Las huellas del sol - Walter S. Tevis - E-Book

Las huellas del sol E-Book

Walter S. Tevis

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Beschreibung

Walter Tevis, autor de Sinsonte y El buscavidas, demuestra su capacidad de combinar distopía y humor en unas novelas que retratan lo peor de nuestro mundo.

Año 2063. Los recursos de la Tierra se están agotando. Todas las expediciones espaciales en busca de nuevos combustibles han fracasado, China es una potencia global, Estados Unidos agoniza en manos de la mafia, y la gente se muere de frío en el centro de Manhattan. El magnate estadounidense Ben Belson es uno de los hombres más ricos del universo, un tipo inmaduro y presuntuoso que necesita demostrarle al mundo que su padre se equivocó al subestimarlo. En un momento de crisis, decide hacer acopio del poco uranio que queda en la Tierra, compra una nave y pone rumbo a un planeta que inmediatamente bautiza con su propio nombre y en el que crece un tipo de hierba inteligente cuyo canto enerva los sentidos. Las misiones siderales están prohibidas desde hace tiempo, pero él se ha acostumbrado a salirse con la suya y, con la excusa de encontrar una respuesta a la crisis energética, se lanza al vacío del espacio para superar su vacío existencial. Así, lo que empieza siendo una excentricidad más acaba convirtiéndose en la expedición del siglo. De repente, el futuro de la humanidad está en sus manos, aunque, en realidad, él solo quisiera despejarse un poco.

CRÍTICA

«Una novela absolutamente exquisita.» —Newsweek

«Tevis atrapa al lector y no lo suelta.» —The Washington Post

«Una muestra de ciencia ficción suave y envolvente.» —Kirkus Reviews

«Pocos novelistas han escrito sobre el genio —y la adicción— con tanta agudeza como Walter Tevis.» —The Telegraph

«Tevis tiene un don para la caracterización vívida y la narración propulsiva.» —Tobias Wolff

«Una hermosa muestra de lo que la ciencia ficción, y solo la ciencia ficción, puede hacer.» —Postcards from a Dying World

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Para Eleanor Walker,

el doctor Herry Teltscher y Pat LoBrutto

Oh, girasol, hastiado del tiempo,

que sigues las huellas del sol

buscando ese dorado asiento

donde el periplo llega a su fin.

WILLIAM BLAKE, Cantos de experiencia

CAPÍTULO 1

Cuando me sedaron regresé como un rayo a mi infancia en la Tierra y me quedé ahí, en una especie de duermevela, durante dos meses. A ratos notaba la trepidación del motor de la nave, de los tubos brillantes que me alimentaban, de las máquinas que mantenían en forma mi cuerpo y de la voz suave de mi instructor, pero la mayor parte del viaje la pasé en casa de mi padre en Ohio, con los olores del humo de su puro y sus libros, y con el respeto que me producían de niño los certificados y diplomas colgados en la pared empapelada detrás de su escritorio. El papel era de flores azules desteñidas; parecía que pudiera verlas con más claridad desde mi cabina de capitán en mi nave interestelar que en la infancia. Nomeolvides. Había una mancha amarronada cerca del techo por encima de un diploma enmarcado que decía DOCTEUR DE L’UNIVERSITÉ HONORAIRE. Yo me sentaba en el suelo enmoquetado de verde y clavaba la mirada en la mancha, callado. Mi padre, también callado, leía un libro viejo en alemán, francés o japonés, parándose de vez en cuando a tomar alguna nota en una ficha o a encenderse un puro. Nunca me miraba ni se daba por enterado de mi presencia. Mamá estaba fuera; a mi padre le había tocado cargar conmigo. Me sentía culpable: estaba ocupado, su trabajo era importante, yo era un incordio para él. Debí de quererlo muchísimo… Sus raras y tímidas sonrisas, su calma. Ni siquiera tenía esperanzas de que me llegase a explicar su trabajo un día. Cuando murió, yo seguía sin saber nada de aquella historia antigua sobre la que se pasó cavilando toda la vida. Jamás he leído sus libros. Hice que lo enterrasen en un cementerio excelente, contento de ser lo bastante mayor y contar con el dinero suficiente para organizarlo todo como es debido. Cuando murió, yo tenía veintitrés años y ya era rico. Mi padre era un erudito —famoso en el mundo entero, me contó mi madre— y le iba la pobreza refinada. Lo quise con toda mi alma, en silencio.

Casi me despierto una vez aquí en la nave cuando mi instructor se despistó y una de las máquinas de ejercicio físico me tensó en exceso los músculos del abdomen. Por un instante, me vi tumbado boca arriba en un sillón de cuero rojo, gruñendo al techo contra los resortes de acero del gimnasio de la nave mientras me resbalaban por toda la cara lágrimas calientes. Aquel dolor fugaz me había sacado de mi viaje onírico al despacho de mi padre. Los nervios tensaban el semblante del instructor. Como a través de un tabique, oí su voz alarmada diciendo «Disculpe, capitán Belson», y yo murmuré algo sobre el amor y volví a sumirme en mi sueño químico. Lo que me sorprendió fueron las lágrimas. No había llorado en el funeral de mi padre. No hice duelo. Apenas había pensado en él en treinta años. Y ahí estaba, con cincuenta y dos, en los negros confines de la Vía Láctea, llorando por él como una Magdalena. Al dormirme volví a su despacho y me quedé sentado en el suelo con las piernas cruzadas, en silencio. Observé su concentración en el escritorio. Desde algún punto externo a mí oí el zumbido de la nave y me regocijé, propulsado más allá de la velocidad de la luz hacia constelaciones totalmente fuera del alcance de la comprensión de mi padre.

Me despertaron dos semanas antes del aterrizaje. La tripulación la integraban diecisiete personas. La nave era mía; la había comprado un año antes. Nos dirigíamos hacia un planeta inexplorado de la estrella Fomalhaut, conocido como FBR 793. Era mi primer viaje fuera de la Tierra.

Nunca me ha costado despertarme. Tengo un punto asilvestrado que se activa cuando me despierto. Estaba tumbado en mi camarote y el médico y el copiloto de la nave esperaban de pie a mi lado. El médico me tendía una taza de café. La ignoré un instante mientras miraba alrededor. Habían pintado la habitación de azul claro como había dejado dicho; recordé vagamente el olor de la pintura fresca en mi nariz dormida. A mi derecha había un ojo de buey y, casi en el centro, una estrella cristalina de una luz cegadora contra el terciopelo negro. Estiré los brazos y las piernas, giré la cabeza a un lado y a otro. Noté la fuerza de mi cuerpo; la notaba en los pectorales, los bíceps, los músculos de los muslos; la sensación de poder me embargó como una euforia serena. Me palpé el estómago; la barriga había desaparecido.

Volví a mirar al médico, me incorporé sin pensármelo dos veces y cogí la taza. Había un jarrón blanco de porcelana con rosas rojas en el escritorio junto a mi cama.

—Gracias por las flores —dije.

—Me alegra haber podido cultivarlas —respondió el médico—. ¿Qué tal la cabeza? ¿Algo de resaca?

—Ni una pizca, Charlie —dije.

Era verdad. Me encontraba de maravilla. Le di un sorbo al café y noté cómo penetraba en la pura oquedad de mi estómago.

—No te lo bebas tan rápido —dijo Charlie—. Si ya es malo de por sí…

Le había pedido que me tuviese el café preparado.

—Me conozco bastante bien —le contesté, y seguí sorbiendo.

—Es un yo nuevo —me dijo el médico.

Lo miré por encima de la taza, por encima de la franjita roja que ribeteaba el borde de porcelana.

