El caballero encantado - Benito Pérez Galdós - E-Book

El caballero encantado E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

El caballero encantado es una novela de Benito Pérez Galdós. Más cercana a las corrientes modernistas de principios de S. XX, mezcla un estilo puntualmente teatral con escenas oníricas que coquetean con el fantástico. La historia se desarrolla en torno a un caballero caído en desgracia que se somete a un encantamiento que lo convierte en un miembro del pueblo llano para expiar sus pecados.-

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Benito Perez Galdos

El caballero encantado

 

Saga

El caballero encantado

 

Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726495515

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I De la educación, principios y ociosa juventud del caballero.

El héroe (por fuerza) de esta fábula verdadera y mentirosa, don Carlos de Tarsis y Suárez de Almondar, Marqués de Mudarra, Conde de Zorita de los Canes, era un señorito muy galán y de hacienda copiosa, criado con mimo y regalo como retoño único de padres opulentos, sometido en su adolescencia verde a la preceptoría de un clérigo maduro, que debía enderezarle la conciencia y henchirle el caletre, de conocimientos elementales. Por voces públicas se sabe que quedó huérfano a los veinte años, desgracia lastimosa y rápida, pues padre y madre fallecieron con diferencia tan sólo de tres meses, dejándole debajo de la autoridad de un tutor ni muy blando ni muy riguroso; sábese que en este tiempo Carlitos se deshizo del clérigo, despachándole con buen modo, y se dedicó a desaprender las insípidas enseñanzas de su primer maestro, y a llenar con ávidas lecturas los vacíos del cerebro.

Lo que se decía del señor Marqués de Torralba de Sisones, padrino y tutor de Carlitos, es como sigue: Aunque el buen señor vivía en continuo metimiento con gente de sotana y hocicaba con el Nuncio y el Marqués de Yébenes, estaba, como quien dice, forrado por dentro de tolerancia y benignidad, virtudes que no eran más que formas de pereza. Por esta razón gastó manga muy ancha con su pupilo, y no le puso ningún reparo para que leyese cuanto le pidieran el cuerpo y el alma, ni para mantener constante trato con muchachos de ideas ardorosas y atropellada condición, despiertos, redichos, incrédulos como demonios. Pero en estas menudencias o chiquilladas no paraba mientes el Marqués tutor, caballero de cortas luces. A su ahijado no exigía más que un cumplimiento exacto de las fórmulas y reglas del honor, la cortesía, el decoro en las apariencias. Nada de escándalos, nada de singularizarse en sitios públicos; evitar en todo caso la nota de cursi; proceder siempre con distinción; divertirse honestamente; al teatro a ver obras morales, cuando las hubiere; a misa los domingos por el que no digan, y por las noches, a casita temprano.

Mayor de edad, se halló Carlos de Tarsis entregado a sí mismo, libre, con dinero, que es doble riqueza y libertad doble, ventajas realzadas por la personal belleza y elegancia. Mirando a lo del alma, aparecían en don Carlos las virtudes caballerescas, y además la gracia, el Ingenio, el don de simpatía, y por último, se despertó en él furiosamente el ansia de satisfacer todos los goces de la vida, sin poner en ello tasa ni freno.

El primer impulso de don Carlos, apurados los gustos de Madrid, fue irse en busca de los de París, donde se engolfó en diversiones sin cuento, y en los variados deleites de que es maestra la grande y espiritual Metrópoli. Bélgica, Londres y algunas partes de Alemania le tuvieron después de París, y en todos aquellos reinos y en la capital de Inglaterra, que forma como un reino por sí sola, gozó y estudió el de Tarsis, con más goce que estudio; pues éste fue siempre somero y sin método, hartazgo de ideas que se desmentían unas a otras, y atarugaban el cerebro de un picadillo de mil substancias diferentes. Cuando a Madrid volvía, encontraba el caballero a nuestra capital muy provinciana, como arrabal distante que recibía de lejos la irradiación de la cultura europea; pero se acomodaba sin esfuerzo al ambiente social de esta Villa, por los muchos amigos que aquí le bailaban el agua, por el sinnúmero de señoras guapas, de señoritas muy monas y de lindas muchachas plebeyas que son preservativo contra el aburrimiento, y por la franqueza democrática con que nos juntamos y comemos en este magnífico bodegón.

Al año siguiente fue don Carlos a Italia, en primavera, y en otoño a Viena y Budapest. Otras partes de Europa hubo de recorrer viendo y gozando, hasta que, apaciguado su ardor centrífugo, le encontramos residente todo el año en Madrid, su patria, a los cinco o más años de su mayor edad y cuando no había llegado aún a los treinta de su existencia. Y es cosa probada que ya se le habían escurrido por entre los dedos todas las rentas y alguna parte de su cuantioso capital, motivado al lujo y refinamiento de sus regocijos en distintas tierras civilizadas. La civilización devora sin piedad a los que acuden a estudiarla prácticamente en sus ramificaciones más halagüeñas.

En la Villa del Oso hizo el caballero vida ociosa y descuidada. A sus amores con la Marquesa que honestamente llamaremos de Equis, sucedió el trapicheo con la viuda jovencita de un coronel, a quien por pudor llamaremos Hache. La afición de don Carlos al mujerío era una dolencia crónica, y como en los intermedios buscaba descanso a la vera del tapete verde, su bolsa iba enflaqueciendo por días. Sobre este particular le amonestó severamente el Marqués de Torralba de Sisones, y tales razones reforzadas con ejemplos hubo de darle, que el aturdido prócer hizo propósito de enmienda y de sana economía, como cualquier burgués.

Y viéndole en tan venturosa disposición, Torralba tuvo la feliz idea de aplicar revulsivos al espíritu del caballero, llamando a otras partes menos peligrosas el humor maligno. Excelente distracción era la política. Pensado y hecho, arregló para su ahijadito una fácil acta de diputado en elección parcial. De la noche a la mañana, sin quebraderos de cabeza y con muy reducido gasto, ascendió Tarsis a padre de la Patria, llevando advocación o estigma de cunero. Ni que decir tiene que Torralba le impuso la divisa reaccionaria y católica; y como estas recatadas doctrinas repugnaran al entendimiento de Tarsis, desviado hacia el radicalismo y la incredulidad por tanta insana lectura, el de Torralba le dijo: “No seas necio y déjate conducir al terreno firme, donde será fácil encadenar las hidras revolucionarias, En estos tiempos todo se puede ser menos cursi„[1].

