El camino más largo - Diana Palmer - E-Book

El camino más largo E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Vaquero por los cuatro costados, el ranchero Mallory Kirk sabía lo que significaba trabajar de sol a sol. Pero ¿lo sabía su nueva empleada? Tenía dudas de que Morie Brannt pudiese estar a la altura, a pesar de que la joven pareciese tener mucho espíritu. Mientras discutían sobre el día a día del rancho y sobre un pasado que amenazaba las esperanzas del futuro, empezaron a saltar chispas y Mallory no pudo evitar ver a Morie con otros ojos. Pero ¿estaba aquel rudo hombre de Wyoming preparado para enamorarse? "Diana Palmer es una hábil narradora de historias que capta la esencia de lo que una novela romántica debe ser." Affaire de Coeur "Narrada con la agilidad y sencillez que caracteriza a la autora, El camino más largo es una novela dulce, agradable, ligera y entretenida, con un romance tradicional marca de la casa, aderezado por secundarios interesantes (¡qué ganas de leer las historias del resto de los Kirk) y subtramas que acompañan la historia de amor." Lo que quiera leer hoy

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Diana Palmer

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El camino más largo, n.º 188 - marzo 2015

Título original: Wyoming Tough

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Carlos Ramos Malave

Editor responsable: Luis Pugni

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6113-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Publicidad

Capítulo 1

 

 

A Edith Danielle Morena Brannt no le impresionaba su nuevo jefe. El mandamás del Rancho Real, cerca de Catelow, Wyoming, era grande, dominante y con un mal carácter que compartía con todos sus empleados.

A Morie, como la conocían sus amigos, le costaba trabajo contener su temperamento acalorado cuando Mallory Dawson Kirk levantaba la voz. Era impaciente, terco y prejuicioso. Igual que el padre de Morie, que se había opuesto a su decisión de convertirse en vaquera. Su padre se oponía a todo. Ella le había dicho que iba a encontrar un trabajo, había hecho la maleta y se había marchado. Tenía veintitrés años. Su padre no podía detenerla legalmente. Su madre, Shelby, había intentado razonar con ella. Su hermano, Cort, lo había intentado también, aunque con menos suerte aún. Morie quería a su familia, pero estaba cansada de que la valorasen por su parentesco y no por lo que era de verdad. Ser una desconocida en la propiedad de otra persona le ofrecía una perspectiva fascinante. Incluso con el mal carácter de Mallory, disfrutaba haciéndose pasar por una chica pobre y sola en el mundo. Además, deseaba aprender a trabajar en un rancho y su padre se negaba hasta a permitirle levantar una cuerda en su rancho. No quería que se acercara a su ganado.

—Y otra cosa —dijo Mallory secamente girándose hacia Morie—. Hay un lugar en el que colgar las llaves cuando se ha terminado de usarlas. Nunca se saca una llave del establo ni se deja en el bolsillo. ¿Queda claro?

Morie se sonrojó, porque de hecho se había llevado en el bolsillo la llave de la sala principal de monturas en una ocasión en que era extremadamente necesario.

—Lo siento, señor —dijo con rigidez—. No volverá a ocurrir.

—Así es, si quieres seguir trabajando aquí —le aseguró él.

—Fue culpa mía —dijo el capataz, el viejo Darby Hanes, con una sonrisa—. Se me olvidó decírselo.

Mallory se quedó pensando y asintió con la cabeza.

—Eso es lo que siempre me ha gustado de ti, Darb, que eres sincero —se volvió hacia Morie—. Un ejemplo que espero que sigas, siendo la última empleada en llegar aquí, por cierto.

A ella se le puso la cara roja.

—Señor, nunca me he llevado nada que no me perteneciera.

Él se quedó mirando su ropa barata, el dobladillo rasgado de sus vaqueros y sus botas gastadas. Pero no la juzgó. Simplemente asintió.

Tenía el pelo negro y espeso, con la raya a un lado y un poco greñudo alrededor de las orejas. Tenía unas orejas grandes y una nariz grande, unos ojos marrones, unas cejas pobladas y una boca tan sensual que Morie no había podido apartar la mirada de ella al principio. Esa boca compensaba que no fuera guapo de la manera convencional. Tenía las manos grandes y bien arregladas, y una voz profunda y aterciopelada, así como unos pies grandes, metidos en unas botas viejas cubiertas de polvo. Era el jefe y nadie se olvidaba de ello, pero trabajaba junto a sus hombres como si fuera un empleado más.

