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Con ecos de El secreto de la boticaria y La Sociedad Literaria del Pastel de Piel de Patata de Guernsey, Evie Woods nos regala una seductora novela rebosante de misterio y de secretos. «La gracia de los libros es que te ayudan a imaginar una vida más plena y mejor de lo que jamás podrías haber soñado». En una tranquila calle de Dublín, una librería perdida está a la espera de ser encontrada… Durante mucho tiempo, Opaline, Martha y Henry han sido los personajes secundarios de sus propias vidas. Pero cuando una librería que desaparece lanza sobre ellos su hechizo, los tres incautos desconocidos descubrirán que sus historias son tan extraordinarias como las que se despliegan en las páginas de sus amados libros. Al liberarse los secretos que se guardan en las estanterías, se ven transportados a un mundo mágico… donde nada es lo que parece. Una historia de amor, rebosante de libros y amantes de los libros. Una novela deliciosa que sumerge al lector en un relato mágico y absorbente. Los lectores se han enamorado de La librería perdida: «¡Guau! Hacía tiempo que no leía nada tan fascinante, cautivador y especial a la vez. […] Leerlo es emprender un viaje, como sucede con la mayoría de los libros, pero, en este caso concreto, me gustaría poder tatuarlo en mi espalda para así convertirlo en una parte de mí y poder llevarlo siempre conmigo». «Una historia preciosa que pide a gritos ser leída de una sentada. […] Una historia mágica, con una prosa bellísima y muchas sorpresas que los lectores tardarán en olvidar». «Si te gustan los libros de las hermanas Brontë, […] te recomiendo totalmente leerlo». «Esta novela lo tiene todo: ingenio, una pincelada de magia y un corazón enorme. Una lectura fantástica». «Los personajes están tan bien construidos que te hacen sentir que estás allí con ellos, compartiendo también sus historias. […] No podía parar de leer». «Tremendamente mágico y absorbente. […] La librería misteriosa y la promesa de encontrar un manuscrito perdido hace mucho tiempo hechizan cada una de sus páginas». «Una trama encantadora, unos personajes fabulosos y buena ficción histórica. […] Me descubrí imaginándomelo como una serie de Netflix».
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Seitenzahl: 566
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
La librería perdida
Título original: The Lost Bookshop
© Evie Woods 2023
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK
© De la traducción del inglés, Isabel Murillo Fort
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Lucy Bennett/HarperCollinsPublishers Ltd
Imágenes de cubierta: © Stephen Mulcahey/Trevillion Images (casa); Shutterstock.com (el resto de imágenes)
I.S.B.N.: 9788410640405
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Epílogo
Nota de la autora
Agradecimientos
Para todos los amantes de los libros
Las lluviosas calles de Dublín durante un gélido día de invierno no eran el mejor lugar para que un joven anduviera perdiendo el tiempo, a menos que ese joven tuviera la nariz pegada al escaparate de la librería más fascinante del mundo. Las luces titilaban en el interior y las coloridas cubiertas parecían estar llamándolo, prometiéndole aventuras y una huida de la realidad. El escaparate estaba lleno a rebosar de novedades y cachivaches: globos aerostáticos en miniatura flotaban hasta casi alcanzar el techo mientras cajas de música con pájaros mecánicos y tiovivos giraban y tintineaban. La encargada de la tienda lo vio y le indicó con un gesto que entrara. Pero el chico negó con la cabeza y se ruborizó.
—Llegaré tarde a la escuela —dijo, hablando a través del cristal.
La mujer hizo un gesto de asentimiento y sonrió. Parecía simpática.
—Bueno, solo un minuto —comentó finalmente el chico, después de resistirse al impulso de entrar durante tres segundos enteros.
—Un minuto, de acuerdo.
La mujer estaba atareada detrás del mostrador; sacaba libros de una caja de cartón. Echó un vistazo al chico, a la camisa sin remeter en el pantalón, a la mata de pelo que llevaba ya un tiempo consiguiendo eludir un peine y a sus calcetines desparejados. Sonrió para sus adentros. La Librería de Opaline era un imán para chicos y chicas.
—¿En qué curso estás?
—Tercero, voy al St. Ignasius —respondió el chico, que estiró el cuello para poder ver mejor los avioncillos de madera que colgaban del techo abovedado.
—¿Y te gusta?
El chico rio solo de pensarlo.
La mujer lo dejó hojeando un viejo libro de trucos de magia, pero al poco rato el chico se acercó de nuevo al mostrador y empezó a estudiar el material de papelería.
—Puedes ayudarme si quieres. Estoy enviando invitaciones para la presentación de un libro.
El chico se encogió de hombros, cogió una carta de invitación y, con escaso entusiasmo, se puso a imitar la forma en que la mujer doblaba los papeles y los metía en los sobres. Arrugó la nariz por el esfuerzo y la constelación de pecas que cubría sus mejillas cambió de forma.
—¿Qué significa Opaline? —preguntó; cuando pronunció la palabra sonó como si tuviera más sílabas de las que en realidad tenía.
—Opaline es un nombre.
—¿Su nombre?
—No, yo me llamo Martha.
La mujer adivinó enseguida que la explicación no lo dejaba muy satisfecho.
—Si quieres, puedo contarte una historia sobre ella. Tampoco le gustaba mucho el colegio. Ni las reglas.
—¿Ni hacer lo que le decían que tenía que hacer? —sugirió el chico.
—Oh, eso en particular no le gustaba nada. —Martha esbozó una sonrisa de complicidad—. Mira, acaba de meter todas esas cartas en los sobres mientras yo preparo el té. Una buena historia siempre empieza con un té.
Londres, 1921
Deslicé los dedos por el lomo del libro y dejé que las hendiduras de la cubierta en relieve guiaran mi piel hacia algo tangible, hacia algo más creíble que la ficción que se estaba desarrollando delante de mí. Tenía veintiún años y mi madre había decidido que había llegado la hora de casarme. Mi hermano, Lyndon, me había hecho el flaco favor de encontrar una criatura lerda que acababa de heredar un negocio familiar, algo relacionado con la importación de alguna cosa desde un lugar muy lejano. Yo apenas estaba escuchando.
—Una mujer de tu edad solo tiene dos opciones —declaró mi madre, dejando la taza y el platito en la mesita que había al lado de su sillón—. Una es casarse, y la otra, encontrar un puesto acorde con su refinamiento.
—¿Refinamiento? —repetí, con cierta incredulidad.
Miré a mi alrededor, el salón con la pintura de las paredes descascarillada y las cortinas descoloridas, y no pude hacer otra cosa que admirar su vanidad. Mi madre se había casado con un hombre de situación social inferior y siempre se había esforzado por recordárselo a mi padre, para que no lo olvidara.
—¿Tiene que hacer esto ahora? —preguntó mi hermano Lyndon cuando la señora Barrett, nuestra criada, entró para retirar las cenizas de la rejilla.
—La señora ha pedido que se le encienda la chimenea —replicó ella, en un tono que no mostraba ni la más mínima nota de respeto. Llevaba con nosotros toda la vida y solo aceptaba órdenes de mi madre. Al resto nos trataba como a vulgares impostores.
—El caso es que tienes que casarte —repitió como un loro Lyndon mientras andaba cojeando de un lado a otro del salón, apoyándose en su bastón.
