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Medalla de oro en la nieve y en la cama. Tener una aventura con el guapísimo campeón de snowboard Jack Greene no encajaba en el comportamiento habitual de Kelsi. Pero su traviesa sonrisa le hizo tirar por la borda toda la prudencia... ¡además de la ropa! Sin embargo, un embarazo inesperado la dejó fuera de combate. No podían hacer peor pareja. Jack adoraba vivir el presente, mientras que ella buscaba la estabilidad. Aunque era difícil mantener los pies en la tierra tras haber conocido al hombre capaz de poner su mundo cabeza abajo.
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Natalie Anderson
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El color de tus ojos, n.º 2054 - agosto 2015
Título original: Walk on the Wild Side
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6806-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Si te ha gustado este libro…
Otro semáforo en rojo. Kelsi Reid frenó por cuarta vez, maldiciendo para sus adentros, y agarró el peine que había dejado en el asiento del copiloto.
Lo más probable era que en el salón de belleza estuvieran acostumbrados a recibir a clientas impecables, y Kelsi ni se había arreglado el pelo ni se había maquillado. Apenas había tenido tiempo para ponerse las lentillas y embutirse un vestido con la piel todavía húmeda de la ducha.
La noche anterior se había quedado dormida en la mesa, cuando intentaba terminar todo el trabajo que tenía que entregar. Al despertarse, se encontró con que tenía el pelo metido dentro del vaso del refresco.
No tenía un buen día.
Echaba menos su ración mañanera de cafeína y empezaba a dolerle la cabeza. Tras parar en todos los semáforos que había hasta Merivale, el barrio más lujoso de Christchurch, estaba a punto de llegar a L´Essence Spa.
Se había sentido demasiado ingrata como para cancelar la cita que su jefe y sus compañeros de trabajo le habían regalado por su cumpleaños y como premio por su esfuerzo. Había sido todo un detalle, aunque era lo último que ella quería. Odiaba mezclarse con mujeres hermosas porque le hacían sentirse peor todavía. Con su horrible color de pelo, su baja estatura y sus escasas curvas, siempre la habían tildado de poco atractiva. Tampoco había ayudado el que su padre no se hubiera preocupado por ella. Aparte de sus genes poco agraciados, no le había dado mucho más.
Había estado tan acomplejada que, incluso, había dejado que su último novio la llevara a la peluquería y de compras para hacerse un cambio de estilo. Aun así, no era lo bastante guapa para él. Años después, Kelsi no podía creer que le hubiera permitido tomar el control de su aspecto de esa manera.
Al final, se había rebelado y había decidido dejar de buscar la aprobación de los demás. Se vestía con ropa grande que le cubría casi toda la piel, excesivamente pálida, sus imperceptibles atributos, su pelo, sus ojos… Si algún hombre quería fijarse en ella, debía ser por su inteligencia, su sentido del humor, su personalidad.
Llevaba años sin salir con nadie. Estaba demasiado ocupada con su trabajo. Tampoco le ayudaba que sus compañeros, las únicas personas con las que se relacionaba en el pueblo, estuvieran enamorados de las heroínas de los videojuegos, con grandes pistolas y pechos todavía mayores.
Pero, por alguna razón, sus compañeros de trabajo habían pensado que un día en el salón de belleza era el tipo de regalo que agradaría a cualquier mujer. Y ella no había tenido valor para sacarles de su error. Sabía lo caro que era ese salón y sabía que solo les había motivado la buena intención. Además, no tenía por qué cortarse el pelo ni someterse a rayos uva, había otras opciones. Lo que más le apetecía era que le dieran un masaje y le hicieran la cera.
Era mejor que no le tocaran el pelo enredado, que ya se había teñido en casa.
Encima, llegaba tarde.
