El buscavidas - Walter S. Tevis - E-Book

El buscavidas E-Book

Walter S. Tevis

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Beschreibung

Una obra cumbre de la literatura americana que Paul Newman inmortalizó para la pantalla y que ha sido considerada la mejor novela sobre billar jamás escrita. Un relato atemporal que retrata la lucha interna de un hombre por recuperar su orgullo. Para Eddie Felson «el rápido» solo existe una cosa en el mundo: ganar al billar. Durante años se ha recorrido el país de punta a punta, viajando de de garito en garito, entre vasos de whisky y humo de tabaco, malviviendo en antros y desplumando a jugadores incautos que creen que pueden derrotarle. Pero él ansía algo más grande. Harto de ir dando tumbos de acá para allá compitiendo por unos pocos dólares, decide desafiar al mejor jugador del país: el Gordo de Minnesota. En una partida que durará casi veinticuatro horas, Eddie comprobará que ser bueno no es suficiente y sufrirá la mayor derrota de su carrera. Se embarcará entonces en un viaje al fin de la noche, dominado por el alcoholismo y la soberbia, y tendrá que enfrentarse a sus propios demonios para tener la última oportunidad de volver a ser el mejor. Adaptada al cine en 1961 por Robert Rossen, con las memorables interpretaciones de Paul Newman y Jackie Gleason, El buscavidas es una novela de una humanidad apabullante, donde el verdadero desafío, en el juego y en la vida, es descifrar la propia identidad. CRÍTICA «Tevis escribe sobre el billar con fuerza, poesía y tensión... Atrapa al lector y no lo suelta. No hace falta apreciar el billar para que te guste este libro, para apreciar su sentido de la vida al límite.» —The Washington Post «Si Hemingway hubiera tenido la pasión por el billar que tenía por los toros, su héroe podría haber sido sin duda Eddie Felson.» —Time «Un viaje tenso y estremecedor al mundo polvoriento y ruidoso de los tiburones del billar.» —The New York Times  «Walter Tevis es el alien solitario de la literatura. Pocos novelistas han escrito sobre el genio —y la adicción— con tanta agudeza como él.» —The Guardian «Una historia sobre la voluntad de poder, contada con el estilo cool de los años cincuenta.» —The Telegraph  «Tevis escribe una prosa descarnada y recortada que se adapta admirablemente a su historia de gente que vive al borde de la desesperación en el Chicago de los años cincuenta.» —The Irish Times «Un maravilloso himno a la última época verdadera en la que los hombres de sustancia jugaban al billar como si les fuera la vida en ello.» —Time Out «Escribe como si estuviera en racha, convirtiendo el billar en algo tan emocionante como una pelea de Stanley Ketchell. Esta es una novela excelente, rápida, lasciva y poco convencional.» —Rex Ladner, The New York Times

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Seitenzahl: 305

Veröffentlichungsjahr: 2025

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1

Henry, negro y encorvado, abrió la puerta con una de las llaves que colgaban de la gran anilla metálica. Acababa de subir en el ascensor. Eran las nueve de la mañana. La puerta era enorme, una gran losa de roble ornamentada, teñida tiempo atrás para que pareciese de caoba, aunque ahora se asemejaba más bien al ébano debido a los sesenta años de humo de tabaco y suciedad que acarreaba. Henry empujó la puerta, colocó el tope en su sitio con el pie malo y entró cojeando.

No hacía falta encender las lámparas, porque a esa hora los tres enormes ventanales de la pared lateral dejaban entrar la luz del sol. Al otro lado, la mañana se extendía sobre una parte considerable del centro de Chicago. Henry tiró del cordón que separaba las pesadas cortinas y estas se recogieron con mugrienta elegancia hacia los costados de los ventanales. Apareció una panorámica de edificios y, entre ellos, franjas de cielo de un azul virginal. Después abrió las ventanas, aunque tan solo unos pocos centímetros por la parte inferior. Una ráfaga de viento se coló sin contemplaciones, formando pequeños remolinos de polvo y de lo que había quedado de cuatro horas seguidas de humo de cigarrillos que no tardaron en disiparse. Al caer la tarde, las cortinas siempre estaban corridas y las ventanas cerradas; tan solo por la mañana el aire fresco sustituía el viciado ambiente de tabaco.

Un salón de billar, por la mañana, era un lugar extraño. Experimentaba diferentes etapas, sufría una metamorfosis diaria, mudaba su moteada piel. En ese momento, a las nueve en punto, parecía una gran iglesia, ensimismada, inmóvil a la luz del sol que entraba por los ventanales, con sus grandes mesas de aquella caoba intemporal y maciza, sus tapetes verdes discretamente ocultos bajo fundas de hule gris. Las panzudas escupideras de latón dispuestas a lo largo de las paredes, colocadas entre las sillas altas con asientos de cuero limpio y resistente, pulido hasta el punto de centellear con un brillo antiguo, y, por encima de todo eso, el alto y arqueado techo con sus cuatro grandes lámparas de araña y su claraboya con infinidad de cristales, pues se trataba del último piso de un viejo y venerable edificio que, achaparrado y feo, se alzaba apenas ocho insignificantes plantas en el centro de Chicago. El enorme salón, con las sillas de respaldo alto para los espectadores agrupadas con reverencia alrededor de cada una de las veintidós mesas, bien podría haber sido un santuario, una catedral destartalada.

