El camino de los muertos - Kevin Brooks - E-Book

El camino de los muertos E-Book

Kevin Brooks

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Beschreibung

Cole y Ruben buscan vengar la muerte de su hermana Rachel, que fue violada y asesinada cuando visitaba a una amiga en un pueblo cercano. Mientras investigan la identidad del asesino, Ruben, a través de su habilidad para percibir lo que los otros sienten, descubrirá un secreto que atrapará a los hermanos en un mundo lleno de sombríos personajes, en el que los intereses y las intrigas los obligarán a defender ahora su propia vida.

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Veröffentlichungsjahr: 2012

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El camino de los muertos

Kevin Brooks

Traducción de Ignacio Padilla

Primera edición en inglés, 2006 Primera edición en español, 2012 Primera edición electrónica, 2012

Fotografía del autor: © Nadja Meister

© 2006, Kevin Brooks, texto Publicado originalmente en inglés en 2006 bajo el título The Road of the Dead por The Chicken House, 2 Palmer Street, Frome, Somerset, BA11 1DS Todos los nombres de personajes y lugares usados en este libro tienen el © del autor y no pueden ser usados sin autorización. El autor conserva sus derechos morales. Todos los derechos reservados.

D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1025-6

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca del autor

Kevin Brooks nació en Inglaterra en 1959. Pasó su infancia en Exeter y, después de terminar la escuela, se mudó a Londres porque quería convertirse en estrella de rock. Antes de dedicarse por entero a la escritura tuvo varios trabajos: fue empleado en una gasolinera, asistente en un crematorio y vendedor de hot dogs en el zoológico de Londres. Con la aparición de Martyn Pig, en 2002, saltó a la fama de inmediato. Desde entonces ha escrito una docena de libros que le valieron varios premios, como el Branford Boase, el North East y el Premio Alemán de Literatura para Jóvenes. En esta colección también publicó Lucas, Candy y Martyn Pig.

UNO

Cuando el Muerto atrapó a Rachel, yo estaba sentado en el asiento trasero de un Mercedes deshecho preguntándome si la lluvia pararía. No quería que parara. Sólo me lo preguntaba.

Era tarde, casi media noche.

Mi hermano, Cole, trajo el Mercedes al depósito de chatarra unas horas antes y me pidió que lo revisara mientras él iba a ver a alguien y resolvía un asunto. Yo llevaba cerca de una hora considerando si valía la pena desmontarlo, cuando empezó a llover, y fue entonces cuando subí a la parte trasera del auto.

Supongo que pude haber ido a otro lugar. Me pude haber refugiado en alguno de los cobertizos, o pude haber regresado a la casa, pero los cobertizos eran oscuros y estaban llenos de ratas, y llovía en verdad a cántaros y la casa estaba al otro lado del depósito…

Y, y, y.

Me gustaba la lluvia.

No quería que dejara de llover.

Me gustaba el repiqueteo sobre el techo del auto. Me hacía sentir seguro y seco. Me gustaba estar de noche en el depósito. Me sentía feliz. Me gustaba que las luces brillaran sobre las verjas como cristales en la oscuridad haciendo que todo pareciera especial. Me gustaba ver las gotas de lluvia como joyas engarzadas, los montones de metal que parecían montañas y colinas, las inestables pilas de autos deshechos, semejantes a torres de vigilancia.

Eso me hacía feliz.

De pronto una ráfaga de viento enganchó el letrero en la verja y las cadenas oxidadas de las que colgaba rechinaron y crujieron, mientras yo miraba a través del cristal destrozado del parabrisas trasero y leía aquellas palabras despintadas que me eran tan familiares: AUTOPARTES FORD E HIJOS, PARA AUTOS CHOCADOS, CAMIONETAS Y VEHÍCULOS PESADOS, AUTOS DECOMISADOS, PÉRDIDAS TOTALES, PAGO EN EFECTIVO. Fue entonces cuando empecé a sentir a Rachel en el corazón.

No sé cómo describir estas sensaciones. Cole me preguntó una vez qué se sentía saber todo lo que se puede saber y no darse cuenta de ello. Le respondí que no lo sabía. Y era la verdad.

No lo sé.

Las sensaciones que me llegan, las sensaciones de estar con otra persona. No sé qué son, ni de dónde vienen o por qué las siento sólo yo. Ni siquiera sé si son reales o no. Pero hace ya mucho tiempo que dejé de preocuparme por eso. Las siento, eso es todo.

No las siento todo el tiempo y no las siento con todo el mundo. De hecho, casi nunca me pasa con alguien que no sea de mi familia. Me llegan sobre todo de Cole; a veces de mi madre, y muy de vez en cuando de mi padre, pero las vibraciones más fuertes siempre provienen de mi hermano.

Con mi hermana, sin embargo, siempre había sido diferente. Hasta esa noche, nunca había sentido nada de Rachel. Nada en absoluto. Ni siquiera el aleteo de una vibración. No sé por qué. Quizá porque ella y yo siempre conversábamos mucho de cualquier manera, así que nunca necesitamos nada más. O quizá era simplemente porque se trataba de mi hermana. No lo sé. Es sólo que nunca antes había sentido ninguna vibración de Rachel. Por eso resultó tan extraño sentirla esa noche; fue raro e inesperado.

Y aterrador.

En un minuto Rachel estaba conmigo, sentada en el asiento trasero del Mercedes, mirando alrededor, y al siguiente minuto todo desapareció y yo me encontraba con ella, andando por un camino destrozado por la tormenta, en medio de un páramo desierto. Teníamos frío y miedo y el mundo parecía oscuro y vacío, y yo no sabía por qué.

Yo no sabía nada.

—¿Qué haces aquí, Rach? —le pregunté—. Pensé que volverías a casa esta noche.

