El camino hacia mí mismo - Daniel Rodríguez Molowny - E-Book

El camino hacia mí mismo E-Book

Daniel Rodríguez Molowny

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Beschreibung

Hoy se habla mucho de despertar espiritual. Mucha gente inconformista se está moviendo hacia una vida más conectada con uno mismo y con lo trascendente. Daniel Rodríguez Molowny nos explica en este increíble libro su propio "despertar" desde una vida "normal" a la que, como a tantos otros, le llegó su momento de crisis personal, todo un proceso de descubrimiento de que hay algo más allá mucho más grande que nosotros en un mundo invisible. Este es un libro maravilloso, lleno de sabiduría. Paso a paso, el protagonista va avanzando a través de experiencias, muchas de ellas dolorosas, pues la búsqueda de uno mismo nunca es un camino fácil, con numerosas personas. De todas ellas aprenderá algo y se le irá iluminando el camino. A su evolución también contribuirán muchos libros, vídeos y talleres, que constituyen un elenco de referencias fundamentales para el buscador. Daniel habla desde una sinceridad que apabulla sin esconderse nada, para, capa a capa, como una cebolla, ir desprendiéndose de todo lo que le estorba y llegar al encuentro consigo mismo, con su alma y con una gran recompensa final, pues "el que busca encuentra".

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Título original: El camino hacia mí mismo

Primera edición: Marzo 2024

© 2024 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Daniel Rodríguez Molowny

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Cubierta: Roberto Valentín Carrera

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

ISBN: 978-84-10209-07-7

Producción del ePub: booqlab

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Índice

Prólogo

Primera parte. El final del camino

1. El Teide

2. Natalia

3. Tormento

4. Un poco más abajo

Segunda parte. El despertar

5. Krishnamurti

6. Sandra

7. Otra vez Natalia

8. María Pestana

9. La relación no-relación

10. El infierno

11. Muerte

12. Resurrección

13. El cielo

14. Felipe

15. La resaca

Tercera parte. La búsqueda

16. Sergi

17. París

18. Lidia

19. Un curso de milagros

20. Esmeralda

21. Kryon

22. La búsqueda

23. Miedo

24. Perú

25. Déjà vu

26. Retiros

27. Joe

Cuarta parte. La Luz

28. No dualidad

29. Lisa

30. La vida

31. Alba

32. Cuarentena

Epílogo

PRÓLOGO

El camino hacia mí mismo

La vida es un viaje. Esta frase la hemos oído en más de una ocasión. Los viajes traen a nuestra experiencia nuevos, y a veces sorprendentes, paisajes. Establecemos contacto con gentes y culturas ajenas a nosotros, que enriquecen nuestro conocimiento. Cada vez que viajamos nos gusta compartir en forma de relato, ya sea oral o escrito, lo que hemos vivido. Queremos sorprender o entretener a quienes nos escuchan con escenas o anécdotas nunca vividas por ellos.

La vida, si asumimos que es un viaje, nos lleva a experimentar situaciones que calificamos como positivas o negativas, según sean o no de nuestro agrado. Nuestro relato de estas vivencias en ocasiones comienza con un «¿sabes lo que me pasó el otro día?». Es como si al compartir quisieras exprimir y aprender de esa experiencia al máximo, y al mismo tiempo, de una manera inconsciente, hacer que nuestro interlocutor aprenda de nuestra experiencia.

De repente, llega a nuestras manos un libro titulado El camino hacia mí mismo. El título en sí llama la atención; el ser humano relaciona la palabra «camino» con trasladarse de un lugar a otro, con todos los preparativos que ello conlleva. A pocos se les pasa por el pensamiento la posibilidad del viaje interior, quizá porque suponemos que nos conocemos, o que ya sabemos todas las posibilidades que ofrece el campo de la conciencia. Cuando nos hablan de un viaje físico, ya tenemos un marco de referencia: el aeropuerto, los billetes, reservas de hotel, etc. Pero cuando nos hablan de ir hacia el interior, la mente, no habituada a este tipo de relatos, tiene que crear un nuevo marco referencial que desafía sus creencias. Si en el hecho de crear un nuevo marco de referencia ya supone un desafío, cuando se escucha el contenido del relato de ese viaje resulta difícil, por no decir imposible, hacer encajar lo que nos cuentan con nuestras creencias.

Por su contenido, nada usual, esta obra puede incomodar, generar polémica. Esto parece inevitable cuando alguien se despoja de los convencionalismos y expresa su visión de las cosas; si esta va más allá de lo que consideramos aceptable, la reacción adversa es previsible.

Por el contenido de este libro me atrevo a decir que si Friedrich Nietzsche conociese al autor diría: «Zaratustra, he aquí a uno de tus herederos. Igual que tú será objeto de la burla de los hombres. Pero eso no lo detendrá para hablar desde el corazón a aquellos que quieran escuchar».

Me viene a la memoria la alegoría de la caverna, que aparece al principio de la obra de Platón La República VII. Se trata básicamente de la descripción de una situación ficticia que ayudaba a entender el modo en el que Platón concebía la relación entre lo físico y el mundo de las ideas.

Daniel Rodríguez Molowny parece haber salido de la caverna y experimentado el mundo de las ideas. De igual manera que en la alegoría, explicar lo que hay fuera a los que nunca han salido de la caverna parece una tarea complicada.

Se puede sacar mejor partido de nuestras experiencias. Eso parece hacer el autor cuando expone sus vivencias y sentimientos de una manera tan honesta que puede incomodar al lector. Y de una forma poco vista las traslada, como elemento transformador, a ese viaje interior que él nos expone, con unos resultados sorprendentes para la mayoría de nosotros.

Esta obra puede que nos impacte, que nos deje indiferentes, que nos divierta. Pero si nos lanzamos a leer sus páginas dejando a un lado nuestras creencias, quizá podríamos, como viajeros, añadir a nuestro conocimiento la experiencia de otro viaje, aunque no sea el nuestro.

FELIPE BOQUETALE

PRIMERA PARTE EL FINAL DEL CAMINO

El final del camino

Reconocer que todo ha fracasado es el comienzo de un nuevo viaje. Reconocer que «Todo lo que había conseguido lo he perdido», es el comienzo de una nueva búsqueda por algo que no puede perderse. Cuando uno está completamente desilusionado del mundo y de sus éxitos, solo entonces se vuelve espiritual.

Un hombre pobre nunca lo es tanto, porque aún le quedan esperanzas: un día u otro el destino derramará bendiciones sobre él; cualquier día podrá conseguirlo, llegará. Puede tener esperanzas. El rico ya lo ha conseguido, ya ha cumplido sus expectativas y de pronto se da cuenta de que no ha conseguido nada. Ha satisfecho todas sus esperanzas y, sin embargo, no ha conseguido nada. Ha llegado, pero no ha llegado en absoluto; todo el viaje ha sido en sueños. No se ha movido ni un simple centímetro.

La persona que tiene éxito en lo mundano siente el dolor del fracaso como nadie más puede sentirlo. Existe un proverbio que dice: 'El éxito es el mayor triunfo'. A mí me gustaría decirte: no hay mayor fracaso que el triunfo. Pero esto no lo puedes saber a menos que hayas tenido éxito. Cuando tienes a tu disposición todas las riquezas con las que habías soñado, que habías planeado, por las que te habías esforzado, justo en medio de todas esas riquezas está el mendigo: vacío y hueco en el fondo de su ser; sin nada en su interior, todo en el exterior.

