El beso de cenicienta - Dixie Browning - E-Book
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El beso de cenicienta E-Book

Dixie Browning

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Beschreibung

El corazón de Cindy Danbury empezó a latir con fuerza cuando John Hale Hitchcock la invitó a bailar. El hombre que había adorado desde niña había vuelto, pero seguía siendo un sueño inalcanzable. En realidad, el papel de Cindy en la boda de su prima era servir canapés, no bailar con el padrino; sin embargo, algo en la mirada de Hitch la obligó a aceptar, despertando de nuevo sus emociones. Atractivo, rico y soltero, Hitch era además amable, simpático y generoso. ¿Podría ver más allá de la timidez de Cindy y descubrir a la mujer vibrante y apasionada que llevaba dentro? Quizá ella debería despertar a su príncipe azul con un beso…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Dixie Browning

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El beso de Cenicienta, n.º 1547 - junio 2020

Título original: Cinderella’s Midnight Kiss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-766-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ESTE ES mi primer diario y no sé cómo empezar. Mi madre escribía un diario y me dijo que lo leyera cuando muriese porque de ese modo comprendería, pero sus cosas personales estaban en cajas y he tenido que esperar algún tiempo. Me llamo Cynthia Danbury y tengo catorce años

 

Catorce años. Diez años atrás. Qué joven era entonces, pensó Cindy.

 

Todo el mundo me llama Cindy y, en caso de que alguien lea esto, quiero que sepan que mi padre era inventor. Murió antes de inventar algo por lo que le pagaran dinero, pero eso no quiere decir que su trabajo no fuera importante. Mi madre trabajaba mucho para que mi padre pudiera seguir con sus experimentos y no era «una fresca que arruinó la vida de un hombre con talento», como le dijo la tía Stephenson al tío Henry, que es una de las razones por las que estoy escribiendo este diario. Para aclarar las cosas.

 

Leyendo aquello, Cindy volvió a recordar vívidamente el día que conoció a su tía Lorna Stephenson. Acababan de mudarse a Mocksville y su padre la había llevado a una enorme casa blanca con ventanas emplomadas.

Su tía era una mujer muy alta vestida de negro y cuando ella, una niña de siete años entonces, la llamó tía Lorna, la mujer le dijo: «prefiero que me llames señora Stephenson». Su padre se había puesto furioso y después de tener unas palabras habían llegado a un acuerdo: Cindy podía llamarla «tía S».

Tomando el diario de nuevo, Cindy pasó un par de páginas y siguió leyendo:

 

Mi madre nunca nos acompañaba cuando íbamos a visitarla y no entendí por qué hasta unos años más tarde, cuando leí su diario. Después del accidente, todo cambió en mi vida. Ocurrió cuando mi padre y yo íbamos a llevar a mi madre al trabajo y un camión sin frenos se nos echó encima. Mi padre murió inmediatamente y yo me rompí la cadera. Una enfermera dijo que me la había aplastado, pero si hubiera sido así habrían tenido que ponerme otra y solo tuvieron que operarme. Mi madre y yo estábamos en el hospital y ni siquiera pudimos ir al funeral de mi padre. La tía S se encargó de todo y supongo que debería agradecérselo. Pero no me gusta pensar en aquellos días, así que no suelo hacerlo.

 

La cadera de Cindy nunca se había curado del todo y seguía cojeando un poco cuando estaba muy cansada, pero la cicatriz era casi invisible. Tenía once años entonces y unos meses después le llegó la primera regla. Al principio, había creído que tenía algo que ver con su problema en la cadera, hasta que su madre se lo había explicado.

 

Mi madre se quedó sorprendida de que no lo supiera y creo que yo, en realidad, sabía algo. Lo enseñaban en el colegio, pero es diferente cuando te ocurre a ti. Además, cuando escucho cosas que me dan vergüenza me pongo a diseñar sombreros en mi cabeza. Sombreros enormes y muy elegantes. De esos románticos con plumas y flores…

 

Y seguía haciéndolo, pero no solo en su cabeza. Cindy leía el diario maravillándose de lo inocente que había sido diez años atrás.