—Charlie, es un yo nuevo, pero le sigue gustando el café. —Me tomé la mitad y dejé la taza. Salí de la cama, un poco lento. Estaba desnudo y bronceado. Tenía buen aspecto. Las lámparas ultravioletas me habían decolorado el vello de brazos y piernas—. Vamos al puente de mando —dije.

—De acuerdo —dijo el copiloto, sorprendido.

—Y mientras me visto, a ver si me puede conseguir un sándwich.

Aún estábamos demasiado lejos como para ver el planeta. Podría haber dormido otra semana, porque tenía muy poco que hacer despierto. En general, nadie tenía mucho que hacer en la nave. Pero dos meses de sueño habían bastado para ponerme en forma y evitar un aburrimiento excesivo. Quería leer un poco. Quería comprobar lo que se sentía siendo el capitán-propietario de la nave espacial. Era el primer hombre de la historia en tener una y quería saborear la experiencia.

El puente de mando era un semicírculo de seis metros de diámetro, perpendicular al sentido de la aceleración de la nave. La aceleración era constante a 1/5 g incluso en nuestro pliegue espaciotemporal, y nos proporcionaba peso suficiente para caminar. Para ejercitarme usaba las máquinas de gravedad cero marca Nautilus, a base de resortes y levas. No había olimpiadas intergalácticas, pero, de haber existido, se habrían usado estas máquinas para preparar a los atletas. Me sentía capaz de ganar una medalla de oro.

El sándwich resultó ser de jamón de Virginia y gruyer. Con tanto frío y con el vacío que nos rodeaba, la conservación de alimentos era fácil y teníamos de sobra. Era un buen sándwich, pero con medio ya se me llenó el estómago encogido. Le di la otra mitad al copiloto.

—¿Cómo vamos de uranio? —pregunté.

—Perfecto. Exactamente como habíamos calculado. Podríamos repetir el viaje sin repostar.

El puente de mando era en su mayor parte una cubierta vacía enmoquetada de beis. Su corazón lo formaban un par de enormes ordenadores y un panel de interruptores. No mucho más complicado que una locomotora. Tenía seis escotillas rectangulares y las estrellas que se veían eran espléndidas, aunque al rato aburrían. Las había visto antes de dormir y me quedé impresionado, pero solo unos momentos. El primer vistazo es espectacular; no hay ningún cielo helado de montaña en la Tierra donde se vean brillar así las estrellas. Pero, en mi opinión, el interés del océano durante un viaje marítimo es más continuado. Tiene vida, a diferencia de este panorama interestelar, por mucho que encandile. Si al final resulta que es la manifestación visible de un dios, a mí no me impresiona. No necesito una deidad indescifrable; con la indescifrabilidad de mi padre ya tuve bastante. Tengo mucho que hacer con mi vida. No necesito dioses demasiado lejanos como para revelárseme ni ninguna presencia tras el resplandor de las estrellas.

No soy un Ahab chiflado. Soy un hombre de negocios en busca de uranio. La Tierra ha malgastado casi todo el que tenía. Acumulé todo lo que pude para alimentar esta vieja nave china y había apostado la mitad de mi fortuna (en una corazonada estilo Schliemann) a que habría uranio en un planeta de Fomalhaut. «La Burbuja de Belson», lo llamó el Chicago Tribune. Bueno, pues que le den al Chicago Tribune.

—Capitán —dijo el copiloto—, ha llegado un mensaje mientras usted dormía.

Asentí.

—Más tarde. ¿Qué tal el huerto?

—Mejor aún de lo planeado. Ya ha visto las rosas. Llegó a la tercera semana de viaje…

Me quedé mirando su cuerpo rollizo y su calva incipiente.

—Bill. He dicho que más tarde.

—Perdón.

—Vamos a ver el huerto.

Cruzamos una pasarela, bajamos una escalerilla pulida con peldaños antideslizantes. Entre la baja gravedad y mis espléndidos músculos nuevos me sentía como una araña en la flor de la vida descendiendo por un radio de su nueva tela. Llevaba unos vaqueros azules desgastados, una camiseta gris y unas zapatillas de deporte con suela de goma. En gravedad baja es fácil resbalar y, aunque pesas poco, puedes hacerte daño por tu masa.

Era una visión impresionante. Gradas y gradas de rosas exuberantes verdes, amarillas y rojas salpicadas entre plantas comestibles, muchísimo más fascinantes para mí que las estrellas del exterior. Los jardines colgantes de Babilonia, dijo mi mente casi en voz alta. Había aguacates macizos, naranjas, uvas y patatas en flor, guisantes con flores azules y enormes enredaderas de judías Kentucky Wonder. El aire era húmedo y acre, me calentaba las mejillas. Cuando cruzamos a zancadas flotantes una puerta hermética, un aire cálido nos acarició el cuerpo. Era como el crepúsculo húmedo de los trópicos. Follaje, flores y aire húmedo y cálido; se me henchía el corazón. Todo aquello era mío.

Arranqué una mandarina de un árbol cargado de fruta que crecía en un tiesto metálico, y la pelé. Estaba deliciosa.

—Vale, Bill —dije—. Ya podemos ver ese mensaje.

SE LE ORDENA POR LA PRESENTE TENGA A BIEN PONERSE BAJO ARRESTO DOMICILIARIO Y VOLVER A LA TIERRA DE INMEDIATO. SU COMBUSTIBLE DE URANIO QUEDA CONFISCADO POR ORDEN DE ESTE TRIBUNAL. SE LE ORDENA POR LA PRESENTE TENGA A BIEN PONERSE BAJO ARRESTO DOMICILIARIO Y VOLVER A LA TIERRA DE INMEDIATO. SU COMBUSTIBLE DE URANIO QUEDA CONFISCADO POR ORDEN DE ESTE TRIBUNAL. SE LE ACUSA DE VIOLACIÓN DEL CÓDIGO ENERGÉTICO DE LOS ESTADOS UNIDOS. SE LE INFORMA POR LA PRESENTE DE QUE EL VIAJE ESPACIAL SE CONSIDERA UN DELITO DE ALTA TRAICIÓN, PUNIBLE CON UNA PENA DE CÁRCEL DE HASTA VEINTE AÑOS, Y DE QUE EL DESPERDICIO DE COMBUSTIBLE CONSTITUYE ASIMISMO UN DELITO DE ALTA TRAICIÓN. SE LE ACUSA DE VIAJAR SIN UN PASAPORTE VÁLIDO Y DE CONSPIRAR CON TERCEROS PARA INFRINGIR LAS LEYES DE LOS ESTADOS UNIDOS.

SI NO SE PERSONA ANTE ESTE TRIBUNAL EL 30 DE SEPTIEMBRE DE 2063 SE LE REVOCARÁ SU CIUDADANÍA Y SUS PROPIEDADES SERÁN CONFISCADAS.

TRIBUNAL DEL DISTRITO

MIAMI

—¿A qué estamos? —le pregunté a Bill.

—Nueve de octubre de 2063.

Estaba sentado en la silla Eames de mi camarote. Bill se quedó de pie a mi lado, esperando por si había respuesta.

Solté el papel encima de mi mesa.

—Dígales que lo siento, pero que no podemos dar la vuelta. Diga que los retropropulsores están fallando. —Había una mesita china lacada junto a mi silla. Puse ahí la taza de café—. ¿Ningún mensaje de Isabel?

—¿Isabel?

—Isabel Crawford. De Nueva York.

Bill negó con la cabeza.

—No, capitán.

—Gracias, Bill. Me gustaría estar a solas un rato.