Era dieciocho años mayor que yo y toda la parte derecha de su cuerpo había quedado deformada por la metralla durante la guerra cuando estaba destinado en Flandes, y el hermano que conocí en su día había quedado enterrado en algún rincón de aquel campo de batalla. Los horrores que podían haber visto sus ojos me aterraban y, aunque no me gustara admitirlo, había acabado cogiéndole miedo.
—Es un buen partido. La pensión de papá apenas da para que mamá pueda seguir llevando la casa. Ha llegado la hora de que despegues la cabeza de tus libros y te enfrentes a la realidad.
Aferré mi libro contra el pecho. Era una excepcional primera edición norteamericana de Cumbres Borrascosas, un regalo de mi padre junto con su amor por la lectura. Como un talismán, siempre tenía cerca aquel libro forrado en tela, en cuyo lomo podía leerse, labrada en oro, la engañosa frase: «Por la autora de Jane Eyre». Nos habíamos tropezado con él, por pura casualidad, en un mercadillo de segunda mano de Camden (un secreto que no podíamos contarle a mamá). Posteriormente, descubriría que el editor inglés de Emily había permitido aquella atribución errónea para capitalizar el éxito comercial de Jane Eyre. El libro no estaba ni mucho menos en perfecto estado: las cubiertas de tela estaban desgastadas por los bordes y la posterior tenía una muesca en forma de V. Las páginas se estaban soltando; el tiempo y el uso empezaban a hacer mella en los hilos que las unían. Pero para mí todas aquellas características, incluso el olor a humo de tabaco que desprendía el papel, eran como una máquina del tiempo. Tal vez las simientes se sembraran entonces. Un libro nunca es lo que parece. Imagino que mi padre albergó la esperanza de que el amor por los libros me infundiera cierto interés por los estudios, pero fue más bien al contrario: solo sirvió para avivar mi odio hacia las aulas. Yo vivía en y para mi imaginación y así, cada tarde, volvía corriendo a casa al salir del colegio y le pedía que me leyera. Mi padre era funcionario, un hombre honesto cuya pasión era aprender. Siempre decía que los libros eran mucho más que palabras escritas sobre papel, que eran portales de acceso a otros lugares, a otras vidas. Me enamoré de los libros y de los inmensos mundos que contenían en su interior, y todo eso se lo debía a mi padre.
—Si ladeas la cabeza —me dijo en una ocasión—, podrás oír a los libros más viejos susurrándote sus secretos.
Encontré un libro antiguo en la estantería, con cubiertas de cuero y hojas oscurecidas por el paso del tiempo. Me lo acerqué al oído, cerré con fuerza los ojos e imaginé que escuchaba los importantes secretos que el autor intentaba transmitirme. Pero no oí nada o, al menos, no oí ni una palabra.
—¿Qué has oído? —me preguntó mi padre.
Esperé, y entonces dejé que el sonido me llenara los oídos.
—¡Oigo el mar!
Era como tener una concha pegada al oído, como si el aire se arremolinara entre las páginas. Mi padre sonrió y me acarició la mejilla.
—¿Respiran, papá? —le pregunté.
—Sí —respondió—, las historias respiran.
Cuando en 1918 mi padre cayó enfermo de la gripe española, me pasaba las noches sentada al lado de su cama, sujetándole una mano helada y leyéndole su relato favorito. La historia personal de David Copperfield, de Charles Dickens. No sé por qué estúpida razón creía que aquellas palabras le ayudarían a recuperarse.
—Me niego a casarme con un hombre que ni siquiera conozco por la única y exclusiva razón de ayudar a sanear la economía de la familia. ¡Me parece una idea ridícula!
La señora Barrett soltó el cepillo cuando me oyó decir aquello, y el sonido del metal al chocar contra el mármol alteró las facciones de mi hermano. Odiaba los ruidos fuertes.
—¡Fuera de aquí ahora mismo!
La pobre mujer tenía las rodillas muy inestables, y necesitó tres intentos antes de conseguir incorporarse y salir del salón. Nunca sabré cómo lo hizo para reprimir el impulso de cerrar de un portazo.
Continué con mi defensa:
—Si tanta carga os supongo para los dos, me marcharé de casa y ya está.
—¿Y dónde diantres crees que irías? No tienes dinero —declaró mi madre.
Con sesenta y pico años, mi madre siempre se había referido a mi llegada a la familia como su «pequeña sorpresa», lo cual podría sonar pintoresco de no haber sabido que a ella no le gustaban nada las sorpresas. Haberme criado en una casa con gente de una generación mayor solo servía para aumentar mis deseos de huir de allí y experimentar el mundo moderno.
—Tengo amigos —repliqué—. Podría encontrar un trabajo.
Mi madre chilló.
—Pero ¿qué te has creído, mocosa desagradecida? —bramó Lyndon. Me sujetó por la muñeca mientras yo intentaba levantarme del sillón.
—¡Me haces daño!
—Y te haré mucho más si no obedeces.
Intenté liberar mi brazo, pero me tenía agarrada con fuerza. Miré a mi madre, que estaba concentrada en estudiar la alfombra del suelo.
—Entiendo —dijo ella, comprendiendo que Lyndon era ahora el hombre de la casa y el encargado de tomar todas las decisiones.
—Muy bien. —Seguía sin soltarme la muñeca y al hablar me lanzó su fétido aliento a la cara—. Muy bien, he dicho.
Lo miré a los ojos e intenté soltarme de nuevo.
—Conoceré a ese pretendiente.
—Te casarás con él —me aseguró Lyndon y, muy despacio, me soltó.
Me alisé la falda y guardé mi libro bajo el brazo.
—Perfecto. Todo arreglado, pues —dijo Lyndon, fijando su fría mirada en algún punto por detrás de mí—. Invitaré a Austin a cenar esta noche y cerraremos el tema.
—Sí, hermano —dije, antes de subir a encerrarme en mi habitación.
Saqué el cajón superior del tocador y encontré un cigarrillo que había robado de la reserva oculta que la señora Barrett guardaba en la cocina. Abrí la ventana, lo encendí y aspiré lenta y profundamente, como una femme fatale del cine. Me senté entonces delante del tocador y dejé el cigarrillo en una concha de ostra que había recogido en la playa el verano pasado, en el transcurso de unas tranquilas vacaciones con mi mejor amiga, Jane, antes de que se casara. A pesar de que las mujeres habíamos conseguido el derecho a voto, un buen matrimonio seguía considerándose nuestra única opción.
Miré mi reflejo en el espejo y me llevé la mano a la base del cuello, justo al punto donde terminaba mi melena. A mi madre casi le da un soponcio cuando vio lo que había hecho con mis largas trenzas. «Ya no soy una niña», le había dicho. Pero ¿era eso verdad? Necesitaba ser una mujer moderna. Necesitaba arriesgarme. Pero sin dinero propio, ¿qué otra cosa podía hacer que obedecer a mis mayores? Recordé entonces las palabras de mi padre: «Los libros son como portales». Dirigí la mirada hacia la estantería y di una nueva calada al cigarrillo.
«¿Qué haría Nellie Bly en mi lugar?», me pregunté, como hacía a menudo. Porque, para mí, ella era el paradigma de la audacia, una periodista pionera norteamericana que, inspirada por el libro de Julio Verne, había dado la vuelta al mundo en solo setenta y dos días, seis horas y once minutos. Nellie siempre decía que con la energía correctamente aplicada y dirigida se podía conseguir cualquier cosa. De haber sido chico, habría podido anunciar mi intención de hacer el Grand Tour por Europa antes de contraer matrimonio. Anhelaba experimentar distintas culturas. Tenía veintiún años y no había hecho nada de nada. No había visto nada de nada. Contemplé una vez más mis libros y tomé la decisión antes de acabar de fumar mi cigarrillo.