Ella no me respondió. No podía oírme. Estaba a varios kilómetros de distancia. Ella no me sentía. Lo único que Rachel sentía era el frío y la lluvia y el viento y la oscuridad…

De pronto, sintió algo más: la sangre que corría hacia su corazón. Un miedo paralizante en los huesos, una presencia. Ahí había algo… Algo que no debía estar ahí.

Yo lo sentí al mismo tiempo, y ambos lo sentimos demasiado tarde.

El Muerto salió de la oscuridad y la derribó, y todo se volvió negro para siempre.

No sé qué pasó luego. Dejé de sentir. Me desmayé.

Poco después me despertó el dolor agudo, como de un cuchillo de sierra rasgando mi corazón, y supe sin lugar a dudas que Rachel estaba muerta. Su último aliento acababa de abandonarla: lo vi volar al viento. Lo vi flotar sobre un anillo de piedras y entre las ramas de un espino raquítico; entonces la tormenta llegó con una luz entre negra y violeta que cubrió el cielo y llevó el aliento de Rachel hasta el suelo. Eso fue lo último que vi.

DOS

Tres días más tarde me encontraba en una oficina con aire acondicionado; me acompañaban mi madre, mi hermano Cole y un hombre de cara gris que vestía un traje azul oscuro. La oficina estaba en el piso superior de la estación de policía de Bow Green, y el hombre de azul era el oficial encargado de Asuntos Familiares: el detective Robert Merton.

Era un viernes a las nueve de la mañana.

No era la primera vez que nos encontrábamos con el detective Merton. El miércoles por la mañana, después de que la policía nos informó sobre la muerte de Rachel, él estuvo un rato en nuestra casa hablando con mi madre. Después, el jueves, volvió a visitarnos y esta vez habló con todos. Nos habló de lo que le había ocurrido a Rachel, lo que ocurriría y lo que podría ocurrir. Nos hizo preguntas. Nos dijo cuánto lo sentía. Intentó reconfortarnos. Trató de ayudar. Nos dio folletos, nos habló de terapias de duelo, de programas de apoyo a víctimas y de cientos de otras cosas que ninguno de nosotros quería escuchar.

Hablar, hablar, hablar.

Eso era lo único que hacía.

Sólo hablar.

No significaba nada. Se trataba sólo del detective Merton haciendo su trabajo. Eso lo sabíamos. Pero sabíamos también que ni él ni su trabajo servían de nada en nuestra casa. Era un policía. Usaba traje. Hablaba demasiado. No queríamos nada de eso en casa, así que cuando llamó por teléfono el jueves por la noche para acordar otra cita, mi madre le dijo que nosotros iríamos a su oficina.

—No es necesario, Mary —le dijo Merton.

—Estaremos ahí a las nueve —respondió mi madre.

Y ahí estábamos ahora, apretados frente al pequeño escritorio, esperando que Merton nos dijera lo que tenía que decir.

Merton lucía cansado. Tenía los hombros cargados y sus ojos se veían pesados. Me pareció que él hubiera preferido estar en otro lugar. Mientras sacaba una carpeta del cajón y la colocaba en el escritorio, pude ver que se esforzaba por hallar una expresión adecuada.

—Entonces, Mary —dijo finalmente dirigiendo a mi madre una sonrisa sombría—, ¿cómo se está adaptando a las nuevas circunstancias?

Mi madre sólo lo miró.

—Mi hija está muerta. ¿Cómo cree usted que me estoy adaptando?

—Lo siento, no quise decir… —su sonrisa se distorsionó por la vergüenza—. En realidad me refería a la atención de los medios de comunicación y todo eso —entrecerró los ojos—. Escuché que ayer tuvieron un pequeño percance.

Mi madre negó con la cabeza.

—¿No? —Merton miró a Cole y luego volvió a mirar a mi madre—. Un periodista afirma que fue atacado.

—Entró a nuestra propiedad —dijo mi madre encogiéndose de hombros—. Cole lo echó de ahí.

—Ya veo —Merton volvió a mirar a Cole—. Lo mejor será que nos dejen ese tipo de cosas a nosotros. Sé que no quieren gente metiéndose en sus asuntos, pero los medios de comunicación pueden ser muy útiles a veces. Lo mejor es no apartarlos.

Cole no dijo nada, sólo veía el suelo con impaciencia.

Merton siguió mirándolo.

—Si alguien se vuelve demasiado intrusivo, lo único que tienen que hacer es avisarme —sonrió—. No puedo prometer milagros…

—Sólo dígales que nos dejen en paz —dijo Cole tranquilamente—. Si alguien más entra al jardín, le voy a romper la cara.

La sonrisa de Merton desapareció.

—Mira, haré lo mejor que pueda para proteger la privacidad de tu familia, Cole, pero te aconsejo que no hagas nada más…

—Sí, claro.

—Estoy hablando en serio.

—Yo también.

Merton, lleno de frustración, miró a Cole y él lo miró también. Merton abrió la boca y comenzó a decir algo, pero cuando notó la mirada de Cole, cambió enseguida de opinión.

No lo culpo.

Desde la muerte de Rachel, Cole se había ensimismado de tal manera que resultaba muy difícil saber si sentía algo. No había nada ahí. No había tristeza, no había pesar, no había odio, no había enojo. Era muy atemorizante.

—Estoy preocupada por él —me había dicho mi madre esa mañana—. ¿Has visto sus ojos? Les falta algo. Así se veía tu padre justo antes de las peleas, como si le diera igual vivir o morir.

Sabía que ella tenía razón. Merton lo sabía también. Por eso simulaba leer la carpeta que tenía sobre el escritorio: estaba tratando de olvidar lo que había visto en los ojos de Cole. Pero no lo conseguía. La de Cole no era la clase de mirada que se olvida con facilidad.