—Claro, capitán —contestó, y se marchó.

A mi derecha tenía una biblioteca que seguía la leve curva del casco de la nave, desde el suelo hasta el techo del camarote. Estaba repleta de libros: novelas, relatos, biografías, psicología, poemas. En la estantería más alta, encuadernados en cuero, los siete volúmenes de historia americana que escribió mi padre, William T. Belson, profesor de Historia de la Universidad de Ohio. Los tenía desde hacía treinta años y había abierto cada volumen una sola vez, durante un minuto o así. Entonces me quedé un buen rato observándolos, sentado en mi camarote de capitán en aquel absurdo viaje de descubrimiento, pero cuando me levanté para coger un libro fue Los embajadores, de Henry James.

FBR 793 se hizo visible el día antes del aterrizaje. Primero lo vi como una pequeña media luna a centenares de millones de kilómetros de Fomalhaut. No es que me emocionase mucho; simplemente estaba ahí, un objeto celestial deshabitado, un planeta que aparecía tipificado en los mapas como «de muerte inminente». Nadie había puesto el pie allí jamás; lo habían estudiado desde una nave en órbita hacía unos cuarenta años. La nave que lo fotografió no tenía suficiente combustible para aterrizar y despegar de nuevo, ni siquiera en aquella época rica en uranio.

FBR 793 era el vigesimotercer planeta extrasolar descubierto y, al igual que el resto, carecía de formas de vida avanzadas. Independientemente de los motivos oficiales que se dieran sobre las exploraciones llevadas a cabo por Estados Unidos, la República Popular China y los japoneses, solo había dos motivos reales para mandar naves a surcar la Vía Láctea. Una era el deseo descabellado de encontrar vida inteligente fuera de la Tierra, como si no hubiese ya suficiente en la Tierra, ¡y la mayor parte pasándolas canutas! La otra era la esperanza de encontrar combustible barato.

Pues bien, nadie encontró vida, ni inteligente ni de ningún otro tipo. Y no había muchos planetas. La mayoría de las estrellas no tenían planetas. Y nadie encontró uranio ni nada que no fuese granito, caliza, pedernal y desolación. El proyecto fue un fracaso y se abandonó. Yo lo había retomado en mi edad adulta, en eso que en la época sobre la que escribía mi padre llamaban «una crisis de la mediana edad». Un día, un geólogo me contó en un picnic playero, mientras escupía pipas de sandía sobre la arena coralina y acariciaba el brazo moreno de una mujer amodorrada, que había visto fotos de FBR 793 en algún sitio y que a él le olían a uranio inocuo.

—¿Qué es eso de «uranio inocuo»? —dije yo.

—Son elucubraciones de la gente del MIT. Si se forma uranio en un medio de una gravedad menor que la de la Tierra, sus características serán distintas. No sería radiactivo salvo dentro de un campo magnético. —Me miró—. Adiós a las fusiones nucleares.

—¡Hostia! —dije— Ahí habría pasta.

—Pasta a espuertas.

Me quedé allí tendido cavilando un rato. La marea se estaba retirando de la tranquila bahía donde estábamos apoltronados. Eran como las tres de la tarde y el sol refulgía sobre nosotros. Era Jamaica, creo. Aquella mañana había trabajado en mi escritorio del apartotel, había recibido una felación infructuosa a la hora del almuerzo, estaba aburrido del mundo de las fusiones empresariales, de las piñas y las papayas, de la música caribeña, de las mamadas insatisfactorias, del café Blue Mountain y de contar mi riqueza. Tenía cincuenta años y tres mil millones en el banco. Qué coño —pensé—, los viajes espaciales tienen que ser más divertidos que esto. También serán mejor que suicidarse. Me puse a telefonear a geólogos y a la gente que sabía de las pocas naves abandonadas que sus respectivos gobiernos no habían desguazado. Así es como empezó la Burbuja de Belson. Si aquella chica hubiese sido más eficaz a la hora del almuerzo a lo mejor no habría sucedido.

En algunos aspectos, supongo que mis ambiciones son estúpidas. Tengo más dinero del que puedo gastar, y eso desde los treinta y cinco años. Soy propietario de casas de campo, chalés, un yate, una mansión en Nueva York; sin embargo, no quiero llamar «hogar» a ningún sitio: lo último que quiero es un hogar. A menudo resido en hoteles o duermo en mi coche. No quiero un estudio como el de mi padre, un campo de batalla intelectual mudo, un reducto de autojustificación. Huiré de la vida a mi manera, me escabulliré de la realidad como me dicte mi temperamento. Me lo puedo permitir. Gano dinero con el carbón, la bolsa y el mercado inmobiliario, y sé cómo funcionan las cosas. El dinero no se mueve por fantasías salvo en el mundo del espectáculo, y yo no pertenezco al mundo del espectáculo.

Observé el planeta, mi planeta, el contorno medio dibujado por su sol, oscuro a medias, y dije:

—Lo llamaremos Belson.

¿Por qué no? Ya voy teniendo una edad.

Y Belson se llamó esa enorme y distinguida maravilla esférica. Cuando estuvimos más cerca advertí que tenía anillos. Eso no aparecía en los informes, y fue toda una sorpresa. El corazón me dio un vuelco al verlos a través de las ventanas del puente de mando, rojos y lavanda: los anillos de Belson. Cada vez estaba más interesado. Nos encontrábamos a unas cuantas horas luz, y Belson se veía gigantesco en la pantalla, una superficie verdigrís. Me encantaron los anillos.

La nave había comenzado a decelerar el día antes. Al principio nos quedamos sin gravedad, luego esta se invirtió y aumentó hasta alcanzar unos parámetros un poco por encima de los de la Tierra; aminorábamos rápidamente. Lo que antes estaba arriba ahora estaba abajo, dado que habíamos cambiado de polaridad. La nave había rotado ciento ochenta grados, y todos estábamos atados a los catres con correas. Durante unos instantes fue un delirio, y unos cuantos elementos pequeños que habíamos olvidado, como clips y el gato de la nave, flotaron frenéticamente mientras dábamos vueltas en medio de la gravedad cambiante. El gato rubio pasó a la deriva delante de mi cara arqueando el espinazo, alarmado. Cruzamos miradas. Sus ojos parecían culparme a mí por su situación.

—Lo siento —le dije.

Se suponía que el resto de la tripulación había estado usando el gimnasio, pero probablemente no fue así. Se notaba que el repentino incremento de peso les estaba pasando factura, pero mis músculos estaban preparados y fue agradable volver a pesar por un rato. Aquel último día de trayecto caminé muchísimo: por la sala de motores, el huerto, el puente de mando, las salas de almacenaje, de equipamiento y de investigación. Cada vez que pasaba por un puerto entre módulos miraba para ver mi planeta, Belson, que iba agrandándose. No hablé con nadie. El aterrizaje se llevaría a cabo en automático, con la supervisión de la piloto por si hiciese falta tomar los mandos. La piloto era una mujer pelirroja de mediana edad; la había contratado con la posibilidad de un encuentro sexual en mente (tenía una cualidad maternal, y a mí eso me atrae).

A esas alturas ya me había dado cuenta de que no albergaba verdaderas ambiciones con respecto a Belson. Si encontrábamos uranio sería una alegría, pero era lo de menos. A lo mejor me había pegado todo aquel viaje para ponerle nombre al sitio, para establecer mi propio hogar fuera del mundo. Belson contaba con una atmósfera respirable y una temperatura agradable; se podía vivir allí si tenías comida y agua suficientes. Pero la estampa de un Ben Belson como ermitaño extraterrestre no me atraía, así que desestimé la idea.