De hecho, cuando todo está en el exterior se convierte en un contraste. Simplemente enfatiza tu vacío y la nada en tu interior. Simplemente enfatiza tu mendicidad y pobreza interiores. Una persona rica conoce la pobreza mejor que ningún pobre pueda conocerla jamás.

OSHO

1. EL TEIDE

El final del camino, cuando se vive, no se vive como un final. Por lo menos en mi caso fue un estado mantenido durante varios años en los que todo pierde cada vez más sabor, aunque no era consciente de lo que estaba pasando. Sí veía que había un problema conmigo mismo. Veía a cualquiera disfrutar de cosas sencillas como estar en la playa o de picnic con los amigos. Cosas que todo el mundo disfrutaba. Menos yo. Yo era consciente únicamente de la incomodidad física de estar allí comparado con el sofá de casa; solo tenía ganas de regresar a mi «agujero cómodo». Pero ahí tampoco me encontraba bien.

No sabía que el problema era que estaba vacío, que estaba muerto. No sabía que el hecho de haber alcanzado todas mis metas mundanas, dictadas por mi ego, en lugar de hacerme sentir feliz me hacía sentir vacío como paso previo a descubrir que realmente no eran metas. Que la vida no es eso. ¿Pero entonces qué es? Toda la vida formándote para un futuro, trufada de objetivos, carrera, un buen trabajo, dinero, viajar, una casa, hijos, un buen estatus, reconocimiento, prestigio, cariño de la gente... Sí, hasta eso tenía. Nunca fui un mal tipo y la gente no me miraba con malos ojos. Lo tenía todo, todo lo que había podido imaginar y anhelar, y lo que sentía en mi vida era lo opuesto a la plenitud. Era vacío.

«Un rico conoce la pobreza como un pobre no la podrá conocer jamás».

Guau. Estaba exactamente ahí, pero no tenía la más remota idea de que semejante cosa fuera siquiera posible...

En ese estado todo se deteriora, la relación con la pareja, con los hijos, con cualquier persona en realidad. Es lento, dura varios años, poco a poco dejas de viajar, de tener vida social, vida conyugal... Lo único que importa es sacar a la familia adelante, pero se vive como un deber, sin sabor, sin alegría, sin disfrute, como un robot.

El primer atisbo de un rayo de vida fue a finales de 2009. Ese año habíamos ido una semana a Egipto con Ara y Joaquín, y la verdad es que estuvo genial, María y yo lo disfrutamos mucho. Quedamos para hacer algo más a finales del año y salió un viaje a Malasia de 15 días. Llegado el momento María se echó atrás y dijo que no iba a ir, que si las niñas eran muy pequeñas, etc. Yo hacía tiempo que había dejado de viajar, de ir a los torneos de fútbol, a los viajes de esquí, de salir por ahí, todo en aras de mejorar la vida conyugal y familiar, pero ni tan siquiera ocurría eso; todo se hacía gris y más gris. Así que decidí que yo iba a ir a ese viaje, con María o sin ella. Y fui y lo pasé muy bien, y fue el principio de volver a hacer cosas para mí mismo en lugar de seguir los «deberes». El final del camino se iba aproximando. Pero aún quedaban años... Tras cada final de camino hay un inicio de camino, aunque aún no se veía ni una cosa ni la otra.

Sin embargo empezó un cambio. La pareja no funcionaba, tampoco es cuestión de entrar en detalles, pero es cierto que María se conformaba con lo que había y yo no. Normalmente suele ser el hombre el que se deja ir y la mujer la que un día se sienta y dice «tenemos que hablar». En nuestro caso era al revés y cuando decidí que iba a volver a vivir por mi cuenta, independientemente de que ella se apuntara o estuviera de acuerdo o no, eso supuso un disparo a la línea de flotación de la pareja, pues pasaba a darnos igual a los dos el estado en que estuviera la relación. Y no, el tiempo por sí mismo nunca arregla nada.

Después de varios años sin salir, con una vida social reducida a llevar a las niñas a los cumpleaños de sus amigos y alguna quedada esporádica con los amigos de María (que dicho sea de paso siempre me cayeron muy bien), y una buena época en la que Ara y Joaquín seguían viviendo en Las Palmas y nos dedicábamos a jugar al póker en casa, empecé a salir por mi cuenta con amigos míos.

Como llevaba años fuera de onda todo había cambiado: los que salían conmigo antes se habían ido a la península, o tenían bebés y los que no salían ahora eran ellos. Tras un periodo de tanteo me di cuenta de que mis nuevos mejores amigos eran Juan, un chico que acababa de llegar, y Sandra, que llevaba más tiempo aquí pero no habíamos coincidido. Siempre me gustó improvisar y era un plan bastante típico y divertido organizar una cena al vuelo mientras trabajábamos en el turno de tarde. Hubo un día en que la cosa se decantó de forma natural hacia Juan. Le propuse a Sandra montar una cena y nos pusimos a ello. Ella pretendía quedar con una amiga suya, solo los tres. Yo quería avisar a Juan, pero él ya había quedado con una buena pandilla, la suya, unas quince personas. Fuimos los dos para allá. Durante algunos años Sandra y yo dejamos de salir juntos; ella prefería planes íntimos con poca gente y ese día la pandilla de Juan me acogió en su seno, y yo prefería eso. Conocí a Paloma, su pareja, a Andrés, Jesús, Javier, Natalia... Y desde entonces, en mi segunda juventud, ellos fueron mis amigos. Estaban muy unidos; me recordaban a mi propia promoción en la época en que acabábamos de llegar a la isla, pero eran más sanos; de los de mi promoción me había ido aislando porque reventaban demasiado la noche. Andrés y yo estábamos como infiltrados en esta pandilla de recién llegados, pero integrados con ellos; siempre fuimos uno más a sus ojos.

2010 fue un año difícil para los controladores aéreos. Tras una campaña de difamación orquestada a finales de 2009, en febrero de 2010 nos colocaron el primer decretazo que laminaba completamente el convenio colectivo. Recuerdo un día jugando con mi hija Laura e interrumpiendo el juego porque me tenía que ir a trabajar. Me dijo:

–Papi, ¿por qué no podemos seguir jugando? Ahora trabajas mucho.

–Es que ahora es así.

–¿Qué pasa, que tu jefe es malo?

–Algo de eso hay.

–Papi, ¿tú le puedes decir a tu jefe que te deje trabajar como antes, que casi no ves a tus hijas?

Aguanté las lágrimas a duras penas pues, mientras la prensa nos acusaba de hacer huelga encubierta y demás lindezas, una mente no condicionada por la información y que juzga por sí misma, a sus 7 años, me dice eso...