—¿Cuánto puede darme por ellos?
El señor Turton examinó mis ejemplares de Cumbres Borrascosas y El jorobado de Notre Dame. Era el propietario de una tienda asfixiante que en realidad no era más que un pasillo muy largo desprovisto de ventanas. El humo de su pipa daba al ambiente una calidad viscosa, y enseguida me empezaron a llorar los ojos.
—Dos libras, y soy muy generoso.
—Oh, no, necesito mucho más que eso.
Vio entonces el ejemplar de David Copperfield de mi padre y, sin que me diera tiempo a impedirlo, se puso a hojearlo.
—Este no lo vendo. Tiene… un valor sentimental.
—Ah, pues este sí que es interesante. Es lo que se conoce como la «edición de lectura», la que Dickens habría leído en sus lecturas públicas.
Su nariz bulbosa y sus ojos minúsculos le daban el aspecto de un tejón o de un topo. El señor Turton olisqueó el valioso libro como si fuera una trufa.
—Sí, lo sé —dije, intentando arrancar el libro de sus garras avariciosas.
Pero el hombre continuó con su valoración, como si estuviera vendiéndolo ya en una subasta.
—Lujosamente encuadernado en piel de becerro tintada en rojo. Una edición encantadora: suntuoso lomo repujado en oro, perfiles dorados en todas las páginas, guardas marmoladas originales…
—Me lo regaló mi padre. No está en venta.
El señor Turton me miró por encima de sus gafas, evaluándome.
—¿Señorita…?
—Señorita Carlisle.
—Señorita Carlisle, este es uno de los ejemplares «raros» mejor conservados que he tenido en mis manos.
—Y las ilustraciones son de Hablot K. Browne. Verá usted que ahí aparece su seudónimo, Phiz —añadí con orgullo.
—Podría ofrecerle quince libras.
El mundo se quedó en silencio, como suele suceder en el instante previo a la toma de una decisión trascendental. Un camino conducía hacia la libertad y lo desconocido. El otro era una jaula de oro.
—Veinte libras, señor Turton, y cerramos el trato.
El señor Turton entrecerró los ojos y sus labios lo traicionaron al esbozar a regañadientes una sonrisa. Supe que acabaría pagando, igual que supe en aquel momento que consagraría mi vida a recuperar aquel libro. Cuando me dio la espalda, guardé de nuevo en el bolsillo mi ejemplar de Cumbres Borrascosas y me marché.
Así fue como empezó mi carrera como librera.
Dublín, nueve meses antes…
Cuando aquella fría y oscura tarde me planté por primera vez delante de la casa de ladrillo rojo de estilo georgiano de Ha'penny Lane, con la chaqueta chorreando agua de lluvia, no tenía pensado quedarme allí. Por teléfono, la mujer me había parecido bastante antipática, pero no tenía otro lugar adonde ir y llevaba muy poco dinero en el bolsillo. Mi viaje a Dublín había empezado la semana anterior, en el otro extremo del país, en una solitaria parada de autobús a las afueras del pueblo. No recuerdo cuánto tiempo estuve sentada en la parada, ni si hacía frío o calor; tampoco si alguien había pasado a mi lado. Mis cinco sentidos estaban dominados por una necesidad que lo ofuscaba todo: huir. No veía bien con el ojo derecho, de modo que no me di cuenta de la llegada del autobús a la parada. Tenía el cuerpo entumecido, pero cuando salté del murete de piedra mis costillas se quejaron. Aun así, no permití que mis pensamientos volvieran allí. Todavía no. Ni siquiera lo permití cuando el conductor se apeó para ayudarme con la maleta y me miró como si acabara de escaparme de una cárcel de máxima seguridad.
—¿Adónde? —preguntó.
«A cualquier lugar menos aquí», pensé.
—A Dublín —respondí.
Dublín estaba lejos. Empecé a ver la campiña pasando con rapidez al otro lado de la ventana. Odiaba con ganas aquellos campos, los pueblecitos con una escuela, una iglesia y doce pubs. La presión que su tonalidad gris ejercía sobre mí. Debí de adormilarme, puesto que de pronto me sobresalté y me protegí la cara con las manos, pensando que volvía a tenerlo encima. Aunque protegerme de qué. Él era tremendamente rápido. Y, cuando encontró el atizador, todo se esfumó de repente. Todo. Todas mis esperanzas. Todas mis ingenuas y estúpidas esperanzas. En aquel momento aprendí una cosa: en este mundo estás sola. Nadie va a venir a salvarte. La gente no cambia de la noche a la mañana, no te pide perdón y empieza a tratarte con respeto. Todo se convierte en un caos de padecimiento y dolor, y lo pagan con quien tienen delante. Tuve que salvarme.
—Solo un café y un sándwich de queso a la plancha, por favor —le dije al camarero, después de elegir lo más barato de la carta.
No había tenido suerte por Internet, de modo que cogí un periódico local y empecé a buscar trabajo. Llevaba una semana hospedada en una pensión y ya me estaba quedando sin dinero. Entonces fue cuando lo vi: «Ama de llaves. Interna». Marqué el número, y al día siguiente me encontraba en la escalera de acceso de una lujosa mansión y delante de una reluciente puerta negra de entrada. Madame Bowden, como me pidió que me dirigiera a ella, no se parecía a nadie que hubiera conocido antes. Como si fuera un personaje de un drama de época televisivo, iba engalanada con una boa de plumas y pendientes de diamantes. En menos de cinco minutos, me había abrumado ya con historias sobre sus tiempos en el Teatro Real, sus bailes con las Royalettes y sus actuaciones en obras de las que no había oído hablar jamás.
—La gente dice que soy excéntrica, pero yo digo que ellos son aburridos. En la vida todo es relativo. ¿Cómo me has dicho que te llamabas?
—Martha —repetí por tercera vez mientras la seguía por las escaleras que bajaban al sótano.
Madame Bowden utilizaba bastón y, a pesar de que lo agitaba con gran ostentación, se la veía bastante ágil. Calculé que habría superado con creces los ochenta, pero parecía atemporal, una actriz que había elegido un personaje congelado en el tiempo.
—La última chica estaba muy feliz aquí —comentó en un tono que me advertía de que yo debería sentirme igual.
Estaba tan oscuro que no se veía nada, excepto a través de la media ventana casi pegada al techo, mediante la cual se vislumbraban los pies de la gente que pasaba por la calle. Con la ayuda del bastón, madame Bowden le dio a un interruptor y, después de unos instantes de ceguera producidos por el resplandor de la bombilla grande de la lampara suspendida, vi una cama individual en la esquina y un armario en la pared de enfrente. Al lado de la entrada había una pequeña cocina y, justo al salir, una puerta daba acceso a un minúsculo cuarto de baño con ducha. El linóleo del suelo se abombaba por los bordes y el papel pintado de la pared seguía su ejemplo, pero experimenté de inmediato una sensación de seguridad. Aquello podía ser mío. Un espacio que podría considerar propio. Donde podría cerrar la puerta sin tener que preocuparme por quién pudiera derribarla.
—¿Y bien? —preguntó madame Bowden, arqueando una ceja.
—Es encantador —respondí.
—Por supuesto que lo es. Ya te lo dije.
—¿Así que tengo el trabajo?