Al primero a quien le hablé de mi proyecto de buscar uranio en el espacio fue a mi contable, un judío amable y barrigudo llamado Aaron.

—¿Para qué? —me preguntó.

Estaba bebiéndose una Perrier en P. J. Clarke’s, era noviembre y podíamos ver por las ventanas que empezaba a nevar copiosamente.

Lo miré a los ojos y apuré mi ron con cola.

—Por dinero.

—¿Necesitas más dinero? —dijo Aaron.

Me reí con sorna.

—Por la aventura.

—No me lo creo —dijo—. Hay maneras más fáciles de vivir aventuras.

—El mundo necesita energía. Nadie va a resolver el problema de la fusión nuclear. El petróleo se ha acabado, salvo el que tiene almacenado el ejército. Han cerrado las plantas de fisión porque el uranio es peligroso. Y tal vez vayamos camino de una glaciación. Alguien tiene que encontrar energía en algún sitio o nos congelaremos, Aaron.

—Cuatro inviernos malos no hacen glaciación —contestó Aaron—. Tenemos madera de sobra para calentarnos. La población va en descenso, Ben. Lo capearemos. —Rescató la lima de su Perrier y la lamió con aire conjetural—. Cuando éramos niños ya intentaron salir con naves al espacio y desistieron. Y eran expertos. Ahora lo han prohibido. En el espacio no hay más que desconsuelo.

Me caía bien Aaron. Era íntegro, serio y listo. Le gustaba hacer de abogado del diablo conmigo. Y me había dado en qué pensar.

—Vale, no es por aventura —dije.

—Entonces, ¿por qué es?

Le sonreí.

—Por la gamberrada.

Me miró y puso cara de circunstancias.

—Voy a pedirme una hamburguesa —dijo, y le hizo una seña a un camarero—. Lo de la gamberrada me lo creo. Lo vendemos como exploración en busca de recursos minerales, a ver si te consigo beneficios fiscales. Vamos a almorzar y a charlar de algo alegre.

Pedí un filete poco hecho, una mousse de chocolate y una jarra de cerveza. Aquella noche llamé a Isabel y la llevé a ver Così fan tutte en el Lincoln Center. En el intermedio le conté que estaba planeando intentar un viaje espacial. Lo asimiló, pero con asombro. Estábamos en mi palco de asientos rojos de terciopelo y yo iba medio borracho. La música era majestuosa. Durante el segundo acto me volví hacia Isabel con intención de meter suavemente una mano por debajo de su precioso vestido y vi que estaba furiosa.

—¿Qué pasa, cariño?

Me miró como quien mira a un niño indisciplinado.

—Creo que estás huyendo.

Salí de Nueva York al día siguiente para emprender mi búsqueda de una astronave. A veces la ciudad me deprime, ahora que hay tan pocos taxis y coches, no quedan árboles en Central Park y la mitad de los restaurantes que conocía con veintitantos años han cerrado. Lutèce y el Four Seasons ya no están, pero hay un chiringuito de madera en el sitio que ocupaba Le Madrigal. ¡Y las tiendas! Cerró Bergdorf-Goodman, lo mismo que Saks y Cartier; Bloomingdale’s es una cochera de autobuses de la Greyhound. Todo el mundo viaja en autobús o en tren, porque los aviones no funcionan con carbón. Nunca había sentido que ningún lugar de este mundo fuese realmente mi hogar. ¿Por qué no probar con otro mundo?

El aterrizaje fue perfecto y solo hizo falta una mínima ayuda de la piloto. Descendimos ligeros como una pluma en un punto donde era por la mañana. Por los ojos de buey la superficie de Belson refulgía con un resplandeciente negror grisáceo. Obsidiana. A cierta distancia había un campo de algo parecido a hierba. El cielo era de un verde mohoso con nubes como las de la Tierra. Cirrostratos y cumulonimbos, altos y blancos. Tenía buena pinta.

La piloto apagó el motor. El silencio era abrumador. Nadie hablaba.

Miré a Bill, el copiloto, al otro lado del puente de mando. Estaba registrando el aterrizaje en el diario de a bordo. Como debía ser. Me sentí tradicional y me entraron ganas de tener una orquesta en la nave para que tocase el himno nacional.

Tras unos instantes, Bill dijo:

—Voy a ponerme un casco y salgo.

—Alto —dije—. El primer hombre en pisar este planeta voy a ser yo. Veo en los indicadores que está todo en orden; no voy a ponerme casco.

Me chocó la energía de mi voz tras la calma que había sentido durante el aterrizaje.

Aquella noche, después de la ópera, Isabel me dijo:

—Ben, ojalá supieras tomarte las cosas con calma. Ojalá no anduvieras siempre precipitándote.

Y yo le contesté:

—Si no anduviera siempre precipitándome no tendría tanto dinero y no te tendría aquí junto a esta chimenea de mármol quitándote la ropa.

Isabel llevaba una falda-pantalón azul y medias del mismo color. Sus pechos desnudos eran como de muchachita y me conmovieron mientras los grandes leños chisporroteaban y Mozart todavía hormigueaba en mis oídos. Ya no vivíamos juntos, pero seguía existiendo una conexión entre nosotros.

Lo que había dicho la cabreó.

—No estoy contigo por tu dinero, Ben.

—Perdona, cariño. Ya lo sé. Es solo que siempre voy con prisas, por así decirlo, y no sé cómo frenar. A lo mejor este viaje es lo que necesito.

Me miró mal un momento. La concentración embellecía su cara y su piel resplandecía a la luz de la chimenea. Isabel es escocesa, y aquella tez escocesa suya (además de su voz encantadora) fue lo que me atrajo años atrás.

—Te odio por empeñarte en arriesgar tu vida —dijo—. No necesitas arriesgarla, Ben. No hay nada que demostrar.

Ay, Dios, tenía razón. No había nada que demostrar entonces y no hay nada que demostrar ahora. Y yo lo sabía. Creo que es una adicción.

De modo que salí presuroso por la escotilla de aquella nave a la superficie de oscura obsidiana de un matutino planeta Belson, me resbalé y me rompí el brazo derecho. Mientras mis diecisiete subordinados me observaban desde los grandes ojos de buey del puente de mando, di un traspié, un resbalón y una vuelta de campana, caí con todo el peso de mi culo sobre el brazo derecho doblado como un alambrito y solté un berrido. Me hice un daño horroroso. El aire de Belson era seguro y tenía un aroma agradable, musgoso; paladeé el olor a pesar de lo mucho que me dolía el puñetero brazo.

—Su puta madre —dije.

Charlie llegó hasta mí con una jeringuilla de morfina. Me ayudó a volver a la nave, a mi camarote, y luego me hicieron una radiografía y me arreglaron el brazo. Estaba roto por dos sitios y asomaban los huesos. ¡Qué puto desastre! Pero la morfina me sentó de maravilla.

No se me había ocurrido que la obsidiana fuese resbaladiza. Los informes no habían dicho nada sobre el tema, pero vaya si resbalaba. Belson era un planeta de cristal. ¿Quién iba a querer algo así?

Al día siguiente, mientras mis seis geólogos y mis cuatro ingenieros comenzaban el examen sísmico en busca de una veta de uranio, yo tenía fiebre. Hacia la tarde, unas explosiones colosales comenzaron a mecer la nave mientras yo seguía en la cama, aturdido por la morfina, acurrucado con el estómago lleno de vichyssoise y mousse de limón. ¡Bum! Mi pequeño Corot se cayó de la pared. Al anochecer le propuse a Ruth, la piloto, que viésemos una película juntos. Aceptó amablemente y yo no intenté nada. Era la euforia química lo que me tenía prendado en ese momento.