En diciembre de ese año fue el famoso cierre del espacio aéreo, el estado de alarma, la militarización, etc. El 4 de diciembre a mí me tocaba el turno de mañana. Anímicamente fue el peor día de mi vida; me destruyó como persona. Al terminar aquella pesadilla recuerdo estar en la cama sin energía, yo solo, después de días aislado sin ver a la familia siquiera y soportando una presión social y mediática exageradas. Solo respiraba; no podía levantarme ni hacer nada. Oí abrirse la puerta de casa y a Laura preguntar: «¿Está papi?», y escuché su carrera escaleras arriba. Después de haber sido insultados hasta la náusea, incluso por parte de «amigos» desinformados que daban por cierto todo lo que oían en los medios y no se paraban a pensar en lo mal que me encontraba, entró Laura corriendo en la habitación, me abrazó y me preguntó: «Papi, ¿estás bien?». Eso era todo lo que necesitaba. No era tan difícil. Intenté no llorar para no preocuparla ni tener que explicarle a una niña algo que no entendía ni yo. Pero por dentro lloré mucho. Mucho.

Para cerrar este capítulo y situar el escenario a punto de empezar la acción, otra cosa reseñable fue una excursión que hicimos unos amigos a principios de 2011 para alcanzar la cumbre del Teide y ver amanecer desde allí. En invierno, con el monte helado y la mitad de nosotros sin crampones. Me sirvió para muchas cosas. Los que sí tenían crampones nos sujetaban a los que no al atravesar las placas de hielo más grandes y peligrosas. A mí me tocó con Roberto. Era un pilar; me sentía seguro entregándole mi vida. Él, además, en algunos momentos usaba las fuerzas que le sobraban para regalármelas a mí, empujándome unos metros cuesta arriba. Sin pedírselo, pero agradeciéndolo mucho, pues a mí más que sobrarme me faltaban fuerzas. Se puede comprender el valor profundo de la amistad y del servicio sin cruzar una sola palabra. Sabes que estás en buenas manos, que tu vida está segura, y que lo que quiera que él tenga te lo va a dar. Gracias, Roberto. Aprendí sobre amistad y gratitud. También aprendí sobre resiliencia. Se me hizo muy duro y, si conseguí llegar a la cumbre, fue por centrarme en lo que podía hacer «en este mismo momento» sin pensar en lo que quedaba por delante, y que consistía únicamente en dar un paso más. Solo uno. Si hubiera pensado en 2, 3, o 10 no habría podido más, pero siempre podía dar solo un paso más. Y así, uno a uno, se acaba llegando a la cumbre. Y tiene premio. El amanecer allí arriba con la sombra del Teide proyectada sobre el horizonte es de las cosas más bonitas que he visto nunca.

Pequeños hilillos me reconectaban a la vida. Las niñas. La amistad. Los infiernos. Yo mismo conquistando cosas que parecían imposibles... Y de pronto ocurrió algo que lo volcó todo y que me hizo sentir muy vivo. Marcó la transición entre el final del camino y el inicio de otro. Pero fue una transición larga, 4 años. Y dura. Muy dura.

2. NATALIA

Conocí a Natalia a través de mi gran amistad con Juan. Su novia, Paloma, es la amiga del alma de Natalia y eso la animó a venirse a vivir a Las Palmas desde Tenerife, porque podía teletrabajar.

Hacía bastante tiempo que la conocía y la verdad es que nunca me había llamado la atención; era una amiga de un amigo, nada más, una entre tantos, parte del decorado.

El día en que esa percepción cambió fue el de su cumpleaños. Yo estaba allí porque lo celebraba junto a Jesús y Roberto, y ellos me invitaron pero no ella; no teníamos esa confianza ni cercanía.

Fue una fiesta de día, al aire libre, y yo trabajaba después en el turno de noche. En un momento dado Natalia estaba hablando con una amiga suya y yo debía estar deambulando despistado porque me dijo: «Dani, ven aquí un rato a hablar con nosotras», así que fui para allá y me incrusté en la conversación. Al cabo de un rato de estar allí me cruzó por la cabeza el pensamiento «esta tía mola», después de tantas cenas y marchas en las que ella había estado y yo no me había dado cuenta o nunca la había visto así. El caso es que se fue juntando más gente a la conversación y se fue convirtiendo en algo muy espontáneo, como adolescente. La amiga de Natalia me dijo que yo era un encanto, a mí me gustaba Natalia y me parecía que a ella le gustaba otro chico que estaba en la conversación... Todo resultaba muy divertido y muy vivo, sin malicia, inocente, como cuando a los doce años jugábamos a la botella.

Hacía tiempo que no me sentía así de fresco, natural, limpio, sin nada que buscar ni adonde ir; simplemente estaba bien ahí. Y de pronto me di cuenta de que me tenía que marchar a trabajar. Me fastidió tener que abandonar esa fiesta, pero no había más remedio. En esa azotea reencontré algo que era mío y que llevaba muchos años enterrado; esa alegría infantil no la recordaba desde hacía quince años al menos.

Pasaron algunas semanas hasta que coincidimos otra vez en una cena con Juan y Félix. Ella nos hacía caso a los tres; no había nada especial conmigo pero sí hubo un escalón más en afinidad, estábamos a gusto juntos y empezamos a intimar, pero sin más. De hecho se acabó enrollando con Félix y más tarde me enteré de que andaban medio liados. En cualquier caso me pareció bien; yo no sentía nada por ella que fuera realmente profundo, simplemente me empezaba a gustar y ellos eran los únicos dos solteros del cuarteto.

La siguiente vez que la vi ya la cosa se puso seria y la historia empezó a tener tintes paranormales. Era carnaval. Yo había ido con Juan a la comida de despedida de un compañero que se marchaba y comimos bien y bebimos bastante. Cuando todo el mundo se fue nos quedamos Juan y yo con ganas de seguir la juerga y al poco de pasear un rato por la playa me dijo que podíamos ir a su casa y que Paloma nos pintarrajearía la cara y nos cardaría el pelo para una cena de carnaval que tenía organizada por ahí. Dicho y hecho.

Aparecimos en la cena donde estaba toda la pandilla instalada, Jesús, Andrés, Natalia... Teníamos las pintas de Robert Smith, el cantante de «The Cure», y un alegrón ya importante. Jesús se fue pronto y después nos confesó que al vernos llegar se dio cuenta de que él no tenía nada que hacer esa noche, que iba muy por detrás y que lo mejor era retirarse discretamente.

Después de cenar acabamos yendo a un bar de copas. Ya no éramos tantos y Natalia y yo acabamos hablando juntos de forma natural; a los dos nos resultaba agradable estar con el otro y esa noche fue cuando realmente nos abrimos a conocernos.

Sin estar pretendiéndolo ocurrió el flirteo perfecto. Yo estaba casado y ella lo sabía, y ninguno de los dos buscaba agredir eso pero a la vez nos encontrábamos y ninguno se retiraba si se producía un roce fortuito. Y de un roce pasábamos a otro roce, cogerte una mano, la cintura, bailar, etc. Todo muy suave y progresivo mientras íbamos hablando, pero al ir in crescendo llegó un momento en que estaba claro que estábamos en un punto como para tener más intimidad. Obvio no solo para nosotros sino para los demás, y especialmente para Juan y Paloma.

Mientras bailábamos se acercó y me dijo: «Vente conmigo». No había cosa que yo deseara más en ese momento que irme con ella, pero era algo que «no podía» hacer. Claro, yo era «fiel». Como si eso se pudiera definir. Como si tuviéramos etiquetas. Como si a ese respecto importase irse o no, si lo estaba deseando...

