El castillo de Eppstein - Dumas Alexandre - E-Book

El castillo de Eppstein E-Book

Dumas Alexandre

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Beschreibung

Tras extraviarse durante una cacería, el conde Élim descubre, en medio de una tormenta, un castillo que se alza en lo más profundo de las montañas de Taunus, al norte de Frankfurt, Alemania. Se trata de la residencia del noble linaje de los Eppstein, donde no tardan en aparecer los conflictos e intrigas de la antigua y aristocrática familia. Una macabra leyenda pesa sobre la familia desde tiempos inmemoriales: todas las mujeres que mueren en el castillo la noche del 24 de diciembre no encuentran el reposo eterno y regresan del más allá para atormentar a sus moradores. Y Albina, la esposa del malvado conde Maximiliano, no será una excepción. El conde, atormentado por dudar sobre la paternidad de su hijo, la asesina. Sin embargo, el fantasma de Albina continúa rondando por el castillo, reuniéndose con un pequeño y entrando en una extraña comunión mística con los bosques circundantes. Finalmente el fantasma tiene un encuentro directo con el asesino y sus inquietantes circunstancias...El castillo de Eppstein es la primera incursión de Alejandro Dumas en la novela gótica, y posee todos los ingredientes y convenciones del género. Causó furor en el siglo XIX con su imprescindible dosis de secretos familiares, malvados villanos, doncellas en peligro, amores y desamores apasionados, y fantasmas vengadores.-

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Alexandre Dumas

El castillo de Eppstein

 

Saga

El castillo de Eppstein

 

Original title: Le Chateau d'Eppstein

 

Original language: French

 

Copyright © 1844, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726520859

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Introducción

Ocurrió durante una de esas prolongadas y maravillosas veladas que pasamos, durante el invierno de 1841, en la residencia florentina de la princesa Galitzin. En aquella ocasión, nos habíamos puesto de acuerdo para que cada uno contase una historia, un relato que, por fuerza, había de ser del género fantástico. Todos habíamos narrado ya la nuestra, todos menos el conde Élim.

Era un joven alto, rubio y bien parecido, delgado y pálido también. Mostraba, normalmente, un aspecto melancólico, que marcaba un fuerte contraste con accesos de alocada alegría que en ocasiones sufría, como si de una fiebre se tratase, y que se le pasaban de forma súbita, como un ataque. En su presencia, la conversación ya había versado sobre cuestiones semejantes; pero cada vez que le preguntábamos acerca de apariciones, aunque no fuera más que la opinión que tenía sobre el particular, siempre nos había respondido, con una sinceri-dad de las que no dejan lugar a dudas, que él creía en ellas.

 

¿Por qué? ¿Cuál era la causa de aquella seguridad? Nadie se lo había pre-guntado nunca. Además, en lo tocante a estas cosas, uno cree en ellas, o no, y no resulta fácil dar con una razón que explique el motivo de tal fe o de tal incredulidad. Por ejemplo, Hoffmann pensaba que sus personajes eran todos reales, y no le cabía ninguna duda de que había visto a maese Floh o de que había trabado conocimiento con Coppelius. Por eso, cuando ya se habían contado las más singulares historias de espectros, apariciones y fantasmas, y el conde Élim nos había comentado que creía en ellas, nadie dudó ni por un instante de que así fuese.

De modo que cuando le llegó el turno al propio conde, todos nos volvimos con curiosidad hacia él, decididos a insistirle en caso de que pretendiese excusar su contribución, convencidos como estábamos de que su relato contendría todos los rasgos de realismo que constituyen el atractivo principal de este tipo de narraciones. Pero nuestro cronista no se hizo de rogar y, en cuanto la princesa le recordó su compromiso, hizo una reverencia a modo de respuesta afirmativa, al tiempo que nos pidió disculpas por contarnos un sucedido que era personal.Ya imaginarán que tal preámbulo sólo sirvió para añadir más interés si cabe al relato que todos esperábamos. Todos guardamos silencio, y el conde dijo así:

 

«Hará unos tres años, me encontraba de viaje por Alemania, y era portador de unas cartas de recomendación para un rico comerciante de Francfort, que poseía una estupenda finca de caza en los alrededores de esa ciudad. Como sabía de mi gusto por este ejercicio, me invitó, no a cazar en su compañía (deporte que detestaba con todas sus fuerzas), sino con su primogénito, cuyas ideas sobre este particular diferían por completo de las de su padre. En la fecha que habíamos acordado, nos encontramos en una de las puertas de la ciudad, donde nos esperaban caballos y carruajes. Cada uno de nosotros ocupó su lugar en aquellos coches, o montó en la cabalgadura que tenía asig-nada, y partimos tan contentos. Al cabo de hora y media de marcha, llegamos a las posesiones de nuestro anfitrión, donde nos aguardaba un espléndido almuerzo. Me vi, pues, obligado a reconocer que, aunque no fuera cazador, nuestro comerciante sabía muy bien cómo hacer los honores cinegéticos a sus invitados.

Éramos ocho personas en total: el hijo de nuestro anfitrión, su tutor, cinco amigos y yo. En la mesa, me tocó al lado del preceptor. Y hablamos de viajes: él había estado en Egipto, y yo acababa de llegar de aquel país. Este hecho creó entre nosotros una de esas relaciones pasajeras que, aunque parecen duraderas en el momento de su aparición, se esfuman al día siguiente, con la separación de los contertulios, para no reanudarse jamás.

Así que, cuando nos levantamos de la mesa, convinimos en que cazaríamos juntos. Incluso me aconsejó que me quedase en la retaguardia y que apuntase con mi arma en todo momento en dirección a los montes de Taunus, habida cuenta de que tanto liebres como perdices tendían a escapar hacia los bosques allí situados, con lo que disfrutaría de la posibilidad de disparar no sólo a la caza que yo levantase, sino también a las piezas de los demás.