Más adelante, sin embargo, cuando entraban los empleados y el tipo que llevaba la caja, cuando se encendían los ventiladores de techo y Gordon, el encargado, encendía la radio y hacía sonar la música, la sala transmitía esa peculiar cualidad de la vida diurna propia de los lugares que solo cobran vida por la noche; algo que puede apreciarse a primera hora de la mañana en clubes nocturnos, bares y salones de billar de todo el mundo: grandes estancias prácticamente vacías en las que resuenan los pasos de unas pocas personas, algún que otro tintineo de cristal o de objetos metálicos, el ruido de las escobas, de los trapos húmedos, de los muebles que se desplazan de un rincón a otro, y la música ligeramente irreal que emiten los aparatos de radio. Pero, sobre todo, la sensación de que el lugar aún no está vivo del todo, a pesar de albergar en su interior las primeras muestras de lo que será la resurrección vespertina.

En cambio, por la tarde, cuando empezaban a entrar los jugadores y el salón se llenaba del humo de tabaco, del ruido de las bolas que entrechocaban, duras y brillantes, y del chirriar de los cubos de tiza contra las duras puntas de los tacos, era cuando daba inicio la etapa final de la metamorfosis, que alcanzaba su culmen en el momento en que, bien entrada la noche, los jugadores ocasionales y los borrachos ya se habían marchado y tan solo quedaban los verdaderos creyentes y los furtivos: unos se dedicaban a mirar y apostar, en tanto que los otros —una reducida aunque variada camarilla de hombres, todos vestidos con tonos apagados, que se conocían, pero rara vez hablaban entre sí— jugaban tranquilamente intensas y fascinantes partidas de billar en las mesas del fondo. Era entonces cuando ese salón, el Bennington, se animaba de un modo especial.

Henry sacó una escoba de cepillo ancho de un armario que había junto a la puerta y, cojeando, se puso a barrer el suelo. Antes de que hubiese acabado, entró el cajero, encendió su pequeño transistor de plástico y se dispuso a contar el dinero de la recaudación. El timbre de la caja registradora sonó con fuerza cuando insertó la llave para abrirla. Una voz les deseó a todos los buenos días desde la radio.

Henry terminó de barrer, guardó la escoba y empezó a retirar las fundas de las mesas, dejando al descubierto los brillantes tapetes verdes, ahora sucios debido a las vetas de tiza azul; las mesas que habían ocupado los vendedores y oficinistas la noche anterior estaban manchadas de talco blanco. Tras doblar las fundas y colocarlas en un estante del armario, tomó un cepillo y frotó con él los pasamanos de madera hasta que brillaron con una cálida tonalidad marrón. Después cepilló la tela hasta borrar los rastros de tiza y de talco, y también el polvo, y el verde de los tapetes volvió a brillar.

2

A primera hora de la tarde, un hombre alto y corpulento que lucía unos tirantes verdes sobre una camisa practicaba en la primera mesa. Fumaba un puro. Lo hacía de un modo parecido a como jugaba al billar, pensativo y midiendo todos sus movimientos. Como hombre paciente que era, mordía el cigarro despacio, al estilo rumiante de una vaca, e iba reduciendo el extremo poco a poco hasta alcanzar el estado de deformación húmeda que más le placía. Golpeaba las bolas con calma, siempre a la misma velocidad, siempre embocándolas en la misma tronera y —prácticamente en todas las ocasiones— haciéndolas caer dentro de un modo suave pero firme. No parecía disfrutar, ni tampoco lo contrario; llevaba veinte años practicando el mismo tiro.

Un hombre más joven, de rostro delgado y austero, lo observaba. Aunque era verano, vestía traje negro. Mostraba una expresión de angustia permanente y, con cierta frecuencia, se retorcía las manos como si estuviera inquieto, o bien se apretaba enérgicamente la nariz con el dedo índice. Algunas tardes, su gesto de ansiedad se veía acentuado por la tensión que transmitían sus ojos, la dilatación de sus pupilas. Sin embargo, en esos momentos no se apretaba la nariz, sino que dejaba escapar una risita nerviosa de vez en cuando. Esto sucedía cuando había tenido suerte con las apuestas la noche anterior y había podido comprar cocaína. No jugaba al billar, pero siempre que podía se ganaba la vida con las apuestas paralelas. Lo llamaban el Predicador.

Al cabo de un rato, habló, apretándose la nariz para calmar el ansia, el insistente susurro provocado por su adicción, que empezaba a manifestarse.

—Gran John —le dijo al hombre que estaba entrenando—, creo que tengo noticias.

El hombretón golpeó la bola, sin que aquella interrupción perturbara el firme movimiento de su carnoso brazo. Observó cómo la brillante bola número tres rodaba sobre la mesa, rozando la banda, y alcanzaba con facilidad la tronera de la esquina. Se volvió, miró al Predicador, se sacó el puro de la boca, lo contempló, volvió a mirar al Predicador y dijo:

—¿Crees que tienes noticias? ¿Qué significa eso de que crees que tienes noticias?

