El Centinela - Reyes Martínez - E-Book

El Centinela E-Book

Reyes Martínez

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Beschreibung

Celia está siempre alerta. Alejandro lleva en su mochila los deberes de varios compañeros. A Martín no paran de agobiarle por WhatsApp… ¿Quién puede ayudar y protegerlos? Celia, Alejandro, Martín, también Paola y Elías van a un instituto de Gijón donde según el director, Toño, no hay ningún caso de acoso escolar. Pero cuando vuelve de unas jornadas de formación, se da cuenta que ha estado de lo más equivocado. Por ello, decide que un alumno se encargue de investigar por él y se infiltre para obtener de primera mano información. El joven al que elige está a punto de no aceptar, no es ni quiere ser un chivato. Poco a poco, El Centinela se da cuenta de que su labor va mucho más allá de informar al director. Y parece que se lo toma demasiado en serio… Un libro trepidante que se lee como una novela de misterio. Inspirado en un caso real de acoso escolar. Opiniones de los lectores: «Lectura ágil, con un estilo asequible para jóvenes lectores que trata con sensibilidad un tema muy delicado». «Nos sumerge en el problema del acoso escolar y nos muestra los diferentes puntos de vista de los protagonistas invitando a recapacitar sobre el papel que jugamos cada uno». «Magnífica la orientación que da a un tema tan delicado. Distinto a lo típico, presentando los diferentes puntos de vista de los implicados, donde no todo es siempre lo que parece, donde muestra las consecuencias del acoso e implica a los propios compañeros en la solución del problema. Engancha desde la primera página. Imprescindible para todos, jóvenes, padres, docentes… Reyes Martínez, ¡genial!». «Interesante novela, por el tema del acoso escolar, por el modo de abordarlo teniendo en cuenta todos los puntos de vista (el que lo sufre, el que supuestamente lo hace, las familias, los docentes, las autoridades…) y porque resulta muy ágil su lectura». «Libro imprescindible para la lucha contra el acoso escolar. Debería ser lectura obligatoria en la ESO. Recomendable 100 %». «Creo que por fin se ha escrito el libro perfecto para hablar sobre el acoso escolar y poder atrapar a los chicos y chicas, […] van a descubrir que hay muchos tipos de acoso, que todos tenemos un papel que desempeñar y que a veces las cosas no son lo que parecen».

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A., 2024

Avenida de Burgos, 8B – Planta 18

28036 Madrid

 

harpercollinsiberica.com

© del texto: Reyes Martínez

© 2024, HarperCollins Ibérica, S. A.

© del diseño de cubierta: CalderónStudio

© de la imágen de cubierta: Shutterstock

 

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

 

ISBN: 9788410021617

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Citas

Capítulo 1. El principio

Capítulo 2. La propuesta

Capítulo 3. Acepto el reto

Primera misión

Capítulo 4. Un sobre rojo

Capítulo 5. Un zapato en la escalera

Capítulo 6. Gafas rotas

Capítulo 7. La respuesta

Capítulo 8. La fiscalía

Segunda misión

Capítulo 9. Vestido de negro

Capítulo 10. Caricaturas

Capítulo 11. Necesito más datos

Capítulo 12. Con mucho arte

Capítulo 13. Abuso de poder

Tercera misión

Capítulo 14. No empieces, abuelo

Capítulo 15. La Edad Media

Capítulo 16. Menos mal que te tengo a ti

Capítulo 17. Una grave acusación

Capítulo 18. Los goliardos

Capítulo 19. ¿Tienes cambio?

Capítulo 20. Tenemos que hablar

Cuarta misión

Capítulo 21. ¡Maldito grupo!

Capítulo 22. ¿Otro grupo?

Capítulo 23. El chivatazo

Capítulo 24. Club de fans

Quinta misión

Capítulo 25. Dejadme tranquila

Capítulo 26. Pareces mi sombra

Capítulo 27. Olvídate del bocadillo

Capítulo 28. Averiado

Capítulo 29. La pizarra

No hay más misiones

Capítulo 30. Los padres

Capítulo 31. No quiero ir más a clase

Capítulo 32. ¿Se puede saber qué has hecho, Alejandro?

Capítulo 33. Acción-reacción

Capítulo 34. Reunión de pastores…

Capítulo 35. Acusados

Capítulo 36. ¿De quién es ese maldito teléfono?

Capítulo 37. ¿Estamos todos?

Capítulo 38. ¿Cómo sabías…?

Capítulo 39. Un giro inesperado

Capítulo 40. El Centinela

Capítulo 41. ¿Quién si no?

