El bosque confiado - Edgar Allan Poe - E-Book

El bosque confiado E-Book

Edgar Allan Poe

0,0

Beschreibung

«Allí siento que nada puede sucederme —ni deshonra ni ca­lamidad (si no daña mis ojos)— que la naturaleza no remedie. De pie, sobre la tierra desnuda —mi frente bañada por una brisa ligera y erguida hacia el espacio infinito—, todo egoísmo mezquino desaparece. Me convierto en un globo transparente, no soy nada, lo veo todo, las corrientes del Ser Universal circulan a través de mí. Soy una partícula de Dios».  Ralph Waldo Emerson El regreso a la naturaleza y su preservación no es una obsesión ni una necesidad actual, sino que corre en paralelo a la historia de la humanidad y cobra especial fuerza durante el ilustrado Siglo de las Luces y su sucesor, el industrializado siglo XIX, que verá crecer de modo exponencial la población y la tecnología, con la consecuente explotación exhaustiva de materias primas que agota la tierra. Hoy seguimos sufriendo los males que todo esto acarrea, y no parece que haya voluntad de aplicar la medicina que nos sane. Esta antología, cuyos relatos fueron publicados entre 1830 y 1903, no se ocupa de la naturaleza arcádica de los grecolatinos, ni del jardín del edén de los escritores medievales y renacentistas, ni del paisajismo Barroco, sino de la naturaleza que nos atraviesa como «las corrientes del Ser Universal». Se ocupa, pues, del movimiento que promovieron los transcendentalistas, y del contagio de sus ideas en contemporáneos y sucesores; un contagio que dará lugar a un nuevo género —e incluso a una novedosa manera de contar—, propio de la literatura estadounidense, que llega hasta nuestros días. Ralph Waldo Emerson, Washington Irving, James Fenimore Cooper, Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne, Francis Parkman, Henry David Thoreau, Herman Melville, Louisa May Alcott, Sarah Orne Jewett, Harriet Beecher Stowe, William Dean Howells, Kate Chopin, Stephen Crane, Mary Noailles Murfree, Jack London, Bret Harte, Mary E. Wilkins Freeman, Mark Twain y Walt Whitman.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 550

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Edición en formato digital: mayo de 2023

En cubierta: Woods in Winter, H. W. Longfellow, ilustración para el verso: «Where, twisted round the barren oak, the summer»;

Lebrecht Music & Arts / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© De la edición, prólogo y traducción, María Casas, 2023

© De la traducción del poema de Emily Dickinson (pág. 13), Juan Carlos Villavicencio

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19744-27-2

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

A modo de prefacio: Naturaleza (1836)RALPH WALDO EMERSON, fragmento

EL BOSQUE CONFIADO

El viaje (1819-1820)WASHINGTON IRVING

El eclipse (1833-1838)JAMES FENIMORE COOPER

Descenso al Maelstrom (1841)EDGAR ALLAN POE

Retoños y voces de pájaros (1846)NATHANIEL HAWTHORNE

Travesía de las montañas (1849)FRANCIS PARKMAN, fragmento

Caminar (1851)HENRY DAVID THOREAU

El vendedor de pararrayos (1854)HERMAN MELVILLE

Chiquilladas transcendentales (1873)LOUISA MAY ALCOTT

Una garza blanca (1886)SARAH ORNE JEWETT

Nuestra casa (1896)HARRIET BEECHER STOWE

Mi año en una cabaña de troncos (1893)WILLIAM DEAN HOWELLS

Un tipo ocioso (1893) y La noche llegó despacio (1894)KATE CHOPIN

El bote (1898)STEPHEN CRANE

Entre barrancos y ¿Cuánto iba a durar? (1897)CHARLES EGBERT CRADDOCK, seudónimo de MARY NOAILLES MURFREE

El silencio blanco (1899)JACK LONDON

La sirena de Lighthouse Point (1900)BRET HARTE

El olmo (1903)MARY E. WILKINS FREEMAN

Historia de una perra (1903)MARK TWAIN

A modo de postfacio: Pensamientos bajo un roble. Un sueño (1891)WALT WHITMAN

 

A la memoria de Jesús Casas Alonso, mi padre, et in Arcadia ille

A Carmen Calvo Cantero

 

Robé a los bosques,

los confiados bosques.

Los árboles incautos

sacaron sus vainas y sus musgos

para mi fantasía complacer.

Escudriñé sus curiosos abalorios,

cogí, me llevé.

Qué dirá el solemne abeto.

¿Qué el roble?

EMILY DICKINSON

Prólogo

Cuando un árbol gigante se suicida,

harto de estar ya seco y no dar pájaros

sin esperar al hombre que le tale,

sin esperar al viento,

lanza su última música sin hojas

—sinfónica explosión donde hubo nidos—,

crujen todos los huesos de madera,

caen dos gotas de savia todavía

cuando estalla su tallo por el aire,

ruedan sus toneladas por el monte,

lloran los lobos y los ciervos tiemblan,

van a su encuentro las ardillas todas,

presintiendo que es algo de belleza que muere.

GLORIA FUERTES,

«En los bosques de Penna, (USA)»

La partícula de Dios

El árbol gigante del poema de Gloria Fuertes que abre estas líneas introductorias era, probablemente, un hermoso roble, como aquel bajo el que iba a descansar Whitman del mundo y de sí mismo, o quizá era ese «lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir los guerreros más viejos» que pervive en la «memoria de la nieve» de Julio Llamazares. Fuera lo que fuera, en mi cabeza es un álamo, un chopo, de tronco blanco y copa alargada, como si fuera una pluma, que, junto a sus hermanos, como un ejército ordenado, fila tras fila, recorre aún el paisaje de mi niñez, ese regreso imposible al no-hogar de los emigrados.

No estaba entonces en mi mente el recuerdo del árbol en la columna de los templos clásicos y de las actuales iglesias, que tan bien describe Óscar Martínez en Umbrales: «Un viajero sensible todavía sería capaz de escuchar el lejano sonido de los árboles. Si lo hace, se dará cuenta de que, al traspasar una puerta flanqueada por columnas, lo que en realidad está haciendo no es otra cosa que cruzar la frontera del bosque sagrado en el que desde hace milenios el ser humano imaginó la morada de los dioses». Pero sí ha estado, con el paso de los años, esa sensación de estar en un lugar sagrado, significativo, cuando me encuentro en un bosque o contemplo el mar o, cuando a una altura de no más de tres mil metros, me lanzo simbólicamente hacia el todo, o la nada, como el cuadro de Caspar David Friedrich, El caminante en un mar de nubes, que bien podría ser un primo lejano del personaje que contempla el remolino del Maelstrom en el cuento de Poe recogido en esta antología.

Porque, como afirmó Chateaubriand, «los bosques preceden a las civilizaciones; los desiertos las siguen». Cuando el progreso no nos parece un avance, sino un retroceso; cuando hemos perdido la consciencia de ser una partícula ínfima del Ser universal y, con ella, la capacidad de afirmar, de veras, así sí, que «saldremos juntos» de las desgracias (o pandemias); cuando los árboles se suicidan porque no dan pájaros, ni frutos, ni siquiera dan otros árboles y anuncian, esta vez sí, la llegada del apocalipsis (crisis climática), pues sus cinco jinetes —Contaminación, Desertificación, Globalización, Capitalismo y Consumismo— hace tiempo que pasean entre nosotros pregonando una mala nueva a la que hacemos oídos sordos; cuando todo esto sucede ante nuestros ojos, que ya perciben el desierto que llega, volvemos o quisiéramos volver al bosque, donde los árboles —como los Elms que Tolkien imaginó con forma humana y lento hablar— nos protegen de la oscuridad, nos devuelven la vida y ese ser primigenio que hemos perdido por el camino en algún bar, en una tienda de ropa, en el último modelo de teléfono móvil.