Buscando Torralba nuevos modos de distraer al chico de su vida licenciosa, discurrió afiliarle en una Orden de caballería, Calatrava o Santiago, pues sólo con pensar en los trámites de la ceremonia para recibir el hábito, y en el traje, armas, reglas de la comunidad y demás pormenores de la vistosa mascarada, tendría entretenimiento para muchos días y una desviación de su espíritu hacia las cosas nobles y solemnes. Dejóse llevar Carlos a donde su padrino quería, y aunque interiormente se reía de tales pamemas y figuraciones, tomó el hábito, le fue ceñido el acero y calzada la espuela en función pomposa, con asistencia de gente alcurniada. ¡Y que no lució poco su airosa figura el Marqués de Mudarra! Los caballeros le vieron con envidia, las damas con admiración, y la Prensa le trompeteó de lo lindo. Pero él, que no podía ver en tal comedia más que un degenerado simbolismo de cosas que fueron grandes, se miraba y a los demás miraba con lástima, complaciéndose en exagerar la ridiculez de la vestimenta, que en los de mezquina talla era digna del lápiz de Goya. El manto blanco, los desaforados borlones y el birrete ochavado daban impresión de caricatura, no de la que regocija, sino de la que entristece. Era profanación de tumbas, traslado burlesco del antaño glorioso.

No se mordió la lengua don Carlos, hombre de mucha espontaneidad y franqueza, para decir a su excelso padrino todo lo que sentía. Anhelaba, sí, reformar su vida, pero no con ideas y elementos tan distantes de la realidad; a lo que replicó Torralba de Sisones, rezongando, que él, conocedor del tiempo en que vivía, era la realidad viva, y puso fin a la controversia con su frase ritual: “Y sobre todo, hijo mío, no quiero verte cursi„. En su reducido cacumen se alojaban pocas ideas, las cuales, por ser pocas, vivían allí con holgura.

Al mes de haber metido a Tarsis en la militar y caballeresca Orden, dio Torralba en la tecla de decirle y recomendarle que se casara. A su juicio, no había cosa de peor tono que permanecer sistemáticamente en soltería. Él se cuidaba de buscarle novia rica y de buenas partes, y para no cansarse en investigaciones, desde luego le propuso la hija única de los Marqueses de Mestanza, Mariquita o Mary de Castronuño, riquísima heredera, buena chica, educada en Francia, de rostro no desagradable y figura esbeltísima. Entre las ideas elegantes de Torralba, descollaba la de que para fines de matrimonio no era menester hembra bonita; antes bien, la extremada hermosura era notoria impedimenta de la felicidad.

Sin rechazar ni admitir la idea ni la persona, Carlos se tomó tiempo para decidirse. A Mary conocía y trataba desde que la trajeron del colegio francés como de una fábrica de muñecas. Ocasión había tenido de apreciar en ella una corta inteligencia, cultivada en la estepa de los elementales estudios de carretilla, y aderezada con todo el saber de cortesanías aplicables a su eminente posición social. A su insignificancia no faltaba ningún toque de purpurina para deslumbrar al vulgo selecto. En lo físico, Mary ostentaba un seno enteramente plano, tabla rasa por la cual resbalaban con desconsuelo las miradas del amor; un rostro afilado, sin otro encanto que la dentadura de ideal perfección y limpieza, ojos claros y mudos, cabello bermejo, gentileza de palo vestido o de palmera tísica, y de añadidura un habla impertinente arrastrando las erres.

En las vacilaciones de Tarsis y en el aquél de pensarlo y estudiar el asunto, vio el de Torralba un indicio de que el galán apechugaría con la prójima desaborida y ricachona. En cuestiones de este linaje matrimoñesco mercantil, disparate estudiado es disparate hecho. Debe advertirse que el caballero, en el tiempo de su primer florecimiento juvenil, pensaba que jamás casaría con mujer de quien no estuviera o pudiera estar enamorado. Pero ya con el rodar veloz de una vida intensa, se marcó la evolución de sus pensamientos hacia el positivismo. Y tanto y tanto le había sermoneado su padrino sobre las ventajas de no ser cursi, que al fin esta idea se le fue metiendo en la voluntad y acababa por ganarle.

Conversando sobre tema tan sugestivo después de hacer la corte a la niña de Mestanza con miras de casorio, don Carlos decía: “Quizás la más bella flor del buen tono es mirar a la conveniencia en achaques de tomar mujer para toda la vida. La sensiblería pasa sin dejar huella, el amor mismo no es más que la entrada al pórtico del templo del hastío. Los intereses son, en cambio, la solidez y el asiento del vivir… La cifra del buen gusto es mirar a la cifra de numerario antes que a las caras bonitas, las cuales se ajan, mientras que el oro es perdurable, siempre bello y sabroso. Yo veo con admiración a los millonarios, no tanto por el dinero que tienen, sino por los beneficios que pueden hacer a la Humanidad. Son los lugartenientes de la Providencia. Observe usted, padrino, que la Providencia será lo que se quiera; pero cursi no es„.

II Que trata de las amistades y relaciones del caballero.

Muchos y buenos amigos contaba Tarsis. Si de todos habláramos, se nos consumiría sin grande utilidad el papel de esta historia. Se hará enumeración sucinta de los más notables por su posición social, y de los que en altas, medianas o bajas posiciones influían más directamente en la vida y costumbres del caballero. Los segundones de la casa de Ruydíaz, César y Jaime, eran los que arrastraban a Tarsis a los devaneos esportivos, al vértigo del automóvil, y a las cacerías o juegos cinegéticos, ajetreo vano y ruidoso. Aunque don Carlos ponía muy escasa atención en la cosa pública, designamos como amigos políticos a Luis y Raimundo Pinel, que le hicieron diputado, sacándole como una seda por un distrito de cuya existencia geográfica tenía sólo vagas noticias. Los Pineles eran sus maestros en el arte parlamentario, y le ayudaban a mantener la concomitancia caciquil con los manipuladores de la fácil elección.

Relaciones más sociales que políticas tenía Tarsis con otros individuos de la burguesía enriquecida en negocios de los que no exigen grandes quebraderos de cabeza: López Arnau, el flamante Marqués de Albanares, el de Casa la Encina, don Camilo Rodríguez Codes, don Alberto Samaniego, opulentos almacenistas, y otros que llegaron a la redondez económica, por inmediata herencia de padres laboriosos o por combinaciones mercantiles favorecidas de la ocasión o del acaso. Muchos de estos plebeyos enriquecidos ostentaban ya título de marqueses o condes, y a otros les tomaban las medidas para cortarles la investidura aristocrática; que la Monarquía constitucional gusta de recargar su barroquismo con improvisados ringorrangos chillones. Los villanos ennoblecidos recibían por título el lugar de su nacimiento, como don Alberto Samaniego, Marqués de Camuñas; o bien, como don Blas Núñez Urruñaga, titulaban añadiendo un Casa como una casa a su primer apellido. Este buen señor, tonto de capirote y lleno de dinero, ganado en la compraventa de granos y en la usura campesina, tenía un hijo despabilado, instruidillo, de natural amable y risueño, Ramirito Núñez, que pretendía imitar a Tarsis en los modales, en la ropa, y en la personal y no estudiada soltura con que la llevaba. La imitación del uno y la simpatía del otro labraron cordial amistad. La diferencia de edades dio al Marqués de Mudarra superioridad en el trato de su amiguito: le tuteaba, bromeaba con él y se permitía poner en solfa el título del padre, llamándole Marqués de su Casa.

