El calendario roto - Fernando Enrique Gilabert Bustos - E-Book

El calendario roto E-Book

Fernando Enrique Gilabert Bustos

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Chile, 1973. La estabilidad política y social pende de un hilo. A medida que la escasez de alimentos se agudiza, el hambre y la angustia crecen en la población. Mientras se gesta el golpe de Estado que cambiará el rumbo de Chile, jóvenes y adultos de diferentes movimientos políticos y múltiples realidades sociales se enfrentan en las calles, contribuyendo al clima de intolerancia, miedo e incertidumbre. En este escenario, El calendario roto invita a seguir la historia de un grupo de amigos que han dejado atrás la lucha de clases para participar en un programa de talentos, un teniente recién asignado a Valdivia y un obrero de Antofagasta que lucha por mantener a su familia. Aunque distantes entre sí, estas tres realidades serán sacudidas por los vientos del futuro incierto, y las vidas de los personajes no serán las mismas después de aquel 11 de septiembre.

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EL CALENDARIO ROTO

Fernando Enrique Gilabert Bustos

PRIMERA EDICIÓN
Octubre 2021
Editado por Aguja Literaria
Noruega 6655, departamento 132
Las Condes - Santiago - Chile
Fono fijo: +56 227896753
E-Mail: [email protected]
Sitio web: www.agujaliteraria.com
Facebook: Aguja Literaria
Instagram @agujaliteraria
ISBN: 9789566039952
DERECHOS RESERVADOS
Nº inscripción: 306.982 
Fernando Enrique Gilabert Bustos
El calendario roto
Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obrapor cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático
Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia
TAPAS
Ilustraciones: Abhay Pratap SinghDiseño: Josefina Gaete Silva

ÍNDICE

Antofagasta, 12 de julio de 1973

Santiago, 21 de julio de 1973

Antofagasta, 22 de julio de 1973

Valdivia, 30 de julio de 1973

Antofagasta, 5 de agosto de 1973

Valdivia, 10 de agosto de 1973

Santiago, 14 de agosto de 1973

Antofagasta, 21 de agosto de 1973

Valdivia, 22 de agosto de 1973

Santiago, 28 de agosto de 1973

Valdivia, 5 de septiembre de 1973

Santiago, 11 de septiembre de 1973

Antofagasta, 11 de septiembre de 1973

Valdivia, 11 de septiembre de 1973

Santiago, 13 de septiembre de 1973

Antofagasta, 15 de septiembre de 1973

Valdivia, 16 de septiembre de 1973

Santiago, 20 de septiembre de 1973

Antofagasta, 12 de julio de 1973

—Papá, no te vayas a olvidar, en dos meses.

—¿Sí? ¿En dos meses qué sería? —preguntó Gerardo con una sonrisa.

—¡En casi dos meses es mi cumpleaños y me lo prometiste! —La pequeña Sandra abrió los brazos, mientras se colgaba del cuello de su padre.

—Sí, mi niña, voy a estar ese día soplando las velas junto a ti. No he faltado a ninguno de tus nueve cumpleaños que yo sepa, ¿no es verdad?

—No, papito, pero… —La pequeña titubeó un instante.

—Pero ¿qué, Sandrita?

—Mi mamá dice que pasas más tiempo en esas reuniones que con nosotras.

—Bueno, bueno —Gerardo entró a la casa con su hija en brazos—, son cosas del trabajo. Además, usted está muy chica para preocuparse por eso.

Sandra acarició las patillas y la espesa barba de su padre sin decir palabra alguna.

—Además, tu mamá exagera.

—¿Exagero en qué? —preguntó Patricia desde la cocina al escucharlos entrar.

—En nada, amor. —Gerardo guiñó un ojo a su hija mientras se sentaban en el sillón del living.

Le había costado sangre, sudor y lágrimas conseguir aquella pintura color crema que le recordaba a su casa materna, pero se dio maña para replicar los recuerdos en su primer hogar de casado. A veces, los muros y las rejas blandas de la ventana le hacían pensar en que aún estaba en su natal y querida Talca.

—El almuerzo está listo, pongan ustedes el mantel que voy a comenzar a servir.

Sandra se levantó del sillón y, abriendo la gaveta del estante, sacó el mantel y lo extendió sobre la mesa.

—Ya —Patricia se asomó por la puerta de la cocina con las manos en la cintura—, usted también tiene que ayudar a poner la mesa.

Gerardo le tiró un beso y respondió con seriedad:

—¡A su orden, mi sargento!

Luego, se acercó a donde estaba su hija, intentando ordenar lo necesario sobre el mantel.

—Tu mamá es igual al sargento Toro, Sandrita.

—¿Y quién es ese caballero, papá?

—Ah, el sargento Toro era quien me hacía sufrir en el servicio militar allá en Talca, hijita. Cada vez que nos veía sentados, nos mandaba a hacer alguna cosa.

Gerardo se puso una servilleta sobre la cabeza, con un dedo simuló un bigote y en posición firme dijo con seriedad:

—¡Usted, conscripto Herrera! ¿Amaneció cansado? ¡Consiga una escoba y barra el patio!

