El auriga del carro alado - José Luis García - E-Book

El auriga del carro alado E-Book

José Luis García

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En un país que transita de la guerra civil a un nuevo, pero jamás definitivo statu quo bajo fuerzas coalicionistas de ocupación, el doctor M. I. G. Echemendía —ex agente de contrainteligencia y preso político, capaz saxofonista de jazz, anheloso novelista que no supera la intención, médico de inconsistente desempeño— vive su transición personal rumbo a convertirse en un superviviente con tendencia a la mala fortuna o quizá en un suicida algo menos que competente. El autor rodea a su héroe de personajes tan vivaces como frágiles, todos en pugna por un último trozo de alimento, bocanada de oxígeno o tan solo atisbo de abstracta esperanza. Pero, sobre todo, lo somete al asedio de sus propias palabras, memorias y meditaciones, de los secretos de que es cómplice y víctima, así como de ensoñaciones con artistas y filósofos sin réplicas. Y a la batalla por encontrar un nuevo yo, se añade el misterio de cómo ese yo habrá de ser. Tal vez sea, después de todo, inalcanzable el ideal equilibrio entre lo ético y lo obsceno, la razón y el instinto, para un sencillo mortal a la deriva en una angustiada nación isleña que se simula y confunde a sí misma dentro de su inconclusa paradoja.

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Título:

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

El auriga del carro alado

José Luis García

Todos los derechos reservados

© José Luis García, 2022

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2022

ISBN: 9789591025449

Tomado del libro impreso en 2021 – Edición y corrección: Michel Encinosa Fú / Dirección artística: Suney Noriega Ruiz / Emplane: Yuliett Marín Vidiaux

E-Book – Edición-corrección, diagramación pdf interactivo y conversión a ePub y Mobi: Damaris Rodríguez Cárdenas / Diseño interior: Javier Toledo Prendes

Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas

Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.

La Habana, Cuba.

E-mail: [email protected]

www.letrascubanas.cult.cu

Índice de contenido
Título:
AUTOR
Nota a la presente edición
25 de octubre
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26 de octubre
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27 de octubre
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28 de octubre
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29 de octubre
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31 de octubre
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1 de noviembre
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2 de noviembre
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3 de noviembre
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5 de noviembre
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AUTOR

JOSÉ LUIS GARCÍA (Holguín, 1955)

Periodista, narrador y dramaturgo; miembro de la Uneac y de la Asociación de Prensa para Estudios Internacionales de la Comunicación (Unesco). Ha trabajado para numerosas publicaciones periódicas, la Editora Política del Comité Central, así como presentado sus libros e impartido conferencias en numerosos países. Varias piezas teatrales suyas han sido puestas en escena por agrupaciones cubanas y extranjeras. Dirige y conduce programas de radio dedicados a promover la música cubana. Tiene publicados Los silencios delruiseñor (cuento), Una crónica de amor (teatro), Apuntes de uncazador (cuento), El hombre de los guantes amarillos (teatro), Ejerciciospara volver (cuento), Historia de una foto (teatro), Historia deMaura (teatro), Noche cubana (teatro) y Últimos días junto almar (novela). Sus premios literarios incluyen el Regino Boti 1998, mención en el Casa de las Américas de Teatro 2001, el Casa de Teatro 2005 (República Dominicana) y el Latinoamericano de Teatro George Woodyard 2008 (Estados Unidos).

En un país que transita de la guerra civil a un nuevo pero jamás definitivo statu quo bajo fuerzas coalicionistas de ocupación, el doctor M. I. G. Echemendía —ex agente de contrainteligencia y preso político, capaz saxofonista de jazz, anheloso novelista que no supera la intención, médico de inconsistente desempeño— vive su transición personal rumbo a convertirse en un superviviente con tendencia a la mala fortuna o quizá en un suicida algo menos que competente.

El autor rodea a su héroe de personajes tan vivaces como frágiles, todos en pugna por un último trozo de alimento, bocanada de oxígeno o tan solo atisbo de abstracta esperanza. Pero, sobre todo, lo somete al asedio de sus propias palabras, memorias y meditaciones, de los secretos de que es cómplice y víctima, así como de ensoñaciones con artistas y filósofos sin réplicas.

Y a la batalla por encontrar un nuevo yo, se añade el misterio de cómo ese yo habrá de ser. Tal vez sea, después de todo, inalcanzable el ideal equilibrio entre lo ético y lo obsceno, la razón y el instinto, para un sencillo mortal a la deriva en una angustiada nación isleña que se simula y confunde a sí misma dentro de su inconclusa paradoja.