De hecho los tres hermanos Kirk eran así. Mallory era el mayor, con treinta y seis años. El segundo, con treinta y cuatro años, se llamaba Cane; una gran coincidencia, teniendo en cuenta el apellido de soltera de la madre de Morie, aunque el suyo se escribiera con K. Era veterano de la segunda Guerra del Golfo y había perdido un brazo por encontrarse en el frente en combate. Estaba luchando contra un problema de alcoholismo y en proceso de terapia.

El más joven, con treinta y un años, era Dalton. Era un antiguo agente fronterizo del departamento de inmigración y su mote era, por alguna extraña razón, Tanque. Se había enfrentado él solo a una banda de narcotraficantes en la frontera de Arizona. Recibió varios disparos y estuvo hospitalizado semanas, durante las cuales casi todos los médicos le dieron por muerto debido a la gravedad de las lesiones. Todos quedaron perplejos cuando sobrevivió. En cualquier caso, dejó el trabajo y volvió al rancho familiar en Wyoming. Nunca hablaba de la experiencia. Pero en una ocasión Morie le había visto echarse al suelo al oír el petardeo de una vieja furgoneta del rancho. Ella se había reído, pero el viejo Darby Hanes la había hecho callar y le había contado el pasado de Dalton como agente fronterizo. Después no había vuelto a reírse de su extraño comportamiento. Suponía que tanto Cane como él tenían cicatrices mentales y emocionales, así como físicas, debidas a las experiencias del pasado. A ella nunca le habían disparado ni le había ocurrido nada grave. Había estado tan protegida como una flor de invernadero, tanto por sus padres como por su hermana. Aquella era la primera vez que saboreaba la vida de verdad. Aún no estaba segura de si iba a gustarle.

Había vivido en el enorme rancho de su padre toda su vida. Podía montar cualquier cosa; su padre le había enseñado. Pero no estaba acostumbrada al trabajo agotador que exigían las tareas diarias del rancho, porque nunca le habían permitido hacerlas en casa, y los primeros dos días había estado lenta.

Darby Hanes se había hecho cargo de ella y le había mostrado cómo manejar los enormes fardos de heno que los hermanos todavía almacenaban en el granero. Se negaban a usar los fardos enrollados más modernos diciendo que eran ineficientes y una pérdida de tiempo. Con los consejos de Darby, Morie ya no se hacía daño al levantarlos. Le había enseñado a ponerles las herraduras a los caballos, aunque en el rancho hubiera un herrero, y cómo atender a los terneros enfermos. En menos de dos semanas, había aprendido cosas que nunca había visto en la universidad.

—Nunca antes has hecho este trabajo —la acusó Darby, aunque con una sonrisa.

—No —respondió ella avergonzada—. Pero necesitaba un trabajo desesperadamente —dijo, lo cual era casi verdad—. Se ha portado muy bien conmigo, señor Hanes. Le debo mucho por no rechazarme. Por enseñarme lo que necesitaba saber —y menos mal que su padre no lo sabía, pensaba para sus adentros. Habría despellejado a Hanes por dejar que su malcriada hijita le pusiera herraduras a un caballo.

Él agitó la mano para quitarle importancia.

—No hay problema. Asegúrate de llevar siempre los guantes —añadió señalando su bolsillo trasero—. Tienes unas manos preciosas. Como las que tenía mi esposa —dijo con una mirada melancólica y una sonrisa débil—. Tocaba el piano en un restaurante cuando la conocí. Tuvimos dos citas y nos casamos. No tuvimos hijos. Murió de cáncer hace dos años —hizo una pausa y tomó aliento—. Aún la echo de menos —añadió con voz triste.

—Lo siento —dijo ella.

—Volveré a verla —respondió—. No faltan tantos años. Es parte del ciclo, ya sabes. La vida y la muerte. Todos pasamos por lo mismo. Nadie escapa.

Eso era cierto. Qué raro era mantener una conversación filosófica en un rancho.

Él arqueó una ceja.

—Crees que los trabajadores de un rancho son los expulsados del instituto, ¿verdad? —sugirió—. Yo tengo un título del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Fui su alumno más prometedor en Física Teórica, pero mi esposa tenía problemas en los pulmones y querían que viniese al oeste, a un clima más seco. Su padre tenía un rancho… —se detuvo y se carcajeó—. Perdona. Tiendo a ponerme a hablar sin parar. En cualquier caso, empecé a trabajar en el rancho y lo prefería al laboratorio. Cuando ella murió, vine aquí a trabajar. Así que aquí estoy. Pero no soy el único que tiene título aquí. Tenemos tres empleados a tiempo parcial que van a la universidad con becas financiadas por los hermanos Kirk.

—¡Qué gente tan amable! —exclamó ella.

