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De la mano de la autora del gran éxito de ventas La librería perdida, llega una novela sugestiva, encantadora y repleta de secretos y misterios. En un tranquilo pueblo de Irlanda, un misterioso mito local está a punto de cambiarlo todo... Hace cien años, Anna, una joven campesina, se presta voluntaria para traducir historias de hadas del gaélico al inglés a un fascinante norteamericano que se en-cuentra visitando la zona. Pero no todo es lo que parece, y, muy pronto, Anna se ve envuelta en el corazón de un misterio que amenazará su forma de vida. En el Nueva York actual, Sarah Harper embarca en un avión con destino a la costa oeste de Irlanda. Una vez allí, descubre que ha desenterrado secretos oscuros, secretos que se sitúan en la fina línea que separa lo cotidiano de lo sobrenatural, lo visible de lo invisible. Con un gusto definido por lo mágico de la vida cotidiana, la última novela de Evie Woods está repleta de personajes comunes con historias extraordinarias que contar. Los lectores se han enamorado de El coleccionista de historias: «Si te gusta la ficción histórica y quieres aprender más sobre Irlanda y la historia de su folklore relacionado con las hadas, te recomiendo encarecidamente este libro». «Romántico y mágico, una aventura para disfrutar». «Bellamente pintada». «Una historia cautivadora que guardaré como un tesoro». «Un tesoro místico que rememora el poder del mundo de las hadas en Irlanda. Una historia fascinante narrada en dos líneas temporales distintas, donde el pasado se despliega y se extiende como una ola hacia el futuro». «El libro perfecto para leer una tarde de invierno delante de la chimenea». «Un delicioso relato sobre el amor, la pérdida y las historias mágicas».
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Seitenzahl: 460
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www.harpercollinsiberica.com
El coleccionista de historias
Título original: The story collector
© Evie Woods 2024
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© De la tradución del inglés, Isabel Murillo Fort
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Diseño de cubierta: Lucy Bennett/HarperCollinsPublishers Ltd
Imágenes de cubierta: © Laura Ranftlery /Arcangel Images (maletín); Shutterstock.com (resto de imágenes)
I.S.B.N.: 9788419809667
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Cita
Thornwood House
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 24
Agradecimientos
El bosque es hermoso, oscuro y profundo,
pero tengo promesas que cumplir,
y millas que recorrer antes de dormir,
y millas que recorrer antes de dormir.
ROBERT FROST
El lugar donde ahora se erige Thornwood House fue en su día un antiguo bosque. Cuentan que cuando lord Hawley adquirió la finca en 1882, a modo de regalo de boda para su esposa, ordenó limpiar toda la zona antes de iniciar las obras de construcción. Pero en medio de la inmensa parcela crecía un viejo y nudoso espino blanco, el árbol de las hadas, y se decía que la desgracia caería sobre aquel que osara tan siquiera raspar la retorcida corteza. Una vidente del pueblo alertó al señor de no tocarlo; afirmaba que la Gente Buena se vengaría de cualquiera que tratara de alterar su morada.
Sin embargo, lord Hawley era un hombre culto, oriundo de Surrey, Inglaterra, y no quería ni oír hablar de las supersticiones locales. Encargó la elaboración de los planos de la mansión y ofreció un jornal generoso a los hombres que llevarían a cabo los trabajos. En cambio, los lugareños siguieron negándose a participar en la obra y Hawley se vio obligado a contratar gente de su lugar de origen para talar el árbol. La vidente predijo desgracias sin fin, aunque, durante los primeros años, todo en Thornwood House funcionó a la perfección.
Cuando ladyHawley quedó embarazada de gemelos, cayó gravemente enferma y se temió incluso por su vida. Por suerte, tanto ella como los bebés sobrevivieron; el verdadero horror estaba aún por llegar.
Pocas semanas después de dar a luz, la señora de la casa empezó a comportarse de un modo muy extraño e insistió en que los niños no eran suyos. Mandaron llamar a un médico y comenzó a correr el rumor de que la mujer sufría de histeria.
La vidente, no obstante, sabía que lo que se había debilitado no era precisamente la cabeza de lady Hawley. Porque, cuando una madre no reconocía a su propio hijo, solo podía significar una cosa: un niño cambiado por otro. La Gente Buena se había vengado por fin, apoderándose de los niños humanos y sustituyéndolos por almas malvadas y enfermizas. De no fallecer de inmediato, acabarían convirtiéndose en individuos nocivos y destructivos que sembrarían amargura y odio allá donde fueran.
Antes de que los gemelos Hawley cumplieran su primer año, lady Hawley se arrojó al vacío desde la ventana más alta de Thornwood House.
Nueva York
25 de diciembre de 2010
De no haber sido por aquella vulgar ovejita de cerámica que encontró en la tienda de regalos, Sarah nunca habría oído hablar de Thornwood, y mucho menos se habría subido a un avión para poner rumbo a Irlanda con el objetivo de pasar las Navidades allí.
—¿Tienes todo lo que necesitas? —le preguntó finalmente Jack, después de pasarse una hora observando en silencio cómo ella acababa de recoger todas sus posesiones materiales.
—Umm…, sí, creo que ya está todo —respondió Sarah; miraba a su alrededor y asimilaba todos los espacios vacíos que estaba dejando.
La mayoría de sus pertenencias ya estaban recogidas y en estado de hibernación dentro de cajas, en un trastero de alquiler de Massachusetts.
—Al menos, ahora te cabrá aquí esa mesa de billar que siempre has querido —añadió ella; intentó hablar en tono animado, pero se arrepintió de ello en el instante en que oyó el timbre de su voz—. Lo siento, no era mi intención…
—No pasa nada —repuso él, que le tocó levemente el brazo y le ofreció una media sonrisa—. Yo tampoco sé qué decir, pero no es necesario que finjas, Sarah.
Lo más fácil habría sido dejarse caer entre sus brazos y enterrar el dolor en algún lugar donde ninguno de los dos pudiera encontrarlo, aunque eso ya lo había intentado; dos años después seguía sin funcionar. Vivían en una casa de necesidades no expresadas y emociones reprimidas.
—¿Estás segura de que quieres irte hoy? Al fin y al cabo, estamos en Navidad —dijo él, y miró el deslucido árbol que parpadeaba con optimismo en una esquina—. Podrías esperar hasta Año Nuevo y…
—¿Y qué diferencia habría? Solo estaríamos retrasando lo inevitable. Tengo que irme ahora o no lo haré nunca. Además, tu familia está esperándote para el gran Natale Zaparelli, de modo que será mejor que vayas también moviéndote.
Jack exhaló un largo suspiro de agotamiento y hundió las manos en los bolsillos. Sarah se preguntó con amargura qué le molestaría más: si su ausencia en las festividades navideñas de la familia Zaparelli o tener que dar explicaciones sobre lo sucedido.
—Ojalá esto no tuviera que acabar así —reconoció Jack, luego cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra. No sabía dónde ponerse y al final, como un objeto no deseado de su galería, se apoyó en la pared que encontró más cerca.