—Pues, bien —dijo después de un rato, mirando a mi madre—. Muchas gracias por venir a verme, Mary, pero no debieron molestarse. Como les dije antes, con mucho gusto yo los puedo ir a ver a su casa cuando quieran. Para eso estoy aquí. Cuando necesiten algo, lo que sea, día o noche…

—Estamos bien —respondió mi madre—. Preferimos estar solos, gracias.

—Desde luego —sonrió Merton—. Pero si cambian de opinión…

—No lo haremos.

Merton observó a mi madre un momento, luego asintió y continuó.

—Bien, pues. Creo que le dije por teléfono que su cuñado ha identificado formalmente el cuerpo de Rachel —hizo una pausa, como si pensara en algo—. Me parece que fue a Plymouth ayer.

—El miércoles —dijo mi madre.

—¿Perdón?

—Joe fue a Plymouth el miércoles. Regresó ayer por la mañana.

—¿Ha hablado usted con él?

Mi madre se limitó a asentir de nuevo.

Merton la miró como esperando que dijera algo más. Como no lo hizo, puso atención en la carpeta sobre su escritorio y revolvió algunos papeles.

—Bien —dijo—. Se me ocurrió que podríamos revisar de nuevo un par de cosas, si no les molesta —alzó la mirada—. Sé que es difícil, pero es de vital importancia recabar la mayor cantidad de información posible en esta etapa de la investigación. También consideramos que es mejor mantenerlos al tanto de la misma —me miró—. Si Ruben prefiere no quedarse, estoy seguro de que podemos…

—Estoy bien —le respondí.

Me lanzó una sonrisa condescendiente. Yo lo observé fijamente. Merton miró a mi madre como preguntándole “¿qué opina usted?”

—Ruben sabe lo que pasó —dijo mi madre—. Ya oyó la peor parte. Si hay algo más que debamos saber, él tiene tanto derecho como nosotros a saberlo. Tiene catorce años, no es un niño.

—Desde luego —dijo Merton bajando la mirada hacia la carpeta. Noté que no le hacía mucha gracia, sin embargo, no podía hacer mucho al respecto. Sacó algunos papeles y los estudió un momento. Después se puso unos lentes y revisó todo de nuevo.

Lo habíamos oído todo ya una docena de veces. Las mismas preguntas, las mismas respuestas:

Sí, Rachel tenía diecinueve años.

Sí, estaba desempleada.

Sí, vivía con su familia en Autopartes Ford e Hijos, calle Canleigh, Londres, E3.

No, no tenía enemigos.

Sí, era soltera.

No, no tenía novio.

Y luego, estaban los hechos:

El viernes 14 de mayo, Rachel tomó un tren hacia Plymouth para visitar a una antigua amiga del colegio llamada Abbie Gorman. Abbie vive con su esposo en un pequeño pueblo llamado Lychcombe, en Dartmoor. La noche del 18 de mayo, Rachel salió de Lychcombe en su camino de regreso a Londres. Nunca llegó. Su cuerpo fue encontrado la mañana siguiente en un páramo remoto, a más de un kilómetro y medio del pueblo. Había sido violada, golpeada y estrangulada.

Simple.

Sólo hechos.

Observé a mi madre. Ella no lloraba, ya había llorado todo lo que era posible llorar, pero su rostro parecía tener mil años de edad. Estaba exhausta. Hacía tres días que no dormía. Su piel estaba pálida y seca. Su suave cabello negro había perdido el brillo; sus ojos parecían embrujados y no se movían.

Le tomé la mano.

Cole me miró. Sus ojos oscuros parecían casi negros. No sabía lo que estaba pensando.

Merton continuó:

—Hasta ahora, la investigación va todo lo bien que se puede esperar, aunque todavía hay mucho trabajo por hacer. El equipo forense confía en encontrar algo, y el equipo de investigación está revisando las declaraciones de docenas de testigos. Estamos haciendo todo lo posible por averiguar qué le pasó a Rachel, pero tenemos que seguir el procedimiento y me temo que estas cosas llevan tiempo.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó mi madre.

Merton frunció los labios.

—Es difícil decirlo.

—¿Dónde está ella ahora?

—¿Perdón?

—Rachel, ¿dónde está?

Merton dudó.

—Su cuerpo… el cuerpo de su hija está en la oficina del forense en Plymouth.

—¿Está en una oficina?

—No, no… —Merton negó con la cabeza—. Seguramente está en la morgue. La oficina del forense se encarga de la investigación post mortem…

—¿Cuándo la tendremos de regreso?

—¿Disculpe?

Mi madre se inclinó hacia adelante.

—Quiero a mi hija de regreso, señor Merton. Lleva muerta tres días. Quiero traerla a casa y enterrarla. Ella no tendría por qué estar sola en un lugar que no conoce. Ya ha sufrido suficiente. No merece sufrir más.

Merton no supo qué decir durante un momento. Miró a mi madre, miró a Cole y volvió a mirar a mi madre.

—Entiendo su preocupación, Mary, pero me temo que no es tan sencillo.

—¿Por qué no?

—Bueno, porque existe toda una serie de aspectos prácticos que debemos considerar.

—¿Como cuáles?

—Para empezar, pruebas forenses. Algunas son muy complejas y llevan mucho tiempo. Entiendo que es doloroso pensar en eso, pero hay muchas cosas que se pueden saber gracias al cuerpo de Rachel. Nos puede dar pistas acerca de lo sucedido. Y una vez que sepamos lo que ocurrió, tendremos más posibilidades de saber quién lo hizo.

Lo hizo el Muerto, pensé. Fue el Muerto. Ya nunca lo van a encontrar.

