El club de la medianoche - Christopher Pike - E-Book

El club de la medianoche E-Book

Christopher Pike

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Beschreibung

En un hospital reservado para adolescentes con patologías terminales, cinco pacientes forman El club de la medianoche. Todas las noches se reúnen para compartir historias escalofriantes, a veces inventadas, a veces reales. Las más extrañas, una mezcla de ambas. Una noche, deciden hacer un pacto: el que muera primero se pondrá en contacto con los demás desde el más allá. Entonces comenzará la más increíble de todas las historias que habían imaginado hasta el momento. Curación, partidas repentinas, amor, revelaciones extraordinarias… ¿Cuándo comienzan y cuándo acaban la vida y la muerte? El club de la medianoche es una novela escrita por Christopher Pike, uno de los autores más inventivos de la literatura de terror y suspenso juvenil, y próximamente será una serie de Netflix dirigida por Mike Flanagan, el responsable de La maldición de Hill House, Doctor Sueño y Misa de medianoche.

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CAPÍTULO 1

Ilonka Pawluk se evaluó frente al espejo y decidió que no parecía que fuera a morir. Su rostro era delgado, cierto, lo mismo que el resto de su cuerpo, pero sus ojos azules eran brillantes, su largo cabello castaño resplandecía y su sonrisa lucía blanca y fresca. Ésa era la única cosa que hacía cada vez que se miraba en el espejo: sonreír, sin importar lo miserable que se sintiera. La sonrisa era fácil. Sólo un reflejo en realidad, en especial cuando estaba sola y se sentía desdichada. Pero incluso sus sentimientos podían alterarse, decidió Ilonka, y hoy pretendía ser feliz. El viejo cliché le vino a la mente: Hoy es el primer día del resto de mi vida.

Sin embargo, había ciertos hechos que ella no podía esperar que simplemente desaparecieran.

Su largo y brillante pelo era una peluca. Meses de quimioterapia habían acabado con las últimas hebras de su propio cabello. Seguía estando muy enferma, eso era cierto, y era bastante probable que el día de hoy fuera una gran parte del resto de su vida. Pero no se permitía pensar en eso porque no representaba ayuda alguna. Debía concentrarse sólo en lo positivo. Ése era un axioma con el que deseaba vivir por ahora. Tomó un vaso de agua y un puñado de pastillas herbales, y se las metió todas en la boca. Detrás de ella, Anya Zimmerman, su compañera de cuarto y una chica enferma como nadie más, gimió. Anya comenzó a hablar mientras Ilonka se tragaba la media docena de comprimidos.

—No sé cómo consigues tomarte todas a la vez —dijo—. Yo estaría vomitándolas antes de un minuto.

Ilonka terminó de tragar y eructó suavemente.

—Bajan mucho más fácil que una aguja penetra en el brazo.

—Pero un piquete da resultados inmediatos —a Anya le gustaban los medicamentos, los narcóticos fuertes. Tenía derecho a ellos porque sufría un insoportable dolor constante. Anya Zimmerman padecía cáncer de huesos. Seis meses antes le habían cortado la pierna derecha hasta la altura de la rodilla para impedir que siguiera extendiéndose… todo en vano.

Ilonka observó en el espejo cómo Anya se movía en la cama tratando de ponerse cómoda. Anya hacía esto con frecuencia, se movía de un lado a otro, pero no había manera de que pudiera salirse de su cuerpo enfermo, y ése era precisamente el problema. Ilonka dejó el vaso a un lado y se dio la media vuelta. Ya podía sentir el regusto a hierba ardiendo en lo más profundo de su garganta.

—Creo que están funcionando —Ilonka se apresuró a compartir con su compañera—. Hoy me siento mejor de lo que me he sentido en semanas.

Anya se sorbió la nariz. Todo el tiempo estaba resfriada. Su sistema inmune estaba frito, un efecto secundario común de la quimioterapia y un problema frecuente para los “huéspedes” del Centro de Cuidados Paliativos Rotterham.

—Te ves horrible —sentenció Anya.

Ilonka se sintió apuñalada, nada nuevo, pero sabía que no podía tomarse el comentario muy a pecho. Anya tenía una personalidad abrasiva. Ilonka se preguntaba a menudo si era su dolor el que hablaba. Le habría gustado conocer a esa chica antes de que enfermara.

—Muchas gracias —dijo.

—O sea, si te comparas con la señorita Barbie Bronceada del mundo real —apresuró a enmendarse Anya—. Pero a mi lado, por supuesto, brillas… en serio —añadió Anya, apresuradamente—. ¿Quién soy yo para decir algo al respecto, eh? Lo lamento.