El caso es que además de «ser fiel» eran casi las 6 de la mañana y en breve habría en casa despertador, niñas, colegio, etc.

Realmente la sensación de «no puedo» era abrumadora, y esas fueron mis palabras, eso fue lo que le contesté. Su mueca fue una mezcla de decepción y comprensión, y sabíamos que no íbamos a ir a ningún lado pero seguíamos bailando, pegando los cuerpos, lo cual era agradable y a la vez amargo por saber que esa fusión no tendría continuidad. Le cogí las manos y, estirando los brazos, podíamos seguir bailando pero sin estar tan pegados y dejar de sufrir, abandonando el «quiero y no puedo». Con las manos cogidas se puede bailar a distancia.

Y entonces fue cuando ocurrió. No sé cómo nombrarlo. Sé lo que es un flechazo, pero esto fue otra cosa más poderosa. Con las manos cogidas sentí telepáticamente como algo dentro de ella (que yo identifiqué como su «niña interior», que es un concepto que existe pero que yo desconocía) me decía «sácame de aquí». Intuí un sufrimiento suyo del que no tenía noticias previas y sentí de pronto una energía brutal, en forma de amor puro, que recorría mis brazos desde los hombros y salía por mis manos hacia las suyas. No sabía de dónde venía aquello, ni qué era, me superaba por completo e intuía que ese amor tan potente y puro que me estaba recorriendo podría sanar ese sufrimiento. Aparte tuve una profunda sensación de pertenencia, como si yo siempre hubiera sido suyo, como si ya nos conociéramos, incluso como si se lo debiera; me sentía en deuda con ella. Fue algo como eléctrico, y ciertamente me cortocircuitó.

A partir de ese suceso no dejé de sentir amor por esa mujer, hiciera ella lo que hiciera. Nunca he sido un ligón, pero algún que otro flirteo había tenido en mi vida. Al día siguiente se olvidan y sigues con tu vida tranquilamente. Sabía perfectamente que esa vez no iba a ser así. Ese momento mágico, ese chorro de amor recorriendo mi cuerpo no se me iba a olvidar así como así. Y no me equivocaba.

Al día siguiente todo eso seguía ahí. Me levanté en «mi vida» con una mujer y dos hijas, y con la cabeza ida pensando en otra. Llevaba años rumiando la idea de separarme, nuestra relación de pareja estaba amortizada ya, pero no es lo mismo disimular desde el vacío, hacer como si todo fuera bien hacia afuera, hasta el punto de que nuestro entorno nos percibía como una pareja feliz, que disimular desde una presencia que te absorbe y aparentar que todo está bien, con las mismas conversaciones insulsas sobre el desayuno y la compra, mientras dentro estás sintiendo el enamoramiento más fuerte de tu vida, tan fuerte que no lo comprendes, que no te deja pensar en otra cosa nunca. Mi boca pronunciaba palabras pero mi conversación era siempre conmigo mismo, era interna todo el tiempo. Pero eso sí, fue un gran despertar. Después de tantos años en el final del camino, tantos años vacío, tantos años muerto... me sentía vivo. Estaba muy vivo. Jodida y dolorosamente vivo. Y al darme cuenta de eso me percaté de lo muerto que había estado hasta entonces.

3. TORMENTO

Aquella noche Natalia nos invitó a todos a cenar a su casa el domingo siguiente, que era a los pocos días. Yo pensaba que algo había que hablar después de eso tan fuerte que había pasado, aunque no sabía (ni lo supe nunca) cómo fue para ella esa experiencia. Fueron un par de días infernales. Bueno, no se iba a quedar en un par de días. En casa estaba ido y disimulando como podía, en el coche, cuando iba a trabajar, lloraba intensamente. Llorando por ver que ella necesitaba mucho amor, que yo lo tenía y que además no se lo estaba dando, ni se lo iba a dar. Pensaba que era por noble y fiel, pero en realidad era solo por cobarde. No era capaz de asumir lo que me pasaba ni las consecuencias que acarrearía rendirme a ello. Al final, la única infidelidad que existe es la de no ser fiel a uno mismo, lo demás son solo teorías. El caso es que yo estaba hecho polvo y me preguntaba cómo estaría ella. «Bueno, el domingo la verás», me decía. Total, que el domingo llegó y Juan en el trabajo me dijo que Natalia había cancelado la cena porque se sentía indispuesta. Por encima de lo que ya sentía yo, eso fue una losa. Primero porque el tan esperado domingo ya no existía. Y después porque empecé a pensar que si eso que pasó yo lo sentí de forma tan intensa y las cosas no suceden por casualidad, a lo mejor ella también había sentido algo así y a saber cómo se encontraba. Yo estaba fatal dentro de mi vida marital haciendo como que no pasaba nada, pero me proyecté a su realidad y, si ella había sentido algo parecido siendo soltera, no teniendo problemas personales que le impidieran vivir eso pero no pudiendo porque yo no se lo iba a permitir... no parecía muy halagüeño y me hacía sentir aún peor, y además culpable. Yo no lo vivía pero era por mi propia cobardía. En su caso me parecía aún más injusto, aún más cruel. Se convirtió en una necesidad hablar con ella, ¿cómo estaría? Pero es que ni siquiera tenía su teléfono. Y me parecía un canteo andar pidiéndolo por ahí, así de pronto, si es que yo estaba disimulando. En aquella época todavía no había Whatsapp ni grupos que facilitan tanto esa tarea. Y algunas quedadas de las que hacíamos se convocaban por email. Escudriñando por ahí encontré su mail y le pedí el teléfono directamente a ella.

La llamé, muy preocupado por cómo se sentiría. ¿Estaría sufriendo? Enseguida me sentí como un gilipollas ridículo. Ella estaba tan «pichi» como si estuviera hablando con cualquiera de la cosa más banal, y cuando salió el tema simplemente me dijo que sabía que la llamaría y lo despachó con un «no te preocupes; lo bueno es que no pasó nada y esas cosas suceden a veces en las noches de borrachera». Un idiota con un teléfono en la mano sin saber qué decir y pensando «sí, en las noches de borrachera me suelen hablar las niñas interiores de las chicas con las que estoy y después noto una energía amorosa abrumadora, muy física, recorriendo mis brazos y siempre termino enamorándome hasta las trancas..». Total que no sabía si era realmente así o se estaba haciendo un poco la cool para quitarle hierro al asunto; el caso es que tenía que vivir mi infierno yo solito con la idea de gestionar mis sentimientos de forma que llegase a ser posible dejar de sentirlos.

La rutina del infierno consistía en disimular en casa y hablar de cosas que no estás pensando, y callar lo que piensas y llorar en el coche. Lo único que se mantenía con cierta normalidad era el trabajo. Me dije a mí mismo que tenía que mantener la concentración ahí porque si no, en mi estado, y siendo el trabajo que era, podría acabar ocurriendo una desgracia. Además era un poco tabla de salvación para mí, un contexto donde mantener la normalidad para no hundirme del todo.