Y seguí al pie de la letra sus consejos, máxime si se tiene en cuenta que comenzamos a cazar ya pasado el mediodía y que, en el mes de octubre, los días son cortos. Cierto es que, ante la abundancia de caza, al punto comprendimos que pronto recuperaríamos el tiempo perdido. No tardé en comprobar la excelencia del consejo que me había dado el pre-ceptor. No sólo saltaban cada poco liebres y perdices cerca de donde yo me encontraba, sino que observaba cómo se escondían en los bosques bandadas enteras, a las que yo podía disparar fácilmente, puesto que las tenía a tiro, mientras que mis compañeros se veían obligados a correr tras ellas. Al cabo de dos horas, como iba acompañado de un buen perro, decidí lanzarme a la montaña, con la intención de permanecer siempre en los lugares más elevados para no perder de vista a mis compañeros.

Pero está claro que el dicho de que el hombre propone y Dios dispone se inventó especialmente para los cazadores. Durante un rato, procuré tener la llanura a la vista, cuando una bandada de perdices rojas levantó el vuelo hacia el valle. Eran las primeras aves de esta especie que había visto en todo el día. Maté a un par de ellas de dos tiros y, ávido de más, como el cazador de La Fontaine, comencé a perseguirlas...».

-Perdón -dijo el conde Élim a las damas, tras interrumpir su narración-; les pido excusas por todos estos detalles cinegéticos, pero estimo que son necesarios para explicar mi situación de aislamiento y la singular aventura que siguió a esta circunstancia.

Todos aseguramos al conde que le escuchábamos con el mayor interés, y nuestro narrador prosiguió con su historia.

«Perseguí, encarnizadamente, aquella bandada de perdices que, de mata en matorral, de cuesta en pendiente y de valle en llano, acabó por arrastrarme hasta el interior del monte. Las perseguía con tanto ardor que no reparé en que el cielo se había cubierto de nubes y amenazaba tormenta, hasta que un trueno me lo puso de manifiesto. Miré a mi alrededor: me encontraba en el fondo de un valle, en mitad de un claro, rodeado de montañas boscosas. En la cumbre de una de ellas, vi las ruinas de un antiguo castillo. ¡Pero ni trazas de camino para llegar hasta él! Como había ido tras la caza, había corrido por zarzas y brezales, pero si quería un sendero como Dios manda, había que dar con él, aunque vaya usted a saber dónde.

El cielo se tornaba más oscuro, y los truenos se sucedían a intervalos cada vez más cortos. Con estrépito, gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre las hojas que amarilleaban, y que cada bocanada de aire arrastraba a centenares, como pájaros que abandonan un árbol.

No había tiempo que perder. Traté de orientarme como mejor supe y, cuando me pareció que había dado con la dirección adecuada, me puse a andar, decidido a no apartarme de aquella trayectoria. Me parecía evidente que al cabo de un cuarto o de media legua daría con algún sendero, con algún camino, que me llevaría a algún sitio. Por otra parte, ninguno de los habitantes de aquellos montes, ni animales ni personas, me inquietaban, puesto que todo se reducía a posibles y timoratas piezas de caza y a unos cuantos pobres campesinos. Lo peor que me podía pasar era que me viera obligado a pasar la noche bajo un árbol, lo que tampoco sería para tanto si el cielo no tomase a cada instante un aspecto más amenazador. Me dispuse, pues, a hacer un último esfuerzo para dar con algún refugio, y anduve más deprisa.

Pero, como ya les he dicho, mi caminata tenía lugar por un talud situado en la ladera de uno de aquellos montes y, a cada paso, algún accidente del terreno me obligaba a detenerme. En ocasiones, era una vegetación tan tupida que hasta mi perro de caza reculaba; otras, se trataba de uno de esos cortes del terreno tan frecuentes en las zonas montañosas, que me forzaba a dar un largo rodeo. Además, y para colmo de males, el cielo se tornaba más negro cada vez, y la lluvia ya caía con una intensidad lo bastante fuerte como para preocupar a cualquiera que no tiene ni idea de dónde encontrar cobijo. A eso hay que añadir que el almuerzo que nos había ofrecido nuestro anfitrión ya quedaba lejano en el tiempo, sobre todo si tienen en cuenta la caminata que me había dado desde hacía seis horas, ejercicio que me había facilitado extraordinariamente la digestión. A medida que avanzaba, se espesaba la vegetación de aquel monte bajo hasta convertirse en un verdadero bosque, lo que me permitió caminar con mayor facilidad. Pero con tantas vueltas y revueltas, y según mis cálculos, tenía que haberme desviado del itinerario que había previsto inicialmente, aunque esto no me preocupaba demasiado. A cada paso que daba, aquel bosquecillo aumentaba, hasta tomar el imponente aspecto de un respetable bosque. Me interné en él y, tal y como había previsto, al cabo de un cuarto de legua, di con un sendero. Mas, ¿en qué sentido debería seguirlo? ¿A la derecha o a la izquierda? Como no tenía ninguna indicación que pudiese ayudarme, me arriesgué a ponerme en manos del azar, y torcí hacia la derecha o, más bien, seguí al perro, que había comenzado a andar en aquella dirección.

Si me hubiera encontrado resguardado en cualquier cobertizo, en una gruta o en unas ruinas, habría admirado el magnífico espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos: los relámpagos se sucedían, casi sin interrupción, e iluminaban todo aquel bosque, al que arrancaban fantásticos destellos; escuchaba por partida doble el rugido del trueno, desde su origen en uno de los extremos del valle hasta que se apagaba al otro lado; de vez en cuando, fuertes golpes de viento sacudían las copas de los árboles, y enormes robles, abetos gigantescos y encinas seculares se inclinaban al paso del vendaval, como espigas de trigo mecidas por la brisa en el mes de mayo; pero resistían con fuerza, en el fragor de aquella contienda, y no se curvaban sin exhalar hondos gemidos. A la fuerza de la tempestad, que azotaba el bosque con viento, lluvia y relámpagos, éste respondía con unos lamentos largos, tristes y solemnes, parecidos a los de cualquier infortunado al que, injustamente, persigue la adversidad.

