edad. Mi marido trabajó como bestia para construirla y para pagar el crédito. Toda la vida la pasé acá, prácticamente. No me voy a otro lado. Solo me iré para mudarme al cementerio”.

Se rio, pero, igual, no me recordaba. No le importaba si me había visto antes, le importaba por qué había ido esa mañana, qué significaba Silvia para mí, al punto de haber saltado el portón para entrar a la casa.

–¿Me vio? –pregunté.

–No. Lo escuché. Escucho todo. Cada vez más. Hasta el vuelo de las avispas. Escucho a los colibrís sobre las flores, las hojas de los árboles que caen. Los perros de los vecinos son una tortura, ladran día y noche. Pero me he acostumbrado. Las noches las paso en vela y de día voy durmiendo de a ratos. Acá, sentada, antes de que usted llegara, estaba haciendo una siestita.

–Conocí a Silvia cuando era una jovencita, antes de que se recibiera de abogada. Entró a trabajar en el estudio donde yo ejercía. El estudio de un amigo.

–Lo sé. García Blanco. Lo he visto venir mil y una veces aquí. Primero era amable, simpático. Las últimas veces era una fiera enojada.

–¿Cómo enojado?

–Ni me saludaba, se paraba frente al portón, llamaba a Silvia con un grito que me molestaba. Me daban ganas de decirle que la dejara en paz. Venía a veces a la noche, después de cenar. Otras veces caía un domingo o un feriado a la mañana y la despertaba. ¿Usted lo conoce bien?

–Sí –le dije, y me callé. No conocía a ese Pepe iracundo que la viejita me describía. ¿Qué hacía en esos horarios y en esos días ahí?

La mujer se quedó también en silencio. Pensaba. Los dos estábamos ensimismados. Los dos unidos por ese silencio y la presencia de Silvia dentro de nosotros. Nos distrajo el celular. Era mi cliente. Me apuraba. Lo tranquilicé. La viejita me miraba sin verme, sus sentidos estarían aún con Silvia.

–Tengo que irme. Trabajo –le dije.

–Venga otro día. Me va a encontrar aquí.

–Antes de lo que usted imagina, señora.

–Mejor. Aquí en el barrio, desde que no está Silvia, no tengo con quién hablar. Los días se me hacen larguísimos. Y no me llame señora, me llamo Matilde.

4

Fernández estaba charlando con un tipo muy parecido a él. Parecían hermanos. Los observé mientras estacionaba.

Cuando me acerqué, vi que el parecido era aún mayor que lo que había visto desde el auto. Eran mellizos, sin duda.

Me lo presentó y de inmediato me reprochó la tardanza. Lo corté en seco. Le contesté que nunca llegaba tarde a ningún compromiso, salvo que surgiera algo inesperado y que eso había sucedido. Terminó disculpándose él.

Me pregunté qué hacía su hermano allí. No lo esperaba y me entorpecía el plan de ir a fondo con algunas preguntas. Creo que se dio cuenta de mi malestar.

–Mi hermano ya se va. Estábamos resolviendo unos temas.

Me daba vueltas todo el tiempo la revelación de la viejita. No conocía a mi amigo como alguien capaz de gritar y tratar mal a alguien. Cursamos desde la primera hasta la última materia de la facultad juntos. Jugábamos al rugby, salíamos juntos los fines de semana, veraneábamos juntos. Nos poníamos de novios y nos peleábamos juntos. Siempre había sido yo el malhumorado y él, el componedor. Era un tipo de carácter fuerte, pero no un gritón. Pero lo que más me sorprendía era su relación con Silvia.

¿Qué relación tenían Silvia y Pepe que lo habilitara a él a caer a cualquier hora y cualquier día a la casa de ella y gritarle desde la calle? ¿Eran amantes? ¿Qué otra cosa podía ser?

Mi cliente me sacó de mis pensamientos. Su hermano se iba y me saludaba y el mozo me traía un cortado americano que yo no había pedido. Lo tomé igual. El café era muy bueno. Lo dije.

–Por eso vengo acá todos los días –dijo Fernández–. Ahora dígame usted.

–¿Qué?