—Venga, Jack, hacer esto me está exigiendo todas las fuerzas que me quedan. Por favor te lo pido, no te pongas sentimental conmigo ahora o me derrumbaré —dijo Sarah, cogiendo el bolso y el abrigo.
—De acuerdo, ¡anda, lárgate de una vez, mujer, y no cierres de un portazo al salir! ¿Mejor así? —preguntó con una media sonrisa.
—Mucho mejor. —Sarah lo abrazó, brevemente pero con fuerza, y dio media vuelta, arrastrando tras ella su maleta—. Te llamaré para avisarte de que he llegado bien —añadió, a modo de despedida.
—Mejor quizá que me mandes solo un mensaje de texto —dijo Jack, y, casi en un susurro, agregó—: No me fío de mí y temo ponerme a suplicarte que vuelvas si oigo tu voz.
En el aeropuerto de Newark reinaba un ambiente de normalidad, aunque se percibía un tibio matiz festivo. Le recordó a Sarah la Navidad que había pasado de pequeña en el hospital después de ser intervenida de apendicitis. La decoración añeja solo había servido para recordarle dónde le habría gustado estar pero no estaba, y ahora, en el aeropuerto, la sensación era la misma. ¿Adónde irían tantos pasajeros? ¿Estarían todos dejando atrás a sus parejas? Supuso que, en su mayoría, sería gente que no festejaba la Navidad. ¿Sucedería lo mismo cada año, mientras ella estaba ocupada con el relleno del pavo y daba ingenuamente por sentado que todo el mundo seguía las mismas tradiciones?
Imaginó que su hermana, Meghan, estaría sirviendo en esos momentos su famoso pudin de Navidad. Le habría gustado no fastidiarle la fiesta a nadie, aunque no siempre se podía elegir el momento ideal de una ruptura matrimonial. Después de tres años de matrimonio, tenía muy poco de lo que alardear. Más bien al contrario, podría decirse que, desde que había conocido a Jack, su vida se había encogido. Su única opción era volver a vivir con sus padres o instalarse en la habitación de invitados de su hermana. Lo cual no era opción, en realidad: hija fallida o hermana fallida. Meghan era el menor de dos males.
Para matar el tiempo, Sarah se paseó por las tiendas de regalos, confiando en distraerse de los pensamientos recurrentes sobre qué estaría haciendo Jack en cada momento. Se hacía el valiente, como ella, aunque estaba segura de que debía de sentirse igual de perdido. En su caso, al menos, tenía la posibilidad de regresar a Boston y alejarse de las cosas conocidas y cotidianas que constantemente podían traerle recuerdos de la vida que habían compartido. Segura de que su ciudad natal funcionaría a modo de reconstituyente, había reservado el vuelo como si de un ave migratoria se tratara.
Volvió a la realidad y vio que estaba delante de un aparador con ovejitas de cerámica, de distintos tamaños y formas. Debía de llevar un buen rato mirándolas, puesto que vio de reojo que se acercaba la vendedora, oliendo la posibilidad de una venta.
—Son una monada, ¿a que sí? —dijo la chica. Iba muy maquillada y llevaba un aro en la nariz.
—Sí, supongo que sí, siempre y cuando te gusten las ovejas —respondió Sarah, sin ánimo de ofender a la chica—. ¿Qué tienda es esta?
—La tienda de regalos de la Isla Esmeralda. Con la tarjeta de embarque de Aer Lingus, ofrecemos un diez por ciento de descuento —añadió, como si aquel detalle fuera a influir en su decisión—. ¿A qué zona de Irlanda viaja?
—Oh, no, no voy a Irlanda. Simplemente vuelvo a casa, a Boston —explicó Sarah, interrumpiendo la perorata de la vendedora.
Le constaba que en su árbol genealógico había algo de sangre irlandesa (lo cual no era ninguna novedad en Boston), y se había hecho la promesa de que, si conseguía dinero suficiente para ello, visitaría aquel lugar algún día. La luna de miel le había parecido la oportunidad perfecta; sin embargo, Jack había argumentado que dos semanas en las Maldivas era mucho más romántico que pasarse los días temblando en la húmeda y deprimente campiña irlandesa. Tal vez tuviera razón, pero el misticismo y el encanto de los castillos de cuentos de hadas cuyas imágenes tenía guardadas en el teléfono la llamaban mil veces más que las cristalinas aguas de color turquesa.
La chica volvió a sentarse detrás del mostrador y empezó a entretenerse verificando la elasticidad de su chicle. Recordando el día que era, Sarah sintió lástima por ella y decidió comprarle una ovejita con cara de sorpresa y un periódico irlandés. Prácticamente ni se había dado cuenta de que llevaba también bajo el brazo una botella pequeña de whisky.
—Gracias, señora, y feliz Navidad. —La chica sonrió, le entregó la bolsa con las compras y Sarah se encaminó hacia las puertas de embarque.
Compró un café en vaso desechable y tomó asiento a cierta distancia de los demás pasajeros, junto a la cristalera, desde donde podía ver el repostaje y preparación de los aviones. Había empezado a nevar un poco y los copos iluminados por las luces del aeropuerto parecían pepitas de oro bailando en el aire. Sarah comprobó la pantalla y vio que su avión llevaba dos horas de retraso. Abrió el tapón de rosca de la botella y vertió una cantidad generosa de whisky en el vaso de papel. Una medida medicinal. El café estaba amargo, aunque combinado con el whisky aportó a su torrente sanguíneo un calor reconfortante. Todo era muy surrealista. Saber que ibas a dejar a tu marido y materializar tu idea marchándote eran dos cosas muy distintas. Sus emociones empezaban justo ahora a ponerse al día con la realidad de la situación. Volvió a desenroscar el tapón y llenó de nuevo el vaso.
Desde que se produjo la «Gran Desgracia», como se refería ahora al asunto, dormía poquísimo. Por alguna razón, le resultaba más fácil referirse a ello con este término, quizá porque contenía los sentimientos que era incapaz de sacar a la luz. Acostarse cada noche era como comprar un billete de lotería; a veces ganaba y conseguía conciliar unas pocas horas de sueño. Otras, cada vez más frecuentes, se despertaba presa de un pánico ciego y le costaba respirar.
«Sufres un trastorno de ansiedad», le había diagnosticado su doctora, que, como siempre, iba perfectamente peinada y calzaba unos poco apropiados zapatos de tacón alto. Y mientras la explicación de la doctora pasaba prácticamente de largo por encima de ella, Sarah se preguntó cómo iba a ser capaz aquella mujer de atender una urgencia con semejantes tacones. Ponerle nombre no ayudaba a mejorar las cosas. La doctora le ofreció pastillas, y Sarah las rechazó. Jack tuvo mucho que decir al respecto. Jack siempre tenía mucho que decir sobre cualquier cosa y a menudo ahogaba cualquier idea propia que Sarah aspirara a tener. La doctora le aconsejó también que dejara de beber. Esa parte no se la contó a su marido; además, de un modo u otro, había conseguido autoconvencerse de que aquello no era más que un consejo genérico y que en realidad no se correspondía a su caso. Sabía que, si conseguía estar sola una temporada, su estado mejoraría por sí solo. Pero en Boston no estaría sola. De pronto empezó a comprender que el precio a pagar por el apoyo familiar sería una mayor interferencia en su vida. Más tópicos bienintencionados por parte de gente decidida a «arreglarla».