Pero ya me sentía lo bastante inmerso en aquel enorme cataclismo, cuyas consecuencias sufría, como para reparar en la poesía que encerraba el momento. El agua caía a mares, y no tenía ya seco ni un hilo de la ropa que llevaba. Cada vez tenía más hambre. En cuanto al sendero que yo estaba empeñado en seguir, me pareció que se ensanchaba y se volvía más practicable, de lo que deduje que me conduciría a algún sitio habitado.

Tras una media hora de camino en medio de aquellas turbulencias naturales, y gracias al resplandor de un rayo, contemplé que mi senda llevaba directamente hasta una pequeña cabaña. Al momento me olvidé de mis penares, y aceleré el paso con la esperanza de que alguien me acogiera de forma hospitalaria, de manera que, en un instante, me encontré ante aquel refugio. Pero para mi disgusto, no vi ninguna luz en su interior. Aunque no era tan tarde como para que el propietario del lugar ya se hubiese acostado, tanto puertas como contra-ventanas estaban herméticamente cerradas. La cabaña tenía tal aspecto de estar deshabitada, que no otra era la impresión que se sacaba al contemplarla desde el exterior. Pero, aparte de los destrozos que había causado la tormenta, no' resultaba difícil de imaginar, por el terreno que la circundaba, que cuando menos había unas manos que lo cuidaban todos los días. A lo largo de uno de los muros había una viña que había perdido ya sus hojas en parte, así como' algunos rosales, que adornaban los senderos de un pequeño jardín delimitado por una valla de madera, y sobre los que se balanceaban todavía algunas flores tardías. Llamé, convencido de que nadie me oiría.

Y así fue. El ruido de mis golpes se apagó sin que se produjese ningún movi-miento miento en el interior de la cabaña. Llamé de nuevo, pero nadie respondió.

He de confesar que, hasta en ausencia del propietario, si hubiera habido algún medio de entrar en aquel lugar, lo habría hecho. Pero puertas y postigos no sólo estaban cerrados herméticamente, sino que lo estaban a cal y canto y, aunque mi confianza en la hospitalidad alemana era absoluta, debo confesara que no habría llegado al allanamiento.

Algo me servía de consuelo, no obstante, y era que, evidentemente, aquella casa no podía estar completamente aislada, sino que debía de encontrarse en las proximidades de una aldea o de un castillo. Llamé de nuevo, aunque con menos vigor que en la ocasión precedente, como último intento. Pero también: esta vez fue en vano. Así que me decidí a continuar mi camino.

Tras haber caminado unos doscientos o trescientos pasos, y tal y como había imaginado, me di de bruces con la cerca de un parque. La rodeé durante un rato por ver de encontrar una entrada, pero reparé en una brecha del muro, lo que me evitó posteriores indaga ciones. Salté por encima de aquellas ruinas, y me encontré en el interior del parque.

Como sucede aún a veces en Alemania, cosa que no pasará en Francia en menos de cincuenta años, aquel terreno debía de haber servido, en otro tiempo, como lugar de paseo para nobles, porque era similar a los de Chambord, Mortefontaine o Chantilly. Con una diferencia: así como los alrededores de la cabaña que acababa de abandonar parecían ser objeto de asiduos y especiales cuidados, aquel parque señorial se mostraba ante mí solitario, descuidado, abandonado.Por la idea que uno podía hacerse en algunos momentos en que las nubes no eran tan espesas, porque la tormenta se tomaba un respiro, que la luna aprovechaba para señalar su presencia en el cielo mientras la naturaleza recobraba el aliento, aquel parque, que debía de haber sido espléndido en el pasado, mostraba un deplorable estado de devastación. Enormes matorrales habían crecido bajo las arboledas, mientras que troncos de árboles, desarraigados por la fuerza del viento o caídos de puro viejos, se cruzaban en los senderos reservados para pasear, de forma que uno se veía obligado a luchar con los ramajes de los primeros o a saltar sobre los segundos, despojados y desnudos como cadáveres. La verdad es que el aspecto del lugar no resultaba tranquilizador, y me hacía concebir raquíticas esperanzas de que alguien habitase el castillo al que, sin lugar a dudas, conducían aquellas veredas oscuras y destrozadas.

Sin embargo, al llegar a una especie de encrucijada donde de los cinco postes allí clavados sólo uno quedaba en pie, vi una luz, o esa impresión tuve, que, tras pasar por delante de una ventana, desapareció rápidamente. Por rápida que fuera la visión, me bastó para orientarme. Me dirigí hacia aquel lugar y, al cabo de diez minutos más o menos, me encontraba fuera del parque. Al otro lado del césped, creí ver una mole negruzca, rodeada de árboles, y me imaginé que se trataba del castillo.

Tras avanzar unos pasos, tuve la confirmación de no haberme equivocado. Pero aquella luz, igual que una estrella fugaz, había desaparecido por completo. Por otra parte, cuanto más me aproximaba a aquel singular edificio, más me parecía que estaba deshabitado por completo. Era uno de esos viejos castillos tan habituales en Alemania, cuyo conjunto arquitectónico, que había sobrevivido a las sucesivas obras que el deterioro o el capricho de sus propietarios hubieran ordenado, parecía remontarse al siglo XVI. Pero lo que confería una sensación de indefinida tristeza a aquella enorme mole era que no se veía luz en ninguna de las diez o doce ventanas que daban a la fachada. Tres de ellas tenían contraventanas, pero como una de ellas estaba rota por la mitad, estaba claro que aquella estancia no estaba más iluminada que las restantes, ya que, de no haber sido así, la luz se hubiera colado a través de aquel enorme boquete. En cuanto al resto de las ventanas, todas debían de haber tenido contraventanas como aquellas tres, pero cuando yo las contemplé o bien habían sido arrancadas, o pendían desencajadas de un único gozne, como un pájaro con las alas rotas.

Recorrí toda la fachada, en busca de una manera de acceder al interior del edificio, donde esperaba volver a ver aquella luz que buscaba, cuando, en una de las esquinas del edificio, entre dos torreones, encontré una puerta que creí cerrada en un primer momento, pero que, carente de cerradura y cerrojo, cedió al primer intento que hice de abrirla. Traspasé el umbral, y comencé a andar bajo una oscura bóveda, hasta llegar a un patio interior, lleno de hierbas y zarzas, en cuyo fondo, y a través de un cristal opaco, vi cómo brillaba entre la niebla aquella bendita luz, acerca de la cual ya empezaba a pensar que no había sido sino producto de mi imaginación.