Aficionado a las letras, Ramirito espigaba en ellas sin pretensión de fama ni de lucro, y a lo mejor se salía con alguna croniquita, o arreglaba del francés tal cual pieza berrenda en verde, dándola con nombre supuesto en algún escenario de tercer orden. El teatro era su pasión. No perdía ningún estreno, y de estas duras batallas entre el público y los autores daba cuenta al amigo, que también era maestro y concluía siempre por tener razón en las peleas de crítica. Si vemos en Ramiro el amigo más grato al Marqués de Mudarra, el más tenaz y pegadizo era un sabio machacón llamado José Augusto del Becerro, que desde sus tiernos años se dedicó a la enmarañada ciencia de los linajes, a desenredar las madejas genealógicas, y a bucear en el polvoroso piélago de los archivos. Su apellido era una predestinación, pues el hombre sabía de memoria los becerros de todas las ciudades, monasterios y behetrías.

Las evacuaciones eruditas de Pepe Augusto en presencia del caballero escondían con poco disimulo el móvil de adulación, pues cuando le demostraba la ranciedad de su abolengo, sosteniendo que su primer apellido venía en línea directa de Tarsis, hijo de Túbal, nieto de Japhet y biznieto del patriarca y curda Noé, solicitaba directamente un socorro en metálico, que don Carlos nunca le negaba. Descender de Noé y no aprontar doscientas o más pesetas para el amigo necesitado, sería desmentir la nobleza más rancia que se podría imaginar.

Aunque aparentaba interesarse en las cosillas heráldicas, Tarsis se reía interiormente de tales pamplinas; mas no era manco para socorrer al sabio genealogista. Se conocían desde la infancia. Becerro vivía con mil atrancos, y en días tristes faltó poco para que metiera el diente a los pergaminos de fueros y cartas pueblas; llevaba siempre a la casa de Tarsis una nota lúgubre, como estrambote de los embelecos genealógicos. Tenía por familia una cáfila de hermanas de distintas edades, ninguna joven, y todas dañadas terriblemente en su salud. No pasaba día sin que alguna estuviese de cuerpo presente o sacramentada. Era un coro de divinidades mortuorias agregadas a la siniestra trinidad de las Parcas; eran, por otra parte, una mina, según el provecho que el sabio sacaba de ellas y de sus tremendos achaques. Ya Carlos deseaba conocerlas y apreciar por sí el misterio de aquellas moribundas que jamás se morían.

Un día entró el ínclito Becerro con la bomba de que una de sus hermanas, después de puesta en el ataúd, había tornado a la vida, a un vivir lánguido y lastimoso, peor que la muerte. Otro día, viéndole llegar con cara fúnebre, Tarsis le dijo: “¿Cómo están tus hermanitas?„ Y él: “Muy mal, siempre lo mismo. Todas mueren, todas viven„. Recibido el socorro, José Augusto rompió en estas explicaciones eruditas del apellido materno del caballero Tarsis. Descomponiendo y analizando el Suárez de Almondar, el maestro de linajes encontraba nombre y cognomen. El Suárez viene de Suero, y el Suero de Asur, nombre semítico sin duda. De Aldómar es corruptela del árabe Abo l'Mondar, que quiere decir Hijo del victorioso. Reunidos y entramados estos nombrachos con el Tarsis, resultaban en una pieza las claras estirpes de Sem y Japhet, hijos del excelentísimo patriarca Noé.

No era este amigo chiflado el que más continuo trato tenía con el Marqués de Mudarra: la intimidad mayor gozábala un sujeto llamado don Asensio Ruiz del Bálsamo, a quien el caballero recibía y escuchaba todos los días, a veces mañana y tarde. Y con ser Becerro un poco vesánico y sablista empedernido, Carlos le soportaba y aun le quería, mientras que al otro, hombre sesudo y de claro juicio, le odiaba con toda su alma.

Explicación de esto: Bálsamo era el administrador de la casa, el genio del orden, llamado a poner al caballero en contacto con los números, con las realidades de una existencia desconcertada. La primera visita de Bálsamo a su señor era casi siempre matinal, cuando el galán se hallaba en el trajín de sus lavatorios, y de acicalarse y vestirse para ponerse guapo. Raro era el día en que el administrador no traía la cara feroz, anticipando con el ceño y el mohín las malas noticias que llevaba. No hallaba manera de atender a los gastos del señor Marqués, que en cuatro años se había comido parte de su capital, y en los últimos había gastado el triple de las rentas de la propiedad rústica. Sus deudas crecían, amenazando con embeber pronto gran parte del acervo heredado. Bálsamo se veía negro para contener a los acreedores, para exprimir a los colonos y sacarles las entrañas. Mas ni con estos actos de adhesión servil aplacaba la sed del señor, ávido de dinero con que atender a sus apremios suntuarios.

Tenía don Carlos dos automóviles para correr por el mundo, y había encargado a París el tercero, de la mar de caballos, pues no era justo que el Duque de Ruy-Díaz le superase en la velocidad de su traga-caminos. Por un lado el auto, las cacerías, el vértigo de viajes, francachelas y competencias deportivas, por otro el club enervante, las mujeres oferentes o vendedoras de amor, daban tales tientos a la bolsa del caballero, que apenas llenada con fatigas por Bálsamo, se iba quedando floja, hasta dar en vacía. No escuchaba Tarsis razones cuando en aprieto se veía. ¿Que las rentas no bastaban? Pues a subirlas. Ponían el grito en el cielo los pobres labrantes y elevaban al amo sus lamentos. Pero él no hacía caso: el tipo de renta era muy bajo. Los que chillen por pagar doce, que paguen veinte. El destripaterrones es un ser esencialmente quejón y marrullero: si le dieran gratis la tierra, pediría dinero encima. Gran tontería es compadecerle. Que labre, no como se labraba en tiempo de Noé, sino a la moderna, sacándole a la tierra todo lo que ésta puede dar…

Un día entró Bálsamo a la cámara del señor cuando éste salía del baño, y poniéndose su careta más fúnebre le dijo: “Señor, los colonos de Macotera se han visto abrumados por la renta… Reunidos todos, me han notificado en esta carta que no pagan, que abandonan las tierras, y reunidos en caravana con sus mujeres y criaturas, salen hacia Salamanca, camino de Lisboa, donde se embarcarán para Buenos Aires. En el pueblo no quedan más que algunas viejas, fantasmas que rezando se pasean por las eras vacías„.

