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La secretaria Merry Armstrong no pudo resistirse al carisma sensual de Angel Valtinos. El magnate griego la hizo despertar con sus caricias, ¡y la dejó embarazada! Cuando Angel se enteró de que tenía una heredera, su sentido del deber lo impulsó a actuar. A pesar de lo independiente que era Merry, el legado de los Valtinos debía ser legítimo. Seducir a Merry para que se convirtiera en su esposa se convirtió en el mayor desafío para Angel.
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Seitenzahl: 214
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Lynne Graham
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El anillo del griego, n.º 146 - noviembre 2018
Título original: The Secret Valtinos Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-079-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
EL multimillonario griego Angel Valtinos se dirigió al despacho de su padre y halló a sus dos hermanos esperando en la recepción, lo que lo hizo detenerse en seco y enarcar sus negras cejas.
–¿Qué es esto? ¿Una reunión familiar?
–O que papá va a echarnos una bronca por algo –dijo su hermanastro italiano, el príncipe Vitale Castiglione, en un tono levemente divertido, porque los tres habían sobrepasado con creces la edad en que las reprimendas de su padre eran motivo de preocupación.
Zac Da Rocha preguntó frunciendo el ceño:
–¿Acostumbra a hacerlo?
Angel miró a Vitale a los ojos y apretó los dientes, pero ninguno de los dos hizo comentario alguno. Zac, su hermanastro ilegítimo y brasileño, era impredecible. Como se acababa de incorporar, de forma bastante misteriosa, al círculo familiar, los hermanos aún no habían acabado de aceptarlo. Y tanto al suspicaz Angel como a Vitale les costaba confiar en él.
Vitale sonrió.
–Eres el mayor –le recordó a Angel–. Tienes preferencia a la hora de entrar.
–No estoy seguro de querer ejercerla en esta ocasión –dijo Angel.
Sin embargo, inmediatamente se encogió de hombros para ahuyentar la desconocida inquietud que asaltaba la seguridad que tenía en sí mismo, sólida como una roca.
Al fin y al cabo, reflexionó Angel, Charles Russell nunca había interferido en la vida de sus hijos, pero, a pesar de no haber ejercido su autoridad, había sido un buen padre.
Se había divorciado rápidamente tanto de su madre como de la de Vitale, pero se había preocupado de mantener una estrecha relación con sus hijos. Angel se había sentido agradecido más de una vez por su forma de enfocar la vida y su aguda visión para los negocios, que creía haber heredado de él.
Su madre era una frívola heredera griega, que se habría despreocupado de la educación y el cuidado de su hijo, de no haber sido por las condiciones establecidas por su padre.
Charles Russell cruzó el despacho para saludar a su hijo mayor.
–Llegas tarde –le dijo sin mostrarse enfadado.
–La reunión que tenía ha durado más de lo previsto. ¿De qué se trata? Cuando he visto a Zac y a Vitale en la recepción, he pensado que se trataba de una emergencia familiar.
–Depende de qué consideres que es una emergencia –contestó Charles sin ir al grano mientras examinaba a su hijo, de treinta y tres años, que le sacaba varios centímetros de altura.
Hasta hacía poco, Charles había creído que su hijo era un motivo de orgullo para él, pero el descubrimiento de cierta inquietante información había minado su orgullo paternal. Para ser justos, Angel también tenía los genes de una familia griega increíblemente rica, pero más famosa por su tendencia a la autodestrucción que por sus logros.
De todos modos, Charles se sentía orgulloso del enorme éxito de su hijo en el mundo de los negocios. Astuto y ambicioso, pero un hijo leal y cariñoso, lo último que Charles se esperaba era que lo defraudara. Sin embargo, Angel lo había decepcionado al dar muestras de la irresponsabilidad y la preocupación exclusiva por su interés personal propios de los Valtinos.
–Dime de qué se trata –dijo Angel con su tranquilidad habitual.
Charles se apoyó en su escritorio. A sus cincuenta y pico años, y con el cabello encanecido, seguía siendo un hombre guapo.
