El anillo del millonario - Lynne Graham - E-Book
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El anillo del millonario E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

La boda del magnate Zac con Freddie, una inocente camarera, fue de conveniencia. Zac, un hombre de corazón sombrío, ayudaría a que la familia de Freddie no se separara si ella le daba un hijo. Tenía la seguridad de que su insaciable pasión pronto se apagaría. Pero, cuando Freddie se quedó embarazada, él se dio cuenta de que ansiaba algo más que un heredero: ¡deseaba que Freddie se quedara en su lecho para siempre!

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Seitenzahl: 233

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Lynne Graham

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El anillo del millonario, n.º 148 - enero 2019

Título original: Da Rocha’s Convenient Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-524-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ZAC Da Rocha, un multimillonario brasileño, echó a andar con rapidez hacia el despacho de su padre con sus largas y musculosas piernas. Estaba sorprendido porque su estirado y formal hermanastro, Vitale, príncipe heredero de Lerovia, había aceptado la apuesta que él le había propuesto en broma aquella mañana. A Zac le gustaba tomarle el pelo, pero no pensaba que le fuera a responder. Impaciente, se pasó la mano por el largo cabello negro que le caía sobre los anchos hombros y, de repente, sonrió mostrando su blanca y perfecta dentadura. Tal vez Vitale no fuera tan estrecho de miras y aburrido; tal vez tuviera más en común con su hermanastro de lo que suponía.

Zac descartó esa idea con la misma rapidez con la que se le había ocurrido, ya que no buscaba establecer vínculos familiares. Nunca había tenido familia. Había ido a ver su padre, Charles Russell, ausente durante muchos años, por pura curiosidad y se había mantenido en el borde del círculo familiar por pura maldad, pues le divertía mucho la animadversión de sus dos hermanastros, Vitale y Angel.

La aparición de un tercer hermano los había sorprendido e inquietado, y Zac no se había esforzado mucho para fomentar la relación con ellos. ¿Qué sabía él de lazos de sangre? Nunca había tenido hermanos, a su madre solo la había visto, con suerte, una vez al año, su padrastro lo odiaba y de la identidad de su padre biológico se había enterado el año anterior, cuando su madre, en su lecho de muerte, por fin le había contado la verdad que le había ocultado toda la vida.

Con respecto a su padre biológico, Zac reconocía de mala gana que, por una vez en su vida, había sido afortunado, porque Charles Russell le caía bien. Zac estaba acostumbrado a que la gente tratara de utilizarlo, por lo que se fiaba de muy pocas personas.

Sus ojos de color azul grisáceo se le endurecieron. Increíblemente rico desde la cuna y criado como un principito, rodeado de criados aduladores, era muy cínico sobre la naturaleza humana. Sin embargo, desde la primera vez que se habían visto, Charles había demostrado genuino interés por su tercer hijo, el más joven, a pesar de que, a los veintiocho años y con un metro noventa de estatura, ya era un hombre hecho y derecho.

Al cabo de una cuantas horas a su lado, Zac se había dado cuenta de que le hubiera ido mucho mejor si su madre, Antonella, hubiera decidido quedarse con Charles en vez de casarse con Afonso Oliveira, un playboy y cazafortunas y el amor de su vida. Por desgracia, durante el noviazgo, Afonso se había echado atrás y la había abandonado durante varias semanas. Antonella, con el corazón destrozado, había vuelto con Charles, por aquel entonces en proceso de divorcio de una esposa que lo había engañado con otra mujer durante todo el tiempo que había durado su matrimonio.

Sin embargo, Afonso había pedido perdón a Antonella y esta había hecho caso a su corazón. Cuando, poco después de la boda, se dio cuenta de que estaba embarazada, esperó con fervor que fuera hijo de Afonso y se negó a admitir la posibilidad de que Zac no fuera hijo de su marido. Por desgracia para todos, el grupo sanguíneo tan poco común de Zac había constituido una bomba de relojería para el matrimonio de su madre.