Ilonka asintió.

—En verdad me siento mejor.

Anya se encogió de hombros, como si sentirse mejor no fuera tan positivo. Como si sentirse de cualquier forma que no fuera más cerca de la muerte equivaliera a tan sólo posponer lo inevitable. Pero lo dejó pasar, abrió un cajón de su buró y sacó un libro. No, no sólo un libro: una Biblia. La malvada de Anya estaba leyendo la Biblia.

Ilonka le había preguntado el día anterior por qué la había tomado y Anya se había reído antes de responder que necesitaba una lectura ligera. ¿Quién podría saber lo que Anya pensaba en realidad? Las historias que contaba cuando se reunían a medianoche solían ser macabras. De hecho, le provocaban pesadillas a Ilonka, y era difícil dormir al lado de la persona que acababa de explicar cómo Suzy Q había destripado a Robbie Right. Anya siempre usaba nombres de esa clase en sus historias.

—Me siento entumecida —declaró Anya. Era una mentira obvia, porque debía estar sintiendo bastante dolor, a pesar de los diez gramos de morfina que le administraban a diario. Abrió su Biblia en un punto cualquiera y comenzó a leer.

Ilonka se quedó en silencio y la observó durante un minuto completo.

—¿Eres cristiana? —preguntó finalmente.

—No. Estoy muriendo —Anya dio vuelta a la página—. Las personas moribundas no tienen religión.

—Me gustaría que hablaras conmigo.

—Estoy hablando contigo. Puedo hablar y leer al mismo tiempo —Anya hizo una pausa y levantó la mirada—. ¿De qué quieres hablar? ¿De Kevin?

Algo se atascó en la garganta de Ilonka.

—¿Qué hay con Kevin?

Anya sonrió, con un gesto siniestro en su rostro huesudo. Era hermosa: tenía el cabello rubio, ojos azules, una estructura ósea delicada, aunque estaba demasiado delgada. De hecho, salvo por el cabello oscuro de Ilonka —su cabello había sido oscuro—, podría haberse dicho que se parecían. Sin embargo, el azul de sus ojos brillaba con luces opuestas, o quizás el de Anya no brillaba en lo absoluto. Había una frialdad en esa chica que congelaba más allá de sus rasgos. Ella sufría dolor permanente, y se le notaba en las pequeñas arrugas alrededor de sus ojos, en el rictus de su boca, pero también había algo profundo, algo casi enterrado, que ardía sin calidez dentro de ella. De cualquier forma, a Ilonka le agradaba, se preocupaba por Anya. Aunque no confiara en ella.

—Estás enamorada de él —insistió Anya.

—¿Qué te hace decir algo tan estúpido como eso?

—La manera en que lo miras. Como si desearas bajarle los pantalones y llevarlo directo al cielo, si eso no fuera matarlos a ambos.

Ilonka se encogió de hombros.

—Puedo pensar en peores formas de morir.

Se sentía incorrecto decirle algo así a Anya, quien volvió a su Biblia.

—Claro.

Ilonka se acercó a Anya y se apoyó en su cama.

—No estoy enamorada de él —le dijo—. No estoy en posición de enamorarme de nadie.

Anya asintió y gruñó.

—No quiero que andes diciendo cosas como ésas —insistió Ilonka—. Sobre todo, no a él.

Anya pasó una página.

—¿Qué quieres que le diga? —replicó ella.

—Nada.

—¿Qué le dirás tú?

—Nada.

Anya cerró de pronto su libro. Sus gélidos ojos abrasaron a Ilonka. O quizá, de repente, dejaron de ser tan fríos.

—Me dijiste que querías que habláramos, Ilonka. Supuse que querrías hablar de cosas más importantes que las agujas y las hierbas. Vives en negación, lo cual es malo, pero es mucho peor morir de esa manera. Amas a Kevin, hasta el más tonto puede darse cuenta de eso. Todo el grupo lo sabe. ¿Por qué no se lo dices?

Ilonka se quedó atónita, pero intentó actuar con calma.

—Él es parte del grupo. Ya debe saberlo.

—Es tan estúpido como tú. No lo sabe. Díselo.

—¿Qué le digo? Él tiene novia.

—Su novia es una imbécil.

—Dices lo mismo de mucha gente, Anya.

—Es la verdad en el caso de mucha gente —Anya se encogió de hombros y se dio la media vuelta—. Haz lo que quieras, no me importa. No es como si fuera a ser algo importante dentro de cien años. O dentro de cien días.