Regresamos al bosque, como hace doscientos años hicieron, no lejos de ese árbol de Pensilvania donde Gloria Fuertes vio morir un árbol gigante, los filósofos, pensadores y narradores que firman los textos que componen esta antología, cuyo tronco es la línea que une a Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Walt Whitman, y cuyas ramas están formadas por todos aquellos que, en algún momento, compartieron sus ideas sobre la naturaleza, la contemplación del paisaje, la preservación del medio ambiente y la grandeza de una nación recién nacida: los Estados Unidos del siglo XIX. Emulo a Emerson, en el prefacio de este libro, compuesto por un fragmento de sus ensayos sobre la naturaleza, al decir que regreso al bosque porque regreso «a la razón y a la fe. Allí siento que nada puede sucederme —ni deshonra ni calamidad (si no daña mis ojos)— que la naturaleza no remedie. De pie, sobre la tierra desnuda —mi frente bañada por una brisa ligera y erguida hacia el espacio infinito—, todo egoísmo mezquino desaparece. Me convierto en un globo transparente, no soy nada, lo veo todo, las corrientes del Ser Universal circulan a través de mí. Soy una partícula de Dios».

¡Cuán cerca de lo bueno está lo salvaje!

En las décadas que inauguran el siglo de los avances científicos, que culminará en la aplicación de todos ellos en ese campo de ensayo de las máquinas supuestamente progresistas, y en ese corrector del presunto progreso que es la guerra a gran escala, el pensamiento está dominado por la corriente cultural llamada Romanticismo que vertebró, desde Alemania, una Europa más preocupada por el individuo y su psique que por la comunidad, más por la contemplación de lo sublime y lo misterioso en el arte y la naturaleza que por la realidad, más por la reivindicación de la patria que por la de la humanidad. Este romanticismo aparentemente naturalista, restringido en Europa por la historia, por las ruinas de la historia, en los Estados Unidos es el romanticismo de los grandes espacios, del individuo que ha de colonizar una extensa tierra de promisión sin contemplaciones ni ensimismamientos, sino recurriendo a sus manos, a sus pies, no a su intelecto. Nada es sublime, hay que poner los pies en el barro y mancharse para conquistar terreno. Es así como nace una nueva forma de narrar la experiencia de la naturaleza más cercana a la tinta que a la pluma, más apegada a la descripción sencilla de la realidad que a su intelectualización. Es así como surgen Walden o Moby Dick.

Desde principios de siglo hasta 1830, este romanticismo de grandes espacios aparece de soslayo o plenamente en la obra de escritores como Washington Irving, James Fenimore Cooper —sobre todo en las novelas de Natty Bumppo, el hijo de padres caucásicos criado por mohicanos que protagoniza el mayor éxito comercial de Cooper hasta nuestros días, El último mohicano— y Edgar Allan Poe, a quien lo salvaje no interesaba en términos filosóficos nada más que para domesticarlo, pues consideraba la mano del hombre más precisa que la mano de dios (como puede verse en uno de sus relatos más conocidos, «La propiedad de Arnheim»).

Desde 1830 hasta el final de la guerra civil estadounidense, el relevo de este romanticismo naturalista lo toman los llamados new englanders, pues se concentran, como los que serán sus sucesores, en Nueva Inglaterra, región del noreste del país que comprende los estados de Maine, Vermont, New Hampshire, Massachusetts, Connecticut y Rhode Island, que linda con la Pensilvania donde se suicidan los grandes árboles y con el Ohio que verá partir las grandes caravanas de colonos hacia la tierra de promisión del Oeste. Con una marcada vena satírica y otra mística, asociados con las universidades de Harvard y Cambridge, y encabezados por el poeta Henry Wadsworth Longfellow y su largo e influyente poema indígena, La canción de Hiawatha, los new englanders son los predecesores inmediatos de los fundadores del transcendentalismo, que tanto influiría en el concepto no solo de paisaje o naturaleza, sino en el de patria de los estadounidenses.

Es la obra de Ralph Waldo Emerson y su discípulo, Henry David Thoreau, la que le da una vuelta al panorama por su radicalismo transcendentalista, que influirá en autores tan relevantes como Louisa May Alcott y Margaret Fuller, o en otros más centrados en el problema de la esclavitud, como Harriet Beecher Stowe. Alrededor de aquellos dos escritores, entre 1830 y final de siglo, con especial incidencia en las décadas que preceden y suceden a la guerra civil (1861), se concentran la obra de Francis Parkman y sus experiencias en el camino de Oregón con indígenas americanos y caravanas de pioneros; la de otros más conocidos para los lectores en español, como los vecinos y amigos Nathaniel Hawthorne y Herman Melville; y todo ello desemboca en el nacionalismo naturalista de Walt Whitman, que tanto influyó en la idea de América tras la publicación de Hojas de hierba (1855).

Desde la guerra civil hasta 1914, la influencia de los filósofos de Concord, llamados así por esa localidad de Massachusetts, muy cercana a Harvard, donde residieron Emerson y otros escritores y filósofos transcendentalistas, se deja notar en autores más locales, cuya obra apenas empieza a difundirse en otros idiomas, como Bret Harte, Mary Noailles Murfree, Wendel Dean Howells, Sarah Orne Jewett o Mary E. Wilkins Freeman, hasta llegar a Jack London, Mark Twain, Stephen Crane, Emily Dickinson o Kate Chopin.

Pero volvamos un momento, sin pretender ser exhaustivos, al discípulo aventajado de Emerson, considerado hoy en día el fundador del ecologismo, Henry David Thoreau, «profeta de los bosques» y auténtico hilo conductor de esta antología.

Thoreau nació el 12 de julio de 1817 en Concord, Massachusetts, uno de los lugares emblemáticos del inicio de la guerra de independencia estadounidense y centro intelectual de los estados que conformaban la región de Nueva Inglaterra, donde se concentraban algunos de los autores más prestigiosos del momento: el mencionado Ralph Waldo Emerson («el sabio de Concord») o los escritores Hawthorne, Whitman y Melville. El padre de Thoreau era un comerciante de poco éxito, cuya fábrica de lápices no heredaría su hijo hasta poco antes de morir. Thoreau realizó estudios de literatura en Harvard, donde ingresó en 1833. Su retiro, entre 1845 y 1847, a una cabaña construida con sus propias manos a orillas del lago Walden, en un terreno que le había comprado a su amigo y mentor Emerson, lo convertiría en un referente tanto para sus contemporáneos como para las sucesivas generaciones que, hasta hoy en día, siguen leyendo y admirando su obra en todo el mundo. Poco o nada esperó él, sin embargo, de la publicación de sus experiencias de vida durante sus años de retiro, pues a aquellas alturas había intentado ser, entre otros oficios, escritor, maestro de escuela y agrimensor (cuyo trabajo como tal se entrevé en «Caminar», 1851), pero estaba demasiado apegado a la naturaleza para triunfar tanto en el mundo propio de los intelectuales como en el de los negocios.