Nota a la presente edición

Este diario es del médico que asistió a mi madre la madrugada en que nací: M. I. G. Echemendía. Llegó a mi poder de forma casual, cuando laboraba en el Departamento de Higiene y Epidemiología de la Dirección Municipal de Salud en Chaparra.

25 de octubre

Anoche soñé con la expansión volcánica de la isla. Oía truenos, la tierra se estremecía y de las colinas de Yaraniquén se alzaba un surtidor de fuego. Estruendosos torrentes de lava corrían por las vertientes de los cerros de San Jerónimo.

De pronto las tejas de mi techo se crisparon como chicharrones y me cayeron encima cientos de alimañas con el lomo incendiado. Fugazmente mi propio rostro se alzó ante mí como la faz granítica e incorregible de un ídolo pagano.

Al despertar me quedé unos minutos aletargado y soñé que aún estaba en el campo de prisioneros. Aquella enmohecida maroma de alambre envolvía mi cuello (la punta me traspasaba la mano y la mejilla izquierdas).

Iba a la letrina, pero a medida que me acercaba a ese asqueroso hueco a cielo descubierto, en vez de la consabida fetidez, sentía un creciente olor a magnolias primaverales.

Nota

A las nueve vino a verme Carranza. Conducía un Jeep-Melody, de los que traen los jefes de las tropas de la coalición. Conversamos en el portal. Me preguntó a qué pensaba dedicarme.

—A escribir.

—¿Escribir qué?

—Lo que me venga a la mente.

—Mira a ver lo que escribes tú —dijo, en un tono entre chistoso y admonitorio.

Guardamos silencio.

De pronto me preguntó que cómo pensaba ganar dinero. Le dije que reclamaría el permiso para abrir una consulta y, por el gesto que hizo, no pareció darle mucho crédito a mis posibilidades de sobrevivir ejerciendo la medicina.

Volvimos a guardar silencio, ahora más largo que el anterior. De repente dijo:

—Te debo una.

—¿Por qué?

—Si hubieras hablado de las barbaridades que hicimos juntos, te habría acompañado todos estos años en prisión.

—…

Se puso perezosamente de pie, hizo un vago gesto de despedida y dijo:

—La lucha continúa.

Nota 2

Me quedé pensando en Carranza, en la desmedida influencia que alcanzó durante nuestros últimos tiempos en el poder, cuando la moral colectiva se debatía en un mínimo histórico y el chachareo oficial ondeaba en lo más alto del mástil. En este periodo todo lo que tenía que hacer él para despacharse a alguien era subrayar un nombre.

[…]

El trabajo de la contrainteligencia era caótico. Había literalmente millones de informes alarmantes (que al final fueron de escaso o de ningún valor) desbordando las centrales de recepción, lo cual nos hizo omitir las verdaderas amenazas.

[…]

Y es que quisimos abarcar demasiado: La relación numérica entre nuestros informantes y el hombre común llegó a ser de mil a tres mil por uno.

[…]

Los últimos dieciséis meses los pasé al frente, o mejor sería decir hundido en el departamento de flujo de información (o guardián de la política informativa). Cada vez que le hablaba a Carranza de brindarle al pueblo un mayor abanico de noticias, me repetía: «El pueblo sabe lo que tiene que saber. No hay que darle más armas al enemigo».

[…]

Me quedé dormido unos minutos con la frente apoyada sobre el borde de la mesa y soñé que de modo compulsivo compraba una enorme y costosa panetela cerca del Moskvá, me comía un trozo a la sombra del Kremlin, y a continuación no sabía qué hacer con la otra parte.

Nota 3

Para escribir algo que valga la pena, al margen de elegir un buen tema, debo tener en cuenta las minucias (sin un instante de mal gusto).

En las minucias que el típico escritor tiene a menos está lo que a mí me interesa aprovechar.

¿Poseo la astucia necesaria para elegir las minucias funcionales?

Lo dudo.

También me interesan las alegorías. Platón maneja la alegoría de la caverna para desarrollar sus razonamientos sobre la realidad y el conocimiento. El pretexto es un relato sobre unos prisioneros en el subsuelo. Creo que yo podría usar subterfugios más sutiles.

Veremos.

[…]

En mis tres años de preparación en Volgogrado, solía obtener las máximas puntuaciones en las pruebas de inteligencia. Pero sabía para mis adentros que mi fuerte era la inteligencia 221-E9, la que se manifiesta en nuestra capacidad para hacer suposiciones. Es la clase de inteligencia que nos ayuda a conjeturar las cosas con un bajo margen de error. Sin embargo, esta categoría de inteligencia no se vincula necesariamente con el lenguaje, así que no sé si me ayudará en mis intentos literarios.