—¿Son tan obvios mis sentimientos? —Ilonka sonaba herida, y lo estaba.

Anya observó más allá de la ventana.

—No, me retracto de todo lo que te dije. El grupo no sabe nada. Todos son unos imbéciles. Yo soy la única que lo sabe.

—¿Cómo lo supiste?

Cuando Anya no respondió, Ilonka se acercó todavía más y se sentó en la cama, junto a la pierna amputada de Anya. El muñón estaba cubierto por un grueso vendaje blanco. Anya nunca dejaba que nadie viera eso, e Ilonka la entendía. Anya era la única paciente del Centro que sabía que ella usaba peluca. O eso esperaba.

—¿Hablo dormida? —le preguntó.

—No —dijo Anya, con la mirada todavía fija en la ventana.

—¿Eres psíquica, entonces?

—No.

—¿Estuviste enamorada alguna vez?

Anya se estremeció, pero se repuso rápidamente. Miró a Ilonka. Sus ojos volvían a estar tranquilos, o tal vez sólo fríos.

—¿Quién me amaría, Ilonka? Me faltan demasiadas partes del cuerpo —tomó su Biblia y dijo en tono de despedida—: será mejor que te des prisa y pases por Kevin antes de que llegue Kathy. Ella viene hoy, ya sabes. Es día de visitas.

Ilonka se levantó de la cama sintiéndose triste, a pesar de su reciente promesa de ser feliz.

—Ya sé qué día es hoy —respondió en un susurro y salió de la habitación.

El Centro de Cuidados Paliativos Rotterham no parecía un hospital o un lugar para pacientes terminales ni por dentro ni por fuera. Hasta hacía diez años había sido la mansión costera de un magnate petrolero. Ubicada en el estado de Washington, cerca de la frontera canadiense, colindaba con un tramo de accidentada costa donde el agua azul siempre estaba tan fría como en diciembre y se estrellaba en forma de espuma blanca sobre las rocas dentadas, que esperaban con férrea paciencia para castigar a cualquier aspirante a nadador. Ilonka escuchaba el rugido del oleaje desde la ventana de su habitación y a menudo soñaba con él: sueños agradables o inquietantes pesadillas por igual. Algunas veces, las olas la levantaban y la conducían por aguas tranquilas hasta tierras de fantasía donde ella y Kevin podían caminar lado a lado en cuerpos saludables. Otras, la fría espuma la apresaba y la empalaba en las rocas; su cuerpo se partía en dos y los peces se alimentaban de sus restos. Sí, ella también culpaba a Anya de esos sueños.

A pesar de las pesadillas, igual amaba vivir a orillas del mar. Y sin duda prefería el Centro Rotterham al hospital donde el doctor White la había encontrado pudriéndose. El doctor White había fundado el Centro. Un lugar para que los adolescentes pudieran descansar, así se lo dijo, mientras se preparaban para hacer el cambio de salón de clases más importante de sus vidas. Ella pensó que ésa era una piadosa manera de decirlo. Pero lo hizo prometerle que le compraría una peluca antes de permitir que la internaran con otros treinta chicos moribundos de edades parecidas.

Aunque ella, por supuesto, no agonizaba, no con certeza, no desde que había comenzado a cuidarse.

La habitación de Ilonka estaba en el segundo piso; el Centro tenía tres. En el largo pasillo por el que caminó después de dejar a Anya, había unas cuantas evidencias de que la mansión había sido transformada en un nosocomio. Las pinturas al óleo de las paredes, la mullida alfombra color lavanda, los candelabros de cristal incluso… ella podría haber estado disfrutando la hospitalidad de “Tex” Adams, el hombre que había legado al doc White su casa de retiro favorita. Hospital y hospitalidad, reflexionó… las palabras eran prácticamente hermanas. El olor a alcohol que rondó sus fosas nasales cuando se acercó a la escalera, el destello blanco debajo de ella, que señalaba el comienzo del área de enfermería y, lo más importante, la sensación de enfermedad que flotaba en el aire le decían a ella, o a cualquiera, que éste no era un hogar feliz para personas ricas y saludables, sino un triste lugar para jóvenes desvalidos. La mayoría de los pacientes del doctor White procedían de hospitales públicos.

Ése no era el caso de Kevin, sin embargo, pues sus padres tenían recursos.