—Sí que lo son. Todos parecen duros como robles, y en general lo son, pero ayudarán a cualquiera que lo necesite. Pagaron la factura del hospital de mi esposa cuando se nos acabó el seguro. Fue una pequeña fortuna y ellos no lo dudaron ni un segundo.

Morie sintió un nudo en la garganta. Qué gesto tan generoso. Su familia había hecho lo mismo por otra gente, pero no ser atrevió a mencionarlo.

—¡Qué considerado por su parte! —agregó con sinceridad.

—Sí. Trabajaré aquí hasta que me muera, si quieren que siga. Son una gente fantástica.

Oyeron un ruido y se dieron la vuelta. El jefe estaba de pie detrás de ellos.

—Gracias por el homenaje, pero creo que hay ganado al que bañar en el pasto del sur… —murmuró Mallory con los labios apretados y brillo en los ojos.

Darby se carcajeó.

—Así es. Perdona, jefe. Solo estaba alabándote ante la dama. Le ha sorprendido descubrir que estudié Filosofía.

—Por no mencionar Física Teórica —añadió el jefe.

—Sí, bueno. Yo no mencionaré tu título en Bioquímica si quieres —dijo Darby escandalosamente.

—Gracias —respondió Mallory con una ceja arqueada.

Darby le guiñó un ojo a Morie y los dejó a solas.

Mallory se acercó imponente hacia la muchacha.

—Tu nombre no es muy corriente. ¿Morie?

Ella se rio.

—Mi nombre completo es Edith Danielle Morena Brannt —respondió—. Mi madre sabía que sería morena, porque mis dos padres lo son, así que añadieron Morena en español. Mis bisabuelos eran… españoles —había estado a punto de revelar el hecho de que pertenecían a la realeza española. Jamás podría hacer eso. Quería que todos la vieran como una chica pobre, pero sincera. Su apellido era común en el sur de Texas y era improbable que Mallory lo relacionara con King Brannt, que era un auténtico señor del ganado.

Él ladeó la cabeza.

—Morie —murmuró—. Muy bonito.

—De verdad, siento mucho lo de la llave —dijo ella.

Él se encogió de hombros.

—Yo hice lo mismo el mes pasado, pero soy el jefe —añadió con firmeza—. No cometo errores. Recuérdalo.

Ella le dirigió una amplia sonrisa.

—Sí, señor.

Él se quedó observándola con curiosidad. Era pequeña y con curvas, de pelo negro y evidentemente largo a pesar del moño con el que se lo había recogido en lo alto de la cabeza. No era preciosa, pero resultaba agradable a la vista, con esos grandes ojos marrones, esa boca carnosa y su piel perfecta. No parecía la típica muchacha que trabajaba en un rancho.

—¿Señor? —añadió ella, sintiéndose incómoda por el escrutinio.

—Perdona. Estaba pensando que no eres el tipo de persona que normalmente contratamos para trabajar en el rancho.

—Tengo un título universitario —se defendió Morie.

—¿De verdad? ¿Qué estudiaste?

—Historia —respondió ella con una actitud defensiva—. Sí, son fechas. Sí, se trata del pasado. Sí, en parte puede ser aburrido. Pero me encanta.

Él la miró pensativo.

—Deberías hablar con Cane. Él se licenció en Antropología. Una pena que no fuera Paleontología, porque estamos cerca de Fossil Lake. Es un lago que forma parte del Río Verde, y hay todo tipo de fósiles allí. A Cane le encantaba excavar —su expresión se volvió seria—. No hablará sobre la posibilidad de volver a hacerlo.

—¿Por su brazo? —preguntó ella abiertamente—. Eso no le detendría. Podría encargarse del trabajo administrativo en una excavación —de pronto se sonrojó—. Hice algunas asignaturas de Antropología en la universidad —confesó.

Él se echó a reír.

—No me extraña que te guste el trabajo en el rancho. ¿Ibas a excavaciones? —sabía que la Arqueología era una de las ramas de la Antropología.

—Así es. Mi madre se volvía loca. Llevaba la ropa siempre llena de barro y parecía una niña de la calle —no se atrevió a decirle que, en una ocasión, se había presentado a cenar con la ropa de la excavación cuando estaba sentado a la mesa un famoso político europeo, junto con algunos miembros de la familia real—. Había problemas cuando llegaba a casa manchada de barro —añadió con una carcajada.

—Me lo imagino —dijo Mallory. Después suspiró—. Cane no se ha adaptado a los cambios físicos. Ha dejado de ir a terapia y no quiere venir a las reuniones familiares. Se queda en su habitación jugando a videojuegos online —de pronto se detuvo—. Santo Dios, no puedo creer que te esté contando estas cosas.