—Para decirlo en términos más sencillos —continuó Merton—, el forense no va a liberar el cuerpo de Rachel hasta que esté seguro de que no requiere más exámenes. Por desgracia, esto puede llevar tiempo, en especial si nadie ha sido arrestado como sospechoso. Una vez que se haga alguna detención, los abogados del sospechoso tienen derecho a solicitar un segundo análisis imparcial del cuerpo. Cuando esto haya ocurrido, el forense puede liberarlo. Por otra parte, si nadie ha sido arrestado, pero la policía espera todavía encontrar algún sospechoso en el futuro cercano, el forense retendrá el cuerpo por si se requiere otro análisis post mortem —Merton volvió a mirar a mi madre—. Lamento que sea tan complicado, pero me temo que pueden pasar tres o cuatro meses antes de que el cuerpo de su hija les sea entregado.

—¿Y qué pasa si encuentran al asesino? —preguntó Cole—. ¿Cuánto tiempo tomaría entonces?

Merton lo miró.

—Como dije, es difícil saberlo. Pero sí, cuanto más pronto encontremos al asesino, más pronto podremos liberar el cuerpo de Rachel.

Cole no dijo nada, sólo asintió.

Merton volvió a mirar sus papeles un instante, se quitó los lentes y se restregó los ojos.

—Sé que es un momento terrible para todos ustedes —dijo—, pero puedo asegurarles que haremos todo lo posible para ayudarlos a lidiar con esta tragedia —se detuvo un momento y luego prosiguió—. Si existe algún problema relacionado con sus creencias…

—¿Qué creencias? —preguntó mi madre.

—Sus creencias… sus costumbres…

—¿De qué está hablando?

Merton miró sus papeles de nuevo.

—Su esposo —dijo con cierta duda—. Barry John…

—Baby-John —lo corrigió mi madre—. ¿Qué hay con él?

—Es húngaro, según entiendo —dijo Merton avergonzado y sonrió incómodo—. ¿Así se dice? ¿Húngaro? ¿O prefieren zíngaro? La verdad no sé cómo prefieren…

—Es gitano —dijo mi madre simple y llanamente—. ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?

—Bueno, es que pensé… Quiero decir, sé que ciertas culturas tienen algunas creencias con respecto a los arreglos funerarios… —su voz se fue apagando poco a poco y miró a mi madre como pidiendo ayuda. Perdía su tiempo. Ella simplemente lo observó. Merton se encogió de hombros con incomodidad—. Lo siento, no es mi intención ofenderla ni nada por el estilo. Sólo trato de entender por qué quiere enterrar a su hija con tanta premura.

Mi madre lo miró.

—Mi esposo es gitano. Yo no. Él está en prisión, como seguramente sabe. Yo no. Quiero enterrar a mi hija porque está muerta, eso es todo. Es mi hija. Está muerta. Y quiero traerla a casa y dejarla descansar. ¿Es tan difícil de entender?

—No, claro que no… Lo siento…

—Y si tanto le preocupa mi esposo —agregó ella—, ¿por qué no le dan una licencia de caridad?

—Me temo que eso está en manos de las autoridades carcelarias. Si les parece que representa un riesgo…

—John no representa ningún riesgo…

Merton arqueó las cejas.

—Está cumpliendo sentencia por asesinato, Mary.

Cole se puso de pie.

—Anda, mamá, vámonos. No tenemos que escuchar esta basura. Te dije que era una pérdida de tiempo.

Merton no pudo evitar echar fuego por los ojos.

—Hacemos lo mejor que podemos, Cole. Estamos tratando de averiguar quién mató a tu hermana.

Cole lo miró con desprecio y habló casi en un susurro.

—Usted simplemente no entiende, ¿verdad? No nos importa quién mató a mi hermana. Ya está muerta. No importa quién lo hizo o por qué lo hizo o cómo murió. Está muerta. Muerta es muerta. Nada puede cambiar eso. Nada. Lo único que queremos es enterrarla. Es lo único que podemos hacer: traerla a casa y seguir adelante con nuestras vidas.

Cole guardó silencio durante el regreso y mi madre estaba demasiado cansada para hablar. Así que, mientras caminábamos bajo el neblinoso sol de mayo por los callejones de siempre, yo simplemente absorbí el silencio y dejé que mi mente vagara alrededor de las cosas que sabía y de las que ignoraba.

Sabía que el Muerto había matado a Rachel.

No sabía quién era o por qué lo había hecho, pero sí sabía que estaba muerto.

No sabía por qué estaba muerto.

Y tampoco sabía lo que eso significaba.

No le había dicho nada de esto a Cole o a mi madre, ni sabía cuándo lo haría, o si lo haría siquiera.

Tampoco sabía qué significaba eso.

Lo más importante es que no sabía cómo me sentía con respecto a Rachel. Después de esa noche en el asiento trasero del Mercedes, cuando lo único que sentí fue la oscuridad y la nada, mi cabeza y mi corazón estaban invadidos por todos los sentimientos del mundo, incluso algunos que nunca antes había sentido. Me sentía enfermo, vacío y lleno de mentiras. Quería odiar a alguien pero no sabía a quién. No estaba en ningún lugar, estaba en todas partes. Estaba perdido.

Cuando volvimos a casa, Cole subió de inmediato a su habitación sin decir palabra. Yo seguí a mi madre a la cocina y preparé un poco de té. Nos sentamos juntos a la mesa y escuchamos los apagados ruidos procedentes de la habitación de Cole. Pasos, gavetas que se abrían y se cerraban…

—Va a ir a Dartmoor, ¿verdad? —le dije a mi madre.

—Probablemente.

—¿Crees que sea una buena idea?

—No lo sé, mi amor. No sé si lo que yo crea tenga alguna importancia. Ya sabes cómo es Cole cuando se le mete algo a la cabeza.

—¿Qué crees que quiera hacer?