Al bajar las escaleras, se encontró con otro miembro del “Club de la Medianoche”, como lo habían nombrado. Spencer Haywood, o simplemente “Spence”, como a él le gustaba que lo llamaran. Él era la persona más saludable del centro… después de Ilonka, por supuesto, aunque el chico tenía cáncer en el cerebro. La mayoría de los huéspedes de Rotterham pasaban sus días en cama, o al menos confinados en sus habitaciones, pero Spence siempre estaba en pie y deambulando. Pertenecía al bando de los flacuchos —por no decir demacrados, al igual que, de hecho, todos en el centro—, tenía el cabello castaño ondulado y una de esas medias sonrisas sospechosamente cercanas a una mueca grabada para siempre en su rostro. Era el bromista del grupo —todos los grupos necesitan a un bromista— y su energía era contagiosa, incluso para los adolescentes que tenían más analgésicos que sangre corriendo por sus cuerpos. Su rostro era tan salvaje como sus historias. Era rara la noche en la que una docena de personas no se dejaba arrastrar por un cuento de Spence Haywood. A Ilonka le encantaba estar con él porque nunca hablaba como si estuviera a punto de morir.

—Mi chica consentida —dijo cuando se encontraron en la escalera, sobre el área de enfermería. Llevaba un sobre abierto en la mano derecha y una hoja cubierta con letra diminuta en la otra—. Te estaba buscando —añadió.

—Tienes un amigo que quiere venderme un seguro de vida —bromeó ella.

Spence rio.

—Un seguro de vida y otro de servicios médicos —atajó el chico—. Hey, ¿cómo te sientes hoy? ¿Quieres ir a Hawái?

—Mis maletas ya están listas. Vamos. ¿Cómo estás tú?

—Schratter me acaba de dar un par de gramos hace veinte minutos, así que ni siquiera estoy seguro de tener todavía la cabeza sobre los hombros, lo cual es una gran manera de sentirse.

“Un par de gramos” significaba dos gramos de morfina, una dosis fuerte. Spence todavía era capaz de caminar, pero sin los medicamentos fuertes padecía de terribles dolores de cabeza. Schratter era la enfermera en jefe del turno matutino. Tenía un trasero tan ancho como la luna y unas manos que temblaban como la costa de California en un mal día. Después de que Schratter te ponía una inyección, solías necesitar algunos puntos de sutura. Ilonka apuntó con la mirada hacia la carta.

—¿Es de Caroline? —preguntó.

Caroline era su devota novia: le escribía prácticamente a diario. Spence leía a menudo sus cartas en el grupo y su opinión era que Caroline tenía que ser la chica más fogosa del mundo.

Spence asintió, emocionado.

—Es probable que nos visite el próximo mes. Ella vive en California, como sabes. No puede permitirse el lujo de tomar un avión, pero cree que podría venir en tren.

Un mes era mucho tiempo en el Centro Rotterham. La mayoría de los pacientes pasaban menos de un mes allí antes de morir. Pero Ilonka pensó que sería de mal gusto sugerirle a la chica que viniera antes.

—Por lo que nos has contado de ella —dijo Ilonka—, necesitarás transfusión completa de fluidos vitales después de su visita.

Spence sonrió ante la perspectiva.

—Es una alegría tener que reponer algunos fluidos. Hey, tengo que decirte por qué quería verte. Kevin te está buscando.

El corazón de Ilonka dio un vuelco tan pronunciado que estuvo a punto de estrellarse.

—¿En serio? —preguntó con indiferencia—. ¿Para qué?

—No lo sé. Me dijo que si te veía, te diera el mensaje.

—Él conoce el número de mi habitación. Podría haber ido a buscarme.

—No creo que se sienta muy bien hoy —explicó Spence.

—Oh —Kevin no se veía bien la noche anterior. Tenía leucemia y había salido de la remisión en tres ocasiones, que era todo lo que los médicos decían que era posible. Tres strikes y estás fuera. Sin embargo, al igual que ella misma, no podía imaginar a Kevin muriendo. No su Kevin—. Pasaré a su habitación a ver qué desea —dijo.

—Tal vez quieras esperar hasta más tarde —sugirió Spence—. Creo que su novia está con él ahora. ¿Conoces a Kathy?

Su corazón finalmente se estrelló.

—Sí, conozco a Kathy —respondió en un susurro.

Spence notó el cambio de tono. Anya estaba equivocada: nadie en la casa era idiota, y Spence mucho menos.

—Ella es una cabeza hueca, ¿no lo crees? —preguntó él—. Es porrista.

—No creo que sean sinónimos —Ilonka se encogió de hombros—. Es bonita.

—No tanto como tú.