En esa época fui a Madrid porque había un concierto de Roger Waters, «The Wall», y siendo como soy fan de Pink Floyd no me lo podía perder. Me puse a escuchar las canciones antes del evento y muchas me resonaban de forma especial. La misma canción tenía una estrofa resumiendo mi vida muerta de los últimos años y luego una frase describiendo mi estado actual:

Day after dayLove turns greyLike the skin of a dying manAnd night after nightWe pretend it’s all rightBut I have grown olderAnd you have grown colderAnd nothing is very much fun anymore

* * *

Do you want to learn to fly?Do you?Do you want to see me try?

Esos días en Madrid conseguí soltar un poco ese enamoramiento, ya convertido en maldición, que me tenía atenazado. No se me había pasado, pero su presencia era un poco menos obvia, y por tanto más llevadera. Al volver a Las Palmas seguí un poco con esa tónica, algo más calmado, y entre pitos y flautas hacía ya bastante tiempo que no la veía, puede que hasta más de un mes.

Una tarde me invitaron Juan y Paloma a su casa; había unos amigos tomando algo en la azotea y para allá que fui. Natalia solía estar muchas veces en su casa, pero no estaba. Me encontraba allí disfrutando de la azotea y de la compañía relativamente tranquilo.

En un momento dado me pareció oír su voz. Ella tenía llaves de la casa y pasaba por allí en cualquier momento, y así fue; acababa de llegar del aeropuerto. Me giré hacia la voz, y al verla... todo eso que me creía que había avanzado se desmoronó cual castillo de naipes. Tenía un embrujo, tenía poder sobre mí desde aquel día fatídico. No había nada que hacer. Además estaba guapísima, radiante; llevaba un vestido ajustado que le sentaba de maravilla. Yo hasta ese momento ni siquiera había sido consciente de que estuviera así de buena... En fin, para facilitar las cosas.

La tarde fue pasando y bajamos al salón. Y ahí se puso a bailar conmigo y directamente se pegó a mí y fue como retomarlo directamente donde lo habíamos dejado. Yo ya sabía que lo que pasa una vez puede volver a pasar, pero no pensé que fuera a volver a ocurrir de una forma tan rápida y directa. Tampoco era consciente de que ella estaba medio liada con Félix y puede que ese bailecito fuese para darle celos a él, que estaba presente.

En un momento dado decidimos salir a una terraza a tomar unas copas, el Kopa, pero Natalia tenía que pasar antes por su casa y preguntaba una y otra vez si alguien la acompañaría, sin obtener respuesta. Yo me moría por acompañarla, incluso lo veía necesario para poder hablar de lo que estaba pasando. Y por otro lado me aterrorizaba porque sabía que si ella iba a por mí, yo no me iba a poder resistir. A la tercera vez que lo preguntó le dije que yo la acompañaría. Según bajábamos las escaleras, me dijo: «Ay Dani, ¡qué me pasa contigo!». Definitivamente había que hablar, ¡pero qué miedo tenía!

Cuando llegamos a su casa, antes de abrir la puerta, me dijo: «Ahora te presento a mis amiguitos». Yo sabía que vivía sola, así que pensé que serían mascotas. Cuando me dijo que no, que tenía amigos de visita, me tranquilicé porque supe que no iba a pasar nada. Pero claro, tampoco íbamos a poder hablar.

Nos subimos en un taxi de camino al Kopa y allí ella empezó a intentar sonsacarme... Como si no fuera suficientemente difícil, encima ahí, delante del taxista... No había manera de soltarme en esas condiciones. Al llegar al Kopa siguió preguntándome delante de todo el mundo. Yo quería hablar con ella pero no así. Además, siempre fui bastante tímido. Entonces ella nos fue colocando un poquito más para allá, por la barra, calculando perfectamente la distancia para que yo me animara a hablar y a la vez a los demás no les pareciera que nos estábamos apartando.

Y ahí se lo conté todo. Lo de la noche anterior, lo de su niña interior, lo del amor bajando por mis brazos... Todo. En un momento dado le pregunté que qué pensaba ella de todo aquello y lo que me respondió fue «da igual lo que yo piense». En nuestra tormentosa relación, que duró varios años, esa fue siempre la tónica. Ella siempre lo supo todo de mí y yo nunca supe nada de ella, ni lo que pensaba, ni lo que sentía, nada. Todo lo tenía que adivinar. Empezando por esa misma noche, que fue la primera vez (y lejos de ser la última) en que tuve que adivinar «cómo es capaz de hacerme esto». Y me explico.

Seguíamos hablando y le dije que me encantaría entregarle mi vida pero que no podía porque ya la había entregado. Que me gustaría tener dos vidas para poder darle una a ella, pero que no las tenía ya. Ahí ella, con la mirada perdida (no me miraba a mí), balbuceó: «Se acabó». Y dejándome con una frase a medias, se fue de mi lado. Al minuto volvió a aparecer. Iba caminando hacia mí, hacia el sitio donde habíamos estado hablando, abriéndose paso entre la multitud y tirando de Félix con la mano de atrás, que la seguía a trompicones sin saber muy bien a dónde iba. Cuando se colocó un metro delante de mí empezó a besarlo ostentosamente, justo ahí, en mi cara.

Yo estaba como hipnotizado. Me laceraba por dentro, me desgarraban el dolor, los celos, la humillación, todo junto. No comprendía nada. No comprendía qué podía impulsar a alguien a actuar así. Al fin y al cabo yo acababa de exponerme, acababa de declararle mi amor. Si ella quería enrollarse con Félix era muy libre pero anda que no había bar para hacerlo. No la reconocía. Esa chica que estaba haciendo eso no tenía nada que ver con la que yo había estado intimando esos últimos meses. Pero estaba hipnotizado. No podía dejar de mirar de lo increíble que era. Y lo más sorprendente es que, según miraba la escena, no dejaba de quererla, seguía enamorado de ella. Lo normal en una situación así hubiera sido pensar, «bah, es una gilipollas» y aprovechar el que me lo pusiera tan fácil para olvidarla. Pero no. No ocurría eso. La seguía queriendo, y lo que pensaba era: «Pobre, el daño que le habrán hecho para que sea capaz de actuar así», y a mí me entraban ganas de cuidarla.

Ahí supe que estaba perdido. Que iba a poder hacerme lo que quisiera, siempre, y que nunca lo iba a pagar, que estaba en sus manos. Solo quedaba esperar que sus manos no decidieran hacerme tanto daño, que tuviera piedad. No, ese enamoramiento no era normal. Era mágico y en el contexto en que estaba, una maldición. Dani, estás enamorado de una mujer fatal y sabes perfectamente que te puede pisotear.

Al cabo de un rato con esos pensamientos no podía soportar más el dolor y me fui a mi casa. El recuerdo de esa escena me tenía confundido, pero no por el hecho de no poder comprenderlo engranaba con el odio o el resentimiento. Me di cuenta de que ella probablemente pensaría que sí. Incluso pensé que a lo mejor lo había hecho precisamente para que pudiera odiarla, y por ahí olvidarla, no lo sé.