No pudo el caballero afectar la tranquilidad que su orgullo le dictaba. Tan sólo dijo, envolviéndose en la sábana como un romano en su toga: “Si esto sigue así, también yo tendré que emigrar. En cualquier parte se está mejor que en esta España, que no es más que una pecera. Somos aquí muchos pececillos para tan poca agua„. Cuando agarrotado de fieros compromisos, planteaba Tarsis la cuestión de buscar dinero a raja-tabla, sin reparar en sacrificios, Bálsamo ponía la cara siniestra que usaba siempre que se le mandaba explorar los campos de la usura. Volvía dos o tres veces suspirante, maldiciendo a los capitalistas, y por fin, después de someter al señor a indecibles torturas, entraba con el dinero y la horrenda nota de la rebaja o descuento. Con la alegría del respirar no paraba mientes don Carlos en el ahogo que para el porvenir le deparaba la operación. Decían lenguas envidiosas que Bálsamo sacaba de apuros a su señor con el propio dinero de éste, al interés del 60 u 80 por loó. Pero esto podía ser o podía no ser. ¿Quién descubriría la secreta incubación de estos malvados negocios? Quizás Bálsamo pondría en ellos sus ahorros, tal vez los no-ahorros de su señor; pero la mayor parte salía de las arcas de un sujeto maduro y afable, llamado don Francisco La Diosa, que no solía dar en aquellos tratos la cara, y ésta la tenía muy plácida, frescachona y sonriente, cara o muestra de una conciencia en perfecta serenidad.

Antes que amigo, don Juan de Castellar, Marqués de Torralba de Sisones, era consejero y asesor económico del de Mudarra, aunque éste, la verdad, si recibía en sus oídos las advertencias del prócer, no les daba paso a la voluntad. Bueno será decir que el egregio Torralba se había labrado y compuesto desde muy joven una personalidad artificial, y con ella vestido supo medrar fácilmente en el mundo. Tomó desde luego las posiciones que creía más ventajosas, y le fue tan bien en ellas, que en su edad madura campeaba en primera línea entre los que anteponen a toda denominación el dictado de católicos. Con un catolicismo dulzarrón conquistó a su mujer, de quien hubo de separarse corporalmente a los quince años de casado, y viviendo en la misma casa no tenían trato ni ayuntamiento. La considerable riqueza de su señora le permitía vivir con decorosa holgura, presentarse como uno de los mejores ornamentos de la sociedad, y alardear de paladín de la Romana Iglesia.

De su viudez de hecho se consolaba la Marquesa zambulléndose en las beaterías más complicadas y deprimentes: la que en su juventud fue mujer de poco talento, en los albores de la vejez se iba quedando idiota. Murió la infeliz señora dos años después de haber cesado Torralba en la tutoría de Tarsis. Ya sacramentada y a punto de quedarse en un suspiro, el director espiritual la reconcilió con don Juan. Este pasaba no pocos ratos junto a ella, y cuando ya el trance final se acercaba, la Marquesa requirió a su marido, y apretándole la mano le dijo con susurro místico: “Juan, para que yo me muera contenta, prométeme que morirás católico„. “Sí, hija mía; ¿pues cómo he de morir yo? —replicó Torralba consternado de dientes afuera, acariciando el crucifijo que la moribunda tenía entre sus flacas manos—. ¿Cómo ha de morir el que ha vivido católico a macha-martillo y ferviente soldado de la Iglesia?„. La señora trató de echar de su boca una queja, una frase; pero no salieron más que las primeras gotas: “Sí; pero„. Minutos después entraba en la opaca región del Limbo.

De Torralba se decía que por docenas contaba los hijos naturales. Mas no era cierto. Esposas artificiales o esposas ajenas sí tuvo en gran número; pero muy rara vez pudo la opinión burlar el sigilo de sus aventuras, pues nadie le igualó en cultivar el arte de las apariencias. Frecuentaba los actos cultuales de ostentación pontificia, y en sus paseos acompañábanle frailones extranjeros bien vestidos, o caballeros ignacianos de capa corta. En los demás órdenes de la vida social, principalmente en el económico, era don Juan correctísimo, ayudándole a ello la cuantía de las saneadas rentas que disfrutó y heredó de su entontecida esposa.

El triunfante caballero de Cristo gastaba en su persona y en sus recónditos recreos tan sólo un tercio de sus rentas; lo demás lo capitalizaba, formando una pella que sabe Dios para quién sería. No debía un céntimo; sólo tenía deudas con el Altísimo, de quien hablaba como se habla de un amigo de confianza. Debíale su conciencia, pues, con todo su catolicismo, Torralba se daba sus mañas para reducir los actos de penitencia a una hueca fórmula. Pero ya se arreglaría con su amigo el Altísimo cuando le llamaran a ocupar un asiento en el tren del otro mundo. Ya sabemos que ciertos privilegiados van a la eternidad en tren de lujo con sleeping-car y coche-comedor. Al despedirse de la vida en el fúnebre andén, dejando sus riquezas aplicadas al servicio de Dios, se les da billete de paso libre al Paraíso, sin las molestias de Fielato, Aduana o Almotacén anímico.

III Donde se verá el interesante coloquio del caballero Tarsis con sus amigos.

Gabinete con desordenada elegancia. Puertas que comunican por aquí con el baño; por acá, con un salón que se supone más ordenado que lo que está a la vista; por acullá, con el entra-y-sal de los que visitan.

TORRALBA. (Sentado junto a Tarsis, que no está vestido ni desnudo.) — No he venido a reñirte… No es cristiano reñir al necesitado, a quien no podemos auxiliar. Practico las obras de Misericordia consolando al triste y visitando al enfermo, que enfermo estás de la voluntad, y diciéndote: Hijo mío, te compadezco; hijo mío, deploro tu desdicha, que es como decir que la lloro. Pero llorándola no puedo remediarla. Hacienda tuviste y hacienda tienes, aunque mermada por tus desaciertos… Con Bálsamo te basta para ordenar tus asuntos, si quieres hacerlo. Bálsamo es un águila de la administración. Haz lo que él te diga; sométete a su tratamiento, y te salvarás.

TARSIS. —Aun para reducirnos a lo preciso y establecer un régimen de economía, necesitamos dinero, mi querido don Juan. ¿Concibe usted que a un edificio amenazado de ruina se le puede reparar sin poner andamios, que también cuestan dinero? Lo que usted me adelante para mi obra se lo devolveré con intereses. ¿A quién había yo de acudir sino a usted, que fue mi padrino en la pila, mi tutor en la menor edad, y ahora… no sólo el mejor, sino el más rico de mis amigos?