—Averiguar quién lo hizo, supongo —me miró—. Quiere averiguar quién mató a Rachel para poder traerla a casa.

—¿Estás segura de que eso es todo lo que quiere?

—No.

Miré alrededor de la cocina. Siempre ha sido mi estancia favorita. Es grande, vieja y acogedora, y hay mucho que ver en ella: fotografías viejas, postales, dibujos que hicimos de niños, patos de porcelana, platos con flores pintadas, floreros y jarras, plantas colgantes en la ventana…

El sol entraba a raudales.

Deseé que no fuera así.

—¿Quieres que vaya con él? —le pregunté a mi madre.

—Él no querrá que lo hagas.

—Lo sé.

Me sonrió.

—Me sentiría mejor si lo hicieras.

—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Estarás bien aquí sola?

Asintió.

—El negocio está tranquilo por ahora. Al tío Joe no le molestará quedarse un par de días para ocuparse de las cosas.

—No me refería al negocio.

—Lo sé —me tocó el hombro—. Estaré bien. Probablemente me haga bien estar sola un rato.

—¿Estás segura?

Asintió de nuevo.

—Manténganse en contacto, ¿OK? Y vigila a Cole. No lo dejes hacer alguna estupidez —me miró—. Él te hace caso, Ruben. Confía en ti. Sé que no lo demuestra, pero así es.

—Lo cuidaré.

—Intenta que esté de acuerdo con que lo acompañes. Les hará la vida más fácil a ambos.

Yo sabía que Cole no aceptaría, pero de cualquier modo lo intenté.

Cuando entré en su habitación, Cole estaba sentado en la cama, fumando. Traía puesta una camiseta y unos jeans, y su chamarra estaba cubriendo una pequeña mochila de cuero que estaba en el suelo.

—Hola —dije.

Me saludó con la cabeza.

Miré la mochila.

—¿Vas a alguna parte?

—La respuesta es no —me dijo.

—¿No qué?

—No puedes venir conmigo.

Me senté junto a él. Tiró la ceniza en un cenicero junto a la cama. Le sonreí.

—De nada sirve que me mires así —dijo—. No voy a cambiar de opinión.

—Todavía no te he pedido nada.

—¿Crees que eres el único que puede leer la mente?

—Tú no puedes leer la mente —dije—. Ni siquiera puedes leer el periódico.

Me miró y siguió fumando. Lo miré a la cara. Me gusta mirar su cara. Es un buen rostro para mirar: diecisiete años, ojos oscuros; un rostro firme y puro. Es el tipo de cara que hace lo que dice. La cara de un ángel del diablo.

—Me necesitas —le dije.

—¿Qué?

—Si vas a ir a Dartmoor, necesitas que te cuide.

—Quien necesita que la cuiden es mamá.

—Entonces, ¿por qué te vas?

—Voy por Rachel. Ésa es mi manera de cuidar a mamá. La tuya es quedarte aquí —me miró—. Yo no puedo hablar con ella, Rub. No sé qué decirle. Simplemente necesito hacer algo.

Un destello de emoción se asomó fugazmente en su cara y por un instante comencé a sentir algo. Pero antes de que supiera qué era, Cole retomó el control de sí mismo y su cara volvió a quedar en blanco. Era muy bueno para ocultar las cosas. Lo vi apagar el cigarro y levantarse de la cama.

—¿Cómo lo harás? —pregunté.

—¿Hacer qué cosa?

—Averiguar qué ocurrió.

—Aún no lo sé… Ya pensaré en algo.

—¿Dónde te vas a quedar?

Se encogió de hombros.

—Ya veré.

—¿Cómo piensas llegar ahí?

—En tren.

—¿Cuándo te vas?

—Cuando esté listo. ¿Alguna otra pregunta?

—Sí, ¿por qué no quieres que vaya contigo?

—Ya te lo dije…

—No soy idiota, Cole. Sé cuando estás mintiendo. Sabes tan bien como yo que mamá no necesita que nadie se quede con ella. ¿Cuál es la verdadera razón por la que no quieres que vaya?

Caminó hacia la mesa cerca de la ventana, tomó un par de cosas y las metió a la mochila. Jugueteó con ella un rato: la cerró, la abrió, la volvió a cerrar, y se quedó mirando el suelo. Finalmente se dio la vuelta y me miró. No sé si iba a decirme algo, pero antes de que pudiera hacerlo, sonó el teléfono.

Nos volvimos hacia la puerta para escuchar. El timbre había dejado de sonar y pudimos oír, a lo lejos, la voz de mi madre.

—¿Está hablando con papá? —preguntó Cole.

—Eso parece.

—Necesito hablar con él antes de irme.

Recogió su mochila y salió de la habitación.

—Nos vemos —le dije.

—Ajá.

Salió sin mirar atrás.

Yo no estaba preocupado. Sabía lo que tenía que hacer.

Mientras Cole hablaba con papá por teléfono, revisé un par de datos en internet y empaqué algunas cosas en una mochila. Después, me paré cerca de la ventana y esperé.

Poco después Cole salió de la casa y se dirigió hacia dos autos destrozados en el depósito de chatarra. Llevaba puesta la chamarra; la mochila colgaba de su hombro. Sacó del bolsillo una llave y abrió la cajuela de un Volvo quemado que estaba debajo de una pila de autos. Luego de mirar sobre su hombro, se asomó al interior de la cajuela y buscó algo adentro. No le tomó mucho tiempo encontrar lo que buscaba. Lo metió en la mochila, algo más en su bolsillo, se enderezó, cerró la cajuela y salió del depósito hacia la calle.

Esperé hasta que estuvo fuera de mi vista, recogí mi mochila y bajé a la cocina. Mi madre me esperaba.

—Toma —me dijo dándome 200 libras que había sacado de su monedero—. Es todo el efectivo que tengo por ahora. ¿Será suficiente?