—Eso salta a la vista —Ilonka hizo una pausa—. ¿Vendrás esta noche?

—Como si tuviera una docena de compromisos por atender. Sí, tengo una historia genial preparada para nuestra reunión. Te va a encantar, es completamente repulsiva. ¿Y tú?

Ilonka seguía pensando en Kevin, en Kathy y en ella misma.

—Yo también tengo una historia que contar —dijo en voz baja.

Se despidieron e Ilonka siguió su camino. Pero cuando llegó al final de las escaleras, se apartó del área de enfermería porque Schratter se se cruzaría en su camino para que tomara algo más fuerte. Lo único que Ilonka usaba para controlar el dolor era Tylenol 3, una combinación de paracetamol y codeína, algo ligero comparado con lo que tragaban los demás. Ilonka sentía dolor casi todo el tiempo, un ardor en el bajo vientre, como un calambre. Sintió que se formaba uno de ésos, mientras se dirigía a la habitación de Kevin, pensando en cómo sería verlo con ella.

Pero Kevin no estaba en la habitación que compartía con Spence. No había nada de él allí, excepto seis de sus cuadros, escenas de ciencia ficción de sistemas estelares en colapso y planetas anillados girando a través de nebulosas enjoyadas. El trabajo de Kevin era lo suficientemente bueno para adornar las portadas de las mejores novelas de ciencia ficción.

Ilonka no sabía si él había pintado algo desde su ingreso a Rotterham. No sabía si había traído sus pinturas o un cuaderno de dibujo siquiera. Kevin no hablaba mucho de su arte, aunque todos los demás coincidían en que era un genio.

Un cuadro suyo —una estrella azul, situada en un campo de astros nebulosos— llamó su atención. Había pasado lo mismo en otras ocasiones, las pocas veces que había entrado allí, y era extraño porque se trataba de la más sencilla de sus obras. Sin embargo, la llenaba de… ¿qué? Ni siquiera estaba segura de cuál era la emoción. Esperanza, tal vez. La estrella brillaba con un azul encantador, como si no la hubiera pintado con óleo, sino con la luz misma.

Ilonka salió de la habitación de Kevin y se dirigió a la sala de espera situada cerca de la entrada de Rotterham, sabiendo que estaba cometiendo un error, pero incapaz de evitarlo. No quería ver a Kathy —la sola idea de encontrarse con ella la hacía sentir enferma— y, sin embargo, algo la obligaba a enfrentarse de nuevo a la chica. Para ver por qué Kevin prefería a esa porrista y no a ella. Por supuesto, la comparación era ridícula, como poner manzanas junto a naranjas. Kathy estaba sana y era hermosa. Ilonka estaba enferma y… bueno, también era hermosa. En verdad, pensó Ilonka, Kevin es un tonto. No sabía por qué estaba tan enamorada.

Aunque… en realidad sí lo sabía.

Ella creía que así era.

Tenía que ver con el pasado. El pasado remoto.

Ilonka encontró a Kathy sentada sola en la sala de espera. La chica podría haber sido recortada directo de la sección de ropa casual de verano de una revista, incluso vestida, como estaba, con ropa de invierno. Su larga melena era tan rubia que sus antepasados debían haber emigrado desde las playas de California. Quizá usaba loción bronceadora antes de ir a la cama. Sí, se veía saludable, tan fresca que podría haber sido recolectada de un árbol en el Condado de Orange. Y lo peor de todo era que estaba leyendo un ejemplar de la revista People, un número semanal que Ilonka equiparaba a la Biblia Satánica por su profundidad de conocimiento.

Kathy levantó la mirada y le sonrió con unos dientes que tal vez nunca habían mordido nada que no fuera natural.

—Hola, soy Kathy Anderson —dijo la chica—. ¿No nos conocimos la última vez que estuve aquí?

—Sí. Me llamo Ilonka Pawluk.

Kathy dejó a un lado su revista y cruzó las piernas, cubiertas por unos pantalones grises que nunca habían salido a la venta. Los padres de Kathy también tenían dinero, Ilonka lo sabía. Su suéter era verde, grueso sobre sus turgentes pechos.

—Es un nombre interesante —dijo la chica—. ¿De dónde es?

—Ilonka es húngaro, pero mi madre y mi padre eran polacos.

—¿Naciste en Polonia?

—Sí.

Kathy asintió.

—Habría creído que tendrías algún acento.

—Salí de Polonia cuando tenía ocho meses.