 

Mi madre se quedó muy triste después de la muerte de mi padre y poco después descubrieron que tenía leucemia. Yo me quedaba con una vecina mientras ella estaba en el hospital y cuando la visitaba, mi madre aparentaba que estaba muy bien, pero yo sabía que no era así. Fueron momentos muy malos. Recuerdo que veíamos la tele en la habitación y a veces nos tomábamos de la mano sin decir nada. Una vez nos reímos porque decía que lo único que yo había heredado de ella era el gusto por los sombreros muy grandes con flores y cintas.

 

Cindy tomó de su mesilla la fotografía de una mujer rubia con pantalones de campana y un sombrero lleno de margaritas. Su madre a los diecinueve años, sujetando su preciada guitarra.

 

No voy a hablar de eso porque sigue doliéndome mucho, pero si alguien lee esto alguna vez, quiero que sepa que Aurelia Scarborough Danbury era la mujer más valiente y más buena del mundo. Cuando ella murió, me fui a vivir con la tía Stephenson, el tío Henry y mis primas Maura y Stephanie. La asistente social le dijo a la tía S que, o me aceptaba en su casa o tendría que ir a vivir a un orfanato, o sea que la pobre no tuvo alternativa. Mocksville es una ciudad pequeña y, si no me hubiera aceptado, todo el mundo la habría criticado.

El tío Henry era más simpático que la tía S y solía llamarme «pelo de rábano» por el color rojo. En Navidad me daba un billete de veinte dólares y yo guardaba la mitad del dinero para el futuro y me gastaba el resto en regalos, pero los caramelos nunca me duraban todas las vacaciones porque Steff y Maura son muy golosas.

Yo no quería vivir allí, pero no podía hacer nada y, además, cuando tienes doce años nadie te escucha. Mi prima Maura es dos años mayor que yo y Steff me lleva cuatro años. No teníamos mucho en común, pero nunca tengo problemas con la ropa porque cuando se cansan de ella, me la dan. Algunos vestidos me los dan cuando ya están rotos, pero a mí se me da muy bien coser, así que no pasa nada. Lo único malo son los vaqueros, que siempre son demasiado grandes. Pero son muy prácticos, aunque a la tía S no le gustan.

Puede que quien esté leyendo esto se haya dado cuenta de que me voy por las ramas. Mi madre solía decir que mi cerebro es como un jardín, lleno de flores, hierbas y matojos.

Pero, hablando de la tía S, la verdad es que le estoy muy agradecida por su amabilidad, por eso no puedo marcharme de aquí y empezar a hacer mi vida como me gustaría.

 

Cuántas veces se había sentido tentada, pero pronto, muy pronto… podría hacerlo.

 

Bueno, diario, ahora viene lo más duro. Es algo que la tía S ya sabía, pero de lo que yo me he enterado solo cuando conseguí reunir valor para leer el diario de mi madre. Que es una de las razones por las que hago esto, para aclarar las cosas y que mis hijos y mis nietos, si los tengo, sepan la verdad.

No soy una auténtica Danbury. Mi padre biológico era un piloto que murió en un accidente antes de que yo naciera. Su nombre era Bill Jones y era de Virginia.

Cuando mi padre se casó con mi madre me dio su apellido, que es por lo que la tía S aceptó acogerme en su casa.

 

Suspirando, Cindy dejó el diario y se quedó mirando por la ventana la casa de al lado. Hitch iba a volver. Por eso había sacado el viejo diario, porque John Hale Hitchcock había sido parte de muchas de sus fantasías adolescentes.

Cuando Mac le había dicho que Hitch había aceptado ser testigo en su boda, Cindy se había ahogado en los viejos sueños. Se moriría de vergüenza si algún día él lo supiera, pero probablemente ni siquiera la reconocería. Sin embargo, Cindy recordaba su cara como si lo hubiera visto el día anterior.

Por supuesto, él habría cambiado, incluso podría estar casado. Pero ella también había cambiado desde que pensaba que él era el príncipe azul. No mucho, pero al menos ya no era lisa como una tabla.

Pasando las páginas del diario, Cindy eligió la del día de su dieciocho cumpleaños.