Nunca había probado la morfina, así que en cuanto comenzó a manipular mi sistema nervioso, algo en mi interior fue consciente de que aquello era magia de la buena. Sentí la emoción del peligro. Tenía una cualidad de suficiencia, una forma de llenar los espacios vacíos del alma, que enganchó a mi espíritu apabullado al instante, allí en medio de la superficie oscura y resbaladiza de un planeta recién estrenado. Una sustancia química espléndida; cuando al día siguiente me desperté sin que me importase un comino el planeta que había venido a explorar, pero ávido por meterme otra dosis, me llevé un buen susto. Cuando Charlie entró en mi camarote con su jeringa aún me asusté más. Le dije que de eso nada, que me buscase una aspirina. Tardó media hora en encontrarla. Para que veáis: el mundo moderno. Aquí estábamos, en una nave espacial con el equipo geológico y exploratorio más avanzado y con unas instalaciones de la hostia que nada tenían que envidiar al Hospital Johns Hopkins. Disponíamos de un sintetizador de fármacos, disponíamos de un ordenador capaz de extirparte el apéndice, pero el médico tenía que pedirle una aspirina al responsable de la sala de motores. Presentí que el destino intentaba convertirme por la fuerza en un adicto a la morfina.

La aspirina me ayudó un poco con el dolor, pero estaba de los nervios. Qué coño, pensé, y le dije a Charlie que me pusiese media dosis de morfina. Uh, ahora sí.

Hay muy pocas cosas en este mundo que cumplan lo que prometen, y menos aún que den lo que uno espera. La morfina es una de ellas; solo prometía alivio y aportaba levedad al corazón. Era beatitud química para mi alma embarullada. Noté el enganche. Por qué no. Otros podrían acabar como De Quincey, Coleridge y todos aquellos pobres diablos, pero yo llevaba controlando un montón de cosas a lo largo de mi vida y concluí: Pocas cosas hay tan buenas como esto. Voy a subirme a esta ola un rato. No era tan ingenuo como para obviar que probablemente aquella ola me iba a llevar por delante, pero me convencí de que también podría controlarla. Todo tendría su precio. Pero eso sería llegado el momento.

Enseguida descubrí que podía rebajar la dosis sin dejar de conseguir el efecto deseado. Las mañanas de las tres semanas siguientes disfruté de una leve euforia morfínica y deambulé por Belson en un jeep nuclear con el brazo en cabestrillo y Ruth al lado poniendo música en una pequeña grabadora esférica. Così fan tutte, principalmente. La gente que graba actuaciones en directo me parece imbécil, pero yo a veces lo hago también, por darme el gusto. Así me entretengo en las partes aburridas, comprobando los niveles y los tonos. Había grabado Così fan tutte aquella noche con Isabel en el Met. Me ceñía a mi dosis de una inyección diaria de morfina; por las tardes, cuando se me pasaba el efecto, el premio era un dolor de cabeza, y entonces echaba mano de las aspirinas restantes hasta que se me acabaron. Visitaba las zonas de actividad sísmica, cruzaba en el vehículo la resbaladiza obsidiana escuchando arias compuestas a años luz de distancia en Austria y, aunque mi alma no cantara al unísono con la música por culpa de la sustancia alcaloide que invadía mi cerebro, seguía celebrando la extrañeza de un nuevo planeta con los nervios electrizados. No había gran cosa que ver en Belson, pero me había acabado enamorando del lugar.

La primera vez que encontré hierba y pasé por encima, la hierba chilló bajo los neumáticos del jeep como una mujer torturada. Y cuando frené y me bajé descubrí que la hierba que había machacado sangraba, sangraba bajo mis zapatos y bajo las ruedas del coche. Era del rojo de la sangre auténtica y bastaba para desconcertar al más eufórico de los hombres. Me afectó profundamente. Saqué de allí el jeep con tanta suavidad como pude.

Aquella noche después de la cena me enteré por el jefe de ingenieros, que también era biofísico, de que la hierba no tenía nada que ver con la de la Tierra y le resultaba incomprensible. Era marrón, como de treinta centímetros de largo y no crecía en la superficie. Aquellas briznas eran las puntas de unos largos y delgados filamentos que penetraban en la obsidiana durante kilómetros hasta donde no alcanzaba nuestra capacidad investigadora. Ninguna persona a bordo ni ningún aparato tenían potencia suficiente como para arrancar de cuajo una brizna. Tampoco se podía cortar. Chillaba y sangraba cuando la aplastabas, pero nadie tenía ni pajolera idea de por qué ni cómo. Y aplastarla no la mataba ni la rompía. Eso si es que estaba viva. El biofísico se llamaba Howard. Dijo que la hierba era algún tipo de polímero. No te jode. Y el nailon también.

Y entonces, un atardecer en el que estábamos todos a bordo comiendo juntos pierna de cordero, comenzamos a oír un sonido leve y musical del exterior. Nos quedamos inmóviles por un instante. Me levanté y abrí la puerta de la escotilla. Era una melodía cantada proveniente de un campo de hierba que empezaba a unos centenares de metros al oeste de la nave. Salí con el médico y caminamos con cuidado por la superficie resbaladiza bajo la luz de la puesta de sol de Belson, hacia la hierba. La hierba estaba cantando. Nos llegaba de todas partes.

Y lo más extraño de todo, lo que hizo que se me pusiera la piel de gallina, fue que la voz y la melodía eran humanas: tan humanas como cualquiera de nosotros. Era imposible descifrar las palabras, pero lo que cantaba sonaba como palabras. Cantaba fuerte y suavemente a la vez, y la melodía no dejaba de cambiar. Por un instante, sobresaltado, creí oír retazos de Così fan tutte. A veces la hierba se ondulaba al cantar, y otras permanecía quieta. Cuando se movía, sus sombras —alargadas a causa del sol bajo— se arrugaban al ritmo de la música. Era lo más hermoso que había visto en mi vida, lo más conmovedor que había escuchado. Por un momento temí que fuese el efecto de la morfina de aquella mañana, pero miré a los miembros de la tripulación a mi alrededor —los otros seis hombres y las once mujeres— y vi que también estaban fascinados. Estaban tan atónitos y emocionados como yo.

Howard se arrodilló junto a la hierba y acercó la cabeza al sonido. Vi que estaba llorando. A mi lado, Ruth miraba al frente. Nadie hablaba. Yo también estaba llorando.

Entonces el sol se puso y, al poco, la música cesó. Alguien encendió una linterna. Volvimos en silencio a la nave, y algunos nos emborrachamos al llegar. No había mucho que decir. Había sido la experiencia estética más potente de mi vida, y ya solo por eso merecía la pena el viaje. Llevaba la grabadora encima y había tenido la presencia de ánimo suficiente para grabar un fragmento, borrando así la mayor parte de la preciosa Così fan tutte. Pero la hierba era mejor que Mozart, y además ya estaba cansado de arias en italiano. Aquella noche no le conté a nadie lo de la grabación porque no estábamos demasiado habladores.

A la mañana siguiente, uno de los ingenieros encontró una planta enmarañada que salía de una fisura en la obsidiana cerca de la nave. Aquella zona había sido examinada a conciencia antes y no se había encontrado ningún tipo de brote. La planta no era como la hierba. No sangraba y se podía arrancar. Howard se la llevó a su laboratorio para analizarla. Me picó la curiosidad: ¿la habría hecho crecer la canción?

Reproduje la grabación en mi camarote mientras me comía el cruasán del desayuno, pero la música no sonaba igual. Estaba bien, pero había perdido la resonancia. Sonaba como un gran coro, sin más.