Condujo cien metros hasta el siguiente semáforo que, por supuesto, estaba en rojo. Mientras esperaba, se llevó la mano al enredo que tenía en la parte trasera de la cabeza. Tenía el pelo tan rizado que solo podía domarlo echándose una crema suavizante antes de pasarse el peine. Sacó un tubo que llevaba en el bolso, se aplicó una generosa cantidad y comenzó a peinarse. Cerró los ojos, porque le dolían los tirones. Sin querer, su cuerpo dio un respingo, incluido el pie, que había estado pisando el freno. El coche se movió medio metro hacia delante.
Justo en medio del paso de peatones.
Kelsi oyó el golpe, una maldición sofocada y su propio grito.
Pisó el freno en seco y agarró el volante con ambas manos, temblando.
Lo único que se movía era su estómago, a punto de vomitar. Abrió la puerta e intentó salir, pero se lo impidió el cinturón de seguridad, que consiguió desabrocharse con dedos nerviosos. Cuando logró liberarse, corrió a la parte delantera del coche, aterrorizada por lo que podía encontrarse. ¿Habría matado a alguien?
–¿Estás bien? ¿Estás bien? Oh, Dios –gritó Kelsi, incapaz de respirar–. ¿Estás bien?
–Estoy bien.
Era un hombre y estaba de pie. Era muy alto y debía estar vivo, porque tenía los ojos abiertos: unos ojos azules como el cielo, y respiraba.
Horrorizada, Kelsi meneó la cabeza, sin poder creer lo que acababa de pasar.
–El semáforo estaba en verde para los peatones –dijo él con tono seco.
–Has salido de la nada –repuso ella. Si no había visto a ese hombre que medía casi dos metros, ¿se le habría pasado desapercibido alguien más?, se preguntó, y se agachó para mirar debajo de las ruedas.
–Tu coche está bien.
–Eso no me importa –aseguró ella, todavía agachada–. ¿Solo estabas tú? ¿No he atropellado a nadie más?
–Solo a mí.
–Oh, gracias al cielo. Quiero decir… –balbució ella con el corazón acelerado–. ¿De verdad estás bien?
–Sí –afirmó él, y rio–. Mira, es mejor que muevas tu coche. Estás entorpeciendo el tráfico.
Aturdida, Kelsi se volvió hacia la fila de coches parados detrás del suyo. La mayoría estaban cambiando de carril para adelantarla. Así que no era urgente. Un accidente era mucho más importante que retrasar el tráfico.
–¿Estás seguro de que estás bien? –volvió a preguntar ella con tono estridente.
–Vayamos a la acera –indicó él.
Kelsi lo siguió, aunque se detuvo en seco tras unos pocos pasos.
–¡Estás cojeando! ¿Por qué? ¿Dónde te he golpeado? ¿Dónde te duele?
–No, es solo que tengo la rodilla…
–¿La rodilla? –repitió ella con voz más aguda todavía–. ¿Ahí te he dado? Déjame ver –añadió y, sin esperar, se agachó y le levantó el bajo de los pantalones, esperando ver chorretones de sangre cayéndole por la pantorrilla. Sin embargo, solo se encontró con una pierna musculosa y bronceada.
Al instante, el hombre se apartó.
–Estoy bien –insistió él, mientras la agarraba del brazo para ayudarla a levantarse.
Con reticencia, Kelsi se incorporó.
–¿Estás seguro? –volvió a preguntar ella. ¿Lo había pisado con las ruedas? Al recordar el sonido del impacto, se encogió. Era la primera vez que tenía un accidente con el coche. Y había atropellado a una persona–. ¿No necesitas un médico? Por favor, deja que te lleve. Creo que debería verte un médico.
–No necesito un médico –aseguró él con firmeza–. Pero tú cada vez estás más pálida.
Kelsi se llevó las manos a la boca, sintiendo que el estómago se le revolvía un poco más.
–Podía haberte matado.
–Sí. Pero no lo has hecho.
Podía haber matado a un niño, se dijo ella, imaginándose lo peor. Había sido una suerte que hubiera sido un hombre tan alto y fuerte y no un bebé en un carrito. Encima, lo había herido. Con ojos borrosos, levantó la cara hacia él, casi sin aliento. Lo había herido…
El hombre la sujetó de los hombros.