Epílogo

Agradecimientos

Cuaderno de trabajo

Introducción

Casos

Situaciones

 

 

 

 

 

Esta obra de ficción está inspirada en hechos reales. Todos los nombres, los personajes, los hechos, los lugares y demás son fruto de la imaginación e inventiva de la autora, y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

 

 

 

 

 

 

«Ahí te dejo tres pares de mis zapatos para que elijas cuál te quieres calzar. Y cuando notes que no es tu horma, recuerda que te pareció perfecta cuando juzgabas mi andar».

FINI GÓMEZ

 

«No me gusta ese hombre. Necesito conocerlo mejor».

ABRAHAM LINCOLN

Capítulo 1 El principio

 

 

 

 

 

EL CHICO SUDABA COMO SI HUBIERA CORRIDO CINCO KILÓMETROS.La tensión hacía que se sintiera así. No se atrevía a salir del baño porque aún sonaban algunas voces. El joven se asomó al pasillo, no había nadie. Se acercó con sigilo a la taquilla 117. Intentó no pensar más en ello y metió la llave en la cerradura; no giraba.

—Lo sabía —murmuró para sí—, sabía que no debía aceptar, esto es una señal. Me van a pillar, tengo que irme de aquí.

Guardó la llave en el bolsillo y comenzó a caminar hacia las escaleras para bajar al primer piso. Entonces se dio cuenta, dentro del bolsillo había dos llaves, se había confundido con la de su propia taquilla y no había usado la que le encomendó el director. Miró a los lados, volvió sobre sus pasos e introdujo la llave en el candado. Sintió el chasquido antes de oírlo y abrió la puerta donde el número 117 destacaba en negro sobre el fondo gris. Un sobre rojo llamó de inmediato su atención. Oyó murmullos a lo lejos, así que cogió el sobre, cerró la taquilla, puso el candado y se dirigió a las escaleras más lejanas. Se encontró con varias chicas que subían en grupo hacia el aula de Tecnología; pudo distinguir entre ellas a la pequeña Celia, separada de las demás, e instintivamente acarició el sobre en su bolsillo con la yema de los dedos. Esperó hasta estar a salvo en casa para abrirlo y leer su contenido, sentía la sangre palpitar en sus sienes mientras sus dedos se movían con torpeza entre el papel.

 

 

Unos meses antes…

 

Toño tomaba notas de forma frenética en unas jornadas sobre acoso escolar patrocinadas por la Consejería de Educación del Principado de Asturias. Ahora se encontraba en Oviedo, sentado en una vieja silla en un aula de la universidad y escribiendo todo lo que le resultaba interesante, que era tanto que no le daba tiempo a reflejarlo en el papel. Según avanzaba el curso y las charlas se sucedían, se daba cuenta de conductas inapropiadas entre los alumnos de su centro. Lo que más le había preocupado siempre, que era vigilar a los que pudieran dar el perfil de acosador, ahora quedaba relegado por algo más importante: detectar a los alumnos que dieran el perfil de «acosados». Nunca se le había ocurrido y, sentado en aquella silla, el pensamiento era tan lógico que le parecía increíble no haber pensado en ello jamás. Quizá no era tan bueno en su trabajo como creía. Mientras anotaba, pensó en varios de sus alumnos más vulnerables.

Llegó la última charla del congreso. Un joven profesor de Sevilla traía una propuesta. Le había invitado el Principado porque había creado una asociación que luchaba contra el acoso escolar en los colegios y había escrito una especie de manual sobre el tema. En su centro, considerado de alto riesgo por estar en un enclave un tanto marginado de la ciudad andaluza, se daban este tipo de conductas todos los años, y les explicaba que quizá lo más importante era la prevención, detectar lo que va a ocurrir antes de que ocurra. Se aventuraba a explicarles cómo la prevención había sido la clave para reducir considerablemente el acoso desde que su asociación se había puesto en marcha. Para algunos era una afirmación un tanto arriesgada, porque era un dato que no se podía demostrar. Toño no sabía qué pensar, toda su vida había actuado como mediador en las peleas: con sus amigos, con su familia, con sus compañeros del equipo de fútbol… Él era quien los separaba siempre que una pelea comenzaba y, aunque alguna que otra vez se llevó el primer puñetazo, la mayor parte de las ocasiones consiguió que las peleas no llegaran a las manos. El joven sevillano les pedía que se llevaran el dosier a casa con toda la información recibida en el curso y le echaran un vistazo. Al final les proponía un ejercicio: «Explica un caso que creas que merezca mención sobre algún alumno de tu centro y la solución que tú, como director, adoptarías al respecto».