Al caer la tarde, Howard había analizado la muestra todo lo posible. Howard es un tipo flaco, cargado de hombros, con manchas de nicotina en los dedos. Lo encontré en su laboratorio leyendo una hoja impresa. Fumaba un cigarrillo y parecía cansado. Le pregunté qué había averiguado.

—Bueno —dijo—, es un salicílico, como los que se encuentran en la corteza del sauce y que llevamos siglos sintetizando en la Tierra. Pero la molécula tiene algo que no comprendo.

—¿Qué es un salicílico?

—La aspirina es un salicílico. Es lo que hay en la corteza del sauce. Distinto de este… —Sostuvo en alto un trozo de la planta—. Pero similar.

—¿Aspirina?

Me había traído aspirinas y música al viaje. La noche pasada, el planeta había producido ambas.

—Probablemente cura la cefalea.

—¿Es inofensiva?

—Supongo —contestó—. Tanto como la corteza de sauce.

—Voy a tomar un poco.

De todas formas, me dolía la cabeza porque se había pasado el efecto del pinchazo matutino.

Calculó una dosis a ojo y me la tomé. Sabía amarga, como la aspirina. Howard se quejó de que primero deberíamos probarlo en un ratón de laboratorio, pero me adelanté.

El dolor de cabeza se esfumó en tres minutos. Se esfumó por completo y no volvió. Fue entonces cuando empecé a creer que el planeta era inteligente y que era bondadoso. Belson hablaba mi idioma. La música le había hablado a mi corazón tan directamente como aquella planta le había hablado a mi sistema nervioso. Una coincidencia tan exacta no puede ser casualidad; las probabilidades son mínimas.

Desarrollé mi teoría de un planeta inteligente y se la planteé a Ruth. Me escuchó con cortesía, pero no estuvo de acuerdo. Dejé el tema. Ruth llevaba comiendo conmigo desde la primera semana en Belson, pero no nos acostábamos ni hablábamos mucho. Ella andaba ocupada con sus cavilaciones científicas y yo con mis cavilaciones místicas. Y mi morfina. Y tenía problemas sexuales.

Llamé a aquel arbustito endolina. Resultó que había un montón alrededor de la nave, creciendo en las grietas de la obsidiana. Había ido a Belson en busca de energía; en lugar de eso, había encontrado música, euforia y alivio del dolor. Empezaba a encantarme aquel planeta.

CAPÍTULO 2

¿Por qué me había comprado yo aquella nave, aquel pequeño universo portátil? Bueno, para empezar, me había quedado impotente. Mi miembro, entusiasta y católico en su día, se había vuelto tímido y huraño, y ya no me servía. Ni a mí ni a las señoritas a las que frecuentaba. Había disputas, reproches; intenté recurrir a la masturbación y, para gran consternación mía, descubrí que aquello también quedaba descartado. Mi miembro se había desvinculado de mis sentidos y mis sentidos se habían desvinculado de mi miembro. Y así siguió la cosa. Me sentía en la ignominia. Tenía ganas de matar a alguien. Mi psicólogo dijo que a mi madre; seguramente tenía razón, pero mi madre ya estaba muerta.

Finalmente, Isabel fue mi puerto en medio de aquella tormenta e impidió que perdiese la cabeza por completo. Se aplicó físicamente conmigo durante unos cuantos días —no empleo el término «aplicación» a la ligera— y luego desistió, diciendo con tacto: «Es mejor esperar un poco, Ben». Me mudé con ella a su pequeño estudio en la Calle 51 Este y dormí con ella y con sus dos gatazos en la pequeña litera que había construido con sus blancas y hermosas manos. Isabel era una buena carpintera; había trabajado durante años como atrecista de teatro hasta que reunió el valor necesario para intentar ser actriz. ¡Dios mío, qué diminuto era aquel sitio! Y no había manera de escapar de los ruidos de la calle por las ventanas: los gritos de los borrachos, de los bomberos furiosos y de toda clase de zumbados a las dos de la madrugada; los camiones a vapor de la basura a las cuatro y los estridentes vendedores de leña a las siete y media. La madera estaba a siete dólares el leño en el centro, e Isabel tenía una chimenea. Fue el peor invierno en cuarenta años; la mayoría de las mañanas el agua del lavabo era hielo puro. Intenté sobornar con sumas enormes al superintendente para que arreglara el calentador; me devolvió su tímida sonrisa yugoslava y se embolsó mis billetes, pero las tuberías siguieron en silencio. Una mañana gélida, asfixiado bajo el peso de tres mantas, traté de hacer entrar en razón a Isabel y de convencerla para que se viniese conmigo a Yucatán en barco a pasar el invierno. Pero fue inflexible. Se subió los edredones hasta la barbilla y dijo:

—Ya sabes que estoy en una obra, Ben.

Me notaba los pelitos de la nariz rígidos como estalactitas.

—Cariño —dije—, tienes seis putas frases en esa obra, y una de ellas es «Hola».

No veía la calle, porque en los cristales de las ventanas se había formado hielo. Y teníamos encendido el fuego; había echado unos leños a las cuatro de la madrugada, temblando tanto de frío que casi se me caen fuera. ¿Qué estarían haciendo todos los pobres del centro, los que no se podían permitir madera ni ventanas con aislamiento térmico y contra tormentas? La Cruz Roja repartía mantas, pero nunca eran suficientes. Me apunté mentalmente donar doscientos cincuenta mil dólares a la Cruz Roja. O igual un rancho de ovejas para que pudiesen producir su propia lana. Eran las siete de la mañana y oí el aullido del viento al doblar la esquina de la Tercera Avenida.

—Tesoro —dijo Isabel—. No pienso ser tu mantenida. Y yo no tengo tanto frío.

Isabel dormía con ropa interior larga de lana, escondiendo bajo tela rasposa toda aquella piel radiante suya y aquellos pechos de chiquilla. Yo dormía abrazado a su cuerpo caliente, con una bata de noche de franela y un pantalón corto de gimnasia.

Ya habíamos discutido sobre aquello bastantes veces, así que desistí. Isabel no iba a aprovecharse de mi fortuna. Aquella tarde merodeé por las inmediaciones hasta que encontré una enorme estufa de carbón vieja en una tienda clandestina de la Séptima Avenida y conseguí el nombre de uno que trapicheaba. Quemar antracita para tu calefacción privada era ilegal según la Ley de Fuentes No Renovables; hacían falta trenes de hulla para transportar comida y otros artículos básicos por el país, de modo que se vigilaba severamente el cumplimiento de la norma, pero yo tenía contactos y estaba dispuesto a probar suerte. A fin de cuentas, pertenecía al gremio: Belson Mines. Después de tres llamadas telefónicas conseguí veinticuatro pedazos de antracita como veinticuatro soles y la promesa de otra entrega en cinco días. A partir de entonces, Isabel y yo ya no volvimos a pasar frío. Mi trapichero, un tipo bajito y esmirriado enfundado en un abrigo marinero, intentó venderme un poco de cocaína con el lote de bultos negros, pero por entonces no me interesaban las drogas. Hizo falta un viaje a las estrellas para que me enganchase.

Una vez que tuvimos carbón en la chimenea, Isabel volvió a dormir desnuda, aunque eso no ayudó a mi impotencia. Recuerdo desvelarme de vez en cuando a las cinco de la madrugada con el ansia viva entre las piernas, pero si la despertaba (tarea nada fácil, porque dormía y roncaba como un oso hibernando) no servía de nada. Mi miembro se retraía, asustado; yo me frustraba y me sentía como un tonto de remate. E Isabel se cabreaba conmigo por despertarla para otro gatillazo.