–Estoy bien. No ha pasado nada –afirmó él, asintiendo y sonriendo.
Kelsi tragó saliva. ¿Estaba bien de verdad? Al menos, sus manos la sujetaban con firmeza y fuerza.
–¿Tenías prisa por llegar a alguna parte?
–¿Qué? Sí –contestó ella, se miró el reloj y dejó caer los brazos–. Oh, no. Ya es demasiado tarde.
–¿Adónde ibas?
–No importa. De verdad. Deja que te lleve adonde quieras –ofreció ella, abrió la puerta del copiloto e intentó arrastrarlo dentro–. Siento haberte atropellado. Estás cojeando. ¿Puedo llevarte al hospital?
–No.
Sin embargo, Kelsi no lo estaba escuchando. Siguió tirando de él, decidida a meterlo en el coche. Pero era como mover una montaña… imposible. Además, esa montaña no estaba fría, sino caliente, era ancha y muy sólida. Por no hablar de su fuerte pecho… Cuando se quiso dar cuenta, tenía las manos sobre su torso y lo estaba empujando hacia el coche, sin lograr moverlo…
–Lo siento –dijo ella, sonrojándose.
Al levantar los ojos, sus miradas se entrelazaron. Él tenía los ojos grandes y azules y una sonrisa radiante como el sol. De nuevo, la realidad desapareció alrededor de Kelsi y se quedó atrapada por el momento, incapaz de parpadear, incapaz de respirar.
¿Se estaba volviendo loca?, se reprendió a sí misma. Casi lo había atropellado… ¿Qué hacía mirándolo como si nunca hubiera visto a un hombre antes?
Bueno, lo cierto era que nunca antes había visto a un hombre tan bien proporcionado. Los únicos con los que se relacionaba eran sus compañeros de trabajo, y eran todos o demasiado gordos o demasiado flacos. Eran todos el prototipo del tipo que se pasaba la vida delante del ordenador.
Ese hombre que tenía delante era por completo diferente. Debía de pasar horas enteras bronceándose y cultivando esos músculos, por no mencionar los mechones de pelo dorados por el sol. El flequillo le caía sobre la cara de modo desenfadado. Era un tipo imponente.
–¿Qué te parece que si yo te llevo a ti? –propuso él.
–¿Perdón? –replicó ella.
El hombre le volvió a posar la mano en el hombro para calmarla.
–Yo conduciré –dijo él.
Lo único que Kelsi pensaba era que el hombre sonreía y el mundo le parecía más colorido que nunca.
–Vamos.
Sin oponer resistencia, ella se dejó guiar al asiento del copiloto y se sentó.
Cuando él caminó hacia la puerta del conductor, lo vio cojear. Aquello era una locura. Debía disculparse de nuevo y ayudarlo, no al revés.
–¿Seguro que estás bien para conducir? –preguntó en cuanto él se sentó.
El hombre rio. Una risa masculina y sincera.
–¿Cómo te llamas?
Kelsi se quedó mirándolo. Era tan alto que apenas cabía en su pequeño utilitario. Además, le había dicho algo. Eso parecía, caviló ella, porque la observaba con gesto expectante.
–¿Perdón?
–¿Cómo te llamas?
Entonces, el hombre se inclinó sobre Kelsi, hasta que sus torsos casi se tocaban. Su movimiento la tomó por sorpresa y la dejó paralizada. El cuerpo se le puso tenso, pero no de miedo. No, nada de miedo. Desde tan cerca, podía ver su rostro simétrico con una sombra de barba, sus dientes relucientes. Incluso podía sentir su calor y su olor a limpio. Contuvo el aliento cuando él se acercó todavía más. ¿Acaso iba a besarla? ¿Iba ella a dejar que un desconocido la besara? Hipnotizada, se le quedó mirándolo a los ojos, que sonreían y le prometían el paraíso.
Claro que sí. Iba a besarla. No había ninguna otra posibilidad, se dijo, embobada.