—Otro café, por favor —pidió Sarah, después de acercarse al mostrador de Dunkin’ Donuts.
Intentó no mirar al empleado a los ojos, segura de que habría notado que olía a whisky. Tampoco era que le importara, puesto que tenía más que de sobra la edad legal. Sin embargo, la embargaba un sentimiento de culpa que era incapaz de explicar. No estaba bebiendo por diversión ni porque le diera miedo volar. Sino que intentaba olvidar. Revolvió el interior de la bolsa con las compras y encontró el periódico irlandés. Lo sacó, solo para tener algo con lo que entretenerse, y una foto de la contraportada le llamó la atención. Era la imagen de un espino precioso, repleto de minúsculas flores blancas, totalmente solitario al lado de una concurrida carretera del condado de Clare, en Irlanda. El titular rezaba: EL ÁRBOL DE LAS HADAS QUE MOVIÓ UNA AUTOPISTA.
—¿Cómo? —dijo Sarah en voz alta, e inclinó la cabeza para enfocar las palabras.
El Consejo del condado de Clare ha cedido finalmente a la presión local y ha modificado el trazado propuesto para una importante autopista actualmente en construcción, todo ello con el objetivo de proteger un espino blanco muy especial. Ned Delaney, folclorista y escritor local, presentó una demanda en la que argumentaba que el espino blanco era «un importante lugar de encuentro para las hadas de Connacht y de Munster». Delaney, conocido localmente como «el hombre que susurra a las hadas», insistía en que talar el árbol «irritaría» a la gente pequeña y desencadenaría desgracias indecibles a los usuarios de la carretera.
Sarah se sintió como si de repente estuviera de nuevo en la camioneta de su padre, cuando era una adolescente, recorriendo la campiña para ir a recoger leña al bosque. Su padre era un poco hippie, un «abrazador de árboles», decían sus vecinos, y le inculcó un gran respeto por la naturaleza. La dejaba conducir por las carreteras más tranquilas y la experiencia resultaba siempre liberadora: solos los dos, con la carretera por delante y los árboles flanqueando el camino. Pasaban horas juntos en su taller construyendo casitas para pájaros increíblemente retorcidas, organizadores de escritorio y cualquier otra cosa que pudiera crearse a partir de un trozo de madera y unos cuantos clavos oxidados. Siempre la animaba, e incluso consiguió que empezara a dibujar planos en papel para proyectos más sofisticados, como percheros y estanterías. Fue gracias a aquellos primeros tiempos en el taller de su padre por lo que Sarah había decidido finalmente matricularse en la universidad y estudiar Arte. Había tenido grandes esperanzas cuando se graduó, pero Nueva York no salió exactamente tal y como había planeado. Sus raíces de clase trabajadora siempre la habían hecho sentirse como una intrusa en las galerías de arte neoyorquinas, aunque ahora tenía la sensación de que tampoco pertenecía ya a la que fuera su casa. Se le revolvió el estómago solo de pensar en instalarse en la habitación de invitados de su hermana. Volcó de nuevo su atención en el periódico.
Los lugareños se mostraban reacios a reconocer que creyeran en las hadas, pero una vecina de la zona resumió a la perfección el sentimiento generalizado cuando dijo: «Es mejor estar a salvo que tener que lamentarlo luego».
Sarah parpadeó y sacudió la cabeza. ¿Podía ser posible una cosa así en esta época? Le dio la vuelta al periódico y verificó que fuese realmente un periódico de verdad y no algún tipo de broma. Entonces, empezó a sonreír para sus adentros y pensó de nuevo en su padre y en la gracia que le habría hecho leer algo así. Su madre, por otro lado, no tenía tiempo para aquel tipo de trivialidades. Su madre y su hermana Meghan eran las prácticas, y Sarah y su padre eran los soñadores. O Sarah solía serlo, mejor dicho. Después de la Gran Desgracia, era como si se hubiera quedado totalmente sin magia. Quizá Irlanda fuera el lugar donde encontrarla de nuevo.
Miró en dirección al pasillo desde la mesita de Dunkin’ Donuts detrás de la cual estaba sentada y cayó en la cuenta de que se había alejado bastante de su puerta de embarque. De hecho, estaba justo enfrente de la puerta de salida de Aer Lingus, encima de la cual la pantalla anunciaba el vuelo EI401 con destino a Shannon. Un anuncio en la pared contigua mostraba la impactante imagen de los acantilados de Moher, alzándose majestuosos sobre el salvaje océano Atlántico, y subrayados por el eslogan: «Irlanda: la tierra de las mil bienvenidas».
Dentro de Sarah se removió alguna cosa y se asentó al instante. Había tomado la decisión. La había tomado en el momento en que había visto aquella ovejita tonta.
Sarah se despertó sobresaltada cuando el avión tocó tierra. Miró por la ventanilla, incapaz de adivinar si era de noche o de día, puesto que una lluvia torrencial azotaba el cristal con ráfagas tan persistentes que era imposible vislumbrar el exterior.
—Tiene suerte de haber dormido todo el rato —le dijo casi al oído una voz con acento irlandés.
Sarah se volvió y vio que su vecina de asiento le sonreía con amabilidad y se disponía a recoger lo que parecía una aguja de ganchillo y una gran madeja de lana.
—Me he saltado incluso varios puntos, se lo confieso —le reveló la mujer—. Creía que el viento nos haría estrellarnos, pero usted ha dormido todo el viaje. Puede considerarse afortunada, la verdad.
Sarah intentó recuperar la compostura y secar con disimulo cualquier baba que le ensuciara la cara. Se sentía completamente deshidratada y como si le hubieran taladrado las sienes.
—Siento mucho no haber sido una gran compañía —dijo; se aplanó su díscolo pelo e intentó recuperar lo que tendría que ser una lisa melenita corta.
—Oh, no se preocupe. Es evidente que necesitaba usted descansar; además, mi labor siempre me hace compañía. Por cierto —añadió la mujer, sumergiendo la mano en la bolsa—, ¡feliz Navidad! —Sacó un gorrito—. He tejido ocho durante el vuelo.
Era un gorro de lana exquisitamente tricotado en lana de un encantador tono cereza. Se lo entregó a Sarah.
—Lo dirá en broma. ¿De verdad que ha estado tricotando gorros todo este rato?
—Oh, no puedo ir a ningún lado sin mi ganchillo. Me ayuda a mantenerme tranquila, y Dios sabe bien lo mucho que aborrezco volar. Con el ganchillo el tiempo pasa mejor.
Sarah se probó el gorro y le quedaba perfecto.
—Muchas gracias, muy amable por su parte.
Sarah comprendió que ya no estaba en Nueva York. Allí la gente ni siquiera te miraba a los ojos y mucho menos te ofrecía regalos hechos a mano.