Cuando Zac entró en el despacho de su padre, este le dedicó una afectuosa sonrisa de bienvenida. Aunque su hijo fuera un hombre que llevaba tatuajes, pantalones vaqueros, botas de motorista y un pendiente de diamantes, su padre, un hombre de cabello gris y vestido con un traje impoluto, lo trataba exactamente igual que a sus otros hijos.

–He estado a punto de ponerme traje para sorprender a mis hermanos –murmuró Zac con cara de póquer, aunque sus ojos, sorprendentemente claros, brillaban burlones contrastando con su piel morena–. Pero no he querido que crean que me ajusto a sus expectativas ni que compito con ellos.

–Con respecto a eso, puedes estar tranquilo –Charles soltó una carcajada mientras abrazaba a su hijo, tan alto y claramente distinto. Después de soltarlo, le preguntó–: ¿Tienes noticias de tus abogados sobre la posibilidad de que puedas acceder al fideicomiso?

Las minas de diamantes Quintal Da Rocha, de fama internacional, se mantenían en fideicomiso por obra del tatarabuelo de Zac, que lo había hecho para proteger la herencia familiar. Desde la muerte de su madre, Zac era el dueño de lo que ingresaban las minas, pero no tendría derecho a controlar el gran imperio económico Da Rocha hasta que no tuviera un heredero. Era un acuerdo injusto que había condenado a generaciones previas a una vida familiar profundamente disfuncional. Zac había decidido mucho tiempo atrás que rompería el ciclo. Por desgracia, la respuesta de su equipo legal no había sido la que esperaba.

No podría ser verdaderamente libre e independiente hasta que no cumpliera las condiciones del fideicomiso. Sometido a restricciones durante su infancia y adolescencia, había clamado contra el fideicomiso al comprender cómo lo limitaba. Era el último de los Da Rocha y poseía una inmensa fortuna, pero, hasta que no cumpliera las condiciones, no tendría derecho alguno a controlar las minas de diamantes y el gran imperio económico construido gracias a los beneficios que proporcionaban. Se sentía marginado, impotente y desposeído, y habría dado casi cualquier cosa por verse libre de aquella imposición.

–Mis abogados me han dicho que, si me caso y, pasado un tiempo, no consigo tener un hijo, no habrá problemas para deshacer el fideicomiso –explicó Zac en tono sombrío–. Pero eso tardaría años, y no estoy dispuesto a esperar años para dirigir lo que me corresponde por derecho de nacimiento.

Charles soltó el aire lentamente.

–Entonces, vas a casarte.

Zac frunció el ceño.

–No necesito casarme. Cualquier heredero cumplirá los requisitos, sea niño o niña, legítimo o ilegítimo.

–Sería mejor que fuera legítimo –observó Charles en voz baja.

–Pero el subsiguiente divorcio me costaría una fortuna –respondió Zac en tono práctico–. ¿Para qué voy a casarme cuando no me hace falta?

–Por el bien del niño –contestó Charles haciendo una mueca–. Para evitar que se críe como tú y como tu madre, aislados de la vida normal.

Zac abrió la boca para hablar, pero lo pensó mejor. Su abuelo se había casado con una mujer estéril, por lo que había dejado embarazada a una criada del servicio que había dado a luz a la madre de Zac, una mulata. A Antonella se la habían llevado para criarla en un lejano rancho. La habían separado de su madre y su aristocrático padre no la había reconocido, después de que su nacimiento hubiera revitalizado su adinerado estilo de vida. Ella era una heredera, pero de ese origen humilde que a los ricos les encanta despreciar.

Al principio, Afonso, el padrastro de Zac, había supuesto que Zac era su hijo y se había casado con Antonella dispuesto a cerrar los ojos al pasado de ella si podía compartir su riqueza. Sin embargo, cuando Zac tenía tres años y necesitó una trasfusión de sangre a causa de un accidente, se despertaron las sospechas en Afonso sobre su paternidad y se descubrió la verdad. Zac todavía lo recordaba gritándole que no era su hijo y que era un «asqueroso mestizo». Después de aquello, a Zac se lo habían llevado al rancho y lo habían dejado al cuidado del servicio, mientras Antonella se esforzaba en rehacer un matrimonio que tanto significaba para ella.