El Predicador parecía confuso, acobardado por su réplica.

—Oí decir algo… anoche, en casa de Rudolph. Había un tipo jugando a las cartas y dijo que acababa de llegar de Hot Springs, de las carreras… —La voz del Predicador había adquirido un tono áspero. Gran John le incomodaba y, en su presencia, los efectos de la abstinencia se estaban dejando notar. Se frotó con fuerza debajo de la nariz con el dedo índice—. Dijo que vio a Eddie Felson en Hot Springs, y que pensaba venir aquí. Es posible que llegue mañana, Gran John.

Hacía un rato que este había vuelto a apagar el puro. Se lo sacó de la boca una vez más y lo observó. Estaba reblandecido. Al parecer, ese detalle no le desagradó, porque esbozó una sonrisa.

—¿Eddie el Rápido? —preguntó, alzando sus pobladas cejas.

—Eso dijo. Estaba repartiendo las cartas y comentó: «He visto a Eddie Felson el Rápido en Hot Springs y me ha dicho que quizá se pase por aquí. Cuando acaben las carreras». —El Predicador se frotó la nariz—. Dijo que a Eddie no le habían ido muy bien las cosas por allí.

—Se comenta que es bastante bueno —dijo Gran John.

—Tengo entendido que es el mejor. Por lo visto, tiene mucho talento. Los que lo han visto jugar opinan que no tiene rival.

—No es la primera vez que me llegan comentarios por el estilo. Lo he oído decir de un montón de jugadores de segunda.

—Por supuesto. —El Predicador centró su atención en su oreja y empezó a tirar de ella, con la mirada perdida, como si de algún modo extraño intentara parecer inteligente—. Pero todo el mundo dice que derrotó a Johnny Varges en Los Ángeles. Lo destrozó —dijo, tirándose de la oreja, y para darle mayor énfasis a sus palabras, pues Gran John se volvía a mostrar impasible, añadió—: Fue pan comido para él. Lo aplastó.

—Tal vez Johnny Varges estuviese borracho. ¿Los viste jugar?

—No, pero…

—¿Quién los vio? —De repente, Gran John pareció cobrar vida. Se sacó el puro de la boca y se inclinó hacia el Predicador, mirándolo fijamente—. ¿Conoces aalguien que haya vistojugar al billar a Eddie Felson el Rápido?

Los ojos del Predicador iban de un lado a otro, como buscando un recoveco donde esconderse. Al no encontrar ninguno, respondió:

—Bueno…

—¿Bueno qué? —Gran John no dejaba de mirarlo con intensidad, con dureza incluso, sin pestañear.

—Bueno, no.

—No. Pues claro que no. —Gran John se enderezó y extendió los brazos, como si pretendiese invocar al Todopoderoso—. ¿Y quién, en nombre de Dios bendito, ha visto alguna vez aese hombre? Venga, di. Nadie. Esa es la respuesta. Nadie. —Se volvió hacia la mesa, sacó la bola tres de la tronera de la esquina y la colocó sobre el tapete verde. Luego marcó con tiza la punta del taco, muy despacio, como si para él la conversación ya hubiera concluido y el asunto hubiese quedado zanjado.

El Predicador tardó un minuto en recobrar la compostura, en ordenar su torturado ingenio.

—Pero ya oíste lo que dijo Abie Feinman que contaban en el Oeste de Eddie el Rápido, de que le había pasado la mano por la cara a Texaco Kid y a Varges y a Billy Curtiss y a un montón más. Y anoche, en casa de Rudolph, el tipo ese dijo que en Hot Springs no se habla de otra cosa más que de Eddie Felson el Rápido.

—¿Y qué? —Gran John dejó la bola tres, se volvió con desdén, se sacó el puro de la boca—. ¿O sea que ese fulano de Hot Springs vio jugar al billar a Eddie?

—Bueno, verás… Según parece, el tipo ese anda metido en algo relacionado con una gran estafa en las carreras… Creo que está en el ajo en un timo… Y dijo que estaba muy liado con sus clientes. Pero me contó…

—De acuerdo. Vale, ya está, ya me lo has dicho.

Gran John volvió a concentrarse en su entrenamiento, acarició el taco. La bola rodó, rebotó y cayó en la tronera de la esquina. La colocó de nuevo. Plop. Otra vez.

El Predicador lo observaba en silencio, preguntándose cuándo fallaría. Gran John seguía golpeando la bola tres de un lado a otro de la mesa, metiéndola donde correspondía. Cada vez que la bola llegaba a la tronera, el Predicador se tocaba la nariz. Al fin, la bola recorrió el tapete una fracción casi imperceptible de centímetro más cerca de la banda de lo normal. Impactó contra la esquina de la tronera, rebotó levemente y luego se detuvo. Gran John alzó la bola, la sostuvo en su pesada mano derecha y la observó, no con desdén, sino con desaprobación; en los últimos veinte años, había fallado en muchas otras ocasiones. Luego la metió con un gesto brusco en la bolsa de la tronera y se volvió hacia el Predicador.

