El boicot - Fabián Marini - E-Book

El boicot E-Book

Fabián Marini

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Beschreibung

Pablo y Flavio aguardan la llegada de sus antiguos compañeros de escuela secundaria para reencontrarse luego de treinta años. Mientras esperan, Pablo comienza a recibir mensajes de WhatsApp de algunos de ellos disculpándose por no poder concurrir. Los mensajes de este tipo se suceden uno por uno de manera llamativamente coordinada. Flavio comienza a sospechar de un boicot organizado en su contra, pero su amigo lo acusa de paranoico. Paralelamente, llegan otros suspicaces mensajes de alguien anónimo que parece conocerlos muy bien. ¿Se trata realmente de un boicot, de una simple coincidencia, o algo más escabroso se halla oculto? Quizá la respuesta se encuentre en aquel pasado que los excompañeros de curso se han reunido para rememorar.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Marini, Mario Fabián

El boicot / Mario Fabián Marini. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

106 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-548-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de Misterio. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Marini, Mario Fabián

© 2023. Tinta Libre Ediciones

A Mariana, como siempre

El boicot

1

El hombre no dejaba de contemplar aquella parrilla vacía, como si en ella fuese a hallar algún tipo de respuesta. Esa parrilla antigua, descuidada, de fierros oxidados y polvo acumulado por el viento día tras día. Cabría preguntarse cuál era la respuesta que Flavio esperaba durante aquel curioso acto de ensimismamiento. Tal vez para responder su auto interrogatorio las preguntas deberían ser las adecuadas, o al menos las oportunas. La primera pregunta que se hacía aquel hombre de mediana edad mientras permanecía de pie frente al asador era ¿para qué? ¿Para qué reunir a personas que llevaban treinta y cinco años sin verse? ¿Para qué organizar un asado con individuos que se habían convertido en perfectos desconocidos? ¿Para qué perder tiempo? Luego lo asaltaron los por qué. ¿Por qué en su casa? (dejando de lado la ventaja de poseer un vistoso patio y una respetable, aunque herrumbrada parrilla) ¿Por qué después de tanto tiempo? ¿Por qué lo obligaban a reunirse con quienes no quería? ¿Por qué no lo dejaban de joder?

Aquel interrogatorio interno fue dando paso a preguntas más concretas. La siguiente resultó la más fácil, porque podía recibir una respuesta única e incontrastable: ¿Cuántos son? Sencillo, son quince: siete mujeres y ocho varones. Entre estos últimos, él mismo y también Pablo, claro. Fue Pablo quien le comunicó la inesperada idea de organizar un asado con los exalumnos de la Escuela Nro. 52 Alférez de San Martín, promoción 1984, para la noche del sábado próximo. Flavio solo pudo atinar a responder con una mueca, temiendo contradecir el inocultable entusiasmo que mostró su amigo. El problema fue cuando él le comunicó dónde se realizaría la reunión, otra pregunta de respuesta rápida y concreta. “En tu casa”, le contestó con una endeble sonrisa, a sabiendas de que a él no le caería para nada bien la noticia. Pablo tenía la excusa perfecta para tamaña solicitud, ya que él vive en un departamento y su amigo en una casa enorme con un no menos importante patio coronado por una abandonada pero generosa parrilla en el fondo. Lo que más le molestaba a Flavio no era ceder su casa ni su patio ni su parrilla para el evento. Lo que realmente lo fastidiaba de aquella impuesta condición de anfitrión era que le imposibilitaba librarse del incómodo compromiso.

Se formuló entonces la pregunta final, la que en apariencia admitía solo dos únicas respuestas, pero que quizá era la más difícil de responder: ¿Había necesidad? ¿Había necesidad de juntarse después de más de tres décadas? ¿Había necesidad de reencontrarse con gente que ya no formaba parte de su vida? ¿Había necesidad de soportar estoico aquellas viejas anécdotas que los años se encargarían de deformar? Para Pablo, sí; pero para él, no. Así de simple. Ya no tenía tiempo de reconsiderarlo, ni de discutir, ni de ensayar alguna nueva excusa más verosímil que las anteriores. No era posible porque ya lo había acordado con Pablo, porque ya le había dado su palabra y porque ya estaba sonando el timbre.

