El arte de tener siempre razón - Arthur Schopenhauer - E-Book

El arte de tener siempre razón E-Book

Arthur Schopenhauer

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Beschreibung

"La dialéctica erística es el arte de la controversia, dirigida de tal manera de tener siempre razón aunque se esté equivocado. Por consiguiente, el interés de la verdad, si bien en general debiera ser el único motivo para afirmar la tesis probablemente justa, cede terreno al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero." Arthur Schopenhauer

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Arthur Schopenhauer

El arte de tener siempre razón

Traducción de

Laura Fólica

Traducción: Laura Fólica

© 2022. Senda florida

España

ISBN 978-84-19596-16-1

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en España / Printed in Spain

Índice

Fundamento de toda dialéctica | 15

Estratagema 1 | 18

Estratagema 2 | 21

Estratagema 3 | 24

Estratagema 4 | 26

Estratagema 5 | 27

Estratagema 6 | 28

Estratagema 7 | 29

Estratagema 8 | 30

Estratagema 9 | 31

Estratagema 10 | 32

Estratagema 11 | 33

Estratagema 12 | 34

Estratagema 13 | 36

Estratagema 14 | 37

Estratagema 15 | 38

Estratagema 16 | 39

Estratagema 17 | 40

Estratagema 18 | 41

Estratagema 19 | 42

Estratagema 20 | 43

Estratagema 21 | 44

Estratagema 22 | 45

Estratagema 23 | 46

Estratagema 24 | 47

Estratagema 25 | 48

Estratagema 26 | 49

Estratagema 27 | 50

Estratagema 28 | 51

Estratagema 29 | 53

Estratagema 30 | 55

Estratagema 31 | 60

Estratagema 32 | 62

Estratagema 33 | 63

Estratagema 34 | 64

Estratagema 35 | 65

Estratagema 36 | 67

Estratagema 37 | 70

Última estratagema | 71

Apéndice | 74

Suplemento de las primeras páginas | 74

Segundo suplemento | 75

Notas de las primeras páginas | 77

Notas de las páginas 16 y 17 | 78

Suplemento de la página 16 | 80

Nota de la página 113 | 84

Este breve tratado, redactado por Schopenhauer en Berlín en 1830 y 1831, fue publicado por primera vez por Julius Frauenstädt en Arthur Schopenhauers handschriftlicher Nachalaß, Brockhaus, Leipzig, 1864.

La dialéctica erística es el arte de la controversia, dirigida de tal manera de tener siempre razón, o sea, per fas et nefas [ya sea que se tenga razón o se esté equivocado]; puesto que uno puede tener objetivamente razón respecto al propio objeto del debate al tiempo que persevera en su equivocación ante los ojos de los asistentes, e incluso a veces de sí mismo. En efecto, cuando mi adversario rechaza mi prueba, parece que rechazara mi propia tesis, mientras que ésta puede ser sostenida por medio de otras pruebas. Por supuesto, en tal caso la relación se invierte en lo que concierne al adversario: él termina triunfando aunque objetivamente esté equivocado. Entonces, la verdad objetiva de una proposición y el valor de ésta, tal como aparece en la aprobación de los opositores y del auditorio, son dos cosas diferentes. (Hacia esto último se orienta la dialéctica.)

¿Cuál es la causa? Tan sólo la perversidad natural del género humano. Si ésta no existiera, si fuésemos fundamentalmente honestos, sólo buscaríamos que la verdad emergiera de su pozo en cualquier debate, sin preocuparnos demasiado por saber si tal verdad es acorde con la primera opinión que mantuvimos o con la opinión del otro; algo que resulta indiferente, o al menos que tendría una importancia completamente secundaria. La vanidad innata, en especial susceptible en todo lo relativo a las facultades intelectuales, nos impide admitir que nuestra afirmación original se revele falsa, ni que la del adversario resulte exacta. Por consiguiente, es indudable que todos deberíamos buscar sólo la formulación de juicios justos: para eso habría que empezar reflexionando y, después, abrir la boca. Pero, en la mayoría de los hombres, la vanidad innata se ve acompañada de incontinencia verbal y de una deshonestidad natural. Hablan antes de reflexionar, e incluso si luego advierten que su tesis es falsa y que están equivocados, es necesario igualmente que parezca lo contrario. El interés de la verdad, si bien en general debiera ser el único motivo para afirmar la tesis probablemente justa, cede terreno entonces al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.