Participó, ciertamente, del primero, intentando formar parte del transcendentalismo, pero la vena mística que recorría esta corriente filosófica, con su regreso a la divinidad y a la esencia del ser humano a través de la contemplación de la naturaleza —lo que, a la postre, fue una de las causas de que cayera en el olvido—, no iba con él, devoto de un dios más inmanente que transcendental, a quien le gustaba vivir en la naturaleza sin colocarla en un pedestal, sino, como bien afirma Carlos Jiménez Arribas en la introducción a su traducción de Walden (2020), intentando «restituirle su realidad incontestable a cada cosa, no solo al bosque, sino a sus habitantes humanos: carboneros, vagabundos nativos, afroamericanos, leñadores, plantas y animales».

Objetor de conciencia, abstencionista (el impuesto que no pagaba, y por el que llamó a la desobediencia civil, el poll tax, era el que permitía ejercer el derecho al voto), vegetariano, amante del trabajo manual y de la comida sencilla, Thoreau no quería ganarse la vida, tal y como predicaban todos aquellos que sobrevivieron a la crisis financiera de 1837, sino vivir, y clamaba contra la deshumanización del trabajo en la era industrial. Pretendía algo que muchos siguen reclamando: la reforma del individuo ha de preceder a la de la sociedad.

En cuanto al éxito de su obra, en gran medida se debe al empeño de su editor, George H. Mifflin, hasta el punto de ser libro de lectura escolar obligada desde 1888. Pero, además del empeño loable y oportuno de Mifflin, la enorme difusión de su obra se debe no solo a lo que cuenta, sino a cómo lo cuenta: Thoreau llevó hasta sus últimas consecuencias el estilo llano que profesaba Emerson, basado en el instinto natural y literario, y no en una concepción novelesca y una mirada más cercana a lo científico que a la experiencia consciente del mundo natural.

Así pues, es ese estilo completamente nuevo, además de cierta idea de la naturaleza como reducto en el que refugiarse de los males del mundo, lo que veremos en los relatos que componen esta antología.

Agua, aire, fuego y tierra

La naturaleza indómita y su belleza como parte de la divinidad; los restantes seres vivos, con los que deberíamos compartirla sin agresión; los seres humanos, llamados salvajes sensu estricto, que alguna vez fueron capaces de respetarla, lo mismo que quienes desearon ser como ellos y volvieron al bosque, o los que abrieron las puertas de su casa a los cuatro elementos, todos estos temas, con sus transversalidades relacionadas con la protección del medio natural de un incipiente ecologismo, aparecen en los textos que componen esta antología, donde elecciones y eliminaciones vienen definidos tanto por el grado de conocimiento de su autora sobre el hilo conductor, las restricciones inherentes al formato libro y la relevancia de los autores escogidos.

El texto de Emerson, «Naturaleza», que antecede, a modo de prefacio, a la sucesión de relatos, no requiere mayor explicación: aparece como presentación de las ideas que influyeron en la concepción de la naturaleza y el paisaje de la narrativa estadounidense desde el siglo XIX hasta nuestros días. Es central, en este mismo sentido, «Caminar», de Thoreau, todo un manifiesto sobre la necesidad de contactar con el mundo natural que nos rodea, donde podemos leer afirmaciones tan contemporáneas como «¡Ay, el cultivo humano! Poco se puede esperar de una nación cuando el suelo vegetal se ha agotado y se ve obligada a fabricar abono con los huesos de sus ancestros. Allí el poeta subsiste solo con su grasa superflua, y el filósofo se queda en los huesos».

Thoreau habla en este relato de la necesidad de una literatura que dé expresión a la naturaleza: «Tendría que existir un poeta que pusiera vientos y ríos a su servicio, a hablar por él; que clavara las palabras a sus emociones primitivas, como los granjeros clavan estacas en primavera cuando la helada se ha levantado; que buscara su origen siempre que las utilizara, trasplantándolas a la página con la tierra adherida a sus raíces; cuyas palabras fueran tan auténticas, nuevas y naturales, que parecieran abrirse como los brotes en la cercanía de la primavera, aunque estuvieran medio ahogadas entre dos hojas mohosas en una biblioteca; sí, para florecer allí y dar sus frutos cada año, de acuerdo con su especie, al lector fiel, en armonía con la naturaleza circundante». ¿Y acaso no será Whitman ese poeta cuyos «Pensamientos bajo un roble. Un sueño» cierra, a modo de postfacio, esta selección? Este texto tampoco necesita de aclaraciones: es el final del hilo conductor que arranca en Emerson y la síntesis perfecta de lo que aquí se quiere mostrar: «Tuve una especie de trance onírico el otro día, en el que vi a mis árboles favoritos salir de paseo, arriba, abajo y alrededor, y de forma muy curiosa, uno de ellos se inclinó al pasar junto a mí y susurró: “Hacemos todo esto en esta ocasión, y excepcionalmente, solo por ti”».

Recurro ahora a los presocráticos para que presten su rotunda división de la composición de la vida a esta breve presentación de los relatos y sus autores.

Por pura casualidad cronológica, ya que están ordenados por su fecha de publicación, el agua es protagonista de dos de los textos que abren El bosque confiado: «El viaje», de Washington Irving, y «Descenso al Maelstrom», de Edgar Allan Poe. En el primero, la inmensidad del mar que preside la travesía del Atlántico «nos vuelve conscientes de haber sido expulsados del refugio seguro que es una vida ya resuelta y enviados a la deriva a un mundo incierto». El agua regresa casi al final de la selección para protagonizar la lucha del hombre contra el mar embravecido en «El bote», de Stephen Crane. El relato cuenta la experiencia del propio autor como parte de una expedición a Cuba que anduvo cuatro días a la deriva. Esta experiencia produjo la tuberculosis que acabó con la vida del autor de La roja insignia del valor a los veintiocho años. Paul Auster, que firma una biografía sobre Crane publicada en 2021, lo ha calificado como «el Mozart de la literatura» por su lirismo y su corta carrera.

Un eclipse total que es, para quien lo observa, «como si las sensaciones hubieran surgido tan conectadas con la naturaleza del espíritu que no pudieran ser comentadas de manera irreverente o casual», y la obsesión por las tormentas protagonizan, desde el aire, los relatos de James Fenimore Cooper y Herman Melville. En «El vendedor de pararrayos», de este último, lo cómico e irónico de un encuentro entre lo satánico y lo divino, presentes en cualquier persona, podría estar «basado en hechos reales», ya que en la época en que se escribió el relato abundaban los vendedores de tales artefactos que recorrían los Estados Unidos.

Y es en cierta medida el cielo, como parte de una naturaleza salvaje más digna de consideración que los seres humanos, el foco de los dos relatos breves de Kate Chopin, «Un tipo ocioso» y «La noche llegó despacio». La magistral autora de narrativa brevísima, bien conocida por «El despertar» y «La historia de una hora», reivindicada por la segunda ola feminista, y por fin sobradamente publicada en nuestros días, se ocupa aquí, con su particular estilo precursor, de la necesidad de silencio y de retiro en la naturaleza.