Su comentario estaba destinado a hacer que Kathy se sintiera estúpida, pero la chica era tan inconsciente a ese respecto que ni siquiera se dio por enterada. Además, otras personas le habían dicho a Ilonka que tenía acento, lo cual era comprensible porque, antes de que muriera, su madre había hablado casi todo el tiempo en polaco cuando estaban en casa. Ilonka no había conocido a su padre. Había desaparecido antes de que su madre y ella salieran de Polonia.

—¿Dónde creciste? —le preguntó Kathy.

—En Seattle. ¿Tú eres de Portland?

—Sí. Voy a la misma preparatoria que Kevin —Kathy miró alrededor—. ¿Sabe él que estoy aquí?

—Creo que sí. Pero puedo comprobarlo si quieres.

—¿Me harías ese favor? —Kathy se estremeció y perdió su cara de felicidad—. Debo admitir que éste no es mi lugar favorito. Me alegraré cuando Kevin esté mejor y pueda regresar a casa.

Ilonka estuvo a punto de reír, y lo habría hecho si no hubiera estado a punto de llorar. Quería gritarle a esa chica. No va a regresar a casa. No es tu novio. Ahora nos pertenece a nosotros. Somos los únicos amigos que tiene en verdad, los únicos que entienden por lo que está pasando.

Él me pertenece a mí.

Pero no dijo nada porque eso molestaría a Kevin.

—Espero que sea pronto —respondió, dándose la vuelta para retirarse.

Fue en ese momento cuando Kevin entró por la puerta.

Cada vez que lo veía, a pesar de que eso ocurría a diario, eran sus ojos los que llamaban su atención. Eran grandes y redondos, color avellana, poderosos sin ser intimidantes. Brillaban con humor e inteligencia. El resto de él tampoco estaba mal, aunque ahora se veía terriblemente enfermo. Su cabello era castaño y rizado, suave como el de un bebé, pese al mechón de canas que se había abierto paso en su cabeza durante las últimas dos semanas. Ilonka no entendía cómo ese cabello había sobrevivido a los rigores de la quimioterapia, por la que sabía que había pasado, pero quizá lo había perdido todo y le había vuelto a crecer. Nunca se había atrevido a preguntar, pensando que aquello llamaría la atención a su propia peluca.

Kevin había sido una estrella de atletismo sólo seis meses antes, la pasada primavera, y tenía la constitución necesaria para ello: hombros anchos, piernas largas y firmes. Ilonka había oído que había obtenido el tercer lugar en los mil quinientos metros planos del campeonato estatal, y de vez en cuando él hablaba de las Olimpiadas y de los grandes corredores que admiraba. También hablaba de los pintores que le encantaban: Da Vinci, Raphael y Van Gogh. El hecho de que fuera a la vez artista y atleta intrigaba a Ilonka.

Sin embargo, no lo amaba por ninguna de esas cosas. Tenía que ver con algo que no se podía ver, algo de lo que ni siquiera se podía hablar. Sin embargo, tal vez, podría ser recordado. De hecho, ella tenía preparada una historia interesante para la reunión del Club de la Medianoche.

Recordó la primera vez que se encontró con Kevin. Llevaba dos días en el Centro antes de que él llegara. Lo había encontrado sentado en el estudio junto a una chimenea, envuelto en una bata de franela roja, acurrucado en una silla con un libro en su regazo. Ella no lo había sabido en ese momento, pero era bastante sensible al frío debido a su estado. Spence, que compartía la habitación con él, bromeaba a menudo diciendo que Kevin debía estar preparándolos para el fuego del infierno, dada la temperatura que mantenía en su habitación.

De cualquier manera, él la observó cuando entró en la habitación y ella nunca olvidó la manera en que sus ojos se clavaron en su cara y cómo los de ella hicieron lo mismo en el rostro de él. Debieron haberse mirado fijamente durante al menos un minuto completo antes de hablar. Durante ese tiempo, Ilonka encontró y perdió algo valioso, un amigo más querido que todas las joyas del mundo. Lo “encontró” porque lo amó desde la primera mirada; lo “perdió” porque obviamente se trataba de un paciente y, presumiblemente, estaba a punto de morir. Él había sido el primero en hablar.

—¿Te conozco?

Ella había sonreído.

—Sí.

Ilonka sonrió cuando Kevin entró en la sala de espera. Llevaba la misma bata de franela roja, su favorita, bajo un abrigo de plumón azul oscuro. Calzaba también unas botas negras, y a ella le preocupó que estuviera pensando en salir. Su rostro se veía demacrado y su color era lamentable. Parecía todavía más enfermo que la noche anterior, e incluso entonces ella había sentido el temor, al darle las buenas noches, de que no despertara. No sonrió como solía hacerlo cuando la veía, sólo tosió. Detrás de ella, oyó a Kathy levantarse de su sitio.