Al resplandor de una vela, dos ancianos trataban de entrar en calor. Parecían marido y mujer. Busqué la puerta, que se encontraba al lado de la ventana y, como con las prisas apoyé la mano en el picaporte, ésta se abrió de pronto. La mujer dio un grito. Me apresuré a tranquilizar a aquellas buenas gentes por el temor que, muy a pesar mío, les había inspirado.

-No tengan miedo, amigos míos -les dije-; soy un cazador que se ha perdido. Estoy cansado, tengo hambre y sed. Vengo a pedirles un vaso de agua, un trozo de pan y un lecho

-Disculpe el pánico de mi mujer -me respondió el anciano, tras incorporarse-. Este castillo se encuentra tan aislado que, sólo por accidente, llega hasta aquí algún viajero. Así que no le extrañe que, al ver a un hombre armado, la pobre Berta haya tenido miedo, aunque, gracias a Dios, nada hayamos de temer de los ladrones, ni nosotros ni nuestro señor.

-En ese aspecto, pueden estar tranquilos, amigos míos -les repliqué-; soy el conde Élim M... Ya sé que no me conocen, pero seguro que sí que saben quién es el señor de R..., con quien he estado en Francfort, y en cuya compañía cazaba cuando, tras seguir a una bandada de perdices rojas, me he perdido en los montes Taunus.

-Señor -me contestó el hombre, mientras su mujer no dejaba de mirarme con curiosidad-, ya no conocemos a nadie en la ciudad, sobre todo si tiene usted en cuenta que hace más de veinte años que ni mi mujer ni yo hemos puesto los pies en ella. Pero nos basta y nos sobra con lo que nos ha dicho. Tiene hambre, sed y necesidad de descanso. Vamos a prepararle algo de cenar. En cuanto al lecho -y los dos ancianos intercambiaron una mirada-, eso quizá resulte un poco más complicado, pero ya veremos. -Me basta con compartir algo de su cena, y con que me indiquen dónde hay un sillón en cualquier parte del castillo.

-Permítanos, señor -me respondió la mujer-. Séquese y entre en calor. Mientras tanto vamos a arreglárnoslas como mejor podamos.

Desde luego que su recomendación no era baladí: estaba calado hasta los huesos y los dientes me castañeteaban de frío. Por otra parte, ya el perro me daba ejemplo: se había tumbado cerca de la chimenea, que desprendía calor suficiente como para asar toda la caza tras la que había correteado aquel día.

Como me temía que su despensa no estuviera muy bien provista y que, con toda probabilidad, la cena de aquellas buenas gentes se limitara a la olla que hervía en el fuego de la chimenea y a la cacerola que se calentaba en el hogar, puse a su disposición mi zurrón de cazador.

-¡Qué bien! -exclamó el anciano, tras elegir unas cuantas perdices y un lebrato-; esto nos viene al pelo, señor; de lo contrario, habría tenido que conformarse con nuestra pobre cena y, si es cierto que trae tanta hambre, no le oculto que mi mujer y yo andábamos preocupados. Hablaron entre ellos en voz baja. La mujer se dispuso a desplumar las perdices y a desollar la liebre. El marido se fue.

Tras ponerme diez minutos de cada lado, comencé a sentirme seco.

Pero, cuando el hombre regresó, aún echaba vapor de los pies a la cabeza.

-Señor -me dijo-, si quiere, puede pasar al comedor; he encendido un buen fuego, y estará mejor que aquí. Enseguida le servimos la cena. Le regañé por haberse tomado tantas molestias, le reiteré que me encontraba allí perfectamente y que me habría gustado compartir su mesa para cenar. Pero, con una reverencia, me respondió que sabía muy bien lo que era un conde como para aceptar semejante honor. Y como seguía en pie cerca de la puerta y con el sombrero en la mano, me levanté y le indiqué con un gesto que estaba dispuesto a instalarme en la estancia que había preparado. Se puso en camino, y le seguí. Tras emitir un largo gemido, mi perro movió las cuatro patas a regañadientes y se vino detrás de mí.

Como tenía verdaderas ganas de encontrar un fuego semejante al que había tenido que abandonar, no presté gran atención a los pasillos y salas que recorrimos. Lo único que recuerdo es que me pareció que el lugar se encontraba en un estado de abandono total.

Por fin, el hombre abrió una puerta, y observé un inmenso fuego que crepitaba en una gigantesca chimenea. Me acerqué con rapidez, pero por más prisa que me di, Fido, gracias a sus cuatro patas, que habían recuperado ya toda su elasticidad, se situó delante de ella antes que yo.

En un primer momento, sólo había prestado atención al fuego. Pero en cuanto estuve instalado ante aquella chimenea, me fijé en la mesa que habían dispuesto: estaba recubierta con un mantel de esa tela maravillosa que sólo confeccionan los húngaros y, sobre él, lucía una espléndida vajilla.

Tanta magnificencia, inesperada por otra parte, me llamó la atención. Examiné, pues, cubiertos y platos. Estaban hermosamente trabajados y eran de una riqueza notable. Cada uno de aquellos objetos llevaba grabadas las armas de su propietario, sobre las que aparecía una corona condal.

Estaba metido de lleno en estas indagaciones, cuando la puerta volvió a abrirse y apareció un criado, vestido de gala, que traía la sopa en una sopera de plata, como de plata era el resto del servicio. Tras contemplar aquel objeto y levantar mis ojos hacia su portador, reconocí al anciano que me había acogido.

-Pero, amigo mío -le dije-, he de insistirle en que me tratan con dema-siada ceremonia. Van a privarme del placer de su hospitalidad, aunque sólo sea por todos los inconvenientes que les causo.

-Sabemos bien el respeto que debemos al señor conde -contestó el hombre con una reverencia, tras dejar la sopera en la mesa- como para no recibirle tan bien como se merece y esté en nuestras manos. Además, si no actuáramos así, el conde Éverard no nos lo perdonaría.