El fuego como centro del hogar más que como elemento aniquilador es un personaje más de los relatos de Louisa May Alcott, «Chiquilladas transcendentales», Harriet Beecher Stowe, «Nuestra casa», y Wiliam Dean Howells, «Mi año en una cabaña de troncos». El primero es una sátira de la experiencia vivida por la autora y su familia para cumplir los anhelos del padre, Amos Bronson Alcott, seguidor de las ideas transcendentalistas de Emerson, en su intento de vivir en comunidad con la naturaleza en Fruitlands, una comuna agraria fundada en Harvard por él y Charles Lane en 1840, donde se practicaba una vida realmente frugal: nada de alimentos procedentes de los animales, nada de alcohol, nada de agua caliente o luz artificial. Ni siquiera animales para labrar la tierra, y mucho menos ninguna propiedad particular, o dinero como medio de intercambio de bienes. La celebérrima autora de Mujercitas, clásico entre los clásicos, llega en él a una conclusión que bien podría aplicarse a nuestros tiempos: «Vivir por nuestros principios, cueste lo que cueste, es una especulación peligrosa, y el fracaso de un ideal, no importa cuán humano o noble sea, es más difícil de perdonar y olvidar por el mundo que el robo de un banco o las grandes estafas de los políticos corruptos».

Cuarenta y cuatro años después de que La cabaña del tío Tom, publicada en 1852, se convirtiera en el segundo libro más vendido tras la Biblia en los Estados Unidos, como reacción indignada a la Segunda Ley para esclavos fugitivos, y ayudara a difundir de manera sencilla las ideas abolicionistas, Harriet Beecher Stowe señalaba, en la colección de artículos de la que procede «Nuestra casa», las complejidades de la vida familiar de los estadounidenses tras la brecha que supuso la guerra civil. El relato que recoge esta antología habla, como si fuera anteayer, de cómo construir una casa sostenible y ecológica, y propone, ya entonces, un retorno a las casas antiguas para promover el ahorro energético: «Mejores, mucho mejores eran las viejas casas de los tiempos antiguos, con sus grandes fuegos rugientes y habitaciones en las que entraba la nieve y silbaban los vientos invernales. Entonces, sin duda, se te enfriaba la espalda mientras tu cara ardía; el agua se helaba por la noche en tu aguamanil; el aliento se congelaba en carámbanos sobre las sábanas y podías escribir tu nombre en la capa de nieve que se había colado por las grietas de las ventanas. Pero te levantabas lleno de vida y vigor, prestabas atención a las tormentas en curso sin un solo escalofrío y no dudabas en atravesar montones de nieve que te llegaban a la cabeza en tu camino diario a la escuela. Tocabas las campanillas del trineo, tirabas bolas, vivías en la nieve como el junco y tu sangre fluía y palpitaba por tus venas en una corriente llena de vida buena, alegre y real, ¡nada de la sangre negra que se arrastra y obstruye el cerebro, y entorpece las ruedas de la vitalidad!».

Este deseo de volver a lo primitivo, a vivir con menos, aunque en este caso sea algo transitorio y vivido como una aventura por un chiquillo, está en el relato de William Dean Howells. Hombre religioso, defensor de la justicia social desde un punto de vista moral e igualitario, era muy crítico con los efectos sociales del capitalismo industrial. En 1893 publicó este relato sobre su estancia cuando era niño en una cabaña de troncos siguiendo el ideal de Thoreau, a quien había conocido, junto a Hawthorne, Emerson y Whitman, en un viaje a Nueva Inglaterra al servicio de la campaña de Lincoln a la presidencia, para la que escribía panfletos.

Los relatos de tierra son aquellos relacionados con nuestros congéneres, plantas y animales. Así, en «Retoños y voces de pájaros», procedente de uno de los libros más celebrados y singulares de Nathaniel Hawthorne, Musgos de una vieja rectoría, el protagonista hace un recuento de las flores, árboles, animales y pájaros que le alegran la vista en su recluido mundo parroquial.

La autora de «Una garza blanca», Sarah Orne Jewett, hija de una familia acomodada de new englanders, alimentó su amor a la naturaleza gracias a la enfermedad: aquejada desde niña de artritis reumatoide e hija de médico, el tratamiento prescrito fue el ejercicio, por lo que se acostumbró a caminar por la naturaleza. Referente de autoras posteriores como Willa Cather, destaca en su obra, incluido este relato proteccionista, la reproducción del habla popular y las vidas y las voces de las mujeres de su época.

Mary E. Wilkins Freeman utiliza de manera magistral la estructura del relato clásico para contarnos la relación entre un anciano y su casa, y el árbol, un gran olmo, que ve desde su ventana. Conocida y reconocida por dos colecciones de cuentos, Un idilio modesto y otros relatos (1887) y Una monja de Nueva Inglaterra y otros relatos (1891), sus narraciones hablan sobre la vida en Nueva Inglaterra en un estilo directo, y con ocasionales toques de humor, muy lejos del sentimentalismo habitual en la literatura popular. Educada entre congregacionistas ortodoxos, las restricciones religiosas que hubo de padecer son uno de los temas constantes de su literatura. Fue la primera en recibir en abril de 1926 la medalla William Dean Howells de Narrativa de la Academia de las Artes y de las Letras, distinción que han recibido autores como Willa Cather, Eudora Welty, William Faulkner, John Cheever, Shirley Hazzard, o Richard Powers. Uno de sus relatos «The Revolt of Mother», que ilustra la lucha de la mujer en el medio rural, inició la discusión sobre los derechos de las mujeres en el campo e inspiró otros sobre la falta de control de las finanzas familiares por parte de las mujeres y las mejoras en la estructura de las granjas a principios del siglo XX.

Cerrando este apartado ficticio de los relatos de tierra, y también la antología, «Historia de una perra» es un ejemplo excelente de la narrativa humorística de Samuel Langhorne Clemens, Mark Twain para las letras, y de su inquebrantable amor por los animales. Homenaje —directo o indirecto— al Diálogo de los perros de Cervantes, insiste y precede a un género, tan efectivo como utilizado desde entonces en fábulas moralizantes, o con recado, en el que se da voz y discurso humano a los animales. Desde poco después de su publicación, se convirtió en uno de los textos emblemáticos del movimiento contrario a la utilización de animales en laboratorio por cualquier motivo, precedente de Historia de un caballo (1907), una novela breve en la que Twain da voz a Soldier Boy, el caballo del mítico Buffalo Bill.

El quinto elemento

No sigo aquí a los presocráticos, sino a Luc Besson, si bien, como supondrán, no me voy a referir a éter, sino que pretendo situar al hombre salvaje en el contexto de la antología. Salvaje en su acepción de «primitivo o no civilizado», «no domesticado», y en su etimología latina, silvaticus, «propio del bosque». Aquí se encuadra un buen número de relatos en los que aparecen los pioneros, que caminan y cabalgan hacia la tierra prometida al oeste de Ohio, al encuentro de lo salvaje y de lo inculto, para domesticarlo, para contemplarlo, o para exterminarlo, como a los nativos americanos.

Aquí están Francis Parkman y su «Travesía de las montañas». Miembro de la élite bostoniana educada en Harvard, un genuino new englander, pues, impregnado de las ideas de Emerson y los filósofos de Concord, Parkman emprendió el camino hacia las regiones no domesticadas por la civilización occidental para conocer en persona a los rudos montañeses de las Rocosas y visitar a los pueblos nativos antes de su desaparición. Con solo veintidós años, se había preparado para esta expedición durante toda su vida: de niño, fueron las colecciones de seres del bosque, luego montar a caballo y disparar mejor que nadie en Nueva Inglaterra.