—Cole tiene bastante —le respondí.

—Bien. ¿Sabes qué tren va a tomar?

—No me dijo, pero el siguiente hacia Plymouth sale a las 11:35. Así que supongo que será ése —doblé el dinero y lo metí en el bolsillo—. ¿Cómo está papá?

—Está bien. Te manda saludos —miró el reloj: eran las 10:45. Se acercó a mí y me abrazó.

—Será mejor que te vayas.

—¿Estás segura de que estarás bien?

Me alborotó el pelo.

—No te preocupes por mí. Sólo trata de que Cole no se meta en muchos problemas, y asegúrate de que ambos vuelvan a casa enteros, ¿de acuerdo?

—Haré lo que pueda.

El sol aún brillaba cuando salí del depósito y me dirigí a la calle. Me pregunté cómo sería el clima en Dartmoor. Me pregunté cómo sería todo en Dartmoor.

Un taxi negro dejaba a un pasajero al final de la calle. Esperé a que el pasajero bajara, subí al auto y pedí al taxista que me llevara a la estación de Paddington.

TRES

Había demasiado tráfico en las calles cercanas a la estación de Paddington. Eran casi las 11:35 cuando bajé del taxi, compré un boleto y llegué a la plataforma correcta. Me subí al tren justo cuando el guardia cerraba las puertas. El vagón estaba bastante lleno, aunque no por completo. Esperé mientras los otros pasajeros encontraban sus asientos y guardaban su equipaje. El tren se alejaba ya de la plataforma. Comencé a buscar a Cole.

Era un tren largo. Mientras caminaba de vagón en vagón, me descubrí pensando en papá.

Papá me dijo alguna vez que su primer recuerdo era estar junto a un abrevadero mientras un caballo tomaba agua. Eso era todo. Ése era su primer recuerdo: estar solo en un prado de hierba alta, viendo cómo un caballo bebía de un abrevadero. Siempre me gustó aquello. Me parece hermoso conservar eso en la cabeza.

Mi padre amaba contarnos historias de su infancia. Creo que le traía buenos recuerdos. Nació y creció en una caravana de aluminio —un tráiler, como él lo llamaba—, y lo compartía con sus padres y sus dos hermanos mayores.

—Era el tráiler más hermoso de la región —decía con orgullo—. Salpicaderas de lujo, una puerta de conglomerado, chimenea de cromo con un tiro que atravesaba el techo… —papá sonreía y seguía recordando detalles: la lámpara de parafina fija en el techo, la estufa, la mesa del comedor de roble sólido, la cristalería de su madre…

A veces papá recordaba cosas que no lo hacían sonreír, como la noche en que un grupo de gente del pueblo prendió fuego al tráiler mientras la familia dormía, o cómo su padre se emborrachaba y lo golpeaba con un grueso cinturón de piel con ojales metalizados. Con frecuencia yo me preguntaba si fue por esto que mi padre se había convertido en boxeador a mano limpia: para vengarse de su padre o de la gente del pueblo o de cualquier otra persona que lo hubiera lastimado cuando era niño. Pero probablemente me equivocaba; era mucho más sencillo que eso. Como mi padre siempre dijo: los gitanos nacen para pelear; lo llevan en la sangre.

Por fin encontré a Cole en el último vagón. Estaba sentado solo en un asiento que contaba con una mesa al frente, y contemplaba el vacío a través de la ventana. No me miró mientras avanzaba por el vagón hacia él, pero supe que estaba consciente de mi presencia; pude sentir que me miraba desde dentro de su cabeza. Siguió haciendo como que no me veía hasta que llegué a su lado y me paré junto a él. Incluso entonces, no dijo nada. Simplemente volvió la cabeza y me miró con calma.

—¿Todo bien? —pregunté.

No respondió.

Moví la cabeza señalando el asiento frente a él.

—¿Hay alguien sentado ahí?

Cole no se inmutó; sus ojos lucían pétreos, fríos. Entonces supe lo que mi hermano sentía: lo mismo que cuando éramos niños y yo lo seguía a todas partes, estorbándole siempre, desesperándolo, molestándolo. No me deseaba cerca porque generalmente se metía en problemas y no quería que yo me involucrara. Nunca se atrevió a decirlo, pero yo le importaba y lo asustaba a muerte que saliera lastimado.

En ese momento, mientras me sentaba frente a él, sabía que Cole estaba sintiendo exactamente eso. No me quería a su lado porque sabía perfectamente que se iba a meter en dificultades y yo era lo único que le preocupaba.

—Mierda —dijo al fin.

Le sonreí.

Negó con la cabeza y volvió a mirar por la ventana.

Me encogí de hombros y revisé el vagón con la mirada. Estaba medio lleno. Los demás pasajeros eran bastante silenciosos; leían libros y revistas, hablaban en voz baja o miraban en silencio por las ventanas. Me pregunté a dónde irían y qué harían cuando llegaran ahí. Y me pregunté si ellos se estarían preguntando lo mismo acerca de mí.

—Ya casi llegamos a Reading —dijo Cole—. Te puedes bajar ahí…

—No pienso bajar.

Me miró.

—No te estoy preguntando, Rub. Te lo estoy diciendo: bajarás en Reading.

—¿Ah, sí? ¿Y qué harás si no me bajo? ¿Me vas a cargar? ¿Me arrojarás a la vía?

—Si es necesario…

—Gritaré si lo intentas, y todo el mundo pensará que me estás secuestrando. Los guardias detendrán el tren y llamarán a la policía y te arrestarán —le sonreí—. No quieres que eso ocurra, ¿o sí?

Respiró profundamente y suspiró.

—¿Sabe mamá que estás aquí?

— Claro que lo sabe. No me iría sin avisarle, ¿o, sí?