Más valía dejar las cosas como estaban. Intenté sentarme en una silla, pero aquel singular mayordomo me acercó un enorme sillón, el que correspondía al señor de la casa. El respaldo lucía un escudo con las mismas armas en las que había reparado un momento antes, y la corona condal.

Me acomodé en el sitio que me indicó. Como ya les he contado, estaba muerto de hambre y de sed, así que lo primero que hice fue dar buena cuenta de todas las viandas; y todo lo que me servían, incluso la parte de la que privaba a los dos criados, estaba delicioso, especialmente el vino, que era de una de las mejores cosechas de Burdeos, de Borgoña o del Rin. Durante todo el rato, el anciano no hacía más que pedirme disculpas por la forma en la que se había visto obligado a recibirme.

Con el fin de que olvidase esta su preocupación, que tanto parecía tortu-rarle, y también por curiosidad, le pregunté quién era su señor y si no vivía en el castillo.

-Mi señor -me respondió- es el conde Éverard de Eppstein, último vástago de ese linaje, y no sólo vive aquí en el castillo, sino que no sale del mismo desde hace veinticinco años. La enfermedad de una persona a la que estima sobremanera le ha obligado a ir a Viena. Hace seis días que se fue, y no sabemos cuándo regresará. -Pero -proseguí-, ¿a quién pertenece esa cabaña tan limpia, tan preciosa y rodeada de flores, que he visto a un cuarto de legua de aquí, y que tan diferente es del castillo?

-Es el lugar donde reside realmente el conde Éverard -respondió el anciano-. Tras morir los antiguos habitantes del lugar, y el último fue el guardabosques Jonathas, el señor conde se la reservó para sí. Es allí donde pasa los días sin que regrese al castillo nada más que para dormir. Así que, como comprobará hoy por la noche y como se convencerá usted mañana por la mañana, el pobre castillo se encuentra casi en ruinas y, excepción hecha de la cámara roja, no hay ni una sola estancia más en condiciones.

-¿Qué aposento es ése?

-Es el lugar donde, de padres a hijos, siempre han vivido todos los condes de Eppstein; allí nacieron y allí murieron, desde la condesa Eleonor al conde Maximiliano.

Reparé en cómo, al pronunciar estas palabras, el anciano bajaba la voz y miraba en torno suyo, con cierta inquietud. Pero no dije nada, ni hice más preguntas. Me limité a pensar en la actitud extraña, a la vez que romántica, del último de los condes de Eppstein y su solitaria vida en aquel viejo castillo que, posiblemente, tras su muerte, se desmoronaría sobre su propia tumba.

Al terminar la cena, saciados ya el hambre y la sed, comencé a sentir una imperiosa necesidad de dormir. Me levanté, pues, de la mesa, y rogué a aquel mayordomo, que tan bien me había agasajado, que me condujera hasta mi cuarto. Al escuchar mi petición, dio muestras de cierta incomodidad, y balbució algunas excusas casi ininteligibles. Pero, finalmente, me dijo:

-Está bien, señor conde. Sígame.

Así lo hice. Fido, que había disfrutado casi tanto como yo de la cena, y que había vuelto a ocupar su lugar ante el fuego, se incorporó y se vino detrás de nosotros. El anciano me condujo hasta la primera habitación en la que yo había estado, y donde había una cama con finas y blancas sábanas.

-Pero -le comenté-, ésta es su habitación.

-Le presento mis excusas, señor conde -me respondió el hombre, tras malinterpretar el sentido de mis palabras-; pero no hay en todo el castillo ni una habitación en condiciones. -¿Y dónde dormirán su mujer y usted?

-En el comedor; nos acomodaremos cada uno en un sillón.

-No me parece bien -exclamé-. Yo seré quien ocupe el sillón. Quédense ustedes en su cama, o enséñeme otro cuarto.

-Ya he dicho al señor conde que, en todo el castillo, no había ninguna otra habitación en condiciones, salvo la de...

-¿Cuál? -pregunté.

-Salvo la del conde Éverard: la cámara roja.

-¡Y de sobra sabes que es imposible que el señor conde se acueste en ella! -interrumpió la anciana, con brío.

Miré fijamente a ambos, pero los dos bajaron la cabeza, visiblemente embarazados por la situación. Sin embargo, mi curiosidad, ya excitada por todo lo que había ocurrido hasta aquel momento, alcanzó su punto álgido.

-¿Por qué ha de ser imposible? -pregunté-. ¿Tan tajante es la orden de su señor?

-No, señor conde.

-Si el conde Éverard llegara a enterarse de que un extraño ha pernoctado en esta cámara, ¿serían ustedes reconvenidos?

-No lo creo.

-Entonces, ¿por qué es imposible que eso pase?

¿Qué hay en esa misteriosa cámara roja, cuyo nombre no pronuncian sin dar muestras de terror?

-Ay, señor, ...

Pero se contuvo, y miró a su mujer, quien se limitó a encogerse de hombros como si pensase que, si así lo deseaba, lo dijera.

-¿Qué hay? -pregunté-. Dígame.

-Es que la habitación está encantada, señor conde.

Al momento, como el buen hombre me hablaba en alemán, pensé que había entendido mal.

-¿Cómo dice, buen hombre? -le pregunté.

-Es que... -añadió la mujer-, se aparecen fantasmas. Eso es lo que ocu-rre.

-¡Fantasmas! -exclamé-. Si sólo es eso, le diré, buen hombre, que siempre he deseado ser testigo de una aparición. Así que lejos de parecerme válida la razón que me dan para que no pernocte en la terrible cámara, les confieso que, sólo por ese motivo, siento aún más vivos deseos de pasar la noche en ella.

-Señor conde, reflexione bien antes de insistir sobre el particular.

-Está todo más que pensado. Además, les repito, que nadie tiene mayores deseos que yo de entrar en contacto con un espectro.

-La experiencia no resultó bien en el caso del conde Maximiliano -dijo la anciana.