De pronto, sin embargo, un ruido a su izquierda la hizo volver de pronto a la realidad. Decepcionada, se dejó atar con el cinturón de seguridad. Claro que no había querido besarla. Los tipos como él tenían ejércitos de bellezas a quienes besar. Nunca pensaría en besarla. Aunque cuánto le hubiera gustado a ella…
Hundiéndose en su asiento, Kelsi se dijo que necesitaba controlarse. Se le había puesto la piel de gallina.
El hombre arrancó y, tras unos momentos, ella consiguió apartar la vista de sus fuertes manos sobre el volante para mirar hacia la carretera. Él giró a la derecha donde ella habría seguido recto. Pero no importaba.
–¿Señorita?
–Kelsi –dijo ella.
–Kelsi, soy Jack.
–Hola –saludó ella en voz baja y, de nuevo, abrió mucho los ojos al volver a mirarlo. Que un hombre tan guapo estuviera al volante de su coche era por completo surrealista.
Cuando él volvió a reír, le salió un hoyuelo en la mejilla.
–Creo que necesitas tiempo para recuperarte.
–Lo siento mucho –se disculpó ella, obligándose a apartar la vista. Era cierto. Necesitaba tiempo para recuperarse, pero no del accidente. Tener tan cerca de un tipo tan impresionante la estaba dejando fuera de combate.
–¿Seguro que estás bien?
–No empieces otra vez, por favor –pidió él.
–Vale.
–Conozco una cafetería donde tienen un café muy bueno –dijo Jack–. Vamos a tomar una taza.
Café. Ese era el problema, pensó Kelsi. No había tomado su taza mañanera. Por eso debía estar tan nerviosa y aturdida.
Jack aparcó y paró el motor.
–No puedes aparcar aquí. Está reservado –observó ella, indicando las señales que avisaban de que ese espacio era solo para clientes de la tienda de esquí.
–No les importará –aseguró él.
Vaya, al parecer ese tipo se tomaba la vida con mucha calma, se dijo Kelsi. Ni siquiera había pestañeado después de haber sido atropellado por un coche. Sonriendo, él le entregó las llaves del coche y salió. Al verlo cojear de nuevo, volvió a sentirse culpable.
Poco después, la dejó sentada en una mesa de la cafetería.
–Voy a pedirte un café.
Ella se dejó caer en la silla, apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos.
–Me gusta solo –pidió Kelsi. Después de una buena taza de café, su cerebro volvería a la normalidad.
Jack observó a la mujer blanca como la leche y bajita que tenía delante. Parecía que había sido ella la atropellada. La verdad es que a él apenas lo había rozado, aunque la caída le había lastimado un poco la pierna mala. Se la había operado hacía un par de semanas, pero en ese momento le dolía como si hubiera sido el día anterior.
Se acercó al mostrador, esperando que el dolor que sentía en la rodilla no supusiera un retraso en sus progresos. Ansiaba volver a entrenar cuanto antes.
Viv, la camarera, le sirvió enseguida, y en cuestión de segundos volvió con dos tazas de café humeante a la mesa donde lo esperaba la conductora peligrosa. Sonrió al verla de espaldas, pues tenía el pelo enredado en una intrincada madeja… Seguro que ella lo ignoraba, pensó.
Jack dejó las bebidas en la mesa, abrió tres sobres de azúcar y los echó en una de las tazas. Después de removerla, se la tendió.
–No tomo azúcar –dijo ella con una débil sonrisa, recostada en su asiento.
–Hoy, sí –repuso él. Un café bien cargado y dulce era justo lo que su acompañante necesitaba.
La contempló mientras ella tomaba un par de tragos.
–¿Mejor?
–Mucho mejor.
Sí, sus ojos de extraño color parecían más enfocados y se había enderezado en la silla, observó Jack. Estaba mucho mejor así porque, cuando había estado derrumbada sobre el respaldo, el escote del vestido había dejado entrever el tirante de encaje negro de un bonito sujetador. No debería estar pensando en sexo en ese momento, se reprendió a sí mismo. Sin embargo, llevaba haciéndolo desde que había puesto los ojos en ella.