—Yo no diré nada —señaló ella—. Nunca cuento nada de lo que sé.

—Se te da bien escuchar. La gente no suele ser así.

—A usted también —contestó ella con una sonrisa.

Él se carcajeó.

—Soy el jefe. Tengo que escuchar a la gente.

—Bien pensado. Voy a terminar de apilar esos fardos de heno —se detuvo y lo miró—. ¿Sabe? Casi todos los rancheros hoy en día utilizan los fardos grandes…

—No sigas por ahí —contestó él secamente—. No me gustan muchos de los supuestos avances. Dirijo este rancho como lo hacía mi padre, y como lo hacía su padre antes que él. Rotamos las cosechas y el ganado, evitamos suplementos innecesarios y mantenemos las cosechas orgánicas. No permitimos la extracción de petróleo en este rancho. Se hacen muchas fracturas hidráulicas al sur de Wyoming para extraer petróleo de los depósitos, pero nosotros no venderemos terrenos para eso, ni los alquilaremos.

Sabía que protegían el medio ambiente. La familia había aparecido en un pequeño periódico sobre ganaderos del noroeste que había visto en una mesa en el barracón.

—¿Qué son las fracturas hidráulicas? —preguntó ella con curiosidad.

—Inyectan líquidos a gran velocidad en la roca para fracturarla y permitir el acceso a los depósitos de gas y de petróleo. Puede llegar a contaminar el agua si no se hace bien, y hay quien dice que provoca terremotos. No pienso correr riesgos con nuestra agua. Es valiosa.

—Sí, señor —respondió ella.

Él se encogió de hombros.

—No te ofendas. Ya me han hablado sobre los beneficios de utilizar cosechas modificadas genéticamente y también sobre la clonación. Pero tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

Ella se rio. Su delicado rostro se iluminó con alegría. Sus ojos oscuros brillaban. Mallory se quedó mirándola durante unos segundos, sonriendo socarronamente. Era guapa. No solo guapa, sino que además tenía sentido del humor. No se parecía a su actual novia, una chica sofisticada del este llamada Gelly Bruner, cuya familia se había mudado a Wyoming hacía unos años y había comprado un pequeño rancho cerca de allí. Se conocieron en una fiesta en Denver, donde el padre de ella daba una conferencia a la que él había asistido. Gelly y él hacían cosas juntos, pero a él no le interesaba realmente tener una relación apasionada. Al menos en ese momento. En el pasado había tenido una mala experiencia que le había escarmentado con las relaciones. Instintivamente sabía que Gelly solo estaría a su lado mientras tuviera dinero que gastarse en ella. No se engañaba a sí mismo con su ausencia de atractivo físico. Tenía mujeres porque era rico. Punto.

—¿Pensamientos profundos, señor? —bromeó ella.

Él soltó una carcajada.

—Demasiado profundos para compartirlos. Vuelve al trabajo, chica. Si necesitas algo, Darby está por aquí.

—Sí, señor —respondió ella, y se preguntó por un instante si estaría en el Ejército. Le parecía correcto dirigirse a él de esa forma. Desde siempre había oído que los vaqueros llamaban así a su padre. Algunos hombres irradiaban autoridad y determinación. Su padre era uno de ellos. Y aquel hombre también.

—Ahora eres tú la que tiene pensamientos profundos —murmuró él.

—Son solo pensamientos dispersos —contestó ella riéndose—. Nada interesante.

Él entornó los párpados.

—¿Cuál es tu periodo favorito? De la Historia —añadió.

—¡Oh! Bueno, la época de los Tudor.

Mallory arqueó ambas cejas con sorpresa.

—¿De verdad? ¿Y cuál de los Tudor era tu favorito?

—María.

—¿María la Sanguinaria?

Ella lo miró con rabia.

—Todos los monarcas Tudor quemaban a gente. ¿Es menos ofensivo quemar solo a unos pocos que a unos cientos? Isabel quemaba a gente, y también su padre y su hermano. Todos tenían la misma fama, pero Isabel vivió más tiempo y tenía mejores Relaciones Públicas que el resto de su familia.

Él se echó a reír.

—Bueno, es cierto —insistió ella—. Sus seguidores la elevaron hasta el misticismo.

—La verdad es que sí. Yo odiaba la historia.

—Una lástima.

Mallory volvió a reírse.

—Supongo. Tendré que leer cosas sobre los Tudor para que podamos tener discusiones sobre sus virtudes y sus defectos.

—Me encantaría. Me gusta debatir.