–Qué lo distrajo, qué tiene para contarme.

–Cosas de la investigación.

–Pero usted no me dijo que se iba a poner a investigar. Yo le pedí otra cosa, le pedí que…

–Lo sé. ¿Y cree que estoy haciendo otra cosa? Si usted sabe cómo hacer mejor este trabajo, entonces no me necesita.

–Mire, doctor, no estamos aquí para discutir.

–¿Entonces?

–Cuénteme, por favor.

Terminé mi café y llamé al mozo para pedir otro. Me tomé mi tiempo. Mi cabeza y mi espíritu estaban aún con la viejita en la esquina de la casa de Silvia. Se me hizo patente lo que sentía: el tipo que tenía enfrente tenía un interés muy concreto y yo descubría que el mío iba por otra parte. Me interesaban aquellas muchachas que ya no estaban con nosotros. De pronto, Silvia había vuelto y Paula no me dejaba solo.

Ataqué. Le pedí al tipo que me describiera detalladamente su coartada para la noche en que habían matado a Paula. Se enojó, amagó con romper nuestro contrato, me acusó de no saber hacer mi trabajo, pero terminó dándome la información que necesitaba.

Me contó que esa noche, hasta muy tarde, había estado comiendo y de sobremesa con cuatro personas con las que hacía negocios. Me confesó que no quería dar los nombres de dos de ellas, que estaban comprometidas en una denuncia contra un ministro provincial. Estaban negociando algunos contratos y eso no debía saberse. Me hizo jurar que no hablaría jamás de eso. Sus testigos serían los otros dos amigos que lo acompañaban aquella noche. Lo tranquilicé. La corrupción no era lo que me movía en ese momento. Que se ocuparan otros.

Entonces, dos de los comensales de aquella cena en Puerto Madero podían dar fe de que Fernández había estado con ellos hasta la una de la madrugada. Era su coartada. Según la información que habían dado los medios, el asesinato de Paula había ocurrido antes de esa hora, entre las veintidós y la medianoche.

Dimos por concluida nuestra “pelea”. Era mi turno de hablar. Le dije que no estaba muy convencido de que estuviéramos ante un asesino serial, aunque a él le conviniese esa teoría. Cuando mataron a Marcela, él estaba en Mar del Plata y la noche del asesinato de Silvia era el cumpleaños de su esposa y estaban cenando en su casa con amigos y familiares.

Le dije que necesitaba más información sobre Paula. Volvimos a chocar. Insistía en que mi trabajo no era investigar ni descubrir al asesino, sino evitar que su nombre apareciera en los diarios como amante de Paula. Lo calmé y lo convencí cuando le dije que parecía que la policía y la Justicia no iban a llegar al fondo de esta investigación. Mientras eso siguiera así, no habría asesino y, por lo tanto, todos eran sospechosos.

Le saqué un anticipo. Pretendió dármelo en negro. Me negué. A regañadientes, me dio un cheque.

Quedamos en que le firmaría un contrato por asesoramientos jurídicos, sin especificar sus razones.

El tipo se quedó en el café. Evidencia de lo que había dicho Quique: atiende en bares y boliches. Lo demás, pura fachada. Lo dejé concentrado en su celular. Recibía y mandaba mensajes. Así viviría, ansioso, contracturado, alienado. Entre un éxito y un fracaso, saltando sobre todo eso. Paula había sido algo en su vida, pero seguramente menos importante que los mensajes que respondía ansiosamente. Negocios. Eso era su vida. Pensé en su mujer, en sus hijos, y concluí que él no podría ser distinto con ellos. ¿Con Paula había sido distinto? Pensé que no. Y me pregunté, entonces, qué le pasaba a la muchacha. ¿Por qué salía con ese enfermo del dinero?

Volví al centro pensando en el tipo. Era más bien petiso, morrudo, de unos cincuenta años, con una calva incipiente que lo avejentaba un poco. Su rostro, casi siempre sonriente, mostraba al mismo tiempo una cierta expresión de ausencia, de estar en otro lado. Pero, por momentos, adquiría un tono inquisidor, obsesivo, y la sonrisa desaparecía. Me resultaba difícil entender cómo Paula se había enganchado con él. No era precisamente un seductor.

