El color que cayó del espacio - H.P. Lovecraft - E-Book

El color que cayó del espacio E-Book

H. P. Lovecraft

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Para H. P. Lovecraft esta era su mejor obra. Como todo lo que escribió, se trata de una novela corta. Es, con toda seguridad, el mejor exponente de su pensamiento. Sus referentes son Poe y Hawthorne. La acción tiene lugar en esa zona creada por Lovecraft y venerada por la cultura popular: Arkham, una ficticia área rural de Massachusetts. Como maestro indiscutible de la literatura fantástica, Lovecraft quiso crear un nuevo arquetipo de monstruo y lo hizo: convirtió un color indefinido en objeto de un terror incomprensible. Además, sabe meternos en la piel de esa casta de puritanos subdesarrollados y hace que percibamos el hedor que rodea esos bosques que "jamás han sentido el hacha del hombre".

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Seitenzahl: 72

Veröffentlichungsjahr: 2020

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H. P. Lovecraft

EL COLOR QUE CAYÓ DEL ESPACIO

Ilustraciones de Albert Asensio

Al oeste de Arkham las colinas se elevan salvajes y hay valles con profundos bosques que ningún hacha ha cortado jamás. Hay cañadas estrechas y oscuras donde los árboles se inclinan exuberantes, y donde pequeños riachuelos gorgotean sin haber recibido nunca un rayo de sol. En las suaves ondulaciones de las laderas se yerguen antiguas granjas hechas de piedra junto a casas de campo en ruinas y cubiertas de musgo que guardan eternamente los secretos de la antigua Nueva Inglaterra al abrigo de grandes salientes de roca; pero ahora todas están vacías, las anchas chimeneas se desmoronan, y las paredes se hinchan peligrosamente bajo los tejados abuhardillados.

Los antiguos habitantes se han marchado y a los foráneos no les gusta habitar este lugar. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado; los polacos han llegado y se han marchado. No es por algo que se pueda ver, oír o tocar, sino por algo que se percibe. El lugar no es idóneo para mentes fantasiosas y no invita a un sueño reparador. Debe de ser eso lo que mantiene alejados a los foráneos, ya que el viejo Ammi Pierce nunca les ha contado nada de lo que recuerda de los días extraños. Ammi, cuya mente no ha estado en sus cabales desde hace tiempo, es el único que sigue allí o que habla de aquellos días; y se atreve a hacerlo porque su casa está situada muy cerca de los campos abiertos y de los caminos transitados que circundan Arkham.

Hubo una vez un camino que discurría en línea recta sobre las colinas y a través de los valles, donde ahora se encuentra el yermo asolado; pero la gente dejó de transitarlo y se trazó un nuevo camino que se desviaba hacia el sur. Todavía se pueden encontrar vestigios del antiguo camino entre la maleza salvaje que regresa. Sin duda, algunos de ellos perdurarán incluso cuando la mitad de los valles sean anegados por el nuevo embalse. Entonces, los oscuros bosques desaparecerán y el yermo asolado descansará anegado por las aguas azules, cuya superficie reflejará el cielo y dibujará ondas bajo el sol. Así, los secretos de los días extraños se fundirán con los de las profundidades; se fundirán con el acervo oculto del viejo océano y con todo el misterio de la tierra primigenia.

Cuando me adentré en las colinas y valles a explorar el terreno para el nuevo embalse, me dijeron que aquel lugar estaba maldito. Eso me dijeron en Arkham, pero al tratarse de una ciudad muy antigua y llena de leyendas de brujas, pensé que lo de la maldición sería algo que las abuelas habían contado en susurros a los niños durante siglos. El nombre de «yermo asolado» me pareció muy extraño y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de la tradición de un pueblo puritano. Fue entonces cuando vi con mis propios ojos la maraña oscura que se extendía hacia el oeste de cañadas y laderas, y dejé de preguntarme por cualquier otra cosa que no fuera aquel viejo misterio. Era por la mañana cuando lo vi, pero la penumbra siempre estaba al acecho. Los árboles crecían demasiado juntos y los troncos eran demasiado grandes como para ser madera sana de Nueva Inglaterra. Había demasiado silencio en los sombríos pasadizos que los separaban, y el suelo estaba excesivamente blando debido al musgo húmedo y a las capas de infinitos años de descomposición.

A lo largo del antiguo camino, sobre todo en los claros, había pequeñas granjas en la ladera; a veces con todas las edificaciones en pie, a veces con solo una o dos, y a veces tan solo una chimenea solitaria o una bodega derruida. Reinaban las hierbas y las zarzas, y la furtiva naturaleza crujía en el sotobosque. Sobre todas las cosas pesaba una neblina de inquietud y opresión; un toque irreal y grotesco, como si algún elemento esencial de la perspectiva o el claroscuro no estuviera en su lugar. No me sorprendió que los foráneos no se quedaran, ya que no era un lugar en el que pernoctar. Se parecía demasiado a un paisaje de Salvator Rosa, se parecía demasiado a un grabado prohibido en un cuento de terror.