—A mí también, siempre y cuando gane.

Ella le dirigió una sonrisa perversa y regresó al trabajo.

El barracón estaba en silencio por la noche. Morie tenía una habitación para ella sola. No era gran cosa, pero le encantaba. Se había llevado su iPad consigo y utilizaba la conexión a Internet del rancho para ver películas y series de televisión. También leía mucho. No bromeaba al decir que sentía pasión por la Historia. Incluso habiendo terminado la universidad, aún disfrutaba buscando transcripciones de manuscritos españoles relacionados con Maria Tudor y sus cinco años de reinado en Inglaterra. Encontraba los escritos en lugares de lo más extraños. Le resultaba fascinante recorrer bibliotecas virtuales y saborear la historia que había quedado plasmada en imágenes digitales. Los bibliotecarios debían de ser una gente con gran dedicación para ofrecerle tanto al público empleando tanto tiempo y habilidad. Además era asombroso que alguien tuviera la capacidad de leer latín y griego y traducirlos al inglés moderno para el beneficio de los historiadores que no sabían leer las lenguas antiguas.

Le maravillaba que la tecnología fuese tan nueva y tan poderosa. Se quedó dormida imaginando qué les depararía el futuro de la electrónica. Era fascinante.

 

 

Justo al amanecer sonó su teléfono móvil y ella respondió con voz dormida.

—Dormilona —dijo una voz suave y cariñosa al otro lado.

Morie se tumbó boca arriba y sonrió.

—Hola, mamá. ¿Qué tal va todo por casa?

—Te echo de menos —respondió Shelby con un suspiro—. Tu padre está tan enfadado que incluso los empleados más antiguos se esconden de él. Quiere saber dónde estás.

—No te atrevas a decírselo —le advirtió Morie.

Su madre volvió a suspirar.

—No lo haré. Pero amenaza con contratar a un detective privado para buscarte —entonces se rio—. No puede creer que su niña pequeña se haya ido a trabajar por dinero.

—Solo está enfadado por no tenerme allí para aconsejarle con su programa de cría y encargarme de sus hojas de cálculo —respondió Morie riéndose—. Pronto iré a casa.

—Espero que llegues a tiempo para la venta —añadió Shelby. Quedaban tres semanas para el evento, pero King Brannt ya había preparado una gala para la subasta de sus toros Santa Gertrudis en Skylance, el rancho de la familia cerca de San Antonio. Sería una fiesta de proporciones épicas, con una lista de invitados que incluía a artistas famosos, figuras del deporte, políticos e incluso miembros de la realeza, y querría que toda su familia estuviera allí. Sobre todo ella, que era esencial como anfitriona. Sería demasiado trabajo para que Shelby se encargara ella sola.

—Volveré aunque solo sea a pasar la noche —prometió Morie—. Díselo a papá, para que no se suba por las paredes —añadió con una carcajada.

—Se lo diré. Eres como él, ¿sabes? —dijo su madre.

—Cort se parece más a él. ¡Qué temperamento!

—Cort se calmará cuando al fin encuentre a una mujer que le soporte.

—Bueno, papá te encontró a ti —señaló Morie—. Así que hay esperanza para Cort.

—¿Eso crees? Ya ni siquiera tiene citas después de que aquella animadora de hotel intentara seducirlo en un cine. Se quedó perplejo cuando ella le dijo que lo había hecho en todo tipo de cines en su ciudad de origen —su madre se rio—. Tu hermano no vive en el mundo real. Cree que las mujeres son tesoros delicados que hay que cuidar y proteger —hizo una pausa durante unos segundos antes de continuar—. Tiene que dejar de ver películas antiguas.

—Dile que vea algunas de las antiguas películas de Bette Davis —le aconsejó Morie—. Es la actriz más moderna que jamás he visto, a pesar de que su apogeo fuese en los años cuarenta.

—Me encantaban esas películas —dijo Shelby.

—A mí también —convino Morie, y vaciló un instante—. Me gustan las viejas películas de la abuela.

Maria Kane había sido una famosa actriz de cine, pero Shelby y ella nunca habían estado unidas y habían tenido una relación triste y turbulenta. Para Shelby aún era un tema doloroso.

—A mí también me gustan —respondió su madre sorprendentemente—. En realidad nunca conocí a mi madre. Al principio cuidaban de mí las amas de llaves y después mi tía. Mi madre nunca creció —añadió al recordar algo que había dicho Brad, el último marido de Maria, durante los preparativos del funeral en Hollywood.

Morie advirtió el tono de tristeza en la voz de su madre y cambió de tema.

—Echo de menos tu pescado al horno.