—Ben —me decía—, si me quieres, aquí me tienes. Pero deja de despertarme para estos experimentos.

Yo me sonrojaba como un niño y era incapaz de volver a dormirme. Era horrible. Esto fue después de aquella conversación en Jamaica con el geólogo; empecé a fantasear con los viajes espaciales. Cuando yo sublimo, sublimo a lo grande.

Así que compré esta nave, la equipé, me aseguré de tener unas cuantas mujeres atractivas en la tripulación y puse rumbo a las estrellas con un pene fláccido.

—Doctor —le dije a Orbach, tendido en el sofá de cuero de su despacho, con mis enormes botas Lumberjack en el reposabrazos y la cabeza sobre un mullido cojín también de cuero—. Como no consiga tener un orgasmo pronto…

—No te conviene meterte tanta presión —dijo—. Hay otras maneras de darle salida a tu energía.

—Podría mentir, saquear y matar. Podría presentar mi candidatura a la presidencia. Podría viajar por el espacio.

Su voz sonó sarcástica.

—Esa última parece la menos destructiva.

Y con eso quedó decidido. Al día siguiente le dije a mis abogados que me encontrasen una nave espacial. La que terminé consiguiendo era china; se llamaba Flor del Reposo Celestial. Mandé al desguace la mayor parte de la vieja parafernalia científica que llevaba dentro, construí una plataforma de lanzamiento en los Cayos de la Florida, amueblé el camarote del capitán con antigüedades, contraté a una tripulación y despegamos hacia Fomalhaut. Me llevó un año. De no haber estado más tenso que un muelle de acero como consecuencia del celibato, me habría llevado cinco. Si no era capaz de penetrar el cuerpo de una mujer mediante un acto de voluntad, la voluntad me empujaría galaxia adentro. Detestaba esa especie de álgebra espiritual, pero comprendía bastante bien la ecuación; durante la mayor parte de mi vida había estado desnudando a un santo para vestir a otro. Así es como te haces rico en un mundo donde escasean los recursos, un mundo cuyas fuentes se agotan.

Años atrás, alguien me había hablado del culturismo in somno: podías evitar el aburrimiento de ponerte en forma haciendo ejercicio durante un largo sueño químico. Odiaba la gimnasia y la idea tenía su encanto, pero por entonces no me parecía posible desaparecer del mundo de la vigilia durante dos meses sin verme abocado a peligros económicos inimaginables. Cuando me enteré de que, pese a las triquiñuelas espaciotemporales de las que era capaz mi nave, tardaríamos tres monótonos meses en cruzar la Vía Láctea, decidí aprovechar la oportunidad e hice instalar las máquinas Nautilus. Los pectorales se me estaban quedando fofos y me estaba saliendo barriga. Tonificar mi cuerpo tal vez tonificara también su parte más blandita. A lo mejor en una siesta de dos meses tenía un aluvión de sueños húmedos y me quedaba a gusto. Pero resultó que no; me pasé la mayor parte del sueño con mi padre.

No había parado desde que me fui de casa a los dieciocho. Estudié Metalurgia en una facultad y Chino en otra mientras me mudaba de hotel en hotel. Cuando cumplí los catorce, mi tía Myra de Nueva York me dejó ochenta mil dólares. Los invertí en bosques en el momento idóneo, y para cuando me tocó ir a la universidad me podía permitir una suite en el hotel que me diese la gana y una secretaria para mecanografiar mis trabajos de curso. Nunca me había hospedado en una habitación de hotel normal; siempre escogía suites. Creo que temía quedarme atrapado en un solo cuarto como mi padre.

Me doy cuenta mientras escribo esto —mientras lo dicto— de que ahora vivo en un solo cuarto, igual que con Isabel. Soy el único inquilino de esta cabaña, de esta chabola de lúnice, la única obra arquitectónica del planeta Belson. No hay nomeolvides en las paredes, que son del mismo plateado mate del lúnice, ese hermoso mineral. Aun así, la idea de que me he convertido en el habitante de un solo cuarto y de que, por tanto, mi situación se asemeja a la de mi padre me incomoda. Igual que él, me paso las horas sentado en mi escritorio leyendo. Igual que él, fumo un puro detrás de otro. Igual que él, no hablo con nadie.

Necesito extraer más lúnice y construir otra habitación. Necesito una compañera. Necesito a Isabel.

Llevo ya cuatro meses aquí, con mi pequeña fábrica de morfina, mi ordenador rojo y mi huerto fuera. Difícilmente podría estar más solo si no fuese porque el planeta es mi amigo y mi amante. Cuando me deprimo, puedo regar el huerto, chutarme o hacer esto mismo: dictar mis reflexiones en la caja roja que las mecanografía sin cometer jamás un error ortográfico. Mi vida fracturada va saliendo de una ranura en flamante Bodoni Bold en un papel continuo marca Hammermill Bond; ahora hay tal cantidad que bastaría para empapelar esta cabaña de lúnice, para proporcionarme un vientre celestial forrado con mis reflexiones vitales impresas.

Desde que la nave se fue no he oído otro sonido que el de mi voz o el del canto de la hierba, poco frecuente. A veces el planeta me enseña sus anillos. Desde aquí abajo apenas son visibles, aunque no sé por qué. Una noche, el mes pasado, me despertaron los cantos de la hierba y, mirabile dictu, tuve mi primer orgasmo en años, allí tendido solo escuchando aquella poderosa canción sin palabras e imaginándome a Isabel y la calidez de su rostro escocés. Aquella eyaculación deshizo una maraña que tenía en lo más hondo del espíritu y trajo aire fresco a mi alma enmohecida; soporté los tres días siguientes sin morfina. Isabel, te mando mi amor. Quiero casarme contigo si alguna vez regreso a la Tierra.

Hace diez años que conozco a Isabel, viví con ella cinco meses agónicos y solo ahora empiezo a darme cuenta de lo mucho que significa para mí. Resulta que tenía que poner veintitrés años luz entre nosotros para darme cuenta. Quizá me hacía falta distancia para ver más allá de nuestras peleas. Durante nuestro último mes juntos mi impotencia me convirtió en una persona insoportable; no paraba de buscarle las cosquillas, le reprochaba lo primero que se me ocurría en cada momento, me fustigaba pensando en todos los amantes potentes que debía de haber tenido a lo largo de su vida. Me imaginaba tipos jóvenes de pinta estúpida montando el cuerpo esbelto de Isabel con el aplomo de un jockey. Me dolía el estómago solo de imaginármelo. Pero Isabel no hacía nada para motivar semejantes pensamientos. Fue fiel a mi celibato forzoso mientras viví con ella, y no guardaba recuerdos de otros hombres en su casa. Lo sé porque los busqué.

La incordiaba con su carrera. Le decía que debía aspirar a papeles más grandes en las obras o dejar el teatro. Me quejaba del tiempo que dedicaba a comprar ropa y de cómo atestaba aquel apartamentito de zapatos y vestidos hasta tal punto que no había sitio para mis pantalones de pana, mis vaqueros y mis camisas de cuadros. Y a la vez, sin embargo, era consciente de que en el fondo me parecía bien, porque a Isabel aquella ropa le quedaba espléndida.