—¿Ella te pidió que me siguieras?

—No.

—Pero no intentó detenerte.

—Está preocupada por ti. Sabe cómo eres.

—¿Ah, sí? ¿Cómo soy?

—Le recuerdas a papá.

—¿Qué se supone que quiere decir eso?

—Sabes perfectamente qué quiere decir. Mamá no quiere que acabes como él.

—Bueno, pues…

—Vamos, Cole —le animé—. Todo va a estar bien. Puedo ayudarte.

—No necesito ayuda.

—Evitaré que te metas en problemas.

—No habrá ningún problema. Lo único que haré es echar un vistazo y hacer algunas preguntas.

—¿Qué tipo de preguntas?

Volvió a suspirar.

—Todavía no lo sé.

—Yo soy bueno para hacer preguntas.

Entornó los ojos.

—Y qué lo digas.

—Y cuando se trata de pensar, dos cabezas piensan mejor que una —le sonreí—. Sobre todo si una de esas cabezas es la tuya.

Me miró exasperado. Ya había tenido suficiente. Lo convencí de tanto hablar. Volvió a negar con la cabeza y buscó sus cigarros en el bolsillo.

—No puedes fumar aquí —le dije señalando un anuncio de no fumar en la ventana.

Lo miró, me miró a mí y guardó nuevamente los cigarros en el bolsillo.

—Mierda —dijo.

Después de eso dejamos de hablar por un buen rato. Cole miraba la ventana y yo compartía su silencio. Ya estaba con él y podía sentir la presencia de papá en su corazón. Era una sensación agradable, agradable y fuerte, y me hacía sentir seguro. Pero también podía sentir en Cole la ausencia de sentimientos que mi madre había mencionado antes. La ausencia. Lo que no estaba ahí. Aquello que ni papá ni Cole parecían tener: esa parte que nos hace cuidar de nosotros mismos y preocuparnos de si vivimos o morimos. Yo entendía que aquélla era una frialdad necesaria, una especie de desapego indispensable para sobrevivir en el mundo; pero sabía también lo que podía ocurrir si ese desapego se apoderaba de uno, y me preocupaba detectarlo en Cole.

También podía percibir que él pensaba en Rachel. Cole no estaba consciente de ello porque no había pensado en otra cosa durante tres días y sus pensamientos se habían vuelto automáticos. Como respirar. Como caminar. Como vivir. Ahora, cuando pensaba en Rachel, lo hacía con algo que no le pertenecía. Mi hermano pensaba con el centro de su mente; éste pensaba por él. En la oscuridad, Cole trataba de recordar la cara de Rachel: su pelo, sus ojos, su manera de sonreír e iluminar el mundo…

Pero no le servía de nada. Todo estaba demasiado lejos. Las imágenes no llegaban hasta él. Lo único que Cole conseguía ver era el cadáver desnudo de una chica a la que no reconocía.

Mi hermano ya no podía ver a Rachel.

Me pregunté si eso era lo que lo motivaba.

Cuando el tren pasó por Exeter en dirección a Plymouth, el paisaje comenzó a cambiar. La tierra color marrón cambió a rojo, el ladrillo se convirtió en granito y la luz del sol pareció perder su fuerza. Las colinas se alzaban abatidas en la distancia; proyectaban sombras grises sobre el campo y daban a todo una apariencia luctuosa y vacía.

—Estamos lejos de la calle Canleigh —le dije a Cole.

—No es tan distinto —murmuró—. Es un lugar como cualquier otro.

—¿Te parece?

Volvió la cabeza, estiró el cuello y me preguntó:

—¿Qué hora es?

Consulté mi reloj.

—Dos y media. Estaremos llegando a Plymouth en media hora.

Cole se estiró de nuevo.

—He estado pensando…

—¿Sí?

Me miró.

—He estado pensando en Rachel —se talló los ojos—. La chica con la que se estaba quedando, Abbie Gorman. ¿Qué sabes de ella?

—Pensé que tú la conocías. Iba a la escuela con Rachel. Sólo iban un par de años adelante de ti, ¿no?

—Yo nunca iba a la escuela, ¿recuerdas? Y aunque hubiera ido, ya sabes cómo son las cosas ahí: un par de años es una eternidad. Rachel no me hubiera hablado ni muerta. Vamos, Rub, debes poder decirme algo sobre Abbie. Siempre hablabas con Rachel sobre sus amigos y esas cosas.

Dudé un momento, esperando para ver si Cole se daba cuenta de lo que había dicho, aquello de que Rachel no hubiera hablado con él ni muerta. Por suerte no lo hizo, así que le conté lo que sabía sobre Abbie Gorman.

—Vivía en la granja grande en Mile End. Rachel la conoció en la primaria y luego fueron juntas a secundaria. No creo que hayan sido mejores amigas ni nada por el estilo, pero pasaban mucho tiempo juntas. Abbie iba a casa con frecuencia. Creo que se quedó a dormir un par de veces —miré a Cole—. ¿Estás seguro de que no la recuerdas?

Cole negó con la cabeza.

—¿Cómo era?

—En realidad no estoy seguro. Sólo hablé con ella una o dos veces. Parecía normal, amigable, bonita, un poco dura…

—¿Qué quieres decir con dura?

—Como que se podría cuidar ella misma si hiciera falta. Ya sabes… tenía ese aire.

—¿Como Rachel?

—Sí… Ahora que lo pienso, se parecía a Rachel en muchas cosas. La misma altura, la misma complexión, el mismo tipo de cara. Podrían haber sido hermanas.

Cole se pasó los dedos por el pelo.

—¿Cómo acabó viviendo en Dartmoor?