Nota 4

Veamos algo que logré escribir esta mañana:

Al velorio de Cisneros no fue nadie. A la hora del entierro estaba lloviendo tanto como ayer. En el techo del carro fúnebre iba una anónima corona de chorreantes crisantemos, que presumo envió el MLN. Pero ni la hija de Cisneros hizo acto de presencia.

Cuando el carro fúnebre entraba al cementerio, oí un repentino lloriqueo y creí que era ella, pero era un extraño anciano con una chaqueta de alpaca negra que se veía aún más negra por el agua que había absorbido. (Debía pesarle una tonelada).

Después del entierro, se acercó lenta y lúgubremente a mi mesa en el Mocambo. Usaba unos arcaicos espejuelos de armadura de carey, en cuyos gruesos cristales la lluvia había formado un velo de lucidez desfalleciente.

—Correligionario… —dijo, en voz baja—. ¿Puedo sentarme? —No le respondí. Tras vacilar, sacó de su chaqueta una biliosa fotografía plastificada y la puso sobre la mesa—. Mire usted —dijo, en tono anhelante, ansioso de ver reflejada en mí la sorpresa—. Ahí nos tiene.

—…

—De izquierda a derecha: Cisneros, Carranza y yo jóvenes. El de la mula es Echemendía. En esas alforjas llevaba las medicinas. —Tras un hondo suspiro, agregó—: ¿A que no me dice dónde fue que nos retratamos?

—¿Dónde?

—En el Tíbet. Mire aquí, detrás de nosotros… Ese es el río Mekong.

—Yo creía que el Mekong estaba en Vietnam.

—El Mekong nace en China, en la meseta tibetana.

—¿Y qué hacían ustedes tan lejos?

—Éramos médicos.

—¿Médicos?

Movió la cabeza como para eludir un golpe, y se sentó a mi lado.

—La verdad es que el único médico era Echemendía —dijo.

Luego de mirar recelosamente a los ocupantes de las mesas vecinas, se quitó los espejuelos y durante cosa de un minuto se dedicó a secarlos con el borde del mantel. Respiraba con dificultad y cada vez que exhalaba, los largos pelos que despuntaban por sus fosas nasales se estremecían.

—En el Tíbet —continuó diciendo—, nosotros creamos la estación de espionaje más eficiente de Asia. Formamos una red…

—¿Hablaban chino? —lo interrumpí.

—Carranza nada, pero Cisneros hablaba tibetano, y Echemendía y yo, mandarín. Éramos oficiales de la contrainteligencia, oficiales condecorados.

Soltó otro hondo suspiro y por unos instantes me quedé mirando los cristales de sus espejuelos. El secado con el borde del mantel no los había librado de aquel velo de lucidez desfalleciente.

—Echemendía se le escapó al diablo —dijo—. Llegó a convertirse en el más reputado interrogador del sudeste asiático. Les sacaba las informaciones del tuétano a los sospechosos. Es verdad que sus métodos eran poco ortodoxos, pero allá nadie podía andarse con remilgos.

Guardamos silencio.

—Ese doctor… —dijo, en tono afectuoso—. Cuando creamos aquella estación él no había cumplido treinta años, pero ya era mucho lo que tenía aquí. —Se tocó la cabeza—. Y le digo: Si los mandamases de esta isla le hubieran dado un chance, se habría convertido en nuestro Mao Zedong.

No pude contener la risa.

—¿Lo duda?

Rápidamente, como para protegerla de mi incredulidad, guardó la fotografía e inclinándose hacia mí (tanto que llegué a sentir los pelos de sus fosas nasales rozándome la sien), dijo: «Echemendía era una lumbrera».

[…]

Lo anterior es una basura.

Nota 5

Me gustaría escribir una novela partiendo de la mítica figura de Gilgamesh. Creo que este personaje conserva su vigencia porque el anhelo que le mueve es universal (escapar de la muerte), y por tanto es universal la lección que recibe, o sea que la inmortalidad es un don exclusivo de los dioses.

[…]

También me cautiva la idea de escribir una novela acerca de las creencias. Es sorprendente cómo las creencias pueden sobrevivir a potentes desafíos lógicos o empíricos. Incluso suelen reponerse de la destrucción de su base probatoria original.

No cabe duda de que el entendimiento humano, una vez que ha asumido una creencia, bosqueja todo lo demás a su alrededor en función de mostrar conformidad con ella. Y aunque haya un gran número de ejemplos que muestren que tal creencia es un fraude, prescinde de ellos.

Claro, sería una novela social.

[…]

¿Tendré la fuerza y la destreza necesarias para batirme con esto?