No siempre me comportaba así. A ratos era bastante agradable, y a Isabel le gustaba mi sentido del humor y mi desdén general por la falsedad del mundo de los negocios. Además, los dos éramos unos enamorados de Nueva York y de la comida de Nueva York. E Isabel sabía, porque las mujeres saben estas cosas, que yo valoraba su aspecto. Algo de mí le debía de gustar, porque de lo contrario me habría dado la patada aunque solo fuera por los destrozos que le liaba en el suelo con la ceniza de mi puro. El suelo de Isabel estaba pintado de blanco; lo había hecho ella misma poco antes de que yo me mudase allí. Seis capas, cada una pulida con lija. Yo me las arreglaba para desperdigar montones de ceniza de mis Guevaras por aquel suelo y luego aplastarlas bajo mis pies. Hostilidad, supongo. Un frío lunes, después de que hubiese cerrado su función, Isabel se pasó el día de rodillas frotando el suelo y dándole otra capa de pintura. Lo hizo en bragas y calcetines negros, con los pechos al aire y un fuego abrasador en la chimenea. Traté de ignorarla parapetado tras mi Wall Street Journal, mis informes bursátiles y mis folletos, pero era incapaz de desviar la mirada de aquel culo bamboleante y de aquellos pechos preciosos que colgaban y oscilaban suavemente de lado a lado mientras ella frotaba y cepillaba para luego pulir y pintar. Pero me guardé mucho de tocarla, porque sabía perfectamente que la cosa no iba a llegar a buen puerto. Aquello era una agonía, y me sentía culpable por haberle destrozado el suelo. Había una enorme raja donde, en uno de mis ataques de ira por no empalmarme, había estrellado una taza de café. Isabel rellenó la grieta con pasta de madera, la lijó y luego pintó encima. Era un ángel. Y después, aquella misma tarde, se abrigó bien y se fue al Morosco Theatre a presentarse a una audición para una nueva producción de Hamlet. Volvió a nuestro apartamento de pintura ahumada y anunció que iba a ser Gertrude, la madre de Hamlet, que era una oportunidad increíble. Ahí estaba Isabel, con cuarenta y tres años, más alegre que una joven promesa con su primer papel. Debería haberme casado con ella ahí mismo para empezar a tener hijos. ¡Dios mío, menuda prole habríamos engendrado! Pero no: lo que hice fue desanimarme y comenzar a pensar en largarme. Llevábamos cinco meses viviendo juntos sin relaciones sexuales. Y no quería volver a ensuciar aquel suelo tan bonito. No quería ver a Isabel luchando por aprenderse aquellos versos libres. Recordaba Hamlet de la facultad; era un papel importante.

Al final cogí una suite en el Pierre. Tenía cuatro habitaciones y una cocina en la cuarta planta por tres mil al día más impuestos y servicio. Se estaba calentito, porque la dirección tenía buenos contactos. Me dediqué a aprender a cocinar.

Mi mayor éxito fue el estofado. Me resultaba realmente placentero —tal vez fuera mi único placer en aquella época de desolación sexual— pelar zanahorias, patatas y cebollas, montones de cebollas sin dejar de llorar, de pie frente a mi fregadero de acero inoxidable, contemplando entre lagrimones la carcasa vacía del edificio de la General Motors. Doraba la carne en aceite de cártamo, el único que tomaba Isabel, después de rebozarla en harina de durum y espolvorearla de pimienta de Java. La pimienta de Java era otro de sus fetiches. Tuve que admitir que era todo un acierto. Y no es que cocinara aquellos estofados para ella. Jamás subió a la suite, con sus sofás beis y sus alfombras orientales; nunca la invité.

¡Ay, Isabel! ¡Menudo pervertido resulté ser después de todo! Ahora lo veo clarísimo al decirlo en voz alta en Belson: no me fui de tu casa por el frío ni porque estuvieses memorizando versos blancos. Me mudé porque me había enamorado de ti. Me plantaba en aquella vieja cocina de techos altos, con sus paredes blancas y sus encimeras de madera, y toda la energía sexual que tu cuerpo había inspirado en mí —aquella cintura, aquellas caderas, aquellos pechos suaves— inundaba mis lúgubres tardes de pelar zanahorias, mis llantos sobre pilas de cebollas caramelizadas relucientes. Mi psicoanalista, el Gran Orbach, lo habría llamado sublimación; yo lo llamo fraude, trampa. Deberían haberme detenido por oralidad inadecuada e ilícita. (Agente, ¿ve a ese hombretón de ahí, el de las gafas y la camisa a cuadros, el de la pila de verduras junto al codo? Exijo que lo arresten por elusión criminal de la virilidad.)

Encargué una batería de cocina de acero completa de Henri Bendel, pero lo único que usé fue una cazuela grande. A veces, la pequeña para espesar el caldo. Mil doscientos dólares más el doce por ciento de impuestos de la ciudad de Nueva York y ochenta dólares por el envío y lo único que utilicé fueron dos ollas. La puñetera sartén ni siquiera venía con rejilla; tenía que colocar la carne en equilibrio sobre las zanahorias y las cebollas para que no quedase hervida. Pero mis estofados eran fenomenales. Los servía con mermelada de frambuesa y una ensalada de lechuga trocadero y rúcula de acompañamiento. De postre, mousse de chocolate. Si mi miembro alienado hubiese sido menos tímido me podría haber beneficiado a cualquier actriz de Broadway aquella temporada gracias a la calidad de mi estofado, que podían degustar a la luz de las hermosas chimeneas que tenía en el salón. Por no hablar de mi encanto, mi belleza y mi dinero. En fin, lo que sucedió en realidad es que cabreé a un montón de mujeres por no intentarlo siquiera. Lo que quería era cenar, mirarlas y charlar. De vez en cuando sí intentaba darme un revolcón con ellas en la cama, pero sabía de antemano que aquello acabaría como el rosario de la aurora. Y así era. Quedé muy satisfecho con las atenciones orales de mujeres por cuyas caricias cualquier colegial habría vendido su alma: una estrella de cine belga, dos protagonistas, una diva, una bailarina de ballet, la amante abandonada de un magnate del uranio más rico que yo, y un puñado de cortesanas a las que se les daba mejor el sexo que a las chinas montar radios. Las atenciones orales fueron agradables, pero me habría hecho más efecto una pieza de fruta. Por las mañanas, de aquel apartamento salían mujeres bastante exasperadas.

Tenía suficiente sentido común para darme cuenta de que se trataba de una crisis de la mediana edad. Había estado estudiando la historia de las expediciones en busca de uranio y había llegado a la conclusión —como tanta gente bien informada— de que el Gobierno había dejado de buscar uranio en el momento menos oportuno. Las repercusiones de todos aquellos viajes infructuosos y de todo el combustible nuclear malgastado fue lo que condujo finalmente al acuerdo de cese, a la prohibición del viaje espacial. «¡Usemos el combustible en casa!», había gritado la presidenta Garvey con su tono de maestra de escuela, y un tropel de políticos había suspirado con alivio.

Pero el caso era que había uranio inocuo a la vuelta de la esquina. Muchos expertos lo sospechaban, pero ya no había ningún gobierno dispuesto a arriesgarse. Un solo viaje espacial consumiría como un seis por ciento del suministro total de uranio de la Tierra. Suficiente para calentar Shanghái durante diez años. No se podía salir de la Vía Láctea sin curvar el espacio-tiempo, y eso no se podía hacer si no tenías unos cuantos billones de megavatios a tu disposición.

Yo llevaba dos o tres años tonteando con la idea, desde aquella conversación en Jamaica con el geólogo. Hice mis averiguaciones y descubrí que la cosa era como la percepción extrasensorial: muchísima gente sensata creía en ello, el asunto era que los gobiernos lo veían con malos ojos. Y a la industria privada le daba miedo meterse, sobre todo en aquellos tiempos tan poco rentables. Caray, el tipo de interés era del cuatro por ciento.