—Mire, mi cuñado vendrá a recogerme, de modo que si necesita que la acerquemos a algún lado… —dijo Sarah, sintiéndose caritativa y contagiada por el espíritu navideño.
—No, para nada. Tengo un autobús que me lleva directa desde Shannon hasta Ennis, así que ningún problema, querida —contestó la mujer.
Sarah no entendió lo que le estaba diciendo aquella mujer. Ni Shannon ni Ennis le sonaban de nada. Debía de ser de otro estado. Pero en vez de enfrascarse en una discusión innecesaria, Sarah se limitó a asentir con educación y a buscar algún pañuelo de papel en el bolso.
El piloto anunció entonces que eran las seis cuarenta y cinco de la mañana, hora local, y que la temperatura era de tres grados Celsius (ni idea de lo que suponía eso en Fahrenheit).
Curiosamente, mencionó también alguna cosa sobre Shannon.
—¡Mierda! —exclamó.
—No se preocupe, querida, no creo que haga mucho más frío que en Nueva York —le aseguró la mujer.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sarah, casi sin aliento, y cogió del brazo a su compañera de asiento.
—¿Qué? Estamos en Irlanda, querida. Ya se lo he dicho: ha dormido todo el viaje.
Sarah experimentó aquella sensación de náuseas que tan familiar empezaba a resultarle. Un sudor frío luego, como si uno de esos caramelos que explotan le burbujeara en la sangre. Comenzó a recordar: la ovejita, el whisky, el logotipo de un trébol verde en el avión. ¿Y algo relacionado con un árbol?
—No estamos en Boston, ¿verdad?
—¿No lo recuerda, querida? Imagino que estaba usted un poquitín perjudicada. Creo que la azafata la dejó pasar simplemente para que se callase.
—Dios.
Sarah cerró los ojos y se esforzó por intentar abrir la cerradura que daba acceso a sus recuerdos perdidos. Se acordó de que había estado riendo sin parar, diciéndole «Buenos días nos dé Dios» a todo el mundo, pero eso era todo.
—¿Y cómo conseguí el billete? —se preguntó; sacudía la cabeza, sin conseguir recuperar más recuerdos.
—Me contó que estaba en lista de espera. E imagino que estarían encantados de poder llenar más asientos, ¿no? Ya ve que el vuelo va medio vacío.
La mujer estaba recogiendo su labor y disponiéndose a llevarse con ella toda información valiosa.
Sarah miró de nuevo por la ventanilla y lo único que alcanzó a ver fueron las luces borrosas del aeropuerto al otro lado de la cortina de lluvia. Aquello no era Logan International, eso estaba claro. Sacó el teléfono móvil del bolso, lo encendió y marcó rápidamente el número de Meghan.
—Lo siento mucho, Meghan —empezó diciendo, arrepentida.
—¡Y qué menos! Anoche, el pobre Greg estuvo horas esperándote en el aeropuerto. ¡El día de Navidad, Sarah! ¿Qué demonios te ha pasado? ¿Has recibido mis mensajes? ¿Vas a seguir con Jack?
El avión se detuvo por fin y los pasajeros empezaron a desabrocharse los cinturones y a abrir los compartimentos superiores. Sarah cerró la mano por encima del teléfono para bloquear el ruido.
—No, es que… —Sarah dudó. Sabía que lo mínimo que le debía a su hermana era una explicación, pero le daba vergüenza reconocer lo que había hecho—. No estoy en Nueva York —fue lo que logró decir finalmente.
—¡Bueno, pero tampoco estás en Boston! —le espetó Meghan.
Entretanto, la mujer de los gorritos se había incorporado ya a la cola de pasajeros que se disponía a abandonar el avión y levantó el pulgar para despedirse de Sarah y transmitirle su apoyo. Era evidente que tenía más fe en Sarah que Sarah en sí misma.
—Mira, Meghan, tenía que irme, de verdad. Creo que me iría bien estar sola una temporada, intentar solucionar las cosas en mi propio espacio. —Lo que acababa de decir sonaba bien, se convenció Sarah; parecía un plan coherente.
—Pues habría estado bien que hubieras pensado en todo eso antes de tenerme toda la Nochebuena preparándote la habitación, luego, medio día de Navidad llamando a la compañía aérea. ¿Cómo has podido ser tan desconsiderada? No es típico de ti —se quejó Meghan.
—Sí, tienes razón. Me lo merezco. Simplemente… actué por impulso. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo hasta que me subí al avión, me quedé dormida y…
—¿Así que te subiste a un avión? ¿Con qué destino?
—Oh… Bueno… Estoy en Irlanda. —La línea se quedó en silencio—. Si te hace sentir mejor, te diré que me parece que he llegado en pleno huracán —añadió; miraba una manga de viento que se mantenía obstinadamente en horizontal.
—Pero ¿qué estás haciendo, Sarah? —fue la réplica contenida de su hermana.
—Esto es solo una teoría, pero imagino que estoy inmersa en una crisis de mediana edad.
—No tiene ninguna gracia.
—En eso sí que no estoy de acuerdo. Es la primera cosa realmente divertida que me ha pasado en los últimos dos años. De hecho, es para morirse de risa. Acabo de llegar a un país del que no sé nada y donde no conozco a nadie, además es Navidad, por el amor de Dios. No tengo ni idea de adónde voy, ni de qué voy a hacer, de nada…
De pronto, Sarah se dio cuenta de que había una azafata de pie al lado de su asiento, sonriéndole débilmente. Sarah se levantó y vio que el avión estaba completamente vacío, excepto ella y la tripulación.
—Oye, Meghan, tengo que desembarcar. Te llamó en cuanto me haya instalado.
—¿Instalado dónde? —gritó Meghan, exasperada.
—En Irlanda, claro.
—¿Te refieres a que ni siquiera sabes en qué parte de Irlanda estás? —preguntó Meghan en tono agudo y acusador.
—Lo siento, se corta… —Desconectó entonces de la voz de su hermana, que seguía diciéndole lo preocupados que estaban por ella. Al instante supo que había hecho lo correcto.
En la terminal, arrastró su solitaria maleta de color azul celeste por los pasillos. Había metido el resto de sus pertenencias en una furgoneta que seguramente estaría llegando a casa de Meghan a aquellas horas.
—¿Qué estoy haciendo? —murmuró.
El lugar se encontraba desierto, aparte de un par de hombres de aspecto cansado vestidos con chaquetas reflectantes que estaban de pie junto al mostrador de aduanas.
—¿Algo que declarar, señora? —preguntó el más alto con voz de barítono.
A Sarah no se le ocurrió que tuviese alguna cosa que declarar, excepto que ahora era oficialmente una sintecho, de modo que decidió mantener la boca cerrada. Cuando se abrieron las puertas de acceso al vestíbulo de llegadas, sintió la decepción como un puñetazo en el estómago. Aunque no esperaba que fueran a recibirla, la tristeza de saber que a nadie le importaba que estuviera o no allí seguía doliendo. «¿Qué tipo de bicho raro viaja sola al extranjero por Navidad?», se preguntó con amargura. Pero no le quedaba otro remedio que seguir adelante. Un hotelito agradable, un baño bien caliente y una cena reconfortante conseguirían que todo le pareciese mejor, se aseguró.