—Y ese Eddie el Rápido ¿quién es? Hace seis meses, ¿quién había oído hablar de Eddie el Rápido?

Al Predicador le sobresaltó aquel comentario.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

—Todo el mundo habla de Eddie el Rápido. De acuerdo. Pero ¿quién es?

El Predicador se tiró del lóbulo de la oreja.

—Bueno… El tipo del que te he hablado dice que trabajaba en la costa. En California. Dice que acaba de echarse a la carretera, hará unos dos o tres meses. Nunca ha jugado en Chicago.

Gran John se sacó el puro de la boca, lo miró con desagrado y lo arrojó, con precisa puntería, a una de las escupideras de latón que había en el suelo, justo debajo del soporte para los polvos de talco. Hizo un ruido como de siseo al caer, y ambos observaron la escupidera durante un momento, como esperando que ocurriera algo. Al ver que no pasaba nada, Gran John volvió a mirar al Predicador. Sin el puro ni la bola tres, su concentración era total. Dio la impresión de que el Predicador se empequeñecía de manera ostensible ante la intensidad de su mirada.

—Hace treinta años —dijo Gran John—, yo tenía una gran reputación. Como Eddie el Rápido. Tenía talento. Hace treinta años calzaba botas a la moda, vivía en Columbus, Ohio, e iba al salón de billar en taxi, en taxi, yjugaba con los chicos que trabajaban en las fábricas y con los pequeños fenómenos del billar y, bien lo sabe Dios, fumaba puros de veinticinco centavos. Y, bien lo sabe Dios, me vine a Chicago. —Se detuvo un momento para tomar aire, pero no disminuyó la intensidad de su mirada—. Llegué a esta maldita ciudad con mi gran reputación. Cuchichearon sobre mí la primera vez que puse un pie en este salón de billar, y me señalaron con el dedo, ese es Gran John, de Columbus, y me presentaron al viejo Bennington, cuyo nombre luce en el cartel que está encima de la puerta de este local dejado de la mano de Dios, exactamente igual que ahora, excepto que antes era de madera y no de neón. Yo estaba en racha, Dios mío, yo era un campeón del billar proveniente de Columbus, Ohio, un pez gordo que venía de fuera. ¿Y sabes lo que me pasó cuando jugué contra Bennington, el mismo que viste y calza, en la mesa número tres —la señaló, una robusta y resistente mesa de caoba—, esa de ahí, a veinte dólares la partida? ¿Sabes lo que pasó?

El Predicador se movió inquieto.

—Bueno. Es posible. Creo que sí…

Gran John alzó las manos. Parecía un coloso.

—Lo crees, ¿eh? Dios santo, amigo, ¿no sabes nada a ciencia cierta?

Sin saber muy bien cómo, el Predicador fue capaz de mostrar un deje de resentimiento justo en el centro de toda la furia que se estaba concentrando en su interior.

—De acuerdo —dijo—, perdiste. Supongo que te ganó.

Gran John dio su aprobación a aquellas palabras. Volvió a bajar sus tremendas manos, las colocó con firmeza sobre las caderas y se inclinó hacia delante.

—Predicador —dijo sin alzar la voz—, me machacó. Me dio una buena tunda.

Permaneció en silencio durante un minuto. El Predicador clavó la mirada en el suelo. Luego Gran John volvió a la mesa, sacó la bola tres de la tronera y la sostuvo en la mano, pensativo.

Al fin, el Predicador alzó la mirada.

—Pero sigues siendo un buscavidas. Virgen santa, eres uno de los mejores de Chicago. Además, eso no significa que Eddie el Rápido…

—Claro que no. Desde que entré por esa puerta, hace treinta años, no he dejado de oír hablar de peces gordos que vienen de fuera. Han venido de Hot Springs y de Atlantic City y me han sacado toda la pasta. A mí nunca se me ha dado bien fingir. En cambio, si vienen a cara descubierta de Misisipi, Texas o California a jugar con alguien de Chicago al que se le dé bien esto, no se marchan con más de lo que traían. Eso no pasa nunca, nunca.

El Predicador se apretó la nariz.

—No me fastidies, Gran John —dijo—, es posible que alguien, muy de vez en cuando, se vea obligado a… Hombre, ya sabes cómo funciona esto del billar.

Gran John sacó un puro nuevo del bolsillo de la camisa.

—¿Que ya sé cómo funciona esto del billar? —dijo—. ¿Que ya sé cómo funciona esto del billar? —Rompió el envoltorio del puro, hizo una bola con el celofán en la mano—. Por Dios bendito, es lo que estoy intentando que entiendas. Sé cómo va esto del billar y lo que intento decirte es que nadie —se inclinó hacia delante—, nadie jamás viene aquí y le gana a George el Duende o a Jackie el Francés o al Gordo de Minnesota. No si van a cara descubierta, porque en cuanto alguno de ellos toma un taco y Woody o Gordon colocan las bolas, se ponen a jugar de un modo que ni tú ni yo ni Willie Hoppe podríamos siquiera imaginar, ni con la ayuda del Altísimo. Si les diese por jugar ofertando limitaciones, o si George el Duende o Jackie el Francés empezasen a conceder bolas, quizá se convirtiese en una partida de billar a dos bandas. Pero ningún pez gordo de Columbus, Ohio, o de California va a ganar a un auténtico jugador de billar de Chicago. —Se metió el puro en la boca, sin detenerse a humedecerlo—. Habida cuenta de lo que acabo de decirte, ¿qué puedes contarme de Eddie Felson el Rápido, de California?