A Parkman le acompaña Charles Egbert Craddock, seudónimo de Mary Noailles Murfree, con sus relatos encadenados sobre montañeses «Entre barrancos» y «¿Cuánto iba a durar?». Murfree ha sido considerada el máximo exponente de la literatura de los Apalaches, y su estilo comparado con otros autores incluidos en esta antología, como Bret Harte y Sarah Orne Jewett. Sus relatos, llenos de pintoresquismo y de color local, empezaron a aparecer, en la década de 1870, en publicaciones como el Appleton’s Journal o la famosa revista Atlantic Monthly.

Poca presentación necesitan el autor y su relato cuando se trata de Jack London y «El silencio blanco». Como tantos otros textos de London, transcurre en el Yukón, y habla de la vida en la frontera y las frágiles relaciones entre el hombre, la naturaleza y los animales salvajes. El título proviene de una frase acuñada por el autor para referirse a los paisajes helados del norte de los Estados Unidos.

Bret Harte, que escribió con gran éxito para delicia de todos los que soñaban con las tierras primitivas del Oeste, y precursor de la iconografía del género western, con sus ganaderos, bandidos, diligencias, tahúres, sheriffs, vaqueros y forajidos, con la que ha crecido generación tras generación de estadounidenses y ciudadanos del mundo, es prácticamente un desconocido fuera de la narrativa anglosajona. En «La sirena de Lighthouse Point», como en tantos de sus relatos, maneja con gran soltura la parodia llena de humor.

Concluyo aquí esta breve introducción a la antología, que pretende dar una muestra de la narrativa de una época y un tema concreto, con la mejor intención de que, al transponerlo, deje recado en quien lo lea de esa marca batida cada mes por los indicadores de la crisis climática que tantos siguen negando, cuando la contaminación acaba con más vidas que las recientes pandemias, y la esperanza de vida de los bosques ha sufrido una reducción drástica. Recurro de nuevo a Whitman para insistir en la necesidad de reconsiderar nuestras prioridades y volver a estar cerca de la casa y el árbol:

Cantos del camino público.

La tierra es lo que basta.

No deseo las constelaciones más próximas:

sé que están muy bien donde están,

sé que ellas bastan a quienes pertenecen.

(Sin embargo, también llevo aquí, mi vieja carga

deliciosa:

llevo a los hombres y a las mujeres, los llevo conmigo

a dondequiera que vaya;

juro que no me es posible abandonarlos:

estoy lleno de ellos, y anhelo colmarlos a mi vez.)

A modo de prefacioRALPH WALDO EMERSON (1803-1882)NATURALEZA (fragmento)1

Para estar en soledad, un hombre necesita abandonar tanto su habitación como la sociedad. No estoy solo cuando leo y escribo, aunque nadie esté conmigo. Si alguien quisiera sentirse solo, dejad que mire las estrellas. Los rayos que provienen de esos mundos celestes se interpondrán entre él y lo que toca. Se diría que la atmósfera fue concebida transparente con este fin: brindar al hombre la presencia perpetua de lo sublime en los cuerpos celestes. ¡Qué magníficas se ven desde las calles de las ciudades! Si las estrellas brillaran solo una noche cada millar de años, ¡cómo creerían y adorarían, y preservarían los hombres durante generaciones el recuerdo de la Ciudad de Dios que les ha sido mostrada! Sin embargo, esas mensajeras de belleza brillan cada noche e iluminan el universo con su sonrisa admonitoria.

Las estrellas despiertan cierta reverencia pues, aunque siempre presentes, son inaccesibles. En cualquier caso, todos los objetos naturales despiertan una sensación afín cuando la mente se abre a su influjo. La naturaleza nunca se viste de vulgaridad. Ni el hombre más sabio consigue arrancarle sus secretos ni pierde la curiosidad al darse cuenta de su perfección. La naturaleza jamás se convierte en el juguete de un espíritu sabio. Las flores, los animales, las montañas reflejan la sabiduría de su mejor momento tanto como lo deleitaron en la simplicidad de su niñez.

Cuando hablamos así de la naturaleza, tenemos en mente algo singular y altamente poético, es decir, una impresión integral causada por múltiples objetos naturales. Esto es lo que distingue al árbol del poeta de la madera del leñador. El paisaje encantador que vi esta mañana está indudablemente formado por veinte o treinta fincas. Este campo es de Miller, aquel de Locke, y de Manning el bosque que hay más allá. Pero ninguno de ellos posee el paisaje. Hay una finca en el horizonte que ninguno puede tener sino aquel cuya mirada las integra a todas: el poeta. Esto es lo mejor de los terrenos de esos hombres, aunque sus títulos de propiedad no les concedan ningún derecho sobre él.

A decir verdad, pocos adultos pueden ver la naturaleza. La mayoría no aprecian el sol o lo hacen de manera superficial. El sol ilumina la mirada del hombre pero brilla en los ojos y el corazón del niño. El amante de la naturaleza es aquel cuyos sentidos internos y externos todavía están acoplados unos con otros; aquel que ha conservado el espíritu de la infancia incluso en la madurez. Su relación con el cielo y la tierra forma parte de su sustento diario. En presencia de la naturaleza, le recorre una alegría salvaje a pesar de sus tribulaciones. La naturaleza dice: «Esta es mi criatura, y a pesar de sus aflicciones impertinentes, será feliz conmigo». No solo el sol y el verano, sino cada hora y cada estación rinden su tributo de alegría, porque cada hora y cada cambio se corresponden con un estado mental diferente y lo avalan, desde el atardecer sofocante a la medianoche más sombría. La naturaleza es un escenario que se adapta igual de bien a una pieza cómica que a una tragedia. Para la buena salud, el aire es un elixir de virtudes increíbles. Al cruzar un campo despoblado, entre charcos formados por la nieve, bajo un cielo nublado de atardecer, sin pensar en nada especialmente bueno, he disfrutado de una alegría perfecta. Soy tan feliz que me da miedo. En el bosque, el hombre también se deshace de los años, como la serpiente de su piel, y en cualquier etapa de su vida es siempre un niño. La juventud perpetua habita en el bosque. En estas plantaciones divinas, ataviadas como para una fiesta perenne, reina el decoro y la santidad, y sus invitados no ven cómo podrían cansarse de ellas ni en un millar de años. En el bosque regresamos a la razón y a la fe. Allí siento que nada puede sucederme —ni deshonra ni calamidad (si no daña mis ojos)— que la naturaleza no remedie. De pie, sobre la tierra desnuda —mi frente bañada por una brisa ligera y erguida hacia el espacio infinito—, todo egoísmo mezquino desaparece. Me convierto en un globo transparente, no soy nada, lo veo todo, las corrientes del Ser Universal circulan a través de mí. Soy una partícula de Dios. Los nombres de mis mejores amigos suenan entonces extraños y fortuitos: ser hermano o amigo —señor o criado— es una nimiedad, una molestia. Soy el amante de la belleza incontenible e inmortal. En la espesura encuentro algo más querido y congénito que en calles o pueblos. En el paisaje calmo, y especialmente en la distante línea del horizonte, el ser humano contempla algo tan hermoso como su propia naturaleza.

La alegría mayor que los campos y bosques procuran es la sugerencia de una relación oculta entre el ser humano y las plantas. No estoy solo ni soy ignorado. Ellas asienten hacia mí y yo hacía ellas. El balanceo de las ramas en la tormenta es, a la vez, nuevo y viejo para mí. Me toma por sorpresa y, aun así, no me es desconocido. Su efecto es como el de ese pensamiento elevado o esa gran emoción que me invaden cuando creo que juzgo bien o hago algo correcto.