–¿Cuándo vas a madurar? –murmuró con ironía.
Angel lo miró desconcertado.
–¿Estás de broma? –susurró.
–No, por desgracia. Hace una semana, me enteré, por una fuente que no te voy a revelar, de que soy abuelo.
Angel se quedó petrificado. Sus rasgos, extravagantemente bellos, parecieron perder vida y sus astutos ojos se velaron y endurecieron. Pero, en menos de un segundo, levantó su agresiva barbilla reconociendo la desagradable sorpresa que acababa de recibir: un asunto que esperaba mantener oculto había sido desenterrado de forma inesperada por el único hombre en el mundo cuya buena opinión valoraba.
–Y, por si fuera poco, el abuelo de una criatura a la que, si por ti hubiera sido, no habría conocido.
Angel frunció el ceño y extendió los brazos en un expansivo gesto griego de restar importancia al asunto.
–Pensé que, para protegerte…
Charles lo contradijo sin vacilar.
–No, lo único que querías era protegerte a ti mismo de las exigencias y la responsabilidad que implica un hijo.
–Fue un accidente. ¿Acaso debo cambiar mi vida de arriba abajo por una desgracia? –preguntó Angel defendiéndose.
Su padre lo examinó con preocupación.
–Yo no te consideré una desgracia.
–Tu relación con mi madre era distinta –declaró Angel con todo el orgullo de sus ricos y privilegiados antepasados.
Una profunda arruga se dibujó en entrecejo de su padre.
–Angel, nunca te he contado toda la verdad sobre mi boda con tu madre porque no quería darte motivo para que disminuyera tu respeto hacia ella –reconoció de mala gana–. Pero resulta que Angelina te concibió a propósito cuando quise dar por terminada nuestra relación. Me casé con ella porque estaba embarazada, no porque la quisiera.
A Angel le sorprendió la revelación, pero no en exceso, ya que sabía que su madre era una mujer mimada y egoísta que no soportaba que la rechazaran. Alzó las espesas pestañas negras y lo miró desafiante con sus ojos castaños.
–Y casarte con ella no funcionó, ¿verdad? Entonces, ¿no pretenderás aconsejarme que me case con la madre de mi hija? –comentó en tono despectivo.
–No, casarme con Angelina Valtinos no dio buenos resultados. Pero para ti fueron excelentes porque te proporcionó un padre con el derecho a intervenir en tu educación mirando siempre por tus intereses.
La respuesta de Charles era totalmente cierta, y Angel apretó los dientes para contestar.
–Entonces, te agradezco tu sacrificio.
–No es necesario que me agradezcas nada. El maravilloso niño se ha convertido en un hombre al que respeto…
–Con la evidente excepción de lo referido a este asunto –lo interrumpió Angel.
–Lo has manejado mal. Has llamado a los abogados de la familia Valtinos, a esos buitres cuyo único propósito es protegerte y defender el apellido y la fortuna de los Valtinos.
–Exactamente: me protegen.
–Pero ¿no quieres conocer a tu hija? –preguntó Charles, cada vez más frustrado.
Angel apretó sus sensuales labios, enfadado por la vergüenza que le provocaba la pregunta.
–Claro que sí, pero que su madre lo permita resulta difícil.
–¿Es así como lo ves? ¿Es a ella a quien echas la culpa de este lío? –contraatacó su padre con desprecio–. Tus abogados la obligaron a firmar un acuerdo de confidencialidad a cambio de apoyo económico y, en aquel momento, no mostraste interés en establecer una forma de relación con tu hija.
Angel se puso rígido y trató de dominar la ira para no dejarse vencer por ella. De ninguna manera consentiría que el maldito asunto del bebé, como el lo consideraba, se interpusiera entre su querido padre y él.
–Por aquel entonces, el bebé no había nacido. No sabía cómo iba a sentirme cuando hubiera nacido la niña.
–Los abogados se centraron, como es natural, en proteger tu intimidad y tu fortuna. Tu papel era centrarte en el aspecto familiar –afirmó Charles con firmeza–. Y, en lugar de eso, has convertido a la madre de la niña en tu enemiga.