Una vez fuera, se peleó con el abrigo para abrochárselo contra el viento y se caló hasta las orejas su gorrito nuevo. Cruzó volando el aparcamiento y entró en la recepción del hotel del aeropuerto. Se sintió aliviada al ver que un señor alto, de aspecto distinguido y con una agilidad digna de Fred Astaire aparecía enseguida para darle la bienvenida.
—Bienvenida al Shannon Airport Hotel. ¿En qué puedo ayudarla? —le soltó, con una facilidad ensayada.
—Hola, Marcus —respondió Sarah, después de leer la chapa que el hombre llevaba prendida—. Necesito una habitación para esta noche, por favor, y si pudiera decirme también dónde puedo desayunar algo, sería estupendo.
—Oooh —dijo el recepcionista, aspirando el aire entre los dientes—, por desgracia, no nos quedan habitaciones libres para esta noche, pero sí puedo ofrecerle una doble para mañana.
—Lo dirá en broma, ¿no? ¿Cómo pueden estar completos si esto parece una ciudad fantasma?
—Oh, no, no es que estemos completos, pero hemos tenido un pequeño problema de fontanería en dos de las plantas y nos hemos visto obligados a cerrar la mayoría de las habitaciones hasta que se solucione —explicó el recepcionista.
Sarah se derrumbó en una de las butacas tapizadas en cuero colocadas de cara a la zona de aparcamiento exterior. A pesar de haber dormido durante la práctica totalidad del vuelo, se sentía emocionalmente devastada. Emocionalmente devastada y con una resaca galopante.
—Normalmente no… —se interrumpió.
—Claro, es culpa de esta época del año, nos hace sentir a todos un poco raros, ¿verdad? —El hombre salió de detrás del mostrador de recepción e hizo una valoración rápida de la situación—: Venga, sígame.
—¿Qué? ¿Adónde?
Sin embargo, Marcus había empezado a cruzar el vestíbulo a grandes zancadas en dirección a una puerta identificada con un rótulo donde podía leerse «Comedor».
Una vez instalada en una mesa, delante de un plato con beicon, salchichas, huevos y pan de soda, Sarah pudo relajarse un poco. El recepcionista se le sumó después de llegar con una bandeja con una tetera y dos tazas.
—Marcus O'Brien, a su servicio —dijo, presentándose formalmente.
—Sarah Harper —replicó Sarah, tendiéndole la mano—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Es Navidad y estamos en servicios mínimos —respondió Marcus mientras llenaba las tazas con un líquido negro como el alquitrán—. ¿Qué le trae por el Banner el día de San Esteban?
—¿El Banner? —repitió Sarah. ¿Y qué pasaba con San Esteban?, se preguntó, entendiendo que estaba empezando a vivir un choque cultural.
—Oh, no es más que una forma de denominar esta zona. ¡Arriba el Banner! —exclamó el hombre, agitando sus brazos larguiruchos—. No tiene importancia —añadió, al ver la cara que ponía Sarah de no entender nada.
—¿Me creería si le dijera que lo que me ha traído hasta aquí fue un artículo sobre un árbol de las hadas que leí en un periódico?
—El espino blanco, por supuesto. ¿Es usted periodista?
Estupendo, pensó Sarah. Aquel hombre la creía. Ya tenía su tapadera. Cualquier cosa siempre era mejor que la verdad.
—No exactamente. Todo esto está delicioso, por cierto. Nunca había comido algo así en casa —dijo Sarah, untando con mantequilla el pan de soda que, además, parecía estar curándole la resaca como por arte de magia.
—¡Si no podemos servir aquí un buen desayuno irlandés, apaga y vámonos! —Entonces, se excusó con una cortesía eficiente y se marchó para ocuparse de los asuntos del hotel; mientras circulaba entre las mesas, fue pasando el dedo por las superficies para comprobar si había algún rastro de polvo.
Sarah dedicó un momento a poner en orden sus pensamientos, que básicamente consistían en lo aliviada que se sentía por haberse cruzado en su camino con un hombre como Marcus. A veces, lo único que una necesitaba era que la cuidaran un poco, sobre todo después de haberse pasado la noche bebiendo whisky y de haber comprado un pasaje de avión con destino a Irlanda. Estaba empezando a pensar que, tal vez, su atrevida decisión no había sido tan mala idea. Pasaría un par de semanas disfrutando de unas vacaciones solo para ella, saborearía aquel país y su gente (si todo el mundo era como Marcus) y volvería a casa con las ideas claras.
—Está usted de suerte. —Marcus entró de nuevo en el comedor—. Le he encontrado el lugar perfecto para alojarse en el pueblo —anunció, y se frotó las manos.
—¿El pueblo? —Sarah se preguntó si se referiría al Village, el barrio de Nueva York, o a su versión irlandesa.
—Thornwood. Está solo a veinte minutos en coche. Es lo que en mi sector denominaríamos «un hogar lejos del hogar».
Sarah esbozó una sonrisa. Un hogar lejos del hogar era justo lo que necesitaba en aquel momento.
Después, mientras circulaban por un paisaje de muretes de piedra y campos verdes, Sarah no pudo evitar una sonrisilla al ver que Marcus se había puesto unos guantes de piel para conducir. Todo lo que hacía aquel hombre era de lo más pulcro y correcto.
—De verdad que no era necesario que me acompañara en coche. Podría haber pedido un taxi —dijo Sarah mientras trazaban una rotonda.
—No es ninguna molestia. A menudo les enviamos huéspedes cuando el hotel está completo. Es un pueblo pequeño, pero también un lugar popular entre los turistas, de modo que los tenemos entretenidos. ¿Y ha dicho usted que era de Boston? —preguntó Marcus, cambiando la marcha con tremenda facilidad.
—Sí, aunque llevo un par de años viviendo en Manhattan con mi… —Se interrumpió cuando su cabeza se llenó de repente de recuerdos—. Con mi marido, Jack.
Marcus O'Brien no había estado los últimos treinta y pico años de su vida trabajando como director de hotel para no aprender nada. Desvió elegantemente la conversación hacia aguas menos turbulentas y conversó con facilidad sobre todo tipo de temas. Sarah se quedó maravillada ante la capacidad de aquel hombre de mantener por sí solo una conversación entera sin necesidad de que ella aportara apenas nada.
Él no había exagerado con respecto a la distancia que los separaba de Thornwood, ni tampoco sobre el tamaño del pueblo. Después de que el coche cruzara un puente lleno de baches, Sarah comprobó con asombro que «el pueblo» era simplemente un grupo de casas, una tienda y un pub, con una pintoresca iglesia que dominaba el río. En lugar de postes de alumbrado, el pueblo estaba iluminado con farolas antiguas de hierro colado, decoradas para Navidad con lazos rojos. El lugar estaba perfectamente conservado y cuidado, con fachadas pintadas en colores vibrantes y jardineras rebosantes de plantas de hoja perenne.