Pero es cierto que el poder de producir esta alegría no reside en la naturaleza, sino en el ser humano, o en la armonía entre ambos. Es necesario disfrutar de estos placeres con moderación, pues la naturaleza no se disfraza siempre con el atuendo de fiesta; la misma escena que ayer exhalaba perfume y relucía como en los juegos de las ninfas, hoy puede estar cubierta de melancolía. La naturaleza siempre se viste con los colores del espíritu. Para aquel agobiado por la desgracia, el calor de su propio hogar alberga tristeza. Siente por el paisaje una especie de desdén, como quien acaba de perder a un amigo querido. El cielo no es entonces tan grandioso ni tan valiosa la población sobre la que se cierne.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Publicado en 1836, Nature sienta las bases del pensamiento del filósofo de Concord y traza las líneas generales del transcendentalismo, una nueva manera de mirar la naturaleza, lejos de las distracciones mundanas, para comprender mejor la esencia del ser humano y de la divinidad. Ofrecemos aquí el capítulo uno.

EL BOSQUE CONFIADO

WASHINGTON IRVING (1783-1859)EL VIAJE2

Barcos, barcos, os avistaré

en el mar,

iré y os juzgaré

por lo que protegéis

y mostráis,

por vuestro fin y propósito.

Uno navega para comerciar y traficar,

otro para proteger a su país de la invasión,

un tercero vuelve a casa cargado de riqueza y fortuna.

Hola, querido mío, ¿adónde irás?

De un viejo poema

Para el americano que visita Europa, el largo viaje que ha de emprender es una preparación excelente. La ausencia temporal de escenarios mundanos y de ocupaciones produce un estado mental peculiar, preparado para recibir impresiones nuevas y vívidas. El vasto espacio de agua que separa los hemisferios es, en sí, como una página en blanco. No existe una transición gradual por la cual, como en Europa, los rasgos y la población de un país se mezclen casi de manera imperceptible con los de otro. Desde el momento en que pierdes de vista la tierra que has dejado atrás, todo es vacío hasta que pones el pie en la costa opuesta y te ves lanzado de repente al bullicio y las novedades del otro mundo.

Cuando viajas por tierra, existe una continuidad de situaciones y una conexión entre personas y acontecimientos que prolongan tu historia vital y mitigan la sensación de ausencia y aislamiento. Arrastramos, ciertamente, «una larga cadena»3 en cada recodo de nuestro peregrinaje y, sin embargo, esta permanece intacta: podemos regresar eslabón a eslabón y sentir que el último de ellos aún nos aferra al hogar. Pero un extenso viaje oceánico nos aleja de inmediato. Nos vuelve conscientes de haber sido expulsados del refugio seguro que es una vida ya resuelta y enviados a la deriva a un mundo incierto. Interpone un golfo, no meramente imaginario sino real, entre nosotros y nuestros hogares, un golfo sometido a la tempestad, al miedo y a la incertidumbre, que vuelve palpable la distancia y el regreso, incierto.

Este, en fin, fue mi caso. Cuando vi las últimas líneas azules de mi tierra natal desvanecerse como una nube en el horizonte, me pareció como si hubiera cerrado un libro sobre el mundo y sus inquietudes y tuviera tiempo para reflexionar antes de abrir el siguiente. Aquella tierra que se desvanecía ante mi vista también albergaba todo lo que me era más querido. ¡Qué vicisitudes ocurrirían en ella, qué cambios tendrían lugar en mí antes de visitarla de nuevo! ¿Quién puede asegurar, cuando se pone a vagabundear, que no será arrastrado por las corrientes inciertas de la existencia, o cuándo podrá regresar, o si será o no su destino volver a los escenarios de su niñez?

He dicho que en el mar todo es vacío, debería rectificar esta impresión. Para alguien dado al ensueño y a perderse en fantasías, un viaje por mar está lleno de asuntos que meditar; sin embargo, las maravillas de las profundidades y el cielo distraen la mente de asuntos mundanos. En los días de calma, me gustaba acodarme en la barandilla de proa o subir a la cubierta principal y allí pensar en silencio durante horas sobre el regazo en calma del mar estival; perderme en la sucesión de nubes doradas sobre el horizonte, inventándoles reinos de hadas y poblándolas con mi propia Creación; o contemplar las suaves olas que ondulan sobre sus volúmenes plateados, como si fueran a morir lejos en costas felices.

Notaba una deliciosa sensación, entre la seguridad y el temor, cuando miraba hacia abajo con vértigo a los monstruos de las profundidades y sus toscos brincos: a los bancos de marsopas que se revolcaban alrededor de la proa; a las orcas que asomaban lentamente su vasto cuerpo sobre la superficie; o al tiburón voraz, que se lanzaba como un espectro a través de las aguas azules. Mi imaginación podía conjurar todo aquello que había oído o leído sobre el mundo acuático bajo mis pies: a los bancos de seres con aletas que vagan por valles fantasmagóricos, a los monstruos informes que acechan en los cimientos de la tierra, y a todos aquellos espectros indomables que engrosan los cuentos de pescadores y marineros.

A veces, una vela distante que se deslizaba en el confín del océano podía ser objeto de otra conjetura solitaria. ¡Qué interesante este fragmento del mundo que se apresura a reunirse con la gran masa de la existencia! Un monumento glorioso a la invención humana, que ha triunfado sobre el viento y las mareas y unido en comunión los límites del mundo, que ha favorecido el intercambio de bienes al verter los lujos del Sur en las regiones estériles del Norte, y así ha reunido las partes desperdigadas del ser humano entre las que la naturaleza parecía haber levantado una barrera infranqueable.

Un día avistamos en la distancia un objeto informe a la deriva. En el mar, todo aquello que rompe la monotonía de la vastedad atrae la atención. Era el mástil de un derrelicto, aún conservaba restos de paño con los que se habían atado a él algunos miembros de la tripulación en un intento de evitar ser arrastrados por el oleaje. No había manera de averiguar el nombre del navío. Evidentemente, había estado sin gobierno durante meses: racimos de moluscos se habían adherido a él y largos bancos de algas lucían a sus costados. «Pero, ¿dónde está la tripulación?», pensé yo. Su lucha había acabado hacía tiempo, se habían hundido entre el rugido de la tempestad, sus huesos blanqueaban las cavernas del abismo. El silencio y el olvido, como las olas, se cernieron sobre ellos y nadie puede contar ya el relato de su final. ¡Qué suspiros flotarían tras el barco! ¡Qué plegarías serían ofrecidas junto al fuego del hogar! ¡Cuán a menudo las amantes, las mujeres, las madres habrán rebuscado en las noticias algún apunte casual sobre este vagabundo del abismo! ¡Cómo se habrá transformado la esperanza en ansiedad, la ansiedad en temor, y el temor en desesperación! Por desgracia, ningún recuerdo regresará jamás para que el amor lo atesore. Todo lo que se sabrá es que salió del puerto, «¡y nunca más se supo!».4