Madame Bowden entrecerró los ojos y evaluó mi aspecto desaliñado. Agradecí a Dios que tuviera mala vista, puesto que no dio muestras de fijarse en mi cara magullada o, si lo hizo, eso no la desanimó.
—Oh, supongo que sí —dijo, como si no tuviera más remedio que aceptarme—. Pero no te entusiasmes, te contrato simplemente porque no me queda otra. No se ha presentado nadie más. ¿No te parece increíble? Es lo que pasa con las de tu generación. No estáis en absoluto dispuestas a trabajar en algo normal y honesto. Hoy en día todo gira en torno a eso del «tikkity-tok» y la gente espera recibir dinero a cambio de nada.
Seguía hablando cuando dio media vuelta y empezó a subir la escalera. Me senté con cuidado en la cama y escuché los muelles sonando como un acordeón roto debajo de mí. Pero daba igual. Nadie me encontraría aquí. Puse el despertador a las siete. Por lo visto, mi nueva jefa esperaba una «experiencia gastronómica excelente» por la mañana, razón por la cual tendría que apañármelas para organizar un desayuno digno de estrella Michelin con lo que hubiera en la nevera. Pero ya pensaría en eso después. Y enseguida me quedé plácidamente dormida sin ni siquiera quitarme la ropa mojada ni bajar las persianas.
Me senté en la cama en cuanto me desperté. ¿Por qué había tanta luz? ¿Dónde estaba? ¿Por qué sonaba la alarma del reloj? Una a una, mi cabeza respondió lentamente a todas mis preguntas, y bajé la vista hacia mis viejos vaqueros y mi jersey grandote. No sabía muy bien cuál era el uniforme de un ama de llaves, pero probablemente no era ese. Abrí la maleta y saqué un vestido largo de punto de color gris. Ni siquiera recordaba haberlo metido allí, pero supuse que una parte de mi cerebro debía de haber pensado en coger cosas que no necesitaran plancha. Me quité rápidamente el jersey, y justo empezaba a bajarme la cremallera de los vaqueros cuando vi la mitad inferior de dos piernas caminando por delante de la ventana del sótano que daba a la parte lateral de la casa. Contuve la respiración hasta que vislumbré unas botas de ante marrón con cordones. No eran sus botas. Observé, tapándome el sujetador con el jersey, que las botas deambulaban de un lado a otro y trazaban semicírculos. ¿Qué demonios hacía aquel tipo? La rabia se apoderó de mí. Sin ganas de resistirme a ella, conseguí abrir la ventana y, descansando los brazos en el alféizar, asomé la cabeza.
—Disculpe.
No hubo respuesta. Carraspeé con fuerza. Nada.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Lo dudo.
Me sorprendió captar un acento inglés. Porque había empezado a pensar que aquellos pies no estaban conectados con ningún cuerpo. Seguía sin poder verle la cara, pero interpreté enseguida algún que otro fragmento de aquel hombre. Era una costumbre mía, lo de interpretar a la gente a partir de pequeñas pistas, por mucho que a veces me hubiera metido en problemas por ello. Y aquel hombre parecía estar distraído, buscando alguna cosa, infeliz.
—¿Qué hace aquí? —dije, continuando mi conversación con sus pantorrillas.
—Me parece a mí que no le importa. ¿Y usted qué hace aquí?
—¡Vivo aquí! —exclamé, pensando en que debería haber bajado las persianas—. De modo que dedíquese a hacer el voyeur en otra parte.
Noté que me temblaba un poco la voz. No estaba en condiciones de pelearme con un desconocido, pero, por otro lado, quería mi privacidad. Oí que las botas rascaban la tierra y lo siguiente que recuerdo es que el hombre estaba acuclillado y que su cara se cernía delante de mí. Su rostro, con perfiles tan afilados que daba la impresión de que incluso podías cortarte el dedo si los tocabas, no concordaba en absoluto con su voz. Había cierta calidez en sus ojos marrones, ¿o eran verdes? De color avellana, quizá. Su cabello se ponía de por medio. Pero sus facciones tenían ese aire inquisitivo de alguien dispuesto a desafiar todas y cada una de las palabras que su interlocutor pudiera pronunciar.
—¿Acaba de decir voyeur? —preguntó, sin poder casi disimular la risa—. ¿De dónde sale tanto refinamiento?
No estaba segura de qué me desagradaba más, si ser ignorada o ser objeto de burla. La sonrisa de aquel hombre resultaba fastidiosamente contagiosa y dejaba al descubierto una dentadura imperfecta, que interpreté como el resultado de una efímera pasión por el deporte. Por el fútbol, imaginé. Seguro que en el intento de parar un penalti había recibido un golpe en la cara. Sonreí, pero recuperé la seriedad enseguida.
—Mire, si no para usted de acosarme o lo que quiera que esté haciendo, llamaré a la policía.
El hombre levantó las manos en un gesto de rendición.
—Lo siento. Mire, me llamo Henry —dijo, ofreciéndome la mano a modo de saludo.
Me quedé contemplando la mano y vi cómo tímidamente la retiraba.
—No estaba espiándola por la ventana, se lo prometo. Estoy… Estoy buscando algo.
«La respuesta típica», me dije.
—¿Y qué ha perdido?
—Hum… —Miró a su alrededor, al extenso terreno entre la casa de madame Bowden y la del vecino, alborotándose con las manos su ya alborotado pelo—. No es que lo haya perdido, exactamente…
Lo miré con exasperación. Era un voyeur. O como quisiera llamarlo. ¡Un pervertido! Eso era. Estaba a punto de decírselo cuando el hombre pronunció una palabra que no me esperaba para nada.
—¡Restos! Estoy buscando los restos de…
—Oh, Dios mío, ¿está insinuando que aquí ha muerto alguien? Sabía que este lugar tenía malas vibraciones. Tuve una sensación rara en cuanto llegué y…
—No, no. Por Dios, no. No me refiero a ese tipo de restos. —Bajó la cabeza para poder mirarme de nuevo—. Sé que todo esto parece sospechoso, pero le prometo que no es nada malo. Sucede, simplemente, que es difícil de explicar.
Por un momento, nos quedamos sin decir nada. Él agachado junto a la pared inclinada del gablete; yo medio colgando por fuera de la ventana, de pie encima de una silla. Y entonces fue cuando oí una campanilla.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, intentando ver el interior de la casa.
Miré a mi alrededor y localicé una campanilla muy anticuada conectada a un cable que desaparecía por el techo. Al ver aquello, me dio la impresión de estar viviendo en una especie de versión de Downton Abbey. Me volví hacia él, hacia Henry.
—Hágame un favor. Sea lo que sea lo que esté buscando, búsquelo en otro lugar —dije, y le cerré la ventana en la cara.
Estaba sentado delante de una jarra de Guinness en el mismo pub que ayer, y que anteayer. Incluso tenía ya mi taburete preferido junto a la barra, en una esquina, al fondo. Sonaba «Tainted Love» y empecé a marcar el ritmo dándole con la punta del zapato a la madera de la barra: «Sometimes I feel I've got to (toc, toc) run away, I've got to (toc, toc)…».