Sin embargo, esta deshonestidad, la obstinación por mantener una proposición que incluso nos parece falsa a nosotros mismos, tiene una excusa: al principio generalmente estamos muy convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero luego el argumento de nuestro adversario parece refutarla. Entonces si enseguida renunciamos a defenderla, solemos descubrir después que teníamos razón a pesar de todo; nuestra prueba era falsa, pero podía existir otra que fuera verdadera y que apoyara nuestra tesis; el argumento salvador no se nos había ocurrido de entrada. De ahí es que se forma en nosotros la máxima según la cual, aun cuando el argumento del adversario parece exacto y concluyente, no hay que dejar de atacarlo, ya que estamos convencidos de que su exactitud es sólo aparente y de que nos vendrá a la mente, durante la controversia, un argumento capaz de derribar la tesis adversa o de reforzar la nuestra de alguna otra manera: es por eso que estamos casi obligados o, en todo caso, fácilmente tentados de dar prueba de deshonestidad en la controversia. De esta manera, prestamos auxilio tanto a la debilidad de nuestra inteligencia como a la perversidad de nuestra voluntad. En regla general, se deduce que quien se lanza a una controversia lucha no por la verdad, sino por su proposición, como si fuera pro ara et focis [por su altar y su hogar], y que actúa así per fas et nefas, y –como hemos mostrado– no podría hacerlo de otro modo.

Maquiavelo ordena al príncipe que aproveche cada momento de debilidad de su vecino para atacarlo: si no es así, el otro puede sacar ventaja de la debilidad del príncipe cuando se presente la ocasión. Si reinara la buena fe, la cuestión tendría otro aspecto, pero como no es de esperar que ocurra esto, no hay que practicarla, ya que ella tampoco es bien recompensada. Ocurre lo mismo con la controversia: si doy la razón a mi adversario ni bien parece tener razón, no es muy probable que él haga lo mismo si la situación se invirtiera: actuará más bien per nefas; por eso debo pagarle con la misma moneda. Es fácil decir que sólo tenemos que buscar la verdad, sin tener prejuicios a favor de nuestra tesis; pero no debemos suponer que el adversario hará lo mismo: entonces, hay que evitarlo. Además al creer que él tiene razón, si yo quisiera renunciar a mi proposición, aunque antes la hubiese meditado con cuidado, podría ocurrir fácilmente que, seducido por una impresión pasajera, termine renunciando a la verdad para caer en el error.

En ese sentido, en regla general, cada quien se esforzará para hacer triunfar su tesis, aun cuando le parezca por el momento falsa o dudosa. En cuanto a las fuentes de su argumentación, cada quien las encontrará hasta cierto punto empleando la astucia y la maldad personales: es lo que enseña la experiencia cotidiana en las controversias; pues cualquier hombre posee su propia dialéctica natural, así como también su lógica natural. Pero ocurre que la primera no lo guía con tanta seguridad como la segunda. Así es que a cualquiera le costará pensar o concluir algo que contradiga las leyes de la lógica: los juicios falsos son incontables; las conclusiones falsas, sumamente raras. Por lo tanto, no es fácil que una persona muestre una falta de lógica, pero sí una falta de dialéctica natural: ésta es un don natural distribuido desigualmente (y que en esto se parece a la facultad de juicio, también repartida de forma muy desigual, mientras que la razón, de hecho, se reparte de forma equitativa). Pues con frecuencia uno se deja confundir, refutar por una argumentación engañosa, o a la inversa. Y el que sale vencedor de este debate suele deberlo no tanto a la precisión de su juicio al formular una proposición, sino más bien a la astucia y a la habilidad con las que la ha defendido. Aquí, como en todos los casos, las facultades innatas son las mejores; sin embargo el ejercicio y también la reflexión sobre los trucos para vencer al adversario pueden contribuir ampliamente a asegurarle el dominio de este arte. Entonces, si bien la lógica carece en el fondo de utilidad práctica, la dialéctica puede, no obstante, tenerla. Me parece también que Aristóteles concibió su lógica propiamente dicha (los Analíticos) sobre todo como base y preparación para la dialéctica, y que ésta era su objetivo principal. La lógica se aboca a la simple forma de las proposiciones, la dialéctica a su contenido o a su materia; de allí que el examen de la forma, es decir, el aspecto general de la lógica, debía preceder al del contenido, aspecto particular.

Aristóteles no define tan estrictamente –como lo he hecho yo– la finalidad de la dialéctica: ciertamente le asigna la controversia como principal objetivo, pero al mismo tiempo también le atribuye la búsqueda de la verdad. Más tarde afirma de nuevo que uno trata proposiciones filosóficamente desde el punto de vista de la verdad y dialécticamente según la apariencia o la aprobación, la opinión (dóxa) del prójimo (Tópicos 1, 2). Desde ya que tiene conciencia de la distinción y la división entre la verdad objetiva de una proposición y el arte de persuadir sobre su verdad, o de garantizar la aprobación del prójimo: sin embargo no los distingue de forma muy estricta como para poder atribuir esta última función únicamente a la dialéctica. Por eso, las reglas que establece a tal fin suelen estar demasiado mezcladas con las del otro objetivo. Por consiguiente, me parece que no cumple su tarea con total rigor.