El caso es que tenía un mensaje suyo de unos días antes en el que me pedía quedar un día para tomar unas cervezas y hacerme algunas preguntas sobre fotografía. Le pregunté si seguía en pie lo de esas cervezas. Al parecer sí y además me dijo que había pensado escribirme. Le contesté que me parecía buena idea, así que le escribí yo primero, explicándoselo todo un poco mejor, porque lo de la barra del Kopa había sido un poco precipitado y accidentado. Le conté cómo viví ese momento, lo perplejo que me quedé y cómo me sentía al respecto. Ella me contestó. Me dijo que mi mensaje le había encantado y le había hecho llorar. Que comprendía que la viera como una mujer fatal y que yo no merecía su falta de sensibilidad. Y me empezó a desvelar su propio infierno, interno y personal. No todo, ni siquiera la mitad, pero sí lo suficiente como para sobrepasar con creces lo que yo ya había intuido que le pasaba. Pensando en todo ello, la verdad, empecé a verle mucho sentido. Un enamoramiento así de loco, de fuerte, solo lo había tenido una vez, con Isabel a los dieciocho años, aunque sin el componente paranormal. En esa época yo aún conservaba cierta pureza, cierta esencia infantil. Isabel arrastraba heridas muy profundas, y con razón, abusos sexuales siendo aún niña y a manos de familiares. Sentía lógicamente un gran rechazo hacia el sexo. Pero el amor, un amor inocente y puro como el que yo viví con ella, es capaz de sanarlo todo. No es un cliché; yo sabía que era verdad porque lo vi. No solo sanó su herida sino que desplegó todo su poder sexual; era espectacular, nunca tuve otra amante así. Ahora veía ese patrón repetido. Ella herida y yo sintiendo un amor sin mancha ni reproche, potente y puro capaz de sanar cualquier cosa si se le dejaba actuar. El problema era que yo no me atrevía a desplegarlo, y que en el supuesto de que sí, ella además lo rechazaría.

Por esa época cayó en mis manos un libro que llevaba tiempo buscando,En defensa de la felicidad, de Matthieu Ricard. Era considerado el hombre más feliz del mundo, por lo que un libro sobre la felicidad escrito por él parecía interesante, y más aún para alguien tan infeliz como yo, viviendo intensamente un infierno personal durante todo el día. El señor Ricard es un francés que alcanzó en su país el éxito económico y social, y un buen día lo dejó todo para irse a ser monje al Tíbet. Fue mi primera aproximación al pensamiento oriental. Leía y leía. No hablaba de figuritas alegres, risas, etc. Era severo. Era disciplinado. No parecía fácil ni algo que se regalara. Pero había algo en mí que reconocía que él tenía razón. Había una sabiduría extraña en sus palabras que resonaba con poder. Indudablemente había algo interesante ahí.

Empecé a interesarme por la meditación como posible vía de solución a mi infelicidad. Eso me llevó a hablar con Felipe, un colega que me dijeron que llevaba muchos años meditando y que me podría guiar. Era muy interesante lo que me contaba (y mucho más interesante aún lo que callaba, como descubriría cuatro años después) y empecé a meditar. Bueno, hablando con propiedad, empecé a intentar meditar.

En el mejor de los casos conseguía relajarme lo que duraba la meditación, pero tampoco le veía nada más. Y claro, para mi mente era aburrido ponerse a no hacer nada y a intentar no pensar en nada, así que, como le sucede a tanta gente, entre la sensación de aburrimiento y la falta de resultados lo fui dejando.

Entre unas cosas y otras comprendí, aunque solo a escala intelectual, sin realmente experimentarlo, que el amor es algo que se da, no como inversión para recibir algo a cambio, sino que simplemente se da. De mi drama interno, la parte más dura no era el no poder poseer al objeto de mi amor, sino el hecho de saber que ella necesitaba amor, que yo lo tenía, y que no se lo daba ni se lo iba a dar por decisión propia. La culpa que acarrea eso, la sensación de ser un mierda por no atreverme a ser quien era, a sentir lo que sentía, a hacer lo que quería hacer por simple cobardía, era enorme. Cobardía que respondía a un patrón social auto impuesto, «yo soy fiel», «yo no soy de los que abandonan a su familia», «y menos aún por un asunto de faldas, qué cutrez», etc.

Lo que sí que no fui, y por ello estoy contento, es el típico personaje de las pelis de Woody Allen, con su mujer y su amante, con todo el convencionalismo por un lado y todo el amor y la pasión por el otro, y contestando con largas al requerimiento de la amante: «¿Cuándo la vas a dejar?». Porque en realidad nunca la vas a dejar porque no te atreves, porque no quieres asumir todas las consecuencias que tal acto acarreará.

Bueno, no lo hice a escala sexual... pero sí emocional y mental. Decidí que podía y era capaz de renunciar al sexo con Natalia, pero que desde esa base sí podría darle amor, que al fin y al cabo era lo único que ella necesitaba y que yo tenía, y que si no lo usaba se echaría a perder. Me rondaba el tener una relación limpia con ella, socialmente irreprochable, pero que me permitiera dar salida a ese amor y que ella lo pudiera aprovechar. Además, desde aquel día en que me enamoré y tuve esa sensación de pertenencia abrumadora, de alguna manera siempre sentía que se lo debía, que estaba en deuda con ella.

Esos pensamientos fueron tomando forma y un buen día en que estábamos de marcha la vi flirteando con otro amigo. Ella es muy buena flirteando, es muy complicado resistirse. Al observar esa escena me vi unos meses antes y, a pesar de que yo me enamorara como lo hice, me vi a mí mismo desde ella, desde su percepción, desde el «eres mi víctima de la noche. Nada especial. Lo hago de vez en cuando y aquel día te tocó a ti». En ese momento sentí algo parecido a la pena, por los tres... Por mí mismo por haber sucumbido de forma tan infantil a un estímulo que ahora veía como meramente circunstancial. Por el otro, por estar en la misma situación, siendo seducido inmisericordemente pero maniatado, pues también debía guardar ausencia a su pareja. Y por Natalia; la veía ahí, borracha, perdida, y buscando el cariño o el consuelo por una vía por la que nunca se iba a dar, pero que era por la que ella lo sabía buscar. Todo me parecía absurdo y, al ver su cara perdida y triste, le di salida a eso que llevaba rumiando para mis adentros en esas fechas. Yo ya me iba para casa pero antes le cogí la cara y le pregunté si quería que quedáramos un día, por el día, como amigos, sin copas. Ella asentía; parecía que comprendía lo que le estaba diciendo y que además le parecía bien.

Al cabo de un par de semanas me llamó por teléfono. Algo le pasaba y además tenía problemas con las pocas amigas íntimas que de verdad tenía. Se sentía muy sola y se animó a aceptar mi ofrecimiento. De ese modo quedamos ella y yo solos, por primera vez, por el día, para charlar. Empezamos a ser amigos y eso me permitía poder cuidarla y ayudarla sin tener que encarar nada más allá, ni respecto a ella, ni respecto a mi vida social u «oficial». Yo era su confidente, su paño de lágrimas, pero sin corresponder con mis propios problemas y angustias. Pero claro, tras muy poco tiempo volvió a florecer todo mi enamoramiento, aunque me lo guardaba para mí para no atosigarla con ello. Yo no quería darle problemas, solo ser útil, ayudar y aliviarle la carga. Pero un buen día ella reclamó algo de eso, me dijo algo así como: «Y a ti nunca te pasa nada, ¿qué eres, supermán?» y me fui abriendo a hablarle de mí. Y ahí todo se complicó un poquito más. Le hablé de mis problemas conyugales. Le hablé de mi amor por ella... La relación se tornó en algo un poco extraño; era como si fuéramos novios, sin sexo pero con todo lo demás desplegado, éramos cómplices, confidentes, nos buscábamos siempre, nos encantaba estar juntos. Cuando estaba con ella estaba bien y cuando no la echaba de menos. A la larga, para alguien enamorado eso acaba por no bastar. Hay deseo. Hay posesión. Y esa relación me iba haciendo más y más daño. La bajada a los infiernos era gradual pero inexorable, y un buen día estallé.