—Tengo que reconocerlo, Marcus, es un pueblecito encantador —dijo Sarah por fin.
—Nos sentimos muy orgullosos de este lugar, la verdad. Formamos parte de la iniciativa TidyTowns, para mantener nuestros pueblos bonitos y cuidados, y el comité que se ocupa del tema funciona de maravilla —contestó Marcus.
—Deje que lo adivine, ¿es usted por casualidad el presidente? —preguntó Sarah, bromeando.
—El vicepresidente, y le tengo puesto el ojo al premio anual que conceden —dijo Marcus, dándose unos golpecitos en la nariz—. Ya hemos llegado —anunció cuando estuvieron delante de una bonita casa de piedra flanqueada por dos laureles adornados con lucecitas de Navidad—. No es un hotel, pero confío en que sea usted una persona de mentalidad abierta.
—Parece un lugar encantador. ¿Es un hostal?
—Oh, no, no se alojará aquí, no. El que vive aquí es el propietario —le explicó Marcus.
—¿El propietario?
En aquel lugar daba la impresión de que nada era directo. Tenías que ir de A hasta C para llegar a B, que probablemente tampoco era el lugar que estabas buscando.
—Sí, el señor Sweeney, que es el que alquila una casita que está al final de la calle, una verdadera joya —respondió Marcus, estudiando su reacción.
—Suena… muy… ¡auténtico! —observó Sarah y cruzó los dedos para que hubiera agua caliente.
—Oh, sí, lo es. Una casita repleta de detalles de sus orígenes.
Lo cual sonaba a un eufemismo de fría y húmeda, pero Sarah disimuló sus reservas.
Marcus insistió en acompañarla hasta la puerta, que estaba adornada con una corona preciosa. Detrás de la ventana se veía un árbol de Navidad con las luces encendidas, y Sarah confió en no estar molestando a aquella gente. De pronto, en la cristalera de colores del lateral de la puerta se perfiló la silueta de una persona y les abrió un hombre imponente de pelo canoso, con la cara colorada y una nariz importante.
—Marcus —dijo, tendiéndole la mano.
—Hola, Brian, ¿qué tal va todo? —preguntó Marcus, y antes de que al hombre le diera tiempo a responder, continuó hablando—: Todos sabemos lo bien que cuidas de nosotros, aunque te avisemos con poca antelación —dijo, tocándole el brazo a Sarah—.No te molestaré mucho, ¡no se trata de que se te llene esto de gente!
Mientras Sarah le estrechaba la mano al señor Sweeney, Marcus sacó la maleta del maletero e insistió en que ninguno de sus huéspedes cargaba jamás con el equipaje estando él presente.
—Estará bien, ¿verdad? —preguntó, como si se estuviera dirigiendo a un niño—. Sí, por supuesto que sí —continuó, respondiendo a su propia pregunta.
Y de forma casi repentina, la fuerza vital que personificaba Marcus desapareció calle abajo, dejando a Sarah y al hombre que acababan de presentarle sumidos en un silencio incómodo.
—Iré a buscar las llaves —dijo el señor Sweeney, que carecía por completo de la vitalidad de su coterráneo.
—Siento interrumpirle la Navidad.
—Tranquila, ya se ha acabado —replicó el señor Sweeney de manera muy práctica—. No está muy lejos, pero dudo que le apetezca arrastrar la maleta por una vieja callejuela.
Brian Sweeney era el polo opuesto de Marcus. Era un hombre tranquilo y pausado, que utilizaba con parquedad las palabras. Su carácter reservado hacía que cualquier intento de charla trivial se presentara como un auténtico reto.
Tomaron asiento en un todoterreno de aspecto decrépito y con restos de barro y estiércol apelmazados en los laterales. Tras unos inicios titubeantes, el motor accedió por fin a arrancar y emprendieron la marcha calle abajo, pasaron por delante de la iglesia y cruzaron de nuevo el puente bacheado. Al poco, la calle se bifurcaba y el hombre le indicó que girarían a la izquierda, por el camino más estrecho.
—¿Es de una sola dirección? —preguntó Sarah, lo que le valió una sentida carcajada por parte de su chófer.
No había ningún tipo de señal o indicación, sino simplemente una cresta de asfalto apenas visible que, con los años, había formado una especie de columna vertebral en la parte central de la calzada. Como un animal prehistórico, dormido por el momento.
—No lo dirá en serio, ¿cómo quiere que quepan dos coches en este camino?
—¡Es que no caben! Uno de los dos tiene que dar marcha atrás hasta llegar a una zona de estacionamiento o al acceso a un campo de cultivo —le explicó el señor Sweeney, asegurándole a Sarah que era una situación de lo más normal en la campiña.
La calefacción del vehículo expulsaba aire caliente a raudales y Sarah empezó a adormilarse y sentirse algo mareada. A pesar del sol, todo el entorno seguía brillando envuelto en un leve susurro de escarcha. A la izquierda había una extensa zona boscosa, y por encima de las coníferas asomaba la cumbre de una montaña.
—¿Qué es eso de allá arriba? —Sarah señaló la verde ladera.
—Cnoc na Sí —respondió el señor Sweeney—. Un lugar precioso para ir de excursión.
—¿Canuck na Shee? —repitió Sarah, intentando imitar los extraños sonidos gaélicos.
—Significa ‘colina de las hadas’ —tradujo el señor Sweeney.
—¿En serio?
—No la engaño. En gaélico, Cnoc significa ‘colina’ y Sí, ‘hada’. ¿Se pensaba que no era más que algo que nos inventamos para los yanquis? —dijo.
El hombre le guiñó el ojo y Sarah se alegró de que se estuviese ablandando un poquito.
Después de una pequeña cuesta, el campo volvió a aparecer delante de ellos. El pequeño río que atravesaba el pueblo reapareció, abriendo casi el camino hacia una solitaria casita que se erigía con orgullo y dignidad en su propia parcela de tierra, limitada por un muro de piedra encalada. El señor Sweeney miró de reojo a Sarah para evaluar su reacción y detuvo el vehículo delante de una verja de color azul.
—Bienvenida a Butler's Cottage. Hemos renovado recientemente la cubierta de paja y, a pesar de lo que mucha gente piensa, las casas con cubierta de paja son muy cálidas —comentó.
Pero Sarah no necesitaba que la convencieran de nada. La casita parecía sacada de una postal. Era un edificio de una sola planta, pintado de blanco y con un tejado de paja pulcramente cuidado y rematado en formas festoneadas. Accedieron al jardín y recorrieron, con cuidado de no resbalar, el camino de acceso cubierto con un rompecabezas de losas heladas hasta llegar a una puerta de color azul celeste. Y mientras el señor Sweeney hacía girar la llave en la cerradura, Sarah se fijó en que la puerta parecía dividida en dos secciones.
—Sí, es una media puerta auténtica, lo que algunos conocen también como una puerta holandesa —le explicó el propietario, metiéndose en su papel de guía turístico—. Era una forma estupenda de dejar que se ventilase la casa sin que entraran además amigos de cuatro patas. —Al ver la cara que ponía Sarah, continuó con su explicación—: Antiguamente decían que si te apoyas sin hacer nada en una media puerta, estás pasando el tiempo; pero que si te apoyas en una puerta abierta, ¡estás perdiendo el tiempo!