Shelby se rio.

—¡Qué cosas dices!

—Bueno, nadie lo prepara como tú, mamá. Y por aquí no les gusta mucho el pescado, así que no solemos comerlo. Sueño con filetes de bacalao horneados con hierbas y mantequilla… ¡Maldita sea, tengo que dejar de babear sobre mi almohada!

—Cuando vengas a casa, te lo prepararé. Tienes que aprender a hacerlo tú. Si te marchas y vives lejos de nosotros, tendrás que saber cocinar.

—Siempre puedo comer de restaurante.

—Sí, pero la comida casera siempre es mejor.

—La tuya sí —respondió Morie antes de mirar el reloj—. Tengo que colgar, mamá. Hoy vamos a bañar al ganado. Es un asunto complicado.

—Tú lo sabes bien. Siempre estabas en medio cuando lo hacíamos aquí en primavera.

—Te echo de menos.

—Yo también te echo de menos, cariño.

—Te quiero.

—Yo también. Adiós.

Morie colgó el teléfono, se levantó de la cama y se vistió. Su madre era única, guapa y con talento, capaz de preparar comidas exóticas u organizar una fiesta para la realeza. La admiraba tremendamente.

También admiraba a su padre, pero estaba harta de los hombres que la invitaban a salir solo con un objetivo en mente; un matrimonio que asegurase su futuro financiero. Era sorprendente la cantidad de hombres que la veían como el camino hacia la riqueza. El último le había dicho abiertamente que su padre le había aconsejado que se casara con una heredera, y que al menos ella era más guapa que algunas de las hijas de otros hombres ricos con las que había salido.

Morie estaba maldiciéndolo en tres idiomas cuando entró su padre, escuchó sus acusaciones y echó al joven de la propiedad.

Ella se había quedado destrozada. Aquel chico le gustaba de verdad. Era un contable llamado Bart Harrison que había ido al pueblo para auditar a una empresa local. Al principio a Morie no se le había ocurrido pensar que Bart había ido a buscarla deliberadamente en una fiesta. Sabía quién era y quién era su familia, y la había seducido con frialdad, aunque con unos modales exquisitos que habían hecho que se sintiera guapa y que anhelara sus atenciones.

Se había sentido muy atraída por él. Pero, cuando empezó a hablar de dinero, dio marcha atrás y huyó. Deseaba ser algo más que la hija de uno de los rancheros más ricos de Texas. Deseaba a un hombre que la quisiera por lo que realmente era.

Ahora, mientras ayudaba a que el ganado atravesara el baño más fétido y asqueroso que había visto en su vida, se preguntaba si se habría vuelto loca al ir allí. Era el mes de mayo, la época del parto de las vacas y del baño de inmersión necesario para que el ganado estuviese libre de parásitos.

—Huele a perfume del bueno, ¿verdad? —preguntó Red Davis con una carcajada. Tenía treinta y muchos años, era pelirrojo, con pecas, ojos azules y una personalidad traviesa. Había trabajado en ranchos casi toda su vida, pero nunca se quedaba demasiado tiempo en un mismo sitio. Morie recordaba haber oído decir a su padre que Red había trabajado para un antiguo mercenario llamado Cord Romero cerca de Houston.

—Nunca conseguiré quitarme el olor de la ropa —se quejó ella.

—Claro que podrás —le aseguró el vaquero pelirrojo con una sonrisa bajo la sombra de su sombrero de paja—. Esto es lo que tienes que hacer, Morie. Te vas al bosque por la noche y esperas a ver una mofeta. Entonces le das un susto. La mofeta empezará a golpear las patas delanteras contra el suelo para advertirte antes de darse la vuelta y levantar el rabo…

—¡Red! —gritó ella.

—Espera, espera y escucha —continuó él—. Cuando te rocíe con su olor y tengas que enterrar tu ropa y bañarte en zumo de tomate, se te olvidará lo mal que huele esta piscina de ganado. ¿Lo ves? ¡Eso resolvería tu problema!

—Yo te daré problemas —amenazó ella.

El vaquero se rio.

—Has de tener sentido del humor para trabajar con ganado —le dijo.

—Estoy totalmente de acuerdo, pero no tiene nada de gracioso una charca llena de… ¡Ahhh!

Mientras hablaba, un ternero chocó contra ella y la tiró. Aterrizó boca abajo en el agua, que se le metió en la boca y en los ojos. Se arrodilló y golpeó la superficie del agua con las manos en actitud rabiosa. Lo cual no hizo más que empeorar la situación y le dio a Red la oportunidad de mostrar su sentido del humor al máximo.