Volviendo a mi casa no podía más. Estaba un poco borracho, con una gran tristeza, llorando desconsolado, solo en la calle, de madrugada. No podía entrar así en casa. Le escribí un mensaje con mucho contenido. Era el peor mensaje que podía escribirle, el peor día, porque justo esa noche, María, que llevaba un tiempo con la mosca detrás de la oreja, decidió espiar mi móvil mientras yo dormía. Cualquier otro día también habría encontrado «chicha». Pero ese... ese era devastador.

4. UN POCO MÁS ABAJO

Lo que leyó María era muy fuerte. Pero además, desde su posición, la forma de interpretarlo hacía que fuera más fuerte todavía. Le decía a Natalia que si la hubiera conocido antes le hubiera entregado mi vida con mucho gusto. Obviamente María lo interpretó como que renegaba de ella y de mis hijas, pero no era eso. Si hubiera renegado las habría dejado atrás unos meses antes. Era simplemente una expresión de mi impotencia, de mi imposibilidad de entregarme. Había muchas más frases dolorosas, pero aún más dolorosas si se interpretaban desde el lado del ofendido. Me la imagino leyéndolo una y otra vez, perpleja, sin entender cómo podía haber crecido todo ese monstruo dentro de mí sin haber expresado nada, pellizcándose y diciéndose, «No es posible, lo habré leído mal», y volver a leerlo y volver a sufrirlo al darse cuenta de que sí, de que eso era lo que ponía. Y todo esto conmigo ahí al lado, durmiendo. Se habrán dado casos en los que el que estuviera en mi lugar habría despertado del dolor de sentir un cuchillo cebollero atravesando su pecho... Menos mal que ella no era así.

En un principio no me dijo nada. Más tarde, ese mismo día o al siguiente, me preguntó que qué pasaba conmigo. Yo le dije que nada; aún pretendía arreglarlo todo yo solo, gestionarlo de alguna manera, solucionarlo, aunque no sabía cómo sin generar daño a mi alrededor, sufriendo en soledad. Por su forma de repetir «¿nada?» y sus ojos vidriosos comprendí que ella ya lo sabía...

Y entonces el infierno fue mucho peor. Nos acabábamos de mudar a una casa nueva tras cinco años de obras. Nunca seríamos felices en esa casa. Era junio de 2011. Aún faltaba un año para que yo me fuera de allí, un año muy difícil.

Lo primero que hizo María fue poner condiciones para que siguiéramos juntos. En los últimos años yo ya me había planteado varias veces la posibilidad de separarnos. Ahí estaba la oportunidad, delante de mí. Ni siquiera tenía que plantear ni forzar nada, había bastado con no aceptar las condiciones. Pero había algo dentro de mí que me impedía hacerlo, lo mismo que me había echado para atrás todos esos años. Era un «sentido del deber» aprendido que venía en forma de «me debo a mi familia ante todo y no a mis caprichos personales». El ego es hábil disfrazando su propia cobardía dándole una capa de barniz que le pueda hacer pasar incluso por «nobleza». No era más que miedo al abismo, a lo desconocido, a la pérdida de referencias y estabilidad, a destruir, a hacer daño y a sentir la culpa correspondiente. La vida son ciclos de cosas que se inician, sostienen y destruyen. O lo haces tú, o lo hace ella a tu pesar. Y como yo no lo hice, por cobarde, pues la vida me fue destruyendo a mí. Así es como funciona.

Y la culpa... Ya sentía culpa en buenas dosis. Esa culpa me hizo aceptar unas condiciones inaceptables, ahora lo veo claro. Todas menos una, que era tan inaceptable que ni desde la culpa se podía. María me dijo que no podía tener ningún tipo de contacto con Natalia, ni directo ni indirecto. Es decir, que no solo no la podía ver ni llamar, sino que tenía que borrarla del Facebook y de cualquier otro ámbito con el que, aunque fuera de refilón, yo pudiera tener cualquier atisbo de información de ella, o ella de mí. Lo acepté todo, excepto lo de no verla porque era inevitable. Los dos somos buenos amigos de la misma gente y, aunque no quedáramos juntos, nos íbamos a ver. «Pues no ves más a tus amigos» me dijo. Y ahí me planté y tuvo que ceder ella. Pretendía que cambiara de amigos. Le pregunté que entonces, si me enamoraba de una chica del trabajo, ¿también tendría que cambiar de trabajo? Era absurdo. En realidad todo era absurdo, aunque ella desde el despecho le encontrara sentido y yo desde la culpa agachara la cabeza. No se le pueden poner vallas al campo ni imaginar un mundo con más o menos cosas de las que tiene. La prohibición lo único que genera es más ansiedad y refuerza la idea de lo prohibido. Nadie tiene derecho a decirle a nadie lo que tiene que hacer o dejar de hacer, ni a quién puede o no ver. Nadie. Tampoco nadie tiene la obligación de vivir con otro, ni de tener ningún tipo de relación, por mucho pasado que compartan juntos. Ella tenía todo el derecho a decidir que no quería estar más conmigo e incluso dejar de hablarme si así lo consideraba, pero no a dictarme lo que podía o no hacer. Lo tengo muy claro ahora, pero entonces eso fue lo que hicimos. Y obviamente no salió bien. El ego te dice que te esfuerces, pues siempre quiere mantenerse en terreno conocido. Que te esfuerces en mantener el statu quo, sostener a la familia, y para reforzarlo te cuenta historias de miedo. Te dice «fíjate, enamorado cual pelele de una mujer fatal que te destruirá, y qué dirán todos, amigos, familia, etc., te quedarás sin nada y con cara de tonto y siendo el malo de la película y el hazmerreír».

Y en realidad lo que te destruye, poco a poco, día a día, es luchar contra ti mismo, intentar no sentir lo que sientes, pensar que lo que sientes está mal y por ello pasar a sentir menosprecio por ti mismo, más la culpa que acarrea, actuar para complacer a los demás... En resumen, luchar contra uno mismo. La frase en sí suena aberrante, y curiosamente es algo en lo que muchos seres humanos nos hemos visto envueltos. Es una lucha que solo puedes perder. Erosiona poco a poco hasta destruirte por completo. Y yo no iba a ser una excepción.