Estaba releyendo las notas que había tomado el día anterior:
En el transcurso de tu vida, pasarás un total de seis meses buscando objetos perdidos. Una aseguradora llevó a cabo un estudio que sugería que las personas perdemos una media de nueve objetos al día, lo que significa que cuando cumplamos sesenta años habremos perdido unos doscientos mil objetos. Por lo que a los libros se refiere, ¿cuántos libros de bolsillo, manuscritos y borradores se habrán perdido u olvidado a lo largo de la historia? La cifra debe de ser infinita. ¿Cuántas bibliotecas olvidadas permanecen ocultas, como sucedió con la Biblioteca de Dunhuang, en los lindes del desierto de Gobi, que permaneció clausurada durante mil años y fue descubierta, por pura casualidad, por un monje taoísta que derribó una pared al apoyarse en ella para fumar un cigarrillo? Detrás de aquel muro, el monje encontró una montaña de documentos antiguos, almacenados en pilas de casi tres metros de altura y escritos en diecisiete idiomas distintos. ¿Quién sabe si quedan todavía tesoros por redescubrir o qué objetos perdidos están esperando ver de nuevo la luz?
Eso era, al menos, lo que me había obligado a recordarme a mí mismo mientras pasaba una noche más en una pensión que apenas podía permitirme y escribía notas en mi diario sobre una librería que actualmente no existía. ¿Habría existido alguna vez? Lo único que tenía era una carta de uno de los coleccionistas de libros raros más importantes del mundo dirigida a su propietaria, la señorita Opaline Gray, en la que se hablaba sobre un manuscrito perdido. ¿Y dónde había encontrado yo una misiva tan excepcional? En el único lugar del mundo donde la posibilidad se convertía en realidad: en una sala de subastas. Llevaba años buscando el gran descubrimiento que me convirtiera en un nombre destacado en el mundo de los libros raros, y esto era lo más cerca que había estado de mi objetivo.
Hacía ya días que debería haber subido a un avión que me llevara de vuelta al Reino Unido. Bebí otro trago de «esa cosa negra», como llamaba a la Guinness la gente de por aquí. La motivación adquiere todo tipo de formas y tamaños, y mi motivación para seguir en Irlanda era evitar quedar como un fracasado. Eso era lo que todo el mundo esperaba, yo incluido. Si nadie te toma en serio, ¿cómo pretendes tomarte en serio tú mismo? Le echaba la culpa a mi padre, y no tenía reparos en hacerlo. El primer recuerdo que tenía de él era una traición. Me había dicho que me levantara e hiciera una actuación con mi nuevo micrófono de juguete. Debía de ser Navidad y habían venido a visitarnos algunos de sus compañeros. Canté algunas canciones, a saber cuáles, porque lo único que recordaba era su risa, aquellas carcajadas de borracho que parecían el gruñido de un lobo. Los demás se le sumaron, y recuerdo que me ardían tanto las mejillas que ni siquiera me di cuenta del líquido caliente que se deslizaba por mis piernas.
—¡Se ha meado encima! —resolló mi padre, que hasta se cayó de la silla de tanto reír.
No recuerdo qué pasó después de aquello. Imagino que mi madre debió de acudir en mi rescate. Pero, desde aquel momento, me gané la reputación de llorón, de ser un chico demasiado sensible. Tampoco ayudó que mi hermana Lucinda hubiera salido del vientre materno con los puños dispuestos para la pelea. Yo la respetaba. De hecho, nos tenía a todos un poco intimidados. De modo que mi posición como el más débil de la camada quedó firmemente establecida.
Hasta que encontré la carta de Rosenbach.
Me convertí de pronto en un hombre con un destino, y fue como si todos aquellos años durante los cuales había estado perdiendo mis reservas vitales de vitamina D por permanecer escondido en bibliotecas estuvieran finalmente justificados. Había acabado pasando tanto tiempo leyendo libros en la biblioteca que todo el mundo pensaba que trabajaba allí, y al final yo también lo creía. Llegué a alcanzar niveles bastante notables de autoengaño cuando empecé a indicarle al personal cómo debía desempeñar sus funciones. Cuando mi madre se enteró, se puso furiosa.
—¡Todo el dinero que he gastado en tus matrículas! ¡Y ni siquiera te has presentado a un solo examen, Henry!
Sí, pero había utilizado el dinero para asistir a cursos en la London Rare Books School, de manera que no había sido un dinero desperdiciado. Tenía un oficio, por mucho que nadie más viera el amor extremo por los libros antiguos como un oficio.
Nunca había seguido una pista como aquella…, no era ni mucho menos Indiana Jones. En una ocasión, Lucinda me había dicho que era tan aventurero como un cubo de fregona. Pero ¿quién era ahora el cubo, eh? Reí; era evidente que la bebida se me estaba subiendo a la cabeza. Había pasado semanas en Ha'penny Lane buscando alguna pista, algún indicio de que la librería hubiera existido. Una sombra oscura, como la que queda marcada en la moqueta cuando mueves el sofá. Pero siempre salía de allí con las manos vacías.
Hasta lo de la chica.
¿De dónde había salido? Sus ojos azules tenían la mirada más penetrante que había visto en mi vida. Yo la había mirado también. Parecía enfadada. No; parecía muerta de miedo, lo vi al instante. Tenía la piel muy clara, pero sus mejillas redondeadas exhibían un resplandor rosado. Su flequillo, largo y decolorado, conseguía esconder un ojo morado con muy mal aspecto. El efecto era el de un ángel caído viviendo tiempos difíciles. Me habría gustado seguir hablando con ella, pero ¿qué decirle?: «¿Has visto por aquí una librería desaparecida?», «¿Es posible que tu casa la haya engullido?», «¿Estás libre para ir a cenar?». Cuando cerró de golpe la ventana y se volvió, sin soltar el jersey que aferraba contra su pecho, pude ver el enorme tatuaje que le cubría la espalda. No era un diseño en sí, sino líneas y líneas escritas con una letra minúscula, como los manuscritos del mar Muerto.
Habíamos hablado solo un momento, pero estaba seguro de que era la mujer más intrigante que había conocido. Eso sí, se había mantenido fiel al patrón que seguía la mayoría de las mujeres conmigo: me conocían y sentían una aversión instantánea hacia mi persona. Era posible, sin embargo, que supiera alguna cosa sobre la librería, de modo que tendría que indagar más y encontrar ese encanto necesario para ponerla de mi lado.
Dos horas más tarde, estaba de vuelta en mi B&B, en un estrecho pasillo que un claustrofóbico papel pintado y los retratos enmarcados de al menos cinco papas hacían parecer aún más estrecho. Las flores de color naranja me miraban con malicia y los remolinos del estampado de la moqueta marrón no ofrecían ni un momento de respiro.
—¿Ya estás de vuelta para tomar el té, cariño?
Nora me recordaba al personaje de Hilda Ogden de Coronation Street, aunque con el acento dublinés más marcado que había oído por aquellos lares. Era de ese tipo de personas que lo han visto todo. Allí de pie, con un brazo cruzado sobre el pecho y un cigarrillo sujeto en una mano flácida, parecía como si nada en el mundo pudiera sorprenderla. Envidiaba a la gente así. Si en aquel momento se produjera una explosión nuclear y empezaran a caernos encima ladrillos y cemento, Nora seguramente se quedaría ahí plantada con su cigarrillo y sus rulos en la cabeza, preguntándose quién había montado aquel escándalo, y luego seguiría friendo los huevos para la hora del té.
—No, gracias, Nora. He comido pastel de carne con patatas en el pub.
Jamás había conocido a nadie tan preocupado por mi dieta, y la mayoría de nuestras conversaciones terminaban provocándome ansiedad por mi peso, que en general no era el suficiente, a su entender.
—Oh, estupendo, eso se te pegará a las costillas —dijo, con un gesto de aprobación—. Y mañana por la mañana te espera un desayuno irlandés completo —añadió, dejando muy claras sus prioridades.