—No hace falta que sea una solución legal —añadió el hombre ante la perplejidad de los asistentes. Se pudieron escuchar, incluso, algunas risas.

—¿Quieres decir… —preguntó una mujer de mediana edad a la que Toño reconoció como compañera de colegio de su infancia, aunque no recordaba el nombre— que el fin justifica los medios?

—No, no, ni mucho menos. Ya sabéis que, por desgracia, ha habido algunos casos muy graves que han llevado al suicidio de algunos menores. Aunque este curso lo imparte la Consejería de Educación del Principado de Asturias, lo hace en colaboración con el Ministerio de Educación. Este ejercicio se propone para intentar buscar soluciones a este tipo de conductas en los centros de educación secundaria. Puede que uno de vosotros encuentre una forma de prevenir estos casos que ninguno hayamos contemplado hasta ahora.

—Entonces, ¿este ejercicio puede servir para crear una ley contra el acoso escolar? —interrogó una voz muy penetrante desde el fondo de la sala. Pertenecía a un hombre que, con toda seguridad, estaba cerca de la edad de jubilación.

—Más o menos. Este ejercicio sirve para buscar una solución entre todos. Lo de crear una ley estará ligado a que la solución funcione, me temo. A mí me parece un comienzo.

El murmullo se extendió como una ola gigante en aquella enorme sala. Todos tenían algo que comentar al compañero de al lado, daba igual si le conocían o no. La mente de Toño le mandaba conceptos que escribía sin levantar la vista del papel, varias frases que le parecían interesantes habían despertado en él una idea que hacía tiempo había pensado y que nunca había necesitado desarrollar. Quizá había llegado el momento.

Capítulo 2 La propuesta

 

 

 

 

 

UNOS GOLPES INTERRUMPIERON A TOÑO MIENTRAS REPASABA SUS notas una y otra vez. Según anotaba en el margen con un bolígrafo rojo y subrayaba lo que le parecía más importante, más seguro estaba de que había encontrado la manera de ayudar a sus chicos con aquel montón de basura que era el acoso escolar. El tema parecía estar en boca de todos: una adolescente se había quitado la vida en algún sitio de Andalucía pocos días antes. Él no quería saber ni el nombre de la chica, ni lo que había ocurrido ni de dónde era… Y no porque no le interesara, él se decía a sí mismo que quería actuar sin sentirse condicionado por nada que hubiera oído.

Durante meses había leído de casos en los que los alumnos eran objetivo de burlas, mofas, vídeos y fotos divulgadas por internet que dañaban su imagen y su reputación, quizá de por vida. Toño pensaba que en la mayoría de los casos los chicos no llegaban a comprender el alcance de sus acciones. Se había propuesto que aquello no ocurriera en el instituto que dirigía.

Los golpes insistieron y él se apresuró a poner una carpeta encima de los papeles que tenía delante y a conectar el salvapantallas del ordenador.

—¡Adelante! —exclamó tras echar un rápido vistazo a su despacho en busca de algo que esconder; todo estaba en orden.

—Buenos días, director.

—Toño, soy Toño, ya lo sabes —cortó rápidamente al joven que acababa de entrar.

—¿Quería usted verme? —preguntó el chico un poco abrumado.

—Sí, quería proponerte algo.

—¿A mí? —preguntó, perplejo.

—¿Pensabas que te había hecho venir para llamarte la atención? ¿Tengo motivos?

—Sí…, digo no… A ver, yo no suelo meterme en líos, la verdad. No sé, no tenía ni idea de lo que podría querer y estaba un poco nervioso.

—Quería proponerte algo a lo que he dado muchas vueltas.

—¿De qué se trata?

—No sé si has oído algo sobre la chica que se ha suicidado en Andalucía.

—Sí, ha sido en…

—No, no me lo digas, no he querido saber más. Lo que te propongo tiene que ver con eso… en parte.

—No le entiendo —confesó el muchacho.

—Verás…, hace tiempo que observo a los alumnos. Hay chicos y chicas que tienen una actitud un tanto…, ¿cómo la podría describir?

—¿Amenazadora?

—No exactamente —respondió el director empezando a arrepentirse de aquel encuentro; era evidente que no se lo había preparado a conciencia—. Verás, nunca me había parecido que hubiera problemas o pudiera haberlos con los alumnos en este instituto, hasta que, a principios de verano, acudí a unas jornadas en las que me di cuenta de que ocurren más cosas de las que me parecían. Y la clave es detectarlas a tiempo.