TORRALBA. (Alargando una mano con gesto defensivo.) —Párate un poco y no desbarres, Carlitas; no te vea yo entre el vulgo que cree que yo tengo el oro y el moro. Mejor que nadie conoces tú la modestia con que vivo, dentro de lo que me impone, bien entendido, mi posición social. Dios me ha dado esta posición, y es mi deber mantenerme en ella con decoro, sí, pero sin fachenda, sin pompas de ninguna clase… Has de Ajarte en otra cosa, que no sé cómo no has comprendido ya, sin duda por tener tu espíritu tan alejado del verdadero catolicismo. Caudal abundante me dejó mi pobre y santa Micaela; pero ¿te parece bien que distraiga yo ese caudal de los objetos píos a que ella lo dedicaba, con la mira puesta siempre en lo alto? ¿Qué diría Dios si yo empleara el óbolo santo… así he de llamarlo… el óbolo de Micaela, en pagarte tus deudas de juego, o en el costeño de tus automóviles, o en taparte los huecos que han abierto en tus arcas, por un lado Rosario Lepanto, por otro la Lucerito y Azotitos…? Repugnan a mi boca estos nombres indecentes… Considera tú lo que pensaría y diría Micaela en el cielo, donde está, si viera que yo… Puede que creyera que… Carlos de mi alma, tú comprenderás mis escrúpulos, y te harás cargo de lo que me contraría y desespera el tener que negarte… (Levántase.) Un consejo te doy que vale más que dinero, y es que en tus aflicciones vuelvas los ojos a Dios… El Cual no desoye, yo te lo aseguro, a los que con fe y con dolor sincero imploran su misericordia. (Estrecha la mano del caballero.) Y ahora se me ocurre que tal vez en este instante te tenga Dios preparada una solución… He oído que llevas muy bien tu asunto con la chica de Mestanza. Ayer tarde la vi: estará muy guapa cuando entre un poco en carnes.

TARSIS. (Con sutil ironía.) —Para el buen término del negocio de Mary habría que contar con Dios. Pídaselo usted, padrino, que a mí no me hace maldito caso.

TORRALBA. (Risueño y meloso.) —No, tontín. Más caso ha de hacerte a ti si se lo pides con efusión del alma, echando por delante una conducta mejor que la que has traído hasta hoy… Me veo precisado a dejarte… Hace un siglo que no vas a almorzar conmigo… ¡Qué ingrato eres! (Entra Becerro y saluda.) Aquí tienes a tu amigo el gran heráldico, que te dará conversación más grata que la de este viejo regañón… Adiós, adiós… Y que tengas confianza con tu padrino, y le ocupes para todo. En cuanto tropieces con alguna dificultad, me avisas, ¿eh?… (Sale.)

TARSIS. (Con fino humorismo, envuelto en una calma estoica.) —Te avisaré, amado padrino, por el mismo mensajero que lleve el aviso a la funeraria cuando sea menester… Vienes a tiempo, mi querido Augusto, porque el humor que hoy tengo es de tal negrura, que sólo tú y tu gracioso saber de linajes pueden traer a mi espíritu algún despejo. Háblame de los siglos distantes, llenos de amenidad. Montado mi pensamiento en el tuyo, como en un águila, podré alejarme de la realidad triste.

BECERRO. (Más desmayado y mortecino que otros días. Su rostro flácido, sus ojos plorantes, reviven al son claro de su palabra correctísima.) —El mismo procedimiento uso yo para huir de mis penas. En mis lecturas favoritas encuentro yo las aves que me llevan al retiro de los siglos que fueron. Ya sabes que el autor más moderno que yo leo es el Arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada. También es de los míos el Obispo don Lucas de Tuy. Me deleito en estos amenísimos autores; y cuando quiero mayor deleite, que a olvido mayor de lo presente me conduzca, echo mano del Fuero de Avilés, de los Fueros de Brañosera o Zorita de los Ganes, de las escrituras de donaciones o fundaciones, o me extasío con el Cronicón Albeldense y con el Becerro de Santillana.

TARSIS. (Acordándose de que es profesor de guasa viva.) —Yo también, mi querido Becerro, yo también me deleito con esos portentos de amenidad… Y como no estoy hoy de buen temple, y quiero alegrarme, acaba de referirme el fundamento de mi título de Mudarra, uno de los más gloriosos de Castilla. Si no recuerdo mal, mi título viene del hermano bastardo de los Siete Infantes de Lara.

BECERRO. (Ufano de verse en su terreno.) —Mudarra, que en árabe es Mutarraf, esto es, Vengador. Autores hay que asimilan este nombre a los de Amenaya y Benaya, que es como decir Ben Yahia, o Hijo de Juan. Sea lo que quiera, ello es que el primer Mudarra fue concebido en una cárcel. Como te dije, Gonzalo Gustios, Gundisalvus Gudiestoz, entérate bien, padre de los caballeratos de Lara, fue mandado por Ruy Velázquez al Rey moro de Córdoba, Almanzor, para que le matase. El moro fue más benigno y se contentó con ponerle en prisión. Cautiverio muy ancho debió de ser, porque en su cárcel el viejo señor castellano recibió la visita de la hermana del Rey moro, que, aunque de la perversa religión mahometana, era hembra compasiva y blanda. Mira tú si sería punto de cuidado el buen Gonzalo Gustios, que a las tres visitas quedó la Princesa en el estado que ahora llamamos interesante, verbigracia en cinta, vulgo embarazada.

TARSIS. —Y el desembarazo fue mi nacimiento, digo, el de mi tío, de mi abuelo, de mi tátara, tátara… Bien por el viejo Gustios. Eso es un hombre, eso es un caballero, un español de cuerpo entero y con toda la barba. ¡Y el hombre llevaba a cuestas sesenta años!… ¡Prisionero del Rey moro, le birla la hermana! ¡Vaya un tío! (Con reír nervioso y juguetón.) ¿Ves, Becerro? Sólo con recordar esas grandezas de la raza hispánica se me ha pasado la murria: ya estoy alegre… Si es lo que te digo: esos hombres son los que regeneran las razas decaídas… Se comprende que un pueblo formado de varones tales como ese Gustios de Lara, conquistara medio mundo. (Paseándose coa alborozo de travieso adolescente.) Aquí tienes Un ejemplo. Ya me estoy regenerando… Sigue, sigue la historia…

BECERRO. —Axa era el nombre de la real morita, hermana de Almanzor. Al chiquillo que tuvo le criaron para héroe, y salió con toda la pinta y toda la fiereza de los Laras de Salas. Vengó a sus hermanos, mereció los honores de un Romancero, y figura entre los más altos caballeros de Castilla.