—Ilonka —dijo él—, ¿qué estás haciendo aquí? Hola, Kathy.

—Kevin —dijo Kathy con voz tensa. Era obvio que su aspecto la tenía conmocionada.

—Supe que me estabas buscando —explicó Ilonka—. Vine aquí a buscarte.

Kevin se adentró en la sala, con un andar poco firme. Ilonka quería tenderle una mano, pero no sabía cómo reaccionaría él, sobre todo con Kathy tan cerca. Kevin era, en su mayor parte, fácil de tratar, pero Ilonka había advertido en un par de ocasiones que era sensible a la vergüenza.

—Quería hablar contigo de un par de cosas —dijo él—. Pero podremos platicar más tarde —siguió caminando más allá de ella y dirigió su atención a Kathy; ese simple hecho se sintió como una espada en el costado de Ilonka—. ¿Qué tal el viaje en auto? —preguntó a su novia.

Kathy forzó una sonrisa, sin conseguir borrar el miedo de su mirada. No era tan tonta. Podía notar lo enfermo que él estaba. Ilonka permaneció allí un momento sintiéndose una intrusa. Observó cómo los novios se abrazaban, cómo se besaban. Kathy tomó de la mano a Kevin y lo condujo hacia la puerta principal. Fue en ese momento cuando Ilonka quiso correr tras él y subir la cremallera de su abrigo hasta arriba y arreglarle la bufanda y decirle lo mucho que lo amaba, antes de preguntarle por qué no la amaba a ella y qué hacía con esa chica que no lo amaba a él. Pero en lugar de todo eso huyó de la sala de espera.

Unos minutos más tarde se encontraba en el extremo opuesto del Centro, en una habitación vacía que era pequeña y que podría haber sido la recámara de un bebé antes de que la mansión se transformara. Allí, las ventanas daban directamente al amplio jardín que conducía hasta el acantilado del océano. Las olas bramaban aquel día, la espuma salpicaba casi diez metros en el aire cada vez que el oleaje embestía contra las rocas. Tomados de la mano, Kathy y Kevin caminaron hacia el acantilado; el viento frío agitaba sus cabellos. Kevin se veía tan delgado que Ilonka pensó que podría salir volando.

—Si dejas que se moje, pescará una neumonía —dijo en un murmullo—. Y entonces, morirá y será tu culpa —luego añadió—: Perra.

—Ilonka —una voz sonó a sus espaldas.

Ilonka se giró. Era el doctor White, su benefactor; el jefe del lugar. El doc White tenía el nombre perfecto porque su cuidado bigote y su barba eran tan blancos como la primera nieve y sus redondos rasgos rosados lo hacían ver como un buen médico rural, si no es que el mismísimo Santa Claus. Nunca vestía de blanco, como la mayoría de los doctores, sino con trajes de lana oscura, grises y azules, y cuando salía, sombreros de tweed que hacían juego con el robusto bastón de madera que siempre lo acompañaba. Entró cojeando en la habitación, sin sombrero, pero con el bastón en la mano, y se sentó en un sillón colocado cerca de los pies de la cama, que ocupaba una buena parte de la estancia. Suspiró de alivio. Su pierna derecha sufría de una severa artritis. Se la había roto cuando era joven, le había contado, al huir de los toros en Pamplona. Se retiró los lentes de montura dorada y le indicó que se sentara en la cama. Su llegada la había sobresaltado y se preguntó si la habría escuchado insultando a Kathy. Se sentó.

—¿Cómo estás, Ilonka? —le preguntó.

El médico siempre era amable con ella y se desvivía por conseguir todo lo que la chica necesitaba. Con tantos pacientes bajo su cuidado, Ilonka no sabía por qué ella merecía tan esmerada atención especial, pero la agradecía. El día anterior, el doctor White le había traído una bolsa con libros de una librería de segunda mano desde Seattle. Sabía lo mucho que ella disfrutaba leer.

—Me siento muy bien —dijo, aunque tuvo que esforzarse para mantener su voz firme. Su dolor al ver a Kevin con Kathy seguía ardiendo en su interior, como un segundo cáncer—. ¿Cómo está usted, doctor White?

Dejó su bastón a un lado.