—¿Tiene algo que ver con el acoso escolar?

—Sí, exacto —le agradeció el hombre.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo no he acosado a nadie.

—Precisamente esa es una de las razones por las que quería hablar contigo. Quiero que seas mis ojos y mis oídos en…

—¡No, no, de ninguna manera! —le cortó—. Yo no soy ningún chivato.

—No quiero que lo seas —respondió el director a la vez que sacaba un sobre rojo del primer cajón de su escritorio.

—¿Qué es esto? —preguntó el joven con el sobre en la mano. Lo había cogido sin fuerza, como si quemara.

—En ese sobre tienes una carta con las instrucciones de lo que quiero de ti. Si estás de acuerdo, lo pondremos en marcha de inmediato. No hay recompensas, no hay castigos, se trata solo de hacer o no lo correcto. ¿Entiendes?

—No estoy seguro… ¿Puedo negarme?

—Por supuesto; léete el contenido de la carta y luego decides. Algo me dice que no te vas a negar. Además, no tendrás que volver a hablar conmigo en el despacho. Si entras a formar parte de esto, solo tienes que quemar ese sobre. Si te quedas fuera, debo tener la completa seguridad de que no hablarás con nadie de este encuentro, ni de lo que vas a leer ahí.

—Y si no tengo que volver a este despacho, ¿cómo le haré saber la decisión que tome?

—Hay una taquilla en la segunda planta, la taquilla 117, está vacía, no pertenece a ningún alumno.

—¿Cómo puede ser? ¿En primero hay algunos alumnos sin taquilla y usted tiene una sin dueño y vacía?

—Sí, no te preocupes por eso, ya he encargado más taquillas, nos llegarán esta semana. Esa taquilla no cubre las necesidades que tenemos y va a ser de gran ayuda en esto.

—Si usted lo dice… —respondió el chico, extrañado; cada vez entendía menos—. Entonces, si prefiero no formar parte de su «propuesta», ¿qué tengo que hacer?

—Solo dejarás el sobre dentro de la taquilla, aquí tienes la llave, y jamás hablarás con nadie de todo esto.

El chico miró el pequeño trozo de metal en su mano y le pareció que pesaba demasiado para ser una simple llave de un candado. Cerró los dedos alrededor de ella apretándola con fuerza. El timbre sonó y los sobresaltó a ambos.

—Ya puedes ir a clase. Tienes hasta mañana por la mañana; si para entonces no hay nada en la taquilla, asumiré que estás de acuerdo.

El chico miró al director intentando descubrir qué clase de broma sería aquella o, por el contrario, en qué tipo de problema estaba a punto de meterse. Claro que el director siempre los escuchaba, los trataba con mucho tacto y todos hablaban de él como de un hombre justo, tranquilo y «buen tío». ¿De qué iría aquello? Se levantó para dirigirse a clase y, al asir el pomo de la puerta, se volvió y se enfrentó a la mirada de Toño.

—¿Director?

—¿Sí?

—Me da la sensación de que, sea lo que sea, lo hace porque confía en mí.

—Es cierto —respondió él.

—¿Y si al final le digo que no?

—Algo me dice que no lo harás. Y, por favor, deja abierta la puerta al salir —respondió dando por zanjada la conversación—, me gusta que esté así.

El chico guardó la carta y la llave en la mochila y se dirigió a su aula con paso veloz. Llegaba tarde y era probable que no le dejaran entrar. No podía dejar de pensar en la escena que acababa de protagonizar. No estaba dispuesto a ser el espía de nadie, eso por descontado, y menos de un profesor o del director. Cuanto más pensaba en ello, menos entendía qué quería Toño de él. Llegó al aula cinco minutos tarde y se asomó. La clase ya había comenzado. Aún no había accedido a aquella locura y ya tenía problemas. Cuando se disponía a marcharse, la puerta se abrió y la profesora de Inglés le invitó a entrar.

—Ya sé que llego tarde…

—Entra —dijo ella—. Me han avisado en la secretaría de que tardarías unos minutos.

—Vengo de hablar con…

—Entra —insistió ella; al parecer no estaba muy dispuesta a que nadie supiera el porqué de que llegara tarde.

Si lo pensaba bien, a él tampoco le convenía mucho que le relacionaran con el director, sobre todo si decidía formar parte de lo que fuera que le pedía que hiciera; así que entró, se sentó y procuró no mirar a ninguno de sus compañeros. No fue capaz de concentrarse en toda la hora. En realidad, no se concentró en toda la mañana. Solo pensaba en el sobre rojo y en la pequeña llave. Intentó eliminar aquella sensación, al fin y al cabo, tampoco es que llevase un arma y estuviera a punto de asaltar el instituto, ¿no?