 

¡El tío Henry me ha regalado un coche! ¡No me lo puedo creer! Ahora, en lugar de ir en bicicleta a hacer los recados de los lunes, puedo ir conduciendo. Quizá debería pintarle un letrero, algo como: «Contrate a Cindy, recados rápidos, eficaces y baratos». Pero a mi tía le daría un infarto.

 

Su tío había muerto aquel mismo año y Cindy seguía echándolo de menos.

 

Te digo una cosa diario, puede que me convierta en una solterona, pero no volveré a dejar que Maura y Steff me preparen una cita a ciegas. El primero que me buscaron casi me arranca el vestido. El de la semana pasada contaba chistes verdes y el de anoche era tan aburrido que casi me duermo. Puede que yo no sea rica ni elegante, pero creo que me merezco algo mejor.

 

En eso no había cambiado, pensó Cindy. Se merecía algo más. Después de la boda de Steff, iba a buscar un apartamento y a convertir los recados de los lunes en un trabajo fijo hasta que tuviera dinero suficiente para dedicarse a lo que siempre había soñado. Algún día, las mujeres querrían volver a ponerse elegantes y románticos sombreros y cuando eso ocurriera, ella estaría preparada.

¡Si le quedaba energía después de aquella maldita boda!

Capítulo 1

 

 

 

 

 

JOHN HALE Hitchcock colgó el teléfono y empezó a lanzar maldiciones. Había aceptado por fin, pero con serias reservas. Durante toda su vida había tenido como regla no aparecer en una boda por si acaso era contagioso. Especialmente bodas en las que él tuviera que participar activamente. Los psiquiatras lo llamarían un mecanismo de defensa.

Pero era eso y más.

Siempre había pensado que sus padres se odiaban, aunque eran demasiado educados como para reconocerlo. Además, los intentos de su madre por emparejarlo con alguna de sus colegas más jóvenes habían conseguido que odiase la idea del matrimonio.

Pero había aprendido a manejar esas cosas con tacto. Él no era ningún bárbaro, a pesar del disgusto de sus padres cuando había elegido estudiar Ingeniería en la Universidad de Georgia en lugar de ir a Yale a estudiar Derecho. Al menos, tenía educación suficiente como para no demostrar su aversión a los trajes de rayas, zapatos planos y cerebros cerrados, una descripción bastante exacta de las colegas de su madre, que la consideraban un modelo de mujer.

Una distinguida juez, Janet Hale Hitchcock nunca había sido una mujer maternal y, cuando se dio cuenta de que lo de intentar emparejar a su hijo con una de sus colegas no iba a funcionar, había abandonado. Después de eso, solo sus amigos casados seguían intentando buscarle novia, pero el método de Hitch para librarse era eficiente y diplomático: sonreír amablemente y salir corriendo. Después de pasar su adolescencia bajo la tutela de unos padres dominantes, en un hogar con tanto calor como una nevera, no pensaba dejarse enganchar en la trampa del matrimonio.

La llamada de Mac lo había pillado en un raro momento de debilidad. Acababa de llegar del velatorio de un antiguo compañero, muerto de un ataque al corazón a los treinta y tres años y, cuando estaba sirviéndose una copa para animarse, Mac MacCollum había llamado para pedirle que fuera testigo en su boda.

–No, gracias, Mac. En caso de que lo hayas olvidado, soy alérgico a las bodas.

–Vamos, Hitch, eres mi mejor amigo. No puedo pedírselo a nadie más que a ti.

Los dos hombres habían estudiado juntos en la universidad. Hitch con una beca deportiva ya que sus padres, graduados en la Universidad de Yale, se habían negado a pagarle los estudios de ingeniería en una universidad según ellos de «medio pelo». El día después de graduarse, Mac y Hitch se habían alistado juntos en el ejército y cuando se licenciaron Mac se había puesto a buscar trabajo mientras Hitch hacía un máster en la Universidad de Harvard. Pero nunca habían perdido el contacto.

–¿Sabes una cosa, Mac? Lloriquear no ha sido nunca uno de tus puntos fuertes.