«Es mi esposo y es mi prioridad. Tiene que serlo», había dicho Antonella a Zac cuando él le había pedido volver a casa con ella, después de una de sus rápidas visitas. «Lo quiero. No puedes venir a Río porque Afonso se pondría de mal humor», le dijo años después, con lágrimas en los ojos.

Sin embargo, Afonso había tenido innumerables aventuras durante su matrimonio, mientras Antonella se esforzaba en darle un hijo. Sufrió numerosos abortos espontáneos y, por último, un hijo que nació prematuro la mató cuando había sobrepasado con mucho la edad en que quedarse embarazada se consideraba seguro.

Afonso ni siquiera había acudido al funeral y Zac había enterrado a su madre, encantadora pero sin fuerza de voluntad, con el corazón transformado en piedra y la convicción interior de que no se enamoraría ni se casaría porque el amor únicamente le había enseñado a su madre a rechazar y desatender a su hijo.

–Me he casado con dos mujeres muy hermosas, y ninguna de ellas tenía instinto maternal – afirmó Charles con pesar haciendo que Zac volviera al presente–. Angel y Vitale pagaron el precio con infancias desgraciadas. Ahora te encuentras en una encrucijada y puedes elegir, Zac. Dale una oportunidad al matrimonio. Elige a una mujer que al menos quiera tener un hijo y ofrécele la oportunidad de ser, con tu apoyo, una madre normal para ese niño. Los niños necesitan dos progenitores porque criar a un hijo es duro. Yo lo hice lo mejor que pude después de los dos divorcios, pero no estuve con mis hijos lo suficiente para influir en sus vidas.

Era todo un discurso y procedía del corazón. Zac estuvo a punto de soltar un gemido porque veía adónde quería llegar su padre. Aunque un matrimonio le costara millones cuando se deshiciera, ese marco legal proporcionaría cierta estabilidad a un hijo, una estabilidad de la que él nunca había disfrutado, pero, a diferencia de su abuelo, él siempre había pensado que formaría parte de la vida de su hijo.

De todos modos, si no se casaba con la madre, su libertad para formar parte de esa vida estaría controlada por ella. Eso ya lo sabía, había sopesado todas las opciones posibles con sus abogados y prefería no pensar en ello porque se deprimía. Al fin y al cabo, eran escasas las probabilidades de que tuviera una buena relación con la madre de su hijo, se dijo con impaciencia.

Las mujeres siempre querían más de lo que él estaba dispuesto a concederles: más tiempo, más dinero y más atención. Pero lo único que él deseaba de una mujer era sexo y, una vez conseguido, se había acabado. Era un jugador desvergonzado que nunca había tenido una verdadera relación, que nunca había jurado fidelidad a nadie ni soportaba la sensación de que alguien o algo lo enjaulara.

En muchos sentidos, se había pasado buena parte de su vida enjaulado, criado en un lejano rancho antes de que lo enviaran a un estricto internado de curas y lo obligaran a obedecer interminables reglas. No había conocido ni un momento de verdadera libertad hasta llegar a la universidad, y no era de extrañar que se hubiera descarriado durante un tiempo; de hecho, varios años, antes de volver al buen camino y acabar la licenciatura en Dirección de Empresas.

¿Y qué era lo que lo había hecho enmendarse? Descubrir que, en el fondo de su corazón, era un Da Rocha y que no podía escapar a sus derechos de nacimiento. Un conflicto laboral en el que no había podido intervenir a favor de los trabajadores lo convenció de que debía comenzar a acudir a las reuniones de la empresa y, aunque aún no tenía la última palabra desde el punto de vista legal, se había dado cuenta de que los directivos tenían mucho cuidado para no enemistarse con él. Al igual que él, miraban al futuro.