El Predicador se apretó la nariz.

—De acuerdo —dijo—, de acuerdo. Esperaré a que llegue. —Sin embargo, de manera casi inaudible, añadió—: Pero machacó a Johnny Varges. Tal vez fuese en Hot Springs, pero lo machacó.

Gran John pareció no oírlo. Había tenido la bola tres en la mano todo ese rato y la colocó de nuevo sobre la mesa. Situó la blanca detrás. Le puso tiza al taco.

—Ya veremos cómo le va con el Gordo de Minnesota —dijo en voz baja. Golpeó la bola tres con suavidad, y esta siguió su habitual patrón de movimiento, su órbita, sobre el tapete verde, hasta alcanzar la tronera de la esquina. Luego metió la mano en el bolsillo, sacó un arrugado billete de un dólar y lo dejó en la banda—. Ve a comprarte algo de droga —dijo—. Estoy harto de ver cómo te frotas la maldita nariz.

3

Más o menos a esa misma hora, dos hombres entraron en los billares Smoker, bar para solteros y asador, en Watkins, Illinois. Parecían cansados del viaje; ambos sudaban pese a llevar el cuello de la camisa abierto. Se sentaron en la barra y el más joven, un tipo moreno y atractivo, pidió unas copas para los dos. Su voz y sus modales resultaban agradables. Pidió bourbon, concretamente. El local estaba tranquilo, vacío a excepción del camarero y de un joven negro con vaqueros ajustados que barría el suelo.

Cuando les sirvieron las bebidas, el más joven pagó al hombre de detrás de la barra con un billete de veinte dólares. Le sonrió y le dijo:

—Hace calor, ¿eh?

Aquella sonrisa tenía algo extraño. No parecía la propia de un hombre como él, porque, aunque agradable, se lo notaba tenso, como una de esas personas que parecen dispuestas a saltar a la primera de cambio. Sus ojos oscuros, por otra parte, tenían un brillo serio, casi infantil. Su sonrisa, sin embargo, era amplia y relajada y, curiosamente, no parecía forzada.

—Sí —dijo el camarero—. Algún día instalaré aire acondicionado. —Le dio el cambio—. Supongo que estáis de paso.

El joven volvió a componer su extraordinaria sonrisa, por encima de la copa.

—Así es.

No aparentaba más de veinticinco años. Un chico apuesto, vestido de un modo discreto, agradable, con ojos brillantes y serios.

—¿Chicago?

—Sí.

Dejó la copa, ya medio vacía, y dio un trago del vaso de agua, mirando con aparente interés hacia las cuatro mesas de billar que ocupaban dos tercios de la sala.

El camarero solía ser parco en palabras, pero aquel joven le había caído bien. Parecía avispado y transmitía franqueza.

—¿Vais o venís? —quiso saber.

—Vamos. Tenemos que estar allí mañana. —Sonrió de nuevo—. Una convención de ventas.

—Bueno, tenéis tiempo de sobra. Os quedan solo dos horas de coche, tal vez tres.

—En efecto —dijo el hombre más joven con tono amable. Luego miró a su compañero—. Venga, Charlie —dijo—, una partidita de billar mientras esperamos a que pase este calor.

Charlie, un hombrecillo calvo y regordete con aspecto de humorista de cara seria, negó con la cabeza.

—Anda ya, Eddie —dijo—, sabes que no puedes ganarme.

El hombre más joven soltó una risotada.

—De acuerdo —replicó—, pero estos diez dólares opinan que te voy a dar una paliza. —Tomó un billete de diez de la pila del cambio que había dejado en la barra y lo alzó desafiante, sonriendo.

El otro negó con la cabeza, como si aquello le entristeciera.

—Eddie —dijo, levantándose del taburete—, te voy a desplumar. Como siempre. —Sacó una pitillera de cuero del bolsillo y la abrió con un pulgar rechoncho y ágil. Luego le guiñó un ojo de manera muy evidente al camarero—. Menos mal que puede permitírselo —dijo con voz áspera y seca—. El mes pasado vendió productos farmacéuticos por valor de diecisiete mil dólares. Es el vendedor más rápido de nuestro territorio. Mañana le van a dar un premio en la convención.

El joven, Eddie, se había dirigido a la primera de las cuatro mesas y tomó el triángulo de bolas de colores del estante de madera.

—Pilla un taco, Charlie —dijo con ligereza—. Ya vale de tonterías.

Este se acercó, con el rostro totalmente inexpresivo, y tomó un taco del estante. Era ligero, al igual que el de Eddie. El camarero también era jugador y se fijaba en esa clase de decisiones. Los jugadores de billar expertos siempre usan tacos más pesados.