–No era mi intención. Utilicé el equipo legal de los Valtinos para evitar todo tipo de reacciones personales dañinas a la hora de llegar a un acuerdo.
–¿Y ese enfoque impersonal te ha servido de algo? –preguntó Charles en tono seco.
Angel estuvo a punto de gemir de exasperación. La verdad era que había obtenido lo que creía que respondía a sus deseos, pero había descubierto, cuando ya era tarde, que no era lo que deseaba en absoluto.
–No quiere que vea a la niña.
–¿Y de quién es la culpa?
–Mía –reconoció Angel con fiereza–. Pero ella está criando a mi hija en condiciones inadecuadas.
–Sí, no es muy recomendable trabajar en un centro de acogida de perros al tiempo que se cría a la futura heredera de los Valtinos –observó su padre en tono irónico–. Al menos, esa mujer no es una cazafortunas. Si lo fuera, se habría quedado en Londres y habría vivido por todo lo alto con tu dinero, en vez de irse a vivir a Suffolk con una tía de mediana edad y trabajar para ganarse el sustento.
–¡La madre de mi hija está loca! –exclamó Angel manifestando por primera vez emoción en aquel asunto–. Quiere que me sienta mal.
Charles enarcó una ceja con expresión de duda.
–¿Eso crees? Pues me parece que es esforzarse demasiado por un hombre al que no quiere ver.
–Ha tenido la caradura de decirle a mi abogado que no podía permitirme visitar a la niña por el riesgo de infringir el acuerdo de confidencialidad.
–Puede que haya motivo para que esté preocupada –afirmó su padre en tono reflexivo–. Los paparazis te siguen a todas partes y, si fueras a verla, la descubrirían a ella y a la niña.
Angel se irguió y sacó pecho.
–Sería discreto.
–Por desgracia, ya es tarde para pelearse por el derecho a visitar a tu hija. Es lo primero en lo que deberías haber pensado al llegar a un acuerdo porque, en las leyes británicas, un padre que no está casado tiene pocos o ningún derecho.
–¿Me sugieres que me case con ella? –preguntó Angel con incredulidad.
–No –Charles negó con la cabeza para poner énfasis en la negativa–. Ese gesto tiene que partir del corazón.
–O del cerebro. Podríamos casarnos, llevármela a Grecia y luchar allí por la custodia de la niña, porque allí yo llevaría ventaja. Es una posibilidad que me sugirieron los abogados.
Charles dirigió una mirada glacial a su hijo. No era su intención hacer más difícil la situación entre la madre de su hija y él.
–Espero que no se te ocurra caer tan bajo y engañarla de esa manera. Es indudable que todavía tiene que haber una posibilidad de acuerdo.
¿La había? Angel no estaba convencido mientras aseguraba a su preocupado padre que resolvería la situación sin utilizar trucos sucios. Pero ¿se podría llegar a un acuerdo para poder visitar a su hija?
Al fin y al cabo, ¿cómo podía estar seguro de nada en ese sentido? Merry Armstrong lo había frustrado y bloqueado al tiempo que lo abrumaba con un montón de vergonzosos argumentos, en vez de concederle lo que quería. Angel no estaba acostumbrado a que lo trataran con semejante falta de respeto. Cada vez que ella se había negado a sus peticiones, lo desconocido de la experiencia lo había dejado anonadado.
Llevaba toda la vida consiguiendo de las mujeres lo que quería y cuando lo quería. Ellas solían adorarlo. Tanto su madre como sus tías, hermanas y las mujeres que se acostaban con él lo veneraban como a un dios. Vivían para complacerlo, halagarlo y satisfacerlo. Siempre había sido así en su dorado mundo de comodidades y placeres. Y Angel había dado por supuesta esa agradable realidad hasta el triste día en que se le había ocurrido enredarse con Merry Armstrong.