El avistamiento del naufragio, como es habitual, dio lugar a muchos relatos tristes. Más aún al anochecer, cuando el tiempo, que hasta entonces había sido benigno, se volvió rudo y amenazador, con indicios de una de esas tormentas repentinas que a veces rompen de pronto la serenidad de una travesía estival. Cuando nos sentamos en el camarote alrededor de la débil luz de una lámpara que hacía la oscuridad menos espantosa, todo el mundo conocía una historia de naufragio y desastre. El capitán nos contó una, breve, que me afectó de manera particular:

«En una ocasión —dijo—, mientras navegaba en un barco bueno y robusto a lo largo de la costa de Terranova, uno de esos bancos espesos de niebla que se dan por la zona nos hizo imposible ver más allá de nuestras cabezas, incluso durante el día. Por la noche, el tiempo empeoró tanto que no podíamos distinguir ningún objeto a mayor distancia del doble de lo que medía nuestro barco. Mantuve encendida la luz de la cofa y una vigilancia constante, a la búsqueda de las barcas de pesca que acostumbran a anclar cerca de la costa. El viento nos golpeaba e íbamos a buen ritmo a través de las aguas. De repente, el vigía dio la voz de “barco a la vista” poco antes de que estuviéramos encima de él. Era una goleta pequeña, al pairo, de costado hacia nosotros. Toda la tripulación estaba durmiendo y se habían olvidado de encender una luz. La embestimos justo por el medio. La fuerza, el tamaño y el peso de nuestro barco la empujó bajo las olas, pasamos sobre ella y continuamos veloces nuestro curso. Mientras los restos se hundían debajo de nosotros, pude ver a dos o tres miserables medio desnudos saliendo aprisa de los camarotes. Abandonaron las camas para ser tragados entre gritos por las olas. Oí sus llantos confundirse con el viento. La explosión que nos perforó los oídos barrió todo sonido posterior. ¡Nunca olvidaré aquel llanto! Fue poco antes de que pudiéramos virar el barco y volver con dificultad. Regresamos tan cerca como pudimos al lugar donde creíamos que estaba anclado. Navegamos alrededor durante varias horas en la densa niebla. Encendimos bengalas y prestamos atención por si oíamos un “hola” de algún superviviente. Pero todo estaba en silencio, no vimos u oímos nada más de ellos».

Confieso que estas historias pusieron punto final durante un tiempo a todas mis bonitas fantasías. La tormenta creció con la noche. El mar fue presa del caos. Había un sonido repentino y aterrador de olas turbulentas y marejadas discontinuas. El abismo llamando al abismo. De vez en cuando, las nubes negras sobre nuestras cabezas parecían partirse por el resplandor de los relámpagos, que reverberaba sobre la espuma del oleaje y convertía aquella noche extraordinaria en doblemente horrible. Los truenos bramaban sobre el furioso derroche de las aguas y eran repetidos y prolongados por las montañas de olas. Cuando vi el barco tambalearse y zambullirse entre aquellas cavernas rugientes, parecía un milagro que recuperara la estabilidad o se mantuviera a flote. Las vergas se sumergían en el agua, la proa estaba casi enterrada bajo las olas. A veces, el inminente oleaje parecía a punto de aplastarlo y solo la pericia del timonel lo salvaba del impacto.

Cuando me retiré a mi camarote, el terrible escenario me siguió. El silbido del viento contra las jarcias sonaba como un lamento funerario. El crujido de los mástiles, los estiramientos y quejidos de los mamparos, mientras el barco luchaba contra el mar embravecido, eran aterradores. Al escuchar rugiendo en mis oídos el sonido de las olas que se precipitaban contra el costado del barco, me pareció que la muerte se estaba burlando de aquella cárcel flotante mientras perseguía a su presa: la simple pérdida de un clavo o una juntura abierta podían ofrecerle una entrada.

Sin embargo, un día hermoso, con un mar calmo y una brisa favorable, pronto alejó todas estas reflexiones sombrías. En el mar es imposible resistirse a la alegre influencia de las placenteras aguas y del buen viento. Cuando el barco se engalana con todos sus lienzos y cada vela se hincha, y se acelera jubiloso sobre las olas rizadas, se muestra tan altivo, tan galante, que parece enseñorearse de las profundidades.

Podría llenar un libro con las ensoñaciones de un viaje por mar, porque para mí es una fantasía sin fin, pero ya es hora de alcanzar la costa.

Era una bonita y soleada mañana cuando el emocionante grito de «¡Tierra!» sonó en la cofa. Solo los que lo hayan experimentado pueden hacerse una idea de la cantidad de sensaciones que inundan el pecho de un americano cuando ve Europa por primera vez. Surgen una infinidad de asociaciones solo con nombrarla. Es la tierra prometida, repleta de todo lo que se ha escuchado en la niñez o de lo que se ha reflexionado en los años de estudio.

Desde ese instante hasta el de la llegada todo es entusiasmo febril. Los barcos de guerra que merodean como guardianes gigantes a lo largo de la costa; los cabos de Irlanda estirándose hacia el canal; las montañas de Gales elevándose hacia las nubes… Todos son objeto de un interés intenso. Mientras navegábamos río arriba por el Mersey, exploré las orillas con un catalejo. Mi mirada se concentró con placer en los limpios cottages, con sus setos recortados y su césped verde. Vi la ruina compacta de una abadía cubierta de hiedra y la afilada aguja de una iglesia que se alzaba en la cumbre de una colina cercana: todo muy propio de Inglaterra.

La corriente y el viento eran tan favorables que el barco pudo llegar al muelle de una sola maniobra. El muelle estaba atestado de gente: algunos espectadores ociosos y otros ansiosos, expectantes por sus amigos o familiares. Pude distinguir al propietario de la mercancía consignada. Lo reconocí por su ceño fruncido y su aire inquieto. Con las manos encajadas en los bolsillos, silbaba pensativo y caminaba de un lado a otro. La multitud le había abierto un pequeño espacio en deferencia a su relevancia efímera. Se produjeron repetidos vítores y saludos entre la costa y el barco a medida que los amigos se reconocían. Advertí en especial a una joven de atuendo humilde, pero conducta curiosa. Se inclinaba hacia delante entre la multitud, su mirada recorría el barco mientras este se acercaba a la orilla para atrapar algún rostro anhelado. Parecía decepcionada y triste. Entonces oí una voz débil pronunciar su nombre. Era de un pobre marinero que había estado enfermo todo el viaje y suscitado la simpatía de todos. Cuando el tiempo era bueno, sus compañeros extendían en cubierta y a la sombra un colchón para él, pero al final su enfermedad se agravó tanto que se lo llevaron a la litera y él solo suspiraba por poder ver a su mujer antes de morir. Lo habían ayudado a subir a cubierta cuando remontamos el río y estaba apoyado contra los obenques con un semblante tan exhausto, tan pálido y horrendo, que no había duda de que ni siquiera una mirada amorosa lo reconocería. Sin embargo, al sonido de su voz, los ojos se dirigieron hacia sus facciones. Ella reconoció de inmediato todo su dolor, se agarró las manos, exhaló un débil gemido y allí permaneció, retorciéndolas en una agonía silenciosa.