Eddie rompió las bolas. Sujetaba la parte de atrás del taco con firmeza con la mano derecha. Formaba un puente con los dedos pulgar e índice, tensos y torpes. El golpe fue brusco, se abalanzó sobre la bola blanca con fiereza, como si pretendiese apuñalarla. La bola golpeó mal la piña, gran parte de la energía del tiro de apertura se disipó, las bolas no se esparcieron por el tapete. Observó las bolas, sonrió a Charlie y dijo:

—Dispara.

Charlie no era mucho mejor. Todos los detalles indicaban que era entre regular y mediocre; su puente se parecía al de Eddie y daba la impresión de no saber qué hacer con los pies cuando se disponía a tirar. No paraba de moverlos, como si no encontrase la estabilidad necesaria. También ejercía demasiada fuerza, aunque dio algunos golpes decentes. El camarero se quedó con todo lo que iban haciendo. También observó el intercambio de dinero después de cada partida. Charlie ganó tres seguidas. Después de cada una de ellas, los dos se tomaban una copa y Eddie le entregaba a Charlie un billete de diez dólares que sacaba de una cartera sin duda abultada.

Jugaban al billar de rotación, también llamado sesenta y uno. También llamado Chicago. También llamado, erróneamente, directo. El tipo de billar más practicado, el favorito de universitarios y vendedores. Un tipo de partida reservado a los aficionados. Había quien lo practicaba de manera profesional, pero era una minoría. Los que saben de verdad juegan a bola nueve, banca, billar directo o una tronera. Cualquier partida a uno de esos estilos es una apuesta segura para alguien inteligente, pero el de rotación deja demasiado espacio a la suerte. Excepto cuando juegan los mejores.

Pero eso escapaba a los conocimientos del camarero. Lo único que tenía claro era que ese tipo de billar era el favorito de los aficionados. Los lugareños más serios jugaban a nueve bolas. Había visto a un tipo de la ciudad jugar cuatro partidas seguidas de nueve bolas sin fallar un solo tiro.

El camarero no dejaba de observarlos, interesado en la partida —pues en un billar pequeño como aquel, jugarse diez dólares era un asunto importante—, y, poco a poco, algunos de los parroquianos también empezaron a interesarse. Al cabo de un rato, los dos forasteros apostaban ya veinte dólares en vez de diez. Se estaba haciendo tarde, pero seguían bebiendo después de cada partida, y el más joven se estaba emborrachando. También estaba empezando a tener suerte. O había sonado la flauta o le estaba pillando el tranquillo. Empezó a ganar, estaba achispado, se pavoneaba y empezó a mofarse sin reparos de su compañero. Se había formado una pequeña multitud alrededor de la mesa para observar cómo jugaban.

Al final de esa partida, la bola catorce quedó en una posición difícil. Estaba a unos cinco o seis centímetros de la banda lateral, entre dos de las troneras, tenía la blanca casi enfrente, a medio metro de distancia. Eddie se preparó para golpear, echó el taco hacia atrás y lo lanzó. Resultaba obvio que lo que debería haber hecho era intentar que la bola catorce cruzase la mesa para dirigirla a la tronera de la esquina. En cambio, la blanca golpeó primero la banda, tomó el suficiente efecto para deslizarse detrás de la bola de color, la golpeó de lleno y la metió en la tronera de la esquina.

Eddie golpeó el suelo con el taco, exultante, y se volvió hacia Charlie.

—Págame, idiota.

Cuando este le entregó los veinte dólares, le dijo:

—Deberías jugar a la lotería, Eddie.

El joven le sonrió.

—¿Qué quieres decir?

—Sabes muy bien lo que quiero decir. No pretendías hacer esa jugada —volvió la cara hacia otro lado—, pero has tenido una suerte tremenda y la bola se ha apartado de la banda.

A Eddie se le borró la sonrisa del rostro. Frunció el ceño con la agresividad propia de los borrachos.

—Espera un momento, Charlie —dijo con tono cortante—. Espera un momento.

El camarero se apoyó en la barra, concentrado.

—¿Qué tengo que esperar? Coloca las bolas.

Charlie empezó a sacar bolas de las troneras y las hizo rodar hasta el pie de la mesa.

Eddie, sin previo aviso, agarró del brazo a Charlie para que se detuviese. Metió de nuevo las bolas en las troneras. Luego tomó la catorce y la blanca y las puso sobre la mesa.

—Vale —dijo—. Adelante, Charlie. Colócalas como estaban.

Este parpadeó.

—¿Por qué?

—Colócalas —repitió Eddie—. Ponlas como estaban. Te apuesto veinte dólares a que puedo volver a hacer exactamente lo mismo.

Charlie parpadeó de nuevo.

—No seas tonto, Eddie —dijo con gravedad—. Estás borracho. Nadie puede hacer dos veces ese golpe y lo sabes. Mejor jugamos otra partida.

Eddie lo miró con frialdad. Colocó las bolas sobre la mesa aproximadamente en la misma posición que antes. Luego miró a su alrededor, a la gente que había en torno a la mesa, que no le quitaba ojo de encima.