-Quizá el conde tuviera sus motivos para temer a los muertos. Pero yo no los tengo. Y estoy convencido de que si emergen de la tierra es para protegernos o para castigarnos. Como no creo que los muertos abandonen la tierra para infligirme ningún castigo, porque no recuerdo que, en toda mi vida, haya una sola acción que pueda reprocharme, saldrían para protegerme y, en ese caso, no existiría razón alguna para que tuviese miedo de cualquier sombra que se acer-case a mí con tan caritativa intención.

-¡Eso es imposible! -exclamó la mujer.

-Pero si el señor así lo quiere... -añadió el marido.

-No es que lo quiera, porque no estoy en situación de reclamar ningún derecho. Si así fuera, os juro que exigiría su cumplimiento. Pero, precisamente por carecer de tal prerrogativa, se lo ruego a ustedes.

-¿Entonces? -preguntó la mujer.

-Pues hagamos lo que el señor quiere. Acuérdate de lo que siempre nos ha dicho el conde: el invitado es el dueño y señor de la casa.

-Está bien -respondió la anciana a su marido-; pero con una condición: que vengas conmigo a hacer la cama, porque yo no iría sola ni por todo el oro del mundo.

-Pues, claro que sí -replicó el hombre-. Mientras tanto, el señor aguar-dará aquí mismo, o en el comedor, hasta que hayamos acabado.

-Vayan, vayan, que yo esperaré.

Tras hacerse cada uno con una vela, los dos criados abandonaron el cuarto en el que estábamos, el marido, primero y, detrás de él, su mujer. Yo me quedé pensativo al lado del fuego.

En mi juventud había oído mil historias acerca de aventuras similares en viejos castillos, acontecidas a viajeros que se habían perdido. Pero, incrédulo, siempre me había reído de tales relatos, que me habían parecido fantásticos. Mas no dejaba de tener una extraña sensación al darme cuenta de que me había convertido en el protagonista de una de aquellas historias. Me palpé para tener la certeza de que todo aquello no era un sueño, y eché un vistazo en derredor para asegurarme de que me encontraba en una situación verdaderamente especial. Incluso salí al exterior, para convencerme de que estaba realmente en aquel viejo castillo, cuya oscura y maciza mole había contemplado desde la oscuridad. El cielo ya estaba sereno, y la luna iluminaba los tejados. Todo estaba en silencio; todo parecía muerto; sólo el grito agudo de alguna lechuza, oculta en las ramas de un árbol, cuya silueta negra se percibía en un extremo del patio, perturbaba aquella quietud.

Estaba claro que me encontraba en uno de esos castillos que encierran vie-jas tradiciones y maravillosas leyendas. Así que si la anunciada aparición fallaba, es que el fantasma actuaba de mala fe. Desde luego, el castillo al que Wilhelm condujo a Lénore no podía tener un aspecto más fantástico que el de aquel recinto en el que iba a pasar la noche.

Convencido de que no era un sueño y de que todo era más que real, volví a la habitación de los dos ancianos. Tanta prisa se habían dado en acabar su cometido, que la mujer ya estaba de regreso; el marido se había rezagado para encen-der la chimenea.

De repente, se oyó el tintineo de una campanilla y, muy a pesar mío, tuve un sobresalto.

-¿Qué es eso? -pregunté.

-Nada -me dijo la mujer-; es mi marido que llama para advertirme de que ya está todo dispuesto. Si el señor conde quiere acompañarme hasta el pie de la escalera, mi marido le esperará arriba.

-Vamos allá -contesté alegremente-, que estoy impaciente, se lo prometo, por ver esa famosa cámara roja.

La buena mujer se hizo con una vela, y se puso a caminar delante de mí. La seguí, y Fido, que no entendía nada de todas aquellas idas y venidas, se apartó del fuego por tercera vez y se vino con nosotros. Por si acaso, cogí el fusil.

Tomamos el mismo pasillo que ya habíamos recorrido para llegar al comedor. Pero, en vez de torcer a la izquierda, giramos a la derecha, y nos encontramos ante una de esas gigantescas escalinatas con barandilla de piedra, que en Francia ya sólo pueden contemplarse en algunos dominios regios o en monu-mentos públicos. Al final de la escalera, me esperaba el anciano criado.

Subí aquellos altos peldaños, que parecían propios de gigantes, y fui tras el anciano, que hacía las veces de guía, hasta que llegamos a la famosa cámara roja.

En el hogar de la chimenea ardía una gran fogata, sobre la que había dos candelabros de tres brazos. Pero, de entrada, no fui capaz de abarcar la enorme amplitud de aquella estancia.

El anciano me preguntó si necesitaba algo más y, tras escuchar una respuesta negativa por mi parte, se retiró. Cerró la puerta tras de sí, y oí cómo se alejaban sus pasos, hasta que todo ruido cesó, y me encontré no solamente a solas, sino rodeado de silencio.

Mis ojos, hasta entonces clavados en aquella puerta, recorrieron toda la estancia. Mas, como he señalado, al no poder abarcarla de una ojeada, me dediqué a examinara al detalle. Tomé un candelabro y comencé la inspección.

El hecho de que fuera conocida como la cámara roja se debía a unos enormes tapices del siglo XVI, en los que predominaba el color rojo y que, al estilo renacentista, representaban las campañas de Alejandro. Todos estaban guarnecidos por enormes marcos de madera a los que, dos siglos más tarde, se les había aplicado un baño dorado y que, sólo en aquellas partes aún relucientes, brillaban y devolvían los destellos de la luz de las velas.

Hacia la izquierda de la puerta, había un enorme lecho, cubierto por un dosel que ostentaba las armas de los condes de Eppstein, y del que pendían grandes cortinajes de damasco rojo. Unos veinticinco años atrás, parecían haberse renovado tanto las cortinas de la cama como los dorados del sobrecielo.

Entre ventana y ventana había consolas doradas de la época de Luis XIV y, sobre ellas, unos espejos con admirables marcos adornados de pájaros y moti-vos florales. Colgaba del techo una enorme lámpara de cobre con aderezos de cristal, aunque no era difícil adivinar que hacía mucho que no alumbraba.