Marcus tenía razón cuando le había comentado que la casa conservaba detalles de sus orígenes: era como retroceder en el tiempo.
—¿Cuándo fue construida?
—Hacia mediados del siglo XIX, probablemente. Mi hijo la compró en los noventa, pero seguimos llamándola Butler's Cottage. Es como la conoce todo el mundo por aquí. Los Butler construyeron la casa y trabajaron las tierras circundantes durante más de un siglo, de modo que siempre será la casa de los Butler. Es básicamente un solo espacio —prosiguió—, pero creo que para usted será suficiente.
El techo había sido retirado hasta dejar al descubierto las vigas, lo que otorgaba al lugar una agradable sensación de luminosidad y amplitud. Sarah se sintió aliviada al ver una cocina rústica, pequeña pero moderna, con un fregadero de porcelana encastrado y, en la pared opuesta, una gigantesca chimenea antigua flanqueada por dos acogedores silloncitos tapizados con tela de cuadros. Una ventana en miniatura con cuatro paneles ofrecía vistas al jardín de atrás. El lugar, sin duda, poseía encanto.
—Y aquí tenemos lo que llamamos la «habitación trasera» —continuó el señor Sweeney; abrió una puerta situada al lado de la chimenea, que daba acceso a una alcoba con una cama de matrimonio cubierta con una colcha hecha a mano de patchwork.
—¿Voy a poder permitirme esto? —preguntó Sarah, preocupada por el alcance de su presupuesto.
—Eso espero —rio el señor Sweeney, luego, al ver la expresión de Sarah, añadió—: Estamos en temporada baja y estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo —le aseguró—. Aunque, claro, todo depende de cuánto tiempo quiera quedarse…
—Oh, quizá una semana o dos. He venido a averiguar cosas sobre mi árbol genealógico —repuso Sarah; se aferró al cliché.
—Muy bien, la dejo que se lo piense. Mi hijo ha traído antes algunos productos básicos, té y cosas por el estilo —explicó.
Y sin mucho más que añadir, se fue. La estela de silencio que dejó con su partida resultó casi sorprendente después de los sucesos del día.
—Hola, Butler's Cottage —murmuró Sarah mientras se quitaba las botas y giraba sobre sí misma para contemplar su nuevo hogar.
No recordaba la última vez que había hecho algo tan impulsivo y única y exclusivamente para sí misma. Seguía esperando que el pánico se apoderase de ella en cualquier momento; en cambio, mientras observaba su nuevo entorno, solo sentía alegría.
«Quizá —pensó— esto es lo que se siente cuando sigues los impulsos de tu corazón».
Sarah se despertó en lo que parecía medianoche con una sensación espantosamente familiar. Notaba una fuerte presión en el pecho y náuseas de terror en el estómago. Era un ataque de pánico.
—Mierda —dijo en voz alta a la nada.
Solo había una manera de superarlo: levantándose y saliendo a que le diera el aire. La habitación estaba fría y, a pesar de que no quería abandonar el calor de la cama, la naturaleza la llamaba. Retiró la manta de lana de los pies de la cama y se cubrió con ella los hombros antes de permitirse entrar en contacto con la frialdad del suelo. Sin encender la luz, se levantó y fue directa al armario, golpeándose un dedo del pie.
—¡Mierda, mierda, mierda!
Le llevó unos momentos recordar dónde se encontraba y asimilar por qué todo estaba sumido en un silencio sepulcral. Estaba en un pueblo diminuto del oeste de Irlanda, no en su apartamento de Nueva York, donde el zumbido de la vida humana no se detenía nunca. Pensar que lo había superado era una estupidez, creer que había dejado la Gran Desgracia atrás, en los Estados Unidos. ¿Cómo iba a ser capaz de gestionar ahora sus ataques de pánico? A pesar de todas las pegas que le había puesto Jack, había empezado a salir a correr por las noches. Siempre que el pánico la atacaba, se calzaba sin pensarlo unas zapatillas deportivas, cogía el ascensor y salía del edificio. Y trotaba por las calles alumbradas con luces de neón hasta acabar con el temblor de las piernas, no sentir nada más y volver a casa agotada. Era lo único que le funcionaba. El hecho de que el agua de su botella estuviera mezclada con vodka era un detalle que se guardaba para sí misma.
Buscó a tientas el interruptor, miró el reloj y se quedó estupefacta al ver que no eran más que las ocho de la tarde. Debía de haber dormido todo el día. Por la mañana, se había metido bajo las sábanas en cuanto había dejado de oír el sonido del coche del señor Sweeney. «Solo para descansar un poco los ojos», recordaba haberse dicho.
Paseó de puntillas por el salón preguntándose cómo demonios podía la gente vivir con un frío semejante. Le tembló el cuerpo entero cuando su piel rozó el mármol gélido del inodoro. Por suerte, había papel higiénico, aunque un poco húmedo. El corazón seguía retumbándole en el pecho y sabía que tenía que salir a correr. Se lavó las manos y fue en busca de la maleta, que estaba exactamente en el mismo lugar donde la había dejado abandonada por la mañana. Se vistió como si estuvieran cronometrándola. Ponerse doble cantidad de todo era la mejor defensa contra el clima irlandés y consiguió vestirse con calcetines extra y prendas de punto adicionales antes de dirigirse hacia la puerta. Metió la mano en el bolso y palpó las suaves curvas de la botella de whisky. Cuando la sacó, vio que apenas quedaba un tercio de su contenido. Confiaba en que en la pequeña tienda del pueblo vendieran alcohol. Introdujo los pies en las botas y al emerger al aire de última hora de la tarde vio que estaba oscuro como boca del lobo. Desde la puerta, ni siquiera alcanzaba a ver el camino. Con respiración superficial y entrecortada, volvió sobre sus pasos, encendió la luz de la cocina y revolvió los cajones en busca de una linterna. Después de esparcir por el suelo varios utensilios de cocina, la embargó una enorme sensación de alivio cuando localizó una linterna naranja de tamaño industrial.
El ambiente era tan gélido que ahuyentó cualquier rastro de somnolencia que pudiera quedarle. A lo lejos, un perro ladraba de vez en cuando, aunque, aparte de eso, el único sonido era el agradable gorgoteo del río trazando su recorrido invisible entre los campos. Había luna en algún lado, pero estaba escondida bajo un grueso manto de nubes. Sarah enfocó la linterna hacia la estrecha franja de hierba que crecía en medio del camino. Correr por allí era imposible; sin embargo, caminar rápido sería suficiente para convencer a su reflejo de lucha o huida de que estaba huyendo.
Miró hacia el frente y vio alguna que otra luz a lo lejos, de una casa o de algún cobertizo, imaginó. Bebió con avidez de la botella y dejó que el whisky amargo le calentara las entrañas. El líquido inundó su torrente sanguíneo y le produjo una sensación instantánea de desapego y algo similar al alivio. Justo en aquel momento, la linterna empezó a fallar, parpadeó y murió por completo, junto con cualquier esperanza de llegar hasta el pueblo.