Capítulo 3 Acepto el reto

 

 

 

 

 

TOÑO SE DIRIGIÓ AL GIMNASIO, DONDE EL GRUPO DE 3.ºC APRENDÍA a jugar al bádminton con un entusiasta profesor que les explicaba las excelencias de aquel divertido deporte. El director los observó unos minutos desde la puerta del vestuario. Contempló a la pequeña Celia, presa fácil de las risas de sus compañeros. No vio necesario intervenir, los profesores estaban al tanto de la situación desde que él les había insistido en que debían prestarle especial atención, y no dejaban que nadie la increpara durante las clases. El problema era al terminar, cuando ningún adulto estaba delante, ahí tendría que estar vigilante el chico; si aceptaba la propuesta, claro.

Tras el congreso donde tanto había aprendido, observaba más a la chica para poner en práctica la premisa en la que habían insistido durante las charlas sobre el acoso escolar: la prevención. Ellos como educadores no podían esconder la cabeza ante el sufrimiento de aquellos jóvenes que día tras día aguantaban la conducta de muchos otros que ni siquiera sabían el alcance de sus acciones. Cada vez se alegraba más de haber acudido. Si no, jamás se habría dedicado a observar a sus alumnos y después no habría podido más que lamentar cualquier percance que hubiera ocurrido. Con cada charla comenzó a ver actitudes y personas de riesgo en muchos de sus alumnos y pensaba que había sido arrogante al creer que su centro estaba fuera de peligro.

Desde entonces, vigilaba de cerca a Celia, le parecía una candidata perfecta a sufrir todo tipo de acoso.

Ahora que la tenía delante, se le antojó más frágil que nunca. Se dio la vuelta y subió las escaleras. A lo largo de los pasillos, como guardianes silenciosos, varias taquillas se alineaban contra las paredes en espera del bullicio de los jóvenes a la salida de las clases. Toño palpó la llave en su bolsillo y se dirigió a la taquilla número 117; sabía perfectamente dónde se encontraba. Cuando comprobó que nadie le observaba, completó la tarea que le había llevado hasta allí. No quedaban muchos minutos para que terminaran las clases, con lo que debía darse prisa si quería hacer aquello a tiempo: no habría dos oportunidades. Abrió la taquilla con precisión. Tal como esperaba, ningún sobre aguardaba dentro, lo que le provocó una enorme sonrisa: al menos, por el momento, no había rechazado la propuesta. El timbre sonó y él se apresuró a abandonar el pasillo para que ningún alumno se hiciera preguntas.

Mientras Celia se colocaba en los hombros una mochila demasiado infantil para su edad, un joven se ataba las deportivas naranjas que tantos problemas le traerían, una chica vomitaba en los aseos del piso inferior, un muchacho recibía varios mensajes en su móvil burlándose de su corte de pelo, otro se organizaba mentalmente la tarde para realizar los deberes de seis personas y un joven oscuro era observado de cerca por alguien decidido a dejarlo en evidencia en cuanto fuera preciso. Y aquello no era más que el principio…

Primera misión

Capítulo 4 Un sobre rojo

 

 

 

 

 

EL CHICO SE ENFRENTABA COMO PODÍA A AQUEL RETO, LE SUDABAN las manos y le preocupaba manchar el sobre; pensó en lo absurdo que era aquello. Había accedido a hacer lo que le pedía el director y era probable que fuera más importante de lo que pensaba, que se manchara un estúpido sobre no cambiaría nada.

Abrió la carta y contuvo la respiración, necesitaba saber cuanto antes qué era lo que el director quería de él. Mientras hablaba con él en el despacho, le pareció que incluso podría enfrentarse a algún peligro. Las manos le temblaban y tuvo que respirar hondo varias veces para calmarse; si no, no sería capaz de leer aquella nota.

 

CELIA

Ayer hubo un altercado en la escalera.

Averigua qué ocurrió.

 

T.

 

El chico miró aquellas palabras con decepción. ¿Solo eso? ¿Tanto misterio para eso? Él se había sentido durante unos minutos como un agente especial del FBI o de alguna de aquellas organizaciones gubernamentales que tanto le fascinaban en las películas y series policíacas que veía en la tele. ¿Y solo le pedía que averiguara qué había ocurrido en la escalera?