Di lentamente una vuelta por la habitación, seguido de Fido, que se detenía cada vez que yo lo hacía y que no entendía nada de aquel afán mío por pasear. Entre la cabecera del lecho y la ventana, es decir, a lo largo de la pared que se encontraba en el lado opuesto al de la chimenea, Fido se detuvo en seco: olfateó la tela que la recubría, se estiró cuan largo era y luego se tumbó, mientras apoyaba el hocico contra la base de aquel muro y resoplaba con fuerza, signo evidente de nerviosismo. Indagué la razón de aquel estado de agitación, pero no di con nada que pudiera causarla. La tela de la tapicería era perfectamente uni-forme, sin que se viera ningún desgarrón. Apoyé el pulgar en algunos sitios al azar, en busca de algún resorte oculto, pero no pasó nada y, tras diez minutos de infructuosas indagaciones, seguí con mi recorrido por la cámara roja. Fido me seguía, pero con la cabeza vuelta hacia el lugar sobre el que había querido, y en ello estaba todavía, llamar mi atención.

Me acerqué de nuevo a la chimenea, y todo volvió a quedar sumido en un silencio, que sólo quebraba el ruido de mis pisadas. Pero en aquella quietud, se oía también un ruido distinto, que no era otro que el grito fúnebre y monótono de una lechuza. Miré el reloj, que marcaba las diez. A pesar de estar muerto de cansancio, no tenía ni pizca de sueño. Aquella inmensa estancia y su decora-ción, propia de una época pasada, todo lo que tenían que haber visto aquellas cuatro paredes a lo largo de dos siglos, los comentarios de los dos ancianos sobre los huéspedes sobrenaturales que la frecuentaban, todo me inspiraba una emo-ción que no sabría bien cómo designar: no era miedo; era inquietud, una especie de ansiedad, aliñada con curiosidad. No tenía idea de qué podría pasarme en aquella cámara, pero tenía el presentimiento de que algo habría de ocurrirme.

Por espacio de una media hora, permanecí sentado en un sillón, con las pier-nas estiradas, delante del fuego. Pero al no ver ni oír nada, tomé la decisión de acostarme, no sin dejar encendido uno de los candelabros, sobre la repisa de la chimenea.

Una vez acomodado en el enorme lecho de los condes de Eppstein, llamé a Fido, y el perro vino a tumbarse a mi lado.

Nadie en semejante situación, cuando se está a la espera de que pase algo, habría tratado de dormir. Aunque los ojos se cierren lentamente, basta el menor ruido para abrirlos como platos. Por mucho que se abarque con la mirada la estancia en la que uno se encuentra acostado, por muy solitaria y silenciosa que ésta permanezca, los párpados se cierran para abrirse a continuación. Y eso fue lo que me ocurrió, de forma que, aunque me adormilé dos o tres veces, me des-pabilé sobresaltado. Luego, poco a poco, a pesar de la luz que emanaba de las velas que había dejado encendidas en el candelabro, todos aquellos objetos comenzaron a difuminarse. Las grandes figuras de los tapices parecieron adqui-rir movimiento y, hasta de la chimenea, brotaron destellos fantásticos e inusua-les, que vinieron a confundirse con la enredada madeja de mis pensamientos, hasta que acabé por dormirme.

No sé cuánto duró aquel sueño. Lo único que recuerdo es que me despertó una indefinible sensación de terror. Abrí los ojos. Las velas ya se habían consumido; el fuego se había apagado. Un tizón había rodado fuera del hogar, y aún humeaba sobre el mármol. Miré a mi alrededor, pero no vi nada. Por otro lado, la habitación sólo estaba iluminada por un rayo de luna que se colaba a través de una de las contraventanas rotas.

Pero, como les digo, sentía en mi interior algo extraordinario, indefinible, inaudito. Me incorporé y me apoyé en un codo. En aquel momento, Fido, que se había tumbado sobre la parte de mi cobertor que llegaba hasta el suelo, aulló tristemente. Y aquel lúgubre y prolongado lamento hizo que me estremeciera sin querer.

-Fido -dije- Fido; ¿qué pasa, buen animal?

Pero en lugar de responderme, noté que el animal, tembloroso, se agaza-paba bajo mi cama y emitía un segundo aullido. En aquel mismo instante, escu-ché un ligerísimo ruido, como el de una puerta al girar sobre sus goznes. A continuación, parte de la tela que recubría la pared se desprendió de ella, y se enrolló sobre sí misma. Esto ocurría justo en el lugar en el que Fido se había detenido anteriormente. Entonces, sobre el oscuro cuadrado que acaba de quedar al descubierto, vi cómo se dibujaba una sombra blanca, etérea y transparente, que, sin tocar el suelo, sin hacer ningún ruido, se acercó, flotando, hasta mi cama. Los pelos se me pusieron de punta, y un sudor frío bañó mi frente.

Me eché hacia atrás, hasta casi dar con la pared en la que se apoyaba el cabecero del lecho. La sombra se acercó a la cama, tras remontar el estrado en el que estaba colocada, y me contempló un momento, mientras movía la cabeza, como si quisiera decir:

-No es él.

Luego, suspiró, descendió como se había elevado, cruzó por delante del rayo de luna, lo que me permitió comprobar su asombrosa transparencia; se volvió para mirarme una vez más, suspiró de nuevo, meneó otra vez la cabeza y se introdujo por la abertura que había quedado al descubierto tras la tapicería, cuya puerta se cerró con los mismos chirridos que cuando se había abierto.

He de confesar que me quedé sin voz, sin fuerzas, consciente sólo de seguir vivo gracias a los fuertes latidos de mi corazón. Poco después, sentí cómo Fido abandonaba su refugio y volvía a ocupar su sitio. Le llamé, y se alzó hacia mí, sobre sus patas traseras, mientras apoyaba las delanteras en la cama. El pobre animal no dejaba de temblar.

Así que lo que había visto era completamente real, no era un sueño de mi imaginación, ni se trataba de una confusión de mi espíritu: era una aparición, una sombra, un fantasma. Había asistido a un suceso sobrenatural. Sin duda aquella habitación había sido el escenario de algún terrible y misterioso acon-tecimiento. Mas, ¿qué sería lo que había pasado allí? Y en torno a eso divagó mi espíritu, hasta que me sorprendió el amanecer, porque, si no recuerdo mal, no fui capaz de volver a dormir.