–¿Cuánto tiempo estarás fuera? –preguntó Charles, que sabía que Zac se marchaba de Londres para hacer una visita a las minas de Sudáfrica y de Rusia.

Zac se encogió de hombros.

–Cinco o seis semanas, pero estaremos en contacto.

Después de salir del despacho de su padre, Zac se dirigió a The Palm Tree, un hotel pequeño y exclusivo que había preferido comprar antes que vivir en un piso. Sus pensamientos se encaminaron inmediatamente en una dirección más frívola y se sintió aliviado al huir de las graves ramificaciones que implicaba el sabio consejo de su padre.

Se había apostado con su hermano que no podría hacer pasar a una mujer corriente por una distinguida para acompañarlo al baile real, al que él también estaba invitado. Como era de esperar, a Vitale, que carecía del más mínimo sentido del humor, no le había hecho gracia el reto, pero, al salir de la reunión con su padre, previa a la suya, lo había sorprendido no solo al aceptar la apuesta, sino también proponiéndole otra. Y lo que había venido a continuación se había convertido en una meta para Zac.

«¿Recuerdas a esa camarera rubia que no quiso saber nada de ti la semana pasada y te acusó de acoso? Llévala al baile y consigue que se comporte como si estuviera perdidamente enamorada de ti y no te pudiera quitar las manos de encima y aceptaré la apuesta».

¿Que Freddie se comportara como si estuviera perdidamente enamorado de él? ¡Era la madre de todos los retos, ya que ni siquiera había conseguido invitarla a una copa! Apretó los dientes, lleno de frustración. Nunca se había topado con una mujer que lo rechazara de plano, por lo que se había enfurecido. Pero su necesidad innata de competir lo había obligado a insistir.

Sin embargo, Freddie había interpretado dicha insistencia como acoso y había roto a llorar en presencia de Vitale, creando una situación muy embarazosa que había dejado petrificado a Zac, horrorizado por lo que había provocado en un lugar público. Aún más mortificante le había resultado que Vitale interviniera para distender los ánimos con palabras tranquilizadoras mientras llegaba otra camarera a rescatarlos. Pero así era Vitale, suave y refinado, algo que Zac sabía perfectamente que él no era. Sus años más formativos habían sido aquellos de marginado en que había pertenecido a un club de motoristas y no se había relacionado con los ricos y elegantes en sociedad.

A Zac lo acosaban las mujeres, seducidas por su fortuna. Las evitaba como si fueran una plaga, consciente de que hubieran mostrado el mismo entusiasmo su hubiera sido viejo, calvo y desagradable. Que no lo fuera lo convertía en un objetivo. Le había encantado la fraternidad del club de motoristas, la facilidad de aceptación, la lealtad y la total ausencia de reglas, lo cual le había permitido ser él mismo. Y había disfrutado de mujeres que querían disfrutar con él en la cama, que no tenían planes ocultos, que solo buscaban placer.

Sin embargo, al cabo de un tiempo, se había cansado de todo eso y, cuando los medios brasileños descubrieron su escondite y publicaron la historia del motorista multimillonario, había seguido adelante con pesar, sabiendo que esa etapa de su vida había acabado.

Le encantaba el anonimato de su vida en Londres y evitaba acudir a las reuniones sociales de sus hermanos por el deseo de conservarlo. Las jóvenes mimadas y privilegiadas, con su perfecto acento inglés, no le gustaban porque lo veían como un trofeo. Había encontrado más sinceridad y honradez en personas a las que, probablemente, sus hermanos considerarían vulgares y sin educación. E incluso Vitale, tan conservador, había reconocido que Freddie era guapísima.

Zac solo sabía que nunca había deseado a una mujer de ese modo. La deseó en cuanto la vio y le parecía paradójico que, de todas las mujeres que lo deseaban, su libido se hubiera centrado en una que no solo no lo deseaba, sino a la que parecía desagradarle. No aceptaba que hubiera hecho o dicho algo para provocar en ella semejante reacción, y esa injusticia le indignaba y estimulaba su determinación de conseguir que cambiara de actitud.