—¿Estaban así? —preguntó con voz muy seria y un gesto que evidenciaba una ebria preocupación—. ¿Están bien?

Todos se encogieron de hombros. Un par de los allí presentes dijeron «eso parece», sin comprometerse más allá. Eddie miró a su amigo.

—¿Tú cómo lo ves? ¿Están bien así, Charlie?

Este habló con voz seca.

—A mí me parece que sí.

—¿Vas a apostarte conmigo esos veinte dólares?

Charlie se encogió de hombros.

—Es tu dinero.

—¿Vas a apostar?

—Sí. Tira.

Eddie parecía la mar de satisfecho.

—Estupendo —dijo—. No pierdas detalle.

Le puso tiza al taco, con extremo cuidado. Luego se acercó al cajetín de los polvos de talco y se echó, sin duda, demasiado en las manos; de hecho, formó una nube blanca. Se limpió las manos en el culo de los pantalones, se acercó a la mesa, tomó el taco, bajó la vista, calculó el tiro, se inclinó, se irguió de nuevo, miró hacia abajo, volvió a inclinarse, golpeó la bola y falló.

—Me cago en la puta —farfulló.

Uno de los presentes se echó a reír.

—Vale —dijo Eddie—. Colócalas otra vez.

Sacó un billete de veinte y, con un gesto ostentoso, dejó la aún abultada cartera en la banda de la mesa.

—Venga, Charlie —dijo—, colócalas.

Este se acercó al estante y guardó su taco. Luego dijo:

—Eddie, estás borracho. No voy a apostar más contigo. —Se bajó las mangas de la camisa y se abotonó los puños—. Mejor reemprendemos el viaje. Tenemos que estar en la convención por la mañana.

—Que le den por saco. Misma apuesta. Tienes el dinero sobre la mesa.

Charlie ni siquiera lo miró a los ojos.

—No lo quiero —dijo.

En ese preciso instante, intervino alguien. Era el camarero, que estaba detrás de la barra.

—Yo cubro la apuesta —anunció con calma.

Eddie se volvió hacia él, con los ojos muy abiertos. Sonrió de un modo salvaje.

—Ah —dijo—. Mira por dónde.

—No seas tonto —lo reprendió Charlie—. No sigas perdiendo dinero con ese estúpido golpe, Eddie. Nadie podría lograrlo.

El otro seguía mirando al camarero.

—Vaya, vaya —le dijo—, ¿así que quieres apostar? Estupendo. No era más que un envite entre amigos, pero ¿quieres entrar?

—Así es —confirmó el camarero.

—Crees que estoy borracho y, como te parece que tengo pasta, te interesa participar, todo muy entre amigos, mientras el dinero sigue sobre la mesa. —Eddie miró a su alrededor y, al instante, entendió que todos estaban de su parte. Eso era importante—. De acuerdo, te permito apostar conmigo. Pero primero coloca las bolas. —Dejó las dos esferas sobre la mesa—. Venga, adelante.

—De acuerdo. —El camarero salió de detrás de la barra y colocó las dos bolas sobre la mesa, con bastante precisión. Tal como estaban, resultaba un golpe más difícil incluso.

La cartera de Eddie seguía en la banda. La agarró.

—Muy bien —dijo—, quieres ganar dinero fácil. —Empezó a contar billetes de diez y de veinte, y fue dejándolos sobre el centro de la mesa—. Mira —dijo—, aquí hay doscientos dólares. Son la comisión y las dietas de una semana. —Miró al camarero, sonriendo—. Si los cubres, tendrás la oportunidad de ganar dinero fácil. ¿Qué te parece?

El camarero se esforzó por parecer tranquilo. Miró a su alrededor, a los allí presentes. Todos lo estaban observando. Luego pensó en las copas que le había servido a Eddie. Habían sido al menos cinco. Constatarlo mentalmente lo reconfortó. También pensó en las partidas que les había visto jugar. Sí, estaba tranquilo.

Y la cara del joven transmitía honestidad.

—Lo sacaré de la caja —dijo el camarero.

No tardó ni un minuto. Sobre la mesa había cuatrocientos dólares, en un lugar donde no afectarían al tiro. Eddie se aproximó de nuevo al dispensador de polvos de talco. Luego se inclinó, apuntó con evidente torpeza y golpeó la bola blanca. Apenas se había producido una levísima diferencia entre ese tiro y todos los anteriores: una precisión casi imperceptible, una suavidad en el conjunto del movimiento. Solo lo apreció uno de los presentes: Charlie. Mientras todos los que estaban alrededor de la mesa se concentraban en silencio en el recorrido de la bola blanca, su rostro redondeado reveló algo asombroso: una sonrisa silenciosa, como la de un padre al observar el talento de su hijo.

La bola blanca golpeó la banda y después la bola catorce con un leve chasquido. Esta se deslizó sobre el tapete y cayó con suavidad en la tronera de la esquina.