Todo eran prisas y ajetreo: los encuentros con los conocidos —los saludos de los amigos—, las consultas de los hombres de negocios. Únicamente yo permanecía solo y ocioso. No tenía amigos con los que encontrarme, ningún saludo que recibir. Pisaba la tierra de mis ancestros, pero me sentía extranjero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2The Sketch Book of Geofrey Canyon, Gent [El cuaderno de viaje del caballero Geoffrey Canyon] (1819-1820) es una colección de treinta narraciones, entre las que se encuentra «The Voyage», publicada en siete entregas, que recoge principalmente las impresiones de Irving en Inglaterra, con seis capítulos dedicados a América entre los que se cuentan los famosos relatos basados en el folclore estadounidense «Rip Van Winkle» y «La leyenda de Sleepy Hollow». Miscelánea de géneros —viaje, ensayo breve, relatos—, el libro tuvo un gran éxito dentro y fuera del país natal de Irving y, gracias a él, pudo dedicarse plenamente a la escritura.

3 Referencia a un poema de Oliver Goldsmith (1728-1774), poeta temprano de la naturaleza, «The Traveller» [El viajero]: «My heart untravell’d fondly turns to thee; /still to my brother turns, with ceaseless pain/ and drags at each remove a lengthening chain».

4 «And was never heard of more!», probablemente una referencia a las Historical Collections of The Indias in New England, de Daniel Gookin (1612-1687), publicadas en 1792, y concretamente al capítulo dedicado a relatar el naufragio de dos barcos durante un viaje de Boston a Inglaterra en 1657.

JAMES FENIMORE COOPER (1789-1851)EL ECLIPSE5

El eclipse solar que me han pedido que describa tuvo lugar en verano de 1806, el lunes 16 de junio. El punto álgido de sombra cayó sobre el continente americano cerca de los 42 grados de latitud. Estaba entonces visitando a mis padres en el hogar familiar de las montañas de Otsego, aquella parte del país donde el eclipse fue más impresionante. Mis recuerdos del gran evento y de los incidentes del día son tan vívidos como si hubieran sucedido ayer.

El lago Otsego, lugar de nacimiento del río Susquehanna, está muy cerca de la latitud 42. La localidad donde vive mi familia esta bellamente situada al pie del lago, en un valle entre dos sierras de altura similar y de carácter bastante agreste. El Susquehanna, una corriente rápida y clara, fluye desde la orilla sureste del lago. Lo cruza un elevado puente de madera que une la calle principal de la pequeña ciudad con los prados y pastos de la orilla oriental del río. Tenía a mi alcance, pues, todo lo que podía desear —lago, río, montaña, bosque y viviendas— para captar los diferentes efectos del variado movimiento de luz y sombra a lo largo de aquel día extraordinario.

Durante las semanas que precedieron al suceso, la población del área afectada por el eclipse vivió en un estado casi de ansiedad. En la tarde-noche del 16 de junio,6 nuestro círculo familiar apenas podía pensar o hablar de poco más. Mi padre y mis cuatro hermanos vivían allí, y cuando paseábamos por el angosto vestíbulo de la casa o nos sentábamos a la mesa, nuestra conversación se dirigía casi por completo a los movimientos de planetas y cometas, ocultaciones y eclipses. Estábamos todos exaltados por la idea de que nos esperaba un espectáculo soberbio y fuera de lo normal que millones de seres vivientes no podrían contemplar. Había cierto egoísmo en la sensación de que éramos unos privilegiados, pero creo que lo que sentíamos era demasiado intelectual para ser indigno.

Muchas eran las predicciones sobre el tiempo, las esperanzas y miedos que sobre este punto relevante expresaban diferentes personas cuando la tarde empezó a caer. Una nube pasajera podría velar la gran visión; la lluvia o la niebla mermarían de manera lamentable lo sublime del momento. Yo no me contaba entre los pesimistas. Había consultado con celo el excelente barómetro del vestíbulo, uno de los pocos que había en el estado al oeste de Albany. Era propicio. Prometía un tiempo seco. Nuestra última mirada aquella noche, antes de que el sueño nos rindiera, se volvió hacia el cielo estrellado.

El primer movimiento de la mañana fue abrir la ventana para comprobar de nuevo el estado del cielo. Al levantarme temprano de la cama, lo encontré sereno y sin nubes. Había amanecido ya, pero las tinieblas de la noche persistían sobre el valle. Mis ojos descansaron un momento en la vista conocida: el lago límpido, con su entorno de exuberantes bosques y fincas, su airosa ensenada y sus distintos pueblos; los montes donde cada barranco, cueva y cañada habían sido hollados mil veces por mis pies infantiles. Todo me era tan querido como el rostro de un amigo, y era como si el paisaje, adorable en su belleza estival, estuviera a punto de asumir una dignidad hasta el momento desconocida. ¿O acaso las sombras de un gran eclipse no iban a caer sobre cada ola y rama en pocas horas? Había un punto en el paisaje que a un extraño probablemente le hubiera pasado por alto, o quizá habría considerado feo, pero que era familiar a los ojos de todos los del lugar, dotado por nuestra gente con los honores de un monumento antiguo: el tronco alto y gris de un pino muerto y sin ramas, que se erguía en la cumbre de la sierra oriental desde los tiempos de la fundación de la localidad, y que todavía permanecía erecto, aunque sacudido desde entonces por un millar de tempestades. En mis fantasías infantiles era un emblema imaginario, o en términos populares, el «poste de la libertad» de alguna generación anterior. Ahora, sin embargo, la línea consabida del tronco alto, con su peculiar tono gris plateado, era para los ojos del joven marino como el mástil de un barco fantasma. Recuerdo haberlo saludado con una sonrisa, la primera muestra de reconocimiento que le daba a la vieja ruina del bosque desde mi regreso.

Un objeto de mucho mayor interés atrajo mi mirada. Descubrí una estrella —una estrella solitaria— centelleando débilmente en un cielo que había cambiado de tono al gris pálido del amanecer, mientras vívidos toques de color comenzaban a sonrojarlo hacia el este. No había ninguna otra cosa visible, ni nubes ni la bruma más ligera. Aquella estrella solitaria me era de gran interés. Seguí en la ventana, mirándola y perdiéndome en una suerte de ensoñación. La estrella tenía un cuerpo pesado, sería un planeta, y mi mente se llenó de imágenes de planetas y soles. Mi pensamiento se perdía entre vagas ideas de magnitud y distancia, y el tiempo requerido por la luz para atravesar el aparente vacío sin límites que se abre ante nosotros, y los seres que debían vivir en un orbe como aquel, con un espíritu, una vida, sentimientos y aspiraciones como los míos.

Pronto el sol se alzó a la vista. Capté un destelló de luz candente entre el follaje del bosque de la sierra oriental. Contemplé, como había hecho cientos de veces antes, el rubor de los cielos, la iluminación gradual de los distintos montes, coronados por un perfil ondulante e irregular de pinos a unos sesenta metros de altura; la luz dorada que se deslizaba silenciosa por la falda de las montañas occidentales y dejaba a su paso una visión nítida de huertos y campos, hasta que el lago, el valle y el pueblo descansaron sonrientes bajo el alegre brillo del cálido sol.

La reunión familiar comenzó temprano. Pronto nos rodeamos de amigos y conocidos, todos ansiosos y emocionados, y cada uno con su vidrio coloreado para la ocasión. A las nueve, el aire frío, habitual en las noches estivales del área montañosa, había desaparecido y el calor del pleno verano inundaba el valle. Los cielos seguían sin una nube: jamás nos dio nuestro clima, ya de por sí luminoso, un día más resplandeciente. No había una brizna de aire y podíamos ver los efluvios del aire cálido reverberar aquí y allá en la lisa superficie del lago. Por todas partes había una sensación de calor y bochorno propia del mediodía.