TARSIS. —¡Y vengo yo de ese caballero… por cruce de la línea de los Tarsis, nieto de Noé, con la de los Mudarras, dichoso injerto de las ramas de Cristo y Mahoma! Bien, bravísimo. Esto alivia, esto conforta. Completa sería la gloria de tal estirpe, si viniera con dinero. Porque yo, querido Augusto, he dado en pensar que nobleza sin dinero es latón abrillantado por la industria. Donde no hay oro, todo es desdoro. (Su entereza se aplaca; déjase vencer del pesimismo.) Me arrimo a la genealogía de mi abuelo materno, que tuvo el negocio de harinas, y con este polvo, como decía en las cartas comerciales, amasó la riqueza que yo estoy desmigando ahora. Atrás Gustios y Mudarras, fuera el nieto de Noé, y viva mi Suárez, por donde, según tú, debo llamarme Asur, Hijo del victorioso… hijo del molinero, que, amparado del arancel, alimentó a tres generaciones de cubanos, y acá se traía las cajas de azúcar, que venían resudando el dulce. Yo me acuerdo. ¡Qué olor tan rico en aquellos almacenes, aroma de almíbares, mezclado con fragancia de canela; que allí había también fardos venidos de Ceylán! Llévate todos los chirimbolos de la caballería de Mudarra, y tráeme mis almacenes de coloniales… ¡Ah! También había cacao. América inocente nos mandaba mil primores cambiados por las harinas de acá… Las memorias de aquella riqueza se avivan en mi olfato. Huelo, huelo… ¿No hueles tú? ¡Ay! Los pergaminos de tus cronicones apestan a ranciedad putrefacta… Becerro, Becerro, apártate, hueles a ti mismo. Tráeme el árbol genealógico que tiene por hojas los billetes de Banco, o no vengas acá. No me traigas la roña de tus archivos, cementerios de la nobleza pobre… La pobreza es muerte, ¡oh gran Becerro, ilustrado y vacío Becerro, sabio durmiente entre ratones! (Abatidísimo se desploma en un sillón. Sobre los brazos de éste caen con grave pesadumbre las manos del caballero. Entran súbitamente, sin anunciarse, dos personas: Ramirito Núñez y don Francisco La Diosa. La teatral aparición de este señor es para Tarsis como una descarga eléctrica. Salta de su asiento; coge de un brazo al hombre plácido, de risueño y episcopal semblante, y se le lleva al salón próximo para hablar con él a solas. Quedan en el gabinete Becerro y el joven Núñez.)

RAMIRITO. —Este señor que sonríe, aun diciendo cosas tristes, ¿no es ese que llaman La Diosa?

BECERRO. (Con erudición lúgubre.) —Su verdadero nombre es Abraham Samuel Zacuto, higienista, médico y matemático famoso… No, no: me equivoco… ¡Qué cabeza! Es don Isaac de Abrevanel, arbitrista y tesorero de los Católicos Reyes… ahora redivivo con la misión providencial de empobrecer a los nobles ricos, como preparación del reinado de la igualdad humana.

RAMIRITO. (Alelado, sin entender lo que oye.) —Don Augusto… ¿habla usted dormido?… Despabílese y charlemos. ¿Estuvo usted en el estreno de anoche?

BECERRO, (sin mirarle.) —Yo no voy a estrenos. (Mirándole.) Ya conoce usted mi simplicismo teatral: me he plantado en Bartolomé Torres Naharro. Ni a tres tirones paso más acá. ¿Estrenos dice? Pues estos pantalones me pongo hoy por primera vez… Pero no son obra original, sino arreglo, hecho por mis hermanas, de los que casi nuevos me dio Carlos. (De improviso aparece Tarsis por la derecha con vivo paso y rostro alegre. El señor La Diosa no le acompaña. Salió sin duda y por otra parte de la casa.)

TARSIS. (Disimulando mal su júbilo, guarda en un bolsillo del batín un fajo de billetes que traía en la mano.) —¿Qué decías, Becerro? ¿Qué dices, Ramirillo? ¿Hablaban mal de La Diosa?

RAMIRITO. —Yo, no.

BECERRO. —Yo he murmurado, he rutado. Rutar es en el hombre imitar con voz blanda el rugido de las Aeras. Yo sé rugir.

RAMIRITO. —Augusto me ha contado que estrena hoy unos pantalones arreglados del francés por sus hermanas.

TARSIS, (Cariñoso.) —Dispénsame, Augusto. No me acordé de preguntarte por tus hermanas. ¿Cómo están hoy?

BECERRO. —Como siempre, mejor y peor. En días alternos, mueren y resucitan.

TARSIS. (Casi por movimiento propio y espontáneo, la mano se le va al bolsillo en que ha guardado los billetes. Sica un fajo de ellos; del fajo despega dos y los da al amigo con liberal sencillez, sin humillarle.) —Toma, hijo, y remédiate. Ya sabes que no duermo tranquilo cuando me acuesto sin poder remediar las necesidades de los amigos… No te vayas… ¿Qué prisa tienes? Acompaña un rato al pequeño don Ramiro, que voy a concluir de arreglarme. (Entra por el fondo el administrador don Asensio.) Y aquí tenéis al buen Bálsamo, que me alegra la vida… Charlen aquí un rato. El barbero me aguarda. (Vase por el fondo. Bálsamo cambia con los dos amigos de Tarsis palabras de fría salutación, y se apoltrona en una butaca, quedando pensativo, mientras los otros hablan de literatura y teatro.)

BÁLSAMO. (Acariciándose la barba, fruncido el ceño, habla para sí.) — Se ha entendido directamente con La Diosa, esquivando mi mediación y desoyendo mis consejos. Bien le dije anoche que su dignidad no le permite someterse a condiciones usurarias tan escandalosas. Estás perdido, Marqués de Mudarra, si no te salva la niña petiseca de Mestanza… Y mis noticias son que ese negocio no va por buen camino. Ojalá sea falso lo que me han dicho. No quiero verte en la miseria, Carlos de Tarsis. Con golpes como el que acaba de arrearte La Diosa, pronto darás en tierra. Y ese granuja con cara de jamona verde, para acabar de arreglarlo, no me dará comisión. Ya lo veremos, ya… ¡Pobre Tarsis, cuándo tendrás juicio!… Pues hoy te traigo unas noticias… No te las daré hasta mañana, para no amargarte el dulzor del dinero que has tomado. Mañana sabrás que los colonos de Zorita de los Canes abandonan también la tierra; que el de Tordehita y Tordelepe pide prórroga, y llora y blasfema y coge el cielo con las manos… En cuanto a la dehesa de Santa Cruz de Juarros, bien puedo decir ya que es mía… Y de ello debes alegrarte, que peor fuera que a otras manos pasara… Yo te daré en usufructo, por si quieres retirarte del mundo, aquel palacete fundado sobre las ruinas de un castillo en que vivió, según dicen, el viejo camastrón mujeriego Gonzalo Bustos o Gustios.