En eso la voz de Patricia interrumpió desde la cocina:

—¿Está puesta la mesa? Voy con los platos.

Los dos se miraron y Gerardo rio en voz baja:

—¿Qué te dije?

Pocos minutos después, los tres estaban sentados haciendo planes sobre cómo pasarían el fin de semana. Patricia había preparado los tallarines a la italiana que tanto le gustaban a Gerardo y que, por razones de racionamiento, eran casi cosa del pasado.

—¿Y la carne, amor? ¿Cómo la conseguiste? Pensé que los ibas a preparar con chancho chino; no es la gran maravilla, pero por lo menos comemos carne, y la Sandrita la necesita porque está creciendo.

—La señora García.

—¿La del Jap?

—Sí, esa misma. Sabes que vamos al mismo centro de madres, es la madrina de tu compañero, el Jano… Dijo que tu amigo le comentó que asistías con él a esas reuniones para proteger la fábrica en caso de un golpe militar.

—¿Y qué tiene eso que ver con la carne?

—No sé, me pareció muy raro cuando lo comentó, antes hablaba poco y nada conmigo… Sabes que aunque esté en contra de esas viejas momias del barrio y haya votado por el presidente Allende, no me gusta meterme en esas cosas.

»Ayer se me acercó muy solícita, se sentó a mi lado y me felicitó por lo que estabas haciendo. “Sí —respondí—, hay que cuidar lo que tanto nos costó ganar”; eso pareció gustarle. Al final de la reunión dijo que quería conversar conmigo…

Patricia hizo un alto en su relato y miró a Sandrita, la muchachita jugaba enrollando de forma distraída los tallarines en el tenedor para luego devolverlos al plato.

—¡A ver, señorita! ¿Usted quiere que le compre la revista de monitos que me pidió ayer?

—Sí, mamita. —La niña abrió los ojos.

—Bueno, entonces tiene que dejar el plato vacío, ese fue el trato, ¿verdad? Usted comenzaba desde hoy a comer todo su almuerzo y yo la premiaba por ser una niña obediente.

La pequeña miró a su padre buscando protección. El joven, desacostumbrado a reñir a su hija, hizo una pausa para tomar aire. Acariciándose con los dedos el largo cabello, negro como el azabache, y luego de juguetear por unos segundos con su barba, miró a la pequeña.

—La mamá tiene razón, mi niña. Aunque aún no lo entiendas, hay muchos niños en este país que quisieran estar comiendo lo que desprecias. Además, tienes que alimentarte bien porque estás en pleno crecimiento; de lo contrario, también me voy a enojar contigo y la torta de tu cumpleaños será muy pequeñita, porque nos estás demostrando que no eres muy buena para comer.

—¡No, papito! ¡Sí me lo voy a comer todo!

—¿Hoy y todos los días?

—¡Sí, papito, te lo prometo!

—¡Ah! Si es así, tal vez la torta sea muy grande.

Sandra comenzó a comer entusiasmada sus tallarines, así que Patricia continuó con su relato:

—Al terminar la reunión, la señora García preguntó si podía acompañarme hasta la casa. Nos vinimos conversando de cosas sin importancia, hasta que al llegar a la puerta dijo: “Mire, mijita, las cosas no están muy buenas. Usted sabe que los momios fascistas están en contra de los pobres, entre nosotros debemos ayudarnos. Su marido es un buen chileno, con gente así vamos a cagar a esos momios de una vez”. “Claro —respondí—, es deber de todos cuidar el lugar donde uno trabaja y el Gerardo no es ajeno a lo que está pasando”.

» “Bueno, ustedes nunca se meten en nada y están un tanto alejados de todas las cosas que pasan por aquí, como si no les importara… Momios no son porque son tan pobres cono nosotros. Usted no sale como esas viejas huevonas a golpear las ollas cada vez que hay protestas…”. “Claro —repliqué—, si echo a perder las ollas, me quedo sin cocinar”. “Mire, tienen una hija pequeña que está creciendo… y bueno, por culpa de los ricachones la comida está escaseando. No se preocupe, tengo contactos. Usted sabe que soy la jefa de la Jap de la población, cuando llegue algo bueno, le aviso”.

»Y esta mañana, cuando fui a la verdulería, ella estaba allí. Al verme me llamó a un lado: “Señora Patricia, acompáñeme, le tengo un regalito. De hecho, iba a ir a su casa a avisarle…”. “¿Sí? Déjeme comprar la verdura”.

»No muy convencida, la acompañé. Me llevó donde su compadre Blanco, ese gordo que vende leña y carbón… El caballero me saludó y me hicieron pasar a una especie de bodega… ¡Ni te imaginas! Había un refrigerador grande lleno de carne.