Bien, también era probable que el director comenzara dándole tareas sencillas que se fueran haciendo más complicadas según las fuera resolviendo. Toño había depositado su confianza en él y no le defraudaría. Además, era posible que Celia necesitara ayuda, se la veía tan frágil y desvalida… Aquel trabajo estaba hecho justo para él. Casi le apeteció comprarse unas gafas oscuras y echarse el pelo hacia atrás, para meterse de lleno en el papel.

Capítulo 5 Un zapato en la escalera

 

 

 

 

 

CELIA CONTEMPLABA SU RELOJ DE PULSERA COMO SI PUDIERA CONSEGUIR que el tiempo se acelerara solo para ella. Aquel pedazo de plástico rosa que llevaba en la muñeca parecía haberse confabulado con todo lo demás y los segundos se sucedían a cámara lenta. Casi podía dibujarlos al mismo tiempo. Llevaba poco más de dos cursos en aquel instituto y no estaba resultando fácil. Se frotó las manos, aún le dolían del día anterior. Aquella mañana tenía el firme propósito de ser la primera en salir, no solo de su clase, sino también de aquel maldito instituto en el que estudiaba. Mientras aguardaba a que pasaran los eternos cinco minutos que restaban para la hora de salida, sus recuerdos sobre el altercado del día anterior la atacaron sin piedad.

 

… Celia guardó sus libros en la mochila lila llena de corazones que tanto le gustaba y que tan infantil le parecía a su madre. Por ese día había tenido suficiente. Se la colgó a la espalda no sin dificultad. A sus catorce años aún no había dado el estirón y parecía una niña menuda y frágil escondida tras aquel enorme macuto. El peso de la mochila acabaría tirándola al suelo sin remedio.

Bajó las escaleras con mucho cuidado, no quería desequilibrarse y caer delante de todos sus compañeros, bastante sufría ya intentando pasar desapercibida. En el pasillo coincidió con Lara, la única amiga que tenía, al menos hasta hacía unos días. De pronto, la notaba distante y esquiva. No sabía qué podía haber ocurrido para que su amistad, que se remontaba a preescolar,hubiera cambiado de la noche a la mañana. En el momento en que sus miradas se cruzaron, Lara se dio la vuelta y desapareció. Celia suspiró. Los años de instituto prometían ser difíciles.

—Tú también no, Lara —murmuró con pena.

Bajó muy despacio los escalones que le faltaban para acceder a la puerta principal. Estaba deseando llegar a casa y refugiarse en su cuarto. Pero cuando solo le quedaba un escalón, notó algo entre los tobillos que hizo que cayera de bruces en medio del recibidor.

Lo primero que vio al abrir los ojos fueron sus gafas a un par de metros de su cara. Desde allí le parecía que no habían sufrido ningún daño y al menos por un segundo creyó haber tenido suerte. Entonces, la deportiva naranja que acababa de ver enredada entre sus pies, en la escalera, apareció junto a sus gafas y las aplastó sin miramientos. Oyó el crujido y esperó unos segundos antes de enfrentarse al resultado. Miles de grietas formaban una tela de araña en el cristal derecho y la patilla de ese lado permanecía a su derecha, separada del resto.

Sintió una ira inusual en ella y notó cómo las lágrimas pugnaban por salir sin que pudiese hacer nada para remediarlo. Empleó todas sus fuerzas en no llorar. Si encima la veían llorando, sería el hazmerreír de todos y no le quitarían el sambenito en toda la secundaria. Se concentró en esa palabra, sambenito. Su abuela se la decía a diario, además de miles de refranes y dichos populares que a ella le fascinaban.

No tardaron en empezar los murmullos. Se alegraba de no entender nada de lo que decían. Como siempre, estarían criticando su cuerpo, su torpeza… Ella se apresuró a coger las gafas a la vez que sentía que le ardían las mejillas casi tanto como sus huesudas rodillas. Tenía que salir de allí y tenía que hacerlo ya: no aguantaría ni un minuto sin llorar. Se levantó y se enderezó todo lo que pudo, ignorando el dolor en las costillas. Pensó con pena que, al estar tan plana, el impacto había ido directo a sus huesos. Si al menos le hubiera crecido algo el pecho… A punto estuvo de escapársele una sonrisa al pensar que, si tuviera unas tetas como su compañera Lorena, casi ni se habría enterado del golpe.