La saludé educadamente y me encaminé hacia la escalera que subía a mi habitación, con sus cortinas con volantes y su colcha de tejido brillante. A pesar de la decoración, al instante me había sentido allí como en casa. No como en mi casa, claro está. Pero sí dentro del concepto de «estar en casa». Tal vez fuera por la manera de ser de Nora, que te hacía sentirte como si te conociera de toda la vida. Como si formaras parte de una familia que, por lo que yo sabía, consistía en tres jack russell y un marido llamado Barry que se mantenía alejado de la vista de todo el mundo.
—Vive en ese cobertizo —me había comentado Nora la primera noche, mientras me enseñaba el baño compartido, con sanitarios de color verde aguacate. El sonido de un martillo aporreando madera resonaba desde el jardín trasero—. Ojalá pudiera convencerlo para que durmiera también allí —había dicho, con un suspiro de indulgencia.
—Hay una carta para ti, por cierto —dijo ahora, sacándola del bolsillo de su delantal—. Del Ayuntamiento. Parece algo oficial. No la he leído —se apresuró a añadir, confirmando con el comentario que sí lo había hecho.
Cuando retiraron las pasarelas y los pañuelos empezaron a agitarse, mi corazón se convirtió en una mezcla de excitación e inquietud. La noche de insomnio y de frío que acababa de pasar a bordo de un tren correo con destino a Dover me había proporcionado horas interminables durante las que poder cuestionar la sabiduría de mi decisión de huir a Francia. Había tenido el tiempo justo para enviarle un telegrama a Jane, y me arrepentía amargamente de no haber tenido la oportunidad de despedirme como era debido de la única persona a la que de verdad echaría de menos. No tenía ni idea de lo que me esperaba, pero era muy consciente de lo que dejaba atrás. Sin duda alguna, mi madre se llevaría un disgusto con mi partida, si no por la pérdida de una hija, sí por los chismorreos y la mala reputación que caería sobre el buen nombre de nuestra familia. Sería una deshonra para ellos dos, pero no me había quedado otra elección. Era su orgullo o mi futuro, y no podía, no quería, sacrificarme en el altar de sus expectativas. Tenía estudios suficientes para salir adelante, o eso pensaba yo, y pronto comprendería que la universidad de la vida ofrecía una educación mucho más rigurosa.
Ya en cubierta, dejé la maleta a mis pies y observé el horizonte. Vi que muchos pasajeros se habían instalado en las sillas reclinables para evitar el mareo, pero yo no. Sujeta a la baranda, empecé a imaginarme todas las aventuras que tenía por delante, sin plantearme en ningún momento temas tan prácticos como qué medios emplearía para sobrevivir sola en un país extranjero. De repente, por el rabillo del ojo capté un movimiento y, sin que me diera ni cuenta, alguien se había largado con mi maleta. Grité, pero mi voz se perdió en el viento y, mientras el ladrón se escapaba, resbalé por la madera encerada de la cubierta. Un hombre pasó corriendo a mi lado, veloz como un rayo, en dirección a la pasarela; consiguió capturar al ladrón, un chico de unos doce años, si acaso llegaba. El hombre lo trajo de vuelta agarrándolo por el pescuezo con una mano y cargando con mi maleta en la otra y, con una voz de acento muy marcado, me preguntó qué quería hacer con él.
—Yo… Bueno… —murmuré, casi avergonzada; el suceso me había dejado en estado de shock.
—Lo denunciaré al capitán del barco, si mademoiselle así lo desea —replicó el hombre, con cierta licencia dramática.
De inmediato fui consciente de su altura; debía de medir más de metro ochenta y sus facciones eran muy llamativas. Cabello negro, ojos oscuros y piel también oscura. Resultaba inexplicablemente atractivo.
—¿Mademoiselle? —repitió, con una leve sonrisa iluminándole los ojos.
—Hum… Sí, sí, por supuesto. —Me volví para mirar al chico, cuyas facciones parecían de repente las de un cordero perseguido—. ¿Y qué le pasará? —pregunté, recuperando la maleta.
—Lo obligarán a abandonar el barco y será llevado directamente a la cárcel, supongo —respondió el hombre, sin emoción alguna.
—Oh.
—Es usted quien decide, mademoiselle.
—Bien. He recuperado mis posesiones, por lo que deduzco que no se ha causado ningún daño. Y no volverás a hacerlo, ¿verdad? —pregunté dirigiéndome al chico, que, me di cuenta en aquel momento, iba descalzo y llevaba una ropa que le quedaba dos tallas pequeña.
El niño negó impetuosamente con la cabeza y, corriendo como una criatura salvaje, se perdió entre el gentío en cuanto el hombre lo soltó.
—Mademoiselle ha sido demasiado generosa —dijo, viendo cómo el chico desaparecía—. Permítame que me presente. Me llamo Armand Hassan. —Luego hizo una leve reverencia.
El nombre sonaba tan exótico e intrigante que le otorgaba un atractivo instantáneo. Iba bien vestido, pero con un aire de elegancia informal, como si no pudiera evitar tener buen aspecto, llevara lo que llevase. Pero sus ojos tenían algo peligroso y hermético que inspiraba desconfianza.
—Señorita Carlisle —repliqué, ofreciéndole la mano y dándome cuenta, aunque demasiado tarde, de que acababa de darle mi nombre a un perfecto desconocido. Tenía que aprender a ser más aguda, y hacerlo rápido además.
—Enchanté, mademoiselle Carlisle, y permítame decirle que tiene usted un apellido precioso. Confío en tener ocasión de poder pronunciarlo de nuevo. Y a menudo.
Se llevó mi mano enguantada a los labios y habría jurado que percibí el calor de su aliento a través del tejido. Desvié rápidamente la mirada y recé para que mis mejillas no se hubieran ruborizado. Apenas me había alejado de la costa de Inglaterra y, como una ingenua, ya estaba sucumbiendo al encanto de un acento extranjero. Tenía que controlarme.
—Sí, claro, muchas gracias, monsieur Hassan, pero debo irme —repliqué, cayendo con retraso en la cuenta de que estaba a bordo de un barco y que no había compromisos urgentes que atender.
Los ojos de monsieur Hassan brillaron, imaginándose a buen seguro las advertencias que yo debía de haber recibido sobre entablar conversación con desconocidos.
—Espero que me permita, mademoiselle, ofrecerle unas breves palabras de consejo a modo de despedida: una joven tan encantadora como usted debería tener más cuidado de aquí en adelante. Viajando sola por el continente, el sexo débil siempre corre el peligro de caer víctima de tipos con pocos escrúpulos.
Fue entonces cuando recuperé la compostura, eché los hombros hacia atrás y levanté la barbilla.
—Monsieur Hassan, si bien es evidente que domina usted con fluidez el idioma inglés, acaba de dejar patente su falta de conocimientos sobre las mujeres inglesas. Somos más que capaces de cuidarnos solas, muchas gracias.
Y, dicho esto, me recoloqué el abrigo y eché a andar con determinación hacia proa con un viento en contra que casi me hace perder el sombrero, que conseguí sujetar con la mano en el último momento.
«Qué arrogancia», murmuré para mis adentros, decidida a no dejarme engatusar por nadie, sin importar las circunstancias.