Meu Deus, después del estallido de ella, no sabía si se atrevería a mirarla de nuevo, lo que implicaba que Vitale ganaría la apuesta y, por haberla perdido, él tendría que cederle su querido coche deportivo. Se sentía cada vez más irritado y molesto. De todos modos, estaría fuera varias semanas.

Un último intento…

Cuando, al mes siguiente, volviera a Londres, ¿qué tendría que perder? Podría recurrir directamente al soborno, se dijo con repentino cinismo, utilizar el poder del dinero, por una vez en su vida, para persuadir a otra persona.

Freddie había rechazado su primera generosa propina, pero, con la misma rapidez, había cambiado de opinión y la había aceptado, recordó haciendo una mueca con su sensual boca. Sería como cualquier otra mujer: se rendiría ante el dinero. Al fin y al cabo, no trabajaba todo el día de camarera por diversión.

 

 

Freddie estaba soñando con un hombre con ojos del color del hielo picado, sedoso y abundante pelo negro y boca sensual.

Era un sueño maravilloso, pero una mano le sacudió el brazo y una vocecita le dijo:

–¿El desayuno, tita Fred? –mientras un cálido cuerpecito la empujaba buscando sitio en la cama individual y otro se subía encima de ella.

Freddie se despertó con un gemido y comprobó la alarma del reloj por si no la había oído. Pensó que era imposible con sus sobrinos cerca. Eloise, de tres años, la había empujado contra la pared y Jack, de diez meses, se había tumbado encima de ella.

–No saques a Jack de la cuna –repitió una vez más a su sobrina–. Puede hacerse daño. Es peligroso que lo hagas cuando estoy dormida.

–Ahora estás despierta –observó Eloise alegremente mientras Freddie pasaba por encima de ella con Jack en brazos para ir a cambiarlo.

Un vago recuerdo del sueño hizo que se sonrojara y que tensara la boca, en tanto que sus ojos castaños brillaban de desprecio hacia sí misma.

El padre de Eloise y Jack, Cruz, era un hombre muy guapo, muy bien vestido y muy educado, pero resultó que también era un violento traficante de drogas y un chulo de prostitutas. Laureen la hermana mayor de Freddie, había muerto de sobredosis a los pocos días del nacimiento de Jack, destrozada por el hombre al que quería, que no solo se había negado a reconocer a sus hijos, sino que había conseguido no pasarle ni un céntimo para su manutención.

Aunque Zac, o como se llamara, no fuera muy bien vestido ni se comportara con educación, había estado semanas alojado en la suite más cara del lujoso hotel en cuyo bar trabajaba ella y, aunque se había marchado hacía más de un mes, había reservado la suite hasta cuando volviera. ¿Cómo podía permitírselo cuando, hasta donde ella sabía, no llevaba a cabo ningún trabajo normal? Se relacionaba con hombres de negocios extranjeros y trajeados. Se dijo con enfado, furiosa porque se había colado en sus sueños, que era un tipo sospechoso que no tramaba nada bueno. Bastante malo había sido tener que verlo en el bar todos los días. Y ya que no estaba allí, ¿por qué no había conseguido olvidarse de él?

Era muy extraño que él hubiera demostrado tanto interés por ella desde el principio, reflexionó irritada. Mientras trabajaba había visto lo atractivo que resultaba a las mujeres. Zac no era un imán, sino un tornado. Ella había visto a mujeres desesperadas hacer de todo, salvo desnudarse delante de él, para que se fijara en ellas. Lo empujaban en el bar, tropezaban cerca de él, intentaban entablar conversación con él o lo invitaban a una copa. Y él se comportaba como si no existieran, como si fuera un monje célibe y ciego. Era raro y sospechoso, ¿no?