—Como siempre: contento de poder ayudarles a ustedes, los jóvenes, y frustrado por no poder ayudar más —soltó un nuevo suspiro—. Acabo de estar en el hospital estatal de Seattle, ahí conocí a una chica de tu edad que podría haberse beneficiado de estar aquí. Pero tuve que dejarla fuera porque ya no tenemos más sitio.

—¿Y esta habitación? —preguntó Ilonka.

—Habrá dos camas extra aquí para mañana por la mañana, y luego tres nuevos pacientes a los que ya les había prometido un lugar —se encogió de hombros—. Pero es un problema continuo. No quiero molestarte con esto —hizo una pausa y se aclaró la garganta—. Vine aquí a hablar contigo sobre la prueba que querías programar para mañana.

—Sí, ¿ya está programada?

—Está hecho. Pero me preguntaba si en verdad querías someterte a eso. Ya sabes que estas resonancias magnéticas son eternas y tienes que estar encerrada en esa caja estrecha.

Ilonka sintió un nudo en la garganta que acompañaba al agujero en su corazón. No estaba siendo un buen día.

—¿Sugiere que la prueba podría ser una pérdida de tiempo? En verdad me siento mejor. Creo que mis tumores están disminuyendo de tamaño, definitivamente. He estado tomando todas las hierbas que le pedí que me consiguiera: chaparral, trébol rojo, lapacho. Leí todo lo que pude sobre ellas. Funcionan en muchos casos, sobre todo en cánceres como el mío.

El doctor White dudó antes de hablar, pero sus ojos se mantuvieron firmes en el rostro de Ilonka. Estaba acostumbrado a tratar con casos difíciles y no se acobardaba cuando debía enfrentarse a ellos directamente. En realidad, estaba rompiendo el acuerdo fundamental de un centro de cuidados paliativos al solicitar pruebas adicionales. Un centro de cuidados paliativos era un lugar al que se iba a morir con la mayor comodidad y dignidad posibles. No era un hospital al que alguien ingresaba con la esperanza de recuperarse. Así se lo había explicado a Ilonka cuando la llevó a Rotterham.

—Pero, Ilonka… —dijo con suavidad— tu cáncer ya se había extendido por gran parte del abdomen antes de que comenzaras a tomarlas. Ahora, no estoy en contra de los tratamientos naturales, sé que en muchos casos han dado excelentes resultados, pero en esos casos, casi siempre ha sido cuando la enfermedad se encontraba en sus primeras etapas.

—Casi siempre —replicó ella—. No siempre.

—El cuerpo humano es el organismo más complejo de toda la creación. No siempre se comporta como esperamos. Sin embargo, creo que la prueba de mañana será una dificultad innecesaria para ti.

—¿Es muy cara la prueba? ¿Tendrá que pagarla usted con su dinero?

El doctor White hizo un gesto con la mano para desestimar eso.

—Yo estoy encantado de pagar cualquier cosa que te haga sentir mejor. El dinero no es un problema aquí. Tu bienestar lo es.

—Pero ¿cómo sabe que no estoy mejor? Sólo yo sé en verdad cómo me siento, y le digo que los tumores se han reducido.

El doctor White asintió.

—Muy bien, déjame examinarte.

—¿Ahora? ¿Aquí?

—Quiero hacer un examen general de tu zona abdominal. Antes de que llegaras aquí podía sentir los tumores con mis dedos. Quiero ver si todavía puedo sentirlos —el doctor White se puso de pie.

—Pero esto será un examen superficial. Necesitamos ver dentro de mí para saber qué está pasando realmente.

—Eso es verdad. Pero al menos tendremos una idea. Ven, Ilonka, veamos qué tenemos ahí.

Ilonka se recostó con cuidado sobre la cama. Los músculos de su abdomen habían perdido fuerza y le dolió cuando se movió. El doctor White examinó su vientre. Sus manos se sentían cálidas —como siempre, tenía el toque sanador—, pero su contacto la hizo ponerse rígida.

—No tan duro —pidió ella en un susurro.

—Apenas te toqué —respondió el médico.

Ilonka respiró con fuerza.

—Tiene razón, está bien. No duele tanto. Para nada, en realidad.

—Pero la zona está muy sensible —sus dedos palparon un poco más abajo, sobre sus cicatrices.

La habían operado tres veces y la última incisión todavía no había cicatrizado por completo. Sus dedos podrían haber rozado un nervio en carne viva.

—Sentí un tirón ahí el otro día, creo.

—Quiero presionar aquí abajo un poco… —sus manos estaban justo debajo de su última cicatriz.

Ilonka estaba sudando.

—¿Es necesario que haga esto?