4

Cuando se montaron en el coche, Eddie silbaba suavemente entre dientes. Arrojó con despreocupación su abrigo en el asiento trasero, se sentó al volante y fue sacando los billetes arrugados de los bolsillos de su pantalón, la mayoría de cinco y diez dólares. Los alisó sobre la rodilla, de uno en uno, y se puso a contarlos en voz alta.

Charlie, como siempre, no mostró emoción alguna.

—Venga —dijo—, son doscientos, ya lo sabes. Mejor nos ponemos en marcha.

Eddie le dedicó una sonrisa especialmente luminosa. Disfrutaba haciendo esos trabajitos, a pesar de que tenía claro que a Charlie no le generaba el mismo entusiasmo.

—¿Qué prisa tenemos? —dijo, saboreando el sencillo placer de la victoria—. Me divierte contar los billetes.

El coche era un sedán Packard de mediana edad cubierto de polvo. Cuando se cansó de contar el dinero, Eddie dobló los billetes de forma metódica, los enrolló, se los metió en el bolsillo y arrancó el motor.

—Al pobre diablo que estaba detrás de la barra —comentó con una sonrisa— le va a costar lo suyo explicarle a su jefe dónde han ido a parar los doscientos pavos.

—Él se lo ha buscado —dijo Charlie.

—Por supuesto. Todo el mundo se lo busca, sin excepción. También deberíamos alegrarnos cuando no nos descubren.

—Le pudo la codicia —dijo Charlie—. Lo vi a simple vista, en cuanto entramos. Supe que era codicioso.

Condujeron por la autopista durante una hora, en silencio a excepción del suave silbido de Eddie. Puso la radio un rato, pero la música era muy mala. Les aconsejaron que bebieran vino Mogen David, que condujeran con cuidado durante el fin de semana, que bebieran Royal Crown Cola (la mejor que existía, según las encuestas), que compraran bonos del Tesoro… Tras este último consejo publicitario, Eddie apagó la radio.

—¿Cómo van las cuentas?

Charlie sacó su pitillera y, sin pararse a pensarlo, sacó un cigarrillo para Eddie antes de encender el suyo.

—Ya tienes unos seis mil.

Dio la impresión de que a Eddie le satisfacía esa información, aunque, obviamente, ya estaba al corriente de la cifra.

—No está nada mal —dijo— para un principiante. Cuatro meses fuera de Oakland: seis mil dólares. Más los gastos. —Se echó a reír—. Madre mía —dijo, encendiendo el cigarrillo con una mano sin soltar la otra del volante—, si no hubiese hecho el imbécil y no hubiera perdido esos ochocientos en Hot Springs, tendríamos siete mil. Debería haber dejado que aquel tipo se retirase, tal como me aconsejaste, Charlie. No puedo darle dos bolas de ventaja a todo quisque.

—Así es. —Charlie encendió su propio cigarrillo.

Eddie volvió a reír.

—Bueno, de esas cosas se aprende —dijo—. Soy bastante bueno, pero no tanto.

Pisó el acelerador sin previo aviso, dio un volantazo y adelantó a toda velocidad la hilera de coches detrás de la que llevaban unos diez minutos. Al pasar el cuarto coche, vio que se acercaba un camión en sentido contrario y frenó en seco.

—Tampoco eres tan buen conductor —observó Charlie, lo que provocó otra risotada de Eddie.

—Este coche está bien —dijo, sonriendo—. Pero no se deja conducir así como así. ¿Y sabes qué, Charlie? Cuando hayamos terminado, cuando haya conseguido, digamos, quince mil dólares, suficiente dinero para volver a casa en avión, te voy a regalar este trasto.

—Gracias —dijo Charlie con gravedad—. Y el diez por ciento de las ganancias.

—Y el diez por ciento.

Eddie, sin dejar de reír, volvió a cambiar de carril para seguir adelantando. El viejo Packard, con sorprendente determinación, salió disparado y adelantó a los coches que quedaban. Ya en el carril derecho, Eddie siguió conduciendo a unos constantes cien kilómetros por hora.

Al cabo de un minuto, Charlie habló de nuevo.

—¿A qué tanta prisa?

—Quiero llegar al Bennington. —Hizo una pausa—. Ahora empieza lo bueno. Hace mucho tiempo que me apetece jugar allí.

Charlie reflexionó unos segundos.

—Verás, Eddie. No sé si recuerdas que te recomendé que no te acercases a Chicago. Nunca.

Eddie intentó que no se le notara la irritación. Dejó que las palabras se asentaran.

—¿Por qué?

El tono de voz de Charlie fue tan impasible como siempre.

—Podrían vencerte.

Eddie mantuvo la vista en la carretera.

—Entonces, tal vez no debería volver a apostar, porque podría perder. Tal vez debería hacerme comercial. Ir por ahí vendiendo productos de limpieza.

Charlie lanzó la colilla por la ventanilla.

—¿Por qué no?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que das gato por liebre. Eres el típico timador con estilo del que todo el mundo se hace amigo. La primera vez que entraste en mi casa no tenías ni dieciséis años y ya eras así.

Eddie sonrió.

—O sea que sé buscarme la vida, ¿es eso? ¿Y qué tiene de malo?