Se había fijado en ella inmediatamente, en su brillante melena castaña oscura recogida en una cola de caballo que casi le llegaba a la cintura, en sus ojos de color azul pálido y en su voluptuosa boca que incitaba al pecado a cualquier hombre con un mínimo de imaginación. A eso había que añadirle que poseía los miembros largos y flexibles de un galgo de carreras, por lo que su encuentro había sido inevitable desde el primer día, a pesar de que nunca se había acostado con una de sus empleadas y se había jurado no hacerlo.
Merry cerró la temblorosa mano en torno a la carta que el cartero le acababa de entregar. Un Yorkshire terrier, con forma de salchicha y aspecto descuidado, retozaba entre sus pies, todavía excitado por haber oído el timbre de la puerta y el sonido de otra voz.
–Para, Tiger –murmuró Merry con firmeza.
Habían acogido al perrito con el propósito de convertirlo en un candidato adecuado para ser adoptado. Al pensarlo, se dio cuenta de que, con Tiger, había infringido las estrictas normas de su tía Sybil, ya que se había encariñado con él y lo dejaba subirse al sofá y sentarse en su regazo.
Su tía adoraba a los perros, pero no era partidaria de humanizarlos ni de mimarlos. A Merry se le ocurrió que tal vez ella misma estuviera tan herida emocionalmente como Tiger lo estaba por los malos tratos. Tiger ansiaba comer para consolarse; Merry, el calor de los mimos caninos. ¿O se engañaba al equiparar la humillación que había sufrido por parte de Angel con el maltrato? ¿Había hecho una montaña de un grano de arena, como le había dicho Sybil?
Miró el sobre y vio el matasellos de Londres, lo que le revolvió el estómago. Era otra carta de los abogados de Angel, y ya no podía más. Con un estremecimiento de repulsión y miedo, la metió en el cajón de la vieja mesa del vestíbulo, donde se quedaría hasta que se sintiera con ánimos de leerla con tranquilidad.
Estar tranquila se había convertido en un reto para Merry desde que había oído hablar por primera vez de los abogados de la familia Valtinos y se había tenido que enfrentar al estrés, las citas y las quejas. Desde el punto de vista legal, estaba envuelta en una interminable batalla en la que todo lo que hacía era una excusa para que la criticaran o para que la exigieran otra cosa de forma intimidatoria.
Sintió la rabia crecer en su interior ante la perspectiva de tener que abrir otra carta cortésmente amenazadora, una rabia que no hubiera reconocido un año antes, que amenazaba con consumirla y que a veces le asustaba, porque nunca la había sentido hasta que Angel Valtinos se había cruzado en su camino. De él solo había aprendido a sentir amargura, odio y resentimiento, y le gustaría prescindir de todo ello.
Pero él también le había dado a Elyssa, aunque había que reconocer que muy en contra de su voluntad.
Para dirigir sus pensamientos en una dirección menos amarga, Merry miró, desde la cocina, el pequeño salón de la casita en la que vivía y observó a su hija, que estaba sentada en la alfombra y jugaba alegremente con sus juguetes. Su negro cabello era una explosión de rizos en torno a su rostro de querubín, de color aceitunado, y contrastaba con sus ojos azules y su boquita. Tenía el cabello de su padre y los ojos y la boca de su madre. Merry pensaba que era una niña muy guapa, pero reconocía su falta de imparcialidad cuando se trataba de su hija.
En muchos sentidos, tras un penoso embarazo, el nacimiento de Elyssa había devuelto a Merry la vida y el vigor. Antes de ese día, no se le había ocurrido que la llegada de su hija le cambiaría la perspectiva y la llenaría de un amor incondicional como el que nunca había sentido. La verdad era que haría por ella cualquier cosa.
Se oyó un leve golpe en la puerta trasera, que anunciaba que Sybil entraba en la cocina, situada en la parte de atrás de la casa.
–Voy a poner el hervidor para prepararnos un té –dijo alegremente. Era una mujer alta y rubia de casi sesenta años, pero seguía siendo muy hermosa, como correspondía a alguien que había sido una modelo internacional en los años ochenta.