(Ramirito y Becerro, que habían trabado conversación, fumando cigarrillos, sobre temas de vaga actualidad, engarmaron en su coloquio al taciturno Bálsamo, que se limitó a dar una opinión seca sobre los delirios de la Aviación y sobre los disparates del Socialismo, que ambas cosas eran lo mismo: monomanía de andar por los aires. En esto salió Tarsis ya bien acicalado del rostro, listo de la parte inferior del cuerpo y encapillándose la camisa, cuyos botones aseguraba con una mano por dentro de la pechera y otra por fuera. Siguió vistiéndose asistido de su ayuda de cámara. Ávido de conversación, cogió la primera hebra que halló pendiente en el coloquio de sus amigos, y con fácil elocuencia familiar disertó sobre los puntos del Socialismo y de la navegación aérea. Sin saber cómo y por un quiebro que dio Ramirito, fueron a parar a la cuestión de teatros, al estreno de la noche anterior, y a la literatura dramática.)

TARSIS. —No te canses, Ramiro. Habéis aplaudido anoche un drama caballeresco, con su musiquilla de rimas; habéis festejado a su autor, cuyo talento reconozco. Pero esa obra, representada en familia, en familia se extinguirá, y dentro de cuatro noches no irán a verla más que los de la hermandad del tifus. Esas farsas rimbombantes a nadie interesan; se aplauden por rutina; la prensa las jalea; los cómicos se desgañitan y el público se aburre. Te convencerás de que nuestros autores, así los que desentierran asuntos con casco y chafarote, como los que cultivan la vida corriente, vistiendo a los actores de levita o blusa, no aciertan, créelo. Toda nuestra literatura dramática es esencialmente latosa, toda convencional, encogida, sin médula pasional cuando no es grosera y desquiciada. Compara este arte, siempre abortado, con la dramática francesa, rebosante de vida y pasión. Las compañías extranjeras nos enseñan la ruindad de nuestro arte, la cual se manifiesta en el éxito de las traducciones, hoy con los autores exquisitos que se llaman Donnay, Berstein, Mirbeau, Lavedan, Peydeau, como lo fue hace años con las obras de Scribe, primero, y luego de Sardou. Yo soy en esto muy radical, muy antipatriota, y lo digo sin ningún reparo, añadiendo, amigos míos, que el teatro clásico, con su Lope y su Tirso, me carga también, y siempre que voy a una función de esta clase, llevo la mala idea de descabezar un sueño en mi butaca. Una obra del teatro clásico se titula como debieran titularse todas: La vida es sueño. Digo y repito con pleno convencimiento que no tenemos teatro, como no tenemos agricultura, como no tenemos política ni hacienda. Todo esto es aquí puramente nominal, figurado, obra de monos de imitación, o de histriones que no saben su papel. Aquí no hay nada. Cuanto veis es bisutería procedente de saldos extranjeros.

BÁLSAMO. (Displicente.) —No estoy conforme.

RAMIRITO. —Ni yo. Niego que el teatro español sea como Tarsis lo pinta.

BÁLSAMO. —En lo del teatro no me meto. De eso entiendo poco. Pero salgo a defender la agricultura, y afirmo que existe. Pues si no existiera, ¿qué sería de España? Diráse que está bastante atrasada. La culpa es de los grandes propietarios que viven lejos de sus tierras, como afrentados de ellas. Cobran la renta comto un tributo del suelo al cielo… no sé si me explico… como un tributo de los cuerpos a las almas. Los labradores deben convencerse de que las almas son ellos… No acierto a decirlo.

BECERRO. (Haciendo visajes, como si le picara una mosca.) — Propietario de la tierra y cultivador de ella no deben ser términos distintos.

BÁLSAMO. —Tiene razón este chiflado… Yo no lo entiendo; pero mi sentido natural me dice que el fruto de la tierra debe ser para el que lo saca de los terrones.

BECERRO. —Presentando las cosas de otro modo, yo te he dicho mil veces, querido Carlos, que no habrá floreciente agricultura mientras ésta no sea una aristocracia.

TARSIS. (Burlón.) —Medrada estaría la agricultura si de ella hiciéramos una aristocracia más. ¿Pues por qué sostengo que tampoco hay aquí política? Porque la que tenemos se ha hecho aristocrática. Fijaos en el pisto que nos damos los diputados, en la vanidad de los ministros, que ocupan ancho espacio en la sociedad por el viento de que están inflados. ¿Hay aquí un político que, tenga algo en la cabeza? Ninguno. ¿Pues qué diré del ex-ministro, que sólo por el dichoso ex nos mira a los demás mortales por encima del hombro? Aristocracia es la política, y todo lo que tome formas aristocráticas no lleva en sí más que figuración y vanas apariencias. Nobles y políticos somos lo mismo, es decir, nada.

RAMIRITO. —Paradójico estáis… Carlos, es usted hombre de grande ingenio.

TARSIS. —No es ingenio, es convicción.

BECERRO. —Más bien prurito de originalidad y donaire. El noble de ilustre abolengo bromea con las cosas altas.

TARSIS. —La agricultura, digo, no puede ser nunca aristocracia. Es y será siempre servidumbre. Ellos esclavos y nosotros señores, acabaremos lo mismo, por consunción, por gangrena de inutilidad… Voy más allá… Si aquí no hay agricultura, ni teatro, ni política, tampoco hay justicia, ni banca, ni industria.

BÁLSAMO. —Capitales hay.

Tarsis. —Sí; pero sólo trabajan en la comodidad de la usura, que es una cacería de acecho como la de las arañas. La poca industria que hay es extranjera, y la española, en funciones mezquinas, busca beneficio pronto, fácil y, naturalmente, usurario.

BÁLSAMO. —¡Qué gracia! Esto ya es manía.

TARSIS. —¡Trabajar! ¿Para qué? Los chispazos, los, resplandores de fuegos fatuos que vemos en literatura, en artes gráficas y en algún otro orden de la vida intelectual, no nos invitan a que trabajemos. Todo nos llama al descanso, a la pasividad, a dejar correr los días sin intentar cosa alguna que parezca lucha con la inercia hispánica. Si me pusieran en el dilema de trabajar o perecer, yo escogería la muerte. El español que en este final de raza posea una renta, debe sostenerla y aumentarla si puede. Vivir bien, mientras la vida dure, y mientras en la lámpara del bienestar no se consuma la última gota de aceite. No trato de presentarme como superior a los demás. Soy el peor, soy el último perezoso, el último sacerdote o monaguillo de la inercia. Mi único mérito está en la brutal sinceridad de mi pesimismo.