Al fin y al cabo, Freddie sabía que no era de las que paraban el tráfico; era demasiado baja, delgada y con pocas curvas. Tenía una melena rubia oscura que le llegaba a la mitad de la espalda y ojos castaños. Entonces, ¿por qué un hombre con los atributos de Zac iba a perseguir a una camarera a menos que fuera un tipo raro?, ¿o un drogadicto que supusiera que ella sería lo bastante estúpida para tragarse cualquier nefasto plan que tuviera en mente? Pues no, ella no era estúpida y sabía cuidarse, sobre todo después de haber pasado años viendo a su hermana tomar las peores decisiones posibles.

Freddie preparó el desayuno para los niños sin hacer ruido, para no despertar a su tía Claire, que había vuelto a casa por la mañana temprano. Claire, la hermana menor de su madre, solo le sacaba seis años a Freddie, que tenía veintidós, por lo que nunca habían tenido una relación de tía y sobrina, debido a la escasa diferencia de edad entre ellas, pero siempre se habían llevado bien.

De todos modos, a Freddie le preocupaba en aquellos momentos el estado de ánimo de Claire, que se mostraba evasiva y silenciosa, por no hablar de lo mucho que salía y recurría a una canguro sin decir siquiera adónde iba. Freddie quería respetar su intimidad, pero, a la vez, le preocupaba mucho que la situación familiar corriera peligro.

A instancias de Freddie, Claire había solicitado acoger a los niños después de que a ella se lo hubieran negado. Eso había sucedido después de la muerte de Lauren, cuando los servicios sociales quisieron quitárselos a Freddie para que los acogieran unos desconocidos, porque consideraban que ella era demasiado joven e inexperta para hacerse cargo de los niños que llevaba cuidando desde su nacimiento, ya que la triste verdad era que su hermana se había despreocupado de ellos. Lauren solo tenía dos preocupaciones: las drogas y su violento novio. Freddie llevaba mucho tiempo siendo la única persona que cuidaba de Eloise y Jack mientras, al mismo tiempo, trataba de disuadir a su hermana para que no cometiera excesos.

Y ahí había fracasado terriblemente, se dijo con tristeza, pues no había conseguido desenganchar a Lauren de las drogas ni que rompiera con Cruz. Seguía sintiendo mucha pena al pensar en la cariñosa hermana mayor con la que se había criado y a la que se había aferrado en su hogar de acogida. Sus padres habían muerto en un accidente de coche cuando Freddie tenía diez años, y ningún pariente se había mostrado dispuesto a quedarse con ellas. Lauren, cinco años mayor, había sido más una madre que una hermana para ella, al menos hasta que había caído bajo la influencia de Cruz y había desobedecido todas las reglas y permitido todos los males.

Freddie se había visto en medio de aquel horror desde el día del nacimiento de Eloise. Sabía que, si se marchaba, su sobrina tendría que tener mucha suerte para sobrevivir en aquel hogar caótico, donde solo la vigilancia constante protegía a los débiles y vulnerables. Claire le pidió que se marchara, pero ella quería mucho a Eloise para hacerlo.

Así que, cuando Claire accedió generosamente a solicitar el acogimiento de los niños, aunque no era una persona a la que le gustaran los niños, llegaron al acuerdo de que Freddie seguiría teniendo la parte del león en su crianza, lo que implicaba que tenía que quedarse en casa durante el día para cuidarlos y trabajar por la noche en un bar, después de dejarlos acostados. Claire había confesado que le bastaba para vivir el dinero que recibía de los servicios sociales, pero Freddie había tenido que buscar trabajo para aportar un dinero extra.

Y, durante la estancia de Zac en el hotel, sus propinas casi habían duplicado el sueldo de ella. Normalmente le dejaba dos billetes de cincuenta libras cada vez que le servía. La primera vez, consciente del interés personal de él, se había ofendido y se los había devuelto diciendo que no estaba en venta. Otra camarera le recordó que las propinas iban a un bote común, por lo que había tenido que volver a la mesa de Zac a disculparse y a recoger los billetes que había despreciado.