Pensaba que el tipo podía estar usándome de escudo para ocultar algo, desde el crimen de Paula hasta alguna conexión que condujera al asesino. Al fin y al cabo, la muchacha lo había dejado y, según lo dicho por Ofelia, definitivamente. Había, entonces, una razón para desconfiar.

Quique. Tenía un mensaje de él. Iba más rápido que yo. En la Fiscalía, me iban a dar toda la información reunida hasta el momento. La cita que me había dado el fiscal se posponía hasta nuevo aviso. El tipo había dado parte de enfermo y no sabían cuándo se reintegraría. Era jueves. Una eternidad. El lunes me vería con una compañera de Paula del hospital. Todo se postergaba. Tenía tres días en blanco hasta el lunes y no sabía cómo seguir.

Volví al hotel. Prendí la computadora y abrí la carpeta con las notas periodísticas que había juntado sobre el caso. Esta vez me puse a leerlas detenidamente. Paula había merecido menos atención en comparación con el impacto –creciente– que habían producido los asesinatos de Marcela y de Silvia. La muerte de Paula había sido otro femicidio más, otro crimen de los tantos que ocurrían en un país que empezaba a tomar conciencia de la condición de la mujer en nuestra sociedad. Y del machismo.

De todos modos, los medios de la ciudad habían dado cuenta detallada del asesinato de Paula. La muchacha había sido hallada muerta en su casa por un vecino. El hombre, que había salido a caminar temprano, como lo hacía todos los días, había visto la puerta de calle de la casa de Paula entreabierta. Cerca del mediodía, cuando iba a hacer unas compras, había vuelto a ver la puerta igual. Le llamó la atención y tocó timbre. Como nadie respondió, se acercó a la puerta del garaje y espió. El auto estaba adentro. Entonces, se decidió a entrar a la casa.

La escena era propia de las películas policiales. Según la impresión que el vecino había comunicado a la prensa, Paula estaba tirada en la cama boca arriba, vestida con una remera y un short, descalza y con evidencias de que había sido golpeada. El cuarto estaba desordenado, había ropa revuelta en el piso y más junto a Paula, sobre la cama. Se había quedado mirando la escena un rato sin saber qué hacer, hasta que llamó desde su celular al 911.

La información que los investigadores habían hecho circular la reproducían casi textualmente los medios: Paula Andrada, treinta y tres años, médica, ejercía en el hospital de Gonnet. Había nacido en Bahía Blanca y estudiado medicina en la Universidad de La Plata. Sus padres habían muerto hacía veinticinco años en un accidente automovilístico. A ella y a su hermana, de treinta y cinco, las había criado la hermana de la madre. Vivía en una casita del barrio de Tolosa. Allí la había encontrado el vecino. Había muerto por asfixia al ser estrangulada. Mostraba golpes en el rostro y en el cuerpo. No había rastros del asesino. No se habían encontrado sus huellas dactilares ni objetos que ayudaran a la identificación. La muchacha no presentaba signos de haber sido violada.

La foto que aparecía en todos los medios era la misma: Paula miraba a cámara con una enorme sonrisa de dientes parejos y blancos. Sus ojos negros, grandes, expresivos, brillaban como si hubiese llorado de risa. No era una cara típicamente hermosa, pero a mí me parecía que sí. No era hermosa para los estándares de la revista Caras. Era hermosa como la verían sus compañeros de colegio y de facultad, como la verían sus amigas, tenía encanto… o empatía, como se dice ahora. Su frente era amplia, tersa; su nariz, mediana y recta. Era hermosa por la enorme expresividad de su rostro.

Ya al asesinato de Marcela los medios le dedicaron mucho mayor espacio y sensacionalismo. Era el segundo femicidio ocurrido en solo cuarenta y ocho horas y con las mismísimas características del primero. Esta vez, la muchacha había aparecido estrangulada, en la misma posición que Paula, pero tirada en el piso del living de su departamento de dos ambientes, en el centro de la ciudad. Cero rastros del asesino, el mismo modus operandi: golpes en el rostro y el cuerpo, además del estrangulamiento.