Lo dudo.

Nota 6

Acabo de recordar: Antes de que se fuera, le pregunté a Carranza si había una fecha prevista para reiniciar la lucha.

—¿Qué lucha? —preguntó, desconcertado.

—Hace un momento dijiste que la lucha continúa.

—Yo me refería a la lucha por la cabrona supervivencia —farfulló. Y aunque no lo puedo certificar completamente, creo que agregó—: Sobrevivir es lo más heroico que podemos hacer ahora.

26 de octubre

Anoche soñé con una voz (hablaba en español con fuerte acento neerlandés). Dijo que en materia de escritura no hay que saberlo todo, basta con lo necesario. «Principia la obra con lo necesario y comienza a dilucidar». También aseveró que nadie es escritor por el hecho de contar cosas. «Es el estilo quien establece el valor de la literatura».

Le pregunté cómo podría hacerme de un estilo y dijo que este es un don que nace y muere con el escritor de pura raza. «Podemos dejar atrás los estereotipos, las asociaciones trilladas, ennoblecer el sonido de las frases, sortear falsos caminos, pero no podremos fijarnos ninguna acción que nos proporcione estilo».

Nota

Como desayuno hice fufú de fongos. Un niño vino a decirme que Carranza me espera para almorzar.

[…]

Me quedé dormido unos minutos con la frente apoyada sobre el borde de la mesa y soñé con mi difunta esposa. Estábamos en el hotel Comodoro. Ella salió desnuda del baño. Le sonreí, y en ese preciso instante una ensordecedora ráfaga de ametralladora la llenó de sangrantes agujeros.

Nota 2

Me gustaría mucho poder escribir una novela donde predomine la preocupación por la adicción en todas sus variantes, desde su definición acostumbrada como dependencia del alcohol, tabaco, café, sustancias sicodélicas o psicotrópicas y las más propagadas drogas, hasta las menos investigadas dependencias en torno a la familia, el sexo, el estudio, el trabajo, el deporte, la amistad, la apetencia de lo ajeno, las aspiraciones personales, los alimentos, etcétera.

[…]

También me atrae la idea de escribir una novela sobre las masas (toda muchedumbre es repugnante —explicaría exhaustivamente por qué—), y ahondaría en la noción del Estado como herramienta para manipular, controlar, imbecilizar, explotar y corromper a los ciudadanos.

Además, me gustaría exponer algunos criterios sobre la lucrativa Industria del Entretenimiento (espoleada hasta planos morbosos por la humana y lerda necesidad de diversión), y claro: llevaría al banquillo a la telefonía móvil, a esos patéticos reproductores de sonido e imágenes, y sobre todo fustigaría la búsqueda delirante de todo género de placeres (que es consecuencia de la descarada institucionalización del hedonismo). También revelaría las causas del ambiente de temor en que vive todo el mundo. En tal sentido no dejaría de referirme a esa tremenda sensación de zozobra, de angustia, que nos embarga, lo cual (adelanto) debe atribuirse a la dolorosa espera de una libertad que nunca llega (ni llegará), para nadie en este planeta.

[…]

¿Tendré la fuerza y la destreza necesarias para acometer labores de tanto espesor?

Lo dudo.

Nota 3

Decidí no ir a almorzar con Carranza y me mandó a su mujer con una cacerola de paella a la valenciana.

Me pregunto cómo se las habrán arreglado para conseguir todo lo que lleva una comida tan suculenta.

La penúltima vez que vi a la mujer de Carranza andaba vagando como un fantasma por los campos de margaritas de Lora.

Recuerdo que a cada momento se detenía para acariciar con las puntas de los dedos las flores más altas.

Ambos olíamos a pólvora.

Traté de convencerla para que volviera a su casa, le dije que ya en el territorio reinaba la calma, y continué mi camino hacia las montañas de Balmaceda. Necesitaba contrastar con el brigadier Deschanel cada una de las informaciones de nuestras fuentes en el Estado Mayor de las Tropas de la Coalición, algo determinante para que el coronel Ponce ordenara el avance o la retirada de las guerrillas.

Después de tres horas de camino, subí a la ermita abandonada y encontré al brigadier moribundo. Tenía un proyectil alojado en la ingle. Había perdido mucha sangre. Pegando mi boca a su oído le pregunté varias veces dónde podía hallar las informaciones, pero no obtuve respuesta. Lo registré íntegramente, incluso le removí el ano sin resultado.

En algún momento empezó a delirar. Lo único coherente que dijo antes de morir fue: «Liberté, égalité…».