No quiso entretenerse ni un segundo más en aquellos pensamientos. Se colocó las gafas como pudo. Miró con disimulo a su alrededor, podía sentir a todas aquellas personas riéndose de ella por lo ridículas que quedaban aquellas gafas colgando de su cara. Entre la multitud, por supuesto, se encontraban los de siempre, los que hallaban cualquier excusa para burlarse de ella. Guardó las gafas de mala manera en un bolsillo de la mochila mientras planeaba lo que diría en casa ante aquel desastre, como si sus padres no tuvieran bastantes preocupaciones.

—¿Estás bien? —preguntó una voz a su espalda.

Ella ni siquiera se molestó en contestar. Por supuesto, quienquiera que fuera no hablaba con ella. Nadie hablaba con ella. Incluso algunos profesores ni sabían que existía.

—Celia… —insistió la voz—, ¿te encuentras bien?

La chica se quedó momentáneamente petrificada. Aquel chico acababa de decir su nombre. Se volvió muy despacio. Un chaval del que no recordaba el nombre, y con el que coincidía en algunas clases, la miraba con amabilidad. No era guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, solo era un chico normal. Ella observó su pelo, muy negro, quizá demasiado largo y lacio. Lo que más le llamó la atención fueron sus ojos, del color del café recién hecho, y los piercings que decoraban una de sus orejas.

A su lado acudió Ana, una de las jefas de estudios, muy deprisa. Fue entonces cuando Celia se dio cuenta de que el chico la agarraba del brazo y sintió una enorme vergüenza. A su alrededor, todas las miradas estaban puestas en ellos, así que se apresuró a liberarse de aquella mano y susurró un «sí, gracias» casi inaudible, justo antes de recolocarse la mochila y salir a toda velocidad a la calle.

En cuanto estuvo segura de que no había ningún alumno a la vista, dejó que las lágrimas cayeran libres por sus pecosas mejillas. ¿Por qué tenía un aspecto tan infantil? ¿Por qué no le había crecido el pecho como a sus amigas? ¿Por qué ni siquiera podía vestir como ellas? Ahora que lo pensaba…, ¿qué amigas?

Todos aquellos pensamientos se agolparon en sus ojos y salieron a borbotones. A veces se sentía como si una parte de ella no funcionara, como si estuviera en el mundo nada más que para servir de carnaza a los depredadores.

Nada más llegar a su casa, se escondió en su habitación. Era el único lugar en el mundo donde se sentía a salvo. Su madre aún tardaría al menos una hora en llegar, así que tenía un rato para chatear. Marco era la solución, siempre. Con Marco se sentía ella misma, se sentía fuerte y poderosa…

 

El timbre que anunciaba la hora de salida arrancó a la chica de sus pensamientos. Se frotó las rodillas y se colocó la mochila igual que el día anterior. Esta vez corrió para salir la primera. Cuando el imbécil que la había hecho caer el día anterior fuera en busca de su víctima, ella ya se encontraría a medio camino de su casa.

Un rato después, frente al ordenador, los mensajes de Marco se agolpaban en la pantalla y la sensación de paz invadía cada centímetro de su piel.

Capítulo 6 Gafas rotas

 

 

 

 

 

CELIA SE MIRABA AL ESPEJO EN UN INTENTO DE DECIDIR SI AQUEL peinado era adecuado para ir al instituto. Era inútil. Además de no verlo bien, al no poder contar con sus gafas, en cuanto fuera a la cocina a desayunar sería su madre la que le diría si el peinado era apropiado o no.

—Estás muy guapa esta mañana, Celia —dijo su madre mirándola de arriba abajo.

—Gracias —respondió ella antes de coger una magdalena y mojarla en la leche.

—Te veo distinta… Y el pelo recogido así me gusta más que suelto. Te hace parecer mayor.

«Lo que me haría parecer mayor es poder llevar sujetador como las demás chicas», pensó ella con pena.

—Gracias, mamá, a mí también me gusta.

—Lo que deberías es cambiar de mochila, hija, ya te dije…

—Mamá, déjalo, me gusta esta —protestó la chica.

—Estás en el instituto y…, la verdad, me preocupa que los otros chicos se metan contigo.

—¿Por esto? —preguntó ella con voz de asombro mientras señalaba la mochila—. ¡Qué va! ¡Si a mis amigas les encanta!

Su madre la miró fijamente, ella sonrió con ganas. Igual no tenía problemas en clase, seguro que eran todo figuraciones suyas.

—Celia…, si tuvieras problemas, me lo dirías, ¿verdad?

—Claro, mamá, ¿por qué iba a tenerlos? No te preocupes, me gusta mucho este instituto —mintió con descaro la chica.

—Está bien —se rindió su madre—. Termina el desayuno y no llegues tarde.

—Sí, mamá.