El hotel Petit Lafayette parecía bastante elegante a tenor de su fachada, pero, igual que sucede con los libros, nunca se puede juzgar solo por el aspecto exterior. Fui conducida hacia una escalera que giraba alrededor de un patio interior y que proporcionaba a cada habitación una especie de balconcito desde el que se dominaban las grises e insulsas entrañas del edificio. Mi estado de ánimo cayó aún más por los suelos cuando el hombre abrió la puerta de mi chambre. Nunca había tenido oportunidad de entrar en un convento, pero supuse que sería más o menos el equivalente a lo que tenía delante de mí: una habitación estrecha con una cama estrecha de aspecto muy incómodo y sin ninguna ventana.
—No, no —dije, negando con la cabeza.
—Non? —repitió el hombre, imperturbable.
—No, me temo que esto es inaceptable.
Como no había respuesta, desarrollé un poco mi explicación.
—Esta habitación se parece a una celda monástica —dije, alzando la voz y hablando más despacio, porque estaba claro que si no aquel hombre no entendería mi problema—. Me gustaría… Je voudrais une chambre plus grande. Avec une fenêtre!
Diez minutos más tarde, y por el doble de precio, me encontraba en una habitación de tamaño modesto con una cama algo más grande. Tenía claro que debía perfeccionar mis habilidades de regateo, pero, en cuanto abrí la ventana alargada y contemplé las vistas, me olvidé de todas mis quejas. Los tejados de París se extendían delante de mí, dorados bajo la luz del atardecer. Lo que había hecho me tenía aterrada. El deseo y su consecución pueden llegar a provocar pensamientos increíblemente opuestos en una persona. Pero estaba decidida a intentarlo. Y a no derramar una sola lágrima.
Mi primer día en París se despertó ventoso pero despejado, y salí a la calle con el pequeño mapa que le había comprado al llegar a un vendedor callejero. París era una ciudad tan bella e inspiradora como me esperaba; cada calle era más bonita que la anterior. Los edificios de piedra de color beis, con ventanas altas y elegantes tejados de zinc gris, lucían inmaculadamente refinados bajo el sol. Paseando por el Quai de la Tournelle, me encontré con un montón de puestos de vendedores de libros —de bouquinistes, como más adelante me enteraría que los llamaban— donde se vendían ejemplares de todo tipo en francés y en inglés, revistas, periódicos e incluso carteles y postales antiguas. Me paré a curiosear, maravillada por aquellos puestos metálicos de color verde repletos de tesoros que llenaban los parapetos de las orillas del Sena. Parecían vagones de tren que acabaran de parar allí para hacer una escala y abrir sus puertas al público lector hasta el anochecer.
A orillas del río, bajo el sol resplandeciente y perdida en un universo de libros y acentos extranjeros, me sentía en la gloria. Y fue entonces cuando lo vi: Histoires extraordinaires. Encuadernado en azul cobalto, era una traducción en dos volúmenes de los cuentos cortos de Edgar Allan Poe hecha por Charles Baudelaire. Abrí la cubierta y descubrí que era una primera edición, publicada por Michel Lévy Frères, en París, en 1856-1857. Mi padre era un fanático de la obra del señor Poe, y a mí me habían encantado El corazón delator y La caída de la Casa Usher, de modo que lo vi como una señal. Pregunté por el precio del libro, y mi francés entrecortado me delató de inmediato como extranjera. Cien francos me parecía una cantidad excesiva y, después de mucho gesticular (el hombre se sacó los bolsillos del pantalón hacia fuera para indicar que aquello era un robo a mano armada), acordamos un precio. Me sentía casi embriagada por mi temeridad, por haber gastado el poco dinero que tenía en otro libro. Y, justo cuando el hombre empezaba a envolver los volúmenes en papel marrón y cordel, oí una voz que reconocí enseguida pronunciando mi nombre.
—Monsieur Hassan —dije, sorprendida al ver que volvía a cogerme la mano para estamparle un beso.
Me ruboricé al instante y el librero esbozó una sonrisa de suficiencia. Y entonces iniciaron una conversación en francés que fui incapaz de seguir, aunque el tema me quedó enseguida claro.
—Veo que ha comprado mi Baudelaire —dijo monsieur Hassan con una sonrisa maliciosa.
—¿A qué se refiere?
—A que le dije a mi amigo que me guardara esta traducción, pero veo que se la ha vendido a usted… a un precio muy superior.
La insinuación me quedó clara, que yo era una mujer tonta y me habían tomado el pelo. Decidí ignorarla.
—En este caso, no es su Baudelaire, sino mi Baudelaire —dije, cogiendo el paquete y echando a andar para regresar al hotel.
—Permítame, al menos, invitarla a cenar esta noche como felicitación por su excelente adquisición —dijo, dando unas zancadas para ponerse a mi altura.
—No, gracias, no puedo aceptar una invitación tan inapropiada. Somos desconocidos.
—Uf —replicó monsieur Hassan, fingiendo que acababa de clavarle un puñal en el corazón—. Aunque resulta que no somos desconocidos, y me da la impresión de que usted está sola en París…
—No estoy sola —me puse a la defensiva—. Estoy con mi… tía.
—Ah, entiendo —dijo, con un gesto de asentimiento y reconociendo casi la derrota—. Alors, por si cambia de idea, mademoiselle Opaline —añadió, entregándome su tarjeta—. No es un desprecio fácil de olvidar, pero, por suerte para usted, soy de carácter olvidadizo.
Luego, saludando con un toque de sombrero, desapareció por una callejuela y me quedé allí plantada y furibunda. Era un hombre exasperante, pomposo y arrogante. Lo aborrecía. Pero, aun así, me guardé la tarjeta en el bolsillo en vez de arrojarla al Sena.
Por la tarde, escribí a mi querida Jane una de las postales que había comprado en el puesto de libros. Sabía que podía confiar en ella y que mantendría en secreto mi paradero. Uno de los encantos de Jane era que podías oír su risa incluso antes de verla. Adoraba las actividades al aire libre, algo que su madre declaraba «poco apropiado para una dama». La echaba muchísimo de menos, y pensé que escribirle me ayudaría a reducir la distancia entre nosotras, aunque fuese solo por un rato. Intenté mantener un tono animado y llené la postal de frases encerradas entre signos de exclamación. «¡París es maravilloso!». No muy original, pero era la verdad. Me imaginé que quizá un día vendría a visitarme si seguía aquí. Aunque, cuando miré el dinero que me quedaba, ya no lo tuve tan claro. Tenía que buscar trabajo. Decidí visitar la biblioteca al día siguiente y ver qué podía encontrar allí.
Cuando me desnudé para acostarme, saqué del bolsillo la tarjeta que monsieur Hassan me había dado.
Armand Hassan
ANTICUARIO
Rue Molière, 14
Casablanca
Marruecos
De modo que monsieur Hassan era un especialista en libros raros marroquí. Lo cual explicaba su exótico atractivo, si es que te gustaban ese tipo de hombres, y yo había decidido que no era mi caso. Los libros románticos que había leído estaban plagados de historias de mujeres que caían rendidas a los pies de hombres disolutos como ese. Guardé la tarjeta, en la maleta esta vez. Cuando debería haberla hecho mil pedazos y tirado a la basura.
Trabajar como ama de llaves de una mujer de edad avanzada con graves delirios de grandeza no era precisamente el destino que había visualizado para mí. Pero me repetía sin cesar que aquello no era más que un parche hasta que estuviera recuperada. Fuera lo que fuese que eso significara. Solo pasados un par de días, me establecí una rutina. Y comprendí que eso era justo lo que necesitaba, porque seguía en estado de shock. A diferencia de lo que sucede en las películas, una no huye de su casa, deja atrás su matrimonio y todo lo que conocía, y simplemente empieza una nueva vida. Hay un periodo intermedio durante el cual te limitas a respirar, como la persona que se está ahogando y se aferra a una roca. Sabes que estás viva, que puedes moverte, hablar incluso, pero te falta algo.