Pero nada es comparable al yermo asolado. Lo supe desde el momento en que lo encontré al fondo de un amplio valle; no se podría llamar de ninguna otra manera, ni ninguna otra cosa podría llevar ese nombre. Parecía que un poeta hubiera acuñado el término después de haber visto esta región en concreto. Al verlo, pensé que sería el resultado de un incendio. Pero ¿por qué no había crecido nada nuevo en aquellos cinco acres de gris desolación a cielo abierto que parecían una gran mancha corroída por el ácido entre los bosques y campos? Se encontraba en su mayor parte al norte del antiguo camino, pero invadía un poco el otro lado. Sentía una extraña reticencia a acercarme, y si lo hice, fue solo porque mis asuntos me obligaban a pasar por allí. No había vegetación alguna en aquella vasta extensión; solo un polvo fino y gris, como ceniza, que ningún viento parecía llevarse nunca. Los árboles cercanos tenían un aspecto enfermo y raquítico, y había muchos troncos muertos, en pie o caídos, pudriéndose en las lindes. Mientras lo atravesaba apresuradamente, vi a mi derecha los ladrillos y las piedras desmoronadas de una vieja chimenea y una bodega, y las fauces negras de un pozo abandonado cuyos vapores estancados jugaban de forma extraña con los reflejos de la luz del sol. Incluso el largo y oscuro bosque que se extendía más allá parecía agradable en comparación, y ya no me maravillaba de los asustados cuchicheos de los habitantes de Arkham. No había ni casas ni ruinas cerca; incluso en tiempos lejanos debía de haber sido un lugar solitario y remoto. Y al atardecer, temiendo volver a cruzar aquel siniestro lugar, regresé a la ciudad dando un enorme rodeo por el camino del sur. Deseaba, en cierta forma, que se cerraran las nubes, porque una extraña aprensión por los profundos vacíos celestes se había deslizado en mi alma.

Ya de noche, pregunté a los ancianos de Arkham por el yermo asolado, y a qué se refería aquella expresión de «los días extraños» que tantos murmuraban de forma evasiva. Sea como fuere, no pude encontrar ninguna respuesta adecuada a mis preguntas, salvo que todo aquel misterio era mucho más reciente de lo que había imaginado. No era en absoluto un suceso legendario, sino que había tenido lugar durante las vidas de aquellos con los que hablé. Había ocurrido en la década de 1880, y una familia había desaparecido o había sido asesinada. Mis interlocutores no eran precisos; y dado que todos ellos me pidieron que no prestara atención a las delirantes historias del viejo Ammi Pierce, lo busqué a la mañana siguiente. Había oído que vivía solo en la antigua casa en ruinas allá donde los troncos de los árboles comenzaban a ser más gruesos.

Era un lugar pavorosamente antiguo, y había empezado a exudar ese tenue olor a rancio de las casas que llevan en pie demasiado tiempo.

Solo después de llamar con insistencia pude despertar a aquel anciano, y cuando se arrastró encogido hacia la puerta, supe que no se alegraba de verme. No era tan débil como esperaba; pero su mirada marchita, su ropa descuidada y su barba blanca le daban un aspecto ajado y lúgubre.

Al no saber cuál sería la mejor forma de que comenzara con sus historias, fingí que iba por un asunto de trabajo: le hablé de mi reconocimiento del terreno, y le hice algunas preguntas generales sobre la zona. El hombre era mucho más sagaz y educado de lo que me habían llevado a pensar, y cuando quise darme cuenta, ya lo había entendido mejor que cualquiera de los hombres con los que había hablado en Arkham. Él no era como otros hombres de campo que había conocido en aquellas zonas donde más adelante estarían los embalses. Él no se quejó de las millas de viejos bosques y tierras de cultivo que quedarían anegadas, aunque quizá lo habría hecho de no quedar su hogar fuera de los límites del futuro embalse.

Todo lo que aquel hombre mostró fue alivio: alivio ante la condena de aquellos viejos y oscuros valles por los que había vagado toda su vida. Estarían mejor bajo el agua…, mejor bajo el agua…, sobre todo después de los días extraños. Y, tras aquellas primeras palabras, su voz ronca se hizo aún más grave, y el hombre se echó hacia delante y empezó a señalar algo, tembloroso, moviendo el dedo índice con un gesto estremecedor.