—¿Quieres dejar de reírte? —gritó ella.

—Dios mío, ¿ahora también bañamos a las personas? —quiso saber Mallory.

Morie no pensó en lo que hacía; estaba demasiado enfadada. Golpeó el líquido con la mano y salpicó directamente a Mallory. Le alcanzó en la camisa blanca que llevaba y también en la cara.

Se quedó petrificada al darse cuenta de lo que había hecho. Le había lanzado agua con antiparásitos a su jefe. La despediría sin duda. Ya era historia. Tendría que volver a casa avergonzada…

Mallory se secó la cara con un pañuelo y se quedó mirándola.

—Por eso nunca me pongo camisas blancas cuando vengo aquí —murmuró mirando a Red, que seguía riéndose sin parar—. A saber qué dirá Mavie cuando tenga que limpiar esto, y es culpa tuya —añadió señalando a Morie con el dedo—. Podrás explicárselo mientras esquivas los platos, los cuencos, los cuchillos o cualquier cosa que tenga para lanzarte.

Mavie era el ama de llaves y tenía mal carácter. Todo el mundo le tenía miedo.

—¿No va a despedirme? —preguntó Morie con una timidez inusual.

Él apretó los labios y sus ojos oscuros brillaron.

—En la actualidad no hay mucha gente que quiera ayudar al ganado a atravesar una piscina llena de líquido antiparásitos —murmuró—. Será más fácil darme un baño que encontrar a alguien que pueda reemplazarte.

Ella tragó saliva. Sentía el líquido apestoso en las fosas nasales y se lo limpió con el pañuelo.

—Al menos ahora no atraeré a los mosquitos —dijo con un suspiro.

—¿Quieres apostar? —preguntó Red—. ¡Les encanta esto! Si te lo frotas por los brazos, vendrán a montones… ¿Adónde va, jefe?

Mallory se carcajeó mientras se alejaba. Ni siquiera respondió a Red.

Morie suspiró aliviada y siguió limpiándose la cara. Sacudió la cabeza y miró a Red con una mueca.

—Bueno, eso ha sido una sorpresa —murmuró—. Estaba convencida de que iba a despedirme.

—No —respondió Red—. El jefe es buena persona. Cane discutió una vez con él por una mujer que no dejaba de llamarle y acosarle. El jefe le siguió la corriente a ella, solo por diversión. Cane le tiró de cabeza a uno de los abrevaderos.

Ella se carcajeó.

—¡Madre mía!

—El jefe se quedó perplejo. Fue la primera vez que Cane hacía algo realmente físico desde que salió del Ejército. Cree que tener un solo brazo le limita. Pero ya se está acostumbrando. El jefe no pesa poco, precisamente —añadió—. Cane se lo echó al hombro y lo lanzó.

—Vaya.

Red se puso serio.

—Todos han tenido problemas de un tipo u otro. Pero son hombres decentes, sinceros y trabajadores. Haríamos cualquier cosa por ellos. Cuidan de nosotros y no nos juzgan —pareció entristecerse por un mal recuerdo—. Si lo hicieran, yo no estaría aquí.

—¿Metiste la pata? —preguntó ella—. ¿Le tiraste pesticida al jefe?

Red negó con la cabeza.

—Algo mucho peor, me temo. Pasé un tiempo en la cárcel y el jefe me echó un sermón —contestó con una sonrisa.

—Casi todo el mundo mete la pata de vez en cuando —dijo ella con amabilidad.

—Eso es cierto. Lo único que haría que te despidieran sería robar —añadió—. No sé por qué es tan importante para el jefe, pero el año pasado despidió a un tipo por llevarse un taladro muy caro que no le pertenecía. Dijo que no toleraría a un ladrón en su casa. Cane estuvo a punto de comérselo vivo. Son gente muy rara en algunos aspectos.

—Supongo que será por algo que les ocurrió en el pasado —especuló ella.

—Podría ser. Gelly, la chica con la que sale el jefe, tiene un aspecto sospechoso —añadió en voz baja—. Se habló mucho de ella cuando se mudó aquí con su padre. Se especuló sobre cómo habían conseguido la propiedad de los Barnes en la que ahora viven. Es guapa, eso lo admito, pero creo que el jefe está mal de la cabeza por dejar que se le acerque. Hay una historia curiosa sobre el taladro que desapareció —explicó con los párpados entornados—. A ella no le gustaba el vaquero porque se metía con ella. Gelly estaba en el barracón justo antes de que el jefe encontrara el taladro en la bolsa del tipo, y el vaquero aseguró que era inocente. No sirvió de nada. Fue despedido en el acto.