—Y… por cierto…

Celia aguantó la respiración, tenía una nota de su tutora desde hacía dos semanas pidiendo hablar con sus padres, que la chica no pensaba darles. Le aterraba que el director los llamara por teléfono, debía idear un plan cuanto antes. ¿Y si por eso su madre le preguntaba tanto? ¿Y si los había llamado ya? Se puso muy tensa antes de contestar con la mejor de sus sonrisas.

—¿Sí, mamá?

—Que no olvides ponerte las gafas.

A Celia se le aceleró el corazón: las gafas. No podría esconderlo más de un día, las necesitaba para estudiar, para leer, para ver la tele… En cuanto hicieran algo juntos, sabrían que algo ocurría. Aún pensaba en lo que iba a decir y de qué manera cuando su madre salió de la cocina y ahogó un pequeño gritito. La chica se volvió sin entender el motivo de aquel gesto, hasta que se dio cuenta de que, sin querer, había dejado las gafas rotas encima de la mesa.

—Yo…, mamá, te lo iba a decir…

—¿Qué ha pasado? ¡Dios mío! ¡Están hechas trizas!

—Ayer me caí en el instituto y…

—¡No mientas! —exclamó su madre—. ¡Lo sabía! ¡Se están metiendo contigo! ¿A que sí?

Por un segundo, Celia pensó en contestar que no, lo solucionaría como siempre. De su boca salieron, sin embargo, palabras que no había ensayado.

—No quería preocuparte, mamá, no es nada.

—¡¿Que no es nada?! ¡¿Dices que no es nada?! ¡Dios! ¡Celia! ¡Están destrozadas!

—Eh…, sí, bueno…

—Hija, por favor, no mientas. No ganas nada encubriendo a este tipo de gente. Cuéntame qué ha ocurrido.

—Anteayer…, mientras bajaba las escaleras, me tropecé.

—¿Te caíste?

—No me hice nada, no te preocupes.

—Déjame ver… —le pidió su madre mientras le cogía las manos, enrojecidas por el golpe y sin ninguna herida aparente.

—De verdad, mamá, no me hice nada.

—¿Te caíste sola o te «ayudaron»?

—Me caí, solo que…

—¿Qué?

—Bueno…, es que no quiero meter a nadie en líos…

—¿Qué líos? Habla claro, hija. Cada acción tiene consecuencias y si alguien ha hecho algo que no debe, antes o después tendrá que hacerse responsable.

—No me caí exactamente…

—¿Qué quieres decir?

Celia miró a su madre e hizo una pausa para ordenar en su cabeza lo que le quería contar; su madre esperaba.

—Me hicieron caer —musitó.

—¡¿Cómo?!

—Que me hicieron caer, me pusieron la zancadilla —repitió la chica.

—¿Estás segura?

—Sí —respondió ella mientras las lágrimas comenzaban a salir.

—Lo sabía, no hay derecho —dijo la mujer, roja de ira.

Se levantó de inmediato y se dirigió al teléfono fijo, marcó sin mirar. Esperó un poco mientras su interlocutor contestaba al otro lado. Celia recogió sus cosas y se marchó al instituto. Dejó las gafas en la encimera, era ridículo llevárselas, total, no veía nada, estaban destrozadas. Tuvo que correr para llegar a tiempo, solo le sobraron unos segundos antes de que el profesor de Biología entrara a clase.

Tras el recreo, una de las jefas de estudios (la que cojeaba un poco) les dijo que aquella mañana el profesor de Física y Química, aquel al que apodaban el Probeta (por la afición que tenía a realizar experimentos), no podría dar clase: la alegría fue generalizada. Solo Celia pareció recibir la noticia con decepción maldisimulada. Durante las clases se sentía protegida por los profesores; en cuanto no había un adulto en la misma habitación que ella, empequeñecía incluso un poco más en un intento de desaparecer del todo y que los demás ni siquiera pudieran sentir su presencia. Pensó en una oveja lejos del rebaño rodeada de una manada de lobos que se relamían con gusto. Un escalofrío le recorrió la espalda y guardó todas sus cosas en la mochila.

Salió lo más deprisa que pudo del aula y, como no podía irse a casa, ya que aún quedaban un par de clases más, se dirigió a la biblioteca a adelantar algo de tarea para el día siguiente. Se encaminó a la mesa más apartada de la puerta, por si a algún otro alumno se le ocurría ir allí. Sacó de su mochila la carpeta y el estuche. Después recordó que no tenía gafas e intentó fijarse en las letras, lo que le resultaba imposible. Así