—¡Mierda! —exclamó.
Le dio unos golpecitos contra la palma de la mano y se volvió para intentar calcular cuánto se había alejado de la casa. No era mucho, y probablemente habría tenido más sentido dar media vuelta, pero necesitaba seguir en movimiento. Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad; además, ¿qué era lo peor que podía pasarle? Justo cuando empezaba a avanzar de nuevo, vislumbró algo a lo lejos, una forma a un lado del camino. Siguió adelante, aparentando una confianza tranquila que parecía más bien una seria determinación. Estaba muy oscuro y la figura del camino era también oscura. De hecho, parecía alguien vestido con una capa con capucha. Intentó no pensar en todas las películas de terror que había visto.
Su instinto le decía que echara a correr, aunque mantuvo la calma, pues correr en plena oscuridad no era una alternativa muy sabia. «Seguramente no es nada, solo sombras», se dijo.
Sus esperanzas de que estaba imaginándose cosas se esfumaron a medida que fue acercándose. Era una figura negra al lado de una pared de piedra, una figura negra viva y en movimiento. Sarah contuvo la respiración, quizá incluso rezó una oración breve, y finalmente llegó hasta aquello. De pronto, se materializó delante de ella una cabeza grande con orejas muy largas y un hocico casi blanco que empezó a rebuznar con todas sus fuerzas. El sonido casi acaba con ella; se llevó la mano al pecho y se sujetó en las zarzas que tenía detrás para no caerse.
—¡Dios! —le gritó Sarah al burro, que parecía igualmente turbado por su presencia—. ¡Has estado a punto de provocarme un infarto, que lo sepas! —le dijo, aliviada.
Un ojo enorme y vidrioso se enfocó hacia Sarah cuando empezó a acariciar el cuello peludo del animal.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó, y añadió rápidamente—: ¿Qué hago hablándole a un burro?
Pero, de una forma extraña, resultaba reconfortante. La hacía sentirse menos sola. Menos tonta por estar allí, al menos.
Entonces, como si quisiera decir que el encuentro había acabado, el burro dio media vuelta lentamente y se marchó vete tú a saber dónde.
—¡Pues vale, adiós! —le gritó Sarah, a modo de despedida.
El latido de su corazón recuperó por fin algo similar a un ritmo normal. Le resultaba extrañamente satisfactorio haberse asustado por algo real en vez de por los miedos que habitaban en su cabeza.
Sarah apoyó el peso de su cuerpo contra la pared que tenía detrás para recuperar el aliento. Pero, como una lenta avalancha, las piedras que tenía debajo empezaron a moverse y desmoronarse hasta que se encontró tumbada de espaldas en el suelo.
—¡Estupendo! ¡Maravilloso! —dijo, preguntándose qué más podía salirle mal. Un ligero manto de nieve comenzó a caer y a girar en espiral a su alrededor—. Feliz Navidad —murmuró.
La luna invernal comenzó a apartar las nubes de su cara para ponerlas a lo largo de su cuerpo, como las trenzas de una musa prerrafaelita. De pronto, el suelo quedó iluminado y entre la hierba empapada vislumbró un pequeño objeto de forma circular. Un nido, inteligentemente camuflado con hojas secas. Con cautela, extendió la mano y lo cogió con delicadeza. Un nido vacío, hermosamente intrincado, confeccionado con sumo cuidado y ahora abandonado. Los efectos del whisky se evaporaron de golpe. El mundo se paralizó cuando Sarah cogió entre sus manos aquel pequeño hogar construido con ramitas, musgo y lleno de telarañas. Un símbolo de todo lo que había perdido. Algo dentro de ella amenazaba con romperse. Levantó la vista y vio por encima de su cabeza las ramas de un árbol de gran tamaño. Lo estudió con atención y la luz de la luna destacó una sombra oscura sobre la corteza áspera y nudosa del tronco. La noche vibraba con una energía embriagadora, impredecible incluso. Su vida en Nueva York había quedado reducida a un conjunto de reglas y costumbres que creía que la mantendrían a salvo, o cuerda, al menos. Pero a veces, aferrarse con tanta fuerza a una rutina era como agarrarse a un bote salvavidas a la espera de ser rescatada. No había nunca un final o un punto en el que pudieras decir «Muy bien, estoy a salvo». Sin embargo, en Thornwood, ese tipo de reglas no existían.
Tras incorporarse, se acercó al árbol, notó la hierba crecida y mojada bajo sus pies. Lo vio entonces con claridad: un orificio grande en el tronco. Se le ocurrió que podría enterrar el nido en aquel hueco. Le parecía lo correcto. Pero en aquel momento, con el nido en una mano y la botella de whisky en la otra, dejó que su instinto tomara la decisión. Si tenía que enterrar alguna cosa, que fuera el alcohol. Cuando la botella impactó contra el fondo del árbol, se escuchó un sonido metálico, no el ruido sordo que cabría esperar. Había chocado con algo que no era madera. Sonaba como a hojalata, y bien podría ser que fuera una lata de cerveza vacía, pero el sonido había sido más fuerte. La curiosidad pudo finalmente con ella.
Cinco minutos más tarde, Sarah estaba arrodillada en el suelo y con el brazo introducido hasta la axila en el orificio del árbol. Con la mejilla presionada contra la áspera corteza, acabó pescando tres vasos de poliestireno, una cajetilla de tabaco vacía y dos latas de refresco. Había palpado también los bordes de lo que a buen seguro era una caja cuadrada de hojalata, aunque la sola fuerza de las puntas de los dedos no lograba extraerla de allí. Parecía estar clavada en el fondo y tendría que buscar algún utensilio rudimentario para hacer palanca y sacarla. Tenía las fosas nasales impregnadas de olor a tierra húmeda y las puntas de los dedos prácticamente entumecidas. Palpó el suelo a su alrededor, localizó una rama y la partió para conseguir un trozo con la longitud suficiente y la punta afilada. Una voz (que sonaba sospechosamente similar a la de Meghan) insistía en que lo dejase correr, le decía que volviese a casa y encendiese la chimenea para no pillar una neumonía. Sin embargo, la curiosidad podía con ella y la obligaba a continuar. A saber qué encontraría allí dentro. Tal vez se tratase de un objeto trivial; no obstante, existía la posibilidad de que fuese algo… significativo. Quizá su imaginación se estaba desbocando, pero ¿y si haber descubierto aquel nido fuese una señal? La señal de que debía encontrar lo que quiera que fuese que estuviera escondido en aquel viejo árbol nudoso. Palpó con la punta de los dedos el perfil de la caja, clavó la rama en la posición adecuada e hizo palanca con fuerza en el pequeño espacio, rezando para que su improvisado utensilio no se partiera. Notó que cedía un poco y, acto seguido, escuchó el sonido triunfante de la caja de hojalata liberándose de la sujeción del suelo.
—¡Sí! —exclamó Sarah, y se felicitó por su tenacidad.