En mi vida el vacío tomaba cada vez más espacio; sentía vacío incluso en mi propia casa. Lo sentía incluso estando solo allí, lo que acontecía bastante a menudo. María se iba a montar a caballo por las mañanas y las niñas al cole, y ahí me encontraba yo, en esa casa tan grande y tan bonita sintiéndome vacío. Pero era peor aún cuando volvían. Cuando estaba yo solo lamiéndome las heridas tenía cierto grado de paz. Cuando oía el ruido de la puerta abrirse y cerrarse tenía que empezar a fingir. Nunca me ha gustado fingir y nunca se me ha dado bien. Y claro, María, que no es tonta, se daba perfecta cuenta y no le gustaba un pelo mi cara, lo que nos alejaba aún más y el vacío se tornaba mayor cada día.

En el trabajo estaba ausente. El trabajo en sí no iba tan mal, afortunadamente lo tenía ya bastante automatizado y se me daba bien, así que podía cumplir desde la ausencia, pero no me relacionaba con nadie, excepto con Juan. Él era mi único confidente y estaba al tanto de toda la historia desde el principio. Si tenía una conversación casual con algún otro realmente no la tenía, no escuchaba ni interactuaba de verdad, contestaba a lo que me decían pero lo único que estaba escuchando era a mi propia mente dándole vueltas a todo y torturándome. La única forma de evadirme de mi propia cabeza era jugando, así que además de haber sido siempre un poco ludópata, ahora que el juego era mi única escapatoria al infierno de mi mente, me hice adicto a jugar a lo que fuera con el móvil. Y claro, eso me alejaba aún más de la gente. Me gané una merecida fama de adicto al móvil, puede incluso que de huraño y hasta de maleducado. Y así iban pasando los meses.

Aunque con María la noción de pareja llevaba mucho tiempo sin aparecer, sí que había un cariño, un amor, por ella y por mi familia. Aparte de la cobardía que supone el renunciar a todo ese estatus social y mostrarte como un fracasado, yo nunca había sido un mujeriego y claro, así es como iba a ser juzgado, si es que dejaba atrás todo por otra mujer. Recordaba que cuando estaba con Natalia el tiempo se paraba. No existía la familia, ni el juicio social, ni nada que no estuviera de verdad presente. Ni siquiera la necesidad sexual de poseerla, el hecho de que ella simplemente estuviera allí estaba bien, era suficiente para tener paz. La necesidad que me surgía de estar con ella era cuando no estaba, y desde que había aceptado las condiciones de María era todo el tiempo. Seguían pasando meses en los que yo iba languideciendo. La siguiente vez que vería a Natalia, en una quedada de la pandilla, María decidió asistir para controlar cómo interactuábamos. Natalia se sentó a kilómetros de nosotros y ni siquiera me saludó.

Un día rompí el pacto. Estaba trabajando en el turno de noche y después de completar el trabajo me acosté en la habitación que tenemos para dormir allí. Era muy tarde de madrugada y me entró un mensaje de Natalia pidiéndome ayuda. Se encontraba mal, tenía problemas y me pedía que fuera a «rescatarla» a un after. Cuando salí de allí no regresé a mi casa sino que acudí cual caballero andante a salvar a su princesa en apuros. Pero no sabía exactamente dónde era ese after, así que la llamé para preguntar. No contestaba. Tampoco respondía a mis mensajes. Me quedé hora y pico como un pasmarote, esperando una respuesta, imaginando todo lo malo que podía haberle pasado y por lo que no podía contestarme. Por un lado pensaba que mi sitio estaba en mi casa, que no pintaba nada allí, y por otro que cómo podía traicionarla y abandonarla a su suerte sabiendo que estaba en apuros. Pero tampoco podía hacer nada; no podía deambular por toda la ciudad buscándola de bar en bar. Así que al cabo de un tiempo, sufriendo con esos pensamientos, decidí volver a casa.

Al día siguiente ella estaba como si nada, sin darle importancia alguna al episodio «No me pasaba nada; no contesté porque no vi tu llamada». Le pedí que no volviera a hacerme eso. Que no me pidiera ayuda y después desapareciera completamente, que entonces yo pensaba lo peor y me dolía mucho. Unos meses después, sin embargo, se volvió a repetir la misma escena.

Una vez rota la prohibición de no hablar entre nosotros, fuimos reincidiendo poco a poco y cada vez más. Claro, la cabra tira al monte. Pero tenía que ser a escondidas. Comprendí lo que ocurre en las películas cuando hay personajes que tienen una mujer e hijos y una amante. Cuando están con la amante ven ese amor y lo bien que se encuentran y se olvidan de todo lo demás, y desde esa euforia le prometen que lo van a dejar todo por ella. Puede que hasta sean sinceros cuando lo dicen, embriagados como están. Pero luego vuelven con su familia y sienten el peso de dejar eso, de fracasar, de abandonar, de traicionar, y entonces entra el miedo y atenaza, y lo que ya no se ve es ese estado embriagado. Y vuelven a ver a la amante, que les pregunta: «¿Cuándo vas a dejar a tu mujer?», y contestan que pronto, pero que no es tan fácil... Al cabo de dos o tres iteraciones de esta rueda, y aunque al principio fueran sinceros, ya saben que no lo van a hacer nunca, pero mantienen la farsa porque quieren seguir disfrutando de la presencia y del amor carnal de su amante. Han prometido tanto que ya no se pueden echar atrás, tienen que mantener el envite e intentar aplazarlo, conseguir una moratoria tras otra para que la promesa pueda ser sostenida en el tiempo sin llegar a ejecutarse jamás.

Todo esto lo veía dentro de mi cabeza; ni éramos amantes ni ella me pedía nada, pero comprendía perfectamente la psicología de la situación. Entendía todo ese movimiento y afortunadamente vi con mucha claridad que esa situación era una mierda y una injusticia para los tres, y que al único sitio que llevaría sería a multiplicar el sufrimiento de cada uno de nosotros. No estoy especialmente orgulloso de cómo hice las cosas en ese trance, pero sí estoy contento al menos de no haber caído en esa trampa.

Para no extenderme más de lo necesario, hubo varios «toma y daca»; María se volvió a dar cuenta de que teníamos más contacto del pactado, entonces volvíamos a no tenerlo, y al poco tiempo nos lo saltábamos otra vez, etc. También algún episodio más con Natalia en que pedía mi ayuda y luego desparecía del mapa como el que ya he contado. Y siempre daba igual lo que hiciera; mi amor era incondicional. Llegó un momento en que la decisión de dejar de comunicarnos vino de nosotros mismos y no impuesta por María. El día que acordamos hacer eso yo me fui llorando; fue como una despedida final, una renuncia total a ella.

El vacío que eso me generó fue insoportable y acabó por no funcionar tampoco. Hacía tiempo que yo era consciente de que tenía dos problemas diferentes con dos mujeres diferentes, y que esos problemas no estaban tan relacionados entre sí como pudiera parecer a simple vista. La situación no era elegir entre las dos, sino que tenía un problema gordo e independiente con cada una de ellas. Natalia no estaba esperando por mí con los brazos abiertos en caso de que renunciara a María; cada uno de esos problemas era suficiente para mantener una crisis existencial, y yo los tenía los dos a la vez. El que tenía con Natalia tardó varios años más en resolverse. El que tenía con María empezó a arreglarse a principios de 2012, cuando por fin tomé la decisión firme de que me tenía que separar.

Fue un día en que María me interpeló y me dijo que tuviera cuidado, que al alejarme cada vez más de ella me estaba distanciando también de mis hijas, que ellas tres eran un pack