Sybil había sido el ejemplo a seguir para Merry desde muy pequeña. Su madre, Natalie, se había casado cuando Merry tenía dieciséis años y se había marchado a Australia con su esposo dejando a su hija adolescente al cuidado de su hermana. Sybil y Merry estaban mucho más unidas de lo que Merry había estado a su madre biológica, pero Sybil seguía muy apegada a su hermana pequeña. El centro de acogida lo había construido su tía con el dinero ganado en su carrera de modelo, que había abandonado en cuanto tuvo lo suficiente para dedicar sus días a cuidar perros abandonados.
En los últimos meses de embarazo, Merry había trabajado en el centro haciendo lo que se necesitara y había vivido con su tía en el granero que esta había reconvertido en una moderna vivienda. Sin embargo, al mismo tiempo, Merry se había preocupado de hacer planes para tener un futuro más independiente.
Era contable, por lo que se había dedicado, desde casa, a llevar las cuentas de comerciantes de la localidad. Sus ingresos le habían permitido comprarse un coche, además de haber insistido en pagarle a Sybil un alquiler por el uso de la casita que estaba a las puertas del centro de acogida. La casa era pequeña, pero disponía de dos dormitorios y un pequeño jardín, por lo que se adecuaba perfectamente a las necesidades de Elyssa y Merry.
Sybil Armstrong era una fuente inagotable de afecto y seguridad en la vida de Merry. La madre de Merry, Natalie, se había quedado embarazada de ella como consecuencia de una aventura que había tenido con su jefe, que estaba casado. Solo tenía diecinueve años y pronto demostró que no estaba hecha para ser madre soltera. Desde el principio, Sybil había cuidado de la niña los fines de semana llevándosela a su casa en el campo para dejar que su hermana pequeña se fuera a la discoteca.
Por el dormitorio de Natalie había pasado una larga serie de hombres poco recomendables: violentos, alcohólicos, drogadictos y ladrones. Con cinco años, Merry daba por supuesto que todas las madres llevaban distintos hombres a casa todas las semanas. En aquel hogar desestructurado, donde se consumían drogas de forma habitual, Merry había faltado mucho a la escuela. Cuando los servicios sociales amenazaron con llevársela, su tía, una vez más, se hizo cargo de ella.
Durante nueve gloriosos años, Merry había vivido sola con Sybil, había recuperado el tiempo perdido en la escuela y había vuelto a ser una niña. Ya no tenía que cocinar ni limpiar para su madre ni esconderse en su cuarto mientras, en el piso de abajo, los adultos se insultaban a gritos hasta que los vecinos llamaban a la policía. Ese periodo de seguridad con Sybil había terminado cuando Natalie había vuelto a intentar empezar de cero y había exigido que su hija volviera con ella.
No había funcionado, por supuesto, porque, para entonces, Natalie estaba acostumbrada a su libertad y, en lugar de considerar a Merry la amiguita conveniente que esperaba, se había encontrado con una hija con la que nada tenía en común. Cuando Keith, más joven que ella, entró en la vida de Natalie, se decidió la suerte de Merry. Ansioso por volver a Australia y llevarse a Natalie, había manifestado con sinceridad su renuencia a adoptar el papel de padre con menos de treinta años de edad. Merry se había vuelto a mudar a casa de Sybil y no había vuelto a ver a su madre.
–¿Era el cartero? –preguntó Sybil.
Merry se puso tensa y se sonrojó mientras pensaba en el sobre metido en el cajón de la mesa del vestíbulo.
–He hecho unas compras para Elyssa por Internet –mintió avergonzada, porque no iba a reconocer ante una mujer tan valiente como Sybil que una carta pudiera alterarla y asustarla.
–¿No has vuelto a saber nada de ese cuyo nombre no se debe pronunciar? –preguntó Sybil, lo cual desconcertó a su sobrina, ya que últimamente no había mencionado el tema.
–Ahora estamos descansando de tanto drama. y resulta muy agradable –masculló Merry mientras ponía las bolsitas de té en las tazas y Sybil levantaba a su sobrina nieta del suelo, la abrazaba y se sentaba con ella en el regazo.
–No se te ocurra pensar en él.