–No estoy lloriqueando, te estoy suplicando. Suplicar es más digno que lloriquear.

–¿Conozco a la afortunada?

–¿Te acuerdas de Steff Stephenson, que vivía al lado de mi casa?

Hitch no podía olvidar los fines de semana que había pasado en casa de los MacCollum durante sus años de universidad. La casa, ruidosa y siempre llena de gente, olía a los pasteles que hacía la madre de Mac y era tan diferente de la suya como la noche y el día.

También recordaba a las hermanas Stephenson, Stephanie y… ¿Mary, Marnie? Algo así.

¿Y no había una tercera hermana? Nunca habían hablado, pero creía recordar una niña pelirroja escondida detrás de las cortinas.

–Sí, me acuerdo de Steff –contestó Hitch–. Pero si quieres un consejo, sal corriendo antes de que sea demasiado tarde. Las mujeres necesitan casarse, los hombres no. No te molestes en cuestionar el asunto porque la lógica tampoco ha sido nunca tu punto fuerte. Solo acepta lo que te digo: rompe el compromiso.

Pero Mac había logrado convencerlo. El bueno de Mac, con su cara de bueno y su sonrisa de oreja a oreja. Cuando colgó, Hitch empezó a preguntarse qué lo habría hecho enamorarse de Steff. A menos que hubiera cambiado considerablemente después de la última vez que se habían visto, Stephanie Stephenson era una chica con cara de modelo y cerebro de mosquito.

Y ella, ¿qué la habría enamorado de Mac? ¿Sería que el mayor de los MacCollum ganaba mucho dinero con la vieja estación de esquí que había comprado unos años atrás, o quizá Steff se habría dado cuenta de que, aunque Mac siempre estaba haciendo el payaso, era un hombre extraordinario?

Hitch terminó su copa y se levantó del sofá. Había trabajado mucho durante los últimos años para levantar una empresa de ingeniería de diseño en Richmond, Virginia. La verdad era que le iría bien un descanso y, ¿dónde mejor que con la familia que siempre lo había tratado como si fuera uno de los suyos?

Mocksville estaba cerca de la casa de sus padres y podría hacer un esfuerzo para suavizar las tirantes relaciones que mantenía con ellos.

Su madre, una mujer muy respetable que carecía de sentido del humor, atemorizaba más levantando una ceja que cualquier otra persona con una pistola. Su abuelo había sido juez del Tribunal Supremo y la mayoría de sus primos eran abogados o jueces. Hitch debería haber seguido la tradición familiar, pero él tenía sus propias ideas.

Tan testarudo como ellos, al menos había aprendido a morderse la lengua para no empeorar la situación. Y, de hecho, su éxito profesional podría deberse a su determinación de probarle algo a sus padres.

 

 

–Una cosa que no seré nunca –estaba diciendo Cindy mientras llevaba unos platos de porcelana a la cocina– es organizadora de banquetes.

Había roto el asa de una sopera y se había pasado media hora al teléfono intentando encontrar una que se pareciese al juego que tanto apreciaba su tía.

Desgraciadamente, iba a costarle un riñón.

–Cindy, ¿has llamado a la floristería?

–Van a venir mañana para hablar sobre los últimos detalles.

–Cindy, ¿han traído mi vestido del tinte?

–Llegará dentro de una hora.

–¡Cindy, te he dicho que saques mis maletas del ático!

–Están en tu habitación, Steff –suspiró ella.

Cindy trabajaba como una mula para tener la case limpia, arreglar las habitaciones de invitados, limpiar a mano la porcelana y la plata… La boda tendría lugar tres días más tarde y no encontraba un momento de descanso.

Debía haber sido la familia de Mac la que diera el banquete, pero la tía S había decidido que se celebraría en su casa. Y lo que había empezado como una discreta ceremonia familiar había terminado convirtiéndose en un circo.

Cindy estaba exhausta. Y después de la boda habría que limpiar otra vez la casa de arriba abajo. Afortunadamente, estaba acostumbrada o se habría caído redonda.

–Uno de estos días… –murmuró. Uno de aquellos días tendría suficiente dinero ahorrado y desaparecería de allí, pensaba.