De modo que contando solo con los reportes que obraban en mi poder, le signifiqué al coronel Ponce que lo indicado era ordenar la retirada.

Aquello fue un error garrafal, histórico, porque de haber atacado a dos bandas con los guerrilleros que teníamos en el centro de la isla, hubiéramos recuperado el poder.

[…]

Deschanel era un bretón realmente apuesto. Pensé sepultarlo en el límite noreste de la ermita, junto a un primoroso ciruelo cuyas ramas se ladeaban hacia el poniente, pero no encontré nada con qué cavar.

Le sacudí y alisé lo más dignamente que pude la ropa de civil que llevaba puesta y luego, con suma delicadeza, traté de cerrarle los ojos. No me fue posible: Apenas se los cerraba, volvían a abrirse.

[…]

Por cierto que hallé en uno de sus bolsillos un juego de coloridas postales en las que aparecía él manteniendo relaciones sexuales con hombres de una gordura monstruosa.

[…]

Ahora que lo pienso: Una madrugada lo vi salir jubilosamente del Mocambo en compañía de un gordiflón ciclópeo, que llevaba una amapola enganchada en la oreja.

[…]

Me pregunto qué habrá hecho el brigadier con todo aquel dinero que le fuimos pagando puntualmente, a medida que nos pasaba información valiosa. ¿Habrá encontrado una forma de enviárselo a su familia o se lo habrá gastado en francachelas?

Siempre quiso que le pagáramos en dólares canadienses, lo cual nos resultaba engorroso. Gracias a Trudeau pudimos hacer esto, además de arreglárnoslas con otras cosas que un día saldrán a la luz.

[…]

Otra madrugada en que fui a la estacada a pagarle, me dijo, en francés y sin que viniera a cuento: «El mejor cantante de todos los tiempos es el gordo Casimir Lubet. Ese Sinatra que usted tanto admira no era más que un gondolero».

Me interesé por conseguir alguna grabación del tal Lubet, pero me fue imposible. Lo pude oír, asombrosamente, estando en el campo de prisioneros (desde mi mazmorra, cuando el cantante visitó el penal formando parte de una Comisión Internacional de Derechos Humanos).

A pesar de que el audio era una basura, es innegable que poseía una voz deliciosa.

[…]

Permanecí dormido unos instantes con la frente apoyada sobre el borde de la mesa y soñé que mi cabeza era pisoteada infinidad de veces por los cascos de unos briosos caballos.

[…]

Pero las anteriores digresiones son harina de otro costal. Retomaré el tema que nos ocupa: La mujer de Carranza me trajo el almuerzo.

Y ni siquiera me miró.

Le pregunté cómo se las habían arreglado para conseguir todo lo que lleva una comida tan suculenta, pero no me contestó.

Después de extenderme solemnemente la cacerola (como habría hecho una indígena en un ritual), musitó: «Nos alegramos de que haya vuelto, doctor Echemendía».

Nota 4

Se me ocurrió una idea para escribir tal vez un capítulo sobre un aeropuerto, pero la razonaré mejor.

Paradójico: La idea me parece interesante y al mismo tiempo una basura.

[…]

Me quedé pensando unos minutos y se me ocurrió un pasaje que nada tiene que ver con lo anterior. Probablemente me sirva para una novela gótica: Desde la atalaya del faro, el marqués Fallieres vio que se aproximaba, entre un torrente de arenisca, el carruaje del conde Latour.

Al detenerse ante la puerta del faro, su lacayo Croissant lanzó un chiflido para que el marqués bajara de una vez la escalera, cuyas barandas acumulaban en cada palmo de su terrorífica extensión las pringosas huellas de la monotonía inclemente.

(Basura).

Nota 5

Encontré un recorte de prensa que mi padre había guardado en un cajón. Habla de una terrorista (o de una heroína, según como se le mire), de Corea del Norte: Kim Hui Kimix, quien hizo estallar un Boeing de Surcorea, con ciento quince pasajeros a bordo. Fue capturada en Baréin y enviada a Seúl. Intentó engullir una grajea de cianuro que traía oculta en el pelo. No tuvo éxito. Admitió los cargos y la condenaron a muerte, pero el presidente surcoreano la indultó. Fue puesta en libertad bajo protección, para prevenir posibles represalias (de parientes de las víctimas, o del gobierno norcoreano, que la había tildado de traidora).

Al año siguiente publicó su biografía, titulada Las lágrimas de mi alma, un best-seller, y donó los ingresos a las familias enlutadas.

Algo más: Se convirtió al cristianismo y contrajo matrimonio con un agente de la inteligencia surcoreana, acusado por su anterior esposa de violencia doméstica.

[…]