–No lo hago –volvió a mentir Merry odiándose a sí misma, ya que solo una imbécil perdería el tiempo pensado en el hombre que la había maltratado.
Sin embargo, ¿qué podía entender Sybil? Al haber sido una joven de fama y belleza impresionantes, debía de haber ido apartando a palos a sus adoradores, pero no había conocido a nadie con quien sentar la cabeza. Merry dudaba que ningún hombre que hubiera faltado al respeto a su tía hubiera vivido para contarlo.
–Algún día recibirá su merecido –pronosticó Sybil–. A todos les llega.
–Lo que me molesta es lo mucho que lo odio –confesó Merry a toda prisa–. Es la primera vez que odio a alguien.
–Todavía sufres. Ahora que vas a empezar a salir de nuevo, olvidarás los malos recuerdos.
Una sonrisa inesperada iluminó el rostro de Merry al pensar en que, al día siguiente, iba a salir por la tarde. Un cirujano veterinario, Fergus Wicklam, visitaba regularmente el centro de acogida. Había conocido a Merry cuando ya se le notaba claramente el embarazo, pero eso no lo había desmoralizado. Simplemente había esperado a que naciera su hija para que fuera más receptiva a su intento de relacionarse con ella.
Fergus le caía bien, le gustaba su compañía. Reconoció, sintiéndose culpable, que no sentía mariposas en el estómago cuando estaba con él, ni deseaba su boca, pero ¿hasta qué punto eran importantes esas sensaciones físicas en el esquema global de las cosas? El atractivo sexual de Angel había sido el equivalente de una mortal mordedura de serpiente: la había atraído para envenenarla. Hermoso pero mortal. Cómo lo odiaba, pensó poniéndose tensa con las emociones que la retrotraían a dieciséis meses atrás.
MERRY estaba llena de entusiasmo cuando empezó a trabajar por primera vez, a pesar de que no era, ni por asomo, el empleo de sus sueños. Después de haber acabado la universidad con matrícula de honor en Contabilidad, no tenía intención de ser permanentemente recepcionista de Valtinos Enterprises.
De todos modos, necesitaba ganar un sueldo. El largo proceso que suponía solicitar empleo y que la aceptaran la obligó a depender durante muchos meses de la generosidad de Sybil, que ya la había ayudado en los estudios, le había dado trabajo en el centro de acogida durante las vacaciones y le había proporcionado una cómoda casa en la que pasar los fines de semana y las vacaciones.
Su empleo en Valtinos Enterprises fue el primer paso de Merry hacia su verdadera independencia. El trabajo estaba bien pagado y le dejaba tiempo para ir buscando otro más adecuado, además de permitirle vivir en Londres sin tener que depender de la ayuda económica de su tía. Había alquilado una habitación en un piso de mala muerte y había comenzado a trabajar en VE muy esperanzada.
Y el primer día de trabajo, Angel salió del ascensor y ella se quedó sin aliento, como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho. Su cabello, negro y rizado, siempre parecía despeinado, y su hermoso rostro moreno parecía haber sido esculpido por un genio, con los pómulos altos y exóticos, la nariz recta y estrecha y los ojos de color miel; unos ojos, como ella descubrió mucho después, que podían volverse tan duros y cortantes como un diamante negro.
–Es usted nueva –comentó él mientras la examinaba de arriba abajo.
–Es mi primer día, señor Valtinos –contestó ella.
–No malgastes las sonrisas con él –le susurró su compañera mientras Angel entraba en el despacho–. No flirtea con las empleadas. De hecho, corre el rumor de que despidió a dos de sus secretarias por querer llevar la relación laboral a un plano personal.
–No me interesa –contestó Merry. En realidad, rara vez le interesaba un hombre.
Criarse viendo a su madre buscar sin descanso al hombre de sus sueños sin prestar atención a nada más de lo que la vida le ofrecía le había asustado. Tras haber sobrevivido a una infancia inestable, apreciaba enormemente la seguridad y estaba dispuesta a establecer su propia empresa contable. Nunca corría riesgos. Los evitaba a toda costa, más que ninguna otra persona de las que conocía.