Realizaba, pues, mis tareas. Me despertaba y preparaba enseguida el desayuno para madame Bowden (un huevo duro y muffins con confitura). Después recogía la cocina, le hacía la cama y limpiaba su habitación mientras ella se vestía; luego encendía la chimenea de abajo. La casa era vieja y gélida, pero madame Bowden renegaba de la calefacción central; decía que las tuberías destruirían la estética. Tenía opiniones muy firmes con respecto a todo, lo cual me dejaba sinceramente desconcertada. Ante todo, porque yo no recordaba haber tenido nunca opinión sobre nada. En casa, el único que opinaba sobre los temas importantes era mi padre. Mi madre no hablaba. Hoy en día, dirían de ella que era una persona «no verbal», pero cuando yo era pequeña la gente del pueblo la llamaba otras cosas.
Madame Bowden, por otro lado, leía los periódicos en voz alta, contradecía todos y cada uno de los artículos de opinión y hacía discursos sobre lo que ella haría si estuviera en el poder. Yo básicamente la ignoraba, y continuaba pasando el aspirador por las alfombras y ocupándome de la colada. No es que fuese desagradable conmigo, aunque tampoco podía decirse que fuera simpática, lo cual me venía bien. A última hora de la tarde, cenaba en mi pequeña habitación del sótano, casi siempre judías con una tostada, y había adquirido la costumbre de dar un paseo a orillas del río al anochecer, cuando los trabajadores de las oficinas ya habían vuelto a sus casas y la ciudad estaba tranquila. O más tranquila, mejor dicho.
Era como si empezara a descongelarme después de un invierno muy largo. Cada día que pasaba notaba que mis músculos se relajaban un poco más e, incluso cuando iba a hacer la compra al supermercado, ya apenas miraba atrás para ver si él me seguía. Hasta el día en que Eileen, madame Bowden, decidió sucumbir a «la ruina del siglo XX» y adquirió un televisor. Yo estaba ocupada en la cocina preparándole la comida (salmón pochado con patatas baby), y cuando le llevé la bandeja al salón vi a un hombre cruzando la puerta de entrada. Solté la bandeja y me quedé paralizada.
—Ah, lo siento, cariño; he llamado, pero la puerta estaba abierta —dijo, claramente avergonzado y sujetando con gran esfuerzo la enorme caja.
Seguí mirándolo, intentando confiar en lo que me transmitían mis ojos. «No es él», me repetí una y otra vez para mis adentros. «No es él». Me recuperé lo más rápidamente que pude y me puse a limpiarlo todo. Pero me temblaban tanto las manos que el hombre se ofreció a ayudarme. Estaba tan abochornada que ni siquiera podía mirarlo a los ojos.
A la mañana siguiente, madame Bowden me pidió que limpiara a fondo el polvo de su despacho, una pequeña habitación en la primera planta que daba a la calle. Tenía un papel pintado precioso con motivos florales y un escritorio al lado de la ventana. Las otras paredes estaban llenas de estanterías que, como en una biblioteca, se encontraban repletas de libros.
—Es hora de hacer una buena limpieza primaveral —anunció, a continuación me ordenó bajar de las estanterías todos y cada uno de los libros y, con un trapo húmedo, quitarles el polvo.
—¡No, no muy húmedo! —me alertó, y me dio una toalla seca para retirar cualquier resto de humedad que pudiera quedar después.
A pesar de que de entrada me pareció una tarea abrumadora, enseguida desarrollé un método que me facilitaría las cosas. Cogía todos los libros de una estantería y los depositaba en el suelo, encima de una sábana vieja. Luego, arrodillada sobre un cojín, iba retirando con cuidado el polvo de cada ejemplar. Los había muy antiguos, tanto que amenazaban con desintegrarse entre mis dedos. Los había también en otros idiomas que era incapaz de entender. Pensé, con cierta envidia, que madame Bowden debía de ser una persona muy culta. Los libros y yo nunca nos habíamos llevado muy bien. No, no era exactamente así. Los libros me ponían nerviosa. Siempre me habían generado ese efecto. Recordaba haber tenido siempre este tipo de reacción con los libros. Casi como si fueran una amenaza. Prefería leer a la gente. La gente era más fácil que los libros. Mi madre me había enseñado a leer la historia de una persona sin que la persona leída tuviera necesidad de pronunciar una sola palabra.
Como había hecho con madame Bowden: sabía que le daba miedo envejecer y que por eso estaba tan enfadada con el mundo. Sabía que mi madre cargaba con un dolor emocional que era incapaz de expresar con palabras. Y sabía que aquel inglés que había aparecido en mi ventana estaba enamorado de una mujer llamada Isabelle. Durante mucho tiempo, había dado por sentado que todo el mundo podía hacer esto, y no fue hasta que mis amigas empezaron a enfadarse conmigo por descubrir sus secretos cuando comprendí que era un don que me pertenecía solamente a mí. O una maldición. Aunque la auténtica maldición fue mi incapacidad de leer a mi marido después de enamorarme de él. Dicen que el amor es ciego, y para mí eso fue más cierto que para la mayoría. Nunca vi llegar la violencia. Pensándolo bien, tampoco él, o yo lo habría intuido. ¿Qué fue lo que le hizo cambiar? ¿Fui yo? ¿Alguna cosa que hice mal?
Su burla favorita era gritarme: «Te crees que eres especial, ¿verdad?».
Y tenía razón. Lo creía. No con vanidad, sino porque pensaba que estaba destinada a hacer algo más grande en la vida. Que mi camino acabaría conduciéndome a algo mejor, porque en verdad era buena haciendo esa cosa en concreto o porque estaba destinada a hacer algo. Pues eso a él no le gustaba. No le gustaba a nadie, en realidad. Así que aprendí a esconder este tipo de pensamientos. Los había escondido tan bien que ya había olvidado dónde los había guardado. Porque ahora no creía que me mereciera nada mejor que lo que tenía: una cara magullada, un matrimonio roto y un trabajo limpiando la preciosa casa de otra mujer. Sabía que no me merecía nada mejor, aunque en algún rincón dentro de mí seguía albergando esperanzas. Justo eso era lo que me hacía sentir tan mal: la esperanza. Comprendí entonces que tendría que prescindir de una de las dos cosas: la felicidad o la esperanza.
—La cosa es que el número 11 de Ha'penny Lane es… Veamos, sí, aquí está —anunció el señor Dunne, señalando la parcela vacía que había entre el número 10 y el número 12—. O, mejor dicho, no está aquí. Aquí es donde no está. —Disimuló una risilla con un ataque de tos.
Funcionario de la Agencia Oficial de Urbanismo, había accedido a regañadientes a visitar el lugar después de mis incesantes llamadas telefónicas.
—Entendido —contesté. Me pareció que esperaba que dijera algo más—. Pero ya ha visto los mapas que le envié, los que mostraban que la tienda estuvo aquí.
—Sí, he visto los mapas, señor Field, pero, como ya le expliqué por teléfono, no existen registros oficiales de ningún edificio en este lugar. Aparte de este —dijo, señalando la casa del número siguiente.
—Pero ese es el número 12.
—Exactamente. El número 11 no existe.