—Su madre vivía ahí. A Abbie la crió una tía o algo así, no sé por qué. Hace un par de años a su madre le dio cáncer y Abbie se mudó de Londres a Dartmoor para cuidarla. Debe de haber tenido dieciséis o diecisiete años. Conoció a un muchacho del pueblo, no sé cómo se llama, y cuando su madre murió, él se fue a vivir con ella y un par de meses más tarde se casaron. Rachel fue a la boda, ¿recuerdas?

Cole negó con la cabeza.

—Claro que sí —dije—. Llevaba el vestido color crema con el sombrero y toda la cosa; seguro que te acuerdas. Al volver nos enseñó las fotografías y el video…

De pronto me di cuenta de que Cole estaba molesto consigo mismo por no recordarlo, así que guardé silencio y cambié de tema.

—Ya casi llegamos, mira —señalé por la ventana hacia un pueblo desordenado y gris. Cole hizo como que miraba pero yo sabía que no estaba interesado. Su rostro había muerto. No era que le importara el vestido color crema de Rachel o el gran sombrero o las fotos y el video de la boda. Más bien estaba triste por haber olvidado un momento en el que Rachel había sido feliz. Él había estado ahí y se lo había perdido.

Se lo había perdido.

Bajamos del tren y caminamos por la estación hasta una parada de taxis. Había una fila muy larga y ningún taxi. Seguí a Cole hasta el final de la fila y lo vi prender un cigarro.

—Deberías dejar de fumar —le dije.

—Debería hacer muchas cosas —respondió él exhalando el humo mientras me miraba.

Un taxi pasó de largo y se detuvo al final de la fila. Una mujer con un carrito cargado de maletas las guardó en la cajuela y subió al taxi. El auto se marchó y la fila avanzó un poco.

—No me vas a mandar de vuelta, ¿verdad? —le pregunté.

—Lo haré si no te callas.

No era una oferta muy amable, pero era lo mejor que iba a obtener de Cole. No le hacía ninguna gracia que yo estuviera ahí, pero creo que se dio cuenta de que estaba decidido a acompañarlo y que no había mucho que él pudiera hacer. Además, le gustaba estar conmigo. Siempre le había gustado. Nunca lo admitiría, pero yo podía sentirlo, muy en el fondo.

Cole también se guardaba muchas otras cosas, pero todas estaban tan profundamente enterradas que ninguno de los dos sabíamos qué eran.

Aquello no me molestaba.

Estar juntos era suficiente para mí.

Me callé y me guardé mis pensamientos.

Media hora más tarde estábamos sentados en el asiento trasero de un taxi y el conductor nos preguntaba hacia dónde nos dirigíamos. Miré a Cole cuestionándome si habría pensado en ello.

—A la estación de policía —le respondió.

—¿A cuál?

—¿Qué?

—¿A qué estación de policía quiere ir?

Cole dudó. No había pensado en ello.

—A Breton Cross —intervine yo.

El conductor asintió y arrancó el auto. Yo me acomodé y miré por la ventana. Cole no dijo nada durante un minuto; al final me dijo:

—Imagino que piensas que lo que hiciste demuestra algo, ¿no?

—¿De qué hablas? —dije con inocencia.

—No hay ninguna necesidad de que pongas esa cara de satisfacción. Yo hubiera llegado ahí contigo o sin ti. Simplemente me hubiera tomado más tiempo, eso es todo.

—De acuerdo —respondí.

—¿Y tú cómo sabes a qué estación de policía vamos?

—Lo busqué en internet: Breton Cross es la principal. Es ahí donde trabaja el oficial encargado del caso de Rachel. Es él a quien vamos a buscar, ¿o no?

Cole me miró.

—¿Cómo se llama?

—Pomeroy. Es el inspector en jefe.

Cole asintió. Estuvo a punto de darme las gracias pero entonces recordó quién era él y se limitó a asentir de nuevo. Yo miré por la ventana y me permití una pequeña sonrisa secreta.

La estación de policía de Breton Cross era un edificio de cinco pisos que parecía recubierto de mierda. Sólo Dios sabe de qué color se suponía que era. Tenía la tonalidad que se obtiene cuando se mezclan todos los colores de una cajita de acuarelas. Color mierda, básicamente.

Cole pagó al conductor, subimos unos escalones, cruzamos una puerta y llegamos al área de la recepción. No había mucha actividad. Una mujer borracha con pelo color ratón y un largo abrigo de nailon estaba sentada en una silla de plástico, mirando el piso, pero aparte de ella no había nadie más.

Seguí a Cole hasta el escritorio con panel de cristal en la recepción. El recepcionista, un viejo gordo con camisa blanca, simulaba estar ocupado. Escribía algo muy importante en un libraco de aspecto importante. Tan importante era lo que el viejo hacía, que no tenía tiempo de reconocer nuestra presencia. Aquello no me molestaba, pero sabía que Cole sólo podría soportarlo un poco más, así que no me sorprendió cuando, treinta segundos después, Cole levantó la mano y la dejó caer con fuerza sobre el escritorio.

El gordo dio un respingo y nos miró molesto.

—Qué demonios…

—Disculpe —dijo Cole—. Pensé que usted estaba muerto.

El gordo frunció el ceño.

—Queremos ver al inspector Pomeroy —le dijo Cole.

—¿Qué?

—El inspector Pomeroy. Queremos verlo.

—Usted no puede, así como así…

—¿Está él?

—No lo sé.

—Averigüe.

El gordo extendió la mano hacia el teléfono, pero de pronto se dio cuenta de lo que estaba haciendo: obedeciendo órdenes de un muchacho desaliñado al que no conocía. Volvió a fruncir el ceño y estaba a punto de decir algo cuando Cole se le adelantó:

—Dígale que se trata de Rachel Ford —dijo—. Dígale que sus hermanos están aquí.

El gordo miró a Cole un momento y levantó el teléfono de mala gana.