» “Ya, compadre —dijo la señora García—, el marido de la señora Patricia es compañero de trabajo del Janito, asiste a las reuniones con mi ahijado en la fábrica y se merece un buen regalo”. “Claro, comadre. Sí, lo conozco, viene algunas veces a comprar carbón para la cocina cuando no hay gas”. “Así es —respondí—, muchas veces debemos cocinar con carbón o leña. Uno puede aguantar, pero cuando se tiene una hija pequeña…”. El caballero sonrió y cortó dos trozos de carne, los envolvió en una par de hojas de El Mercurio y dijo: “De algo que sirva esta mierda fascista… Ya, señora, guárdelo en la bolsa con las verduras para que no se den cuenta. No le cuente a nadie de dónde sacó la carne; usted sabe, compañera, que con tanto sapo uno nunca sabe”. Le di la mano para despedirme, aseguré que no debía preocuparse y volví a la casa.

»No niego que me sentí un poco nerviosa con tanta recomendación; al fin y al cabo, no estaba haciendo nada malo, ¿cierto?

—No, mi amor. —Gerardo le tomó la mano—. Nada que no hagan muchos otros aquí en Antofagasta y en todo el país. Además, amor, nos diste una sorpresa.

Santiago, 21 de julio de 1973

Los hermanos Urrejola, Ignacio y Diego, se habían estado preparando toda la semana. Junto a sus amigos, el Polo Santelices y las hermanas Echeñique, Pía y Chany, por fin darían el gran salto.

Tomaron esa decisión a pesar de que la universidad donde estudiaban estaba en paro indefinido desde hacía tres semanas, y de los enfrentamientos que se sucedían casi todos los días en las calles de la capital, a veces de forma sangrienta, entre la brigada Ramona Parra, perteneciente al Partido Comunista, del cual formaban parte, al igual que todos sus amigos y parientes del barrio, y Patria y Libertad, la brigada de ultraderecha que habían ayudado a fundar un año atrás los hermanos mayores de las Echeñique y los primos del Polo Santelices, entre otros jóvenes.

Eran tan distintos como el día de la noche o el aceite del agua. Unos provenían de una comuna pobre como San Miguel, y los otros ostentaban la opulencia de la clase social dominante que habitaba la comuna de Providencia. Sin embargo, algo en verdad los unía y había hecho que cada uno se apartara del confrontamiento político que envolvía día a día al país como una negra pesadilla.

La música se había transformado para ellos en un bálsamo de irrealidad del cual no querían salir. Ese sábado, después de múltiples pedidas de favores y luego de golpear cientos de puertas, por fin habían logrado una oportunidad en el programa Sábados Gigantes del Canal 13 de la Universidad Católica. Un tiempo atrás se había creado en el programa una sección para mostrar a los nuevos talentos, y los jóvenes no querían perder esa oportunidad de ser famosos. Habían sido grito y plata en los festivales universitarios, y en más de una ocasión se presentaron en algún programa de radio.

Muchas veces, los hermanos Urrejola habían sido tratados de reaccionarios por sus vecinos del barrio, por ser amigos de los momios y pertenecer a una banda de rock, música venida de Estados Unidos, el mayor enemigo del pueblo, según promulgaba el propio presidente Allende en sus discursos. No obstante, hacía mucho tiempo que eso había dejado de importarles, al igual que a sus amigos del conjunto, a quienes sus vecinos trataban de traidores por juntarse con los rotos upelientos de la universidad.

Sí, era cierto y de alguna forma tenían razón: los hermanos Urrejola provenían de una de las comunas con mayor apoyo al gobierno de la Unidad Popular, donde no había semana en que el alcalde Palestro no gritara a los cuatro vientos en acalorados y encendidos discursos que el país estaba dividido en dos: los chilenos y los enemigos de Chile. Sin embargo, ese día muy temprano los cinco se reunieron en la casona de las hermanas Echeñique, en la calle Providencia, para preparar sus indumentarias. El día anterior habían ensayado hasta muy tarde y el productor del programa les había solicitado de forma encarecida que estuvieran en los estudios de la calle Lira 340, a más tardar, a las tres de la tarde sin atrasarse un minuto. Por esa razón, a las doce estaban almorzados y listos para partir. El padre de las dueñas de la casa les prestó la camioneta, y luego de cargar los instrumentos y las ropas de actuación, se abrazaron y partieron a la aventura de ser famosos.

—¿Y cómo se llama el conjunto? —El asistente de piso encargado de llenar los cartones que debía leer don Francisco al anunciarlos, los miró de arriba abajo.

—Somos los Musicians and Friends —respondieron los cinco a coro.

—¿Y qué significa eso? No le pego mucho al inglés.

—Significa algo muy importante para nosotros: músicos y amigos —respondió el Polo Santelices.

—¡Ah, bueno! —El hombre anotó el nombre en un papel—. Muchachos, ¿ven ese pasillo al costado del galpón, al fondo? Ahora se van para allá y esperan junto a los otros que participarán en el programa. En una hora más o menos viene la sección de los talentos, yo mismo les vendré a avisar.

—¡Miren! —Pía, una de las hermanas Echeñique señaló con la mano—. ¡Ahí va entrando don Francisco!

Se agolparon para ver al famoso animador, quien dio la vuelta y saludó con la mano a la gente antes de entrar al estudio. En el interior, los aplausos brotaron por los cuatro costados, mientras el coro, junto con el público presente, comenzaba a cantar:

Sábados Gigantes, Sábados Gigantes, el programa ameno presentado a usted…