A los primeros rayos del alba, salté fuera de la cama y me vestí. Cuando estaba a punto de finalizar esta tarea, oí pasos por el corredor. En esta ocasión eran pisadas humanas, sin lugar a dudas, que se detuvieron ante la puerta de mi cuarto.

-Pase -dije-. Y apareció el anciano.

-Señor -me explicó-, estaba preocupado por qué tal habría pasado la noche, y venía a interesarme por cómo se encuentra.

-Pues, ya ve -repuse-, estoy perfectamente.

-¿Ha dormido bien?

-Estupendamente.

Pareció dudar un momento.

-¿Y nada ha venido a perturbar su sueño? añadió.

-Nada.

-Me alegro. Venía a saber a qué hora piensa abandonarnos.

-En cuanto desayune.

-Voy a prepararlo todo ahora mismo. Si fuera tan amable de concederme un cuarto de hora tan sólo, el señor encontrará todo dispuesto cuando tenga a bien bajar.

-Está bien; dentro de quince minutos.

El viejo abandonó la cámara tras una reverencia. Permanecí a solas durante aquel cuarto de hora, que era el tiempo que me hacía falta, exactamente, para averiguar todo lo que quería saber.

En cuanto dejé de oír sus pasos, me acerqué a la puerta y eché el cerrojo. Luego, fui hacia aquella parte de la pared que se había abierto ante mis ojos. Esperaba que Fido me ayudase en mis indagaciones pero, en esta ocasión, ni amenazas ni azotes le habrían hecho moverse del lugar en el que se encontraba: no quería ni acercarse a la tela de la pared.

Palpé todos los recovecos de las molduras, pero no di con nada que rompiera la continuidad que mostraban a simple vista. Me apoyé con fuerza sobre todas las partes sobresalientes, pero ninguna de ellas cedió a la presión de mis dedos. Deduje, pues, que debía de haber algún resorte, desconocido para mí, e imposible de accionar sin saber dónde se encontraba.

Tras veinte minutos de vanas intentonas, tuve que renunciar a mi propósito. Además, oía ya los pasos del anciano que regresaba, y no quería que se diera cuenta de que me había encerrado, de modo que corrí a la puerta y descorrí el cerrojo justo en el momento en que iba a llamar.

-El desayuno del señor conde está listo -dijo. Empuñé mi fusil y le seguí, no sin antes echar un vistazo a aquel misterioso trozo de tela. Llegué al comedor, donde el desayuno estaba preparado en una vajilla de plata tan lujosa como la de la cena de la víspera.

Aunque estaba muy preocupado por mi aventura nocturna, no dije ni palabra, porque rápidamente me di cuenta de que no podía preguntar por el secreto de sus señores a sirvientes nacidos en aquella casa y que, sin lugar a dudas, habían llegado a la vejez con total fidelidad. Desayuné, pues, con prontitud y, en cuanto hube acabado, di las gracias a mis anfitriones por la amable hospitalidad con que me habían tratado, y pedí al hombre que me indicase el camino de regreso a la ciudad. E1 mismo se ofreció a acompañarme hasta un sendero que me conduciría más allá de las montañas del Taunus. Como ya no estaba preocupado por si me perdía otra vez, decidí aceptar su ofrecimiento.

Anduvimos cosa de un cuarto de legua, hasta que dimos con un camino tan claramente trazado que no había peligro de equivocarse. Media hora más tarde, dejaba atrás las montañas y, tres horas después, me encontraba de regreso en Francfort.

Me cambié de ropa a toda velocidad, porque tenía prisa por ver al preceptor del que les he hablado. Y me fui rápidamente para su casa. Estaba muy preocupado por mi ausencia, y ya había enviado a dos guardias forestales y a tres o cuatro labradores en mi busca.

-Pero -me preguntó-, ¿dónde ha pasado la noche?

-En el castillo de Eppstein -repuse.

-¡En ese castillo! -exclamó-; ¿y en qué parte de él exactamente?

-En la cámara del conde Éverard, que se encontraba en Viena.

-¿En la cámara roja?

-Precisamente.

-¿Y no observó nada? -me preguntó el profesor, con una curiosidad ahíta de vacilaciones.

-Por supuesto que sí -repliqué-; vi un fantasma.

-Ya -murmuró-; es el de la condesa Albine.

-¿Quién era esa condesa? -pregunté.

-Se trata -me contestó- de una historia terrible, increíble, insólita; una de esas narraciones que sólo se oyen en los viejos castillos que bordean el Rin, o en nuestras montañas del Taunus. Y que usted no creería jamás, si no hubiera pasado una noche en la cámara roja.

-Ya; pero en la que creeré a pies juntillas, a partir de ahora, una vez que he dormido en ella. Se lo juro. Cuéntemela, pues, querido profesor; le aseguro que nunca habrá gozado de oyente más atento.

-Bueno -replicó mi compañero de caza-, el relato es un poco largo. Venga esta noche a cenar conmigo y, a los postres, con sendos cigarros en la boca y los pies en cómodos escabeles, le contaré esa terrible leyenda a partir de la cual, de haber sido conocida por él, nuestro fantasioso Hoffmann habría escrito el más terrorífico de todos sus cuentos».

Como se imaginarán, no podía rehusar semejante invitación. Así que, a la hora acordada, me encontraba en el domicilio del preceptor, quien, una vez cenados, me contó, tal y como había prometido, la historia de la cámara roja.

-¿Y cómo es? -preguntamos todos a una al conde Élim.

-He escrito un voluminoso libro, un poco aburrido, sobre el particular. Pero si así lo desean, mañana lo traeré, y se lo leeré lo más rápidamente que pueda.

-¿Y por qué no esta misma noche? -pregunté yo, reconcomido de impaciencia.

-Porque son las tres de la mañana -me contestó el conde Élim-, y es una hora más que razonable para que todos nos retiremos.