La generosidad de Zac había servido para comprar ropa nueva a Eloise y Jack y poner deliciosa comida en la mesa. Y, ahora que aquel dinero se había acabado, había llegado el momento de hacer un trato, pensó, dispuesta a ser más positiva y a dejar de preocuparse de Claire, que, en los últimos tiempos hacía lo que le daba la gana sin tener en cuenta lo que desearan los demás.

Además, ¿por qué se fustigaba por un estúpido sueño? Las fantasías eran inocuas y, en carne y hueso, Zac era una fantasía, un hombre que sí paraba el tráfico por su belleza, ante el que las mujeres se quedaban plantadas contemplándolo hasta que se daban cuenta de lo que estaban haciendo, se ponían coloradas y seguían andando.

Y, claro, ella se había comportado aún peor unas semanas antes, cuando Zac había hecho que perdiera los estribos y rompiera a llorar. La tensión de dos noches en vela porque Jack tenía fiebre la había dejado sin defensas. Claire se había enfadado tanto porque el llanto del niño le impedía dormir y Freddie estaba tan agotada que estalló cuando Zac le puso la mano en la espalda para equilibrarla al tambalearse con los altos tacones que tenía que llevar en el trabajo.

Ella había aprendido a rechazar con firmeza que los hombres la tocaran mientras vivía con su hermana, cuya casa estaba llena de hombres de los que no se podía fiar, por lo que había adquirido el hábito de establecer límites muy estrictos, un hábito que había vuelto a aparecer en el peor momento posible.

Aunque, para conservar el trabajo, se había visto obligada a disculparse por la escena, seguía creyendo que su histérico estallido no podía haber elegido mejor destinatario que Zac. A fin de cuentas, las primeras palabras de este habían sido una invitación a pasar la noche con él, expresada en términos groseros e inaceptables. Ella había recibido muchas invitaciones de esa clase, pero él había sido el primero en emplear ese tipo de lenguaje, y ella se había sentido sucia, mancillada por tener que llevar pantalones cortos, tops atrevidos y zapatos de tacón alto para trabajar en el bar del hotel.

Sabía que al menos una de sus colegas aceptaba dinero por acostarse con los clientes, por lo que siempre tenía mucho cuidado de no dar una impresión equivocada a la clientela masculina dedicándose a flirtear. Tampoco les daba su número de teléfono. De todos modos, para bien o para mal, no tenía tiempo de tener novio. No paraba desde que se levantaba a las seis de la mañana hasta que se acostaba agotada después de medianoche.

Esa noche fichó puntualmente, ya que se había ganado varias reprimendas por llegar tarde cuando Claire no volvía a casa a tiempo para ocuparse de los niños. Guardó el bolso en la taquilla, se puso los pantalones cortos y los tacones, entró en el elegante bar, decorado en blanco y negro, de llamativa iluminación y techo de espejo, y comenzó a servir bebidas. La decoración en blanco y negro se extendía hasta la boutique del hotel, donde no se había reparado en gastos y se podía comprar lo que se deseara, siempre que uno se pudiera permitir los elevados precios.

–El señor Da Rocha está en la terraza –le dijo Roger, el gerente del bar.

–¿Quién es el señor Da Rocha?

–Ese tipo que te cae tan mal. Ha vuelto –le informó Roger con ironía, antes de bajar la cabeza para añadir susurrando–: Una fuente muy fiable me ha dicho que el señor Da Rocha compró el hotel hace dos meses, así que yo en tu lugar me andaría con cuidado, porque, si decide que te vayas, estás despedida.

Freddie se quedó de piedra cuando se lo dijo y lo miró con los ojos como platos al alejarse para atender a un cliente. ¿Zac era el dueño del hotel? ¿Cómo era posible que un tipo tan malhablado y tatuado, que llevaba vaqueros rotos y botas de motorista, hubiera comprado un hotel en una de las zonas más caras de Londres? Incrédula, apretó los dientes.

Sí, Zac era un misterio porque, con independencia de lo que llevara puesto o de su falta de tacto al hablar, desprendía fuerza, arrogancia y poder, y parecía estar en casa aquel hotel tan lujoso.