(Vestido el caballero a punto de las doce, les convidó a almorzar.)

BECERRO, (A Tarsis, camino del comedor.) —Has desatinado lindamente. Veo que estás alegre.

TARSIS. —El día empezó nublado. La Diosa lo despejó trayendo a casa el sol.

BÁLSAMO, (A Ramirito.) —No le haga usted caso. Yo le conozco; se emborracha con el dinero, ya venga de Dios, ya de La Diosa.

IV Cuéntase la rigurosa desdicha del caballero, seguida de sucesos increíbles.

Pasados bastantes días, cercana ya la inauguración o apertura del verano, cayó sobre el caballero Tarsis una fuerte desdicha que le puso fuera de sí. La sacudida que agitó su alma le llevó del pesimismo a la desesperación, y eran de oír sus voces iracundas, eran de ver sus gestos de rabia, como de hombre que se pierde en un laberinto y no sabe qué camino tomar para salir de él. Ello fue que cuando parecía pan comido la boda del caballero con la chica de Mestanza, tan pelada de carnes como guarnecida de riquezas, de pronto los padres de ella volvieron de su acuerdo; vaciló por unos días la novia, fluctuando entre la obediencia filial y un amor desabrido, hasta que al fin se le notificó oficialmente al Marqués de Mudarra que no había nada de lo dicho, y que podía llamar a otra puerta.

Indagado el motivo de tal infracción de la regla social, se puso en claro que los padres de la niña cedieron al consejo y halago de otros Padres, que así se llaman por serlo de las almas, y regidores de las conciencias. En una grave conversación que tuvo Tarsis con su excelso padrino Torralba de Sisones, confirmó éste lo que públicamente sonaba. “Desde que empezaron tus relaciones con esa que parece el espíritu de la golosina —le dijo—, te advertí que procurases poner en tus palabras el sentido más católico, y que no dejaras escapar en aquella casa concepto ni apreciación, ni siquiera chiste, que dañe a la única religión verdadera, o al culto, o a sus ministros. Sé que no me has hecho caso; no has sabido refrenar el flujo de las frases irónicas y punzantes para lucir tu ingenio. Bien merecido te está el desastre; porque del otro lado… yo lo supe hace un mes y traté de estar al quite… del otro lado los Padres trabajaban contra ti y en favor de un joven muy arrimado a ellos desde su tierna infancia. Pues ya sabes que te ha desbancado Luisito Codes, no necesito decirte de dónde ha venido tu desgracia, porque esos benditos Padres protegen a los chicos buenos, dóciles y observantes de la ley de Dios con celo y maneras devotas. Natural es que miren por esa juventud recoleta, y que traten de formar familias cristianas, ayuntando a los muchachos de conducta ejemplar con las chicas bien dotadas. Es una labor social muy meritoria que asegura la perfecta ortodoxia de la generación futura„.

Respondió Tarsis a estas razones con el desprecio y burla de los de Mestanza, de su dinero y de la niña descarnada y angulosa. Su amor propio se rehízo al instante, y recompuso con excelentes reflexiones el castillete de su dignidad. Pasados dos o tres días volvió el padrino a la carga de sus consejos, encareciéndole que redujese a la mitad sus gastos, rebajando en mayor proporción sus apetitos y goces desaforados, y por fin de fiesta le dijo:

“Sujetándote a un plan de moralidad y economías, puedes esperar tranquilamente la ocasión de otra jugada como la que has perdido. Herederas ricas abundan. He tomado lenguas del género disponible, y sé que en todas las clases sociales las encontrarás. De una me han hablado que, a más de única y millonaria, es bonita de cara y cuerpo. Pero temo que no te agrade por su extracción demasiado baja. Su abuelo materno, a quien conocí mucho, tuvo la contrata de limpieza de pozos negros, y luego explotó la industria de aprovechamiento de animales muertos, en la cual ganó t cuanto quiso. El padre de la chica vino de Cuba, al terminar la guerra, con un capitalazo. ¿Cómo lo hizo? Acerca de esto se cuentan horrores. De la señora, es decir, de la madre de la rica heredera, se susurra si tuvo o no tuvo en la Habana elegantes mancebías… Ahora tú verás. La muchacha es linda y discreta, si bien un poquito achulada, y escribe sin la menor idea de lo que es ortografía. Por si quieres conocer a esta familia, te advierto que este verano irán a Biarritz a darse pisto„.

No se entusiasmó aceleradamente el buen Tarsis con la extravagante proposición del padrino; pero tampoco la echó en saco roto, pues su idea fija era encontrar una mina que le proveyera profusamente de cuanto necesitase para vivir en la elegante holganza de caballero noble y pesimista. Dinero buscaba y quería, viniera de donde viniese. La sociedad no es aquí tan escrupulosa que repudie la riqueza por la ruindad o porquería pestilente de sus orígenes… Las tristezas de su fracaso disimuló Tarsis en la vida de club, donde pasaba medio día y media noche abrevando su espíritu en el chorro de las conversaciones fútiles y perezosas. Se aburría variando la traza y colores de su irisado ensueño. Los amigos ya conocidos y los hermanos Pinel, sus directores políticos, constituían parte mínima de sus relaciones, muchas de las cuales eran flor de casino, que en él crecían y en él se cultivaban. De estos amigos, algunos eran peores que él; otros le superaban, si no en ingenio, en el buen gobierno de su hacienda. Los había riquísimos; los había que ociosamente y con toda elegancia vegetaban en disimulada ruina.

Transcurrió el verano, que el caballero pasó en las estaciones de moda, y ni en ellas ni en el dulce otoño de Madrid encontró el filón que buscaba. Las niñas ricachonas se le escabullían de las manos cuando hacía presa en ellas: la señorita de Porcuna, nieta del explotador de pozos negros, prefirió a un capitán de Ingenieros, y otra, muy bella, huérfana millonada nacida en Bogotá y recriada en la Argentina, le entretuvo por meses y le plantó al fin, prefiriendo a un desabrido diplomático. Y de este fracaso hubo de quedar más llagado y dolorido que de los otros, porque se prendó locamente de la bogotana, tan adorable por su gallarda hermosura como por su fino, seductor talento. Su nombre era Cintia, de dulce sabor pastoril y pagano, y le caía tan bien, que habría desmerecido su gentileza si la llamaran Manuela o Francisca. En las americanas se advierte cierta inclinación a paganizar los nombres, cual si quisieran iniciar una graciosa escapada de las sombrías esferas del cristianismo. Así lo pensaba Tarsis, en cuya mente y corazón quedaron para siempre estampadas la imagen y asperezas de la hermosa colombiana.