Morie sintió un escalofrío por la espalda. Había visto a la novia del jefe en una ocasión y había sido suficiente para convencerse de que la mujer se creía demasiado importante y fingía una sofisticación que en realidad no tenía. La mayoría de los hombres no estaba al corriente de la moda actual, pero Morie sí, y supo nada más verla que Gelly Bruner llevaba ropa de la temporada anterior. Morie había asistido a la Semana de la Moda y en casa estaba suscrita a varias revistas de moda, tanto en inglés como en francés. En su armario podían encontrarse las últimas tendencias. Su madre había sido modelo en su juventud y conocía a muchos diseñadores famosos que estaban encantados de vestir a su hija.

Por supuesto, allí no se atrevía a mencionar su gusto por la moda. Eso le quitaría la posibilidad de vivir como una joven normal.

—Fuiste a la universidad hace poco, ¿verdad? —preguntó Red, y sonrió al ver su sorpresa—. No hay secretos en un rancho. Es como una gran familia. Lo sabemos todo.

—Sí, así es —convino ella sin ofenderse.

—¿Y vivías en una residencia con hombres y mujeres? —preguntó él, y parecía muy interesado en su respuesta.

—No —respondió Morie—. Mis padres me educaron muy estrictamente. Supongo que por eso soy un poco anticuada, pero no vivía en una residencia —se encogió de hombros—. Vivía fuera del campus con una amiga.

Red arqueó las cejas.

—¡Vaya, eres un dinosaurio! —exclamó, aunque con un brillo de aprobación en la mirada.

—Eso es. Debería vivir en un zoo. No encajo en la sociedad moderna. Por eso estoy aquí —añadió.

Él asintió.

—Por eso estamos aquí la mayoría. Estamos aislados de lo que la gente llama civilización. Pero a mí me encanta.

—A mí también, Red —admitió ella.

Red miró el ganado y frunció el ceño.

—Será mejor que terminemos con esto —dijo mirando al cielo—. Dicen que va a volver a llover. Con todo el deshielo, tendremos suerte si no vuelve a haber inundaciones este año.

—O más nieve —dijo ella en broma. El clima de Wyoming era impredecible; ya se había dado cuenta de eso. Algunos de los rancheros de la zona se habían visto obligados a vivir en el pueblo cuando nevaba tanto que ni siquiera podían acceder al ganado. Las agencias gubernamentales habían tenido que llevar la comida a los animales por aire.

El deshielo era un verdadero problema. Pero también lo eran los mosquitos con aquel clima tan cálido. La gente no pensaba que pudiera haber mosquitos en lugares como Wyoming y Montana, pero parecía que estaban por todas partes. Junto con otras plagas que podían dañar la salud del ganado.

—Eres del sur, ¿verdad? —preguntó Red—. ¿De dónde?

Ella apretó los labios.

—Uno de los otros estados —dijo ella—. No voy a decir cuál.

—Texas.

Ella arqueó las cejas y él se rio.

—El jefe tiene una copia de tu permiso de conducir en los archivos. Me di cuenta cuando me colé en sus documentos personales.

—¡Red!

—Oye, al menos ya no me meto en los archivos de la CIA —protestó él—. Y mira que me gustaba hacerlo, hasta que me pillaron.

Morie se quedó de piedra.

Él se encogió de hombros.

—Casi todos los hombres tienen algún pasatiempo. Al menos no me tuvieron encerrado durante mucho tiempo. Incluso me ofrecieron un trabajo en su unidad de delitos cibernéticos. Puede que algún día acepte. Pero, por ahora, me encanta trabajar en un rancho.

—Estás lleno de sorpresas —comentó ella.

—Aún no has visto nada —bromeó Red—. Volvamos al trabajo.

Capítulo 2

 

 

El pequeño pueblo situado cerca del rancho se llamaba Catelow, en honor a un colono que se fue al oeste por cuestiones de salud a principios del siglo XIX. Su familia y él, junto con algunos amigos mercaderes, pidieron y obtuvieron una estación de tren para que pudiera enviar ganado al este desde su rancho. Algunos de sus descendientes aún vivían allí, pero cada vez más jóvenes salían del estado y se trasladaban a las grandes ciudades para trabajar en puestos que estaban mejor pagados.

Aun así, el pueblo tenía todo lo necesario. Catelow tenía un buen cuerpo de policía, un parque de bomberos, un centro comercial, numerosos restaurantes étnicos, varias iglesias protestantes y una católica, un administrador municipal al que se le daba de maravilla hacer prosperar al ayuntamiento del pueblo y una gran tienda de ultramarinos junto a una ferretería aún más grande.