No era apropiado. Y no era la razón por la que había insistido en invitarla a un café. No, lo había hecho porque había querido explicarle que no le había hecho daño. Había leído la preocupación en su rostro cuando lo había visto cojear. Necesitaba explicarle que lo de su rodilla no se debía al accidente pues intuía que, si no lo hacía, ella podía tener pesadillas durante semanas. Por alguna razón, adivinaba que era una mujer sensible y dulce, a pesar de su aspecto desarreglado y rebelde.
Sin embargo, había algo que Jack debía hacer primero. Se puso en pie, conteniendo la risa, y dio la vuelta a la mesa. Ella se puso tensa en cuanto la tocó.
–Tranquila o será peor –susurró él.
Tenía un peine atrapado en un revoltijo de rizos en la parte trasera del pelo. Ella soltó un grito sofocado al comprender. Él quiso reír y quitarle importancia, pero al verla sonrojarse y notar que se le aceleraba la respiración, se quedó callado.
Así que tenía algún efecto sobre ella, adivinó Jack. Excelente, porque él estaba experimentando un severo ataque de deseo. Intentó concentrarse en desatar el nudo, pero se quedó embelesado con su pelo rubio, suave y con olor a flores. Nunca había visto un pelo tan claro como ese, casi como la nieve, ni tan enredado.
Jack tragó saliva. Con la boca seca, se inclinó un poco más sobre ella para extraerle el peine del pelo sin lastimarla. Hacía mucho tiempo que no se había sentido tan excitado por una mujer…
La operación de rodilla lo había mantenido apartado de esa clase de entretenimientos durante un tiempo. Eso debía de explicar la intensa reacción que experimentaba ante esa extraña, se dijo. Por lo general, no solía fijarse en mujeres tan bajitas, ni tan frágiles. Le atraían más las atléticas y fuertes, no las que parecían a punto de volarse con un soplo de viento.
Tampoco solía interesarse por mujeres demasiado emocionales ni necesitadas. Su forma de vida no le dejaba tiempo para dedicarle a nadie. Sin embargo, cuando había visto cómo ella se había puesto a temblar al pensar que lo había herido, su dulzura femenina le había resultado demasiado tentadora. Esos labios tan jugosos y apetecibles… No llevaba ni carmín ni brillo.
Jack había tenido deseos de saborearlos.
Y, en ese instante, quería hacer mucho más que besarla. Se la imaginaba en sus brazos, sería tan fácil levantar aquel largo vestido color funeral y mordisquear los secretos que ocultaba…
Sin duda, debía de estar sufriendo los efectos de las cuatro semanas de abstinencia sexual que llevaba, caviló Jack. Si no, no podía entender por qué le costaba controlar su propio cuerpo en medio de una cafetería llena de gente. Y esa debía de ser la razón por la que le atraía una mujer que hacía tan mala pareja con él.
Con cuidado, siguió desenredando el peine. Estaba tardando más de lo que había esperado, pero no le importó. Se contuvo para no hundir los dedos en la masa de pelo rizado un poco más.
Pálida y suave, la mujer estaba sentada como una estatua delante de él. Su cuerpo irradiaba calor, en parte por la situación embarazosa y, en parte…
Jack estaba acostumbrado a tener éxito con el sexo opuesto y le encantaba. Conocía bien las señales. A veces, las ignoraba y, otras veces, no.
En esa ocasión, supo que iba a sucumbir a la más intensa tentación que había experimentado nunca. Aunque no era muy apropiado, no podía resistirse. Le gustaba lo inesperado. Adoraba los retos.
¿Qué importaba si tenía menos de veinticuatro horas? ¿Qué más daba si debería estar en una aburrida reunión? Eso hacía que lo que se proponía hacer fuera todavía más excitante. Jack Greene sabía cómo aprovechar al máximo cada minuto.
Kelsi fue incapaz de mirar a Jack a los ojos cuando él le mostró el peine antes de dejarlo sobre la mesa. Con voz apenas audible, le dio las gracias.