2

La penumbra de la tarde comenzaba a ponerse a tono con el ambiente cuasi lúgubre de aquella vieja casona. El espacioso patio de césped desparejo y camino de cemento al borde era el único lugar de la casa que pugnaba por escapar del inminente crepúsculo vespertino. La actitud del hombre parado al fondo del deshabitado patio no solo contrastaba con la melancolía que sugería el lugar, sino también con aquella conducta contemplativa exhibida por la persona que unas horas antes ocupara aquel mismo sitio. De pie frente a la parrilla empotrada al fondo, Pablo frotaba con ahínco los huecos de la rejilla con un gastado cepillo de cerda metálica. Ya había barrido el piso alrededor del asador y quitado las ramas y las hojas que el viento había depositado en su interior. El único trabajo que no se había tomado fue el de quitar remanentes de leña o de carbón de asados anteriores. Tampoco necesitó librar los hierros de la rejilla de restos de carne adheridos de aquellos asados inexistentes. Cuando por fin dio por terminada su faena y sabiéndose observado, meneó la cabeza hacia ambos lados de modo reprobatorio y dirigió su vista hacia la ventana de la cocina.

Flavio se tomó el enésimo mate lavado sin entusiasmo. Hubiese rechazado y reprobado a cualquiera que le ofreciese ese recipiente en donde un puñado de palos de yerba naufragaban en agua tibia. Lo suyo era hijo de la más elemental flojera, reconoció para sí el dueño de casa. Escuchó decir hace poco que abordar la mayoría de las cosas que nos dan pereza no nos insume más de un minuto. Pero él había escogido permanecer en su incómodo-cómodo letargo. Ni siquiera la aparición de su amigo lo había sacudido de su modorra. Apenas regresó del patio, Pablo arrojó el cepillo y los trapos sucios sobre la mesada y se lavó las manos en la pileta de la cocina con abundante agua y jabón. Mientras se secaba con el repasador más viejo de los dos que pendían de la manija del horno, ensayó un reproche que sabía inútil.

—¡Qué hijo de puta! Te iba a preguntar hace cuánto que no usás la parrilla, pero esa pregunta no aplica. Porque no la usaste en la perra vida, ¿me equivoco?

—Jodete por no darme bola —contestó lacónico Flavio con la vista fija en su lastimoso mate—. Te dije que no sé hacer asados, jamás hice uno y no voy a ponerme a aprender ahora.

—¿Y se puede saber para qué carajo compraste una casa con parrilla?

—Yo compré una casa, la parrilla venía en el combo. Pedí un descuento aduciendo que no la necesitaba, pero no me hicieron caso.

—Qué paradoja… —se quejó Pablo mientras abría la heladera—. Tengo amigos que son excelentes asadores, pero viven en departamentos. No sabés lo que les encantaría tener algo así.

—Se la alquilo.

Pablo abrió una lata de cerveza y se bebió la mitad de un trago. Luego se sentó en una banqueta junto a la heladera enfrente de su amigo. Flavio lo observaba con un dejo de desdén. Aquel era su tercer día sin afeitarse y ya no se iba a molestar en hacerlo. Otra pueril protesta contra esa reunión la manifestaba en su vestimenta, una vieja camisa a cuadros y un jean negro y gastado. La delgadez de su rosto anguloso, sumada a aquella barba incipiente y a su escasamente esmerado atuendo, le otorgaba una apariencia rayana a la de un linyera. Acaso su estatura mediana fuese el único rasgo casi calcado que desde la adolescencia compartía con Pablo. En aquellas filas de la escuela en las que los preceptores se empeñaban en ordenar a los alumnos de menor a mayor, una frecuente e inocente broma era intercambiarse los lugares, ya que resultaba imposible determinar cuál era el más alto de los dos. Quitando esa inocua anécdota, la imagen de Pablo era la antítesis de la de él. No era gordo, pero sus más de cincuenta años le habían obsequiado una inocultable barriga que a él no lo acomplejaba en lo más mínimo. Eso no impedía que, a diferencia de su amigo, dejase de atender su aspecto personal. De hecho, al llegar lucía una impecable camisa a rayas y un pantalón de vestir color crema, pero para evitar que el humo del asado se impregnase en su ropa, había tomado la precaución de traerse un bolso con un atuendo similar al del dueño de casa.

—Somos quince, ¿no? —preguntó Pablo.

—Asistencia perfecta. Me cuesta creer que todos te hayan confirmado que vienen. Y eso que es en mi casa.

—Siempre tan optimista. Después de todo no somos tantos; si hubiésemos sido un curso de treinta, seguro que fallaba alguno.

—Te siguieron la corriente a vos, admitilo.